Variaciones sobre un lugar común. 1941

Acaso sea solamente la imposibilidad notoria de poseer las fuentes primeras para su conocimien¬to lo que explique –para el historiador– la dificultad para alcanzar una comprensión rigurosa y objetiva de la realidad de su tiempo. En rigor, sólo la realidad ya pasada ofrece –completos– los elementos de juicio necesarios para entrar a fondo en el secreto de su trama y alcanzar a descubrir su línea de desarrollo; el presente ciega sus fuentes por las preocupaciones de la vida en curso de desarrollo y apenas cabe sobre él otra cosa que la opinión, tanto para el observador intrascendente como para el historiador meticuloso. Pero si, consciente de esta limitación metodológica, el historiador se abstiene de todo intento apresurado, y se limita a determinar las líneas generales de su desenvolvimiento, el hombre que vive apremiado por el misterio cotidiano, procura satisfacerse con soluciones claras y categóricas. Existe, en efecto, un realismo ingenuo histórico que tiende a descubrir esquemas simples en la realidad contemporánea expresados, generalmente, en contraposiciones de opuestos; pero cuando esta reflexión se lleva a la totalidad de la vida histórica, el simplismo continúa; se expresa entonces en algunas fórmulas dogmáticas sobre su naturaleza y contenido, sobre las que resulta provechoso meditar; son reflexiones un poco sanchescas sobre situaciones reales, tales como la situación del pobre frente al rico o, más generales referidas a posiciones extremas de optimismo o de pesimismo. Pero alguna vez, el realismo ingenuo –ingenuo y sabio, pero no por sabio menos ingenuo–, arriesga una total comprensión de lo histórico: nada menos que esto hay en el lugar común de que la historia se repite.

La sentencia es simple y profunda, esto es, es susceptible de ser repetida por quien practica un total realismo ingenuo histórico y por quien cree estar al cabo de la calle y por quien, en otros dominios, lo está realmente; parece, en efecto, participar de la sabiduría acumulada por las generaciones y expresada después –more geométrico– por labios anónimos. Por estos méritos y por el mérito supremo de que parece ahorrar el trabajo de reflexionar sobre cada individualidad histórica, la sentencia está en la base de la explicación que el hombre corriente se da sobre la realidad histórico-social que lo circunda. Vale, pues, la pena, meditar sobre su error y su verdad.

Comparados entre sí dos procesos históricos anacrónicos, el observador poco exigente o el polemista fácil encuentran múltiples puntos de contacto; la semejanza aparente existe y parece lícito deducir de aquella analogía superficial las identidades de fondo: todas las guerras –se dice, por ejemplo–, empiezan y terminan, y de todas resulta una nueva o renovada distribución del poderío; guiado por esta experiencia fácil, apoyada en otro axioma sobre el que parecía haber consenso unánime, el de que nada hay nuevo bajo el sol, el realismo ingenuo histórico afirma que los procesos se desenvuelven según vías conocidas y que, inevitablemente, la resolución de los nuevos se ajustará a los principios ya conocidos.

En cuanto al error de la actitud, fácil es discriminarlo: parte de una concepción radical del destino humano, sea de tipo optimista o de tipo pesimista; “todo encuentra solución al fin”, parece decir el primero, en tanto que el segundo afirma: “nada es posible contra la constitutiva infelicidad humana”. Este simplismo se apoya en un error inicial: suponer que es lícito comparar los complejos históricos sin discriminar su significación, por el solo hecho de que son susceptibles de una designación común: nación, partido, caudillo, masa popular, intereses económicos, etc. El error de esta concepción espontánea parece adquirir solidez cuando se compara –ahora en un plano especulativo– la vida histórica con la vida de la naturaleza: una importante corriente de pensamiento de lejano y noble abolengo, cree percibir en la vida histórica una estructura susceptible de ser expresada en leyes universales: el realismo ingenuo y cierta corriente de pensamiento especulativo, pues, parecen respaldar esta convicción de que la historia se repite.

Pero si aquel error invalida la doctrina implícita en la máxima en cuestión como totalidad, lo que hay en ella de experiencia auténtica la salva en alguna medida; la historia no se repite: pero hay en ella algo que se repite: he aquí la verdad de la máxima.

Es innegable que la diversidad de lo histórico no es infinita, sino que se encierra dentro de los límites de la constante humana; en otros términos: el hombre, protagonista de la historia, no actúa como un complejo unitario y permanentemente igual a sí mismo; como ser histórico, actúa según ciertas notas predominantes del ser individual o de la comunidad en que se estructura; estas notas no son infinitas, sino que constituyen un repertorio más o menos reducido de direcciones en las cuales el hombre cree poder realizar su destino, tanto individual como social; la libérrima elección entre estas posibilidades hace del hombre un ser histórico; pero su libertad no va más allá de esa elección dentro de ese repertorio impuesto por su esencia radical: la constante humana.

Este limitado repertorio de posibilidades que el hombre posee, no excluye su eventual ampliación: lo que el hombre ha hecho no es todo lo que el hombre es capaz de hacer y a cada nueva dirección en la conducta individual o social que descubre, corresponde una mutación fundamental en el curso de la vida histórica; pero, entretanto, el hombre sigue eligiendo, dentro del repertorio ya ejercitado y aun al servicio de las nuevas –y escasas– posibilidades afirmadas cada cierto tiempo, se ejercitan las experiencias ya una vez desarrolladas: hay en la historia mucho de vino viejo en odres nuevos

El hombre repite, pues, cierta conducta, ciertas formas esquemáticas de soluciones, ciertas reacciones ante las cosas: pero el hombre en cuanto ser histórico es ante todo una conciencia evocadora: vive atado a su historia y aun cuando cree repetir el esquema de una conducta crea ya algo nuevo en ella. Pero, además, si las actitudes humanas se eligen entre un número limitado de formas, las situaciones que crea la historia son imprevistas y pueden ser radicalmente nuevas: frente a ellas, el hombre puede repetir una actitud, ya ejercitada, pero el proceso que se desencadena entonces es radicalmente nuevo: esto es lo que, aunque eventualmente pueda repetirse, no es de ninguna manera forzoso que se repita.

La evidencia de que algo hay en la historia que se repite –el repertorio de posibilidades de la conducta histórica– es lo que inspiró una definición, ésta de autor notorio: “La historia, maestra de la vida”. Esta misión pedagógica de la historia se ha afirmado tanto que sólo su comprensión subalterna ha podido producir su olvido. Nada puede imitarse servilmente en la vida histórica ni repetirse ajustadamente; pero producir esta utilidad inmediata y mecánica no podría ser función de la noble y vieja ciencia de Heródoto; maestra debía ser –y seguir siéndolo–, como era maestro Sócrates, porque es capaz de enseñar a pensar históricamente y de descubrir al hombre lo que posee sin saber que lo posee.

Es un hecho no por repetido menos exacto que nunca se ha leído menos historia que en nuestro tiempo; últimamente, el auge de la biografía ha corregido esta falla fundamental del hombre de estos días obscuros, que comporta –digámoslo con frase de Croce– una actitud bárbara. Pero el olvido no está, ni con mucho, corregido. Habrá que volver a la historia con más ahínco, con más dramática comprensión de lo que nos une al pasado. Acaso quepa preguntarse: ¿Qué se encontrará en ella? Seguramente la afirmación de lo que ya se cree, no porque su indagación no proporcione frutos objetivos, sino porque lo que el hombre cree es, a su vez, producto de la historia. Pero de seguro encontrará también la prueba de lo que no cree, o, por lo menos, los elementos para comprenderlo. Con ello la historia completa el panorama de la vida histórica, irreductible a todos los simplismos y rico en experiencias capaces de incitar a una indagación más rica de la conducta histórica y a una seguridad más firme acerca de la posibilidad de encontrar en ella esquemas formales susceptibles de guiar una interpretación del presente, siquiera en sus líneas más generales. Acaso incite también al argentino a tener presente la responsabilidad que implica el tener hoy entre las manos el destino de la cultura occidental, y a temer el ries¬go de naufragar en el seno de un mundo que no acierta a explicarse: acaso este temor cambiara la culpable indiferencia del argentino.