Pascual Guaglianone. 1938

La muerte sorprendió en su ley a Pascual Guaglianone, mientras trabajaba en una empresa de cultura. Su vida no había sido sino una larga lucha en favor de los intereses educacionales, y ahora cumplía, en la lejana ciudad del norte, lo que antes había realizado en La Plata o en el Litoral. Pascual Guaglianone bregaba por la difusión de los estudios humanísticos —que él cultivaba con amor— y había contribuido valiosamente a crear las instituciones donde se profesan. Al servicio de esta labor puso Pascual Guaglianone su reconocida capacidad de gobierno y de organización, su sentido de la realidad argentina —que él conocía con singular profundidad— y su sagaz comprensión de las necesidades de la enseñanza y de la cultura del país. Pero puso, además, un inmenso saber y una viva experiencia de hombre de estudio, que —porque se ocultaba bajo una máscara de ironía— solía pasar inadvertida para quien lo conocía en alguna otra faceta de su actividad cotidiana.

Para quienes conocieron de cerca a Guaglianone, este aspecto de su personalidad no pudo sino parecer su auténtico ser íntimo, su más puro perfil. Si una modalidad peculiar de su inteligencia —tan ágil como rigurosamente crítica— retardaba la pronta percepción de esta vivísima veta de su espíritu para el interlocutor recién llegado, una frecuentación asidua permitía alcanzar, a medida que se vencía su rígida exterioridad, la vertiente de su espíritu inquieto y vivo, dotado de una extraordinaria comprensión, cultivado con una voluntad inquebrantable y nutrido con un saber universal. Llegado allí, el interlocutor descubría, además, la llama de una cordialidad inesperada, de una capacidad de amistad que era casi ternura, y era una experiencia inolvidable ver transformarse su penetrante mirada de águila hasta adquirir una suavidad paternal, cuando vencía su recelo pesimista y encontraba —o creía encontrar— el clima necesario para libertar su intimidad.

Entonces se descubría en Pascual Guaglianone un amigo extraordinario. Su intimidad se expresaba como un anhelo de vida culta, de intercambio espiritual, de convivencia serena y altísima; sólo entonces descubría el interlocutor cuál era la médula de su personalidad, equívocamente encubierta por la máscara del hombre de acción. La médula de su personalidad era, fundamentalmente, su profunda y viva vocación de estudioso, sostenida a lo largo de una vida dura con tanto esfuerzo como dignidad. A medida que los años corrían, una pasión desesperada por el saber —que había hecho de él el autodidacta que era— se delineaba cada vez de manera más excluyente; la universalidad de su curiosidad se circunscribía cada vez más alrededor de algunos problemas fundamentales, y hacia ellos dirigía Guaglianone una atención cada vez más absorbente y apasionada. Una actitud historicista definía su tipo espiritual y delimitaba el campo de sus preocupaciones; tanto como al estudio de la Historia o de las Religiones, lo había llevado a la meditación de los problemas contemporáneos, para los cuales tenía una profunda comprensión y un incomparable sentido crítico, y había hecho de él, finalmente, un investigador meditabundo de todo aquello en donde advertía la impronta mágica del espíritu humano.

Le preocuparon los problemas universales. La Historia Antigua le apasionaba íntimamente y su labor de investigación había sido ininterrumpida y profunda. Una formación preferentemente francesa —como correspondía al tipo de su inteligencia— le había proporcionado un planteo clarísimo de algunos problemas, para cuyo estudio había descubierto hilos sutilísimos; estudiaba con singular predilección la cultura helenística, en la que, aparte de sugestiones de valor contemporáneo, encontraba un vasto campo de observación de procesos históricos que se resuelven por mutaciones bruscas y que contribuyen a aclarar tanto el desarrollo de los períodos clásicos como la formación de nuevas concepciones del mundo. Guaglianone la estudió profundamente en los filósofos post-aristotélicos —que conocía con extraordinaria profundidad— y en su desenvolvimiento económico y social; pero la estudió sobre todo en sus aspectos religiosos, porque ese problema se le presentaba allí esquematizado en sus líneas fundamentales. Un profundo conocimiento de lo oriental le permitía valorar esta influencia en el mundo mediterráneo y establecer, en el sincretismo de un Filón de Alejandría, las tendencias fundamentales y las raíces remotas; pero los fenómenos religiosos no se presentaban para él como hechos aislados e irreductibles, sino que entreveía en ellos interacciones con los fenómenos sociales, cuyo juego se esforzaba por precisar con riguroso método. Coincidían en este problema las principales direcciones de la vocación de Pascual Guaglianone, cuyo historicismo no descartaba una mente de recia estructura filosófica. Por eso constituía una lección incomparable su lectura de los textos religiosos, en cuya exégesis ponía Guaglianone un denso conocimiento de lo filosófico y de lo histórico, respaldado por una inmensa comprensión de lo religioso y de lo humano.

También atrajeron su atención otros problemas, especialmente argentinos. Su inmensa cultura de lector incansable había proporcionado a Guaglianone un conocimiento profundo de los movimientos intelectuales europeos de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX; armado de tales armas, Guaglianone pudo como pocos interpretar el sentido de las corrientes del incipiente movimiento intelectual argentino y descubrir allí las influencias predominantes y características que obraban en las minorías cultas argentinas. Su labor en este sentido fue enorme. Conocía los legajos del Archivo de la Nación, los papeles de la Biblioteca del Congreso y los de la Biblioteca Nacional, hasta poder afirmarse que no debe haber documento que no haya revisado. Conocía igualmente los archivos europeos, a los que había ido en busca de un personaje misterioso —hallazgo suyo— que debió ser el vehículo de la influencia liberal en la Argentina en el primer tercio del siglo XIX, y proyectaba tomar contacto —en un viaje que debió ser de descanso— con los archivos de Santiago y de Río de Janeiro, para hacer así exhaustiva su investigación. Fruto de ella debía ser —y aun esperamos que sea— una edición comentada del Dogma Socialista de Echeverría, en la que se establecerían las fuentes de su doctrina y las líneas de influencia predominantes. Sobre el resultado de sus prolijas investigaciones en este sentido, Guaglianone había adelantado algunos resultados en una comunicación leída en el Centro de Estudios Históricos de la Universidad de La Plata.

Para servir a esta labor de investigación, poseía Pascual Guaglianone una inteligencia clarísima y penetrante: era lo característico y lo subyugante de su personalidad. Pocos hombres podrían comparársele por la rapidez de su comprensión o por la complejidad de su perspectiva. Incapaz de todo simplismo, Guaglianone dominaba de una sola vez el paisaje que se le presentaba, con una clara intuición que le señalaba ya entonces el camino de futuras meditaciones. Su inteligencia estaba hecha también de un exacerbado sentido crítico, que se volvía preferentemente contra sí mismo e invalidaba permanentemente su labor con una exigencia inalcanzable de totalidad y de hondura. Quizá por esta razón Guaglianone no escribiera, y acaso debamos a esta perpetua insatisfacción el no tener hoy los testimonios objetivos de su heroico esfuerzo intelectual. Pero el recuerdo de su acción en la cátedra —en donde profesaba con acendrado amor— tanto como el de su diálogo, ha de impedir que se extinga con él la memoria de su trascendencia en nuestra vida intelectual. Quizá todavía se esté a tiempo de salvar de sus innumerables notas, reflexiones de valor; pero aún si así no se hiciere, la figura de Pascual Guaglianone tendrá para los que le conocieron y trataron, un perfil humano inconfundible, señalado por el contraste de su corteza de adustez con la paternal bonhomía de su intimidad, y señalado, sobre todo, por el contraste del hombre de gobierno y de acción con el estudioso reconcentrado y profundo, que cuando volvía a la realidad no olvidaba jamás el secreto de su sabiduría, decorosamente ocultada para que no pareciera presunción, pero vigorosamente sentida, porque era, fundamentalmente, su vida.