La ciudad hispanoamericana: la estructura socioeconómica originaria. 1968

La ciudad latinoamericana surgió en el siglo XVI —en la gran mayoría de los casos— como resultado de un acto político. Los hechos se repiten muchas veces de manera muy semejante. Un pequeño ejército de españoles, mandado por alguien que posee una autoridad formalmente establecida y acompañado, generalmente, de un cierto número de indígenas, llega a determinado lugar y se instala en él con la intención de que un grupo permanezca definitivamente allí. Es un acto político. Significa el designio —apoyado en la fuerza militar— de ocupar la tierra y afirmar el derecho español. Puede significar también afirmar el derecho de uno de los conquistadores, de acuerdo con lo que cree que establecen las capitulaciones que le han sido otorgadas. De todos modos, la toma de posesión del territorio y la sujeción de la población indígena constituyen siempre los hechos primordiales y fundamentales.

Esta acción política se formaliza mediante un acta de fundación, documento formal, cuidadosamente redactado con toda clase de previsiones en cuanto a los derechos del conquistador, y ajustado a las más estrictas normas notariales.

Este origen singular de la ciudad hispanoamericana condiciona su estructura. Si se piensa en el lento proceso de adecuación que dio origen a las estructuras socioeconómicas de las ciudades europeas medievales que surgieron espontáneamente, se advertirá que, en el caso de la ciudad hispanoamericana, fundada mediante un acto político, no hubo —ni podía haber— un ajuste natural de los grupos sociales a las condiciones económicas del área circundante. Tampoco hubo —ni podía haber— ajuste sencillo entre los subgrupos y entre los individuos. De modo que la ciudad, en lugar de representar una solución a un problema preexistente, significó el planteamiento de un conflicto nuevo en el seno de una situación poco conocida e imprevisible.

En efecto, la ciudad hispanoamericana significó un problema socioeconómico y sociocultural a la vez. Con el tiempo entrañaría también un dilema político, pero en un principio pareció este resuelto. En cambio, el problema socioeconómico y el sociocultural surgieron en el instante mismo de la fundación y sus diversas fases se fueron presentando poco a poco. Con el hecho político y jurídico de la fundación quedó esbozada una estructura socioeconómica de la ciudad, que se proyectaba sobre la región. Pero al día siguiente debía comenzar un proceso de ajuste en relación con la peculiar situación regional. Las formas institucionalizadas deliberadamente —y constituidas intencionalmente con una rigidez que no era solamente política, sino jurídica y militar— comenzaron a jugar frente a las exigencias de la situación.

Para finalizar este proceso —en el período comprendido entre la fundación y la mitad del siglo XVIII— conviene examinar, primero, la formación de los grupos urbanos originarios y, enseguida, las diversas funciones que el conjunto urbano comenzó a cumplir, para tratar de establecer cómo se comportaron los grupos urbanos originarios frente a cada una de ellas, y cómo se modificaron luego.

Dos curiosos textos pueden ilustrar sobre el debatido problema de la condición social del grupo español que realizó la conquista y pobló las ciudades recién fundadas. Esa condición social proporcionó ciertos caracteres especiales a su actitud socioeconómica y sociocultural en Hispanoamérica.

A fines del siglo XVI, el cosmógrafo y cronista de Indias Juan López de Velasco escribía en su Geografía y descripción de las Indias (1574) estas palabras sobre los españoles que pasan a las Indias:

“Los españoles en aquellas provincias serían muchos más de los que son, si se diese licencia para pasar a todos los que lo quisiesen; pero porque comúnmente se han inclinado a pasar de estos reinos a aquéllos los hombres enemigos del trabajo, y de ánimo y espíritus levantados, y con más codicia de enriquecerse brevemente que de perpetuarse en la tierra, no contentos con tener en ella segura la comida y el vestido, que a ninguno en aquellas partes les puede faltar con una mediana diligencia en llegando a ellas, siquiera sean oficiales o labradores, siquiera no lo sean, olvidados de sí se alzan a mayores, y andan ociosos y vagamundos por la tierra, pretendiendo oficios y repartimientos; y así se tiene esta gente por de mucho inconveniente para la quietud y sosiego de la tierra, y por eso no se da licencia para pasar a ella, sino a los menos que se puedan, especialmente para el Pirú donde ha sido esta gente de mayor inconveniente, como lo han mostrado las rebeliones y desasosiegos que en aquellas provincias ha habido, y así solamente se permiten pasar los que van con oficio a aquellas partes, con los criados y personas de servicio que han menester limitadamente, y los que van a la guerra y nuevos descubrimientos, y los mercaderes y tratantes y sus factores, a quien dan licencia por tiempo limitado, que no pasa de dos o tres años, los oficiales de Sevilla, y esto cargando de hacienda suya propia hasta cierta cantidad. Y no se consienten pasar a las Indias extranjeros de estos reinos, ni portugueses a residir en ellas ni contratar, ni de estos reinos los que fueren de casta de judíos o moros, o penitenciados por la Santa Inquisición, ni los que siendo casados fuesen sin sus mujeres, salvo los mercaderes y los que van por tiempo limitado, ni los que han sido frailes, ni esclavos berberiscos, ni levantiscos, sino sólo los de Monicongo y Guinea, aunque, sin embargo de la prohibición y diligencia que se pone para que no pase nadie sin licencia, pasan a todas partes bajo el nombre de mercaderes y de hombres de la mar.”

Esta caracterización del grupo conquistador y poblador se repite en algunos aspectos en las palabras que, en 1735, escribieron Antonio de Ulloa y Jorge Juan en sus Noticias secretas:

“Los europeos y chapetones que llegan a aquellos payses son por lo general de un nacimiento baxo en España, o de linaje poco conocido, sin educación ni otro mérito alguno que los haga muy recomendables! […] Como las familias legítimamente blancas son raras allá, porque en lo general sólo las distinguidas gozan de este privilegio, la blancura accidental se hace allí el lugar que debería corresponder a la mayor jerarquía en la calidad, y por esto en siendo europeo, sin otra más circunstancia, se juzgan merecedores del mismo obsequio y respeto que se hace a los otros más distinguidos que van allá con sus empleos, cuyo honor les debería distinguir del común de los demás.”

Estos textos corroboran la imagen que las crónicas dan de los conquistadores. Predominaba entre ellos la gente de condición humilde pero aventurera, codiciosa y dispuesta a prosperar. América fue, en efecto, una oportunidad para los que buscaban el ascenso económico y social. Gente sin tierras y sin nobleza, buscaba ambas cosas en América. Tal actitud era contraria a la radicación y al trabajo metódico y permanente. El éxito en tierra americana debió ser, para el conquistador, la garantía de una posición social análoga a la de los hidalgos españoles, posición a la que debía servir de fundamento la riqueza fácilmente adquirida y la numerosa población indígena sometida. A medida que la colonización avanzaba, el Estado español procuró disuadir a tales aventureros de que pasaran a las Indias, y estimuló en cambio el paso de artesanos y mercaderes; pero esta política no tuvo éxito, y aun esas ocupaciones las ejercieron personas que tenían motivos sociales o individuales para desarraigarse de su país de origen. Sólo algunos escasos hidalgos pasaron a América. Tales fueron, sumariamente caracterizadas, las peculiaridades del grupo conquistador, esto es, del primer grupo que pobló las ciudades recién fundadas.

Este grupo se constituyó en cada caso con un número limitado de miembros que, en la marcha general del proceso de ocupación de la tierra, se fijó en un lugar, se instaló y comenzó a procurarse el prometido beneficio que se esperaba de la conquista. El fundador los había elegido para establecerlos en la ciudad, y en ella se quedaron. En el acta de fundación se les asignaron solares dentro de la ciudad apenas demarcada y allí deberían levantar sus casas, desde donde administrarían sus tierras de producción o sus minas, con los indios que les habían sido encomendados. Y si no habían recibido tierras ni encomiendas debían ejercer el comercio o algún oficio —mediante el trabajo físico de los indios—, o acaso desempeñar una función pública.

Tales eran en general las posibilidades de los nuevos pobladores. Lo importante es que gozaban de un privilegio que había sido consagrado. Este grupo constituyó el conjunto de los vecinos. Eran los pobladores por excelencia, los que tenían derechos. Tanto los derechos como los privilegios se referían a ciertas perspectivas y a las posibilidades efectivas de obtener algún provecho económico.

El grupo urbano primitivo estuvo, pues, integrado por españoles que se dedicaban a diversas actividades. La sumaria clasificación que ofrece en su Geografía de 1574 Juan López de Velasco puede dar una idea de ellas. En Potosí: “Habrá como cuatrocientas casas de españoles, ninguno encomendero, sino casi todos mercaderes, tratantes y mineros, y los más, yentes y vinientes”.

Cosa semejante ocurría en Guanajuato, donde había “como seiscientos españoles en dos Reales que tienen, los más de ellos, tratantes”.

Ciudades espontáneas, en cierto modo, Potosí y Guanajuato representaban el caso típico de ciudades sobre la boca de la mina, en las que se habían reunido quienes intentaban descubrir un yacimiento o aquellos a quienes se había adjudicado ya una explotación. A su alrededor estaban los que se dedicaban a actividades subsidiarias. Refiriéndose a Potosí dice López de Velasco: “En toda ella no hay árboles ni se coge fruta, ni mantenimiento ninguno, que todo se lleva de acarreo”. Y hablando de Guanajuato dice: “La tierra donde están [las minas] es más fría que caliente, estéril de maíz, trigo y frutas, que todo se provee de acarreo”. Había, pues, un sector comercial importante y, naturalmente, un sector de servicios.

Para 1625, aproximadamente, la Descripción del virreinato del Perú señala en Potosí cuatro mil casas de españoles y una población española de cuatro a cinco mil hombres. Casi por la misma fecha Vázquez de Espinosa consigna el mismo número de vecinos, y agrega:

“que son los dueños de minas e ingenios, mercaderes, y otros tratantes, que viven en la villa de asiento, sin otros muchos mercaderes entrantes, y salientes, y otros españoles sueltos que en aquel Reino llaman soldados honrados, y la verdad es que muchos de ellos son gente perdida, que importara más que trabajaran o buscaran su vida de otra suerte, porque estos son las mayores causas de las inquietudes que suele haber en aquel Reino.”

Pero tanto la Descripción como Cieza de León destacaban el inmenso desarrollo del mercado. Es el mercado, en efecto, el que provocaba la concentración de población. López de Velasco lo afirma al explicar la despoblación progresiva de Santo Domingo y de Santiago de Cuba. Las ciudades —dice— han llegado a tener 1000 vecinos, pero hacia 1574 Santo Domingo tenía 500 y Santiago de Cuba 30; y la explicación es la misma: “por no venir mercaderes a contratar a esta isla”, o “por no acudir a ella navíos a contratar”. En particular de Santo Domingo, señala Vázquez de Espinosa que:

“fuera muy rica y poderosa, y toda la Isla, así por la grosedad de la tierra y los frutos que cría y produce, como por el buen puerto que tiene, a donde llegan muchos navíos de España con diversas mercaderías y a cargar los frutos de la tierra; pero como está tan sola y desamparada sin defensa de una armada que guarde aquellas costas, todas las naos que vienen cargadas con los frutos, tienen grandes riesgos de enemigos piratas, que están en aquellas ensenadas o ladroneras, esperando para robarlas cuando llegan a montar la Saona, como han hecho a muchas que han robado, dejando pobres y aniquilados a los vecinos de Santo Domingo, mercaderes y señores de naos, por estar todo desamparado y venir las naos sin defensa.”

La mayor ciudad hispanoamericana a fines del siglo XVI —según López de Velasco— era México, que contaba con 3000 vecinos españoles y 30.000 o más casas de indios, a principios del siglo XVII. Vázquez de Espinosa dice que:

“la ciudad tendrá más de 15.000 vecinos españoles, y más de 80.-000 indios vecinos que viven dentro de la ciudad, y en el barrio, o ciudad de Santiago de Tlatellúlco, y en los demás arrabales, o chinampas, sin los cuales hay más de 50.000 negros, y mulatos esclavos de los españoles, y libres, con que la habitación de la ciudad es muy grande, y extendida, es de mucha contratación, así por la grosedad de la tierra, y ser Corte de aquellos reynos, como por la grande correspondencia que tiene con España, Perú, Filipinas, y con las provincias de Guatemala, y su tierra, Yucatán y Tabasco y todo el reino de la Nueva Galicia, y Vizcaya hay de ordinario en ella cuatro ferias, con grande cantidad de mercaderías, de seda, paños, y todo cuanto se puede hallar en las más abastecidas del mundo: que son en San Joao Domingo, Lunes, y Martes; en Santiago la hay todos los días; en Santa María la Redonda, en la plaza mayor; en la de la Modorra, y en San Hipólito, Miércoles y Jueves, y en Tomatlan, que es hacia la albarrada hay feria de comida todos los días.”

En el mayor de los mercados —en la actual plaza del Zócalo— “caben cien mil personas y está todo cercado de portales con lugares señalados para cada oficio y suerte de mercadería, de que ay grande diversidad, y mucha menudencia”, según afirma López de Velasco. Este mercado y el del Cuzco eran tradicionales. El del Cuzco funcionaba en las inmensas plazas del centro de la ciudad, en las que, según la Descripción de 1625, “hay dos tianges donde siempre asisten indios o indias vendiendo muchas y diversas cosas […]”. Pero si se quiere percibir exactamente el significado de este tráfico, se debe vincular esta noticia con la que da Cieza de León hablando del mercado de Potosí, cuando dice: “Y así, muchos españoles enriquecieron en este asiento de Potosí, con solamente tener dos o tres indias que le contrataban en estos tianges […]”.

El mercado tradicional fue, seguramente, tomado por españoles, que acrecentaron el tráfico. Lo cierto es que Cuzco, ciudad a la que en 1574 se le asignaban 800 vecinos españoles, tenía en 1625, según la Descripción, tres mil. Pero en tanto que López de Velasco habla en 1574 de una población indígena de 67.000 indios organizados en 68 repartimientos, la Descripción habla de “diez mil vecinos indios, repartidos en cuatro parroquias, con sus curas, que los adoctrinan y los enseñan, y tienen un hospital muy rico, y todos tienen muchas riquezas”.

Es característico el caso de las ciudades-puerto, que se constituyeron como emporios comerciales o mercados. A principios del siglo XVII, Vázquez de Espinosa decía de Santo Domingo: “la ciudad tiene seiscientos vecinos españoles, entre ellos muchos caballeros, y gente de lustre, con cantidad de mercaderes y tratantes, por ser la ciudad y puerto frecuentado de navíos de España, y de otras partes de las Indias, que van con mercaderías a sacar los frutos de la tierra”.

Hacia 1574, Veracruz podía ser considerada una ciudad “en crecimiento”; según López de Velasco tenía “doscientos vecinos españoles […], todos mercaderes y tratantes en mercaderías o en bodegas, y casas para ellas, y carruajes y mercaderías; porque labores del campo no hay ninguna”. Este grupo mercantil no era muy estable. Así como el de Potosí, sólo residía en la ciudad en la medida en que convenía a sus intereses. Refiriéndose a Nombre de Dios, dice el cronista: “Es pueblo de cincuenta o doscientas casas, cuando hay flota, que cuando no, las más de ellas están vacías, todas de mercaderes y tratantes”.

Y hablando de Panamá, señala López de Velasco que: “habrá en ella como cuatrocientos vecinos, aunque unos dicen más y otros menos, todos o los más mercaderes y tratantes, porque no hay en la tierra indios ni otras granjerías para poder vivir sino la mercadería”.

Hasta tal punto era inestable este grupo mercantil de Panamá, que Cieza de León explica el mantenimiento de la ciudad en el sitio malsano en que se halla diciendo que: “los vecinos que agora hay son contratantes y no piensan estar en ella más tiempo de cuanto puedan hacerse ricos; y así, idos unos, vienen otros, y pocos o ningunos miran por el bien público”.

Dos tipos de grupos urbanos quedan, pues, indicados: el de los mineros y el de los mercaderes, ambos localizados en ciudades de fisonomía bien definida, precisamente a causa de la especificidad de las funciones que esos grupos asignaban a la ciudad. La ciudad minera fue erigida y poblada cuando apareció la riqueza minera; la ciudad-puerto y mercado se constituyó cuando el tráfico entre España y América empezó a fijar sus cabeceras; y las dos se desarrollaron y prosperaron en la medida en que esa actividad se mantuvo y creció. Tan definida y exclusiva fue la función de la ciudad que no ofrecía suficiente variedad de alicientes a los pobladores para fijarlos, y hubo una constante renovación de personas, en tanto que el grupo como tal mantuvo sus rasgos predominantes. Podría agregarse a estos dos tipos de ciudades de función muy exclusiva un tercero igualmente característico: el de la ciudad-fuerte, generalmente en la frontera con tierra de indios rebeldes, y a veces baluarte marítimo contra corsarios y piratas. Como los mineros o los mercaderes, los soldados constituyeron un núcleo sostenido, cuyos miembros se renovaban; pero no siempre la defensa estaba a cargo de soldados profesionales. Los pobladores podían tener esa misión en zonas de fronteras, y entonces la constante adecuación a las circunstancias modelaba la fisonomía del grupo. Tal fue la situación de los fuertes de la Florida y de las ciudades chilenas de Concepción, Imperial o Valdivia.

Hubo, junto a estas, ciudades cuyas actividades estuvieron preferentemente relacionadas con el trabajo de las tierras circundantes. Fueron, pues, ciudades de encomenderos, esto es, ciudades fundamentalmente residenciales de gentes que constituían un grupo cuyos intereses estaban en el campo y no en la ciudad. El grupo de los encomenderos solía no ser el más numeroso, pero era sin duda el más importante. “Encomendero” era sinónimo de riqueza, de poder. Hablando de la ciudad venezolana de Coro, López de Velasco dice que la poblaban en 1574: “30 vecinos españoles, todos pobres y ninguno encomendero”. Había, en cambio, ciudades en las que podía decirse de todos sus pobladores españoles que eran encomenderos. Así lo señala López de Velasco hablando de algunas ciudades pequeñas, como Santa Fe de Antioquia o Santa Marta, o de alguna de más envergadura, como Asunción, donde sobre 300 vecinos, dice: “casi todos eran encomenderos”. Y al lado de los encomenderos, residían en la ciudad los “granjeros del campo” o, en general, los “pobladores”, que cuando no aparecían discriminados solían ser personas de menores recursos pero siempre beneficiarios de extensiones pequeñas o del trabajo de un número reducido de indios.

Mineros, ganaderos, plantadores, dueños de ingenios, negreros y grandes comerciantes relacionados con la exportación de productos locales constituyeron la aristocracia urbana originaria. Junto a ellos se situaban, naturalmente, los miembros de la más alta jerarquía eclesiástica y administrativa, esta última integrada en ocasiones por algunos nobles españoles de mayor o menor prosapia, que introducían en la ciudad hábitos de corte. A su alrededor se construyó desde el primer momento un grupo variado de pobladores que ejercieron otras funciones. Grandes ciudades, como México y Lima, requirieron un número crecido de “oficiales”, o como dice López de Velasco hablando de la primera, de “oficiales mecánicos”, de los que agregaba “que hay muchos”. Entraban en este grupo individuos que se ocupaban de cosas muy diversas, a las que unificaba el signo social del trabajo manual. Los que se dedicaban a la construcción, los imagineros y plateros, entre otros, tenían un rango preferente; y seguían las innumerables actividades propias de una comunidad con variadas necesidades, hasta llegar a los servicios personales que, en su más alto nivel, podían estar desempeñados también por algún español desafortunado, en relación con algún noble protector. Tratantes o pequeños comerciantes abundaban también, y completaban el sector los funcionarios de mediana e inferior jerarquía. En una situación intermedia se ubicaban los funcionarios de alta jerarquía, los escribanos y abogados, que tanta gravitación alcanzaron, los médicos y boticarios, profesionales todos ellos que han dejado numerosas huellas en las crónicas. En el mismo plano podría situarse el clero, tanto secular como regular, pues miembros de ambos grupos se incorporaron de modo muy activo a la vida ciudadana.

De todo este conjunto, podría señalarse que el grupo de los “oficiales” acaso declinó poco a poco y dejó de integrarlo. Sus funciones fueron cumplidas en las ciudades cada vez más por los indios sometidos y los esclavos negros que formaban parte de la “familia” urbana, entendida en sentido lato. Dentro de la ciudad, los dos grupos raciales sometidos —indios y negros— constituyeron un proletariado dependiente que trabajaba para su señor y monopolizó todo un sector de actividad.

En general, esos grupos no crecieron numéricamente; por el contrario, decrecieron, de modo que la actividad se concentró. En Santo Domingo describe así la situación López de Velasco en 1574:

“Cuando la isla se descubrió, escriben que había en ella un millón de indios; casi todos se han acabado con la guerra, y por los muchos que murieron de viruelas, y porque de aburridos se ahorcaron muchos y mataron con el zumo de yuca que es ponzoñoso […] y también con el trabajo de las minas, que al principio fue demasiado. No hay pueblo ninguno de ellos sino dos de hasta cincuenta indios.”

Con respecto a Santiago de Chile y a su región, escribía Pedro Mariño de Lovera en su Crónica del reino de Chile:

“Verdad es que con hacer cincuenta y cinco años que se conquistó esta tierra, no ha crecido mucho el número de gente española, pues los de esta ciudad de Santiago, con ser la cabeza del reino, no pasan de quinientos hombres, habiéndose disminuido tanto los indios que apenas llegan los de este valle a siete mil en el año en que estamos, que es el de 1595, con haber hallado en él los españoles en el año de 1541 pasados de cincuenta mil. Y aun los de este sitio son los mejores librados, porque los de otras partes han ido y van con mayor disminución con las incesables guerras, ultra de los que murieron en el año de 1590 y el 1591 de una peste de viruela y tabardillo, la cual fue general […] corriendo la costa que sigue desde Santa Marta y Cartagena hasta lo último que en Chile hay de descubierto.”

Muchos otros testimonios corroboran esta creciente y rápida disminución de la población indígena. La población negra, en cambio, creció a partir de aquellos primeros contingentes de esclavos traídos de África a que se refiere Las Casas en su Historia de las Indias, y que calculaba en más de 100.000 en los primeros decenios del siglo XVI, hacia 1530. Durante el siglo XVI y hasta 1595, el régimen de licencias permitió que mercaderes de esclavos —no españoles, sino portugueses, genoveses, flamencos y alemanes— trajeran ingente número a las colonias españolas. En 1595 el portugués Gómez Reynel obtuvo una licencia por la que podía introducir 4250 negros esclavos al año. De ellos, un número considerable fue localizado en las ciudades, no sólo para las actividades de servicio personal —para las que, sin duda, eran preferidos a los indios— sino también para el ejercicio de ciertas labores productivas tanto en el comercio como en la artesanía.

Pero la composición básica de la sociedad originaria comenzó a modificarse luego a causa de los cambios dinámicos que empezaron a producirse en ella. Los distintos grupos étnicos —con su correspondiente estatus social— comenzaron a establecer contactos recíprocos y a engendrar, generación tras generación, individuos de un nuevo tipo étnico que, naturalmente, tuvieron que definir poco a poco su estatus social. El cronista Diego Rosales señala en su Historia general del reino de Chile, hacia 1665, un fenómeno social de trascendencia: los “mestizos al revés”, como él los llamó, o sea los mestizos de indios varones y mujeres blancas, estas últimas cautivas en el gran levantamiento araucano de 1598, en el que fueron destruidas las ciudades de Villa Rica, Concepción, La Imperial, Valdivia y otras más al sur de Bío Bío. Hablando de esos mestizos, que veía incorporados al grupo indígena, decía:

“[…] han tenido [los indios y las españolas] tantos hijos mestizos que pueden hacer ya generación por sí; y lo que más lastima al corazón es ver estos medio españoles totalmente indios en sus costumbres gentílicas, sin tener muchos de ellos de cristianos más que el bautismo, que alguno de los españoles cautivos o sus madres les daban en naciendo […]”

Sin duda, semejante idea sugería a los indios sometidos el espectáculo del otro mestizaje, entre varones españoles y mujeres indias. Pero así como hubo regiones en las que, verosímilmente, este rencor se acentuó, en otras, y sin duda en Paraguay, el fenómeno adquirió caracteres diferentes. En 1545, a los ocho años de haberse instalado los españoles en Asunción, escribía, no sin ironía, uno de ellos, Alonso Riquel de Guzmán, refiriéndose a los indios:

“[…] estos son guaraníes y sírvenos como esclavos, y nos dan sus hijas para que nos sirvan en casa y en el campo, de las cuales y de nosotros hay más de cuatrocientos mestizos entre varones y hembras, porque vea vuestra merced si somos buenos pobladores, lo que no conquistadores […]”

Diversos testimonios parecen probar que esta situación no creó resentimientos entre españoles e indígenas, sino por el contrario amistad y solidaridad. Resumiendo estos testimonios —y acaso exagerándolos algo— el arcediano Martín del Barco Centenera escribía en 1601, en su poema Argentina y conquista del Río de la Plata, estos versos:

“El guaraní se huelga en gran manera

de verse emparentar con los cristianos;

a cada cual le dan su compañera

los padres y parientes más cercanos.

¡Oh, lástima de ver muy lastimera

que de aquestas mancebas los hermanos,

a todos los que están amancebados,

les llaman hoy en día sus cuñados!”

Pero de todos modos, los españoles descubrieron que los mestizos creaban un problema social, un típico problema de movilidad social acentuado por circunstancias diversas y encontradas. Los mestizos no eran ninguno de los tres grupos constitutivos, sino un grupo nuevo. Pero era inclasificable, porque el proceso socioeconómico favorecía su desarrollo, y lo estimulaba en parte el vínculo afectivo que los unía a los españoles, suficientemente fuerte en muchos casos como para neutralizar el designio de institucionalizar su inferioridad. Cada nueva ola de españoles recién llegados acentuaba la reacción contra ellos, en tanto que los españoles ya establecidos tendían a aproximarlos al grupo español. Quizá por eso se difundieron en España —y se reiteraron en América por medio de las sucesivas olas de españoles recién llegados— dos opiniones singularmente importantes por la influencia que tuvieron en el proceso de afianzamiento o alteración de las estructuras sociales: una sobre el carácter de los mestizos y otra sobre el carácter que adoptaban los españoles por el hecho de nacer en América.

Con respecto a los mestizos, López de Velasco escribía en 1574:

“Hay además de los españoles que de estas partes han ido a las Indias, y de los criollos que de padres y madres españolas han nacido en ellas, muchos mestizos que son hijos de españoles y de indias, o por el contrario, y cada día se van acrecentando más en todas partes; los cuales, todos salen por la mayor parte bien dispuestos, ágiles y de buena fuerza, e industria y maña para cualquier cosa, pero mal inclinados a la virtud y por la mayor parte muy dados a vicios; y así no gozan del derecho y libertades que los españoles, ni pueden tener indios sino los nacidos de legítimo matrimonio.”

Es interesante cotejar este testimonio con las palabras de Azara en su Descripción e historia del Paraguay y del Río de la Plata, escritas a fines del siglo XVIII:

“Los conquistadores llevaron pocas o ninguna mujer al Paraguay, y uniéndose con indias, resultaron una multitud de mestizos a quien la corte declaró entonces por españoles. Hasta estos últimos años puede con verdad decirse que no han ido mujeres de afuera ni aun casi hombres europeos al Paraguay, y los citados mestizos se fueron necesariamente unos con otros, de modo que casi todos los españoles allí son descendientes directos de aquellos mestizos. Observándolos en lo general se ve que son muy astutos, sagaces, activos, de luces muy claras, de mayor estatura, de formas más elegantes y aún más blancos, no sólo que los criollos, o hijos de español y española en América, sino también que los españoles de Europa, sin que se les note indicio alguno de que descienden de india tanto como de español. De aquí puede deducirse, no sólo que las especies se mejoran con las mezclas sino también que la europea es más inalterable que la india, pues a la larga desaparece esta y prevalece con ventajas aquélla. Verdad es que como dichos vienen de españoles con indias, queda alguna duda de que lo que prevalece puede ser el sexo viril tan bien como la especie. Como al gobierno de Buenos Aires han arribado siempre embarcaciones y mujeres de Europa que se combinaron con los mestizos hijos de los conquistadores, la raza de estos se ha ido haciendo más europea, no se ha conservado tan pura ni conservado las ventajas dichas de los paraguayos; los cuales, en mi juicio, por esto aventajan a los de Buenos Aires en sagacidad, actividad, estatura y proporciones.”

La resistencia contra el mestizo declinó con el tiempo; pero, sobre todo, declinó allí donde las condiciones económicas favorecían la integración. Una ciudad como Lima o México mantenía bien separados a los españoles de los “cholos” o mestizos, en tanto que en Buenos Aires la marginalidad era menos, hasta llegar al caso inverso de Asunción, que describe Azara. Pero de todos modos, en todas partes se advierte que el elemento mestizo es el agente por excelencia de la movilidad social.

No menos importante, como factor de movilidad social, fue la distinción entre españoles nacidos en España y españoles nacidos en América. Los españoles nacidos en España eran de dos tipos que se renovaron y enfrentaron inequívocamente: los ya arraigados en la ciudad y los recién venidos, de los cuales, los primeros mostraban ya cierta transigencia con el conjunto de situaciones creadas, en tanto que los segundos fortalecían, con su llegada, el esquema tradicional de la conquista, según el cual la clase conquistadora constituía un sector cerrado y de hegemonía no compartida. Pero el enfrentamiento más grave —y más importante en relación con la movilidad social urbana— fue entre los españoles nacidos en España y los nacidos en América.

Hablando de la peste que asoló las regiones del Pacífico en 1590 decía, pocos años después, el cronista Pedro Mariño de Lovera en su Crónica del reino de Chile, que había muerto inmensa cantidad de personas, y aclaraba:

“Si no eran las personas de las cualidades a quien ella (la peste) no daba, cuales eran los que pasaban de treinta y cinco años, y también los nacidos en España; porque en estos era tan cierta la seguridad de no tocarles este mal contagioso, cuanto en los nacidos en estas tierras como fuesen de corta edad era cierto no escaparse hombre; y así, a mi parecer, murió la tercera parte de la gente nacida en esta tierra, así de los españoles como de los indios […]”

Esta idea de que la naturaleza americana obraba sobre la salud de los españoles y, sobre todo, configuraba la naturaleza física y moral de los descendientes de matrimonio español, o sea los criollos, respondió al juego social entre españoles recién llegados y españoles arraigados o nacidos en América. En cada momento, los recién llegados se situaban en el escalón más privilegiado, en tanto que los otros habían ido ocupando el que les deparaba el juego de las situaciones socioeconómicas. La teoría de la superioridad de los españoles de España la expresó en 1574 López de Velasco en estos términos, hablando de los españoles nacidos en las Indias:

“Los españoles que pasan a aquellas partes y están en ellas mucho tiempo, con la mutación del cielo y del temperamento de las regiones, aun no dejan de recibir alguna diferencia en la color y calidad de su persona; pero los que nacen de ellos, que llaman criollos, y en todo son tenidos y habidos por españoles, conocidamente salen ya diferenciados en la color y tamaño, porque todos son grandes y la color algo baja declinando a la disposición de la tierra; de donde se toma argumento, que en muchos años, aunque los españoles no se hubiesen mezclado con los naturales, volverían a ser como ellos; y no solamente en las calidades corporales se mudan, pero en las del ánimo suelen seguir las del cuerpo, y mudando él, se alteran también, o porque por haber pasado a aquellas provincias tantos espíritus inquietos y perdidos, el trato y conversación ordinaria se ha depravado, y toca más presto a los que menos fuerza de virtud tienen; y así en aquellas partes ha habido siempre y hay muchas calumnias y desasosiegos entre unos hombres con otros.”

Azara localizó más tarde las consecuencias del enfrentamiento social entre los distintos grupos especialmente en las ciudades.

“Como son las ciudades las que engendran la corrupción de costumbres —decía, apoyado en su típica concepción dieciochesca— allí es donde reina, entre otras pasiones, aquel aborrecimiento que los criollos o españoles nacidos en América profesan a todo europeo y a su metrópoli principalmente, de modo que es frecuente odiar la mujer al marido y el hijo al padre. Se distinguen en este odio los quebrados de fortuna, los más inútiles, viciosos, holgazanes, y los que habiendo estado en Europa, regresan sin empleo y aburridos de las sujeciones y molestias de los pretendientes. Con poca reflexión conocerían sus muchas ventajas sobre los europeos; pues su país les franquea libertad, igualdad, facilidad de ganar dinero de muchos modos, y aun de comer casi sin trabajo ni costo; pues los comestibles son buenos, muy baratos y abundantes. No les dan sujeción las leyes sin vigor dictadas de tan lejos, ni las contribuciones, que son muy poca cosa, ni la precisión de servirse de esclavos y pardos a que están acostumbrados; lo único que alguna vez puede incomodarles es la pasión o impertinencia de algún jefe.”

Para explicar en términos sociales este tipo de comportamiento, Azara agrega algunas causas:

“Apenas nacen, los entregan sus padres por precisión a negras o pardas, que los cuiden seis o más años, después a mulatillos, a quienes no oirán cosa digna de imitarse, sino aquella falsa idea de que el dinero es para gastarlo, y que el ser noble y generoso consiste en derrochar, destrozar y en no hacer nada; inclinándolos a esto último la natural inercia, mayor en América que en otras partes. Con tales principios, no es extraño que desdeñen toda sujeción y trabajo, aun los hijos de un marinero u otro artesano, y que no quieran seguir la ocupación de sus padres. Como ven la dificultad de poder subsistir por sí mismos, toman muchos el partido de seguir aquella carrera u oficio que se les presenta más fácil y expedita. Mas no por eso dejan de tener vanidad, ni de desear de obtener empleos por más que aparenten desdeñarlos y agradecerlos poco.”

En este sentido las reflexiones de Azara referidas a Asunción, Buenos Aires, Montevideo, Maldonado, Santa Fe y Corrientes tienen un valor localizado, pero muy singular, pues se trata de casos extremos. En efecto, las ciudades fundadas y pobladas desde Asunción tuvieron desde el primer momento un carácter especial por haber sido establecidas con “hijos de la Terra”. Ruy Díaz de Guzmán señala que Juan de Garay fundó Santa Fe en 1573 con “ochenta soldados, todos los más hijos de la tierra”; y el propio Juan de Garay escribía, en una carta fechada en abril de 1582, que había fundado Buenos Aires con “sesenta compañeros, los diez españoles y los demás nacidos en esta tierra”. Este hecho era una consecuencia de la considerable cantidad de mestizos que había en Asunción. Si, como se ha visto, se calculaban en 400 en 1545, el padre Martín González contaba en 1575 más de diez mil, según carta escrita en ese año. Esta superpoblación fue precisamente la que movió al tesorero Montalvo a aconsejar al rey, en carta de noviembre de 1579, que con los hijos de la tierra: “Que son muy curiosos en las armas, grandes arcabuceros y diestros a pie y a caballo, son para el trabajo y amigos de la guerra” se fundaran “muchos pueblos en las partes y lugares que más convinieren al servicio de Nuestro Señor y del de Vuestra Real Majestad”.

Estas circunstancias confirieron a las ciudades del Río de la Plata una condición social muy particular, precisamente la que observó no sin sorpresa Azara. En el resto de la América hispánica fue muy general, por el contrario, la subsistencia de aquellas prevenciones que señalaba López de Velasco a fines del siglo XVI, y que afectaban tanto a los mestizos como a los criollos. Es bien sabido que el padre Feijóo salió en defensa de estos en el breve ensayo que tituló Españoles americanos.

El problema de las opiniones sobre el valor y el mérito de los distintos grupos sociales constituye un caso típico de adecuación de ciertas formas de mentalidad a las situaciones reales. En competencia por el ascenso social, los grupos fundamentan sus derechos en valores absolutos, y utilizan combinados los elementos socioeconómicos y los elementos morales, a los que se agregan los elementos étnicos, que prestaban fácil apoyo a reflexiones sustentadas no tanto en “errores comunes”, como diría en el siglo XVIII el padre Feijóo, como en intereses inmediatos y en situaciones constituidas.