Martínez Estrada: un renovador de la exégesis sarmientina. 1947

La aparición de un estudio de Ezequiel Martínez Estrada sobre Sarmiento constituye, por varias razones, un acontecimiento de importancia en la vida literaria argentina, y acaso trasciende sus límites para alcanzar repercusión en otros ámbitos. Si el autor es, sin duda alguna, una de las figuras más importantes de nuestras letras, el tema es de los que interesan más profundamente a los argentinos, y acaso ahora más que nunca por las resonancias que suscita. Ya, a pocos meses de su aparición, el público y la crítica han dado testimonio de que reconocen la trascendencia de la obra, y hasta se descubre en alguna crítica airada contra él que verdaderamente toca el fondo del problema argentino.

Quizá resulte difícil —y fuera de lugar— precisar aquí los términos de lo que llamamos el problema argentino. Como toda colectividad nacional y, sobre todo, como toda colectividad nacional de origen aluvial, heterogénea y de caracteres indecisos, la Argentina suscita en sus miembros más responsables dramáticos interrogantes acerca de sus peculiaridades, sus tendencias y, sobre todo, su destino común, que en tan larga medida compromete el destino individual de quienes la forman. En el transcurso de algunos decenios de reflexión sobre el problema, ha llegado a formarse sobre él un repertorio de ideas con el que es frecuente que se satisfaga el hombre medio argentino, seguro de que le bastan para guiar su acción y su reacción frente a la sociedad en que vive. Pero el problema revela a cada paso su complejidad, se yergue contra las explicaciones simplistas, y, poniendo de manifiesto que subsiste como tal problema, vuelve a atraer hacia sí la reflexión de quienes se resisten frente a un conformismo que parece suicida. Para un argentino de buena fe, el meditar sobre la realidad de su país, cualesquiera que sean su vocación y el género de sus estudios, parece ser un deber moral; y este deber adquiere, sin duda, más urgencia entre quienes se dedican a escribir, porque el escritor practica cierta militancia que lo induce a proclamar sin reticencias su verdad, sobre todo en cuanto atañe al destino de la colectividad. Este ha sido el caso de más de uno de nuestros mejores escritores, poetas o novelistas de definida vocación, en quienes, sin embargo, se ha insinuado una acentuada tendencia hacia el análisis sociológico que los desvía hacia el ensayo. Y si el propio Sarmiento fue antaño prueba de esto, Martínez Estrada lo es también, y hoy adquiere su caso el valor de un ejemplo significativo.

Para muchos lectores, Martínez Estrada es solamente el autor de la Radiografía de la pampa, aquel libro denso y profundo, aparecido en 1932, en el que el autor diseccionaba la vida argentina con excepcional maestría y ponía a la luz la naturaleza íntima de lo argentino en sus aspectos más característicos. Empero, Martínez Estrada era —y acaso sigue siendo por sobre todo— un poeta, un poeta de visiones profundas y de vibrante voz, en el que lo poético alcanza una altísima expresión lírica. Y constituye un hecho curioso de nuestra literatura que este poeta haya sentido un día la urgencia íntima de enfocar su claro entendimiento sobre la proteica realidad argentina, para darnos luego, como fruto de su meditación, un libro que es, al mismo tiempo, examen de conciencia, confesión y plegaria.

Tanto en Radiografía de la pampa como en La cabeza de Goliat —una especie de radiografía de Buenos Aires— estaban ya de manifiesto las notas peculiares de la actitud intelectual de Martínez Estrada. En cuanto observador de la realidad que lo circunda, podría definírselo como el hombre de la verdad, para quien no hay razones circunstanciales ni convencionalismos que justifiquen el ocultamiento de lo que descubre su fervor. A veces esta obsesión de la verdad lo hace aparecer como un espíritu abismado en un irremediable pesimismo; pero la apariencia es engañosa; solamente en muy pequeña medida su pesimismo es negativo, porque está convencido de que la verdad constituye el único puntal para el fortalecimiento de la esperanza. Ya lo decía en la página postrera de su Radiografía…, cuando señalaba con amargura la irrupción de una realidad deliberadamente ocultada a la conciencia nacional: “Tenemos que aceptarla con valor, para que deje de perturbarnos; traerla a la conciencia, para que se esfume y podamos vivir unidos en la salud”.

Esta obsesión de indagar y confesar verazmente cuanto nos concierne aparece otra vez ahora presidiendo este análisis de Sarmiento y de la Argentina que acaba de ver la luz.(1) 1 Libro intenso y dramático, a veces su verdad se precipita como un torrente y el lector apresurado puede creer que, más que ideas, predominan en él sentimientos irreprimibles. Pero quien lea atentamente —y sobre todo quien acepte el consejo de leer dos veces— descubrirá muy pronto la sólida estructura de pensamiento que se esconde tras el soliloquio apasionado y aun tras la digresión solo aparentemente ocasional. Como para Sarmiento mismo, un hombre es, para Martínez Estrada, el más fiel reflejo de la colectividad argentina; y este hombre, frente a la Argentina de hoy, es Sarmiento mismo. Por eso el libro sobrepasa el alcance que promete su título y divaga por el problema de la Argentina y de su figura ejemplar, enriqueciendo sus aguas con las observaciones desgajadas de la realidad por donde cruza, sin que su curso se torne caprichoso ni se enturbie su linfa.

Una vez más, Martínez Estrada aspira a ofrecer una interpretación de la Argentina, en esta ocasión utilizando como espectro para su diagnóstico la figura multiforme —y contradictoria, como él demostrará— de Sarmiento. Si empresas de tal índole encierran siempre inmensas dificultades, las había aun mayores en este caso porque el objetivo del autor es, exactamente, interpretar la interpretación que Sarmiento hizo de la realidad argentina, con el agregado de un análisis de la acción que, como hombre de Estado, realizó partiendo de las premisas que había sentado como sociólogo. Podría definirse aquel objetivo —a mi juicio— como un examen de las contradicciones de Sarmiento, destinado a poner de manifiesto la contradicción intrínseca de la realidad argentina. La empresa era ardua tanto por las dificultades conceptuales como por las puramente metodológicas; y aunque pueda disentirse en algún aspecto de su juicio, deberá reconocerse que Martínez Estrada ha estado a la altura de la compleja misión que se propuso. Del libro se desprende un Sarmiento más recio aún y más rico en humanidad que el que nos ofrece su imagen algo convencional, ya gigantesco en su palpitante verdad tanto como en su honrado error, y padre de la verdad y del error que se funden en el alma de nuestra Argentina de hoy, obra suya en gran parte y contradictoria como él. Ciertamente, nadie de buena fe podrá increpar a Martínez Estrada por haber señalado en el maestro los errores a que el amor lo indujo, porque nunca brilla más alto en él su amor y hasta su genio gigantesco que cuando quiere, aun errando, sacudir el edificio de la realidad que lo circunda, para elevar de nuevo sus muros con más adecuada arquitectura. Su error pareció a Sarmiento su profunda verdad, y la ulterior comprobación del error —de ser cierta la tesis de Martínez Estrada— en nada disminuye la grandeza de su pensamiento y de su acción. En cambio, queda en pie la fuerza constructiva de la verdad, capaz de suscitar, tras nuevo examen, una nueva acción nutrida de promesas. Y habrá que reconocer, a su vez, a Martínez Estrada esta afirmación de que solo de la verdad puede esperar la Argentina la corrección de su destino contradictorio. Sarmiento es, para Martínez Estrada, la Argentina misma: “En verdad, la relación que hay entre la mentalidad y la sensibilidad de Sarmiento y los fenómenos de la vida nacional es tan íntima, que los problemas de educación, gobierno, justicia y libertad que él analiza, no difieren de sus mismos problemas de conciencia. Su personalidad entera resulta el mapa viviente y la encarnación mesiánica de su país en un hombre”. Es este hombre, por sus valores intrínsecos y por su significación paradigmática, el que Martínez Estrada quiere traspasar con su análisis para desentrañar de él la revelación de nuestro sino. De él mismo le interesa su carácter, el curioso mecanismo de su adecuación —y su inadecuación— con respecto a la realidad circundante, su método interpretativo de esa misma realidad y su peculiar perfil de escritor. Y de él mismo en cuanto espectro para analizar y discernir la naturaleza de la vida argentina, le interesa su interpretación de la sociedad, la discriminación de sus aciertos y sus errores, el examen de lo que legó al país como hombre de Estado y como publicista, y la reacción que en el propio Sarmiento, ya anciano, produjeron los primeros resultados de la política que postuló. Intentemos seguirlo en este largo y accidentado itinerario.

Ante todo, Sarmiento es un extravertido: “Rara vez —dice— ha examinado Sarmiento su interior, que hasta la hora de su muerte es muy posible que le haya resultado absolutamente una tierra incógnita. El estilo de sus escritos y los temas que forman las preocupaciones todas de su vida nos dan la certidumbre de que no tuvo tiempo precisamente porque no estaba organizado para la meditación sino para la acción”. Prevalecía en él, en efecto, la voluntad ciclópea, y en la acción se manifestaba de manera suprema porque “lo más grande en él no es lo que piensa sino lo que quiere”. A veces se sentía un inspirado, y Martínez Estrada descubre en él la intensa resonancia de cierto daimon contra cuya voz “tampoco podía él nada”. Esta voluntad lo movía a dirigir, y esta dimensión de su carácter explica, para Martínez Estrada, toda su política y, particularmente, sus preocupaciones educacionales. Pero quería dirigir para transformar la realidad, y, en consecuencia, solo estimaba lo que adquiría importancia en el campo de la práctica, lo que resultaba eficaz. Partía, para dirigir a ciencia cierta, de una concepción de la realidad que le parecía indudable, y ese diagnóstico acerca de la sociedad argentina, de su naturaleza y de sus males, constituye su título mejor. Aquí advierte Martínez Estrada el secreto de su verdad y de su error, secreto de cuya revelación derivara el justísimo diagnóstico de su personalidad y el no menos preciso diagnóstico de la realidad nacional.

Martínez Estrada justifica y aprueba el método de Sarmiento para afrontar el problema de comprender la realidad argentina, que consistía en explicarla por medio de los individuos más característicamente representativos: “La identificación de historia y biografía fue un hallazgo proficuo y esa es la forma desde entonces más aproximada para enfocar los problemas de nuestra inefable realidad”.

Este método es el que Sarmiento utiliza en la mayor parte de su obra y especialmente en el Facundo, libro cuyas características analiza Martínez Estrada con inusitada hondura en un capítulo de su obra. Dejemos de lado las sugestivas observaciones que hace sobre el literato que había en Sarmiento y señalemos las que dedica al fondo del problema. Analizado desde el punto de vista de la captación de la realidad que entraña, el Facundo le merece el más alto elogio: “La verdad simple —dice— es que no tenemos sino el Facundo, como obra de sociología del país en todo el siglo XIX, y que si hoy se nos ofrece con una actualidad tan viviente como hace un siglo, es por dos circunstancias: porque no se ha hecho nada —excepto alguna obra reciente— que lo supere como calidad literaria ni como visión profunda de los órganos internos de la realidad, y porque esa realidad profunda, la de los órganos internos, no ha podido ser saneada, curada, por falta de su examen radioscópico y de un diagnóstico veraz. Son los que se benefician con la mentira y con la confabulación del silencio, quienes entienden que Facundo no es historia ni sociología, sino novela de costumbres, ignorando además que justamente la novela de costumbres es la historia y la sociología verdaderas. Y no solamente es Facundo historia, sociología y novela, sino la primera obra en que se plantea el problema central y capital de la dicotomía y la ambivalencia de la historia argentina”. Lo que separa Sarmiento en este proceso dicotómico —es bien sabido— son esos dos complejos que él oponía en las expresiones “civilización” y “barbarie”. Martínez Estrada reconoce el profundo valor que, como punto de partida, posee esta observación de Sarmiento; pero a partir de allí recomienza el análisis y alcanza algunos resultados que autorizan a hablar de una revaloración no solo de la figura misma de Sarmiento, sino también de su política y de sus consecuencias, visibles en la Argentina de hoy.

En efecto, Martínez Estrada se afirma en la tesis de que existen dos tradiciones argentinas, que él identifica como la de la colonia y la de la revolución. En cierto modo, esas dos tradiciones coinciden con lo que Sarmiento llamaba “barbarie” y “civilización”; pero Martínez Estrada señalará múltiples matices en la significación de cada uno de esos conceptos que Sarmiento no discriminó y de cuyo equívoco debían derivarse las más graves contradicciones de su pensamiento y de su acción. En primer lugar, plantea Martínez Estrada el problema de fondo de la legitimidad histórica de esas dos tradiciones. Si en el plano de las preferencias personales repudia categóricamente todo intento de restauración de lo colonial y exalta la tradición de la revolución de 1810, como sociólogo advierte que la tradición colonial estaba muy lejos del aniquilamiento después del movimiento revolucionario y comprueba su posterior y reiterado florecimiento. En rigor, su crítica más firme al sistema de ideas de Sarmiento proviene, precisamente, de que ha querido dar por aniquilada una tradición que poseía fuerza suficiente para sobrevivir y retoñar, y ha querido superponerle, sin destruirla verdaderamente, una capa de formas civilizadas que, no pudiendo tonificarse con contenidos adecuados, sirvieron, a la larga, solo para fortalecer y legitimar los elementos de la tradición colonial y contrarrevolucionaria. “Dicotomía —dice— significa no rivalidad sino avenimiento de dos fracciones que perviven con la misma fuerza lógica y con la misma fuerza natural de hechos históricos auténticos: la historia colonial y la historia republicana. Dicotomía es la misma guerra civil en paz, con medios pacíficos. Es bien perceptible en la obra de Sarmiento la noción clara de este fenómeno, pero incurre en el error de creer que la historia auténtica argentina sigue la dirección impresa por sus prohombres y que la historia colonial, supuestamente concluida, solo aflora a la superficie de los acontecimientos por la esporádica reencarnación de sus viejos ideales en los caudillos, militares o gobernantes, cuando estos son los signos precarios de aquel status.”

En segundo lugar, señala Martínez Estrada el error que ese falso planteo introduce en la orientación de Sarmiento como hombre de Estado. Si la colonia era para él España, y si Sarmiento repudiaba en España a la colonia, no acertó —dice— cuando favoreció la introducción de las influencias de Inglaterra y de los Estados Unidos en el país, en las que ve fuerzas nefastas orientadas hacia el mantenimiento del orden colonial en América, que se ejercerían luego a través de Italia y de la misma España. Esta observación, nada superficial por cierto, aunque adolezca de utopismo, lleva a Martínez Estrada a un interesante análisis de la situación actual de Argentina y de las posibilidades —harto escasas, a su juicio— de abrir nuevas rutas en el país mientras perduren esas influencias.

Finalmente, procura ordenar con rigor lógico los signos que se advierten en el pensamiento de Sarmiento anciano acerca de su propia política y la de los hombres que compartían en alguna medida su ideario liberal. También en Sarmiento advierte un terrible pesimismo acerca del destino americano —que Martínez Estrada compara con el de Bolívar en sus últimos tiempos—, que termina de dibujar la compleja fisonomía con que Sarmiento pasa a la posteridad. Se habló de su “locura”, y aquella locura aparece a través de las páginas de Martínez Estrada como la más alta expresión del genio veraz y contradictorio del maestro. Si algo lo caracteriza en sus relaciones con la sociedad que lo circundaba, fue el ser un incomprendido y un desterrado dentro de su país. “Sarmiento no encontró ni entre sus admiradores quien lo entendiera, y esta es la más triste manifestación de la más real extranjería. Además de un hombre en el destierro, fue un hombre en la soledad.” Ni la incomprensión ni el destino constituyen, en su caso, hechos episódicos. Si fue un incomprendido es porque la realidad que él, en su juventud, condenaba y suponía aniquilada, estaba todavía vigorosa y daba la tónica espiritual del país en su madurez. Y por eso fue un desterrado, él como todos los hombres que encarnaban los ideales de la revolución y luchaban por imponerlos. Un profundo dolor suscita en Martínez Estrada esta figura recia de atleta caído, víctima de fuerzas oscuras que no podía concebir su espíritu orientado hacia el bien.

Acaso hubiera sido más feliz si, en lugar de concebir la vida “como una milicia”, hubiera seguido lo que Martínez Estrada considera que constituía su propio destino. Vivió para el cumplimiento de un deber que se había trazado desde niño: “Sentimiento universal, el suyo, que le hace considerarse responsable en cierto modo de la educación, la felicidad y el destino de su pueblo. Sentimiento tan irracional y hondo que nada puede identificarlo tanto con la abnegada y heroica misión de la madre, sino la que él padeció y sobrellevó por su país. Las virtudes que celebra en la madre son correlativas de las suyas propias en su condición de ciudadano. Todo aquello que le faltó a Sarmiento en su vida, él lo convirtió en un ideal, y en ese ideal acumuló la firmeza de su carácter, la integridad de su honradez y la pujanza de su inteligencia”. Movido por este sentimiento, vivió para su país y quiso hacer cuanto creyó necesario para transformar el ambiente en que se había formado. “No quiso resignarse a ser lo que debió haber sido: un escritor, un pensador, y sus yerros y sus desdichas se originan en que no solo se obstinó en no obedecer a su propio destino, sino en menospreciar todo obstáculo, aun los que su propia naturaleza ponía en su sendero.”

He aquí, a grandes rasgos, el Sarmiento y la Argentina que entrevé Martínez Estrada. Acaso podría objetársele que subestima los elementos positivos que hay en la acción de Sarmiento y de los hombres que compartían su ideario. Quizá pudiera señalarse también que tal vez atribuya demasiada vitalidad a lo que aun sobrevive de la tradición colonial y que no aparece en su cuadro el saldo favorable que deja la transformación operada en el país en los últimos cincuenta años. Pero, en todo caso, su imagen posee una lógica interna innegable y su interpretación es convincente, porque hay en ella un fuerte y saludable sabor de verdad. El lector encontrará en Martínez Estrada un discípulo digno del maestro, sincero como él en el acierto y en el error. Y quien crea que todo es pesimismo en él y que su amargura solo conduce a la inacción, medite sobre estas hermosas palabras con que cierra el capítulo quinto de su libro: “El siglo XX, que algunos profetas pronosticaron que sería el de Suramérica, ha resultado el de la suramericanización de Europa. ¿Estaría conforme Sarmiento con el actual status social del mundo? De ninguna manera. Su congoja sería infinita. Habría sollozado sobre un mundo así prostituido precisamente por los directores técnicos del progreso, de la moral y de la justicia; pero habría esperado otra vez la resurrección del hombre y la redención de los pueblos. ¿Qué más remedio? Tal es la historia. Y tal era su confianza en el país, la que ahora hay que sostener para nosotros y para todos: la posibilidad de que pueda constituirse un status de cultura que arroje de su seno a los que, como las bacterias, crean el medio infeccioso indispensable para su propia vida, las condiciones sociales de ajuste de sus personales status con el status social. Para su propia vida; no la de sus hijos, sacrificados ya”. Hay amargura, sí, en sus palabras, pero vela tras ella una esperanza indestructible que solo se nutre de verdad y confía en su triunfo.