La situación cultural argentina. 1963

Quien observe hoy atentamente la situación social y cultural de la Argentina advertirá la presencia de ciertos contrastes que no tienen una sencilla explicación. Sobre todo, si el observador se empeña en atenerse a ciertas pautas que, a fin de cuentas, no valen sino para cinco o seis países del mundo. La Argentina es un país de contrastes, como lo son la mayoría de aquellos del continente sudamericano, aunque, sin duda, mucho menos que los demás. Algunas reflexiones críticas pueden ayudar a entender esta situación.

La Argentina parece pasar por una crisis. Quienes la han conocido hace veinte años la notan empobrecida y estancada, juzgando por los déficit fácilmente apreciables en materia de servicios públicos. Y no falta quien de esa sola observación deduzca una teoría sobre el país. Si es cierto que la Argentina pasa por una crisis, no es menos cierto para nosotros, los argentinos, que se trata de una crisis de madurez. Quizá lo sea de ese estilo hasta en el campo de la economía, pues es innegable que el pasaje de una economía relativamente simple a una economía diversificada es una especie de madurez. Pero lo es sobre todo y sin ninguna duda en el orden de lo social y lo cultural.

En lo que hoy es el territorio argentino, los conquistadores españoles del siglo XVI encontraron una escasa población indígena; a causa de ello, hubo poca mestización y el país tuvo siempre un aire fuertemente europeo. Este rasgo se acentuó en la segunda mitad del siglo XIX, merced a la intensa ola de inmigración que recogió la Argentina, de modo que tanto la fisonomía de las ciudades como el aspecto de la gente evoca el recuerdo de los países del occidente de Europa. Buenos Aires, con sus seis millones de habitantes, es una ciudad que sorprende al observador desprevenido, que apenas puede explicarse su existencia.

Pero pese a todo eso, el observador descubre al poco tiempo que la Argentina actual carece de un estilo muy definido: un estilo de vida y un estilo de cultura. El hecho es cierto en parte. Si tomamos como pauta los esquemas de unos pocos países del mundo que han ordenado sus formas de convivencia a través de varios siglos, la Argentina no se ajusta a ellos exactamente, o se ajusta sólo en ciertas apariencias exteriores que dejan entrever el predominio de un mundo formal más vigoroso que los contenidos que promete. Pero sería injusto tomar solamente en cuenta esa pauta. Si la Argentina carece en este instante de un estilo muy definido de vida y de cultura, ciertas causas explican suficientemente esa situación y pueden abrigarse muchas esperanzas de cambio.

La incorporación en un plazo de medio siglo de varios millones de inmigrantes en un país sumamente extenso, muy fértil, de clima templado y de muy poca población no podía provocar sino situaciones sociales y culturales muy difíciles. La mentalidad “criolla”, propia de los descendientes de españoles, desarrollada durante la época de la dominación hispánica y los primeros tiempos de vida in-dependiente, entró en contacto con la mentalidad de los sectores de inmigrantes que llegaban al país con otra estructura espiritual, otras actitudes económicas y sociales y ciertas ideas muy primarias acerca de lo que iba a ser su país de residencia, al que, por lo demás, no los ataba sino un vínculo práctico muy poco consistente. De ese contacto nació un proceso de adecuación e integración que no ha concluido, ni podía esperarse que concluyera tan pronto. Constituida por hijos de inmigrantes en primera o segunda generación, la población del país carece de suficiente aglutinación; y no hay duda de que a esta razón sustancial se agregan otras numerosas menos importantes, porque se trata de un país muy rico, de vida fácil, en el que las posibilidades de ascenso social son siempre accesibles y en el que hay un amplio horizonte individual que retarda la cohesión social. Es innegable que los objetivos individuales predominan en el ánimo de un argentino medio sobre los objetivos comunes; y no sólo por la diversidad de orientación de los grupos —políticos o sociales— sino por la inmadurez del conjunto como tal, por la debilidad de los objetivos comunes.

Empero, esta ausencia de un definido estilo de vida y de cultura no es tan grave como parece a primera vista. El argentino siente esa ausencia, acaso porque en otro tiempo el país tuvo un estilo muy definido. Y potencialmente, entrevé o adivina la posibilidad de reemplazarlo por otro nuevo. De modo que, vitalmente al menos, la ausencia de estilo se compensa con creces con la obsesión de adquirirlo. La palabra está puesta intencionalmente. Es una obsesión. Una buena parte de la literatura, tanto de ensayo como de ficción, está orientada hacia este problema de autodefinirnos, de identificarnos, de rechazar lo que consideramos postizo, de tomar conciencia de lo que creemos que es esencialmente nuestro carácter peculiar. Si el extranjero advierte en el argentino cierto empaque, cierto formalismo, es porque prevalece en el país una preocupación arraigada acerca de cómo debemos parecer, como si nos poseyera un extraño pudor de presentarnos desmañados, informes, inexpresivos. Y en ese esfuerzo consciente se elaboran ciertas tendencias generales que se funden con las que el conjunto social elabora espontáneamente.

El drama argentino —acaso no muy original— consiste en la diversa idea que los distintos grupos se hacen de su futuro, y pretenden imponer como valor universal. Dos tendencias muy generales pueden observarse. Por una parte, la de los que se resisten a admitir que el cambio promovido en el siglo pasado ha operado consecuencias decisivas en la estructura social y cultural del país; por otra, la de los que lo admiten y piensan que no es posible retroceder sino, por el contrario, perseverar en el mismo sentido. La primera tendencia tiene un sabor nostálgico: aspira a un retorno al “criollismo” y cree en la posibilidad de suprimir los efectos del cambio; la segunda tiene un marcado acento progresista: cree que el retorno es imposible —en el país y en el mundo— y que el cuadro de la sociedad industrial requiere que se acentúe el cambio y se lo oriente hacia soluciones más radicales aún, al compás con los cambios que se operan tanto en el campo técnico como en el campo de las relaciones sociales. Es evidente que ambas tendencias tienen sus proyecciones políticas, y las múltiples combinaciones ideológicas y prácticas que pueden derivarse de esas formulaciones explican, en parte al menos la difícil situación por la que pasa actualmente el país.

Pero la Argentina piensa en su futuro, busca sus caminos con toda la claridad que es compatible con una situación social difícil, muchos de cuyos problemas es sabido por todos que no pueden re-solverse sin la ayuda del tiempo. Este es un signo positivo. Quizá su situación cultural sea un signo típico de aquellos contrastes a que aludíamos al principio y de las singulares condiciones sociales del país. La Argentina posee una minoría intelectual cuyo nivel es muy alto, aun utilizando pautas internacionales. Quizá carezca de estilo —también ella— en algunos aspectos. Pero sus temas, los problemas que le atraen, la agudeza de sus planteos, la solidez de su información, revelan que se trata de grupos que no están al margen del mundo sino sumidos en el mundo que hoy posee vigencia. No vale la pena hacer nombres, sobre todo porque nombres de personalidades individuales sobresalientes no faltan en ninguna parte. Lo importante es la solidez de los niveles medios: los cuadros de profesores de sus ocho universidades, los de la enseñanza media y primaria, los de la literatura y el teatro, los del periodismo, los del cine, los de la plástica, los de las ciencias puras y los de la tecnología. En relación con las posibilidades del país, y en relación con esta crisis de desconcierto que atraviesa el país acerca de cuál ha de ser su fisonomía futura y su papel en el mundo, estos cuadros medios revelan gran seguridad y eficacia, alto nivel, y de hecho, una actitud resuelta acerca del futuro manifestada por lo menos en cierta pujanza que les impide detenerse ante las innumerables dificultades que se le oponen.

La Argentina es un país con un destino cierto. Nada hay en él que pueda alimentar una imagen pintoresca que atraiga el turismo fácil de los buscadores de exotismo. Pero está en el camino de los que avanzan pese a innumerables pequeños entorpecimientos, de los que no han faltado en la historia de ningún país. Su drama sustancial es la inmadurez de su conciencia colectiva, fruto, por lo demás, de un experimento que el país quiso hacer y cuyas consecuencias hay que sobrellevar estoicamente sin dejarse abatir por lo que el experimento tenga de negativo. Tuvo, en cambio, mucho de positivo. El autor no es el único optimista: todo el país, excepto minoritarios sectores nostálgicos, cree que un día se advertirá que la Argentina constituye un matiz singular en la cultura del mundo. ¿Se equivocará? ¿Habrá sido esta opinión una simple expresión de incontrolada vanidad o superficial apreciación de nuestras posibilidades? La historia nos reserva su respuesta, pero nosotros proseguimos como si su fallo nos fuera favorable. ¿Quién que ha llegado a algo no ha hecho lo mismo?