Testimonios contemporáneos. 1952

Cierta vez que repasaba la crónica de Beda el Venerable me sorprendí interrogándome acerca de cómo habrían sido -de cómo habrían sido en cuanto hombres de carne y hueso- los personajes que el cronista evocaba por sus nombres. Hombres y nombres. Tan elemental como parezca al describirla, la experiencia me pareció reveladora. Desde entonces me formulo esa misma pregunta metódicamente cada vez que me enfrento con toda suerte de testimonios históricos, y me parece que solo a partir de aquella experiencia he comenzado a adquirir la capacidad de valerme de ellos. Es como si hubiera cobrado conciencia de la refracción que todo testimonio supone de la realidad, y con ella cierta aptitud para percibir su variable índice. Y es sabido que esta percepción de las relaciones entre una realidad extinguida y sus vestigios constituye una de las mayores dificultades del historiador.

Este recuerdo ha sido suscitado por otra experiencia más próxima. Una novela contemporánea, rica en digresiones, me ha llevado a pensar cuál sería la imagen que un historiador podría llegar a tener dentro de muchos años de la realidad a la que la novela corresponde si se valiera de este texto como hoy nos valemos del Decamerón o La Celestina. Y se me ha ocurrido pensar que si fuera posible desdoblarse y leerlo primero como un lector contemporáneo y luego como lo leerá el historiador del futuro, se habría alcanzado cierto importante secreto del pensar histórico. Sería posible llegar a formular una teoría de la refracción histórica y acaso aventurar una nueva hermenéutica.

Pero como mientras reflexionaba sobre esto seguía en mis manos la novela que había desatado tales pensamientos, se me ocurrió, mirándola, preguntarme si llegaría a ser precisamente esta un testimonio válido para conocer nuestro tiempo. De no ser esta, cuál sería, o que otra cosa habrá de ser testimonio sobre nosotros, cuando alguien se pregunte cómo éramos, como nosotros nos preguntamos acerca de los contemporáneos de Federico II o de Lorenzo Valla. Tratándose de nosotros mismos, parece una curiosidad lícita y vale la pena introducirse en el área incierta de las conjeturas.

¿Quién escribirá, refiriéndose a nuestro tiempo, unas páginas semejantes a las de Renan en la Plegaria sobre la Acrópolis o a las de Worringer en La esencia del estilo gótico? Pienso en un espíritu profundo sorprendido por el espectáculo de esta singular encrucijada que es nuestro tiempo, y deseoso de hallar una expresión corpórea del espíritu que animaba a quienes se encontraron en ella. Hay ciertas vocaciones que tienden a ejercitarse en esta suerte de prodigios. Y de pronto me lo imagino en Manhattan -acaso semidesierta- contemplando el bloque de los quince edificios de Rockefeller Center como ante una revelación. No me cuesta trabajo suponerlo conmovido, casi en estado de éxtasis.

Al menos yo me he sentido conmovido ante esa masa, armoniosa y ligera, de una manera que juzgo semejante, en lo fundamental, a la de un hombre de hace cinco siglos al contemplar por primera vez la catedral de Reims. Sin paradoja. Dudo que el sentimiento primario en él fuera de naturaleza religiosa y me inclino a suponer que su emoción ha sido fundamentalmente estética en sentido lato; casi metafísica, pues “la posición del hombre en el cosmos” es, entre otras cosas, posición en el espacio, en un espacio determinado de cierta manera. Parecería que esa emoción proviene de un sentimiento de ajustada y precisa adecuación a un sistema de proporciones y de formas del que se deriva cierta sensación de plenitud, como si reconfortara ver realizado un oscuro presentimiento acerca de lo que nos es dado hacer poniendo piedra sobre piedra según la secreta dirección del espíritu. Un edificio sirve sobre todo para sentirse ubicado en el espacio, acogido en el pliegue que conforma sus límites. Y el ámbito arquitectónico de Rockefeller Center produce esa curiosa y reconfortante sensación al hombre moderno. Ciertas proporciones y formas que nos son caras -casi indispensables- aparecen logradas en escala y calidad eminentes. Porque el conjunto se libera de la inquietante verticalidad del rascacielo, combinándola en un armónico juego de alturas, y los volúmenes se equilibran en él con una majestad no exenta de gracia. Acaso su encanto peculiar trascienda la geometría y participe del espíritu que nos anima a los que nos hallamos en esta encrucijada. Imaginémoslo ahora patinando por el tiempo, acaso entre ruinas o rodeado de sórdidas viviendas que han arrastrado su medianía a lo largo de siglos, erecto sobre la roca de Manhattan, y ennoblecido por la vaga grandeza que presta el tiempo a las viejas civilizaciones extinguidas. Un espíritu profundo se detendrá ante él -como ante el Partenón, como ante la catedral de Reims- y lo contemplará con curiosidad creciente. Acaso pueda retroceder hasta la orilla del East River sin perderlo de vista y podrá examinarlo desde un montículo. Quizá se conmueva. Y es posible que en una pausa de su éxtasis le ocurra preguntarse: ¿quienes fueron esos que lo erigieron? ¿Cómo eran en cuanto hombres de carne y hueso? O sea: ¿cómo somos?

(aa)

¿Cómo somos? Averiguarlo a partir de la intuición plástica o de la metafísica contenida en la mole del Rockefeller Center no será más difícil que hacerlo a partir del Partenón o de la catedral de Reims. Ni más exacto. Pero tan imprecisa como sea la inferencia, aludirá a un atributo incuestionable del hombre moderno. Quizá lo que pueda deducirse de la estructura funcional del conjunto ilustre de un modo un poco más concreto sobre nuestra manera de vivir, de vivir en ciudades (a diferencia de quienes nos precedieron en los palafitos, dirá quizá un estudiante que se haya salteado algunas páginas de su libro). Pero aún así muchas cosas quedarán oscuras acerca de cómo somos, y el erudito investigador de quien seamos la especialidad tendrá que valerse de otros testimonios para averiguarlas. Y cuando se lance a la pesquisa (acaso en ocasión de la primera tesis que se haga sobre nosotros), se encontrará con alguna sorpresa.

Conviene recordar hasta qué punto es importante para un historiador cuidadoso el que sus testimonios sean objetivos. Una autobiografía, por ejemplo, constituye un duro calvario para él: está colmada de noticias, pero no hay una sola que pueda aceptarse sin atento examen, hasta discriminar los móviles que puedan haber condicionado el juicio implícito. Es una de las paradojas del saber histórico. Si se nos habla largamente de algo, puede sospecharse que se nos dice con intención de sobornarnos y es menester estar en guardia. Por eso un contrato o una escritura hipotecaria constituyen para muchos historiadores un dulce sueño, un manantial puro, puesto que se puede confiar en que las partes contratantes se vigilaban recíprocamente como para que ninguna alterara las normas jurídicas puestas en juego. Un testimonio histórico es más valioso mientras más pueda descartarse la intencionalidad, y el más peligroso es el que en mayor medida se propone convencer a la posteridad de que las cosas son de cierta manera. Ahora bien, de esta última clase son los que más abundan entre los que nos proponemos legar a nuestros descendientes. Porque, para desgracia de nuestros historiadores futuros, pertenecemos a un mundo introspectivo.

No es verosímil -a pesar del despliegue imaginativo de los inventores de explosivos – que el problema de saber cómo somos llegue a ser de exclusiva jurisdicción de los arqueólogos. No faltarán -supongo- fuentes literarias de nuestro tiempo, aunque se multipliquen los bombardeos y empeore, si cabe, la calidad del papel. El azar favorece la confirmación. Serán seguramente historiadores quienes acepten la misión de averiguar cómo somos, y recurrirán a nuestra abundante expresión escrita para alcanzar ese saber. Leerán nuestras novelas y nuestros ensayos, nuestras obras científicas, filosóficas y políticas, y acaso proyectarán nuestros films y hojearán nuestros periódicos. La investigación será larga y se requerirán muchos especialistas que nos dediquen su existencia. Seguramente habrá algunos institutos especializados con bien provistos ficheros, y se considerará afortunado el que posea unos cuantos Who is who para cerciorarse de la verdadera fisonomía de algunas extrañas figuras: la señora Clara Petacci, Jean Cocteau, cierto José Stalin, Lana Turner, Ricardo Levene, el extraño Aga Khan (¿no fue el conquistador de París?), Salvador Dalí o el señor Mossadegh. No es difícil que se hagan ediciones facsimilares de una guía telefónica de Nueva York o de París con notas críticas, y parece verosímil que se publiquen series documentales con los interesantes debates del Senado de Washington y las actas secretas de las deliberaciones de entonces del Soviet Supremo, que quizá por entonces carezcan de valor práctico. Acaso un día se descubra un hilo grabado con una conversación entre Mao Tse Tung y cierto cónsul inglés en Shangai. Todo eso, analizado a fondo por el concienzudo investigador que haya dedicado sus días a estudiar la primera mitad del siglo XX, acaso le proporcione la certeza de que somos de esta o aquella otra manera. Su libro sería, sin duda, harto interesante para nosotros.

Pero la más extraña sorpresa que le depararemos a nuestro investigador será sin duda todo lo que vamos a dejarle escrito acerca de nosotros mismos. Cosa curiosa, hay períodos en los que es raro hallar un texto que revele una reacción personal sobre las circunstancias contemporáneas que a la luz del tiempo nos parecen decisivas. Pero nuestro caso es distinto. Para el historiador que quiere explicar cómo somos y no tenga demasiados escrúpulos, será fácil salir del paso repitiendo algunas de las innumerables reflexiones que nosotros le legaremos sobre nosotros mismos. Pero si los tiene y quiere llegar a construir su propia visión sobre nosotros, será menester que lea y deseche muchas páginas de densas reflexiones de interés, por cierto, muy variado.

Puede ocurrir que nuestro historiador quiera aclarar el alcance de la crisis en que, según nosotros mismos, nos hallamos. No le faltarán textos. Advertirá que nos hemos sabido al borde del aniquilamiento físico y espiritual. Y que hemos confesado hallarnos en plena decadencia; que hemos percibido, en medio de la más absoluta impotencia, gravísimos males sociales y económicos, “problemas” que nos trataban como la esfinge a quienes precedieron a Edipo en el camino de Tebas, pero sin que confiemos en la llegada de ningún Edipo; que hemos creado muchas cosas de las que sabíamos de antemano que iban a perecer; que hemos invertido muchas horas en reflexionar sobre asuntos que no nos interesaban ni le interesaban a nadie, sabiendo además que no interesaban; que hemos vivido, en fin, sacrificando en las aras de ciertos ídolos en los que no creíamos, agregando en cada plegaria, como una postdata necesaria, que no creíamos; y que hemos dudado de nuestra propia aptitud para salir de un círculo diabólico en el que nos encontrábamos a disgusto, acaso porque fingíamos creer en la naturaleza angélica del que nos impedía salir. Y tras esto, se sumirá, perplejo, en la espesura de nuestras efusiones líricas, en la retórica de nuestra novelística, en la fronda de los ensayos que persiguen elaborar un saber catártico, todo para encontrar la luz que lo ilumine en tan tenebroso panorama. Por la noche regresará a su casa con jaqueca y se sucederán las jornadas sin que haya quedado mucha cosa en claro.

Finalmente, por la monótona repetición de las ideas centrales que se esconden en todas esas fuentes intencionadas, nuestro investigador comenzará a ver claro. Sospecho que empezará por afirmar que hemos pertenecido a un mundo introspectivo, enfermo de aprensión pero en el fondo de buena salud. Su mal ha sido tener de si mismo una opinión exagerada, fenómeno colectivo que se manifiesta también a través de numerosos casos individuales. Y esa opinión ha hecho incidir su reflexión sobre su propio ser con una tenacidad obsesiva. A veces, ciertamente, alguno de estos reflexivos ha sido realmente profundo. Pero la retórica ha tejido su hiedra por los resquicios del pensamiento, y finalmente aquellos dados a pensar han dejado de hacerlo sobre si mismos y sus circunstancias para divagar sobre una imagen de todo eso que muchos han consentido en considerar verdadera. La imagen es a veces retrato, a veces radiografía y a veces sombra. Otras veces una simple máscara a la que se le ha puesto un nombre sin que nadie se atreva a decir que solo es máscara. Pero todo eso no es obra sino de ciertos grupos, reducidos grupos de refinados, de inteligentes y sobre todo de perplejos.

Queda la esperanza de que quien adopte nuestra época como predilecto tema de investigación y análisis sea un espíritu rabelesiano, fresco y diáfano, dotado de esa intransferible virtud que posee cierto linaje de historiadores (esto es, los historiadores) para percibir el indescriptible matiz de realidad que caracteriza a ciertos vestigios del pasado, entrelazados con otros que no lo poseen. Si así fuera, acaso quede de manifiesto la peculiar situación de esos grupos dentro del tenebroso panorama de este mundo confuso, que acaso se entienda recordando el desconcierto del melancólico Boecio.

No falta quien opine que esa capacidad de introspección es resultado del avivamiento de la conciencia histórica. Yo me inclino a creer que es exactamente lo contrario. El análisis introspectivo de nuestro mundo (¿cómo somos? ¿qué nos pasa?) es una suerte de narcisismo y proviene de considerar que nuestras circunstancias poseen cierta imprecisa eternidad que se confunde, empero, con el breve plazo de nuestras vidas. Si se indagara lo que muchos creen que es el mundo contemporáneo, se descubriría que no sobrepasa los límites de la propia adolescencia. ¿Vitalidad? Ingenuidad, más bien. El presente crece o se empequeñece según la altura en que nos coloquemos para contemplarlo y según la hondura de nuestra mirada. Un presente empequeñecido hasta los límites de nuestra miopía nos sumerge en una confusión tal que el reportaje nos parece saber y la histeria sensibilidad.

En el peor sentido del vocablo, el refinamiento, la inteligencia y la perplejidad de consuno han conducido a aquellos grupos a una suerte de provincianismo intelectual. Y la vasta mole de reflexión que hemos acumulado sobre nuestro ser y nuestras circunstancias no expresa, en su mayor parte, sino un estado de ánimo de quienes juegan deliberadamente a disfrazarse de elegidos. Puede esperarse que quien la considere como testimonio para reconstruir nuestra imagen no le atribuya sino el restringido -e innegable- valor que le es propio. Y si cobra la suficiente perspectiva y compulsa otras fuentes, descubrirá prontamente que junto a ese estado de ánimo se han manifestado otros menos acongojados, acaso menos profundos también, pero más espontáneos.

En conjunto, resultaremos diferentes de la imagen que nos hemos empeñado en dejar de nosotros mismos quienes confiamos en la perduración de la palabra escrita para legar a la posteridad nuestro autorretrato. Sumidos en el fragor de un vasto experimento, solo a título personal es lícita la lamentación, y no lo es en cambio la condenación del experimento mismo. Pero es necesario que descubramos su magnitud, a partir de un tiempo que no es nuestro ayer individual y que es, sin embargo, un ayer nuestro, radicalmente nuestro e indestructible, en el que se oculta la fuente y el secreto de ese torrente que nos arrastra.

Para el pensamiento, la virilidad consiste en el intento de encaramarse sobre la realidad, desentrañar sus innumerables vericuetos y proponerle con la energía de Prometeo perspectivas inéditas. La reflexión tiene que ser de tal estilo, en estas circunstancias, que en la pausa imprescindible para desarrollarla se cobre el ímpetu necesario para volver a sobrepasar a la realidad en su carrera. Hay tiempos de llorar, sin duda, pero al pensamiento no le conviene llorar sino como Jeremías, profetizando. Sería una triste cosa que volviéramos a perder Bizancio.