Las ideologías de la cultura nacional. 1973

La Argentina vive el problema de la cultura nacional, de su cultura. Esta problematización significa que algo hay en ella que turba los espíritus, porque, en rigor, la cultura es creación espontánea de una sociedad, de modo que lo que en el fondo se cuestiona es la propia espontaneidad de la sociedad argentina. Es cosa grave. Es como si nos temiéramos a nosotros mismos; y seguramente es eso, puesto que tan preocupados nos mostramos por el llamado “ser nacional”, que muchos buscan como si estuviera objetivado fuera de nosotros, eterno e inmutable, cuando es solo en nosotros mismos donde se halla, histórico y cambiante.

Pero, afortunadamente, nosotros existimos y nuestra espontaneidad crea una cultura que se abre paso por encima de los esquemas que unos y otros enuncian, proponiéndole ciertas características con exclusión de otras. Con la palabra “ideología” voy a tratar de caracterizar esos esquemas, unos muy elaborados conceptualmente y generalmente importados, y otros más espontáneos y construidos en el fragor de los cambios sociales. Pero estoy persuadido de que la cultura argentina, aunque ha sufrido la influencia de todos ellos, los ha sobrepasado por la espontánea fuerza creadora de la sociedad. Este es, sin duda, un punto de vista de historiador. La cultura de una comunidad nacional no es obra de las ideologías de ciertos grupos, ni siquiera de los grupos hegemónicos en cada momento, sino del conjunto de la sociedad global a través de un trabajo sordo, continuo y espontáneo, en el que las ideologías se trituran e interpenetran para sumirse en un torrente múltiple y proteico. Es lícito que cada grupo luche por imponerle el matiz que cree mejor; es explicable que, polémicamente, afirme cada grupo que ese matiz es el único genuino; pero constituye, simplemente, un error científico suponer que una cultura nacional ha sido nada más que lo que cada grupo postula como válido, invalidando lo demás. Es una forma de maniqueísmo que el historiador no puede aceptar, puesto que su misión es conceptualizar la realidad global. Los historiadores ignoran muchas cosas, pero saben bien que todo lo que existe, existe.

Un análisis relativamente sencillo permite puntualizar las grandes corrientes ideológicas que han contribuido a formar la cultura nacional. Son corrientes bien conocidas, con un nombre aceptado y un contenido claro, que se constituyeron en Europa y fueron recibidas por nosotros. Pero hay otras menos conceptualizadas que han operado con no menor intensidad y que han surgido de situaciones espontáneas y de modos de vida propios. Todas se confunden en el proceso de formación de la cultura nacional y todas son válidas. No es la ocasión de discutir este tema, pero vale la pena acotar que la cultura griega —para muchos un modelo de coherencia interior— es el resultado de la confluencia de lo que después fue definido como lo apolíneo y lo dionisíaco. La satura el logos y la geometría, pero no la satura menos el orfismo. Y en el vasto caudal de la cultura cristiana coexisten felizmente San Agustín y Santo Tomás, el San Francisco del Cántico del Sol y el Santo Domingo de la Inquisición. A su escala, la cultura nacional argentina, obra de una sociedad heterogénea y móvil constituida en un mundo muy comunicado, aloja en su seno diversas ideologías recibidas —como Roma recibió el helenismo— y, además, ideologías primarias elaboradas al calor de ciertas formas espontáneas de vida que son también una creación y que, además, se han transmutado en formas estéticas o intelectuales. Ni en las sociedades puede haber réprobos y elegidos, ni en las tradiciones que confluyen en la creación de una cultura nacional puede haber fastas y nefastas.

Sería largo discurrir sobre los supuestos de estos puntos de vista. Las tres palabras del título que me ha sido propuesto —”ideología”, “cultura” y “nacional”— suscitan, como es bien sabido, complejos problemas conceptuales. Estas reflexiones solo rozan la cuestión, pero conviene atenerse al tema para poder esbozarlo siquiera en estas pocas páginas.

La ideología del ascenso socioeconómico

Antes y por debajo de toda ideología sistemática, la primitiva sociedad argentina —como todas las de Latinoamérica— se constituyó al calor de una ideología espontánea, que esconde su verdadera fisonomía detrás del idealizado espíritu aventurero. Hubo móviles declarados, altos y casi sublimes objetivos propuestos para justificar la conquista y la colonización de la tierra americana. Pero no hay duda de que cada uno de los que llegaban y permanecían se sentía movido por el afán de escapar de una situación dada y encontrar otra de más abiertos horizontes sociales y económicos. En esto consistía la aventura —la de los que acompañaban a Mendoza, a Aguirre, a Cabrera, a Garay—; y menos engañadora aún fue la aventura de los que vinieron a fines del siglo XVIII a ejercer el honrado comercio. No hubo muchos honores que alcanzar, como en México o en Lima, y pocos disfrutaron de las satisfacciones que, presuntamente, deparaba la hidalguía, pero todos imprimieron a la sociedad argentina —más, naturalmente, en Buenos Aires que en Salta— el aire de una estructura inestable con abiertas posibilidades de movilidad social.

Ciertamente, fue la ideología del ascenso socioeconómico el primer modelo de la sociedad argentina. Era una ideología espontánea, ajena a toda conceptualización, aunque bien se hubiera podido traer a cuento alguna frase de Aristóteles para formularla. Y precisamente porque fue espontánea tuvo fuerza tremenda y dejó una huella imborrable. Metafóricamente, América pudo ser llamado “el continente de la aventura”, pero lo que se quería decir es que era el continente de la movilidad social. No cuajó aquella ideología en ninguna creación estética o intelectual, pero saturó a algunas; y cuajó, en cambio, en un modo de vida, que es también una forma de creación cultural.

La ideología inmovilizadora

Lo poco que hubo durante el período colonial en el campo de la creación estética o intelectual, así como las formas de la vida institucionalizada, revelaron la presencia y la acción de una ideología inmovilizadora: la concepción oficial de la España de los Austria, que no era, por cierto, la de toda España, porque también eran España los comuneros, Lope y Cervantes. Pero era la concepción oficial, e implicaba una actitud autoritaria ante la vida, una imagen estática de la sociedad, una visión del mundo inspirada por la Contrarreforma. Implicaba, además, el designio de hacer del mundo hispánico un reducto al margen del mundo mercantil que se constituía en Europa. Si España quería perpetuar el pasado en medio del tumultuoso cambio, era natural que lo quisiese también para su imperio colonial.

Sin duda, no solo operó la ideología de los Austria sobre la vida oficial y la creación culta. Operó también constriñendo en alguna medida las tendencias de la ideología del ascenso socioeconómico. Pero no tuvo mucho éxito y más bien se transformó en una retórica, incapaz, por ejemplo, de contener la universal vocación por el contrabando. Lo que sí logró fue constituir un modelo de orden sociopolítico y cultural al que se acogieron, nostálgicamente, todos los estratos sociales que lograron ascender, al día siguiente de haber ascendido. Los que corrieron la aventura y triunfaron sostuvieron una y otra vez que había llegado el momento del orden. Pero el modelo que proponían no tuvo valor sino cuando, una y otra vez, cundió el miedo ante los procesos de cambio demasiado veloces o demasiado violentos. En la naciente sociedad fue un modelo de apelación, no un proyecto viable.

Fue después de la aparición de las ideologías de cambio —entre las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX— cuando se apeló enérgicamente a aquel modelo que nunca había tenido plena vigencia en la Argentina. Ciertamente, tampoco la había tenido profundamente en España, a juzgar por las imprecaciones de Quevedo; y cuando aparecieron allí las ideologías de cambio, se había transmutado en un autoritarismo vulgar, reivindicatorio de la fe sectaria y el casticismo. Tanto los carlistas como Fernando VII contribuyeron a elaborar una caricatura del orden que soñaran —y no lograron— Carlos V y Felipe II.

Más inspirada en Fernando VII que en Felipe II, la restauración de la ideología autoritaria e inmovilizadora fue propuesta por Rosas y quienes compartieron su imagen del país. Como en el carlismo español, la apelación a lo castizo —aquí, lo gauchesco— entrañó cierta xenofobia que recogía la antinomia EspañaEuropa, en la que España significaba la tradición y Europa el cambio; o acaso España la ortodoxia postridentina y Europa la herejía; o quizá también España la soberbia impotencia para conducirse en el mundo mercantil y Europa el éxito en el mundo de los negocios. Hubo en la Argentina quien lanzó el grito de “Religión o muerte” como en España se gritaba “Vivan las cadenas”. Pero hubo también quien no fue tan xenófobo en la práctica y procuró amoldar su conducta práctica a las tendencias predominantes en los puertos, hitos del mundo mercantil.

Cumplido en Caseros el ciclo de la ideología de la restauración, volvieron a predominar las ideologías de cambio. Pero el viejo modelo de los Austria y sus transmutaciones castizas sobrevivieron como modelos de apelación. El espectáculo que ofreció la sociedad inmigratoria contribuyó a idealizar la sociedad tradicional y robusteció la severa imagen de un mundo urbano de patricios y un mundo rural de peones y estancieros coincidentes en los mismos ideales. Hernández prestó su calidad poética a esa idealización, y le prestaron su fácil vena narrativa Lucio López y Eduardo Gutiérrez. Pero es difícil imaginar una Argentina de patricios y gauchos buenos. Solo la nostalgia explica y justifica la idealización.

Entretanto, la ideología inmovilizadora contribuyó poco a la creación estética e intelectual, porque ni siquiera toda la literatura gauchesca corresponde a esa línea. Mucho, en cambio, ha contribuido a delinear una forma de vida que supone todo un sistema de valores. Podríamos llamarle una forma señorial de vida, si desde el comienzo no resultara un poco irónica la denominación. En la Argentina no ha habido más señores que los que han resuelto serlo por un acto unilateral de voluntad, porque no deben confundirse los señores con los propietarios. La forma señorial de vida, con todo, adquirió un ligero aire de legitimidad en quienes ejercieron ese poder que otorga la sociedad dual con relaciones de dependencia consentida. Pero no fue lo más grave. A partir de cierto momento —quizás hace cien años, o mejor, hace cincuenta años— ciertos sectores de alta o mediana burguesía empezaron a remedar a aquellos grupos y a adoptar su sistema de valores y, sobre todo, sus costumbres, sus usos, sus modos verbales. Pareció la Argentina una sociedad barroca cuyos sectores altos, compuestos por un número inestimable de caballeros del Greco, creyeran en su aristocracia esencial. El desorden los impulsó a pensar en la monarquía. Muchos creyeron luego que era más seguro confiar en las formas que toma el autoritarismo en las sociedades de masas.

Las ideologías de cambio

Si las ideologías inmovilizadoras y autoritarias constituyen el telón de fondo de la cultura argentina, las ideologías de cambio levantan una y otra vez sus banderas. Ideologías de cambio fueron el liberalismo, el romanticismo social, las doctrinas revolucionarias adscriptas a la aparición del nuevo proletariado industrial, las doctrinas filosóficas del sensualismo, la ideología o el positivismo.

En su primer avatar, la ideología liberal llegó a través de su versión española: fue un progresismo económico —mercantilista o fisiocrático— al que se agregaba ese vago humanitarismo que caracterizó la política del despotismo ilustrado. Nada cabía en ella que se refiriera al ejercicio del poder o a la fe religiosa. Pero en su segundo avatar la ideología liberal se nutrió en fuentes francesas e inglesas y alcanzó un carácter más radical. Fue jacobina, agnóstica si no atea, anticlerical sin duda, y agregó a las aspiraciones económicas otras relacionadas con la vida política y social.

La primera vertiente de la ideología liberal vino empujada desde la España borbónica por los “afrancesados” y ayudó a desencadenar el proceso de la independencia. La segunda prosperó después de la independencia y se vio contenida —y execrada— por la restauración inmovilizadora y autoritaria. Pero la ideología liberal estaba destinada a triunfar. Y no porque en abstracto fuera mejor sino, simplemente, porque posibilitó dos cosas que casi todos querían: una fue la justificación de la siempre vigente ideología del ascenso socioeconómico, y otra porque permitió poner al día al país, en un mundo en el que el aislamiento con que había soñado Felipe II se hacía cada vez más difícil a causa de la creciente presión y de los estímulos del mundo mercantilista. Eran épocas en que los negocios se multiplicaban y las fortunas parecían alcanzables. Era, precisamente, cuando Juan Cruz Varela escribía poesía neoclásica, cuando se construía el frente neoclásico de la Catedral de Buenos Aires, cuando enseñaban las doctrinas del sensualismo y la ideología Lafinur, Fernández de Agüero y Alcorta.

Acompañó a la ideología liberal, entremezclándose con ella, la del romanticismo social. Si la primera inspiró la vida política y económica ofreciendo soluciones inmediatas, la segunda buscó explicar los fenómenos de cambio social y trató de promover una política a largo plazo. El mismo Rosas, en la carta de la hacienda de Figueroa, participa de esas ideas, que presidieron la obra de sus dos grandes adversarios, Alberdi y Sarmiento. Pero aun los que escogieron el camino del romanticismo social para la indagación de las causas, se inclinaron por la ideología liberal, transmutada ahora en una teoría del progreso, cuando quisieron encontrar soluciones. La política y la economía siguió ese cauce, mientras se pedía al positivismo una teoría del mundo, de la sociedad, de la educación y se buscaba en el naturalismo una fórmula para traducir estéticamente las nuevas experiencias de las sociedades en cambio. Fue la generación del 80 la que hizo la síntesis de todas estas actitudes y fijó un estilo de vida.

Ese estilo perduraría durante varias décadas, como expresión de un sistema generalmente consentido pero que manejaban con clara conciencia las clases altas comprometidas con el poder, la economía y la cultura. Acaso ese estilo, que debía tanto a Renan como a Napoleón III, perduró en esas clases hasta 1930; pero ya por entonces las cosas habían cambiado. Las clases altas se habían retraído frente a la nueva sociedad criollo-inmigratoria que se insubordinaba y cerraba sus filas, sin duda porque no sabían enfrentar la nueva situación. El escepticismo —mal consejero— hizo presa de ellas, y después de haber consentido en una amigable transferencia del poder, comenzaron a añorar el orden: unos el de Felipe II y otros el de Mussolini.

Otra vez la ideología del ascenso socioeconómico

El hecho decisivo en el último siglo de la vida argentina ha sido la transformación de la sociedad por obra de la inmigración en masa. Localizada preferentemente en el litoral, la inmigración imprimió su sello a esta región, a la capital, que era como el escaparate del país, e indirectamente al país todo. Y ese sello fue el de la ideología predominante —o excluyente— en los grupos inmigrantes, que fue la del ascenso socioeconómico.

Esa ideología tuvo una fuerza arrolladora y empalmó con sus antiguos avatares: en poco tiempo no solo aspiraban a “hacer la América” los que acababan de llegar para hacerla, sino todos los que estaban en ella, muchos de los cuales ya la habían hecho y pensaron en volver a hacerla. Triste es decirlo, llegó a ser, sobre el filo del nuevo siglo, la ideología nacional. No necesitamos un Guizot que nos dijera: “¡Enriqueceos!”, porque todos conocían la receta. Y no hay duda de que aún sigue prevaleciendo, pese a la progresiva integración social que parece observarse y a las diversas formas de enmascaramiento que utiliza.

Esa ideología se expresó en un estilo de vida y en una forma de mentalidad, pero muy pronto se advirtió que se proyectaba en cierta forma de creación. Mientras las clases tradicionales seguían adheridas a los modelos europeos, las nuevas clases populares criollo-inmigratorias coincidieron en la creación de una cultura espontánea de insospechada fuerza en la zona litoral y, sobre todo, en Buenos Aires. Formas de esa cultura espontánea fueron las hablas que aparecieron —el cocoliche, el lunfardo—, la canción orillera —el tango—, y un género de espectáculo, circense primero y teatral después, que expresaría de manera inequívoca todos los sentimientos nacidos de las nuevas situaciones sociales: el sainete. Hubo, pues, durante algunas décadas, dos culturas argentinas enfrentadas, tanto en el sentido antropológico como en el sentido estético e intelectual. El enfrentamiento tomó forma en el campo de la política al constituirse el radicalismo, principista en su primera etapa y personalista después cuando Yrigoyen se convirtió en el símbolo de la lucha de las clases populares contra el privilegio, esto es, de las más vehementes aspiraciones a la participación.

Los reflejos

Frente al crecimiento del sector popular criollo-inmigratorio, y frente al desarrollo y a la aceptación de sus nuevas formas creadoras, la sociedad tradicional se abroqueló para defender lo que había creado. Su actitud política se hizo conservadora. Su estética se hizo retórica, y acaso sus representantes más significativos fueran Rafael Obligado y Calixto Oyuela, hasta que cierta tendencia aristocratizante aconsejó aceptar la estética del modernismo. Y el aristocratismo movió a acentuar los rasgos señoriales, llamémosles así, de su modo de vida. Era un aristocratismo un poco farisaico, y no faltó mercader enriquecido que se sintiera, en la época del Centenario, heredero de la tradición calderoniana del honor español. La sociedad tradicional se hizo conservadora al principio, pero a medida que se precipitó el proceso social se inclinó hacia posiciones definidamente autoritarias: Lugones —ex anarquista en política y modernista en literatura— proclamó que había llegado “la hora de la espada”.

Pero, entretanto, la cultura popular ganó las clases cultas y se insinuó en la estética del grupo Martín Fierro en extraña conjunción: la musa arrabalera adquirió matices ultraístas. Lo popular espontáneo triunfaba mientras languidecían las ideologías revolucionarias —el anarquismo, el socialismo— que habían pretendido orientar las actitudes políticas de las nuevas masas. Fracasó Juan B. Justo lo mismo que Felipe II. En rigor, con lo popular espontáneo triunfaba una vez más la ideología del ascenso socioeconómico. Esa es la que sigue vigente y la que encuentra su expresión en los nuevos movimientos multitudinarios posteriores a 1943, pese a contradictorias apariencias.

¿Hay otras ideologías en la Argentina? Los últimos años han visto aparecer muchas, tantas que sus enfrentamientos recuerdan las épocas de las guerras religiosas en las que se combatía por la interpretación de un salmo. Pero, salvo alguna excepción, todas las ideologías coinciden en revisar la posición de las clases privilegiadas: tanto que la derecha ha decidido llamarse “centro”. Lo más importante es que parece crecer cierta tendencia a la autenticidad. No importa que algunos amenacen con cierto nacionalismo agresivo y que se hable demasiado de liberación. Por debajo de esas expresiones late un afán auténtico de ser auténticos, en una sociedad que encuentre su camino dentro de los insoslayables esquemas del mundo industrial. Por eso las ideologías oscilan entre el polo del desarrollismo y el de las doctrinas y las estrategias de Trotsky y Mao.

Todo hace suponer que la cultura argentina encontrará a breve plazo una fisonomía más definida, por la simple razón de que cada vez es más definido el carácter de la sociedad argentina. Mucho se ha andado en el proceso de su integración, y parece que el tiempo ha hecho su obra. Los argentinos dejaremos de estar a la defensiva —para glosar la frase de Ortega— y escaparemos a esa obsesión retórica que ha paralizado o neutralizado su creación en las últimas décadas. Quizá dentro de poco nadie se sienta tentado de indagar la peculiaridad del “ser nacional” y acaso nos decidamos definitivamente a escribir como hablamos, como sentimos y como pensamos. Parece cosa fácil, pero no lo es. Y, sin embargo, lo único que necesita una cultura que quiere ser nacional es ser espontánea y auténtica.