Lo representativo del alma popular. 1946

Inquieta e inestable, el alma popular suele manifestarse de modo impetuoso y creador desbordando con el contenido que nace de su sensibilidad toda clase de riberas y de diques. Esto es lo propio y lo grande de las creaciones populares; espontáneas e impremeditadas, no las conduce el afán de alcanzar una forma precisa; su impulso, renovándose a cada instante, quiebra con su flujo todo intento de canalización, y por eso suelen ser efímeras. Pero sería ceguera imperdonable afirmar que por esa causa carecen las creaciones populares de significación. Si a veces no llegan a tener categoría estética suficientemente alta o suficientemente pura, es porque en efecto, no es propio de ellas acomodarse sumisamente a las formas establecidas y a los valores perdurables. Más que un impulso estético, las mueve un impulso vital y una sensibilidad que tienen apremio por expresarse de algún modo. Pero no por eso dejan de tener un inmenso valor, en cuanto suponen un vigoroso brote de inspiración viva y genuina, de contenido emocional, de renovada vida interior indómita e ingenua a un tiempo.

Sin duda, las creaciones populares no tienen los caracteres de equilibrio y de perfección formal que eran propios de la obra de arte. Pero sus auténticos valores de creación no pueden ser menospreciados sin caer en un cultismo reprobable. Las minorías cultas subestimaron siempre las manifestaciones del alma popular. Los clérigos medievales que seguían componiendo poesías en latín despreciaban al trovador que, en lengua vulgar, exaltaba las hazañas de los caballeros, pero estos, y no ellos, eran los que recogían la fresca renovación de los intereses vitales y espirituales del pueblo, y preparaban de ese modo los materiales para futuras formas de valor estético.

De todos modos, aun cuando esa inspiración se hubiera perdido, en el momento de surgir revelaba toda la actividad espiritual del pueblo, y como tal expresión, poseía ya un valor por sí misma.

También entre nosotros suelen las minorías culturales —y académicas— desdeñar las manifestaciones del alma popular, aunque es justo señalar que ha habido en más de un literato exquisito —recordemos a Jorge Luis Borges— el afán de penetrar en la fuente viva de su inspiración. Esta última actitud es más justa. Ciertamente, suelen confundirse en los impulsos populares las aguas de vertientes puras y vertientes malsanas; pero el fenómeno creador es siempre valioso, aunque convenga, desde un punto de vista educativo, separar las unas de las otras y estimular solamente las que reflejan sentimientos ennoblecidos o ennoblecedores.

Sería aleccionador auscultar las palpitaciones que manifiestan en su seno dos grandes vertientes de la masa popular argentina: el del fútbol y el del tango. En el primero se exaltan ciertos valores físicos, los que estima nuestro hombre del pueblo y que, por cierto, no son ajenos al sistema de preferencias que, con distintos caracteres, se advierten en todos nuestros grupos sociales; en el segundo aflora toda la vida emocional del litoral rioplatense y se descubren —en su música, en su letra y en su sentido coreográfico— los signos más arraigados del temperamento nacional de esta parte del país, que, por otra parte, se proyecta hacia el interior por el innegable prestigio que posee.

El fútbol es el deporte de las multitudes argentinas, el que entusiasma y seduce. Si el “hincha” sacrifica su almuerzo y su descanso dominical para treparse a una tribuna, es porque espera ver en la cancha lo que más le apasiona. Dejemos de lado los aspectos malsanos del espectáculo y —si de educación se trata— procuremos corregirlos y evitarlos. Acaso fuera preferible que nuestro “hincha” no agrediera al referee o que no manifestara su entusiasmo con la violencia que suele hacerlo.

Busquemos en cambio cuáles son los aspectos positivos de ese entusiasmo y nos será fácil descubrir que revelan toda una concepción del hombre en cuanto ser físico, en cuanto actitud, en cuanto capacidad de dominio del cuerpo. Ni más ni menos que el espectáculo de la palestra griega o del circo romano o la plaza de toros.

Como juego, como actividad desinteresada —no olvidemos que en el fútbol no hay apuestas— el hombre de la cancha demuestra sobre todo el acabado dominio de sus facultades físicas. El futbolista no es el hombre de la fuerza sino el hombre de la destreza; el arabesco seguro y medido de la pelota revela la precisión de sus movimientos, la astucia de sus combinaciones, la rapidez de sus cálculos, y el “hincha” se exalta al frenesí cuando un jugador se “florea” y evidencia su dominio sobre la pelota y sobre sus rivales con cierta impávida elegancia. Acaso insulta y pega; pero eso es el accidente y no la esencia. El fútbol es destreza y elegancia. Encubiertas, si se quiere, bajo las formas rudas, como es propio del alma popular; pero la destreza y la elegancia logradas en la violencia y el apremio del juego es la más digna realización de esas calidades, a los ojos del “hincha”: es la superación de la violencia y el triunfo de la destreza.

Si se observa bien, se advertirá que esa destreza y esa elegancia constituyen un ideal del argentino, visible a través de toda su actitud. Aspira a lograrlas el “compadrito”, que usa pañuelo y el “pituco” que no lo usa, el que se para negligentemente en una esquina a esperar a la novia, tanto en Boedo como en Florida; el que maneja un camión o el que conduce una voiturette, el que baila, el que construye aparatos de radio, el que fuma, el que bebe, el que silba; el carterista y el cirujano; el vendedor y el político, el agente de tráfico y el comerciante. Diestro y elegante, el argentino huye del ridículo y del “papelón”, y desprecia al torpe, llamándole pesado o de otro modo más grosero.

Por otra parte, el tango constituye una expresión fiel de una sensibilidad. Expresa la melancolía y el sentimentalismo argentinos; un intenso erotismo y su simplicidad musical permiten que coincidan en él todas las formas de sensibilidad popular, tampoco en esto desavenido de la de los núcleo minoritarios, y en sus versos, tan elementales y pobres como se quiera, se plasman los ideales de vida —simples y elementales— de un pueblo que esconde una intensa actividad emocional. Sus temas son siempre sentimentales y la melancolía dulce hasta la chabacanería señala una dimensión innegable de esta apacible tendencia de nuestras masas populares a la emoción fácil.

Quien canta el tango expresando fielmente esa mezcla de virilidad y emoción —hasta las mujeres lo cantan con virilidad— que es la quinta esencia de la sensibilidad argentina, merece del pueblo una admiración ilimitada, que culmina en la figura ya mítica de Carlos Gardel y cuaja cada cierto tiempo en otro cantor de semejantes caracteres. Y quien lo baila un sábado a la noche en un club de barrio sabe que se “divierte” midiendo su actitud y sus pasos, subrayando la emoción melódica con el gesto e impregnándose, mientras baila, del aire melancólico que satura el tango y que el bandoneón, doliente y lánguido, expresa como ningún otro instrumento. La guitarra era el instrumento de la Argentina criolla, pero solo el bandoneón expresa la segunda Argentina, la del fútbol y el tango, la del muchacho que se engomina y se peina a dos bandas, la Argentina retórica y sentimental de este siglo.

Habrá que estudiar algún día cuáles son los ideales de vida que reflejan los versos que canta nuestro tango; acaso allí, y nada más que allí, está el secreto de nuestra realidad. Y acaso convenga al mismo tiempo determinar y medir los aspectos variados de la desinteresada pasión por el fútbol. Conviene que piensen en esto quienes tienen que hablar a nuestras masas populares si es que quieren ser entendidos, no para fomentar lo que en el alma popular es deleznable; sí para estimular lo que es en ella valioso, que no es poco.

José Ruiz Morelo