Valéry y la conciencia europea. 1948

Le passé, l’avenir sont frères

Et par leurs visages contraires

Une seule tête pâlit

De ne voir oú qu’elle regarde

Qu’une mème absence hagarde

D’iles plus belles que l’oubli.

Paul Valèry, La Pythie

Una y otra vez me ha asaltado la duda, leyendo las páginas de Valèry poeta y las de Valèry ensayista: ¿Asciende o desciende de su mundo poético cuando ordena more geometrico su pensamiento? ¿Une o disocia los elementos diferentes de su visión del mundo? ¿O acaso es una y compacta esa visión y sólo nos es dado alcanzarla a través de una doble metamorfosis? Porque Valèry, como lo advertía el abate Brémond, es “poeta a pesar suyo” y esencialmente poeta en su prosa, mas no por eso deja de penetrarse su poesía de logos transfigurado.

Me inclino a pensar que, reflexionando con ese desusado rigor que le era caro, Valèry permanece sumido en las honduras de un universo poblado por las resonancias poéticas más que por los datos empíricos de la realidad, o, mejor dicho, un universo en el que los datos empíricos no logran ingresar sino a costa de cierto abandono de su sustancia. Dentro de él, Valèry se sirve diestramente de la experiencia para precisar con método poético sus intuiciones fundamentales. Si su meditación se organiza plásticamente dentro de un esquema more geometrico, su propia geometría participa de las calidades de la abstracción poética aun cuando conserve su irrenunciable condición racional. La prosa –se ha dicho– le parecía deleznable por insuficientemente precisa. Pero él es poeta aun en su prosa, y como poeta trasvasa en ella con rara precisión su imagen del universo, y procura no desertar de ella negándose a descender hasta las cosas de la experiencia y contentándose con las resonancias que descubría en su espíritu. Y en ese mundo de la conciencia Valèry señorea sobre cierta especie de realidad como un demiurgo omnipotente y se complace en proponer un orden posible regulado por un sistema que le es peculiar: un sistema de resonancias cuyos valores convenidos mantienen su vigencia y su coherente entrelazamiento a través del apasionado soliloquio.

Porque a pesar de dirigirse en ocasiones al lector, como invitándolo al diálogo y a proseguir unidos el examen de la cuestión propuesta, Valèry no desenvuelve sino un soliloquio ininterrumpido, en el que se interroga y se responde a sí mismo. Hay algo intransferible en su pensamiento, que no es sino su sistema de resonancias, y el poeta teme acaso que el diálogo lo fuerce a trasladarse a un mundo extraño en el que ese sistema carezca de valor. Su soliloquio recoge con medida sabiduría cuanto le es esencial para revelar el orden interior de su visión del mundo y perfecciona el orden mismo con el ajuste exacto de la expresión que lo trasunta. Pero no lo olvidemos. Hay entre ese orden y el mundo de su experiencia un delicadísimo instrumento de selección gracias al cual pasa y queda lo que es necesario y desaparece lo que no halla cabida en su mundo poético. Todo es en Valèry sabiduría, medida y perfección. Y sin embargo, alguna vez declina su tensión prometeica y sobre la blanca y lisa perfección de su mundo se advierte la mancha roja del hecho irreductible. Pero es tan sólo alguna vez, y pronto vuelve el poeta a enjugar la sangre y a ejercitar sobre ella cierto ennoblecedor poder catártico.

Entre otras cosas, es peculiar de este universo poético de Valèry su tensión temporal –una especie de conciencia viva del tiempo– gracias a la cual el espíritu se ve solicitado por la bifronte unidad del pasado y el porvenir y se manifiesta ávido de cuanto sea o parezca ser signo de mutaciones y de tránsitos. “Hay en el espíritu –decía Valèry– no sé qué horror de la repetición”. Y lo cierto es que el suyo parece enriquecerse y aguzarse frente a la inestable atmósfera que lo circunda exaltándose en la vigilia y la militancia. Alguna vez, si se traducen sus palabras a cierto lenguaje más sensible, se advertirá que ha sollozado en silencio sobre lo que ve sucumbir inexorablemente. Pero nunca lo veremos llorar, porque su llanto se hace muy pronto reflexión y examen. Y por sobre lo que puede ser llamado su cósmica aflicción por lo que pasa y lo que queda, Valèry se yergue entonado por el ejercicio intelectual, como el atleta ante el obstáculo, y se concentra en el análisis del cambio. Porque tan dolorosa como sea la pérdida y tan obscura como sea la promesa, es en el cambio donde adivina Valèry el triunfo del espíritu.

Tan distintos como sean entre sí muchos de sus elementos, nunca he podido releer La crise de l’Esprit sin acordarme de los versos de La Pythie. El don profético, la necesidad de delinear la profecía, la impotencia del conocimiento para reconstruir con trazo seguro la curva del destino, suscitan en su ánimo una invencible angustia, porque Valèry se resiste a considerar como legítima la acción ciega, y se afana por hallar, en la intuición o el razonamiento, la luz capaz de esclarecer los interrogantes del mundo, y, sobre todo, de la existencia espiritual. Esa tensión que lo predispone a percibir las mutaciones y esa ceñida angustia que lo mueve a individualizar los enigmas del futuro, han obrado en él una curiosa declinación de su eje intelectual. Todavía en la mitad del camino de la vida, el poeta interior de La jeune Parque sintió posarse en su espíritu lúcido y vigilante la conciencia del trágico tiempo de su vida, la conciencia de una pavorosa crisis del espíritu, la conciencia, en fin, del destino de Europa.

No es difícil reconocer en el mismo Valèry los rasgos sombríos de ese “Hamlet intelectual” que contempla como desde un moderno Elsinor los millones de espectros y reflexiona amargamente “sobre la vida y la muerte de las verdades”. Es a él, más que a nadie, a quien conmueve el descubrimiento de lo efímero y lo perecedero que es cuanto amaba y cuanto creía; es él quien ha sentido con casi irreprimible dolor “el escalofrío extraordinario que ha recorrido la médula de Europa”. Y este Hamlet, que no tenía sino que volver la cabeza para encontrar millares de fosas entreabiertas, parece descubrir de pronto tras la plácida piel los rasgos de la calavera de Europa, y comienza a reflexionar sobre su sino, sobre su pasado henchido de promesas, sobre lo cumplido y sobre lo frustrado, sobre ese presente y ese futuro que se proyecta como la sombra de una muerte.

Hay en Valèry una primera captación del destino de Europa que es de índole inequívocamente poética. Para él, como para Zeus, Europa tiene cuerpo y voz. Luego se lo ve desdibujarla en una abstracción –el espíritu europeo– y esa abstracción provoca extrañas y matizadas resonancias en su propio espíritu. A veces se ve que la presiente como una especie de Minerva obscura y en ocasiones se insinúa con los rasgos de una Artemisa indómita. Pero muy luego Valèry comienza a reflexionar metódicamente sobre aquella abstracción y su perfil empieza a precisarse.

Una fecha parece darnos de su primera intuición de Europa al recordar las primeras insubordinaciones de los mundos europeizados contra Europa misma. Desde entonces la imagen trabaja su espíritu y lucha por adquirir forma. Si se irrita contra la inexistencia de una historia de Europa que no sea mera yuxtaposición de crónicas de los distintos países, es porque no halla quien le hable de esta intuición suya, sabiamente aislada: el espíritu europeo. Y tras un primer cotejo entre su abstracción y la realidad del mapa de Europa –otra abstracción–, comienza Valèry a cercar las imprecisas formas de su intuición harto precisa, procurando trazar por sucesivas aproximaciones un perfil cada vez más exacto de su imagen. No ya de Europa, entiéndase bien, sino del espíritu europeo que sólo en función de su propia clave corresponde a la realidad de la Europa de la geografía.

Una devota admiración de geómetra, de hombre de razón para quien el mundo se explica cada vez más claramente por la naturaleza y las abstracciones apoyadas sobre ella, suscita en Valèry la imagen de un espíritu europeo rico en capacidad de creación, pero rico sobre todo en capacidad de dominio. Dominio de la naturaleza, en primer término, y por ello proyectado como capacidad técnica en su faz más elemental pero más decisiva. Este espíritu europeo ha cometido la insanable equivocación de procurar difundirse más allá del área geográfica donde adquirió su forma primigenia. Y aun conservando su calidad de insustituible matriz, el espíritu europeo ve, como el aprendiz de brujo, erguirse contra él amenazadoras las obras de su propia creación. Apenas se adivina –anotémoslo– cómo pudiera haberse evitado el desarrollo que Valèry deplora y que parece ínsito en él. Y en el mundo de las resonancias dentro del que Valèry se mueve, el hecho parece revelar un fatum trágico: por su causa Europa declina su misión y deja de presidir una creación cuyo primer impulso al menos constituye su imperecedera e inmarcesible gloria. Gloria de eternidad renovada, podría agregarse si fuera lícito decirlo, porque su encarnación en sucesivos avatares perpetuará el recuerdo de lo que él llama “espíritu europeo”.

La prueba decisiva para el espíritu europeo fue, para Valèry, la primera guerra mundial. Hasta ese momento veía él trabajar activamente las fuerzas que podían unir y congregar a Europa, sobre todo en el plano de la cultura, aquel precisamente en que se elaboraba la faz más pura del espíritu europeo. Sólo más tarde y en un análisis retrospectivo advirtió que trabajaban simultáneamente otras fuerzas que contribuían a disgregarla, a separarla en ínsulas hostiles, en reductos que procuraban acentuar sus diferencias, sin advertir que cuanto hacían para acrecentar su propio poder no se lograba sino a costa de lo que, por ser Europa, era en el fondo patrimonio común. En 1919 Valèry dejó señalados sus trágicos presentimientos en La crise de l’Esprit: “¿Guardará Europa su preeminencia en todos los géneros? –se preguntaba–. ¿Se convertirá Europa en lo que es en realidad, es decir, en un pequeño cabo del continente asiático? ¿O bien Europa seguirá siendo lo que parece, es decir, la parte preciosa del universo terrestre, la perla de la esfera, el cerebro de un vasto cuerpo?”. Y esta duda se trasladaba al campo de las creaciones del espíritu y se trasuntaba en esta angustiosa afirmación: “Nadie podrá decir lo que mañana estará muerto o vivo en literatura, en filosofía, en estética”.

La dura incertidumbre no hizo sino madurar más y más en su ánimo. La conciencia de Europa tomó en Valèry la figura de una conciencia de la posguerra y se localizó en ella circunscribiéndose y profundizándose. Pero esa profundización le impidió inser¬tarla dentro de una vasta curva que incluyera sus posibilidades presumibles. Sin duda alguna, como estricta conciencia de una posguerra, Valèry alcanzó las formulaciones más agudas y precisas. Pero la posguerra se tornó a sus ojos un mundo hermético y su percepción de las mutaciones se fijó en aquella que la había desencadenado sin atreverse a adivinar otra que pudiera transformarla a su vez. Una declinación inevitable y amarga se levantaba sobre el horizonte. Cuando años más tarde escribe sus Regards sur le monde actuel, esa opinión se había hecho ya más categórica y definitiva y su expresión más amarga y desesperanzadamente fría: “El resultado inmediato de la gran guerra fue lo que debía ser: no ha hecho más que acusar y precipitar el movimiento de decadencia de Europa”.

Apenas es posible vislumbrar en ninguna de las páginas de Valèry un rayo de optimismo acerca del destino del espíritu europeo. Y, sin embargo, alguna vez se traslucen entre sus reflexiones los datos que podrían haberlo movido a concebir una esperanza siquiera remota. Pero Valèry no creía en la posibilidad de una comprensión de los tiempos actuales basada en el análisis histórico. Acaso ese prejuicio contra la historia ha cegado su imaginación para descubrir –él, el geómetra– la vasta curva en la que su presente se inserta y cuyo trazo conduce la mirada hacia menos siniestros panoramas. Valèry –como Dante Alighieri en la Commedia– percibe claramente el tránsito desde el pasado hacia el presente, pero se demora en su contemplación con excesiva parsimonia y malogra la posibilidad de conservar el ritmo histórico del proceso que de un tránsito desemboca en otro sin anegarse en un estado, en un reposo.

Y, sin embargo, ¿qué puede oponerse a la perennidad de la creación si el espíritu se niega a repetirse? Esa declinación que entrevé Valèry parece conducir a una muerte y acaso se adivina cierta deliberada resolución de morir él también en ella. Enclaustrado en su mundo de resonancias, el poeta ha consumido todas sus energías en esa encarnación de la conciencia de Europa, de una Europa que creía ver morir. ¿Por qué le fue negada la gracia de adivinar otros senderos de la vida? Quien alcanzó tan alta gloria, acaso hubiera superado su propia grandeza de haber sabido mantener su reflexión bajo el signo de aquel profundo pensamiento que le dictó una vez su genio: “La vida es más oscura y más profunda que la muerte”.