La Cámara de los Lores en la democracia británica. 1955

La democracia constituye sin duda la forma suprema de la convivencia. Si se la juzga según sus principios, ha de ser inobjetable aun para el más severo de sus censores; solo en la práctica se advierten sus dificultades, que no residen en defectos intrínsecos, sino, precisamente, en los obstáculos externos que se oponen a su perfección. El demócrata de buena fe vigila de continuo los mecanismos cuyo funcionamiento pueden afianzar o desnaturalizar la democracia, porque sabe que nada es tan fácil como simularla y nada tan difícil como asegurar su ejercicio en las cambiantes situaciones de las sociedades. La democracia debe, pues, ya se ha dicho, ser conquistada una y otra vez, dado que solo el ajuste de las delicadas instituciones que la integran puede asegurar su adecuación a las formas de la vida colectiva.

Tal certidumbre es, seguramente, la que ha movido al vizconde Herbert Luis Samuel, uno de los jefes del Partido Liberal inglés, a proponer ciertas reformas a la constitución de la Cámara de los Lores, de que forma parte. No es, por cierto, la primera vez que se plantea en Gran Bretaña el problema. Pero esta vez el vizconde Samuel ha destacado un aspecto curioso de la cuestión, proponiendo a sus pares que en lo futuro compartan sus bancas con lores de las diversas razas que pueblan los territorios del Commonwealth. También ha sugerido otras reformas, pero es esta la más significativa, pues la cuestión de si la dignidad de miembro de la Cámara alta debe ser o no vitalicia y hereditaria ha pasado ya a ser un tópico académico, sobre el que se vuelve de tanto en tanto, pero que parecería no merecer esa exagerada atención por parte de nadie.

En términos generales, Lord Saltoun manifestó a su vez, en el curso de uno de los debates, que el país no exteriorizaba ninguna exigencia acerca de la reforma de la Cámara de los Lores, y agregó que si se seguía repitiendo que era imprescindible llevarla a cabo, terminaría el público por suponer que los pares no estaban cumpliendo con su deber. Pero el razonamiento de Lord Saltoun sortea el verdadero problema. Para un buen demócrata, las instituciones deben ajustarse a la realidad social y política, pues de otro modo su funcionamiento introduce en la vida institucional un elemento discordante. Para muchos ingleses -y esto desde hace mucho tiempo- la Cámara de los Lores no representa un estrato definido de la sociedad. En ocasiones ha reconquistado su prestigio, pero el problema institucional queda en pie, y los buenos demócratas tratan de anticiparse al momento en que resulte urgente plantear el grave problema de si la venerable y centenaria institución cumple o no alguna función dentro del juego de las demás instituciones que aseguran el funcionamiento de la democracia inglesa.

Durante mucho tiempo dicho cuerpo ha representado a un sector social de caracteres definidos, que era, además, el de mayor gravitación y poder dentro de la vida económica y social de Gran Bretaña. Pero la revolución industrial selló la suerte de esa clase con una vaga sentencia, que comenzó a cumplirse poco a poco al cabo de muchos años. La crisis de 1832 fue decisiva en su historia. El ministro Grey proyectó una reforma electoral que debía aumentar considerablemente el número de los votantes y vivificar el régimen democrático. La Cámara de los Lores desaprobó el proyecto, pero Grey, seguro del respaldo de la opinión pública, apeló a un ardid y pidió al Rey que designara tantos pares como fueran necesarios para modificar la composición de la Cámara alta, hasta darle la fisonomía política requerida para que se aprobara la ley de reforma. La situación se hizo crítica, y los lores cedieron, acaso porque supusieron que el Rey acabaría por atender las demandas de su ministro.

Desde entonces la Cámara de los Lores ha perdido progresivamente fuerza política. El recurso utilizado por Grey fue puesto en funcionamiento otra vez en 1911 por Lloyd George, en esta ocasión con el apoyo de Jorge V, que prometió formalmente designar cuatrocientos pares, a fin de conseguir que la Cámara alta votará una ley que consagraba su propia inoperancia política. Una vez aprobada, quedó establecido que las leyes votadas por los Comunes solo podían ser detenidas por dos años mediante el veto de los Lores, plazo después del cual podían ser presentadas a la aprobación real. Este término fue acortado durante el gobierno laborista, y desde entonces la Cámara de los Lores apenas ejerce una función formal.

Esta progresiva invalidación de la Cámara alta se explica por el constante desarrollo de la sociedad inglesa en el sentido de la democracia, gracias al cual se deposita la máxima confianza en la Cámara de los Comunes, reflejo inmediato de la opinión pública. Pero se explica también porque ha quedado desvanecida la fisonomía política de la Cámara alta, cuyos miembros no representan sino a sí mismos. Dentro de la lógica política, un cuerpo de tales características no puede revisar las decisiones de una corporación soberana que expresa la voluntad popular. Cabe, pues, preguntarse si es posible la subsistencia de tal institución.

Pero es visible que su supresión importaría un duro agravio a la tradición, y seguramente no desean inferirlo ni los más exaltados británicos, ante todo y por ello fieles al culto de cuanto simboliza o encarna el pasado nacional. La duda se traduce, pues, en la pregunta de si no sería posible atribuir a la Cámara alta cierta representación legítima, que la transformara en un instrumento más de la vida democrática. En este sentido debe interpretarse la proposición del vizconde Samuel, quien parecería concebir a la cámara de que forma parte en sus futuras proyecciones como una representación cabal del Commonwealth británico.

Sería brindar al mundo un ejemplo magnífico poder ofrecerle el espectáculo de que esta proposición hallara eco favorable. Gran Bretaña ha comprendido que la era del colonialismo está irremisiblemente cerrada y ha venido dando elocuentes ejemplos de sagacidad y prudencia en la conducción de sus relaciones con los países que hasta hace poco estuvieron bajo su autoridad. Si de esa vinculación ha de quedar algo, acaso lo más sabio sea esta integración dentro de los cuerpos parlamentarios que representan la mejor tradición política de Inglaterra.

En un sistema en que la Cámara de los Lores representara los intereses del Commonwealth, acaso volviera aquella a desempeñar un nuevo papel de alta significación y hallara la fórmula para reintegrarse dentro del juego institucional. Pero, sobre todo, habría revelado ese intento la sana vocación democrática de quienes aspiran a no perpetuar anacronismos y a mantener vivas las relaciones entre la realidad social y los cuerpos representativos.