Los grandes temas de la Universidad. 1976

Un examen que quiera ser completo, aunque no exhaustivo, pero que intente dar el abanico total de la problemática universitaria, parecería tener que formularse partiendo, en primer lugar, de algunos aspectos fundamentales relacionados con los fines de la Universidad, deteniéndose luego en algunos aspectos concretos, relacionados con la manera de alcanzar esa finalidad.

Yo propongo que se empiece revisando los problemas que se relacionan con la finalidad que, aunque no se agoten quizá con los que voy a mencionar, son sin duda los más importantes.

El primero de ellos es el de la relación entre la Universidad y la educación. Este es un grave problema. Desde sus orígenes medievales, la Universidad se planteó la cuestión de lo que se debía hacer con el estudiante universitario considerado como educando. Y en esa vieja, viejísima concepción de la Universidad la educación tenía un papel fundamental. Cierto es que en ese momento los fines estaban muy claros y era muy fácil saber qué había que incorporarle al educando como trasfondo general de los conocimientos prácticos inmediatos. Pero desde que la Universidad se hace profesional —y esto ocurre fundamentalmente a partir de la reforma napoleónica— se ha perdido totalmente de vista su misión educativa. A menudo se habla de diversas maneras posibles de superar las progresivas y acentuadas limitaciones que el profesionalismo introduce en el trabajouniversitario, pero parecería como si en este momento no hubiera la menor idea acerca de qué es lo que hay que enseñarle a un joven estudiante, además de su profesión, para transformarlo en una persona educada en el sentido más alto de la palabra, educada en el sentido platónico.

Este problema es para mí, debo confesar, el más importante de todos. Pero precisamente porque es el más importante es también el más difícil. Lo es porque no existe en este momento un universo de ideas objetivo, no sectorializado, que se pueda ofrecer como si fuera la verdad. Por el contrario, podría decirse que lo que existe es más bien un sistema de verdades. La educación consistiría entonces en introducir no a la verdad sino a la duda.

Para ello habría que ofrecer por una parte todas las verdades posibles, para no ser faccioso, y por otra, una metodología crítica como para que el estudiante pudiera optar frente a las diversas posiciones. En términos rigurosamente teóricos, rigurosamente intelectuales y culturales, esto sería perfectamente válido. Por otra parte sería lo que corresponde al mundo contemporáneo, que es un mundo pluralista por la simple razón de que hay en contienda varias corrientes de ideas, ninguna de las cuales ha logrado primacía: algunas ideas tradicionales están muy cuestionadas, otras más modernas, además de estar igualmente cuestionadas, están fuertemente combatidas. Podríamos decir que, en cierto sentido, hoy todo ha sido puesto sobre el tapete y exige por lo menos una revisión crítica.

Esta es la situación del hombre contemporáneo. Es cosa muy distinta de lo que constituía la situación del estudiante en la Universidad medieval, en la que se enseñaba un sistema de verdades perfectamente codificado, detrás del cual estaban las summae de Alberto Magno o de Santo Tomás, y con el cual casi no había disidencias. Pero ya desde el siglo XIV, frente a esa línea escolástica apareció otra línea disidente —la de Guillermo de Occam— y no es ya posible hablar de una verdad monolítica y no controversial. El conflicto, como vemos, viene de muchísimo tiempo atrás.

Sin embargo, aun en la actual situación, la solución del problema sería indudablemente más fácil si la elección de cualquiera de las posturas estrictamente culturales no tuviera implicaciones políticas, y aquí es donde aparece ese tremendo fantasma que es la politización de la Universidad. Ahora bien, yo creo que esto es absolutamente inevitable. La Universidad está politizada porque el mundo está politizado, porque el mundo no tiene una sola verdad sino varias verdades en discusión.

Cierto es que no es nada aconsejable que la Universidad se politice en términos partidarios; eso es, por el contrario, bastante perjudicial y hasta francamente repudiable. Pero no se puede prescindir de que el estudiante tome posición frente a las múltiples corrientes de ideas. Y así como se dice que al estudiante hoy hay que educarlo para el cambio, hay que educarlo también para la recepción de todas las corrientes y crearle la metodología crítica suficiente para que él opte.

Encontrar un justo término de convivencia como para poder discutir las grandes ideas, que tienen todas implicaciones políticas a la larga, es una cuestión de metodología que, desgraciadamente, la Universidad sola no puede resolver. Esto lo resuelven las sociedades. Hasta que las sociedades no encuentran un cierto equilibrio, ya sea en el pluralismo, ya sea tomando partido porque la sociedad en su conjunto haya tomado partido, el problema es bastante difícil. Yo diría que este es el gran problema de la Universidad argentina porque es el gran problema de la sociedad argentina. Y precisamente por ello es uno de los temas sobre el que hay que reflexionar más.

Lo dicho anteriormente nos conduce al segundo problema, que es el de la relación entre Universidad y país.

En los últimos veinte años, especialmente en países como la Argentina, es decir en los países en vías de desarrollo, se difundió mucho la idea de que la Universidad tiene que servir a los grandes intereses del país. Esta es ciertamente una idea muy loable. Pero sus términos y sus límites deben ser establecidos con mucho cuidado. Para servir al país en términos inmediatos, y aun en el mediano plazo, hay innumerable cantidad de instituciones, entre ellas el gobierno. El Estado es el que debe establecer, según una decisión que es política, un proyecto de lo que debe hacerse en el país; y para servir a ese proyecto puede y debe llamar a mucha gente de la Universidad. La Universidad en sí misma es un centro educativo, no un órgano ejecutivo; su misión principal es formar gente. Y mientras mejor formación tengan esos individuos, mejor van a ayudar a resolver los problemas del país. La Universidad puede crear institutos para servir determinados intereses, para estudiar determinados problemas de interés nacional; sus graduados, individualmente o en grupo, pueden adoptar para sus estudios la temática más conveniente para la nación, pero los organismos ejecutivos del país serán los que resuelvan, en última instancia, esos problemas.

Someter a la Universidad a la limitación de postular sus fines exclusivamente en relación con los problemas inmediatos y de mediano plazo del país en el que la Universidad está instalada es una manera de reducir sus alcances a niveles muy elementales y primarios. La Universidad, por definición, no puede tener límites para su problemática. Muchos de los problemas que le son propios sobrepasan la problemática de cada país, sobrepasan la problemática del momento rigurosamente contemporáneo; algunos son de larguísimo plazo y otros corresponden directamente a la eternidad; y precisamente por eso no pueden ser desdeñables. Los más graves problemas del hombre no están en el corto ni el mediano plazo. Y si la Universidad debiera limitarse siempre a lo inmediato, resultaría que los problemas eternos y permanentes no tendrían sitio nunca en ella. Lo cual es a todas luces absurdo. De esa manera se transformaría la Universidad en un instrumento, y la Universidad es una de las pocas cosas que no pueden ser un instrumento porque su misión es buscar y establecer fines. Lo cual no quiere decir que de su seno no salgan hombres y organizaciones que sirvan instrumentalmente a ciertos fines; pero la Universidad en cuanto tal tiene que contener en ella la totalidad del pensamiento humano. Por otra parte, formar hombres con intereses muy parcializados desde el comienzo me parece un error, sobre todo por la posibilidad de que esto afecte su formación. Si bien todo especialista termina inevitablemente cerrándose un poco el horizonte, no hay que contribuir a cerrarlo prematuramente, esto es en la etapa formativa.

Una derivación de este problema es la idea de que la Universidad no debe ser una ínsula en el país, argumento que se ha traído muchas veces con motivo de la discusión de la autonomía universitaria o de la libertad de cátedra. Yo sostengo que la Universidad tiene necesariamente algo de ínsula. Claro que esto no significa que lo sea en tal medida que la convierta no ya en una ínsula sino en un punto perdido en el espacio. Pero la Universidad tiene un destiempo, o un compás de adelanto si se prefiere, con respecto a la vida de la sociedad y de la cultura en cada momento, porque está lanzada a un tipo de investigación y de pensamiento que si estuviera rigurosamente ajustado a circunstancias concretas de tiempo y lugar no podría prestar un óptimo servicio. Los procesos reales tienen una cierta fuerza y es evidente que influyen mucho sobre la Universidad. Pero hay que procurar que esta tenga expeditos los caminos para seguir las rutas de avanzada; si no, se la transforma en una escuela secundaria. Ahora se está hablando de convertirla en una etapa terciaria. Pero si nos atenemos demasiado a la letra de esta teoría, esa etapa terciaria resultaría ser cualitativamente del mismo tipo de la secundaria: es decir, simplemente un aprendizaje de más cosas y con una finalidad meramente profesional. Pero la Universidad es más que eso: es también instrumento de creación de conocimientos nuevos. Para lo cual se necesita una gran libertad y un cierto despegue con respecto a las circunstancias de cada momento. De otra manera, sería admitir una concepción académica según la cual la Universidad sería un receptáculo de conocimientos ya adquiridos y de difusión de esos conocimientos y no cumpliría el más importante requisito de su existencia que es, como decía, la creación de conocimientos nuevos.

Llegamos así al tercer problema que es la relación de la Universidad con el enriquecimiento del conocimiento. Esta expresión “enriquecimiento del conocimiento” refleja, aproximadamente, lo que se llama investigación.

Hace mucho que se da por sentado que la investigación es patrimonio de la Universidad. Como es bien sabido, esto no ha sido siempre así. Cada cierto tiempo la Universidad ha declinado su capacidad creadora, se ha amodorrado y, por consiguiente, ha sido necesario instalar la creación del conocimiento nuevo en otra institución más ágil. Esto es lo que pasó con el Collège de France, que se opuso a la vieja Universidad escolástica porque esta se había transformado en simple repetidora de un saber exhausto. Esto es también lo que pasó en Inglaterra con la Royal Society, que es la que produjo la gran renovación científica del siglo XVII en ese país, en un momento en que la Universidad era incapaz de hacerlo. Después de eso, especialmente en el siglo XIX, la Universidad pareció ser el ámbito natural de la investigación. En la situación actual esta idea está sometida, sin embargo, a grandes embates. Por esa razón creo que este tema también tiene que ser estudiado muy cuidadosamente, porque hay opiniones encontradas y faltan opiniones canónicas.

La Universidad tiene que ser necesariamente un centro de investigación. Pero, frente a esta exigencia, en la sociedad contemporánea, en esta sociedad de masas del mundo industrial, la Universidad se ha transformado también en una respuesta a las exigencias de esta sociedad. La Universidad se ha masificado y una enorme proporción de la población estudiantil que va a sus aulas no va en busca de la creación de conocimiento nuevo —con todos los riesgos personales que eso significa, de marginalidad algunas veces y de falta de perspectiva económica en otras— sino que va, por el contrario, a obtener un título profesional; y en muchos países, como es el caso del nuestro, una carrera universitaria sirve de trampolín para el ascenso social. Este es un hecho de primerísima importancia que no puede ignorarse. Quizá sea un hecho fundamental, en la medida en que empiece a admitirse que la educación obligatoria de un joven termina no ya en la escuela primaria y ni siquiera en el ciclo secundario, sino que la educación obligatoria debe extenderse hasta la Universidad. Yo creo que, efectivamente, dadas las condiciones actuales de la sociedad, es imprescindible que la Universidad responda a la exigencia general de formación de cuadros y que los cuadros tengan por lo menos una educación universitaria.

De manera que el hecho de que la Universidad se masifique tiene algunos inconvenientes pero también tiene algunas ventajas muy grandes. El problema surge cuando uno se pregunta si una Universidad masificada, una Universidad que tiene, como la de Buenos Aires, 200.000 estudiantes, puede ser el centro óptimo para el desarrollo de la investigación. Personalmente creo que la investigación debe separarse un poco de los embates de la vida universitaria, embates inevitables y que van a durar mucho tiempo. Esta no es una posición elitista, sino simplemente una consideración realista y de eficacia. Lo que es claro es que la Universidad no puede dejar de hacer investigación, pero al mismo tiempo la investigación no puede estar al vaivén de las complicaciones de la vida universitaria, tal como se viene dando. Por eso creo que este es un problema para meditar a fondo. Yo me limito a exponerlo, pero es imperioso encontrarle soluciones ya sean prácticas o de fondo.

Cuando se habla de este problema hay que tener siempre presente la necesidad de distinguir dos niveles en la investigación: su aprendizaje y su realización. Para realizar la investigación propiamente dicha hay que dotar de capacitación a los que van a ser los fu-turos investigadores. Esa capacitación para la investigación, que indudablemente tiene algo que ver con la formación del pensamiento crítico de la cual hablábamos, es algo con que se debe dotar al estudiante ya en el curso de su carrera, cosa que hoy parece hacerse bastante deficientemente. Si al estudiante se lo acostumbra a ser un mero repetidor, ya nunca va a ser un investigador. O, por lo menos, recién cuando entre a un laboratorio, a un gabinete o instituto va a tener que formarse hasta los esquemas mentales necesarios para poder investigar algo en concreto. Cuando yo digo que este empequeñecimiento de la función de la Universidad, que implica considerarla sólo como un tercer grado de la enseñanza, corre el riesgo de asimilarla a la escuela secundaria, estoy pensando en esto: la escuela secundaria es nocional; allí se repiten nociones adquiridas y definitivamente aceptadas. La Universidad, por el contrario, es un lugar donde la enseñanza consiste en la captación del conocimiento aceptado y, además, en la incorporación al camino del enriquecimiento del conocimiento por la vía del aprendizaje de la investigación. Pero hay que tener siempre presente que este aprendizaje aún no es la investigación. Esta aparece sólo con la problemática propia del investigador, con la operación mental mediante la cual alguien elabora su propia hipótesis de trabajo. Con ello se habrá hecho la mitad del camino de la investigación. Y para tener la propia hipótesis es imprescindible todavía un paso previo que sería, digamos, la posibilidad de identificar los problemas. Lo cual nos lleva de vuelta, por una parte, a la necesidad de formar el pensamiento crítico y, por otra, a la necesidad de una formación de conjunto que permita lanzarse a la maraña de interrogantes que se abren cuando se empieza a alcanzar el “saber”. Mi hermano Francisco tenía una frase sobre la filosofía que a mí siempre me pareció genial: “A la filosofía hay que rondarla hasta que uno descubre que ya está adentro”. Creo que lo mismo puede aplicarse a toda investigación.

Con la mención de estos tres problemas a los que me he referido —que quizá no sean los únicos, pero que son a mi entender los más importantes— dejamos ahora el tema de la finalidad de la Universidad. Podemos pasar a ver algunos de los aspectos concretos con los cuales puede alcanzarse esa finalidad. En este sentido, lo primero sobre lo cual hay que reflexionar es, sin duda, lo que se refiere a los campos de trabajo de la Universidad.

Yo encuentro perfectamente fundada la preferencia que muchos tienen por el campo de la ciencia y de la técnica. Hay que reconocer que en este momento el problema del desarrollo científico y tecnológico se ha convertido en una especie de obsesión; pero de alguna manera, esto es una exigencia del mundo contemporáneo —porque es evidente que estamos en la era tecnológica—, creo que hemos entrado ya en el momento en que empezamos a comprender que esta erupción del conocimiento científico y técnico es, al mismo tiempo, un problema de insubordinación de la ciencia y de la técnica. Hoy está claro en el mundo para muchos espíritus sagaces que la ciencia y la técnica han adquirido un papel de fines en sí mismas que no les corresponde. Ni la ciencia ni la tecnología ofrecen respuestas al problema de los fines. Y el haber pasado de su condición instrumental a una condición teleológica constituye un problema cuyas graves consecuencias está sufriendo el mundo contemporáneo. El creciente interés por la ecología es, en realidad, una respuesta a esto. En efecto, hasta hace poco tiempo se suponía que la ciencia y la tecnología no ofrecían nada más que beneficios al género humano. Pero ahora resulta que hemos empezado a ver que, junto con los beneficios, también, causan perjuicios. El trastorno de la ecología es uno de ellos, pero hay otros mucho más graves. Porque el hecho de que la ciencia se haya transformado en un fin en sí misma ha creado una obnubilación acerca de cuáles son los fines de las sociedades y del género humano. El verdadero problema es que el desarrollo científico y tecnológico, con su promesa de soluciones definitivas para todo, marcha por un camino, y el desarrollo social y humano marcha por otro. Esto ocurre con mayor dramaticidad en los países en desarrollo.

Por todo lo cual uno de los temas que tiene que estudiar la Universidad es no sólo el incremento sin límites de la ciencia y la tecnología —incremento por otra parte discutido, como se sabe, en los estudios realizados por el llamado Club de Roma— sino además las relaciones del desarrollo de la ciencia y la tecnología con los procesos de desarrollo humano y social. Es decir, se puede y se debe insistir y profundizar el desarrollo científico y tecnológico, pero la Universidad —como conjunto y como orientación— tiene que establecer que eso no es un fin último sino que tiene que permanecer en los límites de una categoría instrumental.

Yo creo, por otra parte, que la Universidad de aquí en adelante tendrá que hacerse cargo, con todas las complicaciones que eso pueda traerle, del análisis a fondo del campo de las ciencias humanas y sociales, hasta transformarlas en un punto prioritario. Si se habla de la Universidad en relación con los problemas del país, si se habla de la Universidad en relación con los problemas del mundo, y creo que por muy conflictivo que sea el tema, por muchas dificultades que entrañe el afrontarlo, la Universidad, como orientación general, tendrá indefectiblemente que centrar sus inquietudes en el campo de las ciencias humanas y sociales.

Naturalmente esto significa la apertura de muchos campos de estudio y la reconversión de algunos de ellos, que han sido considerados como independientes, hasta agruparlos de nuevo dentro de esta concepción: una concepción que cubra lo que yo llamo las ciencias antropo-socio-culturales, las cuales no sólo no pueden ni deben ceder en importancia a las ciencias físico-naturales, sino que, por el contrario, tienen que recabar el papel director que han tenido siempre porque es lo que atañe de una manera sustancial a la condición humana.

Con el agregado de que, precisamente por plantearse estas ciencias en este momento en términos conflictivos, requieren ser analizadas en un nivel más alto. Encontrar la manera de canalizar las preocupaciones que surgen de las ciencias sociales para que se den en un plano científico y objetivo, y se trasladen a otros ámbitos sus implicaciones más irritativas, es un problema de tipo práctico. Pero una Universidad que quiera ser una Universidad viva no puede esquivar los problemas fundamentales por el hecho de ser conflictivos.

Yo digo que esta de las ciencias sociales tiene que ser una de las preocupaciones fundamentales de la Universidad moderna, de la Universidad actual, es decir de una Universidad que esté orientada no solamente hacia los problemas inmediatos, pero que tampoco prescinda de ellos. Especialmente porque ya se anuncia que estos problemas no son sólo inmediatos: son los que están configurando las sociedades futuras.

Otro aspecto sobre el que se debería meditar es el problema del profesionalismo. Yo me limito a mencionarlo, porque creo que es lo único que la Universidad actual hace relativamente bien. El tema de las profesiones plantea problemas específicos en cada una de ellas y no creo que sea lícito extenderse en generalizaciones. Por eso pienso que es desde el ángulo de cada una desde donde deberán buscarse las soluciones que permitan mejorar la formación profesional.

Me he reservado para el final un último punto que consiste en lo que llamaríamos el problema del humanismo. Esto tiene que ver con esa finalidad básica de la Universidad que, como dije al principio, es la educación. Un centro de educación superior es un centro elaborador de fines, en el que se establezcan además los caminos para alcanzar esos fines. Hoy esto parece un tema anacrónico, pero yo creo que se debe al hecho de que no se ha planteado de manera clara sino cuando el sistema de fines parecía definitivamente establecido y no discutible. Sin embargo, yo repito que hoy hay que encontrar una metodología para ponerse en busca de un sistema de fines, aun en un ambiente cultural donde tal sistema no aparece como unitario. La Universidad no puede desentenderse de este problema ni suponer que los fines se le ofrecen al adolescente espontáneamente sólo por la vía de la sociedad. La Universidad tiene, por el contrario, que recoger la incitación espontánea que parte de la sociedad y contribuir a elaborarla para ofrecérsela a su educando en términos más objetivos y más maduros. En el mundo occidental esto es posible en este momento sólo mediante la apertura de todo el abanico de posibilidades y el ofrecimiento simultáneo del aparato crítico para que cada uno opte.

Esto es lo que yo llamaría humanismo moderno, pluralista y crítico. Que no es ni repetir un humanismo escolástico ni repetir el humanismo renacentista y ni siquiera es repetir el humanismo de la Ilustración. Es una cosa nueva al compás de los tiempos, de las con-cepciones sociales y culturales que hoy predominan. Es el humanismo que está sin hacer, que no tiene fórmulas canónicas, pero que constituye, en última instancia, la preocupación fundamental de todos los que tienen inquietudes por el destino del mundo. ¿Cómo es posible que la Universidad se mantenga ajena a este sistema de ideas? ¿Cómo es posible que se abstenga de ofrecérselo a quien pasa por sus aulas para aprender una profesión o para seguir el camino de la investigación? Actividades ambas a las que las asalta siempre la misma pregunta: “¿para qué?”. No hay cultura si se esquiva la respuesta a esta pregunta.