La figura de Alfredo Palacios. 1975

Todo hace pensar que es muy urgente rescatar del olvido la figura de Alfredo Palacios. Apenas se ha ahondado en el estudio de su acción, de su obra y de su personalidad. Sin embargo todo ello es ingente, enorme, casi tremendo, sobre todo si se tiene en cuenta siempre a este luchador solitario que no rehuyó jamás el combate y que nunca pidió apoyo de nadie sino que se limitó a recibir el que se le quiso ofrecer.

Tenía algo de campeón. Tenía algo de lidiador. Y con estas virtudes personales afrontó un vasto programa de trabajo, que se impuso desde muy joven, y que cumplió tesoneramente durante más de sesenta años. Es bien sabido que su obra tanto parlamentaria como estrictamente intelectual, y la de luchador político y social, constituye un capítulo importante y decisivo en la historia de la República. Es sabido también que su acción universitaria constituyó un ejemplo que acaso no ha sido analizado todavía como merece. Él puso al servicio de este proyecto de vida, que se hizo desde muy joven, una personalidad singular, de cuya intimidad sabemos poco, porque era extremadamente pudoroso para desnudarla, pero de cuyas formas de exteriorización sabemos mucho porque están consustanciadas con la historia del último medio siglo.

Yo creo que podría hablarse para definir a este medio siglo, a estos sesenta años que pasan desde el momento en que llega a la banca de Diputados hasta el momento de su muerte como “de la época de Palacios”. Quizá pudiera ser el título para un estudio integral de su labor, porque durante tanto tiempo nadie hizo tanto por las ideas por las que luchaba, nadie fue un actor tan decidido, nadie fue un testigo tan fidedigno y nadie ejerció como él ese papel de “fiscal de la República” que él mismo se asignó.

Esa larga vida tuvo dos polos que atrajeron su atención, su dedicación, su devoción. Fueron la universidad y la política. Sería muy difícil deslindar en Palacios lo que en él era obra universitaria y lo que en él era trabajo de político. En realidad la intercomunicación entre ambas actividades fue íntima, quizá porque ejerció siempre la política como un magisterio, de modo tal que algo repercutía en su labor política de lo que era su actitud universitaria. A nadie que haya seguido los acontecimientos de este último siglo —los que los hemos seguido paso a paso porque hemos sido sus discípulos, sus amigos, sus correligionarios, sus admiradores, por qué no decirlo, o aquellos otros que ya estarían obligados a aprender lo que fue su labor en los libros, como se estudia la labor de las grandes figuras—, a nadie se le escapa que, con todos los defectos que pudo haber tenido, su personalidad fue siempre ejemplar y no declinó jamás en sus convicciones fundamentales. No sé de cuántos puede decirse lo mismo. Quizá de muchos ciudadanos ignorados, pero él saboreó la vida pública, estuvo en contacto con el halago que proporciona la popularidad, pudo haberse dejado tentar por el poder o por la fortuna, y no hay en su historia personal un momento en el que haya declinado su comportamiento insobornable.

Quizá resulte obvio todo esto para quienes lo conocieron, o para los que conocen su labor. Si algo no se puede discutir de Palacios es su comportamiento. Pero el caso es que sus ideas, me atrevo a decirlo, son más ricas no sólo de lo que suele suponerse sino también de lo que hemos creído. Al cabo del tiempo, una lectura relativamente cuidadosa de su obra, una relectura de una parte de ellas me induce a suponer que hay en su pensamiento un poco esparcido en una vasta obra y en mucha obra ocasional un cuerpo de pensamiento verdaderamente extraordinario. Yo no sé si es un cuerpo de pensamiento equiparable al de los grandes teóricos de la política, al de los grandes teóricos del socialismo, al de los grandes teóricos de la filosofía. Quizá no. Pero hay algo que sorprende a quien relee sus discursos parlamentarios, sobre todo los discursos que pronunció en los congresos del Partido, que son un reflejo fiel de lo que era su personalidad. Esto que sorprende es la íntima relación que hay entre el pensamiento y la acción, entre el pensamiento y la conducta. Esto que sorprende es que esa masa de pensamiento que hay allí no es pensamiento académico y frío. Es un pensamiento profundamente vivido, sentido hasta la médula, puesto al servicio de una causa, jugado en esa causa en la cual él comprometía la totalidad de su vida, con lo cual se tonificaba simultáneamente el pensamiento y la acción. Esto hace de un sistema de pensamiento algo quizá mucho más importante que lo que puede ser un puro sistema de ideas. Era un sistema de ideas vivas y brillantes, era un sistema de ideas comprometido por la acción. La acción estuvo siempre al servicio de los más nobles ideales. Es natural que ese volumen de ideas, ese conjunto de pensamiento, adopte una magnitud extraordinaria y sobre todo una inmensa jerarquía, en la que se confunde la jerarquía intelectual con la moral.

En esta actividad bifronte de Palacios entre la universidad y la política parece destilarse no sólo un amor profundo por la cultura —este del que es testimonio esta casa— sino quizás algo más acerca de la cultura. No sólo un mero amor sino una concepción en la que veo algo de original, siempre en relación con este compromiso profundo y permanente entre el pensamiento y la acción. Palacios tuvo por la cultura una devoción conmovedora. Los que lo hemos seguido durante largos años conocemos lo que fue su inmensa inquietud de lector reflexivo, de hombre permanentemente dispuesto a revisar su pensamiento en función de todo aquello que circulaba y que él podía allegar.

Cuando descubrió a Max Scheler se entusiasmó con su famosa y proverbial definición de la cultura como “un saber olvidado”. Repetía esta frase con extraordinaria frecuencia, y yo me atrevería a decir que pocas personas de las que conozco -y conozco muchas personas en el ámbito intelectual- tuvieron esta virtud de recoger y amasar sabiamente todo aquello que recibían como lo hizo Palacios. Era su conversación por eso una especie de perpetua aparición no de citas textuales sino de esa reminiscencia que deja una vieja lectura de la cual sale decantado aquello que en ella pudo haber sido desprendido para encuadrarla dentro de su sistema general de ideas.

Extraordinariamente singular era la coherencia del pensamiento de Palacios. Vuelvo a repetir: no acaso en el aspecto puramente teórico, sino la coherencia de ese pensamiento movilizado por un deseo de verlo operar sobre la acción, de verlo transmutarse en vida creadora. Esta vida creadora era lo que precisamente él creía que sólo podía alimentarse en una sólida formación cultural. Él la amasó durante muchos años, y tuvo ricas y apasionadas lecturas juveniles que correspondían a los novelistas del naturalismo, como Emilio Zola, naturalmente, o a los poetas del modernismo, o a los filósofos positivistas, en los que lo inició en cierto modo José Ingenieros. Tuvo luego una formación jurídica, cuyos rudimentos adquirió sin duda alguna en la universidad, pero que alimentó constantemente en busca de una doctrina que pudiera servirle para elaborar lo que él llamaría en forma genérica “el nuevo derecho”. Y se interesó por las figuras clásicas del derecho, se interesó por las figuras que despertaban una nueva inquietud en el pensamiento jurídico. Siguió el pensamiento de Ihering, siguió el pensamiento de Del Vecchio, y todo esto se combinó con su preocupación sociológica por todo lo relacionado con el derecho penal y sobre todo con lo relacionado con el derecho del trabajo. Yo diría que hubo muchos otros campos que él frecuentó. Es sorprendente su conocimiento de los clásicos, algunos bien leídos y otros a medias —como nos pasa a todos, por lo demás—, pero aquellos que había leído y aquellos en quienes había encontrado algo que despertara su vocación o que fundamentara su concepción de la vida —Tácito por ejemplo, en el que veía esa especie de nostalgia del sentimiento republicano, que era uno de los pilares de su concepción de la vida política—, estos los había leído densamente y había obtenido de ellos este robustecimiento fundamental de lo que constituían sus convicciones básicas. También los clásicos políticos, que conocía estupendamente bien; no sólo el viejo Aristóteles, al que volvía con mucha frecuencia: Maquiavelo, Hobbes. Y por encima de todo eso, creo que desde el principio de su carrera, pero muy particularmente después del año 30, se desarrolló en Palacios una profunda vocación filosófica, que tenía algo que ver quizá con una constante preocupación por los problemas fundamentales, y que lo condujo una y otra vez a la lectura del Evangelio. Leyó naturalmente a los filósofos del positivismo, que eran los que estaban en boga cuando él empezó a despertar a la vida intelectual; leyó los clásicos de la filosofía, leyó con cuidado a Kant —me consta—, leyó con cuidado extraordinario a Gianbattista Vico, a quien citaba con frecuencia, y de cuyo pensamiento extrajo muy buena parte de su concepción de la vida histórica y social, una concepción vital para él, en cuanto alimentaba su pasión política y social.

Y cuando empezó a difundirse en la Argentina la nueva filosofía alemana, se deslumbró. Volvió a algunos de los clásicos, volvió a leer a Hegel, y empezó a leer la nueva filosofía alemana —Max Scheler sobre todo— y cayó bajo la seducción de Ortega y Gasset, en cuyo pensamiento descubrió geométricamente formuladas muchas de las cosas que él pensaba y muchas de las cosas que esperaba oír decir. No era hombre de conformarse con el pensamiento recibido. Su lectura fue siempre crítica, y quien mueva los ejemplares de esta casa descubrirá que hay muchísimos libros, quizá la mayoría, marcados, señalados, subrayados, con notas al margen. Su lectura era una especie de diálogo con el autor, y se lo veía enojarse con él, y arrojar el libro furioso cuando no le gustaba, indignarse, insultarlo, como si fuera una especie de diálogo, porque así leía, en diálogo, en el que se enfrentaba su propio pensamiento con todo aquello que recibía de esa inmensa biblioteca, que no era esta sino la que él tenía en cabeza, aquella que había conseguido ordenar al cabo de muchos años de lectura, y que constituía una especie de selección de la cultura universal que conducía como por un conducto estrecho a lo que era estrictamente su propio pensamiento. Alguna vez se le criticó su afán por las citas, pero yo desafiaría a quienes lo criticaban a que encontraran algún desfase en esas citas. La cita está siempre traída para incorporarla a un pensamiento orgánico, a un pensamiento que era el suyo, a un pensamiento que estaba organizado mucho antes de empezar a leer, sin perjuicio de que fuera reordenándose al compás de cada lectura. Toda esta preocupación por la cultura es la que trasciende en su obra. Palacios ha dejado una larguísima obra escrita que no ha tenido todavía el análisis que merece. Hay libros, naturalmente, que forman parte del más alto patrimonio de la cultura argentina, como el Echeverría. Pero hay en sus discursos parlamentarios tal cantidad de saber, tal cantidad de elaboración de ideas propias y ajenas —nadie sabe al final qué es lo propio y lo ajeno—, tal riqueza, tal militancia, que constituye un repertorio no sólo de ideas, sino de programas, un repertorio de replanteamientos de cuestiones viejas y nuevas, siempre original, y siempre movido por el afán de encontrar cuál es el movimiento creador que puede estar atrás de esas ideas. Era una de sus preocupacio-nes, y quizás esta preocupación sea la que explique cómo esta manera de entender la cultura plasmó finalmente en la concepción de la universidad. Porque así como no pensó jamás que la cultura fuera un bagaje de cosas muertas, yuxtapuestas a la personalidad, con la forma de una especie de adorno, sino que pensó que, por el contrario, tenía que ser una permanente creación viva, de la misma manera fundó toda su acción universitaria. Fundó toda su concepción de la universidad en el rechazo de la concepción académica para reemplazarla por una concepción de la universidad viva. “La universidad no puede ser —dijo algunas veces— un repositorio de conocimientos adquiridos. Tiene que ser necesariamente un hogar donde se cree un pensamiento nuevo”. Esta idea ha hecho fortuna, pero no era fácil sostenerla como él la sostuvo. En realidad él compartió esta idea con ese movimiento universitario al que prestó inmediatamente su adhesión —la Reforma de 1918— porque vio en él el instrumento eficaz para hacer de la vieja universidad académica, de la vieja universidad que era repositorio del saber adquirido, una universidad nueva que fuera creadora de un nuevo saber.

Palacios se plegó a la Reforma inmediatamente. Fue, con Alejandro Korn, con José Ingenieros, con Juan B. Justo, con Mario Sáez y tantos otros, de los primeros entre los primeros, de los primeros que descubrieron que el movimiento reformista significaba una transformación fundamental en la universidad argentina pero también en la vida política argentina. Universidad y política no se separaron jamás en su concepción y el tema, polémico entonces y polémico ahora, estuvo presente siempre en su mente y nunca se desdijo de su concepción originaria.

Hacía ocho años aproximadamente que estaba en la universidad cuando estalló el movimiento reformista. Había llegado a la Facultad de Derecho de Buenos Aires en 1910 como profesor suplente de Historia de las Instituciones Jurídicas. En el curso de poco tiempo fue profesor de Legislación del Trabajo en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Plata y allí fue muy pronto decano, como lo fue, en circunstancias memorables, en la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Fue luego finalmente, es bien sabido, presidente de la Universidad de La Plata en el momento en que se produjo la revolución de 1943.

Ya profesor, vinculado a la tradición académica de la Facultad de Derecho, vinculado a hombres de la más rancia tradición conservadora, algunos de los cuales, como el Dr. Obarrio, él admiraba extraordinariamente, se encontró con este despertar juvenil que fue el movimiento cordobés de 1918 y descubrió que algo importante estaba pasando en el país.

Quizá le importó más, me atrevería a decir, que el triunfo radical de 1916. Casi en secreto, yo diría que había en Alfredo Palacios un hombre de élite que sentía muy profundamente los problemas de la cultura con una hondura y un compromiso personal extraordinariamente profundo. Lo que pasaba en la Universidad, lo que empezó a suceder en la Universidad, lo conmovió tanto como lo había conmovido la condición de la clase obrera en la Argentina. Y así como no había vacilado en luchar por la difusión de las ideas socialistas; así como se había enfrentado en los actos públicos con las policías bravas; así como palpitaba en el contacto con estas multitudes obreras que tenían por él extraordinaria admiración, de la misma manera se sintió atraído de un modo incontenible por el movimiento juvenil del 18 al que le asignó un papel decisivo en la transformación de la Universidad.

Él tuvo una concepción particular de la Reforma. Yo no sé si estoy totalmente capacitado para diagnosticar acerca de ella porque reconozco ahora que no he profundizado en el asunto tanto como debiera. Pero me inclino a creer, sobre la base de alguna experiencia personal, que de todas las cosas que él descubrió en el movimiento reformista lo que más le sedujo y le atrajo fue lo que consideró en ella una nueva actitud moral.

Palacios era esencialmente un hombre moral. Era esencialmente un hombre moral porque vivía los valores morales, cualquiera fuera la contingencia, cualquiera fuera el tipo de factores que entraban en juego. Este problema insurgía y se levantaba frente a él como una especie de problema clave. Y cuando vio la actitud del movimiento juvenil, que era capaz de anteponer, como decía él, los ideales a los intereses materiales, se volcó a esa causa y la siguió, pero afirmado siempre este principio fundamental que, sospecho, más le seducía. Y cuando empezó a descubrir que en el movimiento reformista se producían abusos y desvíos y corrupciones, fue inflexible y se levantó de la manera más tremenda para condenarlo porque le parecía una doble traición, no sólo porque toda corrupción le parecía traición, sino porque esta lo era más en la medida en que, a sus ojos, constituía fundamentalmente un movimiento moral.

Pero, naturalmente, no era esto solo. También vio en la Reforma, como efectivamente era perceptible, una revolución intelectual y educacional. Sería largo explicar la coyuntura cultural del año 18, pero podría resumirse la situación diciendo que la Argentina vivía el clima de la descendencia indirecta de la Generación del Ochenta. Es decir, vivía un mundo de ideas muy firme, muy consustanciado con la vieja oligarquía y naturalmente muy susceptible de ser atacado a la luz de un pensamiento que la guerra y los acontecimientos sociales y políticos de esos años ponían sobre el tapete.

Él pensó que la Reforma Universitaria podía renovar todo este cuadro de ideas, podía aventar esta especie de fantasma de una cultura muy propia de la belle époque, muy propia de los años prósperos de la burguesía europea de preguerra, y sacudirla con ciertas ideas que circulaban en Europa hacía tiempo, pero que en la Argentina circulaban poco y muy difícilmente. Desde fines del siglo pasado socialistas y anarquistas habían introducido algunos autores, habían comenzado a difundir ciertas ideas trabajosamente, con escasa receptividad; y sólo la infatigable constancia de un hombre como Juan B. Justo pudo hacerle sobrepasar esta especie de indiferencia de un ambiente acostumbrado a una vida holgada de las altas clases y totalmente insensible a los problemas sociales.

Él creyó que todo este pensamiento nuevo que había descubierto en los círculos en que actuaba políticamente, este pensamiento nuevo que él había empezado a descubrir en los libros pero que también descubrió sobre todo al lado de hombres como Justo y Dickman, este pensamiento que flotaba en las páginas de Marx, que flotaba en las páginas de su muy amado Llovet, que flotaba en las páginas de las polémicas del revisionismo, en las de Bernstein o las de Kautsky, que todo este pensamiento, inclusive el pensamiento anarquista, al que no se cerró, como no se cerró nunca a ningún pensamiento, que todo esto podía reverdecer, de alguna manera, y tonificar esta especie de cultura académica y estancada que prevalecía en los cenáculos académicos. En otros que no eran académicos, en los cenáculos literarios, vibraba esta nueva sensibilidad del modernismo que en Buenos Aires encarnaron Darío y Lugones. Pero en el ambiente académico lo que predominaba era ese pensamiento estancado, y él creyó que había la posibilidad de modificarlo, transformándolo y refrescándolo. Principalmente con estas ideas que provenían del pensamiento social, pero además con otras que empezaban a flotar en la Europa de la Primera Guerra en relación con la sacudida tremenda producida en los años 17 y 18, y que empezaba a canalizarse a través de algunas experiencias: la experiencia que provenía del “affaire” Dreyfus en Francia, la influencia que se concretaba alrededor del grupo Pelloutier, en Francia también. Y al cabo de muy poco tiempo otras ideas un poco más exquisitas, como las que empezaba a elaborar esa filosofía que empieza a contraponerse a la del positivismo.

Todo esto le parecía imprescindible que circulara en un mundo académico en el que circulaban todavía textos del siglo XVII, como denunció Juan B. Justo en un famoso informe acerca de la Universidad de Córdoba. Pero el caso es que además de que circularan estas nuevas ideas, además de la esperanza de que al calor de estas nuevas ideas circularan otras que se elaboraran en este ambiente de rebelión, mejor dicho, en ese ambiente de disconformismo, junto con todo esto pensó que era imprescindible que quienes quisieran elaborar esas ideas, y vivir esas ideas y transformar esas ideas en acción las volcaran sobre este país, sobre su país. De todo esto deducía que se requería un cambio sustancial en la actitud educativa. Una actitud educativa caracterizada en el mundo académico hasta entonces por lo que llamaríamos la “enseñanza autoritaria” que se reflejaba en la clase magistral y que él quiso reemplazar por un tipo de educación, como se diría luego en todos los movimientos de la “escuela nueva”, en un tipo de aprendizaje fundado en la propia experiencia, que hiciera amar la aventura del pensamiento, como dijo una vez glosando una frase de Bertrand Russell.

Esto era lo importante para él. No sólo aprender ciertas cosas, sino despertar un estado de inquietud espiritual, un estado de “hambre” cognoscitiva que le permitiera al estudiante apoderarse a través de esta metodología, que tal vez él no profundizó nunca muy bien, pero que intuía, una capacidad para transformarse en creador de pensamiento, sin desdeñar, naturalmente, todo lo que pudiera ser recibido, pero haciéndose fuerte en su propia elaboración. Era al fin de cuentas su propia experiencia. No era exactamente un autodidacta pero no estaba muy lejos, y no tanto porque le faltaran consejeros sino porque su curiosidad solía sobrepasar los límites de los consejos que recibía. Y sobre la base de esta concepción apoyó este movimiento en lo que tenía de afirmación moral frente a lo que él creía que era Universidad inmoral y en lo que tenía de renovación intelectual, y muy especialmente de renovación educacional.

Pero la apoyó también por algo que no puede olvidarse. Lo apoyó porque también vio que era un movimiento con implicaciones políticas. Porque en él, en que la universidad y la política eran inseparables, no hubiera cabido la posibilidad de encontrar, de ofrecer apoyo a un movimiento que pretendiera aislarse de la agitada realidad del país y del mundo. Él creyó que eso era un movimiento político. Lo era, efectivamente. Y lo apoyó porque lo era, y si bien es cierto que no habría estimulado cierto tipo de extralimitaciones, no habría tampoco respetado a jóvenes asépticos para quienes el saber fuera algo ajeno a la vida y ajeno a los compromisos con su sociedad.

Vio en la Reforma un movimiento político. Estimuló la preocupación de la universidad por los problemas de la vida política, con la sola condición de que se entendiera la política como la entendía él, llena de dignidad. Como entendía la cátedra universitaria, regida exclusivamente por los principios más incuestionables, nunca manchados por el arribismo ni por la ambición personal. Entendía de esta manera la política como un compromiso militante, compromiso dramático. Él no pudo entender jamás que un universitario se desentendiera de los compromisos morales y políticos con el país.

Ahí está su famosa actuación como decano en la Facultad de Derecho en 1930, su reacción contra el gobierno del presidente Yrigoyen y su reacción inmediata y tremenda contra el gobierno de Uriburu. Cada vez que la universidad se sacudía, la voz de Palacios era la primera que resonaba. Cuando la Universidad de La Plata vio cercenada su autonomía y luego vio la intervención de Walker, Palacios fue el primero que habló, el primero que convocó a los profesores, y él fue el que estimuló a todos a que ninguno declinara en la defensa de lo que consideraba era la condición fundamental de la universidad. Se opuso, es bien sabido, a todas las dictaduras, a todos los atropellos contra el derecho y pensó que su misión era la de fiscal de la República. Él creyó que el movimiento juvenil lo apoyaba en esta actitud, coincidía con él en ella y él apoyó en el movimiento juvenil no sólo al movimiento de reacción moral, no sólo al movimiento de renovación intelectual y educacional, sino que apoyó también el movimiento político.

Naturalmente que esta universidad, la que él pensaba, no era una universidad profesionalista, no podía serlo. Su imagen de la universidad la expuso tres o cuatro veces y en cierto modo quedó definida en el famoso proyecto de ley, breve, por cierto, que presentó en la Cámara en 1932. Allí Palacios concibe la universidad, como concibe la cultura, como una totalidad indisoluble. Y a quienes defendían la universidad profesional, los increpaba sosteniendo que esta no podía ser un lugar donde se forjaran técnicos que ignoraran los fines a los que servían. Por el contrario, la profesión y la técnica tenían que estar impregnadas, profunda y definitivamente, de un sistema de fines que sólo una universidad integrada podía dar.

Esa universidad en la que él pensaba; esa universidad por la cual él trabajó en la cátedra, en el decanato, en el rectorado; esa universidad por la cual trabajó cotidianamente en su casa, en la que no faltaron nunca grupos estudiantiles que venían en busca de la opi-nión y consejo; esa universidad en la que él pensaba no era una universidad abstracta, así como no era abstracto el conocimiento que debía obtenerse de ella. Tampoco era abstracta la misión que la universidad tenía dentro de la sociedad en que vivía.

En el último artículo de su proyecto de ley del año 32 propone Palacios la formación de unas residencias de estudiantes en las que —puntualiza— se ofrecerá a los jóvenes una formación cultural, física, estética, patriótica. Ese es un tema singular en el pensamiento de Palacios. La universidad era una universidad para el país. Él la definía diciendo que era una institución para el mejoramiento humano y el perfeccionamiento social. Pero le interesaba fundamentalmente que estuviera intensa y entrañablemente unida a los problemas de su país. Ese país que él no cavilaba en llamar Mi patria. En un debate famoso, en 1912, dijo: “Soy argentino antes que socialista” y recordó después que Juan B. Justo se acercó y le estrechó cálidamente su mano. Esta vocación argentina de Alfredo Palacios inspira y enmarca su concepción de la universidad, como inspira y enmarca su concepción de la política.

Era un patriota, sin retórica, sin patrioterismo, pero con una densidad que a veces producía cierto escalofrío. Porque no sólo conocía la historia argentina como pocos, sino que la vivía como yo he visto pocos que la vivieran. Confieso que una de las emociones más grandes que he sentido, sentado en esta mesa, fue una vez en que sacudiendo los brazos con cierta vehemencia, dijo: “Cuando yo impugné el diploma de diputado de Carlos Pellegrini…”. Yo tuve la sensación de que estaba delante de la historia. Porque al fin de cuentas, sería 1930 y tantos, no hacía de aquello más de treinta años. ¡Qué poco para la memoria de un hombre!, pero lo cierto es que su vehemencia era no sólo la del militante, la del militante que se siente en posesión de la verdad y percibe que tiene acosado al adversario que está en débil posición. Era mucho más que eso. Era el sentirse en posesión de una tradición argentina que en esos momentos estaba en las mejores manos que él creía podía estar, que eran las suyas. Y él lo creía fervientemente. Y recogía la totalidad de la tradición histórica argentina de una manera realmente ciclópea. Desde los remotos orígenes coloniales, con ese conjunto de matices que traía la apelación a los comuneros paraguayos o colombianos, o a los actos de rebeldía de los viejos colonos españoles que sostenían que la disposición emanada del Rey se acataba pero no se cumplía. Desde allí a la Revolución de Mayo y al pensamiento de Moreno, al pensamiento de los hombres de Caseros, a Mitre y a Sarmiento, a los hombres de la organización nacional, al general Roca, por quien tenía extraordinaria admiración, y que se enorgullecía de que había querido conocerlo a él, a ese joven diputado de quien tanto se hablaba. Todo esto vivía en su conciencia y se reunía con una tradición que aparentemente él no compartía, que era la de las viejas clases conser-vadoras de la generación de su padre y de la época de su adolescencia y su juventud. ¡Qué decir de la formidable admiración que tenía por Joaquín V. González!, o la que tenía por Roque Sáenz Peña, o que tenía por Drago, por todos aquellos en quienes había visto alguna vez un gesto noble, un gesto magnánimo, una actitud desinteresada. Todo esto le parecía a él que era lo específicamente argentino y se enorgullecía de serlo y daba como razones el predominio fundamental de esta tradición en la vida argentina.

Y hasta tal punto vivía intensamente esta tradición argentina, que no pudo sentirse socialista con absoluta tranquilidad de ánimo hasta que no descubrió, hasta que no creyó descubrir por lo menos que el socialismo tenía una raíz argentina.

Es curioso; treinta años antes, Alejandro Korn había afirmado, en su famoso libro sobre las influencias filosóficas en la Argentina, que Alberdi había descubierto el positivismo avant la lettre. Palacios decidió rastrear en la tradición argentina los principios del socialismo y desembocó en ese estudio minucioso y prolijo sobre Esteban Echeverría, albacea del pensamiento de Mayo. Era, sin duda, una versión un poco libre de la palabra socialismo. Era, sin duda, una concepción muy laxa en la que socialismo se confundía, en cierto modo, con justicia.

Esta idea trabajó mucho en su pensamiento, y reunió el texto de todas las leyes que él había propuesto y obtenido, de todos los campos en los que él había luchado por la justicia social, en ese libro que se llamó luego La justicia social. Cuando reunió todo eso, incorporó un prólogo que es una historia de la justicia social, curio-sísimo ensayo en el que se decantan innumerables lecturas, innumerables reflexiones, algunas de ellas de extraordinaria originalidad. Lo escribió acuciado por esta perspectiva, por esta posibilidad, seguro de que la justicia social había funcionado por lo menos desde la fundación de su partido hasta el año 1943, a través de la labor de hombres como él, y de él mismo. Lo hizo acaso para probar que antes del 43 había habido una intensa lucha en la Argentina por la justicia social. Una vez alcanzada esta convicción, o mientras esta convicción era amasada, Alfredo Palacios dedicó largo tiempo a estudiar cuidadosamente la obra de Esteban Echeverría, la obra de la generación del 37, todo ese cúmulo de pensamiento que aparece en la Argentina precisamente en el momento en que emerge la dictadura, y cuando determinados grupos empiezan a recibir la influencia de los llamados socialistas románticos, cuyos textos comenzaron a circular por aquella época y que han dejado no pocos rastros en la obra de los hombres del 37.

El libro de Palacios es, desde el punto de vista intelectual, un libro ejemplar. Pero es mucho más ejemplar por otras cosas. Porque no es frecuente encontrar una militancia intelectual que esté indisolublemente unida a una conducta y a una militancia política. Su pensamiento avalaba su obra y su acción. Cuando se decidía a obrar según eso, era porque todo ese caudal de ideas, que eran las suyas; las que él había elaborado durante años pero que eran también las de su patria; las que se habían elaborado en su país a través de grupos que cumplieron en su momento el mismo papel que él estaba cumpliendo en su época. Se decidía a obrar cuando todo esto estaba absolutamente internalizado en su conciencia y funcionaba como una especie de carga que le da naturalmente a su pensamiento y a su acción no sólo una extraordinaria dignidad sino, sobre todo, una extraordinaria fuerza.

Nosotros éramos treinta o cuarenta años más jóvenes que él cuando lo oíamos inflexible, cuando lo oíamos irreductible, cuando sabíamos todo lo que en él había de capacidad para otras muchas cosas que él sacrificaba a esta especie de misión que se había adjudicado. Él era un temperamento ético, pero al mismo tiempo un temperamento misionario. Y dentro de esta concepción argentina, dentro de esta vocación argentina incluyó lo que él creía que era lo más importante que podía tener un país desde el punto de vista de la educación y de la cultura, que era la universidad. Y, cierto es, incluyó también dentro de esta vocación argentina su política, esa política a la que él le quiso buscar raíces en la tradición argentina a pesar de que los textos clásicos eran naturalmente extranjeros. Su socialismo, cuando tuvo que definirlo alguna vez, fue llamado Socialismo Argentino. Pero aunque él no le hubiera llamado así, allá por el año 15 o 17 o 18 —no recuerdo bien—, su socialismo fue siempre argentino. Era una modalidad de su mente, era una vocación de su conciencia. Quizá fuera también una tradición de unas raíces que no sabemos bien, pero que corresponden a su formación familiar.

Este profundo sentido que lo hace sentirse heredero nato y legítimo de todo lo que constituía la tradición nacional, esto le daba una fuerza extraordinaria, una autoridad extraordinaria, y con esta autoridad no sólo actuó en la universidad sino que actuó también en la política.

No fue un político vulgar. No fue un político cualquiera. No porque haya sido más o menos inteligente que otros, sino porque introdujo una variante singular en la política. Estuvo siempre apoyado por masas populares. Conoció el halago de la gloria. Supo, y declaraba entre sonrisas, que había “palacistas”; se burlaba del personalismo, a pesar de que no le faltaba cierta soberbia, y operó dentro de la política argentina, y dentro de su partido, de una manera singular. Gran parte fue la escuela política en que se formó y la enseñanza de los hombres a quienes él respetó, inclusive cuando disentían con él.

Otra parte es su genio personal que le dio a su conducta un aire diferente. Quizá lo más diferente fuera este sentimiento de que había que operar inmediatamente sobre la realidad y no perder de vista los grandes objetivos. Quizá su singularidad fuera el elemento pasional o emotivo que hacía intervenir en su acción política, pero de todos modos hay algo que le dio a Palacios durante esos años una fisonomía que no tuvo ningún otro político. Cualquiera fuera su grado de capacidad, fue una figura original. En la política operó de la misma manera que en la universidad, y de la comparación de su acción en ambos campos acaso pudiera salir el argumento más fuerte para reclamar que Palacios salga del olvido. Porque de su manera de actuar —esta profunda apelación a la conciencia y a la razón para encaminar su comportamiento—, de esto salió una manera de entender la acción renovadora, que puede ser reformista o revolucionaria, según se quiera y según sea la moda de los tiempos, pero que en todo caso es la acción de quien se encuentra con una estructura dada y quiere transformarla. La acción renovadora se ha dado casi siempre en la historia, con triste frecuencia, envuelta en una especie de confusión que ha hecho suponer que no se puede renovar el mundo sin caer en cierto tipo de inmoralidad.