Situaciones e ideologías en el siglo XX. 1964

Difícilmente podría darse un cuadro sintético de las ideologías de Latinoamérica en el siglo XX, completo y objetivo. Fuera de las limitaciones que pueda padecer el que intente hacerlo, el problema en sí mismo es arduo, complejo, y no ha sido suficientemente estudiado en sus aspectos teóricos particulares y en sus diversas modalidades locales.

Pero las dificultades no corresponden solamente al orden del conocimiento. El establecimiento de un cuadro de las ideologías de Latinoamérica en el siglo XX es un problema que enfrenta también ciertas dificultades que provienen de la naturaleza misma del problema. Son las ideologías las que son confusas y las que se resisten a todo intento de análisis clarificador y de exposición sistemática. Esta observación justifica algunas reflexiones previas.

El análisis de las corrientes ideológicas en países de desarrollo autónomo, como el de los países europeos, ha creado un modelo de exposición que no puede utilizarse en el caso latinoamericano pero que, sin embargo, obra sobre cualquier intento que hagamos, impo¬niéndonos su esquema y documentando nuestra impotencia. Es necesario estar prevenido contra este riesgo, y si algo hemos de intentar tendrá que ser sobre otras bases. El esquema de las corrientes ideológicas en Europa occidental no puede servirnos de modelo, porque el desarrollo de las corrientes ideológicas tiene allí una profunda coherencia con el desarrollo económico, social, político y cultural. Esta situación no se da en Latinoamérica.

En mi opinión, Latinoamérica, como tantas otras regiones que han sido áreas coloniales dependientes de otros países, y especialmente las que han sido y siguen siendo áreas dependientes durante la época industrial, tiene un desarrollo ideológico que no puede entenderse sino a partir de los fenómenos de aculturación que se han operado en ella. Las grandes corrientes de ideas que tenían vigencia en los países que influían e influyen sobre Latinoamérica se integran con un componente social de prestigio que les atribuye una significación distinta de la que se les atribuiría si se las midiera en relación con las situaciones reales predominantes en Latinoamérica. Este fenómeno se observa claramente cuando se analizan los fenómenos de verdadera recepción ideológica que se han operado en ella. “Como se ha hablado de la ‘recepción’ de la cultura griega en Roma, o de la ‘recepción’ del derecho romano en la Edad Media —he escrito en otra parte— creo que se puede hablar de la ‘recepción’ de la democracia como sistema institucional en Latinoamérica”. Esta misma tesis he sostenido con respecto a la Ilustración, al positivismo liberal y al socialismo. He señalado que la “recepción” de tales corrientes ideológicas se produjo a través de grupos urbanos ilustrados, cuyo grado de coherencia con el resto del conjunto social era escaso, y se hizo menor aún por su adhesión a esas ideologías.

No podría negarse que estas ideologías han operado una fuerte influencia; pero un análisis de sus contenidos en Latinoamérica no ayudaría mucho a entender los problemas latinoamericanos, porque a su vez se han desarrollado otras corrientes de opinión mucho menos precisas y sistemáticas, más confusas y casi inasibles, aunque de arraigo mucho más profundo, puesto que más que ideas podrían ser consideradas creencias o actitudes espontáneas frente a experiencias inmediatas de la realidad social y cultural.

Con esto se llega a lo que para mí constituye el nudo del problema. En los países de desarrollo social y cultural autónomo las ideologías constituyen un haz coherente con ese desarrollo; pero en Latinoamérica —como en el mundo árabe o en los países emancipados de Asia y África— las ideologías se mueven de distinta manera. Las situaciones sociales y culturales engendran ciertas actitudes espontáneas que, poco a poco, se van tornando corrientes ideológicas de fuerza incalculable, a veces con una carga afectiva y telúrica de extraordinaria fuerza; y junto a ellas se deslizan los sistemas de ideas de origen extraño, nacidos en otros países al compás de otras situaciones, y llegados bajo sus formas más esquemáticas a Latinoamérica a través de grupos influyentes e ilustrados, aunque reducidos.

Acaso este planteo baste para explicar la peculiar complejidad del problema en Latinoamérica, en cuanto trae consigo la complejidad de su estructura social y de la comunicación entre los grupos. Y acaso baste también para explicar las dificultades del cuadro que me propongo hacer, pues en él las corrientes de ideas más fáciles de filiar y definir no suelen ser las más representativas, en tanto que las más arraigadas y operantes son difíciles de circunscribir y exponer.

Con estas observaciones previas, creo que se comprenderá mejor la exposición que sigue y quedarán también justificadas sus imperfecciones.

En el campo de la interpretación de la realidad social de cada uno de los países de Latinoamérica, la oposición entre autoritarismo y liberalismo constituye la clave durante un largo período después de la emancipación política. Siempre he creído que para entender esa antinomia conviene tener presente la significación que esos términos tuvieron en España, especialmente durante la época de la guerra carlista. Pero en Latinoamérica se complican aún más los términos de la antinomia. El autoritarismo no coincide con el absolutismo po¬lítico, porque entraña una concepción paternalista de la sociedad que goza de profundo arraigo en vastas regiones, especialmente en los sectores rurales; y de este paternalismo se benefician los grupos reducidos de propietarios de la tierra, cuya autoridad logra un con¬senso general entre los grupos sometidos. El autoritarismo es en muchas regiones popular, en tanto que el liberalismo es en muchas partes impopular. Esa oposición deparó una secuela que está a la vista aún hoy en la situación ideológica de muchos países de Latino¬américa.

A partir de 1860, aproximadamente, en casi todos los países de Latinoamérica comienzan a advertirse los efectos de la Revolución Industrial. Las solicitaciones del mercado mundial, las perspectivas abiertas, crearon la posibilidad de cambios estructurales profundos desencadenados por las clases poseedoras. Así ocurrió, en efecto, y a la luz de las nuevas posibilidades comenzaron a producirse nuevos hechos socioeconómicos que trajeron consigo un prestigio creciente de las ideologías liberales y progresistas. Este fenómeno es casi contemporáneo en Latinoamérica y en Europa. La religión del progreso, con todo lo que importaba con respecto a los prejuicios y a las ideas tradicionales, triunfó en casi todos los países de Latinoamérica y encumbró a la minoría que la sostenía. El paternalismo, y con él todas las otras formas de vida y de pensamiento propios de los ambientes rurales y tradicionalistas, sufrió un grave desmedro, sin que por eso desapareciera ni perdiera la adhesión de fuertes grupos que, un día, resurgirían para defender algunos de los elementos que integraban su concepción tradicional.

Así se constituyeron en el último tercio del siglo XIX las minorías liberales predominantes. Pero no siempre fueron puras en su concepción. El paternalismo influyó a su vez sobre ellas, imprimiéndoles el aire de un verdadero despotismo ilustrado, de modo que los grupos sometidos pasaron de una influencia a otra. Como minorías ilustradas, seguras de que detentaban la verdad fundada en la ciencia y en la experiencia de los países más avanzados, impusieron sus designios y crearon una filosofía de la vida de escueto contenido y de poca profundidad, aunque respaldada por el poder. Su predominio caracte¬riza una época singular de la historia de Latinoamérica.

Es importante señalar algunas de sus características. En algunos países —como la Argentina— la minoría liberal era un grupo urbano ilustrado típico. En otros países el grupo era más reducido, en ocasiones más resuelto, y capaz de llevar hasta sus últimas consecuencias su actitud. El conjunto de su pensamiento no difería del que caracterizaba a los grupos liberales europeos por esos mismos decenios, esto es, alrededor de 1880, y las ideas de Jules Ferry podrían ser su arquetipo. Pero lo más singular es la concepción que de la democracia adoptaron los grupos liberales. La clara certidumbre de que las masas eran tradicionalistas y enemigas del progreso movió a los grupos ilustrados a una actitud antipopular, que no oculta¬ba el desprecio por aquellas pero que tampoco ocultaba su designio de conducirlas aun contra su voluntad hacia las formas de vida progresistas y liberales. Fue el de los grupos liberales un liberalismo compulsivo, como el de los déspotas ilustrados del siglo XVIII; y hasta tal punto que no vacilaron, pese a las contradicciones que la actitud entrañaba, en apoyar a las dictaduras liberales y progresistas, de las cuales la de Antonio Guzmán Blanco, en Venezuela, fue el más claro ejemplo. En distinta medida —unas veces separando y otras uniendo el progreso técnico y las ideas antitradicionalistas— otros dictadores de los últimos decenios del siglo XIX acusaban rasgos semejantes: Rafael Núñez, en Colombia; Lorenzo Latorre, en Uruguay; Porfirio Díaz, en México. Todos promovieron el progreso, la ordenación institucional del Estado, la educación popular, aun cuando se dejaron arrastrar en muy distinta medida hacia las últimas consecuencias ideológicas y sociales de su programa. Fue una obra semejante a la que en otros países, como Brasil y la Argentina, cumplió una oligarquía homogénea y eficaz.

Era natural que, a la luz de ciertas exigencias intelectuales, la acción de estos hombres fuera criticable aun dentro de las filas del propio liberalismo. Compárese el pensamiento del argentino Miguel Juárez Celman con el del ecuatoriano Eloy Alfaro o con el del mexi¬cano Justo Sierra y se verá que no era difícil descubrir algo turbio en estos grupos liberales ilustrados, para quienes el progreso de su país se confundía con el progreso de los grupos a que pertenecían. Pero era inevitable, y así ocurría, por lo demás, en el resto del mundo. El hecho significativo es que estos hombres, doctrinarios y políticos a un tiempo, y a cuyo alrededor comenzaron a constituirse movimientos relativamente orgánicos, señalaron precozmente la contradicción interna que amenazaba al liberalismo ilustrado. Consistía en ofrecer y negar la democracia: consistía, en última instancia, en una doctrina que obligaba a una constante ampliación de los cuadros y que, sin embargo, se conducía como para transformar a los grupos liberales ilustrados en una cerrada oligarquía. Era la diabólica ten¬tación del poder y el dinero.

Ascensos de masas: respuestas negativas

Lo cierto es que los grupos liberales ilustrados —grupos urbanos y vinculados a los grandes centros en expansión industrial— promovieron a su manera un cambio socioeconómico en sus respectivos países, pero que, en todos los casos, produjo una acentuación de la movilidad social y algunas veces un decidido ascenso en distintos grupos de las clases populares. El hecho no podía quedar sin consecuencias, y la primera fue, naturalmente, la demanda de acceso a la vida política por parte de sectores antes marginales; de ella se derivó inmediatamente una reacción negativa por parte de los grupos liberales ilustrados que detentaban el monopolio del poder y de las fuentes de producción, quienes muy pronto estrecharon sus filas y comenzaron a adquirir los rasgos de una oligarquía cerrada, dis¬puesta a defender sus privilegios.

Este fenómeno se advierte en casi todos los países de Latinoamérica en los últimos decenios del siglo XIX y en los primeros del siglo XX. Cuando las oligarquías descubrieron que les era difícil gobernar, cuando comenzaron a producirse huelgas, movimientos subversivos o simples estados de inquietud popular o de alineamiento de los sectores populares en organizaciones políticas que tenían algún matiz revolucionario, o simplemente reformista, no vacilaron en recurrir al ejercicio autoritario del poder, generalmente bajo la forma de una dictadura. De esa actitud derivó una doble corriente de pensamiento. Por una parte comenzó a desarrollarse una fuerte tendencia a los estudios sociológicos, inspirada generalmente en Comte y en Spencer, cuyo objetivo era buscar las razones profundas del estado de inquietud social que caracterizaba la vida latinoamericana; y por otra comenzó a fortificarse una corriente de pensamiento político que justificaba el papel de las aristocracias y la función de los gobiernos fuertes.

En algunos casos ambas corrientes coincidieron en sus proposiciones finales, pero en otros quedaron planteados nuevos puntos de partida para ulteriores desarrollos teóricos y prácticos.

El sociologismo adquirió rico desarrollo. El venezolano César Zumeta habló del “continente enfermo”, y el boliviano Alcides Arguedas del “pueblo enfermo”. El argentino Agustín Álvarez, como sus compatriotas Carlos Octavio Bunge y Juan Agustín García, rastrearon el proceso social de su país y llegaron a conclusiones definidas. Se trataba de diagnosticar una “enfermedad”, una anormalidad en el proceso de desarrollo social, y la tendencia general fue buscarla en el desajuste de las relaciones entre los distintos grupos raciales. Indios, mestizos, zambos y blancos constituían sectores cuyas actitudes sociales divergían, y cada cierto tiempo se agudizaban las contradicciones. El tema de la pereza del indígena —viejo tópico americano, por lo demás— o el de la duplicidad del mestizo, adquirieron nueva vigencia y conquistaron, con otros análogos, el rango de explicaciones suficientes para dilucidar los problemas sociales, sin que se advirtieran las nuevas inci¬taciones que, en el ámbito de la sociedad, creaba el desarrollo del capitalismo industrial. Pero era evidente que los sectores que no eran blancos contradecían lo que se suponía la línea fundamental de desarrollo que parecía indiscutible para estos países. En otro sentido, la exégesis de las aristocracias del espíritu, tal como lo hizo Rodó en Ariel y la difundieron cuantos se plegaron al “arielismo”, contribuía en otro campo a definir un destino expreso para Latinoamérica, en el que las minorías ilustradas debían tener un papel decisivo.

Una conclusión política se derivaba inevitablemente de este planteo. Si ciertas incongruencias sociales amenazaban el destino inequívoco de los países latinoamericanos, si estaba en peligro de subversión el sistema de los valores que debía privar de acuerdo con los objetivos que fijaba ese destino, si se veía amenazado el dominio de los grupos más capacitados para alcanzarlo, resultaba evidente que era menester abandonar la utopía democrática y sostener la necesidad de los gobiernos fuertes, capaces de asegurar o restaurar el orden. Era, precisamente, la época de constitución y afianzamiento de algunas largas y vigorosas dictaduras que aseguraban la inclusión de algunas naciones latinoamericanas dentro del área económica de los países de vasto desarrollo industrial. Laureano Vallenilla Lanz desarrolló en Venezuela el tema del gobierno fuerte —el cesarismo democrático—, como lo hicieron Francisco García Calderón en el Perú y Leopoldo Lugones en la Argentina.

Ascensos de masas: respuestas positivas

Pero no todas las respuestas que surgieron frente a los nuevos fenómenos sociales desencadenados por el desarrollo económico fueron negativas. No todos los grupos privilegiados reaccionaron cerrando sus filas para ofrecer batalla ciegamente al nuevo enemigo. Hubo también respuestas positivas, movidas por el propósito de afrontar y resolver los nuevos problemas que surgían.

A fines del siglo XIX comenzaron a enfrentarse con las oligarquías que tendían a crearse algunos movimientos populares, predominantemente de clase media y representativos de los grupos en ascenso que abandonaban su marginalidad y procuraban influir en la vida pública. Encabezaron esos movimientos y constituyeron sus cuadros dirigentes hombres de las viejas elites profesionales, escritores, políticos, todos sensibles a las nuevas preocupaciones y receptivos frente a las perspectivas que se abrían a sus respectivos países. Algunas veces, como en el caso de la Unión Cívica Radical en la Argentina, encabezada sucesivamente por Leandro N. Alem y por Hipólito Yrigoyen, el acento del movimiento estaba puesto principalmente sobre la vigencia de la democracia formal. Pero aun en él flotaba un vago sentimiento de reivindicación social de las clases marginales. Este sentimiento fue aún más agudo y sobre todo más explícito en otros movimientos: el que encabezó González Prada en el Perú; el que orientó José Batlle y Ordóñez en el Uruguay; el que se constituyó en Chile, en un principio bajo la orientación de Arturo Alessandri y que se canalizó más tarde a través de los gobiernos del Frente Popular que presidieron con mayor o menor convicción Aguirre Cerda, Ríos y González Videla. Acaso pudiera ponerse en la misma línea el movimiento que encabezó en Venezuela Rómulo Betancourt y los que orientaron en otros países Muñoz Marín en Puerto Rico, Figueres en Costa Rica, Arévalo en Guatemala, y otros de menor resonancia.

Si se quisiera diagnosticar exactamente el sentido de esta corriente de opinión que cuajó en vigorosos movimientos políticos, surgirían serias dificultades. Pero, en general, podría decirse que fueron movimientos de raíz liberal, progresivamente alterados en sus lineamientos fundamentales por la percepción cada vez más aguda de ciertos problemas sociales. El liberalismo y, sobre todo, el ejercicio de la simple democracia formal, empezaron a parecer caminos insuficientes para la prevención de ciertas tensiones sociales que se anunciaban, y muchos coincidieron en que era necesario limitar los alcances del liberalismo económico con medidas de diverso carácter que dieran seguridad a las clases populares y permitieran su incorporación pacífica al sistema de la democracia formal. Seguía moviéndolos un ideal de progreso —progreso material, progreso cultural y social— y esa idea adquiriría más tarde nuevo nombre y algunos contenidos actualizados a través de la tesis del desarrollo, cuyos partidarios pueden encuadrarse, aproximadamente, dentro de estas mismas líneas. Aquel ideal de progreso fue sostenido doctrinariamente por muchas figuras ilustres del pensamiento latinoamericano: Joaquín V. González en la Argentina, Ruy Barbosa en Brasil, Vaz Ferreira en Uruguay, Sanín Cano en Colombia. Enfrentados con un mundo en cambio, operaron en las mentes de quienes inspiraban esos movimientos las ideas europeas, y muy especialmente las del radical-socialismo francés. Pero no faltaron influencias más radicales. En algunos países, especialmente en la Argentina, Uruguay y Chile, los movimientos socialistas adquirieron cierto desarrollo bajo la inspiración de Juan B. Justo y Alfredo L. Palacios, de Emilio Frugoni y Luis Emilio Recabarren. Y a partir de 1917 comenzaron a organizarse grupos adheridos al Partido Comunista, que adquirieron, en esos y en otros países, algún volumen.

Los movimientos populares autóctonos

Pero lo más singular en el proceso de formación de las corrientes de opinión en Latinoamérica es la constitución espontánea de movimientos populares de fuerte contenido emocional y difusa significación ideológica. Generalmente fueron movimientos nacidos de claras y dramáticas coyunturas reales, en particular situaciones sociales en las que los grupos nativos sufrían la dura explotación de los propietarios locales o de grandes empresas internacionales, y a veces situaciones políticas de tipo dictatorial.

Por esas razones irrumpieron en un principio como simples movimientos insurreccionales frente a situaciones de hecho: así nacieron el movimiento de Sandino en Nicaragua o el de Castro en Cuba o la Revolución mexicana de 1910. Es evidente que estos, como los otros movimientos similares de otros países latinoamericanos, tenían originariamente un contenido sentimental y vital. Representaban estados de ánimo de vastos grupos sociales que reaccionaban desde sus propias experiencias, en ocasiones movi¬dos solamente por la desesperación y a veces en procura de una determinada y simple solución para un problema particular. Esta circunstancia dio a tales movimientos una fuerza singular —una fuerza telúrica, se ha dicho alguna vez— y una extraordinaria capacidad de aglutinación. Pero a medida que progresaban, fuera en el ejercicio de la acción política o en la simple amalgama de voluntades, esos movimientos fueron adquiriendo ciertos contenidos ideológicos que alcanzaron poco a poco precisión y, a veces, formulaciones rigurosas.

Movimientos de este tipo —con infinidad de variedades y muy dis¬tinto alcance— fueron los ya citados, en Nicaragua, Cuba y México, y también los que condujeron a la formación del APRA en Perú, los que se canalizaron en el Movimiento Nacional revolucionario en Bolivia o los que acaudillaron Vargas en Brasil o Perón en la Argentina.

Por su propia naturaleza, es difícil establecer los contenidos ideológicos de tales movimientos. Es innegable que todos tuvieron aquellos rasgos de arraigo popular que ya han sido señalados. Esto supone ciertas tendencias. Unas veces eran movimientos de clase, orientados contra las oligarquías tradicionales y con un cierto componente revolucionario en relación con la estructura económico-social. Otras agregaban a esos rasgos ciertas actitudes derivadas de enfrentamientos raciales. Y en algunos casos entrañaban una violenta reacción contra los grupos extranjeros bajo la forma de movimientos antiimperialistas. Esta última actitud solía arrancar de un planteo nacionalista. Y como todos estos componentes movían a la acción y arraigaban en sentimientos profundos de sectores de escasa experiencia política, se dieron mezclados con un retorno a la concepción paternalista de la política cuya expresión tradicional era el personalismo.

Los teóricos de tales movimientos alcanzaron cierta repercusión. Unas veces fueron políticos de envergadura que, como Víctor Raúl Haya de la Torre, intentaron una sólida fundamentación económico social de sus objetivos políticos. Otras veces fueron los revisionistas históricos que procuraron reivindicar el papel de las masas. Y no faltaron los oportunistas políticos que se contentaron con estimular los sentimientos populares con ocasionales consignas que hallaban inmediata repercusión. Apenas vale la pena consignar que en todos los casos se filtraban en tales teorías algunas ideas provenientes del so¬cialismo, del comunismo o del fascismo.

Tal parecería ser el esquema dentro del cual caben las grandes corrientes ideológicas en América Latina. Los matices que pudieran señalarse son tantos que es fácilmente vulnerable. Pero, de todas maneras, explica que el tema predominante de la reflexión política latinoamericana, en los últimos treinta años, sea el del porvenir de la democracia o el del sentido de la dictadura.