ENTRE MAREAS, En clave romeriana. Naturaleza y sociedad de masas en un segmento del Delta Inferior Bonaerense durante el último siglo

JORGE OSSONA

“Las ciudades masificadas”, capítulo final de “Latinoamérica, las ciudades y las ideas” de José Luis Romero  marcó a fuego mi percepción de la cotidianeidad urbana. Lo he leído recurrentemente a lo largo de mis etnografías sobre la historia de los asentamientos y barrios populares del Gran Buenos Aires hacia mediados de los 2000. Su profusa riqueza ilumina fenómenos y procesos de manera siempre diferente. Atributo que invita a seguir investigando ofreciendo pistas y explicaciones y cuya relectura genera la extraña sensación de tratarse de otro texto. Basta conceptualizar un hallazgo para luego corroborar que, de una u otra manera, Romero ya lo había adelantado.

Hace aproximadamente una década, y previendo la inevitable desaparición de los isleños más veteranos de una zona de la Primera Sección de Islas del Delta bonaerense, entrevisté a varios. Deje las sucesivas notas archivadas en una carpeta para hilvanarlas, en algún momento, en un texto. Se trata de una urbanidad específica porque por debajo de su monotonía de casas edificadas sobre pilares de quebracho o cemento en terrenos de 20 metros de frente por aproximadamente 200 de fondo, comunicadas con el rio por muelles de madera (“islas” según la denominación local), es posible detectar sutiles  fronteras socioculturales.

Este análisis recorre la trayectoria de dos familias que se sucedieron en la propiedad y tenencia de una “isla” desde fines de los años 40 hasta la actualidad, situada en una extensión de aproximadamente cien metros sobre el Rio Capitán. A través de ellas, intentaremos describir  las torsiones  sobre la propiedad de la tierra, la producción, la sociabilidad, el trabajo, los transportes, los servicios público y las formas de vida y de realización personal a lo largo de cuatro generaciones, en clave romeriana, ilustrando sucesivas secuencias mediante citas textuales del capítulo. Naturaleza y sociedad en el extremo septentrional del Conurbano bonaerense se conjugan para convertirlo en un mundo que resiste temporalidades clásicas aunque  confiriéndoles un valor distinto.

No es posible comprender ese proceso histórico sin una breve introducción acerca de la valoración del Delta como zona estratégica de “las afueras” de la Ciudad de Buenos Aires desde la Organización Nacional cuando la mancha urbana fue avanzando sobre granjas hortícolas periféricas desplazando esas actividades hacia anillos más lejanos. Tampoco sin delinear su poblamiento previo cuando fue percibido como una inconmensurable reserva productiva y natural.

Geografía y ecología del Delta Bonaerense

El Delta del Paraná configura un complejo sistema de humedales a raíz de un curso hidrológico de gran volatilidad. Confluyen en él varios ecosistemas que regulan el curso del agua, la carga de acuíferos y un refugio óptimo para una profusa biodiversidad que retiene sedimentos de alta fertilidad. La zona se sitúa en las proximidades de la desembocadura del Rio Paraná de las Palmas  en el estuario del Rio de la Plata.

Allí,  los islotes se caracterizan por bordes elevados e interior deprimido que concentra el agua de las sucesivas mareas en fangosos pajonales. La impredictibilidad de los ciclos hidrológicos, salvo los regulares que los isleños predicen sobre la base del ciclo lunar o los vientos, motiva un estado de alerta ni bien se recibe la información del descenso de grandes flujos desde el alto Litoral, de una sudestada o de la fatídica confluencia de ambas. Durante el siglo XX, sus picos se registraron en 1905, 1940, 1959, 1967, 1982-83.[1]

Cada una de estas catástrofes constituye un hito en los que se exteriorizan las tensiones sociales soterradas por los rigurosos trabajos cotidianos. Hemos ahí, una estribación cultural de su especificidad geográfica pues los relatos isleños se organizan cronológicamente según un antes, durante y después de las mareas, ordenando cambios sociales y culturales, redistribución de poderes, jurisdicciones y referentes, emigraciones e inmigraciones.

Los orígenes históricos de la sociabilidad isleña

Algunos autores lo remiten al periodo comprendido entre 1852 y 1861 cuando la Organización Nacional  se topó con el escollo de la rebeldía porteña. El gobierno bonaerense advirtió en Las Conchas –como por entonces y hasta 1954 se denominó al Partido de Tigre- y San Fernando la posibilidad de obtener allí una gama de productos sustitutivos de los que ya no se podrían obtener en las economías del Interior. El cálculo económico disparó su exaltación romántica por dirigentes que se aprestaron a su conocimiento exhaustivo. Entre estos se destacaron Domingo Faustino Sarmiento y Marcos Sastre.

Hacia 1858,  Sastre publicó su obra “El tempe argentino” (prologada por otro gran admirador y promotor de la zona, Magariño de Cervantes) en la que se le dedicaba un lugar especial al Delta en el concierto nacional. Sarmiento fue más allá: edificó  una vivienda sobre uno de sus ríos más caudalosos, donde pasaba largas temporadas de lectura desplegando su imaginación acerca de su belleza y riqueza potencial. También solía invitar a amigos y conocidos de la sociedad porteña urgiéndolos a emprender su exploración y poblamiento, postergando para más adelante cuestiones como las de jurisdicción política, administrativa y dominial de las tierras.

Reunificado el país en 1861, la prédica de ambos hombres empezó a ofrecer resultados. Tomaron dominio de distintas extensiones aproximadamente unas quinientas personas que, asistidos con una exigua peonada, realizaron tareas de desmonte, plantación y siembra sobre la base de ambiciosos proyectos de diversificación productiva. En la zona de San Fernando correspondiente a la Segunda Sección de Islas entre los Ríos Paraná de las Palmas y Paraná Mini, los pioneros incorporaron especies frutales de naranjas, duraznos y manzanas, radicaron colmenares y procesaron dulces y licores que fueron volviéndose famosos en la gran ciudad. El ferrocarril llegó en 1865, reduciendo a dos horas el lento recorrido de un día en carreta. Siete años más tarde, Las Conchas y su hinterland isleño alcanzaron su estatus de municipio siendo su primer intendente Daniel María Cazón.

Las explotaciones frutícolas de la Primera Sección siguieron el camino de la Segunda diseminándose en distintas extensiones a la vera de los ríos más caudalosos como el Capitán, San Antonio, Espera, Caraguata, Carapachay y arroyos navegables como el Toro, Antequera, Abra Vieja, Espera y Rama Negra. Hacia 1870-71, los colonos del Delta Bonaerense inferior eran en su mayoría porteños que, en muchos casos, se recluyeron allí huyendo de las epidemias de cólera y de fiebre amarilla, y que luego impulsaron la radicación de inmigrantes franceses, italianos y españoles. Pero este desarrollo germinal requería de criterios precisos para el acceso a la propiedad de la tierra; un tema complejo por obvias razones históricas y geográficas. Desde los años de la Secesión, el gobernador Rafael Obligado dispuso el primer marco legal por el que las tierras serían entregadas en concesión por un juez de paz con la condición de construir una casa y de radicar plantíos.

Su mandato, en principio, se aplicó en la zona del Delta Superior  en las jurisdicciones de Zarate, Baradero, San Nicolás y San Pedro. Solo con los años, se extendió al Inferior de acceso logístico más complicado. Sarmiento  sostenía el criterio de colonización estadounidense: las tierras debían ser entregadas a los precursores sin mensura ni otra condición que la verificación de su puesta en explotación. De ahí, la segunda legislación: la ley 2072 que extendía sus efectos con retroactividad a las fincas radicadas desde 1856.

Mientras la ciudad expandía su prestigio como centro turístico –en 1890 se fundó, por caso, el monumental Tigre Hotel- la importancia creciente de la periferia isleña exigió su estudio exhaustivo. En 1894, el gobernador Guillermo Udaondo se lo encomendó a su ministro de Obras Publicas Emilio Frers, quien trazó  una perspectiva precisa de las altitud de las distintas zonas, la navegabilidad de sus cursos de agua y el régimen de inundaciones. Ya para entonces, el Delta se había convertido en un vergel frutícola de duraznos, manzanas, ciruelas, membrillos, peras, naranjas, limones y mandarinas; y forestal de leña, carbón, caña de tacuara, mimbre, y de madera blanca para los cajones en los que se depositaba la fruta.

El romanticismo también estimuló las primeras formas de turismo isleño, aunque complicadas por la precariedad de los medios de transportes en lentas canoas impulsadas por remeros. Hacia 1914, visitaban “la isla” en los meses de primavera y verano unos mil turistas por fin de semana. En su mayoría, exponentes de familias acomodadas o de clubes de minorías inmigratorias selectas como los franceses, los suizos, y los británicos que combinaban la navegación a remo con otros deportes y en cuyas instalaciones los socios podían pernoctar.[2] La afluencia de remeros de elite inspiró la  fundación de los primeros “recreos” y “hosterias” para pasar las noches del sábado al domingo.

La población también fue ganando espesor. El primer censo en 1869 arrojaba solo dos mil habitantes, distribuidos 1129 en Las Conchas y 966 en San Fernando. Pero para el segundo, en 1895, ya habían ascendido a casi diez mil  (4000 y 5400 respectivamente para ambos distritos).  El de 1914 no lució grandes avances, sumando una cifra muy parecida al anterior. El gran impulso habría de tener lugar luego de la primera posguerra alcanzando su culminación en vísperas de la crisis de 1930. Sin datos estadísticos precisos –de hecho, se dejó de censar a la población nacional durante treinta y tres años- para 1940 se estimaban unos 25.000; una cifra consistente  en proyección con la censal de 1947.

Los 20 supusieron, entonces, el clímax del  ciclo expansivo del Delta comenzado en los 80. [3]Las colonias ya no se concentraron en los ríos sino también en los arroyos; al compás de las oleadas, nuevos contingentes de españoles,  italianos y franceses aunque también –signo del impacto de la conflagración- de ucranianos, húngaros, búlgaros y polacos.  A lo largo de la semana, eran surcados por comerciantes que traían de la ciudad carne fresca, leche, hortalizas y prendas textiles. Simultáneamente, se fue trazando una geografía de zonas centrales y periféricas.

Se configuró una suerte de núcleo en torno de los ríos Paraná de las Palmas, Paycarabi y Carabelas casi en frente del Puerto de Escobar. La sociedad cobró allí los caracteres de un bricolage de situaciones  dominiales y productivas pues muchos inmigrantes lograron acceder a la propiedad de explotaciones pequeñas y medianas que, con los años, se fueron ampliando debido a las sucesiones de los antiguos dueños. En la periferia, en cambio, prevalecieron unidades más extensas encomendadas a aparceros cuya opción por la sacrificada vida isleña estribaba en las altas utilidades optimizando  su trabajo familiar.

El pico de la marea de 1905 no volvió a reiterarse durante más de treinta años, con lo que las condiciones ecológicas se alinearon con el desarrollo económico y social. Pero el  auge productivo y turístico estuvo limitado por el arcaísmo tecnológico de los  transportes en canoas. Recién hacia las postrimerías de la década se acortaron los tiempos mediante la puesta en funcionamiento de las primeras lanchas a vapor de leña de veinticinco metros de eslora y popas redondas que atravesaban una vez por día las dos primeras secciones desde el Rio Lujan hasta el Paraná Mini.

Propietarios, quinteros gringos y loteo de las grandes fincas

“La integración reciproca comenzó a partir que los grupos inmigrantes consiguieron un techo…y un trabajo…Pero lo que puso en marcha la integración fue su propia inserción en la sociedad normalizada…” (Romero, Latinoamérica… pág. 335)

En la traza bajo análisis sobre el Rio Capitán se extendían en sus ambas márgenes dos grandes propiedades de aproximadamente cien hectáreas cada una: la de Gramajo, político conservador y gran promotor de la zona y y la del Comandante Vega quien había participado en la Campaña al Desierto[4]. Ambas, solo explotadas parcialmente. Gramajo logró en 1890 la radicación en las veinte hectáreas de su quinta “Los Caquis” de Gerónimo Del Buono, uno de los tres hermanos procedente de la Toscana con cinco hijos, tres varones y dos mujeres.[5] Concertaron un contrato de aparcería para explotar la fruticultura del caqui, la producción del mimbre y de madera de álamo.  Unos años más tarde, llegaron al país su primo hermano Angiola Curti y sus cuatro hijos quienes firmaron un acuerdo análogo con el Comandante Vega en el margen izquierdo.

El cuello de botella laboral creció en relación proporcional a la expansión productiva  imponiendo un cepo solo sorteable por nuevos contingentes transoceánicos. Para retenerlos, ya fuera como capataces o peones, los propietarios les permitían la tenencia de una vivienda precaria que iban mejorando y ampliando para criar a sus hijos procedentes de matrimonios cruzados de las diferentes colectividades. La mayor densidad poblacional se situó en la zona núcleo. Pero el conjunto se afianzó a través del denso sistema de compadrazgos.

Los aproximadamente mil quinientos colonos se organizaron en cooperativas informales que recibieron, a su vez, el impulso de personalidades amantes de “la isla”. El caso más emblemático fue el del periodista húngaro Sandor Mikler[6]  quien desde sus columnas en La Nación y La Razón exaltaba sus posibilidades de desarrollo. El 31 de octubre de 1900 fundó el primer periódico isleño, “Delta”, instituyéndose la fecha como “Día del Isleño”. Desde entonces y hasta  nuestros días la jornada se festeja mediante grandes banquetes y torneos deportivos. La sociabilidad comercial se extendió hacia el sur mediante las fluidas transacciones comerciales y el contrato de mano de obra en el Canal San Fernando.

Atravesada la fase más aguda del lustro ulterior a la crisis de 1930, la actividad se fue reactivando, aunque agravándose la indisponibilidad de trabajo por la restricción de los contingentes inmigratorios. Jerónimo falleció en 1934. Sus hijos, yernos y nietos  por entonces habían obtenido de Gramajo predios para la crianza de sus familias. Pero el fallecimiento del dirigente conservador en 1938 indujo a sus herederos a vender la propiedad seccionándola en lotes de 20 metros de frente por 200 o 150 de fondo según la curvatura del rio. La subdivisión poseía la ventaja de las ventas individuales financiadas a largo plazo que les suponían un ingreso menor al de cualquiera de las actividades productivas pero más seguro. La operación fue todo un éxito, al punto que hubo interesados en adquirir varios predios sobre los que proyectaron ambiciosas explotaciones. Los tres hermanos Del Buono –Vicente, Pedro y Carlos-  pudieron acceder, así, al título de propiedad de sus respectivas fincas.

Ante la perspectiva de que creciera la demanda, los terrenos grandes se subdividieron y…comenzaron a lotearse los solares de las viejas quintas…”. (Id. Pág. 351)

La extensión mayor se la vendieron a una italiana emprendedora: Ginebra Montañar, viuda de Fregonese y madre del ascendente productor de cine de la época, Hugo Fregonese. Los Del Buono mejoraron su capacidad de negociación haciendo valer su experiencia para ponerse al frente  de diversas quintas vendidas como pan caliente y adquiriendo varios lotes como fondo de ahorro. Hacia fines de la década, el promisorio cuadro social de los 20 parecía haber retornado con la novedad de inversores deseosos de diversificar sus actividades aprovechando precios más baratos que las tierras de la región núcleo aunque con la necesidad de agilizar las tareas de expansión de las explotables. Ginebra se puso en contacto con Mikler en procura de peones de la Segunda Sección para las cosechas. Fue una buena estrategia: llegaban cada lunes contingentes numerosos de portugueses, búlgaros y polacos que colaboraban con los quinteros en drenar los pajonales y poder iniciar lo antes posible los nuevos proyectos las actividades frutícolas.

Los nuevos propietarios eran personalidades con cierto renombre metropolitano. Fue el caso de Raúl Ambros, Director de la Cárcel de Ushuaia, quien dejó a cargo las tareas de explotación a sus hijos. También los de Nicolás Malaspada, propietario de carrocerías línea de micros a larga distancia “El Cóndor”; Manuel García Blanco fabricante de cabezas de sifones; la familia Desertz propietaria de viñedos proveedores las bodegas Arizu de Mendoza, e incluso sociedades de trabajadores calificados como un núcleo de diez empleados de la Corporación Argentina de Carnes (CAP). El nuevo ritmo exigió a los isleños ajustarse a una disciplina mucho más rigurosa, compensado por una solidaridad  mayor con los nuevos propietarios, que  se involucraban cada fin de semana en las actividades productivas.

 Se comenzaba a las cinco de la madrugada con un mate frugal, tras el cual comenzaban los preparativos de las grandes tareas. El desayuno se sustanciaba tres horas más tarde cuando a las 8.30 las mujeres hacían sonar las campanas convocando a sus esposos, hijos y peones. El café con leche se acompañaba con tostadas, queso de chancho y facturas de cerdo desecadas como bondiola y salame.  Luego, se procedía a los trabajos de zanjeo a pala, elevación de endicamientos, compuertas y canales aliviadores. Los peones, simultáneamente, guadañaban implacables los pajonales. A las 11, las campanas volvían a sonar anunciando el almuerzo reparador de guisos y pucheros. Los fines de semana, siguiendo la tradición italiana, las mujeres elaboraban diferentes pastas secas y rellenas. Los hombres, en cambio, se avenían a utilizar su fuerza para amasar el pan islero típico de 50 cm de largo por 30 de espesor que durante la semana  se iba horneando. La jornada terminaba avanzado el atardecer, luego del debido stockeo de leña para las cocinas de hierro forjado. La cena, a las 20 hs, consistía en sopas, chauchas, y papas al horno. Una hora más tarde, todo el mundo ya estaba durmiendo.

La crianza de cerdos permitía producir los indispensables chacinados de las tradiciones mediterráneas. Distinto era el caso del vino, que también se elaboraba en la isla, aunque siguiendo los criterios cooperativos difundidos desde la zona núcleo. En 1936, y siempre bajo los auspicios de  Mikler, se celebró en la sede del Rio Carabelas el Primer Congreso  Permanente de Productores Isleños, piedra basal del Consejo de Productores del Delta inaugurado en el Club Independencia en el Paraná Mini. Desde allí, se continuó patrocinando nuevas cooperativas y la creación de un Puerto de Frutos en Tigre que empezó a operar en 1938. Los quinteros de la Primera Sección, por caso, realizaban compras anuales conjuntas de cincuenta mil kilos de uva de Mendoza para elaborar vino. Solo el clan Del Buono producía cinco mil litros anuales. El Consejo, a la manera de una gran institución fomentista, también se abocó a tramitar la radicación de escuelas y salas de primeros auxilios organizando rifas y  kermeses que a veces recaudaban más que los propios aportes oficiales.

Con los años, la sociabilidad isleña se extendió por afuera de los grandes clanes vecinos mediante  bailes periódicos: uno mensual en invierno, y dos quincenales en temporada estival en un circuito rotativo de recreos terminales destinados a los remeros metropolitanos. En todos los casos, una buena parte del tiempo de esos ratos de esparcimiento, en los que se forjaban noviazgos y matrimonios, se empleaba en navegar en las prototípicas canoas que casi siempre “hacían agua”.

Las sucesivas cosechas de fruta requerían de mano de obra extraordinaria que aguardaba en los puertos locales. Eran inmigrantes procedentes mayormente del Noroeste que encontraban en la isla una de las estaciones de travesías en sucesivos circuitos productivos como el del pimiento en Junín, el ajo y la cebolla en San Juan y el tomate y las manzanas en el Alto Valle del Rio Negro. Los contingentes eran siempre distintos y se distribuían en unas diez cosechas de ciruelas. La mayoría procedía de ingeniosas hibridaciones de los propios isleños de la zona núcleo.

Los 30, fueron los “años dorados” de los cítricos; particularmente del limón, que se cosechaba en junio y que requería de labores de apilamiento durante veinte días en depósitos para que execraran el alcohol y poder luego envolverlos en papel especial. La fruticultura se complementaba con actividades menores como el mimbre para la fabricación de canastos y el junco para la de sillas. El Consejo Isleño también brindó instrucción para la elaboración  de dulces, licores y jaleas. Esa diversificación manufacturera se topó en vísperas de la Segunda Guerra Mundial con la insuficiencia de frascos de vidrio para envasar.

 El traslado de la producción que, de paso, conducía a los peones de regreso suponía otra travesía. Se cargaban canoas de 12 metros hasta con cien, doscientos y hasta trescientos canastos de mimbre repletos de fruta. Hasta fines de los 20, remaba uno solo a pala  por turnos. Los diferentes administradores acordaban el día en tanto no hubiera perspectivas de tormenta o de sudestadas que podían complicar el regreso.

Se partía a las 4 hs y se llegaba al Puerto entre cuatro y cinco horas más tarde. Este ritmo recién se  modificó con la llegada de las lanchas con motor a vapor de leña que aliviaron los esfuerzos pero que trajeron nuevos problemas como el enganche de las embarcaciones de carga. Cada vez que ascendían pasajeros había que desenganchar las canoas que a veces se entrelazaban  chocándose entre sí hasta su reconexión con la nave insignia. También eran frecuentes los incendios de las lonas que cubrían la preciada carga por los chispazos de las calderas que, en más de una oportunidad, obligaban a sus grumetes a abandonar sus botes vertiendo sus cargas al rio.

A lo largo de los años 30, los hijos del “Nono Gerónimo” se fueron casando, ya situados en una cómoda clase media de menos descendencia. Vicente, el mayor, tuvo dos varones, Aldo y Roberto  y tres mujeres; Pedro, tres mujeres y Carlos, un hijo único varón, Héctor. Cuestión que en el mediano plazo habría de restringir aún más el trabajo especializado en las fincas. Conforme los nuevos empresarios acomodados quisieron brindar confort a sus viviendas se toparon con otra estrechez: los isleños solo estaban capacitados para la edificación de construcciones rústicas de “tierra romana” o “chorizo” con lo justo como para sobrellevar los trabajos y los días. El estallido de la Guerra, por su parte, agravó el desabastecimiento de botas, indispensables para el trabajo en el monte.

Pero otra catástrofe volvió a tomar desprevenida a la humanidad isleña: una marea, sin precedentes desde 1905, en vísperas de la primavera de 1940 arrojó un saldo devastador  que clausuró por varios años  la fe y la seguridad en el futuro. El agua arrastró toneladas de madera y mimbre, mató animales de granja y las ráfagas de viento destruyeron a cientos de canoas y embarcaciones de remolque. La naturaleza devolvió el miedo y convenció a muchos a emigrar definitivamente hacia tierra segura. No fue el caso, sin embargo, ni de los Del Buono y sus primos Curti que percibieron a la desolación como oportunidad para mejorar su cotización.

Durante los siguientes dos años hubo que seccionar los árboles arrancados de cuajo que franqueaban los endicamientos y cursos fluviales, y podían ser embestidos por canoas y lanchas motivando averías o hundimientos. También, reconstruir caminos, limpiar los aliviadores y reparar compuertas. Buena parte de los árboles frutales se secaron y hubo que cambiarlos por gajos provistos por el Consejo Isleño desde la zona núcleo mucho más resguardada de la catástrofe que la baja y pantanosa periferia. El optimismo recobrado desde hacía un lustro se extravió en medio de los temores de nuevas crecidas. Varios compradores de los años 38  y 39 vendieron sus fincas enteras o en lotes. Pero los que se quedaron pusieron en valor sus redes para retomar los esfuerzos.

 La inquebrantable  Ginebra Fregonese reactivó sus contactos  obteniendo el notable resultado de atraer  inmigrantes  suizos allegados a su familia de Treviso a mitad de camino entre Venecia y los Alpes. Un ingeniero de apellido Oñe realizó una formidable inversión en un predio de quince hectáreas a las que hizo dragar para luego plantar una fruta escasa en la zona: la manzana sidrera. También instaló el primer colmenar y un equipo de pasterización de la miel. Carlos Del Buono fue beneficiado con el cargo de administrador. Su único hijo, Héctor, debió realizar cursos de capacitación en la sucursal  del Consejo Isleño.

Malaspada vendió una parte de su finca a un cirujano mayor del Hospital Italiano Carlos Sola. Otro ingeniero suizo, Fisher, cuyos negocios abarcaban desde la explotación de minas de plata en Bolivia hasta el acopio de papas de Balcarce, compró veinte hectáreas. Apostó a nuevas posibilidades productivas mediante el dragado del rio y el relleno de los pantanos como la agricultura del arroz, el tabaco y el mijo que, como a fines del siglo XIX, no ofrecieron resultados satisfactorios. No obstante, replantó frutales diversificándose también hacia el durazno. El aviador Luis Cagnazzi, quien desde habría de desempeñar desde 1945 funciones ejecutivas en la Flota Aérea Mercante Argentina (FAMA), adquirió una extensión treinta hectáreas. Por último, Guillermo Schoch adquirió una finca de quince cuya administración encomendó a Aldo Del Buono quien  con los años se habría de casar con una de sus hijas.

Todas estas compras  se sustanciaron en dirección hacia el Este desde “Los Caquis” de tierras más elevadas. Sin embargo, pronto habrían de venderse otras más bien hacia el sur; aunque sin abarcar una franja costera deprimida de cien metros en una curva del rio. Ese segmento, poblado unos años más tarde, será el escenario de nuestro relato medular. Las explotaciones medianas, luego, continuaban hasta la desembocadura del Arroyo Pacífico afluente luego paralelo al Capitán  hacia el sur.

Sola atrajo a otro colega, el oftalmólogo Arturo Alezzandrini quien introdujo en el país la cirugía de las cataratas. Un importante ejecutivo del Banco Francés, apellidado Kaufman, adquirió otras veinte hectáreas. Fisher convenció a un acopiador y mayorista de cebollas, el español Fidel de León, a comprar unas cinco hectáreas debajo de las de Oñe. El dueño de la Sudamericana Compañía de Seguros, Enrique Falvi, también compró ocho hectáreas sumándolas a otras que desde hacía años explotaba en el Paraná de las Palmas, en donde se recluyó desde 1936 por sentirse culpable de haber convencido a su amigo Carlos Gardel de la las ventajas temporales de los viajes aéreos.

Estos movimientos fueron recomponiendo el optimismo aprovechando las oportunidades insospechadas ofrecidas por la marea de 1940. Su saga de devastación volteo el valor de las propiedades permitiéndoles a muchos administradores poder comprar fincas y convertirse en quinteros. No fue el caso de los conservadores Del Buono, que  prefirieron cubrirse depositando sus  ahorros en entidades bancarias y financieras; pero sus primos Curti lograron arrancarles a los herederos de Vega  el  ochenta por ciento de su extensión –noventa hectáreas- procediendo luego a trabajar intensivamente  en su infraestructura y diversificando frutales combinados con mimbre y salicáceas. De temperamento hiperactivo, compraron una barcaza de porte mediano para el transporte y utilizada, de paso, para el servicio de mudanzas. Hacia el golpe militar de 1943, lo peor ya había pasado; aunque seguían en germen nuevas y más profundas mutaciones sociales, económicas y culturales.

La merma de trabajo por la emigración fue compensada por contingentes desesperados de peones entrerrianos y santafesinos arruinados y despedidos al reducirse la fruticultura. Administradores y propietarios les habilitaron la construcción de ranchos localizados en el interior de arroyos adyacentes al rio de manera que la miseria no amenazara el panorama de prosperidad que se esperaba luego de la reconstrucción. Conforme se fueron radicando, se trazó una sutil línea divisoria debido a la baja calificación de los provincianos proclives al alcoholismo y a las riñas en combates a cuchillo que solían dejar el saldo de muertos y viudas a la intemperie. Para los descendientes de europeos, esta nueva camada de inmigrantes provincianos tenían una proclividad congénita a la indisciplina; mucho más, cuando se alcoholizaban. Pero a medida que socializaron en las rigurosas exigencias del Delta Inferior, las tensiones se fueron amortiguando, escalando los más laboriosos  a la categoría de capataces de cuadrillas con predios reservados para levantar una vivienda permanente. Por lo demás, se trataba de una población cuantitativamente marginal que, por caso, en modo alguno permitió prescindir de los changarines cosecheros periódicos.

Otra novedad fue asomando al compás de la carrera en el gobierno militar del coronel Juan Perón. El pleno empleo y las mejoras salariales volvieron a colmar a los antiguos recreos destinados al descanso de los remeros. Apenas se volvió a lanzar la invitación turística mediante la publicidad en diarios y radios, la demanda alcanzó niveles siderales. Las compañías náuticas no deban abasto diversificando sus utilidades en la adquisición de  tierras en donde radicaron una nueva red de recreos populares, que solo en al trayecto del Rio Sarmiento continuado en el Capitán sumaron más de una decena. Tras la estatización de los ferrocarriles ingleses en 1947, el gobierno  incentivó aún más el turismo isleño creando un pasaje ómnibus  dominical combinaba la ida y la vuelta en tren de Retiro a Tigre y el viaje en lancha incluyendo el almuerzo y la merienda.

La irrupción de las masas: quinteros y nuevos isleños turistas

…Signo de los nuevos tiempos, la vocación turística crecía en las grandes ciudades y desbordaba sobre los pequeños rincones…” (Id. Pág.324)

La nueva gastronomía isleña supuso un aumento de la demanda laboral aprovechada tanto por los peones como por los propios administradores y colonos que, honrando su vieja cultura del ahorro y la austeridad, no tuvieron pruritos en trabajar los fines de semana como mozos o parrilleros. Se produjo, entonces, un movimiento espasmódico: si el Delta bonaerense en su conjunto no alcanzaba por entonces a los 40 mil habitantes, cada fin de semana se movilizaban unos trescientos cincuenta mil “picniqueros”, debiendo habilitarse como habitaciones hasta los gallineros. La capacidad de ofrecer comida a los huéspedes suscitó recurrentes colapsos que motivaron su distribución en turnos que comenzaban a las 11 de la mañana hasta las 4 de la tarde. Durante los carnavales, los contingentes podían llegar a sumar quinientos mil.

El transporte de los veteranos vapores a leña también resultó insuficiente. Como se lo señaló en líneas anteriores, varios recreos devinieron en hosterías y se dotaron de sus propias embarcaciones; pero la masividad alumbró la iniciativa de viejos armadores dedicados a construir canoas para el transporte de frutas, madera, y mimbre. Hacia 1950, circundaban las aguas del Delta ciento cuarenta lanchas: 60 “de carrera” y otras 80 más reducidas denominadas “colectivas” con motores primero a querosene y luego Diesel.

Hacia 1947, el Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI) adquirió varios motores  inutilizados del desembarco de Normandía. Estas debieron definir recorridos a horarios fijos de modo de hacer previsible el transporte. Pero cada embarcación cargaba el doble de pasajeros que los habilitados por la Prefectura que debían hacer el trayecto siempre siguiendo el ritual de agacharse cuando se pasaba por su destacamento antes de su destino en el embarcadero tigrense.

La hasta entonces tranquilidad bucólica de los ríos isleños transitados por canoas, botes a remo y veleros devino en un hervidero que durante las bajantes generaron encallamientos, cuando no choques y accidentes con víctimas fatales. También, el hundimiento de “colectivas” al embestir troncos invisibles para los timoneles. El descubrimiento del Delta –ya por entonces reconocido genéricamente como “el Tigre”- produjo la ilusión de adquirir un predio y convertirlo en residencia de fin de semana y vacaciones. Sin duda, una oportunidad para que los viejos propietarios pudieran vender los lotes remanentes despreciados por los plantadores medianos, aunque requiriendo la calificación de los isleños en oficios más exigentes como constructores, plomeros y carpinteros para el tendido de los indispensables muelles de embarque. El Consejo ofreció nuevamente servicios a sus socios pero los cursos le restaban mucho tiempo al trabajo fruticultor. Nuevamente, fue la infatigable Ginebra Montañar quien ideó una vía más expeditiva explotando la nueva moda de lo que en la zona se empezó a reconocerse como “mal del sauce”[7].

Indujo a los herederos de Gramajo a edificar en algunos terrenos vacantes unidades funcionales que se alquilaban a especialistas en diferentes artes y oficios cobrándoles solo su servicio de instrucción los fines de semana. Fue el destino que se le dio a los  cuatro terrenos en el bajío de cien metros donde se ubica la vivienda que concentrara nuestro análisis. Para garantizar la calidad era necesario evitar la publicidad en los diarios encomendándosela a las redes de relación de los nuevos quinteros. Así  fue que Guillermo Schoch convenció a Juan Arango, portero del colegio en el que mandaba a sus hijas en Villa Urquiza, quien decía tener conocimientos adquiridos en su Galicia natal sobre  el calafateo[8] y técnicas  para resolver el problema de las filtraciones de agua en lanchas y canoas de alquilar la cabaña pionera  a la que denominó “Villa Remojo”.

Otro tanto lo hizo con el gerente de la casa central de tés y cafés “A los Mandarines”, José Méndez, quien se reconocía amante del Delta por haber sido durante más de veinte años socio del Club L`Aviron de su colectividad. Su un hijo menor, Jorge, de veintisiete, quien trabajaba como técnico especializado en máquinas de escribir era un ávido lector libros y artículos sobre desarrollos tecnológicos difundidos en libros y artículos durante la posguerra. Halló en la propuesta la posibilidad de realizar junto con sus amigos un sitio para sus experimentos. Siguiendo el mismo modelo de alquiler, firmó un contrato de dos años en  la vivienda contigua hacia el Oeste de Villa Remojo a cambio de enseñar y asistir a los isleños in situ la obtención de energía eléctrica mediante molinos eólicos y la extracción subterránea de gas butano que suponía abundante en los sedimentos  vegetales a pocos metros de la superficie. Denominaron a la “isla” “Nirvana”.

Arango, a su vez, contactó a  Antonia Ferreiros, una paisana propietaria de una pensión que alojaba a  estudiantes provincianos de distintas disciplinas. La maternal matrona gallega viuda y sin hijos quien trataba a sus inquilinos maternalmente decidió llevarlos a pasear “al Tigre” los fines de semana a cambio de que estos instruyeran a sus locadores  en distintas artes y oficios.   Inmediatamente contigua a “Nirvana” denominó a su finca “Fantasía”. Al lado de esta, a su vez, se  radicó un prestigioso carpintero de Villa del Parque, Atanasio Truscello,  experto la instalación de estacadas y la construcción de muelles.

Al Este de Villa Remojo, por último, Aldo Del Buono instaló a Yamandu Arias, maestro mayor de obras uruguayo emparentado con su madre quien extendió su nombre de pila guaraní al de la finca. Las clases de didáctica comunitarias mentada por Ginebra resultaron todo un éxito.  Hasta el despreciado y compacto bajío se convirtió en un sitio estratégico para el mejoramiento del capital cultural isleño. Así lo probó hacia  1948 cuando contactó a Méndez, sus amigos y a un estudiante de mecánica aeronaval inquilino de Antonia Ferreiros con el ingeniero Cagnazzi.  El funcionario de FAMA  les consiguió una pieza que para ellos fue oro en polvo: la hélice de un avión de guerra además de  hierros en desuso para montar la torre. Poco después,  todos los vecinos montaron la suya con lo que con más de veinte años de demora pudieron acceder a electricidad  y disfrutar de la la radiofonía, aunque no por mucho tiempo. A continuación, se propusieron extraer el gas de manera de sustituir a las costosas garrafas pero las bombas extractoras pudieron contenerlo solo en pequeños volúmenes pues salía mezclado con chorros de lodo que dificultaba su almacenamiento.

 Hacia 1951, Ginebra Montañar concebía concluida su tarea proponiéndole a los Gramajo la venta de los terrenos hasta en sesenta cuotas mensuales cuando aún se concebía a la inflación como un fenómeno transitorio. Compraron todos menos Jorge; aunque convenció a su padre recién jubilado  y a sus dos hermanos mayores de adquirir Nirvana. El barrio isleño de esos cinco terrenos bajos tendió a consolidase  merced a los vínculos de solidaridad intervecinal que se entretejieron durante la etapa pionera de los tres años anteriores. La organización social de la zona experimentó, así, una torsión: los quinteros isleños garantizaban de la resolución de los problemas de los nuevos turistas resilientes del “mal del sauce” de quienes, a su vez, habían aprendido nuevas artes y oficios para satisfacer las demandas edilicias de la nueva “isla de masas”. A la par, los “bienudos”, que no registraban más de una década de radicación, se perfilaron distinguidos respecto de lo que “la gentuza”.[9]

“…los grupos de inmigrantes tomaron contacto entre sí, afianzaron los vínculos que unían a los del mismo pueblo o la misma región, adquirieron un principio de solidaridad que les prestaría  confianza y fuerza…Pero la decisiva fue la siguiente. El contacto con quienes pertenecían a la sociedad tradicional y estaban en condiciones de iniciarlos en sus secretos…” (Id. Pág. 335)

No se trató de una delimitación formal sino también social: para llegar a la proveeduría de Don Pedro Del Buono a un kilómetro hacia el Este, los caminos costeros flanqueados por frágiles puentes obligaban a los vecinos a atravesar  las cinco quintas. Sus propietarios, acostumbrados a la exclusividad, no tardaron exhibir el fastidio de concebirlo una intrusión ignorando el carácter público del “camino de sirga” de circulación pública. Los paseos hacia el Oeste generaron reacciones análogas expresadas en no retribuir el saludo o dejar que sus perros ladraran amenazantes a los transeúntes. Las relaciones tendieron a relajarse cuando muchos quinteros requerían del asesoramiento o trabajo de sus laboriosos vecinos.

Pero el prejuicio se reactivaba ante el más mínimo incidente. Por caso, Antonia Ferreiros empezó a llevar algunos fines de semana a contingentes enteros de sus paisanos que cantaban y bailaban  hasta pasodobles trasmitidos desde potentes gramófonos. Las farrucas duraban hasta las madrugadas estivales, alumbradas por cañas con puntas embebidas de citronella que le daban a “Fantasía” la apariencia de un patio andaluz. Las borracheras a veces terminaban en peleas, detenidas a tiempo por la firme autoridad de la anfitriona. También Fregonse, a la sazón, director estelar  del cine argentino, adquirió para el solaz de sus amigos artistas una casa en el margen izquierdo a unos doscientos metros de distancia. Allí sus potentes gramófonos trasmitían tangos y boleros bailados por sus invitados que llegaban en lanchas propias o en remises; y que, según de decía, eran reconocidos exponentes del ambiente artístico local e internacional. Con los años, se probaría que no se trataba solo de un rumor. “Bienudos” y “gentuza” compartían en su interior miembros disruptivos, atenuando las distancias al momento de la queja.

“Los inmigrantes  traían vivo el recuerdo de su lugar de origen: las zonas rurales deprimidas o las aldeas y pequeñas ciudades empobrecidas” (Pág. 323)

Promediados los  50, el barrio se referenció en la figura entre magnética y pintoresca de Don Juan. Conseguida su jubilación, se radicó por largas temporadas en la isla, convirtiéndose en el custodio del barrio para lo que decía tener siempre a mano su escopeta de caza. Era un personaje atractivo para jóvenes y adultos por amenizar las reuniones nocturnas en los muelles relatando sus historias amorosas en los distintos puertos del mundo durante su pasado de marinero. Las rutinas isleñas les recordaban con “morriña”[10] su fatigosa juventud y adolescencia en su aldea coruñesa y lo ponían a distancia de sus tensas relaciones con su esposa, Doña Juana, que no le iba a la saga en carácter. Rebautizó en nombre de esas sensaciones a su “isla” “Rincón de Paz”; cambio del que infructuosamente trataron de disuadirlo los isleños porque, según un arraigado mito local, las re denominaciones de casas y de embarcaciones auguraban desgracias. Con los años, los hechos habrían de alinearse  con la superstición.

La jornada empezaba con la manutención matinal del jardín cortando el pasto y talando los ligustros  que separaban a las islas según una morfología rectangular de contornos perfectos. Por la tarde, tras una breve siesta, le llegaba el turno a su quinta sobre un terraplén de más de un metro de altura en donde cultivaba hortalizas y legumbres. Ya al atardecer, previo recorrido a sus “trampas” para cazar animales del monte, llegaba la hora del hacha para provisionarse de la leña cocinera. Luego, la hora del encendido de los faroles a querosene que llevaba aproximadamente quince minutos cebando con alcohol de quemar para encender la “camisa” como un sol nocturno. Después de cenar, y a la manera de una forzada digestión, doscientos bombeos para llenar de agua pluvial su tanque cuya agua era filtrada en la cocina  mediante una enorme piedra porosa.  Luego, se apagaban los grandes faroles y eventualmente se descendían otros más pequeños pero que solo producían una llama indispensable para evitar los tropiezos.

Todos plantaron frutales en los alrededores de sus casas; aunque nadie como Atanasio quien cada fin de semana junto con su esposa y sus dos hijas se propusieron  imitar en pequeño a los grandes quinteros vecinos explotando la totalidad de su predio al que denomino “Entre Naranjos” en alusión a la novela de Vicente Blasco Ibáñez. A tales efectos, cavaron una profunda zanja perimetral con cuyo lodo hicieron un elevando endicamiento que, luego de atravesar un hiato de veinte metros de tierras pantanosas fiscales, se conectaba con el elevadísimo camino circundante a  la quinta “La Josefina” en el arroyo Pacifico.  Solía traer de distintos aserraderos tigrenses tablas para cambiar las de las estacadas suyas o de sus vecinos manteniendo su impecable muelle de barandas finamente contorneadas  pintado de rojo y blanco. El trabajo no era óbice para asistir a las reuniones nocturnas rotativas en las islas de sus vecinos o en la suya que terminaban con la grapa invernal o los licores frutales en verano. Su  casa era el camino obligado de acceso a “la Josefina”; aunque solo toleraban el libre tránsito de los vecinos del barrio.

La extensa finca de treinta hectáreas pertenecía un médico de  San Fernando que a fines de los años 30 le había comprado su finca a Gramajo. Era administrada por el veneciano Antonio Vittorio Rigon, junto con su esposa Donna Aida y su hija Dina, traída de Italia tardíamente tras la guerra. Había construido en una enorme mansión  en cuyo muelle se iban acopiando centenares de canastos con fruta.  Una vez por semana, los cargaba en su prototípica lancha isleña para vender en el Puerto de Frutos. La explotación se fraccionaba entre lotes dedicados a los cítricos, otro específicamente al limón; luego distintas especies de ciruelos, duraznos además de un bosque de madera. Los Rigon tenían, a su vez, una granja con gallinas que abastecían de huevos frescos a toda la vecindad indistintamente de sus fracciones. Comprar un pollo era señalarle a Don Vittorio aquel del tamaño deseado: lo degollaba en el acto y lo desplumaba en tiempo record. Con los años, Dina se casó con Aldo Bertini, constructor y ex partisano; ni bien nació su único hijo, el joven matrimonio se radicó en San Fernando retornando de viernes a domingo. 

Los Méndez lo hacían por periodos de varias semanas, más espaciadas entre sí. Ya entrados en años, solo podían mantener una isla semejante a la de Arango merced a la asistencia cada fin de semana de su hijo mayor, Santiago, hermano mayor del pionero de la luz eólica que el conservadurismo isleño fue abandonando. Tras la separación de su esposa, se jubiló como sucesor de su padre en la Casa de Tés y Cafés, radicándose de manera casi permanente en la isla, siempre acompañado de su vecino Don Juan.

Los fines de semana, el gallego exigía la rigurosa visita de sus hijos, no siempre acompañados por Doña Juana. Los domingos por la mañana,  los pasaba a buscar la lancha capilla “Cristo Rey”[11] que reunía vecinos de toda la zona y que culminaba con las misas en el Paraná hasta 1953 cuando dejó de funcionar al retirarle el gobierno la subvención. Desde entonces, quien celebraba las misas era el propio Juan merced a la autorización concedida por el párroco de Nuestra Señora del Carmen de Villa Urquiza. Don Juan era conservador, monárquico y partidario del régimen de Franco. Sus tibias simpatías por el peronismo se disiparon ni bien el gobierno rompió relaciones con la Iglesia.

Sus dos hijas, Nora y Dora, trabajaban como obreras textiles. Uno de los varones, el mayor ya casado llamado como su padre, acudía acompañado por sus mellizos: una niña y un varón. Su esposa lo acompañaba poco por su terror fóbico al agua. El menor, Alberto,  en cambio, lucía un cuerpo atlético forjado en las competencias de nadador arrojándose luego de correr varios metros al Rio. Sus vecinas Méndez, también nadadoras y las hijas de Atanasio se trenzaban en reñidas  competencias en cruzar el rio. Yamandu, oriundo de Paysandú, honraba la tradición de su pueblo enseñándoles  ese deporte a sus niños arrojándolos al rio para que aprendieran solos.

Los fines de semana el rio terminaba surcado por lanchas colectivas y deportivas, yates y cruceros almacenes flotantes, lanchones repletos de frutas y maderas procedentes de la Segunda y Tercera Sección. Los sábados, una colectiva depositaba en el muelle de Arango  la mitad de una de la barra de hielo que se seccionaba para abastecer a las “cajas fiambreras” enchapadas con aluminio para preservar los alimentos. Más tarde, Don Pedro Del Buono recorría, asistido por su esposa y sus dos hijas el perímetro entre el Paraná y la desembocadura del Arroyo Toro en el Capitán vendiendo desde su amplia canoa techada carne, fiambre, chacinados, fideos, pastas caseras, vino y decenas de portentosos panes isleños.

Sus hermanos y sobrinos, al frente de prosperas quintas propias -además de aquellas que seguían administrando- se ocupaban del resto de las actividades configurando un conjunto integrado. No había otra concepción del descanso que el trabajo ímprobo disfrutado con el aire puro y los sonidos de una naturaleza exigente.  Junto con  Vittorio Rigon eran, asimismo,  el nexo de la zona con el Consejo Isleño que durante la época peronista debió resistir las presiones encuadradora que abarcaban desde la centralización del tráfico de pasajeros hasta la oligopolizaciòn del comercio frutero.

El barrio se convirtió en una red bastante parecida a las antiguas sociedades de fomento porteñas. Cada cual aportaba su experiencia arreglando máquinas y podadoras, cambiando tablas, asientos y peldaños  rotos de los muelles y reparando embarcaciones o instalaciones hogareñas.  Durante el verano, luego de las tareas de parques y antes del encendido de los faroles, se reunían rotativamente para tomar cerveza. El ritual se repetía  por las noches antes del sueño en alguno de los cuatro muelles. Luego, sobrevenía un silencio profundo solo interrumpido por los ladridos lejanos de los perros, los cacareos de aves del monte y el canto de los gallos de las granjas. 

Los días laborables, la pesca de dorados, bogas, pacúes, y surubíes de gran tamaño, aún abundante, premiaba a los más pacientes y noctámbulos. A veces, se organizaban banquetes dominicales casi siempre en casa de Arango en donde se degustaban distintas modalidades de cocción enseñados por Carlos Del Buono, el quintero veterano más próximo, asistido por su hijo Héctor: a veces a la parrilla, otra a la cacerola y una particular consistente en envolver las piezas con papel, enterrándolas y luego encendiendo sobre ellas  leña durante media hora.

Don Juan también era un experto pescador  de anguilas de las zanjas y cazador de gallinas silvestres, pavos del monte, carpinchos y nutrias. También pronosticaba con precisión los horarios de crecida y bajada del agua y aun de las mareas para lo que le bastaba chupar un dedo y exponerlo al aire para verificar la dirección del viento. Al menos dos veces al año, todo el contingente se dirigía a la finca del Pacifico a degustar, a veces, la bagna cauda de cardos silvestres preparada por Aida o las pizzas nocturnas cocinadas en su monumental horno a leña. 

Como vocero del Consejo Isleño, Vittorio escrutaba apoyos para diversas iniciativas como la demanda de urgente electrificación de la zona prometida por los sucesivos gobiernos. También, en boicotear a las grandes empresas de lanchas colectivas que atosigaban a las menores para instalar un monopolio del que solo era esperable una disminución de los servicios. La acción mancomunada significaba el esfuerzo de bajar en la estación ferroviaria de San Fernando y caminar casi un kilómetro hasta las escaleras de cemento del canal desde donde partían las flotas más chicas a cuyos titulares  se le les había denegado el acceso a la estación turística fluvial sobre el Rio Tigre. 

La preservación de la moral y de las buenas costumbres familiares era custodiada con celo por parte de los padres de familia atentos a la moda de muchos arroyos como zonas de concentración de vecinos “degenerados”[12]. Rigon, por caso, convoco en 1954 a sus vecinos del Rio Capitán para demandar a las autoridades el cierre inmediato de un campo de nudistas alemanes. Lo habían instalado, muy discretamente y sin posibilidades de visibilizacion, en uno de los afluentes del arroyo Pacífico. La demanda prosperó a fines de 1955: un conjunto de lanchas patrulleras escoltadas por un barco de la Prefectura Naval procedió al desalojo de los excéntricos turistas teutones. La atención recayó entonces en la casa de encuentros románticos de Fregonese aunque no por mucho tiempo: un domingo, una patinadora del espectáculo “Holiday on ice” falleció ahogada. Desde entonces, la vivienda permaneció abandonada durante más de veinte años cuando ya anciano su dueño la puso en venta.

Pero no todo era disfrute en ese rincón recóndito del norte del Gran Buenos Aires. Había que lidiar con crecidas que impedían el abordaje de las lanchas o bajantes que lo tornaban imposible en las zonas más obturadas por sedimentos de lodo. Los vientos a veces soplaban tan fuerte que hacían volar las chapas de los techos, puertas y ventanas. El recuerdo afectuoso del pasado en la pobreza rural europea exigía la batalla permanente con la naturaleza y el temor siempre acechante de una marea pico. Mientras tanto, los antiguos administradores de las viejas quintas hallaron en el nuevo tiempo grandes facilidades tecnológicas para adosar a sus canoas motores fuera de borda y poder transportar la fruta, los juncos, el mimbre a los grandes mayoristas del Puerto.

Desde principios de los 50 se configuro  un oligopolio que tendió a recortar sus utilidades en medio de la confusión del aun novedoso un proceso inflacionario. Pero se toparon con la resistencia de la Corporación del Delta que durante todo el periodo peronista prosiguió asistiendo a los pequeños productores con agentes dispuestos en los mercados. Luego, en 1957, Mikler fue incorporado  como asesor local el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Desde allí, incentivó, además de la fruticultura, la producción de salicáceas para la fabricación de pasta de papel.

Los conflictos sociales también arreciaron enfrentando recurrentemente a los trabajadores  gastronómicos con los dueños de los recreos y el activismo de los jefes de cuadrillas de peones que, ni bien arribaban, les exigían a los administradores honorarios superiores a los pactados. Imperceptiblemente, la etapa abierta por la acción conjugada de la marea de 1940 y la ciudadanía social peronista estaba experimentando síntomas de agotamiento que detonaron a raíz de otra catástrofe  climática en 1959, cuando una sudestada retuvo el gran caudal que bajaba por el Paraná por las torrenciales tormentas en la zona de la Amazonia.  Salvo Antonia Ferreiròs, las restantes cuatro familias debieron ser evacuados por la Prefectura cuando el agua amenazaba con superar los pilares de las casas. El pico llego unas horas más tarde y solo duró siete minutos aunque alcanzando hasta veinte centímetros del piso estropeando colchones y mobiliarios.

Las mareas de 1959 y 1967. La irrupción de las nuevas clases medias profesionalizadas y la politización facciosa

“…Los valores de la tierra subían desmesuradamente, en parte porque aumentaba la demanda, y en parte porque sobre esos puntos se focalizaba la especulación”.(Id. Pag.351)

El amanecer de la nueva década exacerbó los procesos insinuados en las postrimerías de la anterior.[13] El fallecimiento de Ginebra Fregonese coincidió con la puesta en venta en serie de las quintas medianas que, no obstante, preservaron varios lotes circundantes para mantener el distanciamiento propio de una “quinta” (y no de una “isla”)[14]. Una fracción importante perteneciente a los herederos de Nicolás Malaspada  fue adquirida por María Alzaga Unzué de Maldonado, propietaria  agropecuaria  de las proximidades de Mar del Plata.

“Ingenieros, físicos, economistas, estadísticos, sociólogos y psicólogos…profesionales de especialidades… que apuntaban a nuevos problemas creados por una sociedad cada vez más compleja”. (Pág. 345-346)

 María, exponente de las viejas clases altas, lejos de participar de  la cultura conservadora, abrazó posturas progresistas en boga compartidas por amigos psicólogos, artistas y cientistas sociales que compraron con fruición los lotes entre el almacén de Pedro Del Buono  y a lo largo de unos  quinientos metros hacia el Este próximos al Paraná. Sugestivamente, la zona fue bautizada por los antiguos isleños como “Villa Freud”. [15]

Del Buono también vendió su despensa tras el fallecimiento de su esposa. Su nuevo propietario Efraín “Panito” Chessini era un italiano criado desde niño en Gualeguaychu y casado con la hija de uno antiguo peón portugués del Paraná Mini. Actualizó la precaria distribución de su antecesor mediante una lancha de más porte y mejor surtida. Su simpatía lo convirtió en nuevo referente de la zona  aunque siempre atento  a las “traiciones” de comprar a sus competidores, informadas por vecinos infidentes. Se las facturaba con la represalia de no parar en sus muelles hasta cumplir con el compromiso en el despacho en tierra de no reincidir en la infidelidad. Esta actitud fue anticipatoria  de las nuevas tensiones sociales por venir.

Su estrategia comercial,  abonada por su personalidad extrovertida,  consistió en disponerse  a la resolución de todos los problemas de la precariedad de los nuevos turistas: desde recomendaciones sobre a quiénes comprarle maderas e insumos a buenos precios hasta remedios caseros para curar afecciones. Su esposa completaba el combo atendiendo el almacén. Su ampliación, mediante una extensa plataforma circundante, la convirtió también en cervecería. Confluían allí todas las tardes desde humildes peones, los altivos propietarios de las elegantes quintas y la nueva intelectualidad. El debate político e ideológico, sofrenado hasta entonces, se abrió allí un espacio, aunque sin todavía dañar la sociabilidad vecinal.

En la compacta vecindad de las cuatro islas, los hijos adolescentes se fueron casando. La modernización económica, si bien no realizó la demanda de electrificación, permitió el acceso de las radios a transistores que supusieron un cierto recorte de la intensa relacionalidad fundacional. La inestabilidad política también dejó su huella luego del golpe militar de 1966. La dictadura del gral. Juan Carlos Ongania dispuso la supresión de subsidios a los ingenios azucareros tucumanos induciendo a diversificar la producción de la caña con la de limones de mayor concentración acida, menos corteza y de cosecha otoñal dos meses antes que los isleños. Fue el  primero de los impactos mortales sobre la actividad frutícola. El siguiente procedió de una nueva inundación en el invierno de 1967, conjugada con una helada histórica  que mató las raíces de una importante porción de árboles.

Luego de enviudar, Yamandu Arias vendió su propiedad dotada de una sólida vivienda al genovés Carlos Imizcoz, empleado bancario y sindicalista comunista. Viejo amante de la náutica, Don Carlos, también portador de una personalidad colorida, compró sucesivos botes, encomendándole a sus jóvenes vecinos su prolija pintura a cambio de poder utilizarlos los fines de semana y, de paso, “bajarle línea” partidaria. No obstante, su efecto demostrativo determinó que el resto debiera hacer el esfuerzo de comprar su propia canoa para ir a remo hasta el almacén, evitando el desprecio de los “quinteros”, o hacer expediciones  hasta el Paraná. Algunos, incluso, las dotaron de pequeños motores para incursionar en derroteros más lejanos.

Ya entrado en la tercera edad y cansado de pelear contra la naturaleza en su lejano paraje del Arroyo Pacifico, Don Vittorio vendió en 1970 su predio y renuncio a la administración de “La Josefina” para integrarse con plenitud a la compacta comunidad de sus amigos del Capitán. Les compró a los herederos de la sucesión de Gramajo un terreno contiguo a la casa de su compatriota Imízcoz. Debió desmontarlo para luego construir una amplia vivienda sostenida por pilares de cemento de casi tres metros que la prevenía de mareas. No vendió su embarcación, a la que estacionaba en un lote contiguo en el que la corriente perforó una bahía ideal para estacionarla con comodidad junto a otra pequeña lancha que compró Don Carlos y que le permitió al resto–salvo a los Arango- ampliar su percepción sobre el Delta fuera del recorrido de las lanchas colectivas. Pero no fue por mucho tiempo: falleció cinco años mas tarde.

La política, deliberadamente evitada por la vecindad durante los años fundacionales, se encendió a raíz de la inflamada verba de Imízcoz durante los encuentros vecinales  nocturnos,  que no siempre culminaban  en buenos términos. Afectado en su honor por su competidor comunista, Don Juan hizo correr el rumor de que su nuevo vecino además de comunista era judío asegurando haber oído diálogos entre el sindicalista y su esposa en idish. Las eventuales intervenciones  de su hijo Alberto,  que expresaba  sin tapujos su adhesión a la organización nacionalista Tacuara, en más de una oportunidad terminaban al borde de las agresiones físicas. Poco después, pintó en la baranda de la escalera de su muelle una variante de una esvástica, que su padre se apresuró en borrar.

Nora, una de las hijas de Don Juan se casó con Roberto Araujo, un gendarme dado de baja en 1955. Dora, en cambio, la hizo con un fotógrafo simpatizante de la “tendencia revolucionaria”. La polémica se instaló entonces en el seno de la propia familia Arango generándose agrias discusiones entre sus hijas y yernos para  deleite de su vecino comunista. Estas disputas de superficie, que durante los 60 le añadieron su cuota de pintoresquismo a la sociabilidad de isleños turistas, tendieron a radicalizarse en el amanecer de la siguiente en coincidencia con el fallecimiento de los precursores. Don Juan Arango falleció en marzo de 1971, unos años antes  lo hicieron  José Méndez y su esposa. Doña Antonia, ya muy anciana, vendió su casa  un comerciante de Caseros. Una generación se iba extinguiendo y la actitud de sus herederos generaba más dudas que certezas en lo relativo a la preservación de la solidaridad intervecinal.

Otro proceso también se agotaba: el del liderazgo tácito de los quinteros que no habían hecho más que prosperar desde los 20 hasta los 60, en coincidencia la muerte de Sandor Mikler también en 1971. “La Josefina”, una plantación modelo hasta la partida de Don Vittorio  en pocos años se convirtió en un fantasmagórico  monte  abanando. Solo se salvaron de ese destino La Porteña de los Curti, y La Victoria, en el margen izquierdo en las proximidades del Paraná cuya producción limonera se redujo a abastecer a las heladerías de Tigre y San Fernando. El resto de los antiguos administradores resistían el descenso socioeconómico cobrando honorarios diferenciales elevadísimos como contrapartida de la calidad que no garantizaban los peones remanentes. Conforme el proceso inflacionario se consolidó, solía ocurrir que los deudores dejaban de pagarle, aunque los percibían de todos modos hurtándoles el gas  de las garrafas o produciendo sutiles averías en los muelles, que los volvía a poner a sus pies para reeditar el ciclo conflictivo.

Pese a todo, todavía hacia mediados de los 70 se preservaban varias de las prácticas fundacionales, como las reuniones nocturnas en casas o muelles  de las que se excluían recíprocamente aquellos ideológicamente enfrentados. Restaurado el peronismo en 1973, Roberto Araujo, el yerno gendarme de Arango recuperó su grado y fue ascendido a comandante. A partir de entonces, solía envolver al muelle con una enorme bandera argentina ilustrada con una estrella federal y los retratos de Rosas, Perón, Evita e Isabel. Tampoco faltaron las provocaciones cuando a veces trasmitía desde un grabador la Marcha Peronista a lo que su vecino le replicaba con La Internacional. Unos años antes, el episodio no hubiera ido más allá de la sociabilidad isleña tradicional, compensado por ulteriores gestos de ayuda recíproca y convivencia; pero desde 1973 se convirtieron en lo más parecido a declaraciones de guerra. Algunas madrugadas el sueño vecinal era interrumpido por la sonoridad de disparos de grueso calibre al aire. Nadie se atrevía a identificar al autor; aunque todos lo sospechaban.

También se peleó con el resto de sus familiares salvo con su cuñado Alberto, ya por entonces  radicado en los Estados Unidos. Los actos de intimidación se fueron agravando: una tarde irrumpió en la casa de baile abandonada de Fregonese topándose  con enormes colecciones de boleros en discos de vinilo envueltas en tupidas telas de araña. Luego, intentó convertir a Chessini, también peronista, en su informante sobre la orientación ideológica de los vecinos de “Villa Freud”. Pero sus pruritos éticos, conjugados con el hecho de que eran sus clientes más demandantes, omitieron cualquier tipo de información. En una oportunidad, el gendarme le confesó su participación en la organización parapolicial “Las Tres A”.  Las pendencias también llegaron a Truscelo, radical y antiperonista, quien no dejó de exhibir su enfado cuando transitaba, escopeta al hombro, por el camino hacia la abandonada “La Josefina” para cazar  gallinetas o pescar taruchas.

El Rodrigazo inauguro en 1975 la etapa de las islas abandonadas durante largos meses debido  a la insolvencia de sus propietarios. Algunos isleños veteranos asociaban las huellas de la crisis en la zona con la coyuntura desoladora posterior a la Depresión de 1929 o a la marea de 1940. El golpe militar  de 1976 fue festejado paradojalmente por Truscelo –cuya esposa estaba emparentada con uno de los miembros de la Junta Militar- y por Araujo quien volvió a rodear su muelle con una bandera nacional  haciendo flamear otras desde un mástil ubicado en la escalera. Pero tres meses más tarde fue acribillado a balazos por una célula de la Organización Montoneros al salir de una panadería en su barrio de Saavedra.

Su esposa, que siguió  acudiendo con sus dos hijos  cada quince días a “la isla”, reforzó su apropiación prohibiéndole, salvo a Alberto, la entrada a sus otros dos hermanos para lo que cambió la cerradura de la puerta de entrada. Juan, el mayor, y sus mellizos  amantes de “la isla”,  debieron conformarse con viajar algunos domingos a un recreo en el Paraná  de las Palmas contemplando desde la ventana  de la lancha colectiva la imagen de la casa interdicta. En una de esas excursiones, su hijo varón y el novio de su hija abordaron un bote de regatas; pero la marejada gigante de un crucero que circulaba a alta velocidad arrolló su casco. Y como ninguno de los dos sabía nadar, perecieron ahogados pese a los intentos desesperados de su padre y varios nadadores del recreo por rescatarlos. Sus cuerpos fueron extraídos del fondo por la Prefectura recién al día siguiente. La culpa se apoderó de su tía quien dejó abandonada la casa familiar sin que ningún otro hermano y sobrino se aviniera a retornar. Para los quinteros, la tragedia no fue sino la estribación natural del error de Don Juan de haber sustituido el nombre primigenio de la heredad…

Ventas y abandonos por diferendos sucesorios fueron acentuando el paisaje de desolación de muchas casas veraniegas durante el resto de la década. La quiebra de sus competidores le permitió a Panito Chessini  por fin convertirse en el único proveedor, aunque no sin gratuidad. Una madrugada, manos anónimas le quitaron el tapón de su lancha que pudo salvarse de hundimiento merced al trabajo desesperado de él y su familia. En otra oportunidad, la embarcación fue saqueada; y en otra se le cortaron las amarras apareciendo encallada a varios kilómetros de distancia. La reducción de las actividades también tensó las relaciones  intrafamiliares dentro del estamento de quinteros cuyo rol directriz se fue fragmentando.

La “Villa Freud” se convirtió en un lugar de refugio de muchos de sus dueños, aunque solo como paso intermedio antes de intentar fugarse clandestinamente al Uruguay en donde eran rescatados por peones “frenteamplistas” a los que se les pagaba con la embarcación. Para coronar la penuria, “la isla” volvió a ser azotada por dos mareas consecutivas en 1982 y 1983 tras las cuales las situaciones de venta y abandono se propagaron durante el resto del decenio al compás del fallecimiento de los pioneros y de los pleitos sucesorios de sus hijos y nietos. Pero como las catástrofes anteriores, la marea trajo novedades socioculturales ya sutilmente anticipadas luego de la de 1959.

Durante los 60, algunos entrerrianos habían logrado establecerse con sus familias extendidas en lotes habilitados por los antiguos quinteros ante la emigración o muerte de los peones llegados en los 50. En la zona se destacaron tres: los Alegre, en la enorme mansión abandonada de la familia Berterreix enclavada en el Arroyo Segunda Hermana y edificada durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871 con varias hectáreas circundantes cuyos herederos se las encomendaron como “caseros”; los Sandoval, al oeste de la desembocadura del Pacifico; y los Rodríguez, en el Arroyo Toro cuyo cacique se erigió en una suerte de consejero sobre las condiciones laborales que debían exigirle a sus empleadores informales y las modalidades de demanda y protesta.

Las mareas de principios de los 80 impulsaron la llegada de nuevos contingentes, estratégicamente  afincados en predios abandonados por sus dueños. Fue el caso de un tránsfuga de la justicia con pedido de captura de Villa Paranacito,  Alfonso Roche, quien ocupó una vivienda  abandonada sin la aquiescencia ni de sus propietarios ni de los viejos isleños. Algo determinó que la ocupación no tuviera consecuencias. Unos meses más tarde, Roche devino en pastor pentecostal, asociado a otro colega llegado en los 60 y que había obtenido la concesión de Fregonese para radicarse en uno de sus lotes poco antes de deshacerse de sus propiedades: Isaías Cárdenas.  Sin una gran prole –solo tenía dos hijos que al enviudar, fueron criados por una de sus cuñadas- Don Isaías se destacó por su rectitud y disposición para asistir a las familias desesperadas por el alcoholismo con las tentaciones  delictivas que le suponían a sus hijos “pisar la calle”[16].

Cárdenas lo autorizó a radicar otro templo, aunque condicionándolo a que cambiara el rumbo de su vida cuyos antecedentes  se había encargado de averiguar a través de colegas allegados de su zona. No se involucró en nuevos delitos, pero exhibió una autoridad pendenciera que le quitó fieles. Lo extraño fue la novedosa tolerancia indolente de la toma de propiedades; situación prohibida por códigos isleños y que activaba  dispositivos expulsivos automáticos que podían llegar hasta el incendio de la vivienda si los propietarios no exhibían interés en hacer valer sus derechos. Fue la señal de la crisis sociocultural profunda de la integración primigenia en ambos sectores históricos: el de los “isleños quinteros” y  de los turistas de masas.

Las ocupaciones seguían un protocolo clásico. Los interesados debían pagarle al pastor varios servicios: en primer lugar, la información; aunque supeditada a la calidad del resultado. Para ello, Roche habilitaba la entrada de uno o dos emisarios que permanecían allí varios meses. De no mediar reacciones, llegaba el resto del clan que podía sumar  hasta una veintena de personas entre padres, hijos, nueras y yernos. Recién entonces debían abonarle otra cuota de manera de garantizar la radicación y la exigencia de convertirse a la congregación pagando el diezmo mensual del trabajo de los beneficiados. Una obligación que se extinguía luego de unos meses y que eventualmente se activaba si los ocupas eran resistidos por sus vecinos o aparecían los propietarios para lo que ofrecía el patrocinio de misteriosos abogados provistos por sus incognitos contactos situados en el poder local. En los hechos, se convirtió en lo más parecido a un puntero.

Era un conjunto de seres que luchaban por la subsistencia, por el techo, por sobrevivir; pero que luchaban también por tratar de vivir…Y ambas luchas entrañaban la necesidad de aferrarse en algún lugar de la estructura de la sociedad normalizada, seguramente sin autorización, acaso contra determinada norma, quizá violando los derechos de alguien perteneciente a aquella sociedad y que miraba asombrado al intruso…” (id. Pág. 333)

No solo eran problemas judiciales los que impulsaba la llegada de los nuevos inmigrantes sino otro  coletazo de la marea del 82-83: el abandono en vastas zonas del Delta entrerriano y la veloz reconversión de la región núcleo de la fruticultura a la plantación forestal. Radicarse en la Primera Sección deparaba mejores posibilidades de subsistencia; una perspectiva exactamente invertida al pesimismo de lo que quedaba de los viejos quinteros. Bastaba que alguno de sus hijos se conchabara como bachero o botero de algún recreo y sus hijas como lavanderas y planchadoras para que, junto con el saldo de la pesca, la caza en el monte y una granja le garantizaran que nadie se quedara sin comer al menos una vez por día.

De resultar imposible localizarse en “la isla”, no tenían otra opción que estrechar contactos con parientes o allegados de las grandes villas de San Fernando, Tigre, Pacheco o Escobar; alternativa que procuraban evitar a toda costa  atentos a que  los códigos de la cultura marginal urbana los exponía a encuadrarse al servicio de algún referente que ponía en jaque su autoridad patriarcal. Una radicación isleña suscitaba algunas obligaciones provisorias con intermediarios como Roche quien no dejaba de ser un par que compartía sus orígenes, y al que se le podía extorsionar con el recuerdo de su pasado como cuatrero en los campos del sur entrerriano.

La trama exhibía otra torsión cultural interesante en el seno de las clases medias vecinas que, a la larga, terminaban tolerando el hecho consumado. Reacción que a sus padres o abuelos les hubiera resultado aberrante por el compromiso de la idea de propiedad conquistada mediante el esfuerzo y homologada  por los trabajos de mantenimiento de las “islas”. Habilitaba, a su vez, el efecto de demostración de nuevas usurpaciones. Más curioso aún porque aquellos que habían permanecido o comprado durante los 80 no eran los más perjudicados por la crisis sino lo contrario. El viejo ordenamiento factico comenzó entonces su descomposición abriendo curso a una transición de contornos aun indescifrables salvo en algunos síntomas como el “descanso trabajando” sustituido por el ocio recreativo.

Y del desesperado esfuerzo pudo salir la ansiada promoción hacia la alta clase media, una clase que era casi alta. Pertenecían a ella todos los que habían triunfado en las profesiones, en el comercio o las actividades empresariales; y que en consecuencia habían acumulado fortunas que les permitían independizarse del trabajo cotidiano y comenzar tímidamente a deslizarse hacia la vida ociosa”. (Id. Pág. 346)

El desahogo económico les había permitido sortear la dependencia de las irregulares y dudosamente acondicionadas lanchas colectivas comprando su propia embarcación e instalando  en sus casas grupos electrógenos. Un avance mayor que los “soles de noche” de faroles adosados a garrafas difundidos  desde los 70 y que ahorraban el paciente ritual del encendido de las de querosene. Su mantenimiento les confirió a los viejos isleños la oportunidad de  idear un innovador dispositivo organizacional: los “consorcios” a cuotas ajustables por inflación. La manutención de parques, jardines y viviendas en la nueva era se conjugaba con un  fondo común  de  herramientas, escaleras, máquinas y repuestos de propiedad colectiva cuyo cuidado generaba la excusa de expensas extraordinarias inalcanzables para los menos pudientes. “Quedar afuera” del consorcio volvía difícil la supervivencia en la isla salvo que los turistas se dieran maña en prescindir de la asistencia de los isleños aunque siempre pasibles de represalias.

“…un verdadero “sálvese quien pueda” de los que marchaban “abriéndose paso” conspiro en contra de la homogeneidad de la masa de la que se desprendían los “triunfadores”…aquellos que lograban insertarse firmemente en la estructura”. (Id. Pág. 338)

Desde los 80, se extendió un término distintivo de los supervivientes exitosos: tener  un “buen mayor poder adquisitivo”. Su característica emblemática fue cierta distancia despectiva respecto de los vecinos “rascas” o “tirados”[17] con los que, en muchos casos, habían compartido su infancia y adolescencia pero que se rehusaban a integrar los consorcios. Las reuniones vecinales se plagaron de lugares comunes que ya no aludían ni a la política ni a las tareas de mantenimiento cooperativas sino la parquizaciòn distinguida de sus “quintas”, la calidad de las guarderías náuticas, la eficiencia de los mecánicos y los costos de eventuales viajes al Uruguay en asociaciones deportivas cuya proximidad con miembros del establishment les ofrecía la satisfacción de haber quedado del lado de los “ganadores”. Ya hacia los 90, las remotas posibilidades de acceder a un lote en las nuevas y caras urbanizaciones isleñas como Santa Mónica, Isla del Este o Nordelta.

 Secuelas de las mareas de 1982 y 1983. De la bipolaridad ideológica a la socioeconómica: “Ganadores”, “tirados” y “ocupas”

El signo de que algo estaba pasando en la abandonada casa de los Arango la descubrió en 1990 un primo de Luis Méndez, el hijo menor de Santiago quien seguía acudiendo con cierta regularidad a la deteriorada Nirvana. Observó la violación de la puerta de entrada y, ya en su interior, que el largo salón con piso de machimbre de Don Juan para celebrar desde los antiguos banquetes invernales hasta las misas dominicales familiares se había seccionado en tres cuartos cuyo revoque parecía reciente. Luis descartó que algún Arango estuviera intentando retornar atribuyendo la obra más bien a las últimas realizaciones de Araujo; pero al día siguiente verificó que, en efecto, los materiales eran mucho más recientes. El episodio no generó ningún intento de contacto con sus antiguos vecinos  pues su padre ya muy anciano los había perdido.

No era exactamente una clase obrera, aunque hubiera algunos obreros en su seno. El conjunto, pese al trabajo de mujeres y niños, era un complejo social por debajo del nivel de la subsistencia. Constituía para la sociedad normalizada  “otra sociedad”, irreductible e irrecuperable”. (Id. Pág. 243)

Una madrugada de octubre de 1991, las dudas devinieron en certezas: “Rincón de Paz” fue ocupada por un extenso clan de veinte integrantes entre hijos y nietos. Conforme los vecinos se fueron anoticiando de la novedad reaccionaron de la manera esperada. Un médico propietario de una antigua quinta loteada hacia el Oeste en la que había  construido cabañas para alquiler entendió indispensable hacer la denuncia policial. Sin embargo, su criterio fue rechazado incluso por los vecinos próximos menos pensados. Fue el caso de la hija mayor de Truscelo y de su esposo, también médico, quienes esgrimieron el ideológicamente rebuscado argumento que la usurpación era la secuela natural de las políticas “neoconservadoras”. Por lo tanto, entendía  que no solo había que tolerarla sino también ayudar a los nuevos vecinos “ofreciéndoles trabajo”.

El veterano sindicalista comunista de Yamandu les prohibió taxativamente a sus hijas y nietas avisar de la ocupación a los familiares de los vecinos “fascistas” porque semejante “reacción” significaba una traición a la “clase obrera”. Los Méndez adoptaron un  fatalismo indiferente que los indujo a abandonar también ellos su casa lindera al predio ocupado. En todos los casos, los intrusos suscitaban imaginarios que disimulaban el designio de tratar de sacar alguna tajada de su tolerancia para poder sobrevivir afuera de los consorcios. Con el tiempo se probaría, así, que todos eran falsos.

Entretanto, la masa anomica cuya formación provocaba tantas reacciones, permanecía ajena a esa ahincada preocupación de interpretar las situaciones sociales y de definir su propio papel”. (Id. Pág. 379)

“Panito” Chessini, quien conservaba el teléfono de Alberto Arango en Nueva York, lo puso al tanto de la novedad. Fiel a su estilo, respondió que en tres meses tenía pensado un viaje al país y aquí se contactaría con allegados al Comando Albatros de la Prefectura para arrojar a los usurpadores  al rio. Nada de eso ocurrió; aunque  el médico, en soledad, formuló  la denuncia ante la policía que, a su vez, la elevo una fiscalía de turno. Recibió la  réplica que habría de ser improbable revertir la toma por tratarse de un “fenómeno epidémico” en toda la Primera Sección. En todo caso, estas reacciones ofrecían la pauta de que no había sido un episodio azaroso sino que revelaba  una afinada organización semejante a las se estaban generalizando en distintas zonas del Gran Buenos Aires.

Vayamos ahora al protagonista: Juan Aguedo Pérez. El jefe del clan tenía cincuenta y cinco años y era oriundo de Santiago del Estero. Tras recorrer diferentes ciclos productivos, se había asentado con su esposa en el borde de la Tercera Sección sobre el Paraná Mini en una finca que lo contrató como jefe de cuadrilla de distintas explotaciones mixtas. Dos años antes, había enviudado; sin embargo, a medida que los vecinos fueron contactándolo presentaba como su “esposa” a una joven de no más de treinta años madre de dos niños. Aldo Del Buono procuro información más precisa en la Corporación Isleña obteniendo aquella que suponía: Perez era, en efecto, viudo y la joven  no era sino su hija mayor.  No se sorprendió: era una de las tradiciones más arraigadas de la insularidad profunda por la que a la muerte de la madre, el padre “se acoyalaba”[18] con su hija mayor reservándose, incluso, la iniciación de todas sus hijas mujeres al cumplir los quince años. Del matrimonio con su difunta esposa habían nacido veinticuatro hijos. Los cuatro mayores, nacidos en Rosario, permanecieron allí cuando sus padres emigraron a “la isla”. Solo otras dos hijas se habían casado: una residía en  Villa Paranacito en el Delta Entrerriano donde criaba sola a sus dos hijos, y la otra con un ex peón de origen  polaco en el Rio Barca Grande de la Tercera Sección.

Durante la temporada veraniega de 1992 los vecinos fueron tomando contacto con los chicos que iban y venían al almacén,  encargándoles cosas a cambio de una propina.  El nuevo Don Juan los había adiestrado a ser corteses y educados de manera de soldar su tolerancia. Con los meses, los mayores lograron las changas esperadas: dos mellizos varones consiguieron trabajo en Edenor que había comenzado por fin las diferidas obras de electrificación; otros, como boteros de los dos recreos de elite de la zona,  y las jóvenes en tareas de limpieza.

“El dialogo empezó algunas veces con insultos y desafíos; pero empezó y no se detuvo…” (Pág. 363) 

Solo con ello, la familia percibía su llegada a la zona como un privilegio que ofrecía trabajo y cercanía respecto de las ciudades de Tigre y de San Fernando. De no haber sido por la usurpación, podía hasta interpretarse que se estaba reeditando la integración clásica de los inmigrantes a la sociedad oficial. Pero la relación incestuosa de Pérez mayor acentuó la vergüenza al compás de su consolidación en la zona. Por lo demás, los niños relataban inocentemente fragmentos de las rutinas festivas dominicales bien distintas de aquellas religiosas del Don Juan de cuarenta años antes en las que sus hermanos mayores, también embriagados, imitaban al patriarca configurando parejas intercambiables.

 “Nunca quisieron…formar “otra” sociedad sino incorporarse a esa…que admiraban y envidiaban,…esa que los rechazaba…Drama de odio y amor que el individuo conoce bien, pero que las sociedades raramente llevan al plano de la conciencia”. (Pàg.338)

Mientras tanto, los 90 trajeron novedades también en el margen izquierdo del río. Un matrimonio de docentes secundarios se apropió merced a contactos desconocidos de la finca abandonada  de un antiguo quintero dedicado a la producción de limones. Instalaron allí una casa precaria en donde celebraban con sus propios alumnos “expediciones ecológicas” a cambio de un estipendio que incluía el pasaje en lancha colectiva y una tallarinada lavada con sal y manteca. Eran los rebusques para mantener los predios y las viviendas facilitadas por contactos estratégicos conocedores de la geografía de herencias vacantes de la zona.

Con la Convertibilidad en marcha, el turismo volvió a florecer al punto que los domingos por la tarde se reeditó el espectáculo de lanchas colmadas por debajo de la línea de flotación aunque sin pasajeros parados. Los robos de propiedades allí se tornaron recurrentes recayendo las miradas sobre los nuevos vecinos “de enfrente”. Los docentes se animaron a denunciar la relación incestuosa de Pérez ante la Secretaria del Menor y la Familia. Pero las asistentes, que llegaban sin apoyatura de la fuerza pública, eran inmediatamente rechazadas y azuzadas por perros furiosos que respondían a la orden del patriarca.

Al año siguiente, Pérez ya sumaba su tercer hijo-nieto mientras que los adolescentes varones empezaban a noviar con las hijas de otras familias extensas diseminadas en la zona durante los años 80.  Construyó atrás de su casa una cabaña para alojar turistas allegados de las villas de Tigre y San Fernando a quienes ofrecía el adicional de una relación con alguna de sus “gurisas”[19]. Incluso su vecino Luis Méndez recibió esa oferta una noche navideña cuando la embriaguez y la confianza respecto le hicieron perder a Don Juan la prudencia. Su primo Hernán, que había comprado una casa en el consorcio vecino, advirtió el peligro del abandono del chalet familiar cuya  venta  se había demorado tanto por su compleja sucesión como por litigios familiares porque nadie habría querer comprarla al lado del bullicioso clan. Mientras vivió Don Juan sabía que no podía transponer ese límite aunque sin por ello dejar de sacarle provecho.

Se podía ser liberal, socialista o comunista y seguir siendo conservador de su estilo de vida tradicional…” (Pág. 372)

La hija del sindicalista comunista, ya trenzada en una pésima relación con Pérez por toparse a su llegada con botes en su terreno, le trasmitió la certeza de que la casa era usada  para albergar invitados durante los fines de semanas. Situación comproble con solo mirar desde su muelle el reflejo de  la luz de un farol por una de sus ventanas. Acompañado por su esposa y su vecina irrumpió al día siguiente en la vivienda hallando colchones sucios y puchos de cigarrillos siendo literalmente atacados desde  el piso de machimbre por ejércitos de pulgas. También lo sorprendió en el baño añosos libros de sus abuelos con hojas seccionadas como papel higiénico. Al tanto de la situación, Don Juan intervino “sorprendido” afirmando que algunas noches se escuchaban ruidos raros que atribuía a la presencia de fantasmas…Se convino pacíficamente que desde entonces “habría de quedar bajo su tutela y responsabilidad”. La anomia normalizada solía deparar esas situaciones de cinismo autodefensivo recíproco.

La intensa cotidianeidad evocaba el trazo sigiloso del nuevo pacto intervecinal por el que los usurpadores pobres  ganaban legitimidad de los establecidos de las clases medias intercambiando tolerancia por el compromiso de resguardar sus casas de robos y usurpaciones. No se trataba de una relación horizontal como la de décadas anteriores; tampoco la jerárquica insinuada por los viejos isleños conocedores de los secretos de la supervivencia en la zona durante los 80 sino de otra nueva cimentada en las potenciales amenazas mutuas. Don Juan era consciente de la precariedad de su situación.  Sus servicios, por lo demás, tenían dos límites: el de su muy baja calificación para hacer tareas de mantenimiento y el de celo de los viejos isleños de estatus mellado por su empobrecimiento progresivo pero de cuya legitimación tampoco podía prescindir porque podían obturar los trabajos temporarios de sus hijos en los recreos próximos.

Hacia 1998, finalmente llego con medio siglo de atraso el servicio de luz y de telefonía. En los hechos, la conquista supuso un nuevo descenso para los viejos isleños al prescindirse del mantenimiento de los grupos electrógenos. Mientras tanto, Pérez seguía reproduciéndose abarcando a otra hija mujer quien tuvo una nena además de los tres con la mayor. Pero el contacto con los vecinos establecidos fue menguando su autoridad patriarcal uno de cuyos mandatos era evitar que sus hijos se radicaran en las villas urbanas.

A tales efectos, ofreció el renovado recurso de ofrecer el padrinazgo de sus sucesivos “hijos nietos” o nietos a vecinos amigos a los que les suplicaba, como contrapartida, que convencieran a los jóvenes de permanecer en “la isla” y que no cedieran a emigrar a las villas Tigre y San Fernando. Síntoma inequívoco de que la nueva proximidad urbana amenazaba a su autoridad corroborado por otra novedad significativa: algunas fiestas dominicales nocturnas terminaban escandalosamente cuando uno de sus hijos de casi treinta años se subía borracho a su bote a motor gritando indignado palabras ininteligibles en segura alusión a lo que pasaba. Las muchachas también empezaron a exhibir hartazgo respecto de un despotismo paterno que, a diferencia de los varones, les prohibía asistir a los bailes isleños los fines de semana.  Sin embargo, y con el fin de soldar vínculos con los vecinos establecidos a los compadrazgos le sumaron los periódicos “cumpleaños de quince” de sus sucesivas hijas. Sin dudas, un esfuerzo por asimilarse a sus tradiciones en procura de disipar sospechas sobre la prosecución de las iniciaciones incestuosas que, por lo demás, eran cuestionadas puertas adentro

Poco después, la “Paz” del “rincón” volvió a conmoverse debido a tres noticias: una buena y dos malas. La primera consistía en que Leonardo, uno de sus hijos adolescentes que trabajaba como botero de un recreo de categoría, se había ganado la confianza de uno de los clientes que resultó ser el embajador de Arabia Saudita. El diplomático debió contar con la autorización de Don Juan para poder contratar al joven aún menor de edad para lo que debió viajar a una cita en su lujoso despacho en el Sheraton Hotel de Buenos Aires.

 “…El descreimiento…acerca de las posibilidades de salir del circulo de la miseria empujaba…a los jóvenes a la formación de agresivas bandas de rateros…Todo eso formó parte del modo de vida de la sociedad anomica”. (Pág. 377)

Pero otro de los varones, Domingo,  “piso la calle”, obligándolo a rescatarlo recurrentemente de las villas que frecuentaba; un gesto que invitaba a meditar sobre los caracteres culturales contradictorios de la pobreza y su inserción  en la sociedad isleña tras la última marea. Finalmente, y no sin enfrentar revolver en mano a sus compañeros de banda, logró convencerlo de volver encomendándoselo al pastor Cárdenas para que lo formara en el oficio de la carpintería de muelles. Terminó siendo uno de los mejores de la zona, compitiendo exitosamente con los últimos exponentes de origen europeo. Su hermano, mientras tanto, recorrió el mundo durante varios antes acompañando al embajador.

“El conjunto fue anomico. Pero no porque lo fuera cada grupo sino como resultado de su azarosa yuxtaposición en el ámbito urbano en que habían coincidido”. (Pág. 374)

La conquista tardía del servicio eléctrico  y telefonía le fue restando a la isla uno de sus bienes más tradicionalmente ponderados: su desconexión con el problemático mundo urbano; al menos, durante los fines de semana. La comodidad atrajo a un nuevo contingente de vecinos que llevaron equipos musicales de alto voltaje amplificado por el agua. Signo de los nuevos tiempos de un peronismo remixado, volvió a asociarse a “la isla” con “la fiesta” pero en clave del desborde estimulado por el consumo de drogas y la ingestión de decenas de botellas de vinos finos y champagne luego diseminadas en los parques.

Mientras Don Juan se esforzaba tardíamente por soldar desde abajo su convivencia con los viejos isleños y turistas un nuevo aluvión de nuevos vecinos se indisponían a respetar hasta el descanso nocturno. Cualquier pedido no solo era rechazando sino que se redoblaba la apuesta exacerbando aún más la resonancia y los gritos ditirámbicos de improvisados cantantes que jugaban a karaoke. Solo quedaba un expediente: comprar un equipo más voluminoso para disuadirlos a bajar el volumen. Pero el efecto fue exactamente el inverso pues era interpretado como la saludable legitimación de sus prácticas anomicas corroborada por la escasa voluntad de fraguar demandas conjuntas por miedo a sus reacciones impredecibles.

Muchos eran jóvenes profesionales o empresarios emparentados con el establishment.  Y para asombro de Don Juan, para muchos  la propia la pobreza les suscitaba una curiosa atracción al identificarla con la fiesta desenfrenada evocada por los ritmos y hasta secuencias  de un estilo musical en ascenso: la “cumbia villera” nacida en las postrimerías de los 90 significativamente en las villas del Conurbano norte. Los ocupas ya homologados no tardaron en verificar incluso un impensado glamour.

 “No llego a elaborar la masa anomica un estilo de vida…pero en el turbio trajín de sus contactos con la estructura comenzaron a macerarse algunas tendencias oscuras….con las que poco a poco se elaboraría…un estilo de vida nuevo en el que parecen concurrir ciertas actitudes que cobraron vigencia en el seno de la sociedad normalizada”. (Pág. 377)

 Méndez, a través de la recomendación de la almacenera, logró alquilar su casa familiar a una allegada de San Fernando. Firmó con ella un contrato por el que solo se comprometía acondicionar la casa y a mantenerla poniéndola a resguardo de nuevas incursiones. Pero la vecina, que se identificaba como “astrologa profesional”, resultó ser una promotora del consumo de marihuana  proveedora de varios vecinos incluyendo a Don Juan quien, no obstante, se la  prohibía a sus hijos. Lo cierto es  que después de unos meses se esfumó; dejando una serie de reparaciones inconclusas que agravaron el estado deplorable de la vivienda. También, una supuesta deuda con el jefe del clan cuyos hijos le habrían de facturarle a los propietarios después de su muerte extrayéndole primero un ventanal, y luego todas las instalaciones de la cocina.

Otro episodio de la especie también tuvo por escenario la casa abandonada: la hija de una prestigiosa escribana de la ciudad había adquirido la curiosa afición por las relaciones sexuales con trabajadores de la construcción. Uno de los jóvenes Pérez, que hacia changas en la ciudad, la invitó a pasar el Año Nuevo de 2000. Asistió acompañada de una amiga y de un cachorro de perro doberman, ambas alojadas en Nirvana en donde luego de la medianoche  protagonizaron una orgia con los hombres del clan. Algún imponderable ocurrió porque al día siguiente Don Juan le retuvo el can.

Anoticiado de las novedades, Hernán volvió a incursionar en su casa familiar descubriendo que esta vez una de las habitaciones  exhibía una cama que lucía impecables sabanas negras y un viejo farol reconvertido en lámpara. Junto con su esposa, volvieron a arrojar colchones y prendas al parque radicando, a continuación, una denuncia policial. Dos días más tarde, la joven retorno en una lujosa lancha con dos portentosos individuos impecablemente vestidos con la apariencia de  “patovicas” bolicheros. Don Juan se sumió con ella en una prolongada discusión que se terminó zanjando cuando abrió su cartera y le entrego dinero a cambio del rescate de su mascota. Al día siguiente, no pudo sino pedirle disculpas reconociendo al episodio como “bochornoso” y que “se le había escapado de las manos” aunque por razones distintas a las imaginables que resumió en una confidencia: “Y lo peor fue que pudieron todos….menos yo”. La picardía criolla se mezclaba con la desesperación de un hombre encerrado por una trama familiar legítima en el monte profundo pero vergonzante en el medio suburbano ajeno. La mengua simbólica de su autoridad familiar impactó su salud: atravesó largos periodos internado a raíz de la complicación del Mal de Chagas contraído en su infancia santiagueña y su diabetes crónica.

Falleció en 2002, generando un vacío de consecuencias previsibles. Su hija-esposa se unió con el  hijo de Alfonso Rodríguez, caudillo territorial del Arroyo Toro, quien hizo poco por contener a sus cinco hijos. Ni bien llegaron a la adolescencia, se radicaron en villas de las zonas. Todas las hijas adolescentes, en algunos casos casi niñas, huyeron del hogar familiar procurando embarazarse aunque no más fuera de  padres tránsfugas como seguro de respetabilidad limitada de abusos y violaciones. Los varones, en cambio, se unieron en pareja con adolescentes de otras familias llegadas después de 1983 y ninguno cayó en los oficios de la mala vida; salvo los dos hijos-nietos menores que con los años se hundieron en las garras del paco y que sobreviven en “situación de calle”. El mayor de esa saga familiar accesoria finalmente “se rescató” al encontrar trabajo como portero de una escuela en un rio lejano; pero su hermana siguiente recorre etapas hogareñas transitorias con  otras de desafiliación callejera acompañada de sus últimos hijos para desesperación menos de su madre que de su tía Silvia, nueva jefa simbólica del disperso.

Epilogo. Ricos y famosos, paraguayos y militantes neo hippies

Algo identificaba, sin embargo, a estas dos sociedades tan diversas: la coincidencia en la revolución de expectativas. El migrante recién llegado se parecía al más alto ejecutivo en que los dos querían ser lo que no eran…”. (Id. Pag.366)

“Rincón de Paz” se empezó a despoblar quedando solo Silvia y Néstor, una pareja de hermanos. La mujer ya tenía una hija con su padre; pero poco después, tuvo otros dos varones quienes no reconocen a Néstor como padre sino como “padrino”.  Era precisamente aquel que algunas noches de domingo salía embriagado exclamando quejas ininteligibles respecto de lo que ocurría en la casa. A diferencia de sus hermanos, exhibió una personalidad hosca y tímida salvo cuando se emborrachaba y salía temerariamente a recorrer los jardines machete en mano. Moralista, se peleó con todos sus hermanos salvo con su mellizo, alojado en otra isla de la zona. Su hermana, en cambio, asumió el rol sustituto de su padre convirtiéndose en la confidente y  consejera de sus hermanos en problemas. Rescata periódicamente a sus sobrinos permitiéndoles darse un baño y comer aunque solo por un día, frente a la actitud abandonica de su madre y el desprecio de su tío quien dice “no tener parientes…” y augurarles un final inexorable en medio de la selva urbana.

En el curso de los 2000, vendieron sus propiedades todos los vecinos descendientes de los isleños turistas de los 40. Pero el descontrol de los nuevos de clase acomodada también mordió el polvo de la desgracia. El más disruptivo, Ulrich Karcher, quien había comprado en el consorcio del este una casa lindante con la de su administrador, Héctor Del Buono, se destacaba por sus ruidosos arribos a la madrugada seguidos por fiestas que fueron motivo de pleitos y denuncias de sus vecinos. También, el auspicio de los fines de semana de competencias de decenas de jet sky  a cuyos amigos motosnautas agasajaba  suministrándoles desde el muelle voluminosas jarras de clericó. Una tarde se prendió fuego al detonar el tanque de una fumigadora de insectos colocada en su espalda. Una marea oportuna le permitió salvarse arrojándose al agua aunque sufriendo varias fracturas. Hijo de una familia de prósperos empresarios, sus hermanos le soltaron la mano cuando se convirtió en un dilapidador compulsivo de su fortuna. La casa sufrió embargos y en varias oportunidades estuvo al borde del remate hasta que un día desapareció tras trenzarse con un vecino que edificó en un terreno libre aledaño que afirmaba de su propiedad una vivienda homologada desde la autoridades municipales del catastro luego re recorrer el protocolo de rigor para la adquisición de una herencia vacante.

La casa fue inmediatamente tomada por Ramón, el esposo de otra de las hermanas Pérez descendiente de las familias europeas de clase media económicamente encalladas de la Segunda Sección de Islas. Pero luego de un preámbulo de asados  fraternos, las relaciones con sus cuñados no duraron en buenos términos y terminaron en enemistad jurada cuando tras la renuncia a su trabajo de colectivero les empezó a disputar el mantenimiento de parques. Dotado de una personalidad carismática, suscita los saludos entusiastas de los timoneles de cuanta embarcación colectiva o de carga pase por su isla y advierten su presencia. A lo que responde con chistes y morisquetas. Su celular no para de recibir mensajes demandantes a los que responde mediante metáforas propias las transacciones clandestinas. Como el ya anciano Roche, pero según un estilo festivo, exhibe los atributos de un puntero político corroborados por los contactos de los que se jacta con funcionarios locales.

“Los linajes se desvanecieron para dar lugar … a los clanes  económicos en los que se mezclaban fortunas de diverso origen” (Pág. 348) “…Los más imaginativos, en ese vasto campo de los servicios intermedios –las comisiones, los seguros, la venta de inmuebles- y especialmente aquellas actividades nuevas que crecían en los ambientes urbanos: la de las modelos, la de los promotores de publicidad, la de los promotores de espectáculos en la radio, la televisión o el cine…que se inscribían en los cuadros de la creciente tecnocracia…” (Pág. 345)

Unos doscientos metros al Oeste, Adrián Giménez Hutton, hijo de una vieja familia había realizado una carrera vertiginosa como documentalista, convirtió a su casa en medio de una tupida arboleda en una mansión a la que le adoso tres cuerpos interconectados: uno, con un sofisticado sistema de hidromasajes, y el otro con un sauna. Su apoteótico casamiento fue celebrando la fiesta en un catamarán en donde subió a decenas de invitados en camino del exclusivo recreo Atelier. Poco después, fueron  llegando otros invitados en lujosos yates y cruceros.

Pero no tardó en protagonizar una sucesión de tragedias. El Año Nuevo de 2000  le reservaba un accidente mucho más grave que a Don Juan: su invitado, Eduardo “Cacho” Vázquez, ex guerrillero, sommelier e influencer artístico desde su resto “El Club del Vino” se echó a nadar al rio con su esposa, la actriz Cristina Banegas. Su repentina desaparición motivo su búsqueda desesperada. Fue en vano: su cadáver apareció la mañana siguiente enredado debajo de un muelle. Un año más tarde, el avión privado que  trasladaba a Giménez Hutton hacia la Patagonia se estrelló falleciendo junto al empresario Agostino Rocca, y el reconocido periodista de La Nación, German Sopeña; entre otros. 

La política venal dejo también su huella en la zona. Nutridos contingentes de inmigrantes paraguayos ilegales se radicaron en los bajos del Paraná de las Palmas antes de su desembocadura en el estuario del Plata procediendo al desmonte para su posterior venta de madera silvestre. Los cargamentos circulaban por las noches en barcazas enormes con destino al Puerto de San Fernando. Toda esa zona se pobló de taperas que albergaban a los trabajadores ilegales que tras la tala debían dejaban trazados los canales de drenaje plantados nuevos gajos de sauces y álamos. Pero en pocos años, los ranchos se convirtieron en confortables casas de fin de semana con lujosas lanchas estacionadas en sus muelles. El hecho suscitó varias denuncias trasmitidas en programas televisivos.

Los inmigrantes fueron luego arrojados a terrenos en los confines del arroyo Segunda Hermana, afluente del Capitán por el norte, en donde procedieron a parcelar terrenos abandonados contrariando la voluntad de los Alegre que no obstante carecía de poder de fuego frente a su nutrido arsenal. En el Pacifico, las viejas quintas devastadas se fueron poblando hacia mediados de los 10. Veinticinco predios fueron usurpados por militantes políticos bien relacionados,  optando por una vida silvestre regida por la “diosa marihuana” combinada con otras plantas y hongos autóctonos. Distan de describir un origen marginal como lo prueban sus antiguos veleros anclados sobre el arroyo, seguramente heredados de sus familias. Como sus antecesores nudistas alemanes, desaparecen de la costa y se encierran en sus casas ni bien una embarcación incursiona en el arroyo merced al agua alta. Constituyen, así, un colectivo fantasmagórico reconocido despectivamente por los isleños como “los hippies”. 

La pandemia de Covid 19 se llevó a los últimos sobrevivientes de quinteros administradores. Desde hace algunos años, el término “territorio” empezó a expandirse ordenando la percepción de los isleños. El trato laboral informal mutuamente consentido con los clanes de la zona ha operado hasta hace poco como un seguro en contra de robos. Las tensiones entre los referentes estriban una regla tacita: ninguno puede incursionar en zona ajena sin las debidas represalias menos directas que bajo la forma de oportunas inspecciones municipales sobre emprendimientos que abarcan desde el comercio minorista hasta el turismo en cabañas. Testimonio de minoritarios casos de ascenso social desde la marginalidad. Como contrapartida,  el desgranamiento de los grandes clanes ha motivado zonas de influencia más reducidas respecto de las de los 90 y los 2000.

La cuarentena también ha dejado su saldo. Aproximadamente un tercio de las islas han sido puestas en venta ante el hartazgo de incursiones a sus casas y de una nueva modalidad de delincuencia que afecta por igual a isleños y turistas: el robo sistemático de lanchas. Se trata de una banda poderosa cuyo origen y operatoria los primeros conocen pero que se cuidan de denunciar o difundir entre los segundos por el miedo a una vieja represalia restituida en algunas zonas de la Segunda Sección: el incendio de viviendas precedido por aterrorizantes amenazas por mutantes números de whatsap. Y que operan por las noches previa inteligencia diurna de cada caso facilitados por la significativa desaparición de los patrullajes de la Policía bonaerense o de la Prefectura Naval. Su peligrosidad y potencia se corrobora por el robo ejemplar a importantes referentes isleños evocando, de paso, la perenne dificultad de acciones defensivas  conjuntas alvo algunas transitorias y de eficacia relativa. El costo inaccesible de los equipos elevadores termina de cerrar el ciclo “mal del sauce” para muchos isleños turistas; de ahí la nueva ola de venta.

Mientras tanto, el fantasma de una nueva marea se compensa por la realidad del cambio climático: brutales bajantes han reconfigurado los ríos borroneando los antiguos canales y motivando dificultades de navegación por encallamiento. De hecho; no ha vuelto a repetirse una nueva crecida desde las de 1982-83 pues las de 1992 y 1998 carecieron de la bravura de aquellas. Algunos memoriosos comparan al actual periodo con el abierto por la de 1905 que sorprendió la zona en plena trasmutación socioeconómica y que culminó en “la isla de masas” cuya detonación en fragmentos anomicos durante los últimos cuarenta años no aciertan a soldar un orden de sustitución a aquel de quinteros veteranos, turistas y peones.

Aun así, la cotidianeidad isleña exhibe testimonios perennes de los sucesivos ciclos comenzados hace un siglo. Varias de las antiguas lanchas a leña inauguradas hacia fines de los 20 siguen circulando reconvertidas en almacenes ambulantes. La inmensa mayoría de las “colectivas” no son sino aquellas confeccionadas por los armadores hacia fines de los 40. Recorren sus itinerarios respetando los mismos horarios planificados y constituyen un ámbito flotante de sociabilidad entre vecinos, turistas y maestras. Las maniobras de atraque de diestros capitanes asistidos por sus marineros suscitan la sensación de una temporalidad estancada corroborada los fines de semana por antiguos botes de regatas impulsados por esforzados remeros mezclados con los más modernos kajacs además de los cruceros, yates, lanchas particulares, despensas flotantes y lanchones madereros. Solo postales de un  frenético y silencioso “rio de fondo” sociocultural que las grandes mareas, por ahora olvidadas, ponían al descubierto con su correlato de nuevas jurisdicciones, poderes y referentes solo comprensibles para aquellos que sorteaban las pruebas del “mal del sauce”.

Bibliografía

Benencia, Roberto y Pizarro (coordinadores); Ruralidades, actividades económicas y mercados de trabajo en el Delta vecino a la Región Metropolitana de Buenos Aires. Buenos Aires. Ediciones Ciccus, 2018.

Galafassi, Guido P.; Historia Económica y Social del Delta del Paraná. Cuadernos de Trabajo. Instituto de Investigaciones histórico-sociales. Universidad Veracruzana. Veracruz, 2004.

Mikler, Sandor; Recopilación de trabajos sobre Antropología e Historia del Delta del Paraná. Tigre. Consorcio Productivo Delta, 1991.

Romero, José Luis; Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos Aires. Siglo XXI Editores, 1977.

Sarmiento, Domingo Faustino; El Carapachay. Buenos Aires. EUDEBA, 1964.

Sastre, Marcos; El Tempe Argentino. Buenos Aires. OCESA, 1958.


[1] Straccia, Patricio; El estrato orgánico en los humedales en el Delta del Paraná: resignificaciones en torno de su valor/importancia. En Benencia, Roberto y Pizarro, Cyntia (Coordinadores); Ruralidades, actividades económicas y mercados de trabajo en el Delta vecino a la Región Metropolitana de Buenos Aires. Buenos Aires. Editorial Ciccus, 2018.

[2] La institución pionera el fue británico “The Rowing Club” en 1873. Tres  años más tarde varias familias de la sociedad tradicional porteña crearon el Club La Marina. El “Canottieri Italiani”, el Suizo y el francés  (L`Aviron) fueron fundados en 1910, 1913 y 1920 respectivamente. En 1912 se inauguró formalmente el Tigre Club en un palacete contiguo al Tigre Hotel donde se instaló la primera ruleta del país. Ambos cerraron en 1934 cuando el eje turístico y del juego de elite se trasladaron a Mar del Plata.

[3] Así lo prueban  las subastas de tierras fiscales que de las 230 mil hectáreas quedaron reducidas a menos de 40 mil.

[4]  No hemos podido verificar los nombres de pila de ambos propietarios por lo que su referencia aquí procede del reconocimiento coincidente de cinco antiguos vecinos entrevistados entre 2012 y 2013.

[5] Destinados a recorrer vastas trayectorias pioneras en la zona fueron Vicente, Carlos y Pedro.

[6] Nacido en Transilvania, Hungría, e hijo de un imprentero, Mikler adquirió cierto reconocimiento ente los intelectuales españoles que visitaban a la Argentina durante los 20 y 30. Particularmente, con otro admirador del Delta, José Ortega y Gasset. El sitio de reunión era el Ateneo Esteban Echeverría de San Fernando.

[7] Alude a la fascinación que genera el “descubrimiento” de la isla por los turistas porteños disparando distintos imaginarios felicitarios al estilo de “mi lugar en el mundo”, un mundo de “paz y de armonía” y el juramento de, en algún momento radicarse definitivamente. Así se desprende de la denominación felicitaria que muchas “islas” preservan hasta nuestros días. Pero casi siempre, el encanto duraba poco: las mareas, las bajantes, las tormentas, las invasiones de mosquitos y de jejenes, las picaduras de avispones negros o rojos, los costos y la informalidad de la mano de obra eran razones como para invertir el hechizo y proyectar la fuga. El mal recorría, así, su ciclo fatídico según el cual “la isla” deparaba dos grandes alegrías: su compra y su venta. Algo así como el último estertor del romanticismo.

[8] En náutica se denomina así al tapado de fisuras mediante diferentes materiales como para que “no hicieran agua”; un deseo, casi siempre utópico.

[9] “Bienudos” devente del término despectivo de la denominada  “gente bien” con el que se distinguían por aquel tiempo las clases medias y altas por las medias bajas y bajas calificadas por las anteriores como “gentuza”.

[10] En idioma gallego, nostalgia.

[11] Había sido donada a la Iglesia por el empresario Luis Dodero siendo sus padrinos el Presidente Agustín P. Justo y su esposa..

[12] Calificativo prejuiciosos de los homosexuales.

[13] Hacia 1954, el municipio cambio de nombre: Las Conchas fue sustituido por el de Tigre en alusión a los “gatos del monte o “yaguaretés”. También fue re dominado el Rio Las Conchas por el “de la Reconquista” en homenaje a su navegación clandestina de los resistentes de Montevideo durante la Primera Invasión Inglesa a Buenos Aires en 1806.

[14] El desprecio del término “isla” por el de “quinta” era el emblema distintivo de los propietarios de clase media alta.

[15] Entre los profesionales más destacados los testimonios coinciden en identificar a Jorge Vainbuch, Pedro Oiserovich, Julio Marotto, Silvia Bleichman, Horacio “Chacho” Ferrer e Ignacio Maldonado.

[16] En la terminología isleña, el término significaba la imperdonable emigración que concluía en la marginalidad “villera”.

[17] Empobrecidos.

[18] Equivalente a amancebarse.

[19] De “guri” que en idioma guaraní significa niño.

[19] Equivalente a amancebarse.

[20] De “guri” que en idioma guaraní significa niño.