La historia y la situación contemporánea. 1951

Que nuestra época acusa una acentuada conciencia histórica es un hecho incontrovertible, que se manifiesta en numerosos signos visibles para todos. Los siglos cuyos secretos hemos ido descubriendo en los últimos tiempos pesan cada vez más sobre nuestras conciencias y nos sentimos herederos legítimos y forzosos de una ingente tradición; y como el tiempo proyecta sobre ella una sombra augusta, nos inspira un temeroso respeto y apenas nos atrevemos a discriminar entre lo valioso y lo no valioso como si la mera existencia de sus vestigios confiriera a todo el bagaje del pasado idéntica calidad. Esta conciencia histórica condiciona el espíritu del hombre contemporáneo —pese a las reflexiones de Nietzsche en su estudio titulado De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos para la vida— y le proporciona cierta reflexiva circunspección que es quizá su más típico rasgo. He aquí un mundo poco dispuesto a la aventura.

Y sin embargo, allí donde la conciencia histórica parecería ser más necesaria no se la descubre presidiendo la actitud del hombre contemporáneo. Porque la misión eminente de la conciencia histórica debería ser orientar el análisis de la situación contemporánea, esto es, de ese sistema de relaciones que vincula a los sujetos y los objetos de nuestro mundo circundante, aquel que nos es más caro y entrañable porque depende de él nuestro propio destino. Y frente a esa misión se la advierte temerosa y esquiva. Cualquier tiempo parece ser mejor comprendido que el nuestro.

Considerada como disciplina, como forma del saber y cauce de la reflexión, la historia parece aludir ahora tan sólo a contenidos remotos, sometidos a nuestro examen pero ajenos a nuestra experiencia inmediata. Volverse hacia ella parece implicar una actitud erudita —o simplemente pedantesca— a la que serían ajenos todos los elementos del drama humano que se desenvuelve a nuestro alrededor. He aquí un prejuicio indefendible, y que sin embargo ha arraigado considerablemente en el espíritu del hombre culto de nuestros días. No carece de explicación, sin embargo; y acaso sea una de las misiones de nuestro siglo devolverle a la historia su vibración dramática, esa sensibilidad para lo humano vivo que poseyó siempre hasta que el siglo XIX, perfeccionando su ideal científico, logró restarle como si constituyera su máximo defecto.

Porque la historia ha sido siempre, eminentemente, historia contemporánea o ha estado, al menos, dirigida y orientada por la situación contemporánea. Del pasado remoto se ocupaba el anticuario o el erudito, bien es cierto que porque era breve el tema y escasa la materia. Pero el principio era inobjetable. El pasado como mera curiosidad es tan sólo un objeto más de conocimiento, como las propiedades del hidrógeno o de estructura de los terrenos paleozoicos; pero adquiere en cambio una dignidad excepcional y sui generis cuando se lo encadena con la vida misma, que participa, por lo demás, de la naturaleza de lo que en el pasado nos atrae y nos apasiona. Acaso no sea injustificado el recuerdo de aquella frase de Goethe con que Nietzsche encabeza su citado estudio: “Detesto, por lo demás, todo lo que no hace más que instruirme sin aumentar mi actividad o vivificarla inmediatamente”. Constituye, ciertamente, un grave error de la ciencia histórica haberse dejado seducir por la mayor vastedad del tema y la abundancia de la materia que proporciona ahora el pasado remoto, abandonando por eso lo que fue siempre su misión esencial, y no es imposible acordar ambas preocupaciones. Quizá sería exigible que todo historiador se sintiera a sí mismo como historiador del mundo contemporáneo, al tiempo que lo es de otros ámbitos del pasado; porque sólo en ese ejercicio prepara eficazmente sus instrumentos para la búsqueda y la crítica de los datos primarios. E historiadores del mundo contemporáneo fueron, en suma, Heródoto y Tucídides, Tácito y Salustio, Gregorio y Beda, Guicciardini y Voltaire, aun cuando se ocupaban de otras centurias, pues era su afán primordial acarrear las aguas del tiempo hacia ese preciso lugar del cauce en que se descubría la vida.

Un discutible sentido científico ha alejado a la ciencia histórica del problema del destino del hombre y de la sociedad, sin duda ultima ratio de la reflexión histórica como el problema de la existencia lo es del filosofar. Todo lo demás se construye sobre eso, pero no existe válidamente sin eso. Y es imprescindible devolverle aquella preocupación originaria y situarla en su base para que retorne a ser la fuente viva a la que se acuda frente al desconcierto, a la indecisión y a la angustia que brota cuando se hace crítica la relación entre el individuo y su contorno. En última instancia toda crítica conduce a una política, de la que debe aspirarse a que sea la más alta y noble imaginable, pero sin que sea lícito incomunicarla de la inmediata realidad. No hay, por lo demás, ejercicio más eficaz para el historiador.

Por no haberse hecho cargo los historiadores de aquella misión de intentar la interpretación del mundo contemporáneo —movidos por innumerables prejuicios, algunos respetables—, se ha agravado el problema del hombre de nuestro tiempo que, necesitando más que nunca una interpretación de su contorno, se ha visto obligado a obtenerla de fuentes poco responsables o insuficientemente controladas. La información proporcionada por los periódicos y las crónicas en que se ordenan los sucesos en ellos crean la ilusión de que acaba por entenderse la maraña de los hechos; pero es alarmante la rapidez con que esas composiciones de lugar caen en el olvido, a causa, sin duda, de su debilidad, y sus escasas raíces. Nada más explicable. La información tal como la proporciona el periodismo contemporáneo no constituye sino materia bruta que, aunque satisfaga la curiosidad inmediata, se desvanece prontamente cuando no se inserta dentro de un sistema explicativo; pero éste requiere cierto método, y el cronista de nuestros días, tan ágil y perspicaz como pueda serlo el que prepara su crónica para un periódico o una cadena periodística, carece generalmente de él y se limita a hacer exactamente lo que la palabra indica: una crónica, lo cual tiene en el campo de los estudios históricos un valor preciso, que alude a la despreocupación por la meditada conexión entre todos los grupos de hechos que concurren a cierta serie histórica. Si se busca una comprensión profunda, el historiador debe reemplazar al cronista, y constituye un grave signo de impotencia el que el historiador renuncie a esa misión cuando se trata de aquel pasado —el pasado vivo — que más debiera atraer su atención.

Si quisiera medirse la urgencia que existe de que el historiador se haga cargo de esa labor, nada sería más útil que enumerar los problemas que supone la comprensión de la situación contemporánea. Ha adquirido ésta la categoría de problema corriente, y se la define de ordinario como el problema del Occidente, esto es, como un interrogante acerca del destino de la cultura occidental frente al cual se yerguen dos clases de peligros: por una parte se presiente o se observa cierto debilitamiento de su potencia íntima o, como se ha dicho alguna vez, su decadencia; y por otra se adivinan las amenazas que parecen provenir de otros ámbitos culturales, amenazas de aniquilamiento que parecen renovar el viejo “peligro amarillo” que fue tema predilecto de conversación en otros tiempos.

Este es el problema fundamental que debe encarar el historiador de nuestro tiempo, para situarnos en plena crisis. Su planteo nos conduce hasta el último cuarto del siglo XIX, donde nos encontramos con la formalización de la vasta empresa de expansión colonial destinada a occidentalizar el mundo no europeo, al mismo tiempo que con los primeros signos de resquebrajamiento en el sistema de ideas en virtud del cual esa empresa fue concebida y realizada.

Fue, efectivamente, la economía industrial y la mentalidad progresista de la burguesía de la segunda mitad del siglo XIX lo que proporcionó su impulso e hizo posible la expansión colonial, teñida con propósitos de civilización. Y fue sobre todo la certidumbre de que la civilización occidental era inequívocamente superior lo que le prestó a la empresa su aire de legitimidad. Pero mientras maduraba el propósito y se lanzaba la burguesía europea a su realización, dos series de obstáculos se comenzaron a interponer en su realización, una vinculada con el problema del equilibrio social interno del mundo occidental, y otra relacionada con el sistema de ideas que regía la concepción del mundo.

El desarrollo alcanzado por las clases proletarias a partir de la Revolución industrial y su progresiva adhesión a las concepciones revolucionarias o reformistas que le proporcionaban una clara guía para su conducta política, crearon por debajo de la burguesía un conjunto social cuya gravitación crecía cada vez más en el seno de la sociedad occidental. Las reivindicaciones del proletariado, por lo demás, no constituían sino la última consecuencia de las ideas fundamentales sobre las que reposaba esa sociedad, de modo que su difusión fue amplia y muy pronto los principios éticos y económicos en que se apoyaban aquéllas ganaron otros sectores del complejo social que debilitaron fuertemente la posición de la burguesía al cuestionar la legitimidad de sus privilegios y orientaciones. Era un impacto importante en el frente de la clase que, en ese momento, intentaba la máxima empresa de su plan.

Pero entretanto comenzaba a insinuarse otra crisis no menos grave, esta vez no en el campo de la realidad sino en el de las ideas. Si el mundo occidental podía proclamar la legitimidad de su campaña de occidentalización era porque estaba seguro de la superioridad de su civilización, de su imagen del hombre y de la vida, de su programa y sus objetivos; esa seguridad provenía del desarrollo y firmeza de la concepción mecanicista del universo, del racionalismo y el cientificismo que progresivamente fueron conformando la concepción vulgar del mundo y la vida en el hombre occidental, y de la inquebrantable fe en el progreso que se había apoderado de él. Ahora bien, al finalizar el siglo XIX, todo ese sistema de ideas empieza a descubrir brechas importantes, primero en el seno de algunas minorías y poco a poco, en el siglo XX, entre sectores más amplios. En nombre de la vitalidad, o en nombre de la intuición, o en nombre de elementos irracionales exaltados de distintos modos y muchas veces en relación con un innegable despertar del sentimiento religioso, aquel sistema comenzó a perder la unanimidad de la adhesión en tanto que comenzaban a vislumbrarse innumerables posiciones disidentes.

Una primera etapa de maduración en este proceso en el que se interfiere la mentalidad tradicional con las nuevas formas de pensamiento se sitúa en las vísperas de la primera guerra mundial. El escepticismo comienza a apoderarse de importantes sectores de la opinión, acaso aquellos que tenían más influencia sobre el resto. Y la burguesía demostraba evidentemente su impotencia para mantener unidad de objetivos, compitiendo por los mismos fines con distintas banderas. Era una ocasión inmejorable para que los frutos que empezaban a madurar atrajeran todas las miradas. La primera guerra mundial destruyó tantas vidas y tantos bienes, que por primera vez no bastaron los argumentos tradicionales para justificar la catástrofe, cuya trama fue puesta al desnudo por innumerables voces. El escepticismo crecía por una parte, al tiempo que desaparecía por otra pero para dejar paso a una nueva fe que entrañaba la condenación de cuanto había movido hasta entonces la vida de los pueblos en su conjunto. Las clases parecieron más importantes que las nacionalidades, a partir sobre todo del momento en que una nación —Rusia— encarnó el predominio de la clase proletaria. Y al terminar la guerra quedó abierto el camino para lo que alguien llamó la revolución del nihilismo, para la era del kaputt.

Europa quedó escindida en diversos grupos y por distintas razones, y se perdieron los elementos comunes hasta entonces, más profundos que las disensiones políticas que podían ventilarse en las guerras hasta el siglo XIX. Quedó quebrada el alma de Europa, el crisol de la cultura occidental. Pero una Europa que se carcomía y se invalidaba a sí misma condenaba, naturalmente, toda aquella empresa de occidentalización del mundo que se había propuesto. ¿En nombre de qué? ¿Defendiendo qué principios indiscutibles, comunes antes a los rusos que avanzaban sobre Turquestán y Siberia y a los ingleses que penetraban en la India? A partir de este momento, está dentro del curso normal de los acontecimientos que se plantee la posibliidad de un nuevo reagrupamiento de países y de una redistribución del poder. Hace tres generaciones nadie discutía el derecho de Europa a “civilizar” el Asia. Hoy nadie lo justifica, excepto con argumentos que contienen más que estimulan la política expansiva.

El mundo occidental ha tecnificado al mundo oriental y le ha proporcionado a Rusia la doctrina con la cual ha operado su formidable resurgimiento. ¿Será imprescindible que ahora sucumba? Las perspectivas son distintas según el ángulo que se adopte para contemplarla. Sin duda Rusia ha adoptado una política de hegemonía asiática que hereda del Japón, como si se vengara de su derrota de 1905. Pero eso no significa que la influencia que proviene de Rusia sea necesariamente oriental. Rusia no es, por eso, Oriente, y su ascenso se ha operado, precisamente por obra de su occidentalización. Pero es que además la revolución no es Rusia, pues Inglaterra está haciendo la suya a su modo. La revolución no es el peligro que ensombrece a Europa. Tampoco es, necesariamente, el aniquilamiento de Rusia la panacea para la salvación de la civilización occidental. El problema es harto más complejo, y supone un reajuste de las relaciones con Asia. He aquí los temas fundamentales que debiera comprender un planteo histórico de la situación contemporánea, y acaso nuestra época vea aparecer al historiador que, frente a este conflicto de culturas, no menos sinuoso y equívoco que el que opuso antaño a griegos y persas, realice el justo balance que en su tiempo logró hacer el viejo Heródoto de Halicarnaso.