José Luis Romero en “Redacción”

ANALÍA ROFFO

No recuerdo la voz de José Luis Romero, pero sí sus manos. Sentado sobre uno de los escritorios enormes de la revista Redacción, en 25 de Mayo 489, pasó muchas tardes de aquellos tormentosos años 70 charlando con todos los que lo escuchábamos como feligreses.

Los más  jóvenes (Pablo Mendelevich, Alberto Amato y yo) recién empezábamos en el periodismo y rondábamos los 20 o un poco más. Habíamos leído muy poco de la obra de Romero. Hugo Gambini, Carlos Russo, Oscar Troncoso conocían bien sus textos y admiraban su militancia en el socialismo; venían con los antecedentes áureos de Primera Plana y rondaban los cuarenta y pico. A todos Romero nos deslumbraba.

Yo, perdonen la insistencia, estaba tan atenta a las manos de Romero como a lo que decía. Él mismo contaba que era buen carpintero y jardinero. Para mí, esas manos eran operísticas, histriónicas como todo él. Estaban siempre en acción, mostrando cómo cada hecho, cada proceso, no era autónomo, sino que se vinculaba con otros en una red obstinada de causas y consecuencias que ningún analista serio podía dejar de observar. Había algo de lazo social definitivo, de red permanente entre los acontecimientos, y para reflexionar sobre ellos había que ser capaz de una mirada aguda y sin prejuicios.

Yo pensaba en una palabra, entronque, cuando Romero hablaba en el silencio de una redacción que siempre era desprolija y gritona, salvo cuando él nos visitaba.

Muchos años después, y con emoción, descubrí que él mismo usaba la palabra entronque para describir los hechos históricos y para exigir que un buen profesional supiera diagnosticarlos. En su oficina del Centro de Historia Social en la calle Lavalle, a dos cuadras de la vieja Facultad de Filosofía y Letras “de Viamonte”, él usó la palabra entronque para orientar al historiador visitante Ruggiero Romano en sus clases: “Muestre el entronque, el vínculo que tienen todos los problemas de los que va a hablar – lo estimuló- . Eso que hacen los árboles, la vid”. Esa imagen de  sus manos acompañando con énfasis la sugerencia didáctica es para mí indeleble.

Sin modestia, creo que a Romero le gustaban Redacción y su gente. Era una revista mensual hecha a pulmón por un puñado de periodistas entusiastas, muy crítica del gobierno peronista (su primer número es de marzo de 1973) y escrita de manera llana. Intuyo que en cuanto Gambini, su director, lo invitó a colaborar, lo hizo con afecto e interés.

La primera nota firmada por Romero apareció en el número 2 de Redacción y la última, en agosto de 1979. Romero murió en febrero de 1977, pero el original había quedado traspapelado.

Es conmovedor volver a leer los artículos casi medio siglo después. Los que vivimos en aquellos años aún estamos sobrecogidos por la violencia política y la incapacidad de encontrar consensos. De la experiencia del peronismo de los años 70 y de la dictadura del 76 al 83 se han escrito muchos y buenos libros, pero las secuelas no se han procesado todavía. Por eso es conmovedor, reitero, encontrar en las notas de Romero tres rasgos conjuntos, imposibles en esos años y esporádicos hoy: solidez intelectual, serenidad de juicio y empatía con los hechos y los protagonistas.

Cinco notas y varias obsesiones

“Ganó Perón” abre Romero, como un mazazo, “El carisma de Perón”, publicada en el número 2, de abril de 1973.

No ganó la lista de Cámpora  y Solano Lima, sino el viejo general. Eso habla más de la sociedad que del sistema político.

Dos preguntas guían el análisis riguroso de Romero: qué es Perón (no quién) y quiénes son los derrotados.

La personalidad de Perón es un problema, pero anecdótico. Es mucho más importante desentrañar qué significa esa figura, cuáles son los contenidos de los que la sociedad lo inviste.

Romero no desaprovecha jamás la oportunidad de ser didáctico. Introduce el concepto de carisma y se ocupa de explicar que viene de la sociología y de Max Weber, e incluso de la teología. Atento a sus raíces y a su forma de entender el mundo, necesita inscribir el carisma en la historia social. Nadie tiene carisma, dice, si la sociedad no se lo otorga y si no proyecta sobre él sus emociones y expectativas.  En esa proyección siempre hay contenido simbólico. “Perón simboliza una rebelión primaria y sentimental contra el privilegio”, define. Ese es el denominador común que amalgama a los que lo votaron. La Constitución niega todo privilegio, pero la sociedad argentina comprueba que existen desde el comienzo de nuestra historia y sabe que hay exclusión o la padece (como los indios, los “cabecitas negras” o los inmigrantes).

Romero sospecha que en esa decisión del electorado hay protesta, no verdadero ímpetu de cambio. Siembra en esta primera nota un eje que cruzará el resto: la argentina es una sociedad con severos problemas para producir y sostener transformaciones modernas y equitativas. Es que tanto en la colonia como en el aluvión inmigratorio, las clases tradicionales supieron mantener privilegios. Ni siquiera consignas tan potentes como “la causa contra el régimen” (alentada por Yrigoyen) fueron capaces de transformar la estructura de privilegios.

Por eso mismo el voto por Perón (y no por la fachada de Cámpora) tiene un contenido más social que político. Romero vuelve al mazazo de su tono periodístico libre: es un voto sin programa porque es todo grito.

Ese gesto diseña claros derrotados: no los partidos políticos sino la elite argentina que desde 1930 no hace sino perpetuar sus privilegios sin encontrar soluciones a los grandes problemas.

En los últimos párrafos aparece otro de los ejes obsesivos de los artículos de Romero en Redacción. Esa elite derrotada no ha logrado tampoco generar consensos estables. Por su ambición y rapacidad es también ilegítima.

Romero, perseguido por sus ideas por el peronismo en los 50, cierra su nota sin advertencias ni prejuicios. Solo se pregunta, calmo, si podrán esta vez los elegidos no sumarse a la elite del privilegio.

En el análisis político, Romero funciona a pura empatía. No comulga con el peronismo ni lo absuelve, pero puede ponerse en el lugar de sus votantes y entender sus sentimientos y decisiones. Una historia de las mentalidades, como eligió hacer siempre.

“Antes de disgregarnos” apareció en el número 33, en noviembre de 1975.

Otra vez Romero escruta a la sociedad, no a los individuos. Esta parece estar enferma y niega el diagnóstico. “Dios ha dejado de ser criollo”, sentencia categórico, con una ironía que sin duda sus lectores disfrutan.

Es curioso. Uno recuerda el clima de época, con Isabel Perón en la presidencia y la Triple A trabajando a destajo, pero lee a un Romero que no pierde el timón ni el equilibrio y que cree que todavía hay un plazo para evitar la disgregación de la sociedad. Es un Romero sereno pero no ingenuo ni banal: es imperioso reconocer que “la solución de las crisis sociales  son siempre decisiones políticas”.

Se resiste a unir fatalmente la crisis del peronismo a la del país. Si hay una conciencia general, cree, es posible escapar a la crisis del peronismo y no arrastrar a todos con ella.

Insiste en que más allá de la economía o la moral, la disgregación es el problema mayor. Está convencido de que el país está ante una crisis de largo plazo, como son todas las que importan (aquellas que se van desarrollando larvadamente y de las que es difícil detectar sus síntomas iniciales).

Y, otra vez, ese Romero miope sólo porque usa anteojos ilumina el diagnóstico que los demás no ven: el tejido que está en riesgo es un sistema de relaciones que forja los consentimientos definitivos que sostienen el orden jurídico y político, y de los que se esperan estabilidad y  desarrollo. Reaparece la angustia por los consensos esquivos, endebles, casi imposibles.

¿Por qué no son sólidos? Romero se contesta con amargura. Es que la sociedad suele descubrir que ese orden efímeramente consensuado beneficia siempre “a los otros”. El consenso entonces se quiebra y se suplanta por un sucedáneo cruento, la construcción de un enemigo, que induce a la disgregación social.

El proceso puede avanzar como una gangrena y hay tentación de recurrir a la fuerza para suturarlo. Pero la fuerza nunca alcanza a recrear aquel consentimiento perdido, advierte meses antes del golpe militar del 76. Si la sociedad quiere salvarse, tendrá que impulsar el cambio, la reformulación de sus relaciones. “Eso es la política, más allá del insano juego del poder, más allá de la delirante pasión por la conservación o la conquista de privilegios sectoriales”, escribe.

¿Hay salida de una situación tan dramática? Romero vuelve a esperar contra toda esperanza. Es, quizás, un voluntarista irredimible. La posibilidad de disgregación social, dice, ni es una catástrofe ni hay un responsable individual. Hay que identificar bien el proceso y encontrar una política de salida.

Hasta el 30, en la Argentina se verifican consenso, estabilidad y ascenso social. La estabilidad era tal, que las clases dirigentes hasta pudieron transferir el poder a clases populares que casi tenían sus mismas expectativas.

Pero la crisis de 1929 patea el tablero. La vieja estructura agropecuaria cruje en la crisis mundial. Una nueva sociedad – un sistema de relaciones distinto- comenzó a forjarse. Se registran nuevos sujetos sociales y nuevas pujas de intereses sectoriales.

En ese proceso está el germen de la disgregación social no resuelta. “Comenzó una sorda lucha de todos contra todos”, explica con crudeza.

Y sigue sin paños fríos. “El panorama actual es desolador”. No diluye culpas: tanto el poder carismático de Perón como los partidos políticos están en deuda con la Argentina desde hace tiempo.

Los discursos que fueron convincentes en el 30, el 45, o el 55 ya son estériles. “La vida histórica no se alimenta de retornos sino de creaciones. Hay que crear ideas, soluciones, proyectos”. Exige una política para el futuro, liberada de fantasmas y nostalgias. Romero historiador elige mirar hacia delante. Es enérgico y, consciente del abismo, pide realismo, audacia y pies en la tierra.

Al mes siguiente, en el número 34 de diciembre de 1975, Romero publica “La crisis”.  Se obliga a repensar para qué sirve un historiador  y se contesta que “para avivar la memoria de los demás y ayudarnos a vincular unas cosas con otras”. Veo sus manos, haciendo el enérgico gesto del entronque.

Se lo intuye con la angustia de quien descuenta los escenarios que vienen. Por eso necesita ordenar el cuadro, revisar otra vez de dónde viene esta tragedia repetida. Hace inventario desde 1929 y señala que la crisis de los mercados de Argentina repercute en su estructura socioeconómica. Desde entonces solo hay “arbitristas” y ausencia de una elite lúcida; por eso el país funciona al azar.

A Romero no le preocupa repetirse: machaca sobre su teoría de la ausencia de elites y dispersión de intereses. Tantos grupos en pugna por intereses sectoriales mezquinos no han hecho más que sumar heridas e imposibilidades a una sociedad en la encerrona.

En semejante crisis, Romero se atreve a desafiar; quizá sea este el momento de buscar entender realmente a Perón y al peronismo, como hizo Alberdi con el fenómeno de Rosas.

Cuando todo se descascara y la mayoría cree sólo en soluciones violentas, Romero sigue obstinado en la reflexión. Leído medio siglo después, su texto emociona. Parece casi el Galileo de Brecht, que clamaba apostar, aun en las tinieblas, por “el manso poder de la razón sobre los hombres”.

Esa apuesta implica recuperar el orden, sabiendo que ese no es el principal problema, ni el más profundo. El desorden tiene que ver con un proceso de cambio indetenible y la construcción de una sociedad nueva. Se necesita entonces una política positiva para el cambio, que pueda conducirlo y no obturarlo, y se maneje sin sectarismos. La crisis argentina es de expansión, de crecimiento, y no puede depender de políticas restrictivas sino de aperturas programáticas y mentales.

“Faltan proyectos y sobran temores, falta imaginación”, azuza. Faltan políticas para mostrar a los más agresivos “que hay un destino común y deben integrarse a él”. Los dirigentes lúcidos, si los hubiera, tendrían que convencer incluso a los violentos de que el país también es de ellos.

Y apura nervioso como el que descuenta que el tiempo no está del lado de los mansos: “hay que hacer todo pronto, antes de que nos disgreguemos”.

Enero de 1976 abre con “Esta elección y la otra”, en el número 35 de Redacción.

Están previstas próximas elecciones y es imperioso reflexionar sobre qué pensaban los siete millones que votaron en el 73 por el peronismo y qué piensan ahora, en los comienzos de este año oscuro. Romero no se engaña ni es complaciente con sus lectores: el verano caliente del 73 irradió pensamiento mágico. Se respiraba confianza ciega en el líder que resolvería todas las contradicciones; se soñaba con un cambio que se produciría según los deseos de esa mayoría encendida. “Gratuitamente y sin esfuerzo para nadie”, desde ya. Nadie pensaba en pujas sectoriales ni en costos desmesurados.

Precisamente, porque nada del pensamiento mágico devino en realidad sensata, es tan importante saber qué piensan en este verano agónico del 76 los optimistas de tres años atrás. No es fácil, porque muchos se han olvidado de todo, destila ironía Romero.

Se pregunta si el llamado a nuevas elecciones dará lugar a propuestas distintas. Pero necesita volver a entender qué pasó en el 73. Cree que la mayoría quiso un cambio, “no de estructura, sino de sistema de participación”.

Semejante deseo es clave para la movilidad social ascendente, pero exiguo para transformaciones definitivas.

Romero va aquí hasta el hueso. En realidad, ese voto mayoritario expresó que todos querían participar de los privilegios, no arrasar con ellos.

Pero nadie se preguntaba quién pagaría la fiesta. “No se habrían juntado siete millones de votos si se hubiera planteado el problema de cómo se iban a multiplicar los panes y los peces. La duda era sacrílega”, sentencia.

Retoma entonces la marcación del leit motiv de la tragedia argentina: esperar un cambio, sin que este sea verdadero. El voto parece encerrar siempre la expectativa de “un sistema en el que no haya privilegiados, sino que todos lo sean”, sin hacerse cargo jamás de sobre qué espaldas recaería el cambio.

Como era previsible, todo fracasó y aparecieron aprendices de brujos. Con la intención de conjurarlos, Romero vuelve a algunas de sus definiciones recurrentes.

Argentina es un país rico y fuerte, pero ese mito sobrepasa la realidad. “La primera revolución que hay que hacer es mental, para ponernos en claro acerca de nuestras posibilidades como conjunto social y despertar nuestras responsabilidades”. Ya pasó el tiempo del sentimiento individual de hacer la América. Ahora el destino es colectivo.

Es piadoso, no quiere cargar las tintas sobre el gobierno

peronista, pero le recrimina no haber sabido canalizar la enorme esperanza social que lo acompañó. Argentina desperdició una oportunidad increíble, se entristece, y tantos sentimientos de frustración, desaliento e impotencia no pueden sino desembocar en actitudes suicidas. El olfato de Romero detecta qué tiempos  llegan para una sociedad poco compacta, donde la esperanza se galvanizó en un líder autocrático, y que carece de una elite dirigente con talento y principios.

La nota cierra con la misma angustia que la recorrió entera. ¿Sabemos los argentinos qué queremos? Si es un cambio,

¿sabemos lo que estamos dispuestos a hacer por él?

Más de dos años después de la muerte de Romero en Tokio, lejos de tantos afectos, Redacción publicó en el número 78, de agosto de 1979, “La crisis moral”, una nota inédita que había sido traspapelada, aun cuando hay datos que señalan que fue escrita en enero del 76.

En ella Romero vuelve a otra de sus obsesiones. ¿Cuál es la crisis argentina más profunda y cuáles las derivadas? Se centra en la crisis moral, que lo desvela.

No es admonitorio ni prejuicioso. Pide no llorar entre las ruinas. En el fondo, ninguna nostalgia sirve: el pasado no ha sido mejor. Se exige, y les exige a los lectores, talante calmo, fría objetividad y  coraje para llegar hasta el fondo.

Romero está convencido de que el sistema de normas legado por padres y antepasados en general ha desaparecido y sólo queda en pie una especie de escepticismo moral.

Acuerda con que esta realidad no es muy distinta de la de otros países. Pero en el nuestro se vincula con que la Argentina perdió cohesión social y se desliza hacia una disolución de las normas. La Argentina criolla tenía cohesión y ciertos patrones morales, lo cual no significa que se cumplieran siempre. Pero sabía combinar una moral tradicional con otra, más burguesa y pragmática, que podía transformar un principio ético en convención utilitaria (“no robarás” es la suma del principio bíblico más la ley penal más las buenas costumbres de una sociedad basada en la propiedad privada y el respeto por el dinero). En definitiva, un sistema simple y contundente que aseguraba las relaciones humanas.

Romero elige esta vez no pararse en 1930 como origen de la crisis recurrente, sino remontarla hasta la mitad del XIX, cuando empieza la disolución de las normas. Hay en esa etapa un verdadero aleph: corrientes migratorias, urbanización, ascenso social y económico y la escasez de elites, suplantadas por grupos de poder, de opinión o de presión, siempre atentos a sus propios intereses. Pueden recordarse figuras aisladas, pero sin capacidad suficiente para armar elites vigorosas y orientadas a un verdadero proyecto nacional. De ahí al deterioro y la quiebra del sistema moral hay apenas pasos, que la Argentina no omitió dar.

Casi medio siglo después, es redundante hablar de la vigencia de las ideas de Romero. Camadas enteras de intelectuales llevan las marcas de haberlo leído y admirado. En el inventario de las obsesiones de estos artículos periodísticos está cifrada la tragedia argentina actual: una sociedad disgregada, con convicciones éticas lábiles, que escamotea cambios decisivos y vive en la orfandad de elites que vean más allá de sus propios privilegios sectoriales y sean capaces de consensos estables y productivos para todos.

Marc Bloch ansiaba que el historiador fuera “un ogro dispuesto a oler carne humana”. Tucídides decía que su obra no estaba pensada para satisfacer a un público inmediato sino para durar para siempre. Romero supo bascular como nadie en el cruce genuino de ambas expectativas.

Textos de José Luis Romero

Romero, José Luis. “El carisma de Perón”. En Redacción, vol. 1, nº 2, Buenos Aires, abril de 1973.

Romero, José Luis. “Antes de disgregarnos”. En Redacción, vol. 3, nº 33, Buenos Aires, noviembre de 1975.

Romero, José Luis. “La crisis”. En Redacción, vol. 3, nº 34, Buenos Aires, diciembre de 1975.

Romero, José Luis. “Esta elección y la otra”. En Redacción, vol. 4, nº 35, Buenos Aires, enero de 1976.

Romero, José Luis. “La moral: ¿otra crisis?” [Enero de 1976]. En Redacción, Buenos Aires, n. 78, agosto de 1979.

Romero, José Luis. “El caso argentino”. En Seminario Problemas de la democracia, el autoritarismo y el desarrollo en los asuntos hemisféricos, Center for Inter-American Relations, Nueva York, 1976.