La experiencia argentina. 1966

En el vasto territorio de lo que hoy es la Argentina, una comunidad no demasiado numerosa de hombres de origen europeo en su gran mayoría ha forjado y forja cotidianamente un país. En las inmensas tierras americanas no estaban preestablecidas sus fronteras, ni las habían dibujado pueblos antiguos de rica cultura. Lo que hoy es la Argentina era una parte imprecisa de una enorme llanura entre los Andes y el mar, cuyos límites estableció con su dura experiencia la pequeña comunidad humana que se instaló en ella, sobre el Río de la Plata, en la llanura, al pie de las montañas. Algunos pobladores vinieron directamente de España, pero otros llegaron a través del Perú o de Chile y pensaron que las ciudades que fundaban eran prolongaciones de esas comarcas. Sólo la experiencia les enseñó que el único núcleo aglutinante estaba en las bocas del Río de la Plata, por donde toda la llanura salía al mar y al camino de Europa. La Argentina fue el país que se formó alrededor de las bocas del Río de la Plata, y allí se estableció, una y otra vez, Buenos Aires.

En un principio, la Argentina fue un pequeño conjunto de ciudades salpicadas en el desierto: Buenos Aires, Santiago del Estero, Córdoba, Salta, Mendoza, Corrientes, Santa Fe. Las unían imprecisos caminos dibujados por las huellas de los conquistadores, a través de una extensa tierra tan desierta como feraz. Pero en la llanura no había minas, ni densas tribus de aborígenes que pudieran utilizarse para plantaciones; sólo hubo vacas y caballos cuando fueron traídos de Europa, y en esas tierras se criaron robustos y salvajes hasta formar enor-mes manadas. Desde las ciudades se penetraba con recelo en el casi ignoto mundo de la llanura, y de allí se traían los animales que se criaban o se sacrificaban; y a principios del siglo XVII se comenzó a exportar desde Buenos Aires cuero y carnes saladas. Así se configuró, en los remotos orígenes, el primer esquema de la economía argentina.

Poblaban las ciudades españoles, descendientes de españoles, mestizos a veces, que se ocupaban de la administración y del comercio preferentemente. Eran aldeas pequeñas, sin muchas perspectivas, aherrojadas por el monopolio comercial instaurado por España, entre las cuales se destacó Buenos Aires no sólo por ser puerto de mar sino también porque la vecindad con las colonias portuguesas permitió el productivo ejercicio de un comercio ilegal. El contrabando reemplazó el tráfico de mercancías que España limitaba hasta el ahogo, y estimuló en la pequeña capital —de la gobernación primero y del virreinato después— la formación de una clase considerablemente rica, cuyos miembros eran quizá los mismos que medraban con el comercio monopolista. El resto de las ciudades cumplían también, en menor escala, funciones administrativas y mercantiles, y sólo en algunas del norte crecía el trabajo rural, se desarrollaba una tímida actividad minera o prosperaban algunas manufacturas.

En los campos, sobre todo en la vasta llanura poblada de ganado salvaje, la población se constituyó espontáneamente con españoles, criollos, mestizos y los que resultaron de las cruzas. Entre ellos estaban esos “gauchos” que observó Félix de Azara. Todos ellos diferían de los hombres de las ciudades, porque en éstas la vida había estado reglada desde un principio con suma precisión por las leyes españolas, en tanto que en las campañas la vida se había desenvuelto libremente y había adoptado los caracteres que la naturaleza le imponía. Era otro mundo, que los ciudadanos ignoraban y menospreciaban. Pero lo más importante para el futuro argentino es que, además, lo consideraron como un mundo marginal, sin derecho a participar en la vida común.

Dos mundos: uno severamente reglamentado a imitación de Europa y otro extremadamente libre en el cuadro de una naturaleza casi virgen, constituían el conjunto originario de lo que sería la Argentina. Quizá los rioplatenses se sintieran distintos de los paraguayos o de los peruanos ya desde antes; pero fue sobre todo en el siglo XVIII cuando comenzaron a adquirir conciencia de que formaban una unidad. La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, las guerras contra los portugueses que pretendían apoderarse de la Banda Oriental y, sobre todo, las invasiones inglesas de 1806 y 1807, intensificaron aquel sentimiento nacional. Las tierras y ciudades que se reunían alrededor de Buenos Aires comenzaron a formar un país.

Cuando el imperio español quedó impotente —entre la amenaza de la Francia napoleónica y las victorias navales de Inglaterra— los rioplatenses decidieron que ya constituían un país y que era necesario darle forma. El 25 de mayo de 1810 se dieron un gobierno propio y comenzaron a introducir visibles cambios en su manera de vivir. La iniciativa había sido porteña, obra de los hombres de Buenos Aires, de la burguesía mercantil ilustrada que vivía en la capital del virreinato y estaba atenta a los tormentosos acontecimientos que se sucedían en Europa desde 1789. Las ideas liberales habían ganado muchos adeptos, y parecieron un modelo aplicable al nuevo país para lograr que se pareciese a los Estados Unidos de América. Porteños constituyeron la primera Junta de Gobierno, y porteños fueron los inspiradores de todos los actos de los primeros tiempos, hasta la época de la Asamblea General Constituyente de 1813, que consolidó los anhelos de independencia y asentó los principios liberales. Ejércitos porteños partieron de Buenos Aires para llevar la buena nueva hacia el Paraguay y el Alto Perú. El nuevo país independiente fue, pues, obra y creación de la antigua capital virreinal.

Pero si Buenos Aires tuvo el mérito de la iniciativa, no tuvo el de desenvolverla con clara comprensión de la realidad. Sus audaces dirigentes, impregnados de nuevas ideas y entusiastas de los cambios radicales, subestimaron la fuerza de las otras ciudades, más calmas y tradicionalistas, e ignoraron la existencia de ese mundo rural que crecía al margen de las ciudades sin que se le confiriera el derecho a integrarse con ellas. A poco de empezar su vida independiente, el nuevo país se vio envuelto en una guerra civil.

Cuando ya amenazaba con desencadenarse —por el recelo de las regiones interiores frente a la orgullosa capital—, un congreso reunido en Tucumán en 1816 pudo, todavía, aunar la mayoría de las voluntades para declarar solemnemente que los rioplatenses coincidían al menos en la decisión de ser libres. Así fue declarado el 9 de julio, y desde entonces adquirieron las Provincias Unidas del Sur los títulos necesarios para ser consideradas como una nación soberana. Pero el Congreso de Tucumán no pudo dar al país un ordenamiento institucional, porque las opiniones chocaron al llegar el momento de las decisiones. El gobierno de Buenos Aires siguió como un régimen de hecho, como una continuación del orden virreinal, como un fruto de la Revolución; pero el resto del país le restó cada vez más su apoyo hasta que lo disolvió por las armas. A principios de 1820, los ejércitos de las provincias litorales derrotaron al de Buenos Aires — que se consideraba nacional— y el nuevo país quedó disuelto. Las Provincias Unidas serían, de aquí en adelante, un conjunto de provincias desunidas.

Sólo el general José de San Martín mantuvo su fe inconmovible en el destino del país unido. Solicitado para que sirviera en la guerra civil, respondió que no intervendría en ella. Pero, al margen de las disputas, se propuso dar realidad al voto del Congreso de Tucumán y asegurar la soberanía de la nueva nación. Pacientemente, organizó un ejército en las provincias cuyanas y con él cruzó la cordillera de los Andes para enfrentar a los ejércitos españoles que se proponían recuperar las colonias para la madre patria. En 1817 los derrotó en la batalla de Chacabuco y al año siguiente en la de Maipú. Con esas victorias quedaba afianzada la independencia de Chile y asegurada la de Argentina. Pero pensando que era necesario aniquilar el último reducto español, llevó su ejército al Perú y se apoderó de Lima en 1821. Libres los países fronterizos, la independencia argentina estaba asegurada.

Desde 1820 hasta principios de 1826 no existió un gobierno nacional, y las provincias ordenaron su vida según sus libres y espontáneas tendencias. Buenos Aires, bajo la inspiración de Rivadavia, procuró llevar a la práctica las aspiraciones de progreso y modernización que alentaban los grupos liberales. Las demás provincias, por su parte, salvo excepciones, perpetuaron sus modos de vida tradicionales. Pero todas volvieron a unirse ante la amenaza de guerra con el Brasil, y coincidieron en la elección de Rivadavia como presidente de la República. La guerra, conducida por el general Alvear y el almirante Brown, proporcionó importantes triunfos al país. Pero, entretanto, la gestión de Rivadavia suscitó nuevos recelos de los grupos del interior. Como la Constitución de 1819 había desencadenado la guerra de 1820 a causa de sus tendencias centralistas, del mismo modo la que se proyectó en 1826 promovió la resistencia. Rivadavia debió renunciar y el gobierno nacional volvió a desaparecer.

En Buenos Aires fue elegido gobernador un partidario del federalismo, Dorrego, visto con buenos ojos por las otras provincias. Pero un golpe militar dirigido por Lavalle —unitario— lo derrocó, y Dorrego fue fusilado. Desde ese momento la guerra civil no tuvo pausa en la Argentina. Rosas apareció como el jefe federal de Buenos Aires, de acuerdo con López y Quiroga en el interior. Lavalle combinó sus acciones con Paz para oponérseles. Se enfrentaron así dos países ideológicos que representaban los ideales de dos países reales: no el campo y la ciudad en abstracto, sino la ciudad de Buenos Aires, con su puerto y su aduana, y el resto del país con su economía casi natural y su sentimiento de dependencia inexorable frente a la metrópoli que estaba en la boca del río abierto hacia Europa. En 1830 se constituyó la Liga del Interior presidida por Paz y en 1831 se firmó el Pacto Federal entre las provincias litorales. Buenos Aires parecía solidaria con sus hermanas ribereñas, pero pronto el gobernador de Buenos Aires, Rosas, demostró que él y los demás saladeristas no estaban dispuestos a compartir los beneficios del puerto y la aduana con nadie. El país quedó dividido en tres cuando, caído Paz, se midieron los tres jefes federales que poseían poderes regionales: Rosas, López y Quiroga.

Poco tiempo necesitó Rosas para sobreponerse a sus dos rivales y para reafirmar la supremacía de Buenos Aires sobre el resto del país. De manera informal, pero muy firme, Rosas restableció la unidad del país bajo su autoridad personal, asumiendo la representación de todos los federales para enfrentar a sus rivales unitarios. Repetidas veces los derrotó en batalla y, además, los persiguió implacablemente, sobre todo después de 1840. Los franceses bloquearon el puerto de Buenos Aires tratando de conseguir y mantener el mercado de Montevideo, en vista de que los ingleses, amigos de Rosas, controlaban el de Buenos Aires; y después de algún tiempo, también los ingleses se unieron al bloqueo. Pero Rosas resistió apoyado en un frente interno muy unido a causa de su vasto prestigio popular. Las clases altas, en cambio, le eran hostiles, excepto los que componían el círculo saladeril y los grandes terratenientes a quienes él había beneficiado. Esta situación hizo crisis cuando los ganaderos del litoral no pudieron soportar más el ahogo producido por las prohibiciones que pesaban sobre la navegación de los ríos, y se decidieron a la acción. El gobernador de Entre Ríos, Urquiza, organizó una coalición que en 1852 dio por tierra con Rosas en la batalla de Caseros.

Desde los primeros tiempos del gobierno de Rosas, muchos estudiosos se preguntaron sobre la explicación del fenómeno político que contemplaban. Todos coincidieron en que el país tenía dos caras: una urbana y otra rural, y que la lucha civil había sido la expre-sión de ese enfrentamiento, que había desembocado en la dictadura de Rosas. Sarmiento definió esta contraposición como “civilización y barbarie”, términos con los que definía un juicio de valor; pero aun confusos, los términos contrapuestos correspondían a una realidad. La respuesta de los expatriados con visión política fue buscar una fórmula que superara ese antagonismo, y la hallaron en el diálogo con los disidentes del rosismo. Urquiza la encarnó y logró que se plasmara en la Constitución de 1853, federal pero representativa, progresista sin olvido de las tradiciones y equidistante de los intereses de Buenos Aires y del interior.

Sin embargo, después de Caseros los grupos liberales de Buenos Aires habían sospechado de Urquiza y se habían alejado de él. La ruptura determinó que desde 1852 hasta 1862 Buenos Aires constituyera un Estado independiente, opuesto a la Confederación Argentina. La guerra económica que estalló entre ambos Estados expresaba lo que había detrás del conflicto: la Confederación creó el puerto de Rosario y otorgó aranceles favorables a los productos que llegaran sin tocar en Buenos Aires. Esta vez, el conflicto no se disimulaba bajo una máscara ideológica o política. Pero la realidad se empeñó en probar que las dos partes del país se necesitaban, y la antigua fórmula transaccional fue ajustada hasta decantarse en un acuerdo. Luego de dos batallas —Cepeda y Pavón— Buenos Aires se incorporó a la Confederación Argentina y la Constitución de 1853 tuvo plena vigencia a todo lo largo del país unificado.

Desde 1862 hasta 1880 se sucedieron en la presidencia de la República Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda. Porteño el primero y provincianos los dos últimos, su origen simbolizó la progresiva conquista de Buenos Aires por el interior. Finalmente, en 1880 la ciudad de Buenos Aires fue federalizada.

Durante ese lapso, el gobierno de la nación se empeñó en ajustar el nuevo mecanismo institucional, que Urquiza, como presidente de la Confederación, había puesto ya en funcionamiento. El régimen administrativo, la justicia, los correos, las relaciones interprovinciales, las de las provincias con la nación, el ejército, la educación, la salud pública, la aduana, todo fue necesario montarlo en función de la totalidad de la nación, venciendo dificultades técnicas y, lo que era aun más grave, sospechas y temores recíprocos. Pero poco a poco la tarea dio sus frutos y pudo decirse que, durante esos años, se había logrado la “organización nacional”. Ciertamente, todos los problemas que habían enfrentado a las distintas regiones y a los distintos sectores del país comenzaban a entenderse sobre la base de soluciones equitativas.

Empero, la labor de los gobiernos de Urquiza, Mitre, Sarmien-to y Avellaneda no se limitó a resolver los problemas del pasado. La minoría que ejercía el poder tenía ideas claras sobre el futuro. Creía que el porvenir argentino consistía en incluir al país en la línea del desarrollo económico y cultural de Europa. Y para alcanzar este objetivo promovió un cambio sustancial en la vida argentina. Tan profundo era su convencimiento acerca de las ventajas de esa política que no vaciló en modificar la estructura de la sociedad, incorporando al país una ingente masa de inmigrantes que acudió al insistente llamado del gobierno argentino. No le ofreció éste tierras ni planes organizados de trabajo, pero puso en sus manos una economía abierta, que se orientó decididamente al aprovechamiento de las tierras fértiles para la producción de carnes, lanas y cereales que tenían gran demanda en el mercado europeo. Los inmigrantes se incorporaron a estas actividades, pero también al comercio y al artesanado, logrando muchos de ellos con notable rapidez una posición económica de tal nivel que quedaron incorporados a una clase media acomodada que se constituía aceleradamente gracias al bienestar y a la prosperidad general. El trabajo de todos enriqueció también a las clases ricas tradicionales, generalmente dueñas de la tierra. Y los grandes comerciantes que acumulaban los “frutos del país” reunieron ingentes fortunas en el comercio exportador.

Pero la política de la minoría que ejercía el poder no se limitaba a promover la inmigración. También promovió la modernización del país. Y así como recurrió a Europa para poblar el país, recurrió a ella para buscar capitales. Los ferrocarriles fueron la empresa más tentadora. En un país tan extenso y desierto, el ferrocarril fue instrumento fundamental de cambio. Extensas zonas se incorporaron a la explotación, y la vida se hizo posible en ellas. En las fronteras, los indios amenazaban a la población blanca. Pero el presidente Avellaneda asumió la responsabilidad de terminar con esa amenaza y cumplió sus planes gracias a la actividad de Adolfo Alsina y del general Julio A. Roca, que dirigió la campaña del desierto en 1879. Nuevas tierras se dedicaron entonces a la cría de ganado. Entretanto, otras obras completaban el reequipamiento moderno del país. Se iniciaron las obras para la construcción de varios puertos, empezando por el de Buenos Aires; se construyeron puentes, se tendieron hilos telegráficos, se hicieron obras de salubridad, todo lo necesario, en fin, para facilitar la producción de la riqueza y ofrecer mejores condiciones de vida a la población que intervenía en ella. Escuelas primarias, colegios secundarios, bibliotecas, hospitales, surgieron de la tesonera acción de esa minoría ilustrada.

Principal actora del proceso, esa minoría se había enriquecido con la valorización de las tierras, con el aumento y diversificación de la producción, con el desarrollo de una intensa actividad financiera. La generación que le siguió se encontró en la abundancia y comprobó que el país que recibía no era ya el de los días de Caseros y de Pavón. Era un país organizado, próspero, con una población heterogénea, con una creciente clase media, con ciudades desarrolladas. La era de los propulsores había terminado, y sus herederos consideraron que eran los herederos legítimos del país que sus padres habían construido.

El tono moral del país cambió sensiblemente después de 1880. La empresa de organizar y modernizar el país unificado perdió el aire misional que había tenido y dejó paso a una vasta aventura tras la riqueza. Fue entonces cuando se comenzó a dibujar la imagen de una Argentina próspera, de porvenir seguro, tierra de promisión para todo el que quisiera hacer fortuna con su esfuerzo. Dada la densidad de población y la demanda europea de las materias primas argentinas, esa imagen no estaba muy alejada de la realidad. Y tanto las clases altas como los distintos sectores de la clase media que se constituía con población de origen inmigrante, se ajustaron a ella y procedieron en consecuencia.

La persecución de la riqueza fue un signo de la época, que Julián Martel pintó diestramente en La Bolsa. Hubo altibajos, como la crisis de 1890, y hubo, naturalmente, muchos que se hundieron en la miseria mientras recorrían el camino hacia la riqueza. La especulación, especialmente en tierras, el uso inmoderado del crédito, el planeamiento desaprensivo de fantásticos negocios, envenenaron la vida financiera y suscitaron una corriente de inmoralidad que alcanzó a los sectores más responsables. Pero, entretanto, se proseguía la obra de población y modernización del país con el mismo o mayor empeño: los inmigrantes entraban en proporciones extraordinarias, los capitales acudían, los ferrocarriles progresaban, aumentaban las cifras de la exportación de carnes, lanas y cereales y crecía el volumen de las importaciones destinadas a aprovisionar a un público consumidor cada vez más considerable. La prosperidad se traslucía en los altos niveles de vida, tanto de la aristocracia tradicional, cada vez más cerrada, como de las clases medias, cada vez más abiertas.

Quizá fuera éste el rasgo más significativo de la época. Sorprendida, y sin duda disgustada, por el aspecto heterogéneo que iba adquiriendo el país, la vieja aristocracia criolla, antes modesta, comenzó a adquirir ínfulas de aristocracia o de plutocracia y a estrechar sus filas para denotar que constituía un sector distinto de la masa que componían las clases populares y las clases medias saturadas de inmigrantes de diversos orígenes. Éstos, por su parte, corrieron las distintas andanzas que permitían las posibilidades económicas del país y escalaron los diversos grados de la fortuna, con lo cual constituyeron una clase media abierta, muy móvil, cuyos miembros, si bien se mantuvieron ajenos a la vida política, procuraron consolidar su posición social y representar un papel generalmente superior al que correspondía a su posición económica.

En el orden económico, tanto las clases altas como las medias se transformaron en fuertes consumidoras de bienes. En el orden político, las clases altas mantuvieron el control del Estado. Pero en este aspecto la situación comenzó a hacerse cada vez más inestable, sobre todo a medida que comenzaron a alcanzar mayoría de edad las promociones de argentinos hijos de inmigrantes, que aspiraron a participar en la vida política del país y encontraron una valla en la cerrada actitud de las clases tradicionales.

Los descendientes de los viejos liberales, en efecto, adquirieron los rasgos de un grupo conservador. Para enfrentarlo, las clases medias comenzaron a aglutinarse alrededor de algunos principios democráticos, relacionados sobre todo con la pureza del sufragio, puesto que los grupos conservadores respondieron a las nuevas demandas políticas falseando cada vez más el régimen electoral. La Unión Cívica Radical, inspirada por Leandro N. Alem, recogió esas inquietudes, y desde 1890, en que se lanzó a la revolución, en adelante, fue el movimiento político que expresó a las clases medias. A partir de entonces el país adquirió una nueva fisonomía: dos partidos que representaban con bastante fidelidad dos sectores sociales del país, aunaban las opiniones de vastos sectores y expresaban sus designios acerca del futuro nacional. Otros partidos aparecieron, como el socialismo; pero conservadorismo y radicalismo fueron los grandes temas que aglutinaron a la opinión pública.

Inequívocamente mayoritario, el radicalismo fue mantenido fuera del poder por los conservadores durante largo tiempo; pero el presidente Roque Sáenz Peña decidió quebrar esa política e hizo sancionar una ley que establecía el sufragio secreto, universal y obligatorio. En virtud de ella, el radicalismo llegó al poder en 1916 imponiendo a Hipólito Yrigoyen como presidente.

Entre 1916 y 1930, el gobierno radical condujo al país por un camino semejante al recorrido por sus antecesores. Sólo la aparición de nombres nuevos, de extracción modesta a veces, en los elencos gubernamentales, puso de manifiesto el cambio operado. Pero tanto desde el punto de vista de la política económica como de la política social, las cosas no cambiaron.

Y sin embargo, los problemas del país cambiaban y se hacía visible que se necesitaban nuevas soluciones. El radicalismo había aglutinado en la oposición no sólo a las clases medias, a las que representaba fielmente, sino también a vastos sectores populares; pero, una vez llegado al poder, el radicalismo dejó de ser una esperanza para estos últimos, como se advirtió a partir de la gran huelga de principios de 1919. El movimiento obrero tenía ya cierto desarrollo, y fue creciendo con el tiempo; y en las zonas rurales aparecieron problemas que requerían soluciones. Más aún, la pequeña clase media manifestaba las angustias que son propias de su condición de grupo-límite, y tampoco divisaron una esperanza en el radicalismo. De ese modo, una vasta red de desilusiones debilitó poco a poco al numeroso movimiento que había llegado al poder seguro de representar al país en pleno. Al producirse las primeras dificultades graves para la economía del país —tras la crisis mundial de 1929—, el gobierno cayó empujado por la revolución de 1930.

Para entonces era ya visible que la modernización del país no sólo se había operado en cuanto a su equipo y a sus instituciones fundamentales, sino también en cuanto a la aparición de los problemas propios de una sociedad evolucionada. Conscientes de sus intereses, los distintos grupos sociales pugnaban por defenderlos y por arrancar al gobierno las decisiones que les interesaban. Así como después de 1852 pareció que la Argentina había superado una era de enfrentamiento de intereses inconciliables, después de 1930 se advirtieron recaídas en una situación conflictual en la que los intereses comunes de la colectividad nacional parecían menos importantes que los de cada uno de los grupos sociales.

Los gobiernos que surgieron de la revolución de 1930 atendieron preferentemente a la suerte del sector agropecuario, amenazado por la crisis de sus tradicionales mercados europeos; pero su política económica trajo una retracción que tuvo graves consecuencias para el país, puesto que disminuyeron las fuentes de trabajo en muchas regiones, creció la desocupación, se acentuaron las diferencias de clase y se inició una era de éxodo de población rural hacia las ciudades, especialmente hacia Buenos Aires.

Un pequeño desarrollo industrial comenzó a producirse por entonces, que requirió mano de obra especializada; pero no podía absorber los gruesos contingentes de desocupados que poblaron los sórdidos caseríos que ya aparecían en los alrededores de Buenos Aires. Esos sectores populares perdieron las esperanzas en la acción de los gobiernos llamados democráticos, y no sólo porque los veían ajenos a sus problemas urgentes y primarios sino porque aprendieron en su ejemplo a desconfiar de la democracia misma.

La Segunda Guerra Mundial abrió las perspectivas de la industria en algunas ciudades, y los altos salarios que empezaron a ofrecer constituyeron nuevos estímulos para la migración de grupos rurales hacia la metrópoli. Al terminar la guerra, el mapa social del país ofrecía rasgos muy distintos de los tradicionales, puesto que había adquirido coherencia un vasto grupo social marginalizado por las condiciones económicas, sociales y políticas del país.

Ese grupo —y otros que, en distintas circunstancias, habían sufrido el mismo proceso de marginalización— fueron los que prestaron su apoyo al vasto movimiento político lanzado por el coronel Juan Perón después de la revolución de 1943, que había puesto fin al gobierno del presidente Castillo. Perón inició una transformación importante en la política económica del país, apoyando a los sectores industriales y nacionalizando algunos servicios fundamentales. Pero además inició una política social que, aunque débilmente sustentada, significó un cambio sustancial para las clases populares, hasta entonces omitidas en todos los planes gubernamentales.

Apoyado en fuertes grupos militares por una parte, y en el movimiento sindical por otra, el gobierno que había comenzado constitucionalmente en 1946 pudo desarrollar una obra de inequívoco sentido popular. La falta de una política profunda que asegurara la perpetuación de sus tendencias no fue advertida por sus partidarios, que mantuvieron incólume su apoyo durante diez años. Pero desde 1950 la situación económica se fue haciendo más difícil, y la política salarial del gobierno encontró más obstáculos. Entretanto, diversas circunstancias le enajenaron el apoyo de los sectores católicos y militares, y el presidente Perón fue derrocado por una revolución en 1955.

La época de Perón reveló la existencia y la polarización de un sector popular muy definido, en el que había un fuerte grupo de obreros industriales, pero que se componía también de gentes humildes y de pequeña clase media que apreciaba la protección que el Estado había comenzado a prestarles por entonces. Ese vasto sector se sintió defraudado en 1955 cuando Perón fue derrocado. Desde entonces constituyó un sector marginalizado políticamente, que idealizó los tiempos en que el Estado —por intermedio del presidente de la nación— parecía consciente de sus responsabilidades de defensor de los intereses de las clases más necesitadas. Los gobiernos surgidos de la revolución de 1955 intentaron reconstruir la economía tradicional, sin descuidar, por cierto, el estímulo del desarrollo industrial. Intentaron también asegurar la vigencia de la democracia, aun cuando conjuraran las amenazas de retorno del peronismo con distintas medidas ocasionales. Pero el país percibió la existencia de un conflicto de difícil solución entre los ideales democráticos y las garantías de libertad, que para muchos aparecían comprometidas por la experiencia del peronismo, cuyo gobierno no fue respetuoso de las minorías. No sin incertidumbres políticas, el país se acercó a la celebración de los ciento cincuenta años de la Declaración de la Independencia.

Inestable por la vivacidad de los cambios sociales y económicos que están lanzados, la Argentina no oculta la pujanza de su economía y la vitalidad de los procesos sociales que se dan en su seno. Una viva cultura aflora cada vez más nítidamente. Sólo necesita hallar una fórmula para que las fuerzas socioeconómicas ocupen el sitio que corresponde a su auténtica significación en la balanza de poder. No es fácil, pero alguno de los intentos tendrá éxito, y entonces podrá disiparse la nube que cubre el destino argentino, superficial pero oscura. Una mirada sobre el país basta para descubrir que todos sus sectores desean vehementemente hallar aquella fórmula para que sea factible la empresa común llena de promesas.