La crisis argentina. Realidad social y actitudes políticas. 1959

Argentina está en crisis. Es un país de abundantes riquezas naturales, con una población escasa si se considera la vasta extensión de su suelo, sin grandes problemas raciales y sin una atormentada historia que perpetúe rencores legendarios. Su paisaje es extremadamente variado; hay en él cordilleras de imponente altura y de adusta grandeza, cataratas enormes, ríos inmensos, pero, a pesar de todo, predomina en el conjunto cierta medida, como si la vasta llanura armonizara las diversas escalas dentro de un tono homogéneo y mesurado. No es un país de pasiones ni de ambiciones desatadas y parecería que la modernización es su ley. La riqueza es relativamente accesible y aun a aquellos a quienes les está vedado llegar a tenerla, les es permitido disfrutar de la esperanza de conquistarla. Es, sin duda, un país un poco retórico y formalista. Más que sensible, parecería sentimental. Por tradición, ha buscado siempre las soluciones intermedias, no sin cierta finura para la elaboración de las fórmulas. A los argentinos les ha parecido siempre que era un país destinado a alcanzar cierto tipo de equilibrio, que muchos consideraban que se confundía con la felicidad.

Y sin embargo, hace alrededor de tres decenios que Argentina está en crisis, y la tradicional imagen que los argentinos tenían de su país —cuyo rasgo predominante era la modernización y la placidez— comienza a desvanecerse para dar paso a otra de perfil más preciso, de trazos angulosos y violentos, y con un gesto de acritud apenas disimulado en su fisonomía. Argentina está en crisis, y los argentinos —que durante mucho tiempo no quisieron creerlo— comienzan a comprender que no es posible seguir ocultándose un hecho que se impone por su propia fuerza. Con eso, la crisis empieza a ser considerada aún más grave de lo que es en realidad, porque asoman los signos de la desilusión, que es, por sí misma, un factor desencadenante de crisis. A la placidez ha seguido el desasosiego. Y en estas circunstancias se hallan sumidos los argentinos, unánimes nada más que en su desconcierto.

Me pregunto en qué consiste la crisis y cuáles son los factores que la han producido. Como de costumbre, las primeras respuestas que han sido ofrecidas son extremadamente simplistas y consisten en considerar causas verdaderas a los simples síntomas o a los pretextos que las partes en conflicto esgrimen para defender sus comprometidas posiciones. Pero la realidad tiene pruebas de fuego para las explicaciones insuficientes;, residen en el fracaso de las soluciones que se derivan de ellas. Han fracasado las explicaciones simplistas, especialmente las que se basan exclusivamente en responsabilidades personales, o aun de una manera más general, en meros fenómenos políticos. También han fracasado las simples explicaciones económicas, así como las soluciones elaboradas en las oficinas de los banqueros. La tendencia es buscar explicaciones más profundas y más complejas, que tomen en cuenta toda clase de factores, y que intenten medir cuidadosamente su fuerza y establecer los diagramas de los sistemas en que se combina su acción. La crisis es lo bastante urgente como para que sea imprescindible estudiar con calma sus elementos y el sentido que va adoptando a medida que se desenvuelve. Este estudio mostrará, a mi juicio, la inadecuación de las actitudes políticas con relación a la realidad social. Pero el estudio no está hecho.

El objeto de estas páginas es solamente aproximar al lector a los términos fundamentales del problema.

Los términos de la crisis

Sin duda alguna, los términos más visibles de la crisis se relacionan con el orden político. Desde hace aproximadamente treinta años, Argentina no consigue estabilizar su situación institucional y política, a pesar de haberse ensayado diversos tipos de soluciones. Todo ha fracasado. Esta comprobación estimula en algunos el desaliento y en otros despierta cierto optimismo, porque si bien implica que se han frustrado ciertas posibilidades de normalidad o regularidad institucional, es evidente que no han logrado consolidarse —como en España, por ejemplo— situaciones anómalas disfrazadas de normalidad.

Ciertamente, las soluciones democráticas ensayadas, inclusive algunas que parecían tener auténtico respaldo popular, han chocado con problemas de fondo a los que no han podido sobreponerse, y han concluido regulando el funcionamiento de las instituciones para impedir que determinados grupos sociales o determinados movimientos de opinión obraran libremente; es evidente que, al hacerlo, el mecanismo institucional se habría dislocado, como de hecho se dislocó. La regulación de las instituciones provino unas veces del temor a las mayorías y otras veces del temor a las minorías. El hecho es concluyente como prueba de que el conjunto social que compone el país no encuentra la manera de autorregularse.

Para algunos, el hecho significó el fracaso de la democracia: así fue calificado, y partiendo de esa base, se propusieron otras soluciones políticas, que también fueron ensayadas. Se intentó establecer regímenes de facto apoyados en la fuerza militar, que utilizaron sólo aquellos mecanismos legales que ofrecieron seguridad al poder político, y que, en lo demás, operaron dictatorialmente. No sin sorpresa, las fuerzas que creían en la omnipotencia del poder militar y del Estado policial cayeron en la cuenta de que su situación era insostenible. La opinión pública y ciertos sectores de intereses reclamaban la vigencia del Estado de derecho, y ese reclamo se tornó incontrastable. La dictadura fracasó y fue necesario ensayar otras formas políticas. Pareció a quienes no querían ceder a ningún precio el control del Estado que podía intentarse una democracia regulada, basada en el fraude electoral y en la vigencia del estado de sitio. Por ese método la oligarquía creyó haber resuelto el problema, pero la solución que funcionó bien una vez, se viciaba cada vez que se reiteraba su uso. La oligarquía fracasó. Las esperanzas se depositaron otras veces en la demagogia erigida como sistema y sometida a un funcionamiento regulado también; pero los resultados no fueron favorables. Una vez más ciertos movimientos de opinión y ciertos sectores de intereses presionaron para demostrar que la solución había fracasado y que era necesario reemplazarla. Pero, ¿por qué sistema? Las soluciones ortodoxas parecían —y siguen pareciendo a muchos— agotadas y, lo que es más grave, desprestigiadas. De aquí el sentimiento de desconcierto, y sobre todo, de crisis.

El análisis de los movimientos de opinión revela la existencia de una profunda inconexión entre los grupos. Lo que se ha perdido es la comunicación, la posibilidad de coincidir. El signo visible es la crisis de los partidos políticos. En breve tiempo, todos se han dividido y muchos de ellos por razones difícilmente comprensibles, pues no se advierte la oposición fundamental que separa los distintos sectores. Pero el hecho es que los partidos se dividen. Eventualmente, una campaña de resistencia o un problema concreto aglutina un vasto movimiento de opinión; pero en cuanto se intenta ponerlo en marcha se descubre que la coincidencia es ocasional y que se han yuxtapuesto en esta coincidencia sectores que discrepan en problemas fundamentales cuyo planteo implica necesariamente la disolución del conglomerado. La inmensa mayoría de la opinión pública es innegablemente democrática, pero las pocas formas concretas de realizar la democracia no agrupan en núcleos definidos y tenaces a quienes creen en ellas. Igualmente los grandes problemas del país, que no permiten sino unas pocas soluciones, no suscitan aglutinamientos de la opinión lo suficientemente vigorosos como para que sus miembros se sobrepongan a disidencias que, en otra ocasión, se hubieran considerado intrascendentes. La opinión se diversifica en matices sutilísimos y las combinaciones de esos matices no permiten sino la aparición o la subsistencia de grupos numéricamente insignificantes.

A la pérdida de la fe en los partidos políticos acompaña una pérdida de fe en los hombres. Hay una fuerte tendencia a suponer que todos han jugado sus cartas y han mostrado su juego. Pero no aparecen hombres nuevos, y los que aparecen se frustran muy pronto —o parece que se frustran— enredados en la madeja de los matices diferenciadores. Todos parecen haber perdido el sentido público, esto es, la capacidad para sobreponer a sus intereses individuales ciertos intereses fundamentales de la colectividad, que, a poco que se analizaran, se descubriría que inciden decididamente sobre los intereses individuales. Y la pérdida general del sentido público se proyecta especialmente sobre quienes se dedican activamente a la política, en quienes se sospecha que toda preocupación pública encubre o disfraza menguados intereses privados. Algunos ven en todo ello lo que llaman “una crisis moral”, pero puesto que se localiza en el cuadro de las relaciones públicas, es evidente que no se trata exactamente de crisis moral sino de una crisis de los valores que se relacionan con las formas de la convivencia.

A nadie se le oculta —sin necesidad de recurrir al marxismo— que las formas de convivencia se han alterado en relación con ciertos cambios ocurridos en el área de las relaciones económicas, que son visibles hasta para los más desprevenidos observadores. Ha 1197647061 cam1197647061 1197647061 biado la distribución de la riqueza, pero sobre todo han cambiado las aspiraciones económicas de ciertos grupos numerosos, en tal medida que los bienes de consumo están sometidos a una intensa demanda. El valor de la moneda baja, y baja la productividad, con lo cual la inflación se acentúa. La sienten preferentemente los sectores obreros, que se mueven con desusada violencia, acentuando la sensación de que el país se precipita en un conflicto profundo. Crece el sentimiento de que este se empobrece rápidamente sin que, al mismo tiempo, se generalice el conocimiento de un esquema eficaz de las causas del empobrecimiento y se adquiera conciencia de los diversos sistemas de soluciones. El problema urgente es salvar la economía individual, pero el escepticismo general impide que cada grupo inserte la solución de sus problemas en un plan económico que abarque las soluciones apropiadas para todos los grupos y el encauzamiento de la riqueza colectiva. Distintas escalas en el ejercicio de la especulación prueban la indiferencia general en relación con el hecho radical del empobrecimiento del país.

El cuadro general es el de una crisis de dislocamiento. Las fuerzas de homogeneización se han tornado ineficaces, y tanto la estructura económica como la estructura social han perdido vigor y fluidez. Las fisuras se han transformado en grietas profundas que alcanzan la base misma, y los movimientos que se observan parecen destinados a robustecer la posición de cada una de las partes que han quedado incomunicadas, sin que se adviertan otros movimientos destinados a reconstruir su comunicación. Los argentinos responsables, cuyo número es grande y cuya preocupación es intensa, se preguntan qué factores son los que han detenido la acción de las fuerzas de homogeneización que, hasta hace algún tiempo, obraban en la sociedad argentina creando y renovando su armazón interior. Pero no siempre se rastrea lo suficiente como para llegar a las raíces de la crisis. Sin este esfuerzo, difícilmente podrá encontrarse la clave de la heterogeneidad entre la realidad social y las actitudes políticas. Y es esta heterogeneidad la que, en mi opinión, ha desencadenado la crisis y la agrava.

El examen del proceso de formación de la sociedad argentina explica suficientemente el aspecto proteico que hoy presenta. Sin duda todas las sociedades son proteicas; pero el grado en que lo es la sociedad argentina de hoy parece exceder los límites de la normalidad y revela ciertas peculiaridades en el proceso de su formación, que es necesario sopesar cuidadosamente para poder establecer su 1197647065 verdadera naturaleza. Las diversas fisonomías que el observador descubre a poco que profundice el examen de la realidad no provienen solamente de las formas normales de agrupamiento, como suelen darse, por ejemplo, según los niveles sociales u ocupaciones; su 1197647066 diversidad nace de circunstancias más complejas y, naturalmente, más difíciles de precisar y describir. Responden a una heterogeneidad, en cuya determinación concurren factores de diversa índole: económicos y sociales en principio, pero principalmente culturales en el más amplio sentido del término; son estos últimos, 1197647066 a su vez, factores de naturaleza compleja que no pueden reducirse solamente a grado de educación, sino que implican componentes muy profundos hasta llegar a las predisposiciones psicológicas, a las actitudes morales, a los ideales de realización individual y, en una palabra, a las concepciones de la vida. Entrecruzados, estos factores originan situaciones individuales que se proyectan en la situación de ciertos grupos otorgándoles una fisonomía que es, sin duda, inestable, pero que, en cada momento adquiere mucha precisión. Esa fisonomía corresponde 1197647067 a ciertas formas de comportamiento social y se manifiesta en ellas. Así constituidos esos grupos se yuxtaponen formando las agrupaciones mayores que corresponden a las funciones sociales clásicas. Dicho de otro modo: si se observan las agrupaciones clásicas en la sociedad argentina de hoy —una clase ocupacional, por ejemplo, como la de los agricultores o la de los empleados de comercio— se descubre que la homogeneidad que le presta su función social es insuficiente para cubrir la heterogeneidad de los grupos que la componen, de diversa fisonomía a causa de la diversidad de su comportamiento, y constituidos por una coincidencia fortuita de ciertos factores económicos, sociales y culturales.

Este fenómeno se debe fundamentalmente a la formación aluvial de la sociedad argentina. La incorporación masiva de grupos inmigratorios numerosos y muy diferentes en cuanto a su origen sociocultural produjo ciertas formas de hibridación que no podían terminar en los más simples y visibles fenómenos del primer mestizaje. Hubo muchas y muy variadas formas de hibridación. Las más fáciles de percibir fueron las originadas por el cruzamiento; pero las acompañaron otras más sutiles y profundas, nacidas de los impactos económicos, de los contactos culturales y, luego, del juego de las sucesivas generaciones, que creó una interrelación multiforme de toda suerte de factores. Así se constituyeron los grupos que componen la sociedad argentina de hoy, inestables en su composición y fisonomía, apenas identificados objetivamente y sin embargo indelebles. Su variado comportamiento se opone a las fuerzas homogeneizadoras y altera el equilibrio interno de las agrupaciones mayores creadas por las funciones sociales.

Los grupos inmigratorios incidieron sobre la sociedad fuertemente estratificada. Antes de 1870 —para tomar una fecha convencional— Argentina no había sufrido cambios importantes en su estructura económicosocial. Un puerto que era a la vez la capital política del país concentraba una pequeña burguesía de escasos horizontes económicos; el resto de las ciudades eran pequeñas aldeas de escasa significación; en el interior del país las llanuras se dividían en inmensas propiedades pobladas por ganados numerosos que constituían la principal riqueza. La estancia era la unidad económica fundamental, y los estancieros componían la clase que poseía tanto el poder económico como el poder social y —directa o indirectamente— el poder político. Tal era lo que he llamado “la Argentina criolla”, designación que se refiere sobre todo a los contenidos culturales de la sociedad toda, alimentada por la tradición española tal como se conservaba en las antiguas colonias americanas. sociedad tradicional, su coherencia étnica, social y cultural era profunda y su movilidad social escasísima.

En el seno de esta sociedad, una minoría culta provista de una ideología progresista, y una clase de productores, animada por las perspectivas de incorporarse al mercado mundial de materias primas, promovieron deliberadamente en la segunda mitad del siglo XIX un cambio sustancial en la estructura económicosocial. Orientaron la economía del país hacia la producción de carne y cereales de alta calidad para colocarlos en el mercado europeo, cuya capacidad de absorción de esos productos crecía por entonces como consecuencia de los fenómenos de la concentración urbana derivados de la revolución industrial. Y paralelamente desarrollaron una gran política inmigratoria para poblar el país semidesierto y, sobre todo, para proveerlo de mano de obra eficaz. Estas dos transformaciones introducidas en la ordenación tradicional de la vida argentina —hasta entonces ajustada al viejo esquema colonial— suscitaron innumerables fenómenos de diversa índole que empezaron a advertirse claramente en el último decenio del siglo.

Ante todo, comenzó a producirse una notable diferencia entre la zona litoral y las demás regiones del país. En aquella se localizó la mayoría de la población inmigrante, italiana o española de origen, campesina o aldeana preferentemente, de modo que tanto el aspecto físico de las personas como las formas de la habitación y del trabajo cambiaron rápidamente. Sería largo analizar las consecuencias del choque entre la concepción del mundo y de la vida propia de la población inmigrada y la de la población criolla; pero basta decir que eran tan diversas que en muchos aspectos fundamentales podían considerarse como antagónicas. Se produjeron conflictos, pero no tantos como para que se crearan inhibiciones para el cruzamiento. Hubo matrimonios abundantes entre los dos grupos, de modo que la nueva generación se vio ya escindida entre hijos de dos inmigrantes e hijos de inmigrante y criollo. A partir de esa situación, las siguientes se dieron de manera variada y cada vez más compleja desde el punto de vista étnico y social. Entre tanto, las zonas donde la inmigración no llego, o llegó en número muy reducido, mantuvieron una fisonomía tradicional, con lo que el contraste se fue acentuando. Fue en la zona litoral donde se produjo el crecimiento acelerado de los grupos urbanos que concluyó por hacer de ella una región de caracteres inconfundibles.

Algunos de estos grupos urbanos llegaron a ser ciudades importantes, como los puertos de Rosario, La Plata y Bahía Blanca; en otros adquirieron menos significación, pero concentraron una gran actividad y promovieron intensamente la formación de la riqueza. Entre tanto Buenos Aires acogió la mayor cantidad de población inmigrada, creció desproporcionadamente y se constituyó en un centro de absorción estimulado por la ausencia de una política eficaz para lograr la radicación definitiva de los grupos campesinos y aldeanos en las zonas rurales. La actividad mercantil propia de Buenos Aires se vio acrecentada, pues, por el mecanismo de las necesidades propias de la concentración urbana, con lo que apareció la posibilidad de un gran desarrollo para las clases medias; muy abiertas y muy móviles, atrajeron estas a los grupos inmigrados, que vieron en las actividades urbanas la manera de alcanzar un ascenso social. De ese modo la aldea se convirtió en una “gran aldea”, como le llamó un novelista, que al cabo de muy poco tiempo pareció una pequeña Babel por la presencia de grupos de los más variados orígenes y de las más variadas lenguas. Hacia 1910, la población criolla, y especialmente la de la clase acomodada, creyó que el país se desvanecía ante el aluvión.

Si Buenos Aires acrecentaba su poder de atracción social era porque ofrecía posibilidades económicas inmensas y, sobre todo, alcanzables con menos esfuerzo que en las zonas rurales. Aunque parasitarias, las actividades secundarias creadas por la producción dejaban más altos márgenes de ganancia. Pero además, Buenos Aires —como los otros centros de exportación, pero en escala mucho mayor— estaba en contacto directo con los mercados internacionales y cobraba rápidamente el aspecto de una gran urbe, al menos en el plano de la actividad económica y financiera. Las formas de vida cambiaron rápidamente, se abandonaron poco a poco los viejos hábitos patriarcales propios de la aldea colonial y se los reemplazó con las maneras y modos europeos, traídos en parte por inmigrantes, pero sobre todo por los numerosos agentes comerciales y financieros que pasaban por la ciudad y por los argentinos de las clases pudientes que viajaban regularmente a Europa, vocablo con el que se designaba a las grandes capitales y especialmente a París y Londres.

Buenos Aires creó de ese modo una superestructura de civilización al modo europeo, de la que gozó, en principio y plenamente, una pequeña minoría, pero que benefició por reflejo a los grupos urbanos que se hacían la ilusión de participar en el esplendor de la vida de la oligarquía. Había, sin duda, abundancia para todos. Pero el esplendor y, sobre todo, ciertas formas de refinamiento más o menos convencional, fue solamente patrimonio de una minoría que se beneficiaba desproporcionadamente de la actividad fundamental del país, a saber, de la producción y exportación de materias primas al mercado europeo.

La escala de los beneficios dibujó el cuadro de las situaciones sociales. En términos muy generales podría decirse que ese cuadro se compuso de las siguientes categorías: primeramente, la minoría de los estancieros o propietarios de la tierra, que mantuvieron durante decenios la totalidad del poder y de los privilegios, y a cuyo lado se formó una clase dedicada a las profesiones liberales que compartió el gobierno y monopolizó el poder social en las ciudades como los estancieros lo monopolizaban en el campo; en segundo lugar, las clases medias dedicadas a las funciones derivadas de la comercialización de la riqueza, también acompañadas por una clase profesional de origen inmigratorio y en proceso de ascenso socialde clase; y, finalmente, los grupos dependientes, cuya distribución se hizo cada vez más compleja por la diferenciación entre las actividades del campo y las de las ciudades, y por la diferenciación entre la población de origen criollo y la de origen inmigratorio o cruzado.

Con infinidad de matices, por cierto, este cuadro presenta los elementos de la realidad argentina en su totalidad. Pero para entender su desarrollo posterior es necesario tener en cuenta otra circunstancia fundamental. Las clases dependientes, muy superiores en número, eran también muy superiores en movilidad social, en posibilidades de transformación. Si durante algún tiempo pudieron ser consideradas simplemente como clases dependientes, su crecimiento vertiginoso y sus reiterados cambios de estructura, en el programa de vida de sus diversos grupos y en los términos de sus situaciones, determinaron en poco tiempo y cada vez más una transformación en sus relaciones con la vieja aristocracia, hasta el punto de que muchos de sus miembros lograron alto poder social al llegar a los primeros años de este siglo. Esta situación es la que desencadenó los primeros fenómenos políticos que prepararon la crisis, pues la vieja oligarquía trató de resistir la gigantesca fuerza social de los grupos en ascenso.

Las primeras consecuencias de estas luchas entre las antiguas estructuras y las que se constituyeron tras los fenómenos de cambio que hemos señalado se manifestaron con motivo de la alteración que en los mercados internacionales produjo la Primera Guerra Mundial. Una nueva clase media, determinada por la inserción de nuevos elementos de origen inmigratorio en las estructuras tradicionales, llegó al poder representada por el Partido radical. Pero los fenómenos económicos derivados del conflicto internacional fueron más vigorosos que los fenómenos políticos. Hubo, en principio, auge económico durante la guerra, y luego crisis aguda de reaedecucación, pues ni la demanda de materias primas era tan grande ni era posible que subsistieran las pequeñas industrias creadas por el autoabastecimiento a que obligaba la retirada de la oferta extranjera. Este fenómeno culminó con la crisis mundial de 1929 y la retracción general del mercado internacional. La oligarquía agropecuaria creyó que había cedido demasiadas posiciones y consideró que debía recuperarlas. Hubo modificaciones sustanciales en la economía; pero, en el orden social, lo fundamental fue el cierre de la inmigración, con lo cual comenzó entonces un proceso de involución en la sociedad argentina hasta entonces mantenida en estado de ebullición por la constante renovación de sus ingredientes. A partir de ese momento el conglomerado social, heterogéneo y multiforme, estuvo integrado y comenzó a buscar su estabilización; pero no podía hacerlo sin lucha, sin un cotejo reiterado de las fuerzas que lo integraban y sin un intento de cada sector de alcanzar las mayores ventajas posibles en el ajuste final. Esta circunstancia anunciaba las crisis posteriores.

Hacia 1940, aproximadamente, el país, sometido a una grave crisis política, entraba de lleno en el proceso económico insinuado veinte años antes. La era de la industrialización comenzó entonces subrepticiamente y desencadenó nuevos fenómenos sociales derivados del impacto económico. Los altos salarios ofrecidos por la industria no sólo produjeron importantes cambios en la distribución ocupacional sino también en la distribución geográfica de la población. Aparecieron nutridas zonas industriales en la periferia de las ciudades, y en ellas se crearon centros de habitación de caracteres singulares y en los que coincidían los más diversos estratos sociales. El ritmo del éxodo rural se aceleró enormemente y las consecuencias fueron nuevos fenómenos de contactos sociales, cuyo fenómeno entrañaba verdaderos contactos culturales, pues lo más significativo del éxodo rural fue que se produjo en las provincias menos alteradas étnica y culturalmente por la inmigración, de modo que se volcaron sobre la zona litoral grandes contingentes de población criollamestiza en su mayoría, cuya incorporación al medio creado por el aluvión inmigratorio no podía realizarse sin alteraciones en el equilibrio total. De este modo se aglutinó —favorecido por diversas circunstancias— un proletariado urbano muy numeroso, cuya composición social y cuyos contenidos culturales eran sumamente heterogéneos. Sus caracteres adquirieron una definición muy precisa y desacostumbrada, hasta el punto de acusar un carácter clasista muy violento; esto contribuyó a diferenciar ese complejo de los otros grupos dependientes, que más bien tendían a incorporarse a las clases medias.

Estas líneas sobre el desenvolvimiento de la sociedad argentina bastan para explicar la complejidad de su estructura, en la que la división funcional está multiplicada por la división creada por los grupos indelebles que se aúnan en los agrupamientos mayores. Un análisis de las actividades políticas predominantes permitirá señalar las coincidencias simultáneas que se dan en los grupos, impidiendo las grandes formulaciones políticas.

Las actividades políticas

Lo que en la política argentina constituye la derecha no es sino la prolongación más o menos evolucionada de la actitud política propia de la vieja oligarquía. Vinculada a la propiedad raíz, la oligarquía impulsó el cambio económicosocial y se vio obligada a combinar sus viejas tradiciones patriarcales con las nuevas tendencias progresistas de las que dependía el éxito del cambio. El criollismo trató de combinarse con los más refinados gustos europeos, pero procurando que no se desvirtuaran los contenidos de su actitud primigenia, que justificaba el ascendiente social y el predominio político que los miembros de la oligarquía disfrutaban allí donde estaban sus propiedades. Con su incorporación como productores del mercado internacional, con su europeización en materia de gustos y costumbres, la oligarquía se adhirió a la democracia liberal según los modelos ingleses y franceses, entendiendo por tal un régimen parlamentario en el que dialogaran sin excesivos choques frontales los distintos sectores de la oligarquía. La apariencia fue la de una democracia formal. Pero en cuanto el cambio social se manifestó y comenzó a asomar una clase media de nuevos caracteres, la oligarquía comenzó a desviarse hacia la derecha. Dentro de la democracia, adoptó una actitud conservadora; pero cuando se sintió en peligro, renegó de la democracia y no vaciló en apoyar soluciones fraudulentas o soluciones dictatoriales. Igualmente renegó de los principios de la libre empresa cuando no convinieron a sus intereses, y adoptó ciertas formas de dirigismo; pero volvió a apartarse de esa doctrina cuando la libre empresa volvió a ofrecerle buenas perspectivas. Una sostenida defensa de sus intereses económicos y una insólita tenacidad en su oposición frente a los nuevos grupos sociales que se constituían caracterizaron la actitud política de las clases terratenientes, algunas de cuyas estrechas posiciones adoptaron luego inexplicablemente los nuevos grupos capitalistas vinculados al desarrollo industrial.

La nueva clase media se transformó en una fuerza política importante en el último decenio del siglo XIX, y adoptó cierta actitud política que era más fácil adivinar que definir. El radicalismo —que fue su expresión— quedó lapidariamente definido por un político conservador cuando dijo que más que partido era un temperamento. Esa clase media fue la que prestó al país su fisonomía retórica y sentimental. Fue una clase contradictoria, porque se contradecían sus orígenes por una parte y sus aspiraciones por otra. La integraban hombres de tradición inmigratoria, pero que advertían la fácil posibilidad del ascenso social y aspiraban a incorporarse al sistema de privilegios que hasta entonces detentaba la oligarquía. Su actitud política fue contradictoria también. Se decía progresista, pero no logró concretar una política que significara una renovación en los esquemas económicosociales; buscó y recibió el apoyo de los grupos de presión más decididamente reaccionarios y, aunque no siempre confió en los hombres de la oligarquía, terminó por servir sus intereses fundamentales. Esta contradicción era más neta en ciertas alas de la clase media que se decían “revolucionarias”, y esbozaban vagos proyectos de regeneración social y que adoptaban una actitud paternal frente a las clases más humildes.

Sin embargo, como clase —y como partido, en cuanto se expresaba en el radicalismo— giró rápida y decididamente hacia la derecha y en busca de una alianza explícita o implícita con la oligarquía en cuanto apareció y se hizo visible un nuevo proletariado con cierta conciencia de clase. A partir de ese momento fue evidente que, aunque siguiera recibiendo el apoyo de algunos sectores populares, el radicalismo representaba ya claramente los intereses de una clase media que prefería la alianza con la derecha a una aproximación a las clases trabajadoras. La democracia formal, que fue su bandera, no pudo recibir por eso los contenidos sociales que necesitaba para vivificarse.

La misma actitud defensiva y torva que la oligarquía adoptó frente a las nuevas clases medias, la adoptaron, pues, estas últimas frente al nuevo proletariado. Entre tanto, cierta eé1197647085 lite obrera, generalmente de origen extranjero, organizó los movimientos de la clase en la medida que lo permitían las circunstancias. Esos movimientos se orientaron unos hacia el sindicalismo puro y otros se politizaron dirigiéndose hacia el anarquismo, el socialismo o, más tarde, el comunismo. Precisamente por haber sido orientados por una ée1197647085 lite obrera de fuerte sentimiento clasista, chocaron con la sensibilidad de un proletariado de formación aluvial, en cuyo seno predominaba la tendencia al ascenso individual por la vía de la aventura económica. Esa sensibilidad aproximaba a las clases trabajadoras a la sensibilidad de las clases medias nacidas de su mismo origen, y eso explica la sostenida adhesión de los grupos populares al radicalismo. Pero cuando la concentración urbana y el desenvolvimiento de la actitud industrial lograron desarrollar los primeros grados de una conciencia de clase, el nuevo proletariado sufrió una trasmutación sumamente rápida y quedó convertido en una nueva y vigorosa fuerza política, en busca de quien definiera su actitud peculiar y la encauzara en el oscuro y movedizo panorama de la vida política argentina.

Esta virginidad política permitió que el nuevo proletariado se atara al peronismo. Mezcla de totalitarismo nazifascista, de nacionalismo reaccionario y de política de Estado Mayor, el peronismo encadenó al nuevo proletariado a una torpe aventura dictatorial desprovista de gloria, carcomida por la venalidad y, en lo más puro de su concepción, vagamente destinada a acelerar la industrialización del país para asegurar su hegemonía latinoamericana bajo la dirección del ejército. El premio otorgado al nuevo proletariado fue una política de moderados pero perceptibles beneficios sociales realizada con cierta ligereza, pero también con innegable audacia. No hubo, en modo alguno, modificaciones en la estructura, pero, sin duda, el nuevo proletariado realizó una experiencia profunda que le dejó saldos favorables y desfavorables. Sin duda profundizó su conciencia de clase, rompió innumerables prejuicios que aseguraban su dependencia, conquistó una posición de paridad en sus enfrentamientos con los órganos empresarios y adquirió cierta noción de su significación política. Pero en el proceso de la politización del movimiento obrero, el nuevo proletariado retardó la definición de su línea autónoma de orientación política porque unas veces instrumentalizó a Perón en nombre de remotos planes en los que honestamente nadie podía creer y otras veces se sometió a él aceptando la corrupción de una dictadura vulgar a cambio de la protección del Estado, con lo cual vició el sentido de la lucha: de ese modo, al mismo tiempo que se desviaba de las posiciones clasistas fundamentales, toleraba las desviaciones que se le imponían para servir a un plan que era, en última instancia, el de la dictadura militar, a la que las masas populares servían sin quererlo y sin tener conciencia del alcance de su entrega.

Así se configuró una nueva actitud política, en relación con las nuevas formaciones sociales, pero movida desde fuera y sólo en parte coincidente con los impulsos propios del movimiento social.

La formación de este nuevo proletariado —como resultado de una progresiva y acentuada diferenciación de las clases nacidas del aluvión inmigratorio— modificó profundamente el cuadro social tradicional y contribuyó a localizar con precisión a los demás sectores en sus respectivas posiciones. La consecuencia ha sido, tras el derrocamiento de Perón, un enfrentamiento resuelto de la clase obrera con un frente unido del que forman parte la vieja oligarquía y ciertos sectores de las clases medias. El radicalismo ha aceptado encabezar y representar políticamente a ese frente, del que forma parte cierto sector de nuevos caracteres que suele identificarse como sector industrial.

Compuesto en parte de ciertos sectores de la alta clase media pero también de elementos de la vieja oligarquía que procuran reinvertir sus capitales, el sector industrial impulsó la creación de una nueva derecha, moderna y ágil, a cuyos principios aceptarían plegarse casi todos los sectores reaccionarios, atemorizados por el creciente desarrollo del nuevo proletariado. Esa nueva derecha buscaba un tipo de relaciones elásticas con las fuerzas del trabajo. Pero la dependencia en que ha caído con respecto a determinados organismos internacionales de crédito ha desbaratado sus planes y finalmente ha asimilado su actitud a la de la vieja oligarquía, cuyos sentimientos paternalistas desembocaban, por resentimiento, en la violenta represión de los movimientos adversos. Esta situación parece frustrar las posibilidades de la nueva derecha, del mismo modo que la equivocada politización, que el movimiento proletario adquirió durante el peronismo, frustra las posibilidades de una unión de las fuerzas obreras, que constituyen hoy, sin duda, el más importante sector en el nuevo panorama de la vida políticosocial argentina.

Conclusión

Entre la formación de los nuevos grupos sociales y el delineamiento de las actitudes políticas que correspondieran a las nuevas situaciones,, ha habido en todos los casos un destiempo significativo. La brusca aceleración que ha caracterizado a los cambios operados en la estructura económicosocial argentina no ha sido acompañada con una igual vivacidad en la identificación de las situaciones. Por lo demás, los viejos grupos amenazados por la ofensiva de los grupos de reciente constitución han operado como un obstáculo para la adaptación rápida. Por otra parte, han sido ineficaces los intentos de ofrecer salidas positivas para las nuevas situaciones, y sólo han tenido cierto éxito las fórmulas que pueden considerarse negativas, en cuanto estaban caracterizadas por el propósito de desviar a los nuevos grupos de su auténtica línea de desarrollo conduciéndoles hacia unas soluciones inmediatas que limitaron su fuerza combativa. Estas circunstancias son las que han originado la heterogeneidad intrínseca entre la realidad social y las actitudes políticas en la Argentina contemporánea.

El cuadro actual es el de una crisis de dislocamiento frente a la cual no hay una fórmula de salvación que pueda obtener un apoyo suficientemente crecido como para asegurar el apoyo social a sus términos. Para las derechas, la solución es retrotraer a las clases populares a una situación de sumisión total, en nombre de la recuperación del país, que los empresarios nacionales y extranjeros —apoyados ahora intensamente por el capital norteamericano— procuran realizar en beneficio propio. Para las fuerzas populares, la solución es la unión, obstaculizada por el fantasma de la dictadura peronista, que aleja a los sectores más politizados de los importantes sectores que esperan el regreso de Perón. Tal es el cuadro de una crisis, en la que la solución depende tanto del tiempo y de la decantación de las actitudes como del deliberado delineamiento de las posiciones.