La política exterior y sus supuestos. 1941

La política exterior y sus supuestos (1941)

Quien considere la magnitud de las cifras que se manejan hoy para expresar el poder de los ejércitos en materia de elementos mecánicos no tendrá duda ninguna acerca de lo que significa la retaguardia para la guerra moderna. Sin negar de manera total el valor del elemento humano, puede afirmarse que se está librando una guerra de competencia entre las plantas industriales de los países en lucha. Pero esas plantas industriales y las fuentes de materias primas que su-ponen, si bien han sido volcadas hacia la producción de guerra, no han sido de ninguna manera improvisadas; existían ya, y es precisamente su existencia, su capacidad de producción y su exigencia de mercados lo que ha conducido a la guerra a las grandes potencias que las desarrollaban. Para acrecentar la producción de guerra, y para obtener las materias primas indispensables, ha llevado Alemania la lucha sobre ciertos territorios que, seguramente, no deseaba fervientemente invadir, y para compensar su nuevo módulo de poder material ha buscado Inglaterra las alianzas que necesitaba, a pesar de su imperio.

La guerra ha confirmado, pues, la existencia de grandes bloques económicos y ha hecho evidente ciertos caracteres del mundo contemporáneo que, no por conocidos, es menos importante destacar: nadie que observe atentamente la realidad circundante podrá ya afirmar que es posible esperar una voluntaria moderación de las tendencias expansionistas —territoriales o estrictamente económicas— propias de las grandes potencias industriales, y que es posible mantener la independencia de naciones productoras de materias primas, y no industrializadas, como la nuestra, sin organizar una enérgica defensa establecida sobre bases realistas. Negarlo sería insensato o criminal, y lo cuerdo es resolver con premura y con firme decisión la conducta a seguir para no ser sorprendidos por hechos que no constituyen meras presunciones, sino que se manifiestan ya como procesos en curso de desenvolvimiento.

Para los países que hoy se reconocen impotentes para afrontar por sí solos la lucha contra los grandes bloques económico-políticos no hay otra solución positiva que la constitución de alianzas útiles, sólidas y basadas en principios de interés común y solidario entre sus miembros. Hay alianzas circunstanciales, destinadas a ganar una guerra o a detener un peligro inminente, pero su constitución puede entrañar nuevos peligros y quienes todavía disfrutan del sosiego necesario como para poder pensar con calma en los intereses permanentes de la comunidad en que viven están obligados a dirigir sus actos hacia la consecución de apoyos que no sean prestados a alto interés y a establecer alianzas que se anuden por algo más seguro y duradero que un temor momentáneo o un interés partidario.

Es, pues, necesario buscar con quienes coincidimos en intereses. Pero este problema de política exterior no es una cuestión abstracta que se resuelva manejando entes políticos sin significación; toda política exterior, por el contrario, trasunta de manera precisa una política interior, y cuando se buscan soluciones para la primera es inevitable que graviten sobre ellas los intereses que animan a las últimas.

Fusión o disgregación de los grupos

Ha habido épocas en que cada nación ha constituido una unidad solidaria, con reacciones radicalmente homogéneas frente a las más diversas cuestiones, y en estado permanente de “unión sagrada”. Esos tiempos fueron felices, pero, desgraciadamente, no son los nuestros; apenas quedan países en donde las luchas de las facciones extremas no hayan socavado la antigua solidaridad nacional y las actitudes ante los más diversos hechos se condicionan, en consecuencia, no por aquella reacción unitaria, sino por estas otras, determinadas por las ideologías de facción.

Puede esperarse que cuando se solucionen los múltiples problemas que hoy plantea la vida social esa unidad nacional se reconstruya en aquellas comunidades que sean legítimamente solidarias. Pero, entretanto, y ante el problema de las alianzas, conviene acostumbrarse a pensar que se postulan hoy sobre la base de la solidaridad de las facciones políticas entre sí, más que por antiguas y permanentes vinculaciones nacionales o por la convicción de un interés duradero. Sobre esta conducta hay experiencia hecha y conviene tenerla presente para orientarse en el laberinto de las posibilidades futuras.

La solidaridad de las facciones

La política exterior de las facciones que se comportan como tales se caracteriza porque, en el poder o en la lucha por su conquista, su solidaridad es mayor con las facciones similares extranjeras que no con los grupos connacionales ajenos a ella; Hipias, ateniense, formaba parte del séquito de Darío cuando invadió a Grecia, y, más tarde, no faltó nunca en la ilustre ciudad del Ática quien, a fuerza de ser oligárquico, se sintiera más “laconizante” que no ateniense; así pagaron los espartanos, después de su triunfo, entregándoles el poder que no podían conquistar por sí mismos. Más claramente se vio todavía en la formación de la Liga Aquea; los enemigos de esas ciudades parecían ser los macedonios, pero cuando en sus vecindades se constituyó una Esparta revolucionaria, la Liga Aquea prefirió entregarse a su tradicional enemigo con tal de detener la influencia de las nuevas ideas.

Las luchas entre güelfos y gibelinos ocasionaron luchas facciosas de las que resultaron acuerdos de los grupos internacionales con solidaridad partidaria, en declarada enemistad con las facciones connacionales enemigas; y, más tarde, en la Edad Moderna, se vieron pactos internacionales entre católicos y protestantes que dividían a muerte las comunidades nacionales.

Quizás un ejemplo más vivo resulte la curiosa significación de los anglófilos franceses del siglo XVIII —Montesquieu o Voltaire, por ejemplo—, en quienes la solidaridad con Inglaterra era una expresión de su tendencia liberal en una Francia absolutista, o la de los francófilos ingleses de fines del mismo siglo, en quienes la solidaridad con Francia era expresión de su actitud revolucionaria frente a la Inglaterra conservadora. Hay, pues, en la expresión de simpatía internacional una afirmación de tendencia que resulta de la actitud política.

Política interior y exterior

Esta estrecha vinculación entre las dos caras de la política debe estar presente en toda reflexión sobre las alianzas. Pero conviene ver con agudeza; a veces, la afirmación de ciertas simpatías internacionales parece inconfesable y se manifiesta de manera torcida; algo de ese estilo ocurre hoy en América. Hay quien es aislacionista por arraigada y sincera convicción, pero hay quien no se atreve a revelar la totalidad de su pensamiento, y por no declarar cuál es la solidaridad que prefiere, se limita a negarlas todas: es una manera de dar tiempo para expresar con claridad que hay una, sin embargo, que le parece deseable.

Fuera de esas, hay hoy también las que se expresan claramente; corresponden, en general, a una tendencia política, y caben dos posiciones: las que implican tomar posición junto a uno de los beligerantes de estos momentos o las que implican, meramente, la voluntad de constituir una fuerza no solo para la guerra presente sino también para la paz futura. Esta última es la más sensata, políticamente, y conviene que sea tomada prescindiendo en la mayor medida posible de toda coacción provocada por el espíritu de facción. Que corresponda a una conducta política en el orden interior es inevitable, pero que se procure escapar de mezquinas consideraciones inmediatas es imprescindible.

Los supuestos de una alianza americana

Sería profundamente erróneo considerar que, en América, una postura democrática corresponda a una posición de partido; es mucho más: es una irrenunciable determinación histórica. La democracia es, sin duda, una noción política mucho más extensa y significativa que las estructuras económico-sociales con que hoy día se da; caben en ella soluciones para todos sus problemas y mantiene en su seno un índice de eficiencia para reglar la convivencia que recomienda su intangibilidad. Si las alianzas postuladas por actitudes antidemocráticas corresponden inevitablemente a directivas impuestas por el espíritu de facción, las que resultan de la decisión de defender un orden democrático harto perfectible corresponden a una duradera realidad.

Si hay, pues, que prepararse para constituir un bloque de fuerza suficiente como para actuar de inmediato, y, sobre todo, como para prepararse para defender y conquistar posiciones en el difícil período de posguerra que nos aguarda, las naciones americanas tienen un solo camino po-sible: el de la alianza democrática continental.