Variaciones sobre la acción y el peligro. 1931

La conducta de las masas está condicionada por una primera aptitud, típica, diferenciadora, cambiante en cada generación, para la valoración, para la determinación del sentido de la vida. Hay en esta determinación un aspecto que es elemental; la masa —el individuo que la constituye, esto es, el individuo en tanto que actúa y piensa como masa— siente la actualidad como si fuera la realidad misma, la realidad esencial. Los marcos actuales, los principios directores de la vida adquieren así un carácter a priori y se piensa definitivo todo aquello que se da elaborado y concluso, hasta el punto de suponer característico de la hora, lo que en realidad es previo e impuesto.

Este sentido conservador está tan arraigado en la raíz del sentir y el pensar de la masa, que hasta aquellos sectores avanzados, esto es, los que se oponen por principio al estado de cosas, no se sienten a sí mismos como presente, sino como atisbos de un futuro lejano, sobreentendiendo así que, en efecto, lo real coincide en ese momento con lo actual.

La conducta humana se determina entonces por dos maneras; o sujetándola a ese sistema de valores admitido y “standard”, o sometiéndola a un sistema atemporal, con una cierta perspectiva histórica. Aquí sería útil anotar que en este último modo se aprecian opuestamente muchos valores que son despreciados en el primero; por ejemplo, todos aquellos que son exponentes de una pujante y rica vitalidad. Así, en el lenguaje, las innovaciones que el pueblo introduce por razones de graficidad o de simple riqueza expresiva, se juzgan incorrecciones en su momento y se valoran como inyecciones de nueva fuerza en una perspectiva histórica. Parejamente, la audacia, el empuje, todas aquellas aptitudes que por ser singulares y sobresalientes contribuyen a precisar los niveles vitales, aparecen en la valoración inmediata con caracteres insultantes; son, en cambio, las grandes virtudes de la historia.

Es singular que en su estado de plena normalidad la masa carezca de esta perspectiva histórica, de esta conciencia de su destino, y que sus actos se determinen exclusivamente por el sentido inmediato. Mientras no encuentra estímulo suficiente, la masa no adquiere, en realidad, caracteres típicos. Actúa, entonces, tan sólo, como agrupación de individuos, multiplicando al infinito los instintos y las reacciones individuales. En el estado de pasividad —el estado normal de la masa— hay entonces una multiplicación de los valores individuales que la componen, esto es, de los valores mediocres o vulgares.

Frente al orden de cosas establecido, frente al sistema de valores usual, frente al sentido corriente de la vida, la masa —normalmente— no actúa en forma alguna. El individuo reacciona personal, individualmente, y somete su acción futura a esa reacción personal cuya nota destacada es, sin duda, el peligro. Frente al monstruo que es la realidad establecida, el individuo se encuentra solo, aislado, impotente, desamparado ante su magnitud. Seguro de su propia reacción, le falta, la íntima seguridad de que sea esa, precisamente, la reacción colectiva, y su situación de desamparo se traduce en esa sensación de peligro, que condiciona la acción pasiva de la masa. En la normalidad, la masa se encuentra inconexa, inexistente, frente a lo establecido; la realidad actual es la obra de otro conglomerado humano, pero animado esa vez por un impulso íntimo y creador. Frente a él la masa pasiva se siente pequeña e impotente, y el peligro que implica la acción personal detiene toda posibilidad de acción.

Una revolución podría definirse —si no resultara demasiado estrecha la definición— como el proceso por el cual la masa deja de ser una suma de individuos, para adquirir un sentido nuevo, distinto del individual. En tal momento el peligro, reacción individual, desaparece y deja su lugar al sentido heroico, al impulso creador, a todo aquello que signifique vida, más estrictamente, aún, a todo aquello que signifique acción. Actuando ya como tal, la masa no está condicionada, limitada por sentimientos individuales; la masa es ya un organismo nuevo, de caracteres propios y definidos. Frente al motor de su pasividad, peligro, ha puesto el de su actividad, acción; una acción desinteresada, entiéndase bien, una especie de acción por la acción misma, una acción lírica, y que impulsa, contra toda otra determinación de utilidad o de razón, a obrar.

La revolución —ha dicho Ortega— no es la barricada, sino un estado de espíritu. Es inexacto creer que la revolución es la transformación de un algo dado —institución, creencia— en otro. Esto es una realización posterior en donde el azar o las contingencias históricas tienen gran influencia. La revolución es algo previo, una conciencia colectiva que aparece y que sirve como soporte común donde asentar una inspiración, un impulso. Reducir a un estado de conciencia común todas las individualidades que componen la masa, uniformizar las reacciones ante un fenómeno cualquiera, eso es la revolución. Es por esa esencial virtud por lo que valen históricamente las revoluciones, no por lo que comportan o por lo que logran.

Porque hay que contar con que la subversión de valores que esa transformación representa es más fundamental si se recuerda aquella básica limitación en la estimativa de las masas. Romper con lo estatuido, con lo maduro, es, independientemente de que parezca o no pintoresco, un suceso fundamental y extraordinario. Significa arrasar el marco tradicional, que tenía todos los caracteres de lo definitivo y esencial, para intentar cambiarlo por otra cosa, que es espontánea y joven, y por lo mismo insegura y dudosa. Lo importante en estos momentos de la vida de un pueblo es lograr la voluntad de revolución, esto es, lograr la voluntad de violar normas, de romper cánones. Eso si que es trascendental, porque implica la aparición de un elemento nuevo en la vida activa de una entidad social cualquiera: la masa. La masa no tiene sentido sino por la acción. La acción implica que la masa se encuentre, que la masa posponga lo individual de cada uno para unir en un ser nuevo lo unánime y lo coactivo, que se olvide el peligro y se avance en la acción.

Peligro y acción son, precisamente, dos elementos que solo se estructuran en sistemas distintos; el peligro es un valor de presencia, despreciable históricamente, y que solo se siente como limitación personal; la acción, en cambio, es un valor dentro de la más estricta perspectiva histórica, y para percibirlo hay que superar un poco el plano de las reacciones inmediatas. El predominio de uno u otro valor en el alma de las masas está indicando como pocas cosas lo harían, la altura del pulso de los tiempos.

El porvenir de una revolución se encuentra condicionado por múltiples factores y, en general, el resultado es mínimo con relación al élan creador que lo movió. De todas ellas queda impreso el paso por la incorporación de este elemento que aparece y desaparece en la vida social de los pueblos, y que siendo atributo de una generación —o de las generaciones que conviven— se pierde con ellas así como con ellas apareció.

Si en los pueblos de efectiva cohesión racial tienen importancia estos movimientos de consolidación de las masas, fácil será comprender la que adquieren tratándose de entidades sociales de muy débil estructura. Y este último es el caso de la Argentina. Desde hace 30 o 40 años, el aporte inmigratorio ha dado a la economía, a la industria, un impulso casi fabuloso. Pero este impulso se ha logrado por el esfuerzo individual, por el esfuerzo del industrial o del agricultor, teniendo el trabajo un sello característico de factoría, acentuado en la tendencia egoísta, personal, de quien viene a recoger de la tierra un máximo de rendimiento sin preocupación posterior alguna.

En el plano de la actividad política, este fenómeno se ha manifestado claramente en la indiferencia que por los destinos del país ha sentido la masa. Y no es que se tratara de desagradecimiento a la patria adoptiva, o de falta de visión para su futuro. Es sencillamente que el elemento nacional, el auténtico criollo del año 80, se ha diluído poco a poco entre la enorme masa inmigratoria, que por traer solamente el elemento indispensable para el país —brazos— llegaba, sin preocupación alguna en cuanto al cuerpo social que venía a integrar. No puede hacerse por esto un reproche al extranjero —ese reproche que en la palabra “gringo” sintetizaba el criollo de hace 60 años—. El extranjero no hacía sino cumplir la ley elemental del aprovechamiento de las circunstancias. Venía de tierras de trabajo difícil y había aprendido en ellas una lección de tesón, de voluntad, de preocupación. Y llegaba a unas tierras nuevas, donde aun sin todo esto podían ya lograrse eximios frutos. Aplicando a éstas aquellas viejas virtudes, el extranjero ofrecía al criollo un espectáculo exótico: preocuparse por lo que se daba por sí solo. Para el criollo la vida era una empresa fácil; para el extranjero, una empresa difícil cumplida en un campo propicio. Y era esta radical oposición ante la vida la que el criollo encerraba en el recuadro despectivo de la palabra “gringo”.

Cada vez más, esta expresión empieza a carecer de sentido; la masa empieza a adquirir una serie de caracteres comunes a los dos distintos elementos que la componen, que son, desde un punto de vista más estricto, infinidad de elementos. Y así, como antes era la actividad política la que trasuntaba la hetereogenidad de la masa, es ahora también la actividad política la que empieza a mostrar este nuevo atisbo de cohesión.

Después del pronunciamiento popular del año 90, la vida política argentina ha sido, por excelencia, irregular y tortuosa. No hubo apenas sanciones colectivas, ni expresiones de un común sentir o pensar. Pero he aquí que las cosas han cambiado en los últimos años. La actividad política ha empezado a entrar en los sectores que antes se desentendían de ella, y dos hechos sugestivos dan la pauta de un efectivo cambio en la estructura social de la masa. Estos dos hechos —elecciones del 28, revolución de septiembre— aun de sentido práctico inverso y quizá por ello mismo, tienen una misma y sola raíz y reside en aquel cambio fundamental. Por primera vez desde hace 40 años, la masa ha vuelto a adquirir conciencia de si misma, sentido de su específico querer. Y he aquí que ya la tenemos obrando como masa, reaccionando en cada caso, fiel a sí misma.

Quizá interesara aclarar cómo tienen una misma raíz estos dos hechos contradictorios, elegir y derrocar un gobierno. Pero la contradicción desaparece si se piensa que lo verdaderamente importante de la elección del 28 no fue el decidirse la masa por uno u otro nombre, sino el agrupar alrededor de cada uno de ellos todo un sistema de aspiraciones políticas. En efecto, a poco de conocidas, las dos fórmulas se cargaron de un sentido, que acaso no tuvieran estrictamente, pero del que se advertían atisbos evidentes. Por una parte aparecía una fórmula derechista, conservadora, protegida por agrupaciones políticas del más variado cariz, solamente concordantes en cuanto a protegerse de un presunto gobierno demagógico. Por otra, una fórmula popular, de lejana inspiración izquierdista, prestigiada por una auténtica tradición radical.

La definición fue categórica [1]; pero no en el sentido de los nombres elegidos, sino en el del contenido vagamente ideológico con que el sentir de la masa —acaso su intuición, nunca demasiado errada— había cargado los dos opuestos nombres.

Esta masa que por primera vez desde mucho tiempo se encontraba a sí misma, coincidía en una aspiración social, ejecutaba su voluntad de poder, apareció en el campo social como un factor nuevo con el que de aquí en adelante habrá que contar, a riesgo de sufrir sobresaltos y contratiempos. Lograda la conciencia de sí misma, volvió a aparecer en defensa de derechos vulnerados, justamente por aquellos que en un momento sintetizaron toda una aspiración social.

A quien de aquí en adelante se encarame a la florida rama del poder, bueno será gritarle un alerta antes innecesario y recordarle este suceso paradójico: ya existe el pueblo.

Notas

1. Recuérdese, por otra parte, que en cuanto al matiz político del movimiento de septiembre, el pueblo estaba en absoluta oscuridad. No había en el apoyo popular, sanción favorable a ninguna tendencia.