José Luis Romero editorialista de La Nación

ROGELIO ALANIZ

Desde marzo de 1954 a septiembre de 1955, José Luis Romero escribió los editoriales internacionales del diario La Nación; esto quiere decir que durante un año y medio elaboró de uno a dos editoriales por semana, una exigente reflexión acerca de los principales acontecimientos políticos internacionales de su tiempo.

Emprendió la tarea con su proverbial responsabilidad. Romero ya había incursionado en el periodismo, pero esta era la primera vez que lo hacía de manera sistemática, es decir con entregas periódicas y reducido –o extendido- a un tema complicado como la situación internacional. El tema demandaba información precisa y actualizada, tarea exigente en cualquier circunstancia, pero que en el caso que nos ocupa se agravaba, porque si bien Romero disponía de excelentes archivos, propios de su profesión de historiador, opinar acerca del devenir de la coyuntura demandaba una información pormenorizada.

Cometería el pecado del lugar común sugerir que aquel tiempo histórico fue singularmente complicado, en tanto el más elemental saber histórico observa que cada época, cada período incluye sus propios conflictos y coloca a los hombres ante dilemas de difícil resolución. Se supone que todos los “presentes” son intensos, dramáticos, inciertos. Esos años, 1954-1955, no eran la excepción. La guerra mundial concluyó en 1945, pero un año mas tarde se inició la guerra fría, que en algunos momentos amenazó en transformarse en guerra caliente y, al respecto, el escenario de Corea fue el territorio en el que todos los temores de una tercera conflagración mundial se hicieron presentes. Para 1955 los centros de conflicto se habían ampliado: Indochina, Medio Oriente y esa verdadera trinchera de la guerra fría que durante muchos años fue Alemania, con sus cortinas, sus muros y sus vidrieras.

Pasó la tormenta de Corea, pero las tensiones internacionales continuaron en un mundo en el que los dos bloques –comunista y capitalista- se iban consolidando con sus propias contradicciones internas y sus fuertes liderazgos. A los previsibles conflictos entre Estados Unidos y Rusia (y sus inquietantes consecuencias en una Europa que se recuperaba de los estragos de las guerras con sus principales dirigentes interrogándose acerca de las causas que permitieron que en un plazo no mayor a los treinta años el continente, y de alguna manera el mundo de entonces, se hundiera en dos guerras mundiales con sus secuelas de muertes y destrucción de recursos) había que sumarle los nuevos frentes de tormenta abiertos en Asia, África y América latina como consecuencia del irreversible proceso de descolonización y la emergencia de los nacionalismos con sus nuevos liderazgos, sus previsibles críticas a las antiguas metrópolis y sus inquietantes deslizamientos hacia el comunismo, como ya empezaban a denunciarlo los sectores más conservadores de Estados Unidos y Europa.

La diplomacia de la guerra fría, con sus tensiones y acuerdos provisorios, con sus espionajes y conspiraciones, sus cumbres y contracumbres, constituyen un capítulo muy interesante de la historia de la segunda mitad del siglo XX, porque fue en esos años cuando la humanidad en más de una ocasión jugó su destino, pero también fue en esos años cuando se fundaron algunas de la instituciones claves para un mundo que pretendía ser más justo, más libre y más pacífico.

Para la perspicacia intelectual de un historiador como Romero, ese escenario histórico le permitía ejercer sus singulares condiciones de analista político. Una ligera lectura de los editoriales escritos en estos meses permite apreciar esta noción de escenario -o puesta en escena- alrededor del cual Romero reflexiona atendiendo a los matices y las contradicciones de los procesos, sin perder de vista que los episodios y acontecimientos integran procesos históricos de los cuales no hay recetas previstas de antemano para asegurar sus desenlaces.

Situado en este punto de vista, el analista se esfuerza por hacer comprensible aquello que se presenta como un “caos”, sin renunciar a la pretensión de otorgarle una orientación a ese devenir de conflictos e intereses, devenir que no nace de la nada ni se dirige hacia algún fin previsto por un “invisible argumento”, sino que se despliega a través de la propia acción de los hombres.

El esfuerzo de objetividad no impide al editorialista, y en particular al ciudadano comprometido con su tiempo, “ejercer su criterio” en favor de un mundo que rehuya los horrores de la guerra y apueste a los beneficios de la paz y la coexistencia pacífica, opiniones que no son externas a la trama de los textos que desarrolla, sino que están presentes en la propia lógica de la reflexión política.

Romero se propone el desafío de conjugar opinión y reflexión histórica. Menudo dilema. Comprender, pero no juzgar es un enunciado justo pero de difícil resolución práctica. Lograr estas metas impone un saber histórico, un singular talento para entender los procesos de mediana y larga duración y las modificaciones de las coyunturas. Se trata de explicar cómo se tejen y destejen las redes de poder, sin dejar de sugerir que toda política reducida a la lógica del poder en algún punto fracasa o no cumple plenamente con el programa histórico de la modernidad y la ilustración, programa al que Romero adhiere sin reservas.

Escribir los editoriales de un diario como La Nación debe de haber representado un desafío intelectual interesante para un historiador de quién eran conocidas sus simpatías por el socialismo en sus vertientes reformista y liberal, y entendido como la realización plena de los valores de la cultura occidental. Hay derecho a suponer que hubo algo así como un acuerdo con la conducción del diario alrededor de los alcances y los límites de esa escritura en un espacio editorial que expresa las posiciones de un diario que siempre estuvo muy interesado en sostener aquella “tribuna de doctrina”, tal como lo expresara su fundador.

Dicho con otras palabras, la columna editorial de La Nación siempre fue un compromiso y una reafirmación de los principios y valores que en clave liberal sostiene este diario desde sus inicios. Que sus directivos hayan decidido que un historiador reconocido y un ciudadano con posiciones políticas manifiestas como Romero escriba los editoriales internacionales sugiere varias cosas. En primer lugar, las relaciones intelectuales y políticas entre las diversas vertientes del liberalismo argentino en sus versiones progresistas y conservadoras. Con la prudencia que los distingue, los directivos de La Nación convocaron a un reconocido intelectual, que en términos contemporáneos calificaríamos de “comprometido y progresista”, y también un público opositor del régimen político de esos años (atendiendo a la conflictividad política de entonces, ese rasgo estaba muy lejos de ser un detalle menor) para que escribiera sobre lo que ocurre en el mundo.

Hay una observación que no deja de ser sugerente: en los más de sesenta editoriales escritos en estos meses, solo hay contadas referencias a América latina, de lo que podría deducirse que acerca de ciertos temas demasiados sensibles por su cercanía con la política nacional, La Nación prefiere hacer silencio o reservar para otro periodista sus opiniones. Basta con pensar, por ejemplo, sobre los dilemas que podrían producir, en el editorialista y la conducción del diario, los sucesos que precisamente en 1954 tuvieron lugar en Guatemala con el derrocamiento del presidente Jacobo Arbenz y la visible intervención de la diplomacia norteamericana.

Romero debe escribir editoriales internacionales en un mundo en el que la información es un tarea complicada. Nada extraño, por otra parte, para un intelectual que desde hace años se había propuesto indagar acerca del origen y el destino de la cultura occidental, desde Roma y Grecia hasta la actualidad, con recursos que hoy podríamos calificar de artesanales y a los que Romero transforma en profesionales. Tal como lo recuerda su hijo, Luis Alberto, desde el momento en que su padre decidió asumir la responsabilidad de escribir estas editoriales, toda la familia se dedicó a recoger información que permitiera hacer posible la escritura en un tiempo en que –no está demás tenerlo presente- no existía internet, wifi, wikipedia…

Al respecto, y a la hora de arriesgar alguna comparación entre aquel pasado y este presente, no deja de ser sugestivo que esta tarea de editorialista le permitió a Romero sostener económicamente a su familia, en un tiempo en que las arbitrariedades del régimen político vigente en la Argentina le impedían ejercer su actividad docente. No deja de provocar una sensación parecida al asombro saber que los honorarios que entonces pagaba un diario a un editorialista permitían sostener con decoro a una familia de cinco personas.

Que un historiador, ya para esa época uno de los más destacados del país, escriba los editoriales de un diario tradicional, habilita a un debate acerca de las relaciones posibles entre el historiador y el periodista y las conexiones entre la lógica del historiador y la lógica de una empresa periodística.

Decía que la columna editorial expresa el pensamiento o las posiciones del diario, a diferencia de la habitual columna de opinión en la cual el columnista expresa sus puntos de vista, que en algunos casos pueden no coincidir con los de la empresa. Diferencias, innecesario decirlo, que tienen un límite, ya que también el columnista a la hora de escribir establece un pacto tácito con la empresa, en el que se establecen los alcances de su escritura.

En la página editorial, que no suelen ser escrita por los directivos sino por periodistas o escritores designados por las autoridades del diario, también se establece un acuerdo que a veces es tácito y a veces es expreso. Sin embargo, en este punto también son necesarias algunas consideraciones. Entre los directivos y el escritor se arriba a un acuerdo alrededor de las posiciones que todo diario con página editorial sostiene, pero ese acuerdo posee la flexibilidad que impone la propia realidad cotidiana y las alternativas y vicisitudes del lenguaje. Un diario se escribe todos los días, y si bien toda opinión responde a ciertos posicionamientos ideológicos, culturales, religiosos o políticos, las exigencias de lo cotidiano suelen desbordar incluso las posiciones más rígidas. Pero no solo lo real, con su dinámica impensada, suele establecer sus condiciones; también el exclusivo y singular trabajo con las palabra rehuye formulas rígidas o controles estrechos.

Dos personas pueden compartir la misma ideología e incluso la misma valoración de un acontecimiento, pero al momento de expresarlo sus palabras no serán exactamente las mismas. La subjetividad actúa y en esa subjetividad están presentes cuestiones mucho más complejas que un recetario ideológico, porque –es necesario decirlo- la percepción de un hombre acerca de la realidad desborda toda ideología.

Por otra parte, una ideología en esta situación debería ser pensada más como una franja que como una línea. En el caso que nos ocupa, Romero comparte con los directivos de La Nación algo que, para decirlo con comodidad, es el ideario liberal, pero ese ideario admite posiciones más conservadoras o progresistas, más rígidas o flexibles, líneas que en la vida real suelen ser difusas, cambiantes. Las diferencias, de todos modos, no se explicitan en términos abstractos, sino que se hacen presentes en la trama misma del lenguaje. Un adjetivo, un énfasis, una manera de iniciar la frase, de organizar el fraseo o la puntuación, suele dar cuenta de esas diferencias “invisibles”, imposibles de limitar desde una pretendida racionalidad discursiva.

Loa matices se hacen presentes en el lenguaje y a través de los modos más inesperados. Un ejemplo tal vez ilustre esta aseveración. En un editorial, Romero, al mencionar la crisis del Partido Laborista inglés, concluyía con un genérico deseo de que esta fuerza política supere la crisis. Un comentario si se quiere formal, que podría hacerse extensivo a cualquier partido democrático. Sin embargo, tal como él lo comentara luego con tono divertido, el editor del diario le dijo, con el más correcto y amable de los tonos, que ese deseo sobre la larga vida del laborismo tal vez era el suyo, pero no el del diario, a quien la “salud” de ese partido lo tiene sin cuidado. Un detalle, detalle que apenas alcanza a expresar una diferencia, pero sin embargo la expresa: ni el simpatizante más entusiasta de los tories británicos reconocería el aporte del laborismo a la democracia del país.

Digamos que un editorialista escribe, no repite fórmulas. Su labor es la de un recreador y en algunos casos un creador. Y basta leer cualquiera de los editoriales de Romero para advertir que todo editorial bien escrito es siempre un acto de creación alrededor de las exigencias de las ideas, el lenguaje y el objeto a reflexionar, ese obstinado y exigente esfuerzo del escritor para decir algo significativo del presente.

El otro punto a tener en cuenta es el de las relaciones posibles entre el editorialista y el historiador. En diferentes debates se ha insistido en que la diferencia principal entre uno y otro es la relación que establecen entre el presente y el pasado. Dicho de una manera lineal, el historiador reflexiona sobre el pasado, mientras que al editorialista debe opinar sobre el presente.

Sin necesidad de entrar en un debate acerca de las complejas relaciones entre pasado, presente y futuro, admitamos que el historiador necesita cierta “distancia” para elaborar un conocimiento histórico, mientras que esa distancia para el escritor que trabaja el tiempo presente no existe o por lo menos es mucho más reducida.

En los últimos años algunos historiadores han reflexionado acerca de lo que denominan la historia del tiempo presente. Estiman que es posible abordar el espacio de la coyuntura con las herramientas del historiador profesional, un abordaje que tendrá sus límites, como lo suele tener cualquier abordaje histórico, pero también sus propias posibilidades.

El debate no está cerrado, pero lo cierto es que esta relación entre el saber del historiador del pasado y el saber del historiador del tiempo presente se ha reducido y más allá de las peripecias académicas del caso, muchos historiadores hoy escriben en diarios y revistas analizando con sus recursos profesionales los resbaladizos avatares de la coyuntura.

En el caso de Romero, lo que está presente a la hora de involucrarse con el presente es el compromiso del ciudadano. En diferentes escritos y entrevistas él ha distinguido las exigencias de su labor profesional de las exigencias de su conciencia democrática para opinar -y no solo opinar- acerca de las alternativas de la política. Su afiliación al Partido Socialista, su labor como rector de la Universidad de Buenos Aires, sus críticas a los diferentes totalitarismos de su tiempo, dan cuenta de un intelectual que sin renegar de las virtudes de la “torre de marfil” no vacila en meterse de lleno en las luchas cívicas cada vez que su conciencia así se lo dicta. En ese sentido, José Luis Romero fue, para emplear un término muy en boga en aquellos años, un intelectual comprometido.

Lo que importa establecer a continuación es si ese compromiso no solo está presente en su escritura, sino si esas reflexiones sobre el presente incluyen las “habilidades” de un historiador. Basta para ello leer –si se quiere “a vuelo de pájaro”- sus editoriales para advertir que solo un historiador profesional, solo una persona acostumbrada a contemplar el despliegue de lo real y pensar en términos históricos, puede escribir en esos términos, esto es, disponer de una “mirada amplia” sobre los procesos históricos, sobre sus contradicciones y tensiones, para expresar luego en palabras cada uno de los acontecimientos que presenta la vida histórica, atendiendo a sus matices, su diversidad e incluso sus enigmas.

Si admitimos que esto es así, me voy a permitir contradecir al maestro. Sus editoriales podrían ser los de un ciudadano preocupado por los rigores del presente, pero yo diría que en primer lugar son los de un historiador. Imposible escribirlos, imposible contemplar el mundo e indagar sus claves sin esa conciencia histórica y sin ese “oficio”. Los textos disponibles no solo son un ejemplo de periodismo editorial, sino un ejemplo de historia en tiempo presente, un testimonio de cómo se sitúa un historiador para pensar el mundo.

En la pormenorizada entrevista que a mediados de los años setenta le hace Félix Luna, a la pregunta acerca de la pertinencia de un historiador medievalista para escribir sobre historia argentina, Romero responde, con un levísimo toque irónico, que solo un medievalista puede entender en serio la historia argentina. En el mismo tono, bien podríamos permitirnos decir que solo un historiador profesional, interesado en las marchas y contramarchas de la historia, puede entender el presente y, sobre todo, el mundo presente. ¿Solo un historiador? Podríamos corregir, observando que solo el político, el ciudadano o el periodista dispuesto a trabajar con los criterios de un historiador puede entender la marcha del mundo y sus relaciones con la vida nacional.

La lectura de los editoriales de Romero son una fuente de aprendizaje, pero brindan también la posibilidad de disfrutar de un pensamiento lúcido expresado con elegancia, y en algunos momentos con notable calidad literaria. Romero –qué duda cabe- es un excelente escritor, pero esa excelencia proviene no solo del dominio de las reglas formales del lenguaje, sino de una mirada que incluye el saber, la cultura y una sensibilidad cultivada con esmero.

Una opinión personal me sea permitida: no hay buen historiador sin un buen escritor. Es más, todo historiador que merezca ese nombre es por definición un excelente escritor, en tanto toda creación histórica es siempre un acto de creación de palabras.

Estas certezas, y de alguna manera, este “don”, Romero las manifiesta en su obra histórica, pero también están presentes en sus editoriales. Leerlas es participar en una clase magistral acerca de las relaciones -flexibles, cambiantes, tensas- entre la mirada global y la mirada particular, entre el todo y las partes, entre la estructura y el acontecimiento. También acerca de las relaciones entre los diferente tiempos: largos, cortos, medianos y las tensiones entre los procesos “objetivos” y la intervención de los hombres, entre el carácter histórico del tiempo presente, las incertidumbres del futuro y las exigencias de avizorarlo.

Semana a semana, mes a mes, el lector contempla el devenir con sus contradicciones y sus incógnitas. El mundo cambia y permanece, la realidad rehuye las definiciones simplistas, los ejercicios maniqueos entre buenos y malos, las ilusiones acerca de una historia con argumentos operando al margen de la historia. Como escribiera otro gran historiador, “Todo es historia”. Romero transforma esta consigna en realidad verbal, en palabras; en ese singular despliegue de rigor profesional e inspiración artística que hace posible ese instante único, exclusivo en que el presente empieza a ser historia.

Ver José Luis Romero: Editoriales en La Nación de la Argentina, 1954-1955.