José Luis Romero: Los orígenes del mundo moderno y el devenir del espíritu burgués

SANTIAGO FRANCISCO PEÑA

CONICET / UNIPE / UBA

I

Cuando José Luis Romero advirtió—con palabras que no son sino un eco de un Petrarca o de un Montaigne—que el paso del tiempo tornaba “gigantescas las sombras de los claros genios antiguos”, probablemente no imaginara que aquel diagnóstico de impronta humanista se aplicaría con tanta justicia a su memoria.[1] En el ejercicio del oficio, Romero honró el rol protagónico de los historiadores en la vida cultural, política e institucional de la Argentina, inspirado en el ejemplo de la vita activa.

Su obra convoca naturalmente a los modernistas por el papel central del agente histórico a cuyo estudio dedicó sus mayores esfuerzos: la burguesía. A punto tal que su concepción de “espíritu moderno” llegó a confundirse con aquella otra de “mentalidad burguesa”. Por este motivo se lo ha inmortalizado como uno de los primeros historiadores que, desde de estos territorios australes, intentó “dibujar una perspectiva de la historia occidental”.[2] Nos proponemos aquí revisitar precisamente los alcances de aquella perspectiva y seguir la evolución de sus nociones sobre los orígenes de la modernidad. Veremos que Romero desarrolló una obra vasta en torno de la modernidad temprana cuyas profundidades distan aún de haber sido exhaustivamente exploradas.

Al detenernos en sus maestros, vemos revelarse algunas de las orientaciones epistemológicas y metodológicas en sus trabajos sobre la modernidad. Sabemos, por ejemplo, que la dirección de Pascual Guaglianone durante sus estudios doctorales en los años 30 marcó el temperamento intelectual de Romero y le transmitió su pericia archivística, además de alentar su propensión a la vita activa.[3] Menos nítido es el rol que tuvo en la dirección de su tesis el erudito Clemente Ricci, pionero en la profesionalización de la filología en nuestro país y en la implementación de métodos que gozarían de larga vida en el sistema científico y educativo argentino (como lo serían los seminarios inspirados en el modelo académico alemán). Lo cierto es que la influencia de aquel sabio italiano—primer demiurgo del Instituto de Historia Antigua y Medieval de la Universidad de Buenos Aires que hoy lleva el nombre de Romero—no puede haber sido sino mayúscula para él al momento de elegir como primer objeto de estudio sistemático las vicisitudes de la República romana.[4]

La decisión de seguir sus estudios en la capital bonaerense parecía haber sido impulsada por la presencia de su hermano Francisco, quien había establecido allí un círculo de estudios filosóficos de relevancia.[5] En sus años de estudios en La Plata, el entusiasmo suscitado por sus diálogos con Alejandro Korn y Pedro Henríquez Ureña contrastaba con su distancia frente a los referentes de la Nueva Escuela Histórica—ya en ese entonces tibiamente desafiada por ciertas voces renovadoras en el interior de los claustros y, fuera de ellos, por un agonal “revisionismo”. José Luis, claramente lejano a las lecturas comunitaristas de este último, tampoco se sentía a gusto con el método de Ricardo Levene y Emilio Ravignani, y pronto se revelaría como un audaz protagonista de la renovación.[6]

Su formación filosófica lo conducía hacia otras latitudes historiográficas, convencido de la afinidad esencial compartida por las “ciencias del espíritu”, las Geisteswissenschaften que reconfiguraron el estudio de las humanidades en la academia alemana en la transición de las tradicionales artes liberales al moderno sistema científico universitario.[7] Francisco Romero tenía mucho que ver con la difusión de estos principios en el Río de La Plata, al introducir en sus cursos a autores como Bergson, Husserl, Heidegger y, fundamentalmente, Dilthey.[8] Esta influencia de la Geistesgeschichte en sus años de formación llevó a José Luis a rastrear el devenir de ese “espíritu moderno” que había impulsado a Jacob Burckhardt a crear la noción de Renacimiento y a fundar con ella una moderna Weltanschauung o “visión del mundo” destinada a perdurar hasta nuestros días. Ya en 1933, un joven Romero expresaba en La formación histórica que

“es esa actitud ante el mundo y la vida—lo que los alemanes han llamado Weltanschauung —, esa peculiar y espontánea concepción del mundo y de la vida, lo que determina en el hombre aquellas reacciones, aquellas preferencias, aquellas actitudes. Es, pues, en esa instancia radical, donde debemos buscar la índole y el tono de los tiempos y las culturas pasados, y es en su búsqueda en donde debemos profundizar nuestra preocupación por el futuro. Es la comprensión de lo íntimo, no de lo superficial, lo que destruirá la peligrosa seguridad del realismo ingenuo.”[9]

Sostenido sobre estos fundamentos epistemológicos, se propuso Romero llevar a cabo una suerte de Rezeptionsgeschichte o Wirkungsgeschichte (“historia de la influencia, del efecto”) con el objeto de no privar a las ideas de sus fundamentos materiales y de las formas particulares con que estas fueron recibidas, transmitidas, llevadas al acto y comunicadas en diferentes circunstancias. Su encuentro posterior con las mentalités provenientes de la historiografía francesa en la década de 1940 estaría fuertemente determinado por este trasfondo.[10]

En resumen, la formación intelectual temprana de Romero nos provee de—por lo menos—tres pistas para aproximarnos al papel de la Historia Moderna en su obra: su búsqueda del devenir del espíritu moderno; el valor preeminente de la tradición clásica; el compromiso con la vita activa.[11]

II

En 1940, al unísono con sus primeras incursiones medievales, Romero publicaba tres textos que abarcaban ya el arco histórico de la Edad Moderna. En el primero, intitulado “La Revolución Francesa y el pensamiento historiográfico”, avizoraba ya el horizonte ilustrado que guiaría a su obra. Su interés por 1789 se debía a que era el momento en el que ese espíritu moderno—que luego llamaría “burgués”—se realizaría cabalmente: “la contemplación de la historia progresiva del espíritu humano señalaba el blanco hacia el cual había que apuntar en cada instante. […] Es una marcha sin vacilaciones hacia el esclarecimiento de las conciencias, hacia la organización de la vida histórica por el primado de la Razón”. Allí se presentaba explícita la autoridad de Dilthey, a quien Romero reconocía haberle devuelto al Siglo de las Luces su dimensión histórica frente a las críticas del romanticismo. El propio Voltaire parecía compartir esta percepción en su célebre Ensayo sobre las costumbres al afirmar que “el objeto de esta Historia es el espíritu humano y no el detalle de los hechos”.

Romero definía al historicismo ilustrado como heredero de la rigurosidad filológica legada por los humanistas del Renacimiento y la filosofía crítica de lo que hoy llamaríamos “libertinismo erudito”—nombre que no se popularizaría en el discurso historiográfico sino hasta 1943 cuando René Pintard lo estudiara en detalle en su obra homónima.[12] Los hitos de esta evolución habrían sido la empresa hagiográfica de los bolandistas flamencos y el escepticismo de Pierre Bayle a fines del XVII, “actitud crítica” coronada por el Pyrrhonisme de l’histoire de Voltaire.[13] En lo que respecta a la tradición alemana, Romero trazaba una diferencia fundamental entre el racionalismo “ahistórico” de Descartes y la rigurosidad historiográfica de Leibniz, al cual ubicaba—junto a Gibbon, Hume, Voltaire y Robertson—como padre de la historiografía escéptica del Aufklärung.[14] La clave estaba, para Romero, en la búsqueda de verosimilitud y probabilidad no sólo de la tradición profana sino también la sagrada. En otras palabras, el objetivo de la historiografía ilustrada era abandonar el principio de trascendencia histórica en favor de la inmanencia—idea, veremos, de la cual consideraba a Maquiavelo el verdadero héroe precursor.

En este marco, Romero describía el florecimiento de este pensamiento historiográfico a partir del estudio de las manifestaciones específicas del Espíritu a través de la historia de la cultura: historia del arte, de la literatura, de la religión. A sus ojos, la idea inherente a esta evolución era la teleológica doctrina del progreso: “el hombre civilizado avanza hacia un esclarecimiento de su conciencia, hacia una comprensión racional de la vida. […] La meta es la Razón; la Historia, el testimonio de la marcha”. Así, este Espíritu de la Razón era para Romero el fundamento ideológico de la teoría y acción revolucionaria del siglo XVIII, donde la primacía de la voluntad imponía a la vida su orden develando sus designios secretos, pero también del “despotismo ilustrado”, el reverso antiguorregimental del pensamiento revolucionario. Sin embargo, sólo este último habría resultado incompatible con el “espíritu conservador” con el que comenzaría una lucha política secular que moldeó los tiempos contemporáneos.

La nota excepcional en este proceso era Rousseau, cuyo rechazo a la idea de progreso habría encontrado más acogida fuera de Francia, particularmente en el germánico Sturm und Drang (“tormenta e ímpetu”), en cuyo círculo se encontraban Lessing, Herder y su más ilustre discípulo, Goethe. Allí detectaba Romero los fundamentos intelectuales del romanticismo alemán, del esencialismo del Volkgeist, “la más radical oposición al pensamiento iluminado”. Esta tradición intelectual significaba, transitoriamente, un rechazo al clasicismo renacentista a través de una valorización de la trascendencia medieval, un nuevo distanciamiento de la nación germana de la identidad latina—con la consecuente revalorización de Lutero y el nacionalismo reformado. Así, la Geistesgeschicte estaba ligada indisolublemente al destino del Volk y la autenticidad de las expresiones culturales quedaba determinada por la fidelidad a aquella unidad esencial.

En definitiva, este texto evidenciaba el horizonte de la obra de Romero, ofreciendo un marco de referencia epistemológico e historiográfico preciso para abordar sus investigaciones sobre la configuración del Geist racionalista durante el tardomedioevo y sus manifestaciones más concretas y autoconscientes durante la modernidad. Su conclusión, invocando la imbricación de pensamiento y acción de Benedetto Croce, anunciaba la ambición diacrónica e inmanentista de su perspectiva.[15]

Un segundo texto también publicado en 1940 en la revista Labor del Centro de Estudios Históricos de La Plata especificaba su concepción de “cultura clásica”. Por un lado, resaltaba la originalidad del elemento helénico que diferenciaba al clasicismo del Quattrocento respecto de los medievales—el llamado “renacimiento carolingio” y el del siglo XII— porque implicaba “un descubrimiento de lo griego y del acento griego de la Antigüedad”. Al resaltar esta singularidad lingüística y filológica se distanciaba en cierta medida del magnético paradigma de Burckhardt, pero señalaba a su vez que los llamados “clasicismos nacionales” de los siglos XVI y XVII, contrapuestos al “carácter medieval”, habrían entronizado “lo antiguo” al lugar de cultura por antonomasia. La querella entre los antiguos y los modernos del XVII habría dado lugar, por otra parte, a una configuración estética particular en cierta medida independizada de su anclaje histórico.[16]

El tercer texto de 1940 al que queremos hacer referencia es su artículo “La concepción griega de la naturaleza humana”, publicado en la revista Humanidades de La Plata. Sólo a través de su lectura comprendemos mejor el porqué de su mención del factor griego como elemento singular del Renacimiento moderno. Tal como lo habían admitido los propios latinos en su época de gloria, la filosofía se escribía en griego y así debíamos a la civilización helénica los fundamentos de nuestras ideas sobre el hombre y su naturaleza.[17] Romero estaba interesado en una dimensión particular, que pronto retomaría en sus disquisiciones renacentistas: el hombre como objeto de reflexión sistemática. Allí estaba, desde su punto de vista, el origen de la “actitud crítica” que formaría parte de la tradición clásica y que, recuperada durante el largo Quattrocento, jubilaría al “orden trascendente medieval” y reencaminaría a la civilización occidental montada sobre el Espíritu de la Razón. Visto en retrospectiva, hoy podría notarse la ausencia de Epicuro, a cuya escuela Romero le atribuiría más adelante—en sus trabajos dedicados a Maquiavelo—el descubrimiento del hombre como “ser natural”.

En 1942, sus inquietudes regresan a las Luces con una colaboración publicada nuevamente en Labor, donde analizaba las nociones ilustradas sobre la Antigüedad y la Edad Media. A bordo del enfoque diacrónico que regiría su obra, Romero reconstruía el aparato crítico historiográfico de los siglos XVII y XVIII, cuya originalidad definía a partir de lo que entendía como un alejamiento definitivo del criterio de autoridad—el cual regía aún, desde su punto de vista, a los humanistas del siglo XVI. El legado de la Ilustración habría sido “la incorporación al campo del conocimiento histórico del material no estrictamente literario”. Veremos que Romero sostendría en el futuro esta hermenéutica casi sin modificaciones fundamentales.

Estos desarrollos intelectuales desembocaron por diversos caminos en su fundamental Maquiavelo historiador, quevio la luz en 1943. Allí parecían resumirse las dimensiones que adelantamos en la introducción, porque en aquel florentino Romero percibía naturalmente al humanista que, reivindicando la tradición clásica, se sumergía en la cosa pública y desenmascaraba las prácticas connotadas de la política recurriendo al ejemplo histórico como herramienta de intervención, anticipando la “actitud crítica”, el centro de gravedad de la historiografía moderna para Romero. En concreto, el texto abordaba las circunstancias que impulsaron la obra historiográfica de Maquiavelo tras la restauración de los Medici en 1512. Romero detectaba en el florentino una concepción antropológica fundamental:

“lo esencial del hombre es que, por debajo de cuanto ha hecho de él un ser civilizado, subyacen y perduran sus caracteres primigenios, los instintos egoístas de conservación y los impulsos volitivos de dominio. Rigen para él, fundamentalmente, los principios que rigen la naturaleza porque es, ante todo, “naturaleza” y todo lo demás en él es sobreagregado, resultado de una voluntad constrictiva”.

De esta naturaleza derivaba la esencia política de la historia, a la cual se subordinaban las dimensiones económicas y religiosas. Así, “las mutaciones históricas se manifestaban, fundamentalmente, en el plano político, como transformaciones—o procesos de transformación—de la ordenación jurídico-política del Estado”. A fin de cuentas, para Romero la clave epistemológica de Maquiavelo se encontraba, como anticipamos, en su concepción inmanentista, a la cual oponía “la trascendencia medieval”.[18] También en este punto encontraba, no obstante, una contradicción, pues el realismo empírico de Maquiavelo no era ajeno a un idealismo racionalista que “deformaba” y se rehusaba a revisar las motivaciones admitidas por la autoridad reverenciada de sus fuentes clásicas. Los dos polos de su espíritu, “el histórico y el sistemático”, provocaban a los ojos de Romero una interferencia constante en su obra—en la de Maquiavelo, ¿y en la propia?[19]

Todavía en 1943, Romero reseñaba el clásico estudio de Marcel Bataillon sobre otro ilustre sabio renacentista, Erasmo de Rotterdam.[20] La obra del historiador francés le daba la oportunidad de describir la singularidad intelectual y espiritual de España en su transición hacia la era de los Habsburgo. Romero destacaba precisamente aquella mutación favorecida por la corte flamenca de Carlos V y súbitamente transformada durante el reino de Felipe II. Así, advertía también el lugar particular de España en la cartografía de la República de las Letras, basculando entre la fuerte influencia italiana del siglo XV—condicionada por la dominación aragonesa en el reino de Nápoles—y la segunda ola del humanismo del norte y su impronta erasmista.

La década de 1940 tuvo un fuerte impacto en su vida académica, porque su condición de persona non grata a los ojos del flamante gobierno significó en 1946 su cesación forzosa de la cátedra de Historiografía de la Universidad de La Plata.[21] De todos modos, su intensa actividad docente prosiguió con igual entusiasmo en el Colegio Libre de Estudios Superiores.[22] Tal era su reputación que en 1947 fue anfitrión de un ilustre visitante—por ese entonces en plena redacción de su obra maestra sobre el Mediterráneo—como Fernand Braudel, cuyas afinidades intelectuales y personales con Romero y la renovación histórica rioplatense en ciernes eran evidentes.[23]

Mientras, el interés de Romero en el Renacimiento se confirmó con su reseña publicada en 1946 en La Razón sobre las “figuras renacentistas”. Se detenía allí en la figura del singular Ralph Roeder y su obra El hombre del Renacimiento (1933).[24] Romero reconocía en el historiador norteamericano su mismo entusiasmo en los parteros de los nuevos tiempos. Para Roeder—y el mismo Romero—, Savonarola, Maquiavelo, Castiglione y Aretino, “componen el hombre del Renacimiento”. Cada uno de ellos era un testimonio de tiempos pasados y a su vez “el espíritu renovado y pujante de la nueva era que se anuncia y se realiza a un tiempo”. La circunstancia inducía a Romero a recordar la sensibilidad de Walter Pater, para quien el Renacimiento era un “movimiento múltiple pero unitario” que contenía “las reminiscencias del pasado medieval, la viva creación del tiempo y una obscura gestación de lo que sería luego el espíritu moderno”.[25]

La confirmación de la influencia de Burckhardt se haría explícita en su reseña publicada en 1947 sobre la primera gran obra del historiador suizo: Del paganismo al cristianismo (escrito alrededor 1853, unos siete años antes de su seminal La Cultura del Renacimiento en Italia).[26] Allí, Burckhardt prefiguraba el reverso exacto de su paradigmática concepción sobre la naturaleza del Renacimiento: así como las penumbras medievales habían cedido ante la reaparición de la cultura clásica en Occidente, durante la época de Constantino (tal era el título original del libro, Romero recuerda), la “decrepitud de las formas más típicas de la romanidad” se habían rendido frente a la cosmovisión cristiana. Como ya era costumbre en su obra, Romero enfatizaba la “mutación profunda” y admiraba en Burckhardt el coraje de ir en busca del “secreto de una de las más graves crisis de cultura que nos sea dado conocer”.

En 1948, Romero definía finalmente la afinidad electiva entre aquel espíritu moderno y la biografía colectiva de la burguesía. En El ciclo de la revolución contemporánea Romero volvía a detenerse en la madurez de la conciencia burguesa, a sus ojos ya definitivamente victoriosa hacia fines del siglo XVIII. La Enciclopedia se apoyaba sobre una estructura material de más firmes fundamentos y que pronto reclamaría el control político de su destino con los estallidos revolucionarios que crearon el imaginario del Antiguo Régimen mientras lo abolían con entusiasmo. En lo que a los siglos anteriores refería, Romero aludía a una “cultura de la evasión” que preanunciaba su idea del “encubrimiento”—que más tarde reformularía como un más teatral “enmascaramiento”—, traducción simbólica de una funcional alianza de la burguesía con los reyes y príncipes, cuyos privilegios jurídicos a la postre suprimiría.[27]

III

Ya en su tesis de doctorado y en sus primeros trabajos se podía detectar que la noción de crisis era una herramienta heurística central para Romero. La década de 1950 la inauguraba con dos artículos donde desarrollaba el concepto de “crisis medieval”. Uno de ellos, publicado en la revista uruguaya Escritura, comenzaba con una expresión contundente: “la crisis que pone fin a la Primera Edad de la cultura occidental—la mal llamada Edad Media—que inaugura la modernidad, constituye uno de los temas más apasionantes que puedan ofrecerse al historiador de nuestros días”. En ese mismo registro, Romero señalaba a esa Primera Edad (“la edad de las génesis”) como la responsable de construir “la peculiaridad occidental”. Su definición de crisis medieval estaba vinculada a la ruptura de la “coherencia interior” que él atribuía a la Cristiandad hasta fines del siglo XIII y ya definitivamente en los albores del XIV, cuando reconocía que “se afirma la heterogeneidad frente al sistema de constantes”, acompañada por una “conciencia de crisis”, por una “distorsión en el plano de los ideales de vida” y “un vago y profundo desasosiego que despierta el sentido histórico”. El impulso hacia la modernidad provenía del vigor creciente de los “elementos culturales originarios de la ‘Media luna de tierras mediterráneas’”. Naturalmente, esta transición estaba condicionada por su naturaleza agonal, por la tensión y enfrentamiento entre el espíritu renovador y el apriorismo teísta que Romero atribuía al orden universal cristiano. A sus ojos, el catarismo (y demás herejías tardomedievales meridionales), el “ateísmo” epicúreo (cuya influencia parecía sobreestimar y su presencia rejuvenecer antes de tiempo), el empirismo, el erotismo ovidiano, la autocracia “orientalizante” y la comunidad burguesa, compartían una sensibilidad común por ser parte de una estructura mental de largo alcance. En esta lectura dialéctica del Renacimiento, Romero proponía más bien un cisma cultural, operado por “la otra Edad Media” partera de la modernidad.[28]

En este contexto es que debe leerse su artículo sobre “Dante y la crisis medieval”, publicado en la Revista de la Universidad de Colombia en ese mismo año. Para Romero, Dante era menos un heraldo de los tiempos modernos que un testigo de la crisis, un poeta de las mutaciones. Sin embargo, nuevamente su recorte parecía indicar una búsqueda de problemáticas de más largo alcance, afín al diacronismo inmanentista—inspirado una vez más por el historicismo de Croce—que Eugenio Garin estaba por aquellos años configurando, rastreando los orígenes renacentistas del pensamiento ilustrado. De ahí quizá el interés demostrado en aquel mismo año por los valores de la Ilustración, tanto con su reseña sobre la Historia socialista de la Revolución Francesa de Jean Jaurès como en su artículo sobre las “ideas liberales” de la Enciclopedia publicada en la revista partidaria El Socialista.

Hacia 1952, una beca Guggenheim condujo a Romero a la Widener Library de la Universidad de Harvard, entre cuyos anaqueles Romero se abocó a estudiar el corazón de sus inquietudes: la burguesía como agente histórico. Es razonable suponer que en el tradicional campus de Massachusetts Romero tomara conocimiento de los cursos de civilización occidental de Crane Brinton, por entonces uno de los mayores referentes en el campo de la historia de las ideas.[29]

La importancia de ese viaje se detecta al comparar dos artículos sobre “el espíritu burgués” publicados en 1950 y 1954 en Montevideo y en París respectivamente. La dimensión moderna que atribuía a este “espíritu burgués”, sostenida e impulsada por la sofisticación comercial y las concomitantes transformaciones materiales urbanas, tenía a sus ojos una naturaleza “imbatible” por poseer “la correspondencia entre las formas de realización y los sistemas de ideas”. La aspiración a la libertad individual era su manifestación más cabal, que Romero encontraba en el florecimiento de la biografía y el protagonismo de condottieri, poetas, hombres de Estado y eruditos. Sin embargo, este espíritu parecía no limitarse a la vita activa, sino también al lujo hedonista, signo de “deliberada omisión de todo trascendentalismo y una vigorosa afirmación de terrenalidad apenas encubierta por las formas exteriores de la religiosidad”. Así, la plataforma material alimentaba ya para Romero un verdadero “anhelo de goce, una suerte de comunión con el arte y la naturaleza”.

Sus incursiones en la Historia Moderna también eran visibles en su libro La cultura occidental de 1953, publicado como parte de la “Colección Esquemas”, dirigida a un amplio público en pos de divulgar nociones generales de Historia Universal. Explicitaba aquí la periodización ya sugerida en trabajos anteriores: el mundo feudal había sido reemplazado por una “revolución de las cosas” forjada y reproducida durante la modernidad. El tenso equilibrio renacentista entre lo antiguo y lo moderno significaba, en última instancia, un paso más en el desarrollo de una nueva mentalidad simpática a las estructurales transformaciones de la realidad material. Durante la maduración “moderna”, esta mentalidad sólo pudo prosperar en el marco de los tradicionales ideales aristocráticos feudales, progresiva y abiertamente desafiados allí donde la burguesía se servía de su prosperidad material para tomar el control de los asuntos políticos, como en Holanda o Inglaterra. Sin embargo, sólo con el universalismo característico del Siglo de las Luces este proceso se habría visto efectivamente realizado.

Atento a la afinidad de sus intereses, publicó en 1955 en aquel refugio de libertad y enriquecimiento intelectual que era Imago Mundi una brevísima nota sobre las actividades del Instituto Warburg, cuya pesquisa diacrónica de las Pathosformeln parecía ser el ejemplo ideal para inspirar—o para ese entonces coronar—el trabajo de la revista que contribuyó a formar y que dirigió entre 1953 y 1955.[30] Romero se limitaba a una descripción algo lacónica, pero el objetivo de reforzar la dimensión renovadora de Imago Mundi estaba logrado.[31]

El año 1955 significó también un abrupto cambio, tanto como lo fue para la Argentina. Su nombramiento como rector de la Universidad de Buenos Aires le implicó responsabilidades institucionales y políticas de una inmediatez poco compatible con los tiempos de su carrera académica, lo cual derivó en una gestión fugaz.[32] Sin embargo, pudo desde allí favorecer la elección de Alberto Salas como decano de la Facultad de Filosofía y Letras, quien a su vez incorporó a Francisco Romero como parte de su Comisión Asesora.[33] Otro aspecto fundamental de la renovación universitaria fue la intensa actividad de Gino Germani al frente de la carrera de Sociología, desde donde impulsaría la cátedra de Historia Social, de la cual Romero se haría cargo poco después: ambos emprenderían una fructífera sociedad en el flamante Centro de Historia Social.[34] Una de las reformas impulsadas en el área de la temprana modernidad derivó en la división en 1958 de la cátedra de “Historia medieval y moderna” hasta entonces dictada por Ángel Castellán. Romero pasaría a desempeñarse como profesor de Historia Medieval hasta su retiro—su par en Moderna sería Luis Arocena, quien tras su partida en 1966 fue sucedido por el mismo Castellán, hasta entonces profesor asociado. Otra de los efectos de su protagonismo institucional sería la refundación de la Revista de la Universidad de Buenos Aires, enriquecida por la experiencia y la lucidez de Imago Mundi.

Retomó Romero por entonces la senda de sus publicaciones al volver sobre la figura de Maquiavelo en un breve artículo en la revista uruguaya Estuario, donde reunía notas de una serie de clases públicas dadas en el vecino país oriental. Destacaba allí una vez más el protagonismo de Maquiavelo, esta vez definiendo su obra en términos similares a los que lo hiciera en 1943, como “un viraje decisivo en la consideración del problema histórico” debido a su afán por hacer visible los mecanismos velados que mueven los engranajes de la historia. Pero introducía aquí otro factor que consideraba fundamental para comprender la relevancia del florentino: la velocidad con que el paradigma maquiavélico—si puede llamárselo así—se convirtió en “doctrina viva, en una manera de pensar compartida por todo el mundo”. El centro de gravedad del pensamiento de Maquiavelo estaría, como ya había sugerido anteriormente, en el valor central que otorgaba a la experiencia, a “las relaciones reales entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y los demás hombres”. La hermenéutica llegaba a conferirle al florentino la condición de arquetípico portavoz, por un lado, de la tradición clásica—puesta en tensión con la tradición hebreo-cristiana—, y, por el otro, de “la revolución de las cosas”, i.e., “la revolución burguesa” que subvertía el “espíritu tradicional”, que omitía lo real y afirmaba el deber “como si fuera realmente el ser”. Sin embargo, Romero encontraba esta clave de lectura menos en El Príncipe que en la Vida de Castruccio Castracani, donde encontraba “los móviles reales de la acción política y los fundamentos del desarrollo histórico”.

Romero se aventuraba más allá aún con una temática delicada a la hora de reconocer las metamorfosis culturales renacentistas: el epicureísmo. En sus palabras, el aporte definitivamente revolucionario de Maquiavelo, “todo el descubrimiento de Maquiavelo”, habría sido afirmar que “el hombre es un ser natural”. Atribuía esta noción a los historiadores y filósofos clásicos—tal vez sin una identificación más precisa que permitiera desmentirlo—y, he aquí el punto más concretamente polémico, a Epicuro. Pareciera encontrarse un interés aislado, tal vez interrumpido, ciertamente curioso y novedoso, probablemente demasiado optimista, por parte de Romero en una tradición epicúrea renacentista que fue más modesta de lo que en ocasiones se ha creído.[35] El vínculo de Maquiavelo con Epicuro fue un argumento de sus detractores en el siglo XVI y un desafío para los investigadores de nuestros tiempos—confirmado materialmente por la copia que habría realizado durante su juventud del De rerum natura de Lucrecio, redescubierto a inicios del Quattrocento por otro célebre toscano, Poggio Bracciolini.[36] Aquí Romero se diferenciaba en un punto esencial del paradigma de Burckhardt, porque al rescatar la dimensión epicúrea, a la cual identificaba con “la vieja tesis pesimista de la Antigüedad”, y enlazarla audazmente con “toda la tesis pesimista que preside la filosofía moderna”, matizaba el optimismo antropológico del historiador suizo. Este punto sería retomado años más tarde por Luis Arocena, quien se inclinaría por describir a este fundamento del pensamiento de Maquiavelo menos como un “halago epicúreo” que como una “conformidad estoica”.[37]

En definitiva, estos recorridos intelectuales lo llevaban a sostener una vez más que las luces de la Ilustración se entenderían sólo a partir de la revolución “copernicana”—¿maquiavélica?— a partir de la cual “el hombre empieza a explicarse el comportamiento del individuo en la comunidad, de acuerdo con un nuevo criterio establecido, la pasionalidad humana, sus móviles instintivos, el llamado imperioso de la voluntad”. ¿Cómo explicar a Rousseau y a Voltaire sin estas revelaciones de Maquiavelo, sin el precedente de este “anatomista, terrible pesimista”?, se preguntaba Romero.

IV

En la década de 1960, lo vemos sumergirse definitivamente en el estudio de burguesía como agente histórico de la modernidad. Esto anunciaba al menos su artículo en la revista venezolana Humanidades, donde indagaba sobre la relación concreta entre “burguesía y Renacimiento”, recuperando una vez más el paradigma de Burckhardt al definir al burgués como un “hombre nuevo”, cuyo estilo de vida, su disidencia “frente al orden cristiano feudal se resolvía en una actitud renovadora [que] cuaja en un nuevo giro de la creación”. Romero, inspirado en el principio historiográfico que le reconocía a Maquiavelo, describía la voluntad de la burguesía como agente histórico activo, consciente, estratégico, que disimulaba—no disputando los honores de la aristocracia feudal—lo que a sus ojos era ya una evidente “preponderancia social”. En ese proceso rescataba la alianza natural que ésta habría desarrollado con los Estados monárquicos nacionales  en plena configuración, manifestaciones simultáneamente feudales y modernas. Allí entraba en acción nuevamente el héroe renacentista, Maquiavelo, quien corporizaba “la típica actitud de la burguesía que quería operar sobre la realidad, para lo cual aspiraba a conocerla y a penetrar su propia ley interna”. Sin embargo, si Maquiavelo era el campeón de la precisión fáctica, era en cambio Leonardo quien “sostenía la necesidad de atenerse a las cosas”. Un posible tercer heraldo, esta vez de la verdad, podría haber sido un nostálgico Erasmo, pero Romero lo descartaba, “a mitad de camino”, por su juicio “predominantemente moral” y su actitud “religiosa”.

Esta breve publicación tuvo lugar durante años cruciales de su vida. En 1962, tras las fructíferas gestiones de Marcos Morínigo—quien había sucedido a Salas en 1957—y José María Monner Sans, Romero fue electo Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, desde donde contribuyó a ratificar el rumbo de la renovación. Este florecimiento institucional estaba acompañado de nuevas incursiones en la academia europea. Desde 1960 se desarrolló una investigación conjunta entre el Centro de Historia Social y la École Pratique des Hautes Études, codirigida con Fernand Braudel. Visitó varias veces L’Ecole y tomó contacto con otros historiadores interesados en su tema, como Jacques Le Goff y Alberto Tenenti. En 1965 fue invitado por Braudel para dictar un curso sobre la ciudad occidental.  Entrado 1965, sin embargo, la intensa politización hizo de la vida universitaria un espacio hostil que lo condujo a renunciar al decanato, jubilarse como profesor y alejarse nuevamente de la vida universitaria formal, esta vez para siempre.

Los años que siguieron a su retiro no dejaron de ser fecundos, porque sus continuas reflexiones lo llevaron a culminar una obras que venía trabajando desde la década de 1950: La revolución burguesa en el mundo feudal, publicado en 1967.[38] Romero confirmaba aquí la creciente centralidad del mundo urbano en sus estudios sobre el espíritu burgués, al punto de considerarse a sí mismo como un “antropogeógrafo”. Adrián Gorelik ha resumido claramente la triple naturaleza que tenía la ciudad en la visión de Romero: “un actor colectivo del cambio histórico, un producto material de ese mismo cambio y un ambiente social e intelectual que lo perpetúa”. Era, en definitiva, la “estructura real” de la sociedad burguesa, “pero como sus formas materiales objetivan el legado cultural del que surge la conciencia histórica, también hace posible la ‘estructura ideológica’ que sostiene los modelos interpretativos y las ideaciones proyectuales”.[39]

En La revolución burguesa en el mundo feudal, Romero desarrollaba de modo cabal, extensivo y sistemático las ideas plasmadas en su artículo de 1960, tras una debida reconstrucción de los orígenes y fundamentos del sistema feudal. Aseguraba que su objetivo era “comprender el mundo actual”, gracias a lo que percibía como una “continuidad tenaz”, “un proceso socioeconómico y sociocultural de Europa y de las regiones europeizadas [que] ha sido continuo” y que atravesaba casi un milenio desde que esa mentalidad burguesa—entendida como sinónimo de “espíritu moderno”—diera sus primeras señales de vida en el siglo XI. En este caso, Romero se aventuraba más allá del Quattrocento y de la turbulenta Florencia para destacar el papel de los conflictos religiosos desencadenados por la Reforma. Adoptaba aquí el paradigma weberiano según el cual modernidad y Reforma estaban ligados por afinidades electivas mientras que el mundo católico se aferraba a “los tradicionales principios cristianofeudales” enmascarando y encubriendo la fuerza de la realidad, tal como lo atestiguaban las desventuras de Don Alonso Quijano. Pero Romero se aventuraba también hacia ultramar, destacando la fenomenal expansión mercantil de los tiempos modernos como el factor determinante que coronó el triunfo material del mundo urbano burgués y, a partir de éste, su actitud y mentalidad, que “desdeñaba la seducción del heroísmo lúdico y de la trascendencia sagrada”. Si había un elemento trascendente de esta mentalidad, dice Romero, no era la eternidad sino la “posteridad”, una “trascendencia profana” en la cual radicaba “el secreto de su capacidad de continuidad y penetración”. En definitiva, confesaba Romero, la escritura de esta obra le había confirmado lo esbozado en El ciclo de la revolución contemporánea de 1948, donde afirmaba que “lo que se ha llamado el espíritu moderno tal como parecía constituirse en el llamado Renacimiento, no es sino mentalidad burguesa”.

Estas mismas ideas las plasmaría de forma sintética en un breve artículo publicado en la revista Sur en 1969. Allí navegaba una vez más en el destino de la mentalidad burguesa, orbitando en torno del pronóstico terrible sobre los valores de la civilización occidental que Paul Valéry había vaticinado, apenas terminada la Gran Guerra, en La crisis del espíritu (1919).[40] Romero, medio siglo más tarde, parecía confirmar el diagnóstico: la mentalidad burguesa, tras casi mil años, había entrado “irremediablemente en crisis”. La “mentalidad transaccional” de la sociedad barroca había dado paso al “segundo punto de madurez” de la mentalidad burguesa en el Siglo de las Luces aunque las burguesías sólo adquirieran la hegemonía tras las revoluciones de 1830 y 1848 expresándose en todo su esplendor hasta los albores del siglo XX. Auguraba por entonces, desanimado—y ciertamente no equivocado—frente al porvenir: en jaque por el “disconformismo radical” que conmueve las estructuras del mundo burgués, “no nos esperan tiempos de claridad sino de confusión”.

El quinto centenario del nacimiento de Maquiavelo en 1969 le daría la oportunidad de homenajear al héroe de la mentalidad burguesa con dos breves notas. La primera, una sencilla viñeta para la revista de la  Sociedad Hebraica, donde destacaba más bien el reverso del renacimiento maquiavélico: la dinámica del “enmascaramiento” deliberado de los valores burgueses operada por la burguesía florentina. Algunos meses más tarde, en la revista Raíces, Romero destacaba al sabio como el maestro del coloquio y como un “escéptico, profano y despreocupado por los fines mismos del hombre y de la sociedad”, y volvía sobre el espejo del enmascaramiento del patriciado florentino, el cual habría establecido “un compromiso secreto de obrar según la nueva imagen del hombre y de la sociedad pero encubriendo sus nuevos fines con una refinada retórica que declaraba su nostálgico respeto por los fines viejos”. El mérito de Maquiavelo habría sido precisamente “ignorar ese compromiso” declarando “la verdad desnuda”, sólo compatible con un “implacable realismo”, una ideología del hic et nunc compatible con los incipientes estados modernos.

Ese mismo año volvería sobre su Maquiavelo historiador, reeditado en 1970, al redactar una nueva introducción donde proponía una relectura de sus propias palabras 1943 a través del concepto de “mentalidad”: Maquiavelo, “para el que parece acuñada la fórmula convencional de ‘hombre del Renacimiento’”, representaba “el más alto exponente”, una verdadera sinécdoque de la mentalidad burguesa renacentista, a la que definía aún como radicalmente profana, experimental, opuesta a la “mentalidad trascedentalista cristianofeudal, señorial, de tradición germánica”. Añadía Romero a este esquema una periodización, dos etapas en el desarrollo de la mentalidad burguesa: una primera, del siglo XI al XIV caracterizada por la carencia de autopercepción, y una segunda iniciada con Boccaccio y Chaucer, caracterizada por “la afirmación de otros fundamentos, naturalísticos e históricos, que desafiaban los tradicionales”. Aquí entraba en juego precisamente la búsqueda de nuevos principios éticos que “parecieron hallarse en la tradición clásica, que ‘renació’ no por sus valores intrínsecos, sino por lo que significaba como utilizable cantera de ideas para la defensa de la nueva mentalidad profana”. Maquiavelo habría sido uno de aquellos que reconocieron la contradicción y prosiguieron el camino del “ser natural, agitado por la pasión política”.

También alrededor de 1970, Romero dictó una serie de clases sobre la teoría y la historia de la mentalidad burguesa, editadas de forma póstuma en 1987 bajo el título Estudio de la mentalidad burguesa. Con el reconocible tono coloquial propio del docente, describía allí de manera sistemática las etapas fundamentales del desarrollo de esta mentalidad burguesa: su génesis medieval urbana, la tensión y el “enmascaramiento” en la transición moderna y la ideologización ilustrada y su universalización contemporánea. El centro de gravedad del estudio se proponía establecer la relación efectiva entre estas mentalidades y las estructuras reales a través de la reconstrucción del proceso a través del cual esta mentalidad se había configurado como ideología. En efecto, la historia de la mentalidad burguesa era la historia de “construir una ideología que fuera a la vez un proyecto para el futuro y una interpretación para el pasado y que significara la justificación en abstracto […] de la estructura real que, carente de fundamento absoluto, semejaba un conjunto de situaciones de hecho” (p. 24).

La ambición heurística del estudio lo condujo a profundizar esta idea de la mentalidad burguesa como ideología en sentido estricto, en tanto “sistema de ideas al que se le asigna valor de verdad absoluta y un sentido progresivo o proyectivo; una interpretación de la que se deriva un encadenamiento tal que el futuro parece desprenderse del presente” (p. 45). La diferencia fundamental entre la “mentalidad medieval” y la burguesa radicaba, a sus ojos, en la estabilidad de la primera, justificada por el carácter “sagrado, revelado”, y la naturaleza dinámica de la segunda, anclada en el factum, en la mutabilidad constante de la estructura socioeconómica. Así se desarrollaba, según Romero, una “concepción dinámica de la historia”, una consciencia de movilidad social ajena al mundo feudal. De allí que durante el Renacimiento tardío ganara en elaboración la interpretación cíclica de la historia, que reconocía en Giordano Bruno y en Giambattista Vico, y que permitía explicar los procesos de “freno” cuyo síntoma más evidente era el “encubrimiento”. La idea de “progreso” sólo se sublimaría en el Siglo de las Luces con Voltaire, aunque Romero rastreaba sus orígenes hasta el punto de describirla como una suerte de escatología joaquinista secularizada.

En resumen, para Romero la mentalidad burguesa respondía a lo que llamaba “las falacias del realismo”. Frente a la epistemología medieval, respondía con el “método científico”; frente al desafío metafísico, se aventuraba en un camino que desembocaba en el agnosticismo (p. 88). El camino hacia la “actitud disidente” de Descartes podía ser rastreado hasta Abelardo, donde ya “el individuo es pensado a partir de su capacidad de pensamiento” (p. 91). Pero a nivel metafísico Romero identificaba ya signos de la mentalidad burguesa en el misticismo, porque “mediante un acto psicológico, el individuo entra en contacto con Dios”.

Hacia 1976, nos encontramos nuevamente con otro estudio profundo de Romero sobre la experiencia urbana, esta vez en una escala transatlántica, orientada a reconocer aquellas mismas dinámicas en el mundo americano. En Latinoamérica, las ciudades y las ideas, le atribuía a la ciudad burguesa un doble papel: motor y a su vez garante de la expansión. A sus ojos, “la ciudad no fue sólo el instrumento que hizo posible la expansión hacia la periferia: fue también el instrumento que se decidió usar para consolidar la expansión y para asegurar sus frutos”.[41] En rigor de verdad, Romero veía en la expansión ultramarina un fenómeno feudoburgués por excelencia, en tanto empresa necesariamente colaborativa, determinada por los ideales señoriales trascendentes de las viejas aristocracias, pero garantizada por la mentalidad burguesa, inmanente, “naturalística y profana”, capaz de despersonalizar la gloria, los honores personales, en pos de la objetiva riqueza, combustible del espíritu burgués.

Uno de sus últimos escritos sobre la Edad Moderna propiamente dicha se abocó a una dimensión específica del “enmascaramiento”. En noviembre de 1977, casi nueve meses después de su fallecimiento inesperado en la recóndita Cipango, salía publicada en la revista Ayer y hoy de la Ópera un breve artículo sobre “la irrealidad barroca” donde desarrollaba de manera cabal su idea central de “enmascaramiento” burgués. Romero expresaba a sus lectores que la ópera había inaugurado “una forma de expresión creadora que sobrepasaba los límites de la pura experiencia estética y alcanzaba los caracteres de una completa y casi ritual evocación de la vida”. Sin embargo, esa evocación estaba fundamentada en el exagerado enmascaramiento, que hacía de la imagen barroca absolutista, “dual y escindida”, un proverbial ocultamiento del “ejercicio pragmático del poder para defender un orden social cada vez más cuestionado”. Por eso habría encontrado su espacio vital en la “irrealidad de las cortes” y habría “fracasado” en las ciudades burguesas, espacios donde sólo había lugar para el realismo y “las cosas”. Ni siquiera el romanticismo habría podido barrer con aquella irrealidad barroca, “signo de la profunda y originaria estructura del género”.[42]

Este recorrido merece ser coronado con su obra póstuma Crisis y orden en el mundo feudoburgués, donde daba centralidad a ese neologismo nacido de su creatividad historiográfica. Concebido originalmente como una continuación a la La revolución burguesa en el mundo feudal, se ubicaba dentro de un proyecto más amplio ya propuesto en El ciclo de la revolución contemporánea de 1948, pero sólo publicado en 1980. Los últimos dos volúmenes, nunca redactados, se habrían intitulado Apogeo y ruptura del mundo feudoburgués y El mundo burgués y las revoluciones antiburguesas. Así, habría trazado una historia de larga duración del espíritu burgués, que era a sus ojos el instrumento clave para entender el Proceso histórico del mundo occidental. La división cronológica reconocía cuatro fases: del siglo XII al XIV, del XIV al XVI, del XVI al XVIII y del XVIII al XX.

Buena parte de las ideas de Crisis y orden habían sido ya esbozadas en varios de los artículos mencionados más arriba, pero especialmente en “El espíritu burgués y la crisis bajomedieval”, donde identificaba a la “conciencia de crisis” con el origen mismo de aquel espíritu burgués. La modernidad había nacido de un distanciamiento mental en el seno del orden feudal. Por este motivo, Jacques Le Goff le atribuyó a Romero ser “un gran pionero de la antropología histórica”.[43] Para Romero, podía vislumbrarse ya en los siglos XII a XIV una “clara conciencia de clase”, la cual orientaría a estas oligarquías urbanas hacia el camino del realismo político que nadie visibilizó mejor que Maquiavelo. El resultado había sido “una percepción de la peculiaridad del fenómeno [y] de la peculiaridad del comportamiento político real de los grupos que disputaban o ejercían el poder”.[44] Allí estaba la manifestación moderna de la “peculiaridad occidental” adelantada en 1950: una variación de la heterogeneidad constitutiva de la sociedad occidental frente al sistema de constantes del mundo medieval. A sus ojos, el mundo feudoburgués se configuraba—y, por su propia dinámica se desmantelaba—en aquellas “situaciones sociales y ambientales […] impregnadas de espíritu burgués”.[45]

V

Hemos intentado respetar el orden cronológico con el que Romero expresó sus puntos de vista sobre problemáticas inherentes a la Historia Moderna con el fin de acompañar la evolución de su pensamiento. De las tres facetas que nos propusimos analizar, dos parecen haberse explicitado con suficiente claridad: la influencia original de la Geistesgeschichte—pronto enriquecida por las mentalités francesas—y su afinidad con la vita activa de los sabios modernos. Queda pendiente tal vez problematizar la naturaleza moderna de aquel espíritu renacentista, considerando el rol protagónico que Romero le otorgaba en su afán de reconstruir el ascenso y triunfo de la mentalidad burguesa. Dejamos, entonces, para el final unas breves reflexiones sobre el problema que Romero se propuso dilucidar: los orígenes de la modernidad.

En primer lugar, resta reconstruir las respuestas contemporáneas a la pregunta: ¿acaso hubo un espíritu moderno inspirado por los humanistas del Quattrocento a los philosophes de las Luces? Al seguir el itinerario intelectual de Romero, parece leerse la influencia de George Voigt, quien definió—en los mismos años en que Burckhardt desarrollaba su tesis renacentista—la naturaleza moderna del humanismo, precursor de un nuevo sistema de valores surgido en la Italia bajomedieval que contrastaba con la cosmovisión medieval. La expresión de Voigt era, en términos y espíritu, petrarquiana, y atribuía a un específico grupo de eruditos del Quattrocento el haber provisto a la posteridad de sus más elevados y nobles valores morales, devueltos a la vida desde sus orígenes grecorromanos, rescatados del Medioevo gótico.[46]

Sabemos, por lo pronto, que hacia la década de 1950 ya se habían configurado al menos dos grandes reformulaciones al modelo inspirado por Burckhardt y Voigt.[47] Uno de los responsables fue Eugenio Garin, cuya perspectiva era ciertamente deudora del modelo y heredera a su vez del Geist hegeliano a través de la tradición italiana que llevaba de Bertrando Spaventa a Giovanni Gentile, pero también al historicismo de Croce.[48] La originalidad de Garin fue poner a la filología en el centro del sistema ético, filosófico y espiritual del Renacimiento. En efecto, esa filología era la responsable del nacimiento de una filosofía completamente nueva—no exclusivamente racionalista, donde las ciencias ocultas tenían un lugar no menor en la episteme de aquellos filósofos humanistas—que implicaba nuevas concepciones políticas y éticas que preanunciarían a los valores ilustrados. Tal como para Gentile y Croce—y en cierta medida Burckhardt—la ruptura con el pasado medieval se encontraba en el paso de la “trascendencia” hacia el “inmanentismo”, pero el factor original, disruptivo, era aquí la pericia filológica.[49]

Es sencillo reconocer las afinidades de Romero con Garin: para ambos la originalidad del pensamiento ilustrado sólo puede reconocerse a partir de la originalidad del pensamiento renacentista. Pero también puede detectarse un matiz: mientras que el italiano consideraba a los humanistas—principalmente italianos—del largo Quattrocento y más allá como heraldos de una verdadera “filosofía del hombre” inescindible de la vita civile, Romero se decantaba más bien por describir las características de una “mentalidad” que excedía el campo de la filosofía y de la cultura letrada y se extendía hacia un agente histórico social en su conjunto como lo era la burguesía. El gran héroe moderno de Romero, i.e., Maquiavelo, era menos un hacedor que un portavoz, menos un filósofo de la realidad que un exponente de una mentalidad en plena configuración.

Es posible suponer que algunas de estas ideas hayan estado presentes en las reflexiones de Romero, sobre todo cuando leemos la reseña que Halperin Donghi publicó en el número 3 de Imago Mundi (1954) de una nueva edición italiana de la obra seminal de Garin, L’umanesimo italiano. Filosofia e vita civile nel Rinascimento (publicada originalmente en alemán en 1947).[50] Halperin resumía claramente el objetivo del historiador italiano: contra la “revuelta de los medievalistas”, enfatizaba la novedad del pensamiento renacentista; contra quienes negaban su dimensión filosófica, lo definía explícitamente como una filosofía propiamente dicha.[51] La reseña reconocía la presencia estructural de la tradición idealista italiana, tanto en la versión historicista de Croce como en el “idealismo real” de Gentile. Por otra parte, al concentrarse en el universo florentino, el libro se concentraba en la permeabilidad esencial de la vida cívica florentina hacia la filosofía. Sin embargo, Halperin le reconocía sobre todo el haber dado “contenido concreto a las grandes antítesis caras a la tradición idealista” mediante la centralidad de las estructuras sociales y morales. Por este mismo motivo se preguntaba si el italiano no había incurrido en un excesivo y abstracto diacronismo al componer categorías abstractas de “un muy concreto momento de la historia de la filosofía”, esto es, “el del tránsito del pensamiento escolástico al renacentista”.

Este último punto justamente había sido advertido por el otro gran responsable de la transformación de los estudios renacentistas en el siglo XX.[52] Nos referimos a Paul Oskar Kristeller, a quien le debemos una definición más restrictiva respecto de lo que fue el humanismo renacentista, una definición que hace menos evidentes los lazos históricos entre el Renacimiento y las Luces; una visión, en definitiva, ajena al modelo global de Burckhardt. Al igual que Garin y Romero, Kristeller se había formado en el seno de tradición idealista hegeliana—aunque con el significativo matiz que significó el existencialismo de Heidegger y su desconfianza hacia la esencia eterna de las ideas.[53] Como Garin, las vicisitudes de la Europa de entreguerras llevaron a Kristeller a vincularse con Gentile y su filosofía—su historia, al fin y al cabo—dello Spirito.[54] Compartía además con Garin el ubicar a la filología en el centro de su hermenéutica sobre la naturaleza del humanismo renacentista, y a partir de esto reconocía que el denominador común de aquellos humanistas era su entusiasmo hacia la tradición clásica y su empeño en recuperarla, lo cual habría dado lugar a una concepción radicalmente nueva del tiempo histórico.[55]

Sin embargo, a diferencia de Garin, Kristeller le quitó a aquella sofisticación filológica renacentista cualquier tipo de dimensión filosófica propiamente dicha. No había para él allí pensamiento filosófico sistemático, ni una doctrina filosófica común, mucho menos un Geist o Spirito específico, sino un proceso de fermentación intelectual fundado estrictamente en los studia humanitatis—de naturaleza literaria, estilística—legados por la tradición universitaria medieval y significativamente transformados por el aluvión de manuscritos latinos, griegos y orientales editados, traducidos y comentados por los filólogos y rétores que dieron forma a la vida cultural de la temprana modernidad. Los humanistas de Kristeller no eran portavoces o heraldos de una nueva concepción antropológica, pero sí los forjadores de tradiciones pedagógicas y estilísticas que transformaría la historia de Occidente sin necesariamente compartir un denominador filosófico común.[56]

El paradigma de Kristeller se ha convertido en un verdadero centro de gravedad tanto para sus adherentes como para sus críticos.[57] Lo cierto es que ha puesto sólidos obstáculos a muchos de los caminos que comunicaban fluidamente al Renacimiento con las Luces. Así, se comprende por qué su obra resulta problemática para la historia de las mentalidades ambicionada por Romero. Sin embargo, no es menos cierto que también puede resultar de inmensa utilidad a la hora de armonizar dos hermenéuticas a primera vista incompatibles: las dimensiones medievales del Renacimiento frente a su novedad radical. En relación a lo primero, la continuidad de los estudios universitarios con la tradición humanista—al menos en Italia—contribuiría a darle otra forma al origen medieval de ese Geist originado en los intersticios de la prosperidad comercial de la Italia cívica. Por otra parte, a diferencia de la “revuelta de los medievalistas” de inicios del siglo XX que no vieron en el Renacimiento sino un crucial pero no necesariamente original movimiento cultural abocado a la recuperación de la tradición clásica, la visión de Kristeller reconocía la absoluta originalidad del Quattrocento en comparación con los “renacimientos medievales”, a los que consideraba ajenos a la noción de “cultura clásica” en tanto tal. Los humanistas de Kristeller—como el Maquiavelo de Romero—se amparaban en los modelos clásicos y sus fines literarios eran en general indistinguibles de objetivos más prácticos debido al peso específico de la tradición retórica, alrededor de la cual se configuraba en buena medida este fenómeno cultural.

Tal vez una reflexión similar podría derivarse al aludir a otro fundamental hermeneuta de la tradición humanista, esta vez ligada estrechamente con la tradición tardomedieval urbana italiana, donde Romero ubicaba los orígenes de la mentalidad burguesa.[58] Nos referimos a otro historiador alemán, ciertamente más atraído por el progresismo de Ernst Troeltsch que por los caminos centrales de la tradición hegeliana: Hans Baron, quien reconocía en el republicanismo cívico la mayor originalidad de aquel multiforme movimiento cultural renacentista. En el orgullo patriótico florentino Baron encontraba la semilla de la conciencia moderna, anclada a su vez en los modelos clásicos. La vita activa, inherente a las estructuras materiales y sensibilidades urbanas, devenía así el signo manifiesto de la modernidad en ciernes.[59] Aún si esta nueva conciencia moderna no era una “mentalidad” o un Geist propiamente dicho, sí contenía en su propia definición al agente histórico de la modernidad, la burguesía. En efecto, el nombre alemán original—utilizado para sus tesis de doctorado defendida en 1929, durante sus añorados años de Weimar—era Bürgerhumanismus.[60] El diálogo tácito con la obra de Romero es inconfundible.

Dentro de estos diálogos tácitos, nos preguntamos también hasta qué punto pudo haber influido la presencia más cercana de Ángel Castellán en los claustros de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires durante aquellos tempranos y renovadores 60s. Algunas de sus ideas, ya desarrolladas en los años 50, expresaban que el humanismo era una “concepción vital, impregnada de alto espiritualismo”, “más que pura ejercitación literaria” y, al mismo tiempo, que la modernidad poco tenía que ver con ese espíritu individualista que Romero identificaba con la burguesía, porque a sus ojos, la modernidad surgía menos de aquellos humanistas que del “antihumanismo”, de la Protesta y de la tradición germánica.[61] También parecía configurada su propia definición de modernidad, donde se expresaba en términos similares a los de José Luis, porque en última instancia apuntaba a la afirmación de la “autonomía de las creaciones humanas”.[62] En estos términos, para Castellán las máscaras barrocas no habían significado, como para Romero, el “encubrimiento” de una vigorosa dinámica moderna en proceso de consolidación, sino que el fenómeno del enmascaramiento estaba en el propio origen de aquella modernidad burguesa.[63]

También para Castellán los orígenes de la modernidad estaban en el centro de sus preocupaciones, pero se destacaba por disociar en cierta medida Renacimiento y modernidad, siendo el primero más bien su prolegómeno, pero no su manifestación cabal. En su obra más madura, se propuso explícitamente matizar aquella “pesada lápida burckhardiana” y destacar menos las formas en que el humanismo había preanunciado la modernidad que su condición de cénit de una “vieja antropología” asociada con valores mediterráneos medievales. Castellán oponía al mismo tiempo un certero límite no sólo a la modernidad sino también al humanismo axiológico de Voigt. Como por aquellos años también sugería Kristeller, parecía más bien la denostada pero racionalista escolástica haber sido una natural partera de las concepciones que hoy identificamos con la episteme moderna.[64] Sin embargo, Castellán admitía, más burckhardiano, que dentro de aquel universo humanista se abría “una nueva concepción del hombre a través de una lenta pero segura ruptura de la concepción del mundo cerrado”.[65] Así, al igual que Romero, percibía y perseguía aquella secular crisis fecunda que dio origen al mundo moderno sin abandonarse a la ruptura abrupta del vigente orden medieval.

La propia incursión de Romero en el problema del humanismo elucida hasta qué punto todas estas concepciones estaban en juego en su obra. Un artículo intitulado “Humanismo y conocimiento del hombre”— publicado en 1961 en la refundada Revista de la Universidad de Buenos Aires—resumía buena parte de sus propias concepciones sobre el fenómeno, sobre su visión de la historia y sobre su propia vida pública. Se inclinaba allí naturalmente por una visión transhistórica de la categoría de “humanismo”, más cercana a las nociones del “humanismo filosófico” por entonces aún en boga en la academia norteamericana y alejado de la definición restrictiva por aquellos años sostenida por Kristeller.[66] En efecto, Romero se inclinaba por una definición esencialista: “su esencia es una vivaz percepción de los cambios sociales y culturales, y cuando ha logrado madurar ha sido abrazando y comprendiendo los problemas vivos y nuevos del contorno histórico”. Para Romero, un humanista era necesariamente un sabio integral, ajeno a las fronteras disciplinarias de las humanidades modernas pues su “actitud cognoscitiva” lo conducía hacia el conocimiento del hombre como tal desde las múltiples perspectivas. Su definición parecía definitivamente sintetizar sus propias aspiraciones epistemológicas y morales:

“Si la actitud especulativa procura asignar al hombre un sentido, la actitud humanística consiste fundamentalmente en desentrañar el que el hombre se asigna a sí mismo en el complejo y multiforme juego de la teoría y la práctica, de la especulación y la experiencia. El humanista descubre que este sentido es histórico y no absoluto. Por eso la actitud humanística—contra lo que suele creer el fariseo—ha sido militante y comprometida y se ha nutrido tanto en la experiencia de la vida como en la indagación de la verdad.”

VI

Estas diversas aproximaciones orbitaban en torno del origen de la modernidad, allí donde Romero vio florecer la mentalidad burguesa. El desarrollo de esa terminología particular muestra cómo desarrolló a lo largo de su obra una concepción de la historia de cuño propio, que en los últimos años de su vida finalmente bautizaría como la “vida histórica”, a la que creía capaz de conciliar el arte preciso de la experiencia con la especulación metafísica. La historia, motor de las Geisteswissenschaften, implicaba la agencia de los sujetos históricos cuya existencia dependía naturalmente de la estructura material que les daba sentido.[67]

Romero se inclinaba así por una definición personal, práctica y sencilla de su modelo historiográfico: el mejor historiador es aquel “que en cada cosa descubra el conjunto en el que se acomoda y se ordena”.[68] A partir de esta sabia orientación, reconoció y reconstruyó las manifestaciones inmanentes de un espíritu moderno gestado en las estructuras materiales urbanas. La riqueza heurística de esta pesquisa secular provee a los modernistas, como se ha visto, de un sustrato histórico de inconmensurables proporciones.

NOTAS

1 “La deuda con la Antigüedad”, La Razón, Buenos Aires, 11 de agosto de 1946.

2 Tulio Halperin Donghi, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, Desarrollo Económico, 20:78, 1980, p. 249. Halperin reconoció con precisión, además, el horizonte modernista en el que se inspiraba su obra: “se proponía consagrar su esfuerzo a dar cuenta del curso de la que entonces se llamaba aún historia universal, la historia de la civilización clásica y su continuación moderna: sólo paulatinamente iba a descubrir que en el curso de esa navegación exaltante había encallado irremisiblemente en la Edad Media”. Ibidem, p. 258.

3 Sobre Guaglianone, el propio Romero se encargó de homenajearlo en su obituario al definirlo como “un investigador meditabundo de todo aquello en donde advertía la impronta mágica del espíritu humano”. Romero, “Pascual Guaglianone”, Nosotros, 31, 1938. Véase también Julián Gallego, “De Heródoto a Romero: la función social del historiador”, en José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura, pp. 165-184.

4 Halperin reconoció que la enseñanza de Ricci “no dejó de afectarlo”. “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, p. 249. La enorme importancia de Ricci en el desarrollo de las humanidades en la Argentina ha sido especialmente reconocida por Pablo Ubierna en Las humanidades. Notas para una historia institucional, Buenos Aires, UNIPE, 2016, pp. 123-127. Ricci buscaba con fervor—y con éxito dispar— “suprimir el verbalismo en la enseñanza de la historia [en favor] de la construcción personal del concepto histórico, mediante el estudio directo de las fuentes”. Véase “De Clemente Ricci, Director del Gabinete de Historia de la Civilización, al Sr. Decano de la Facultad de Filosofía y Letras, Dr. Ricardo Rojas, 2/8/1924”, en el Archivo de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA, caja 81, legajo nº 1, citado por Pablo Buchbinder, Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA, Eudeba, 1997, n. 43, p. 132. Hugo Zurutuza, “José Luis Romero como pionero de una historia social del mundo antiguo en la Argentina”, en Anales de Historia Antigua y Medieval, nº 28, 1995, pp. 9-14.

5 Luis Alberto Romero, “José Luis Romero y la universidad”,  en www.jlromero.com.ar   

6 Nora Pagano y Miguel Galante, “La Nueva Escuela Histórica: una aproximación institucional del centenario a la década del ‘40”, en La historiografía argentina en el siglo XX, ed. Fernando J. Devoto, Buenos Aires, CEAL, 2006, pp. 65-108

7 Christian Damböck y Hans-Ulrich Lessing, eds., Wilhelm Dilthey als Wissenschaftsphilosoph, Freiburg,: Karl Alber, 2016. Leo Spitzer advertía en plena Segunda Guerra que era preciso no confundir la “historia intelectual” (como se la atribuía a Arthur Lovejoy) con el estudio del Geist, el cual comprendía “todos los impulsos creativos de la mente humana (incluidos los sentimientos)”. Para Spitzer, en definitiva, sólo la “sintética Geistesgeschichte […] puede explicar acontecimientos históricos”. Spitzer, “Geistesgeschichte vs. History of Ideas as Applied to Hitlerism”, Journal of the History of Ideas, 5:2, 1944, pp. 191-203. Véase también el clásico de Lovejoy, The Great Chain of Being: A Study of the History of an Idea, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1936. La naturaleza y profundidad de estos debates se encuentra en Anthony Grafton, “The History of Ideas: Precept and Practice, 1950-2000 and Beyond”, Journal of History of Ideas, 67:1, 2006, pp. 1-32.

8 Hugo Rodríguez Alcalá. Misión y pensamiento de Francisco Romero, México, UNAM, 1959; AA.VV., Francisco Romero, maestro de la filosofía latinoamericana, Caracas, Sociedad Interamericana de Filosofía, 1983; José Luis Speroni, ed., El pensamiento de Francisco Romero, Buenos Aires, Edivern, 2001.

9 Romero, La formación histórica, Santa Fe, Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, 1933. Véase Devoto, “En torno a la formación historiográfica de José Luis Romero”, en José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura, eds. José E. Burucúa, Fernando Devoto y Adrián Gorelik, Buenos Aires, UNSAM, 2013, pp. 37-56. Véase el contexto de producción y las repercusiones de la obra de Burckhardt en Martin A. Ruehl, The Italian Renaissance in the German Historical Imagination, 1860-1930, Cambridge, Cambridge University Press, 2015. Véase las derivaciones teóricas e historiográficas de su “modelo globalizante” en Burucúa, Corderos y elefantes. La sacralidad y la risa en la modernidad clásica (siglos XV a XVII), Buenos Aires, Miño y Dávila, 2001, pp. 19-57.

10 Peter Burke, “Romero, historiador de mentalidades”, en José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura, pp. 97-108.

11 Burucúa ya ha explorado de manera exhaustiva y precisa las incursiones modernistas de Romero: “Treinta años de historiografía moderna en la Argentina: Enfoques culturalistas”, en Historiografía argentina (1958-1988). Una evaluación crítica de la producción histórica argentina, Buenos Aires, Comité Internacional de Ciencias Históricas. Comité Argentino, 1988, pp. 389-402; “José Luis Romero y sus perspectivas de la época moderna”, Anales de Historia Antigua y Medieval, nº 28, 1995, pp. 25-36; “El papel de las artes figurativas y de la música en el concepto de mentalidad burguesa acuñado por José Luis Romero”, en José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura, pp. 331-346 y, más recientemente, “José Luis Romero: encubrimiento, enmascaramiento”, incluido en este mismo sitio en marzo de 2020: https://jlromero.com.ar/wp/temas_y_conceptos/jose-luis-romero-encubrimiento-enmascaramiento/ .

12 René Pintard, Le libertinage érudit dans la première moitié du XVIIe siècle, Paris, Boivin, 1943.

13 Véase al respecto el clásico estudio de Richard Popkin, The History of Scepticism: From Savonarola to Bayle, Oxford, Oxford University Press, 2003. Hay versión en español de la segunda edición: La historia del escepticismo desde Erasmo hasta Espinoza, México, FCE, 1983.

14 Véase para la tradición radical ilustrada Antoine Lilti, “Comment écrit-on l’histoire intellectuelle des Lumières? Spinozisme, radicalisme et philosophie”, Annales, 64, 2009, pp. 171-206.

15 Véase el artículo de León Dujovne en Imago Mundi para la recepción de Croce en la Argentina de 1950: “El pensamiento histórico de Croce”, Imago Mundi, 4 , 1954, pp. 3-25.

16 Véase Ingrid D. Rowland, “Baroque”, en A Companion to the Classical Tradition, Oxford, Blackwell, 2007, pp. 44-56.

17 Véase Joseph Farrell, “The poverty of our ancestral speech”, en Latin Language and Latin Culture from Ancient to Modern Times, Cambridge, Cambridge University Press, 2001, pp. 28-51.

18 Las concepciones de Romero sobre la Historia Medieval han sido exhaustivamente estudiadas por Nilda Guglielmi en “José Luis Romero y la historia medieval”, en Comité Internacional de Ciencias Históricas. Comité Argentino, Historiografía argentina (1958-1988). Una evaluación crítica de la producción histórica argentina, Buenos Aires, 1990, pp. 264-273, y más recientemente por Carlos Astarita en un texto publicado en cuatro partes en este mismo sitio: “José Luis Romero medievalista. I. Una consideración sistemática general. II. Las décadas de 1940 y 1950. III. Las décadas de 1960 y 1970. IV. Balance, cuestiones metodológicas y perspectivas”. Véase también Astarita y Marcela Inchausti “José Luis Romero y la historia medieval”, Anales de Historia Antigua y Medieval, nº 28, 1995. https://jlromero.com.ar/wp/temas_y_conceptos/jose-luis-romero-medievalista-una-consideracion-sistematica-general/

19 En efecto, Burucúa ha señalado que Romero había escrito este libro “inconsciente tal vez de que él mismo reeditaría en su existencia, con un acento en lo intelectual, la contradicción que destacaba en el Florentino, entre comprensión de lo histórico y normativa política; pero consciente de que Maquiavelo había inaugurado un modo de entender la vida histórica que aún alimenta a nuestra época y al que, a la vez, ella pretende superar”. Burucúa, “Treinta años de historiografía moderna en la Argentina”, p. 390.

20 Marcel Bataillon, Erasmo y España: estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, México, FCE, 2007 (1937).

21 La academia uruguaya recibió un provecho involuntario de esta cesantía, pues Romero dio clases en la Universidad de la República desde 1949 y organizó el Centro de Historia de la Cultura, predecesor del Centro de Historia Social que fundaría en la UBA años más tarde. Véase Carlos Zubillaga, “La significación de José Luis Romero en el desarrollo de la Historiografía uruguaya”, en La historiografía argentina en el siglo XX, pp. 345-376; Juan Antonio Oddone, “Presencia de José Luis Romero en la Universidad Uruguaya”, Cuadernos Americanos, México, II, nº 10, 1988.

22 Francisco Romero tuvo cierto protagonismo en la fundación del Colegio Libre en 1931. Véase Luis Alberto Romero, “Exiliados republicanos y vida cultural y política en Buenos Aires, 1936-1950”, en Desde la Historia: Homenaje a Marta Bonaudo, eds. Juan Pro, María Sierra Alonso, Diego A. Mauro, Buenos Aires, Imago Mundi, 2014, p. 9.

23 Aunque Ruggiero Romano confesara tiempo después que el vínculo entre su maestro Braudel y nuestro Romero fue menos fluido que su sincera admiración mutua: “Braudel y Romero de hecho no se entendieron nunca. Braudel sabía que Romero era el historiador más inteligente de Argentina, pero no se entendieron.” Todo es Historia, 251, mayo de 1988. Véase también Devoto, “Itinerario de un problema: Annales y la historiografía argentina (1929-1965)”, Anuario IEHS, 10, 1995, pp. 155-175; Juan Carlos Korol, “Los Annales en la historiografía argentina de la década del 60”, Punto de Vista, 39, 1990.

24 Ralph Roeder, The Man of the Renaissance: Four Lawgivers, Savanarola, Machiavelli, Castiglione, Aretino, The Viking Press, 1933.

25 Walter Pater, The Renaissance, New York, The Modern Library, 1873.

26 Jacob Burckhardt, Die Zeit Constantins des Großen, Basel, Schweighauser, 1853. Versión en español: Del paganismo al cristianismo: la época de Constantino el Grande, México, FCE, 1966.

27 Sobre la evolución de estas nociones, véase el texto de Burucúa, “José Luis Romero: encubrimiento, enmascaramiento”.

28 No en vano Romero había asegurado a Félix Luna pertenecer “a la línea de Henri Pirenne”. Luna, Conversaciones con José Luis Romero, Buenos Aires, De bolsillo, 2008 (1976), p. 59. Podríamos agregar que también ilustraba en estos puntos la autoridad de Johan Huizinga.

29 Suponemos que Romero conocía bien la obra de Brinton por la reseña de Víctor Massuh al libro Las ideas y los hombres del historiador norteamericano. Massuh, “Fisonomía del Occidente según Crane Brinton”, Imago Mundi, 10, 1955, pp. 68-74. Véase Brinton, Ideas and Men: the Story of Western Thought, Nueva York, Prentice-Hall, 1950.

30 Para la recepción de Warburg en Argentina, véase Burucúa, ed., Historia de las imágenes e historia de las ideas. La escuela de Aby Warburg, Buenos Aires, CEAL, 1992, pp. 9-20. Respecto de las reflexiones de Romero sobre el arte y la influencia de la escuela de Warburg en su obra, véase Burucúa, “El papel de las artes figurativas y de la música en el concepto de mentalidad burguesa acuñado por José Luis Romero”, op. cit., esp. p. 338.

31 Citemos una vez más a Halperin, para quien Imago Mundi significó que “por primera vez la historiografía argentina ofrecía una imagen de conjunto de sí misma más allá de la historia nacional e hispanoaemericana”. Halperin Donghi, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, p. 253.

32 Tulio Halperin Donghi, Historia de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Eudeba, 1962, pp. 197-220. Véase Alberto A. Pérez, “Universidad y política. El caso José Luis Romero”, ponencia en XXIII International Congress of the Latin American Studies Association, Washington, DC. 6, 7 y 8 de septiembre de 2001.

33 Pablo Buchbinder, Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, Eudeba, 1997, pp. 188-189.

34 María Estela Spinelli, “La Renovación Historiográfica en la Argentina y el análisis de la Política del siglo XX, 1955-1966”, en La historiografía argentina en el siglo XX, pp. 221-244; Fernando J. Devoto, “Los Estudios Históricos en la Facultad de Filosofía y Letras entre dos crisis institucionales (1955-1966)”, pp. 245-270.

35 Véase al respecto la reseña de John Monfasani al premiado The Swerve (2011), de Stepehen Greenblatt, en Reviews in History, review 1253, 5/7/2012 (https://reviews.history.ac.uk).

36 Robert J. Roecklein, Machiavelli and Epicureanism: An Investigation into the Origins of Early Modern Political Thought, Lanham, MD, Lexington Books, 2012.

37 Luis A. Arocena, El maquiavelismo de Maquiavelo, Madrid, Seminarios y Ediciones, 1975. Véase Burucúa, “Treinta años de historiografía moderna en la Argentina: enfoques culturalistas”, pp. 391-392.

38 Ruggiero Romano no ahorró calificativos a la hora de juzgar positivamente la obra de Romero: “Para mí Romero es uno de los grandes. Creo que conocí bastante gente en mi vida -tuve suerte-, conocí a Croce, Chabod, Lucien Febvre, Braudel, Labrousse. Para mí alguien como Romero está entre estos grandes señores, ni más ni menos. El libro de Romero sobre ‘La sociedad feudal burguesa’, es un gran libro que se equipara al de la sociedad feudal de Marc Bloch. Personalmente yo prefiero el de Romero.” Todo es Historia, 251, mayo de 1988. Su reseña de La revolución burguesa puede leerse en Rivista Storica Italiana, Nápoles, fasc. 1, 1971.

39 Adrián Gorelik, “José Luis Romero: el historiador y la ciudad”, en La ciudad occidental. Culturas urbanas en Europa y América, eds. Laura Muriel Horlent Romero y Luis Alberto Romero, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009.

40 Romero sintetizaba aquí dos trabajos escritos en 1953 y 1954, posteriormente incluidos en “Introducción al mundo actual” (1956) y en La crisis del mundo burgués, ed. L. A. Romero, Buenos Aires, FCE, 1997.

41 Romero, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2001, p. 27.

42 Véase nuevamente “Burucúa, “José Luis Romero: encubrimiento, enmascaramiento”.

43 Jacques Le Goff, “Presentación”, en Crisis y orden del mundo feudoburgués, Buenos Aires, Anthropos, 2003.

44 Crisis y orden en el mundo feudoburgués, p. 122.

45 Crisis y orden en el mundo feudoburgués, p. 209.

46 George Voigt, Die Wiederbelebung des classischen Alterthums oder das erste Jahrhundert des Humanismus, Erstauflage in einem Band, Berlin, 1859. Sobre Voigt, véase Paul F. Grendler, “Georg Voigt, Historian of Humanism”, en Humanism and Creativity in the Renaissance: Essays in Honor of Ronald G. Witt, eds. Christopher S. Celenza y Kenneth Gouwens, Leiden, Brill, 2006, pp. 295-325; Mario Todte, Georg Voigt (1827-1891): Pionier der historischen Humanismusforschung, Leipzig, Leipziger Universitätsverlag, 2004.

47 El escenario era ya advertido lúcidamente y de forma temprana por Wallace K. Ferguson en su fundamental The Renaissance in Historical Thought. Five Centuries of Interpretation, Boston, Houghton Mifflin Co., 1948. Véase también las vicisitudes del paradigma de Burckhardt en el minucioso trabajo de Martin A. Ruehl, The Italian Renaissance in the German Historical Imagination, 1860-1930, Cambridge, Cambridge University Press, 2015. Sobre el propio Burckhardt, véase John R. Hinde, Jacob Burckhardt and the crisis of modernity, Montreal, McGill-Queen’s University Press, 2000. Las ideas de Burckhardt a las que hemos hecho alusión a lo largo del texto se encuentran, naturalmente, en sus clásicos Die Kultur der Renaissance in Italien: Ein Versuch. Basel, Schweighauser, 1860 y Geschichte der Renaissance in Italien. Stuttgart, Paul Neff Verlag, 1904 (1867).

48 Bertrando Spaventa, La filosofia italiana nelle sue relazioni con la filosofia europea, Bari, Laterza, 1908; Giovanni Gentile, I problemi della scolastica e il pensiero italiano, Bari, Laterza, 1912; Benedetto Croce, La storia come pensiero e come azione, Laterza, Bari 1938. Véase Marcello Mustè, La filosofia dell’idealismo italiano, Roma, Carocci, 2008; Mauro Visentin, Il neoparmenidismo italiano, I. Le premesse storiche e filosofiche: Croce e Gentile, Napoli, Bibliopolis, 2005.

49 Eugenio Garin, Filosofi italiani del Quattrocento, Florencia, Le Monnier, 1942.

50 Garin, Der italienische Humanismus, Berna, A. Francke, 1947. La edición reseñada por Halperin era la publicada por la casa Laterza en Bari en el año 1952.

51 Véase Charles Homer Haskins, The Renaissance of the 12th Century, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1955 (1927); Warren T. Treadgold, ed., Renaissances before the Renaissance: Cultural Revivals of Late Antiquity and the Middle Ages, Stanford, Stanford University Press, 1984.

52 James Hankins, “Two Twentieth-Century Interpreters of Renaissance Humanism: Eugenio Garin and Paul Oskar Kristeller”, Comparative Criticism 23, 2001, pp. 3-19.

53 Kristeller, “The philosophical significance of the history of thought”, Journal of the History of Ideas, 7:3, 1946, pp. 360-366.

54 Paul R. Blum, “The Young Paul Oskar Kristeller as a Philosopher”, in Kristeller Reconsidered: Essays on His Life and Scholarship, ed. John Monfasani, New York, Italica, 2006, pp. 19-38.

55 Paul Oskar Kristeller, “Humanism and Scholasticism in the Italian Renaissance”, Byzantion, 17, 1946, pp. 346-374.

56 Kristeller, “The Humanist Movement”, en Renaissance Thought. The Classic, Scholastic, and Humanist Strains, New York, Harper Torchbooks, 1961 (1955), pp. 3-23.

57 Es preciso reconocer que el pensamiento de Kristeller se desarrolló en absoluta sincronía con las concepciones de Augusto Campana y Roberto Weiss. Véase Augusto Campana, “The Origin of the Word ‘Humanist’”, Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, 9, 1946, pp. 60-73; Roberto Weiss, The Dawn of Humanism in Italy: an Inaugural Lecture, Londres, H. K. Lewis, 1947. Kristeller fue, sin embargo, quien desarrollo aquellas ideas con más constancia y mayores alcances. La actualidad de su paradigma puede calibrarse en la reciente nota crítica de Robert Black, “Kristeller and His Critics: Celenza, Rubini, Maxson, and Baker on Renaissance Humanism”, History of Humanities, 4:1, 2019, pp. 155-177.

58 En palabras de Halperin, “para Romero, la radical novedad que aporta la etapa bajomedieval es a la vez el desarrollo pleno de las potencialidades de una realidad urbana ya forjada en etapas anteriores”. Halperin Donghi, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, p. 269.

59 Recordemos que Romero también difería del modelo de Burckhardt al resaltar la continuidad del estilo urbano medieval en tiempos renacentista: “la ciudad gótica dejó de ser, cambió de estilo, cambió de esencia cuando esa vieja sociedad que había sido el gran invento del siglo XI, del siglo XII, del siglo XIII, perdió homogeneidad y se dividió violentamente en dos ciudades, una de ricos y pobres, (…) y así apareció la ciudad barroca”. Romero, “La ciudad barroca”, en La ciudad occidental.

60 Leonardo Bruni Aretino under der florentiner Bürgerhumanismus des Quattrocento. Traducido como “humanismo cívico” en su obra cumbre Civic Humanism and Republican Liberty in an Age of Classicism and Tyranny, publicado en 1955, ya establecido en los Estados Unidos. Hay versión en español: En busca del humanismo cívico florentino, México, FCE, 1993. Para la vision de Burckardt por parte de Baron, véase su artículo “Burckhardt’s ‘Civilization of the Renaissance’ a Century after its Publication”, Renaissance News 13:3, 1960, pp. 207-222. Véase Hankins, “The ‘Baron Thesis’ after Forty Years and some Recent Studies of Leonardo Bruni”, Journal of the History of Ideas, 56:2, 1995, pp. 309–330; Klaus Große Kracht, “‘Bürgerhumanismus’ oder ‘Staatsräson’. Hans Baron und die republikanische Intelligenz des Quattrocento“, Leviathan – Berliner Zeitschrift für Sozialwissenschaft, 29, 2001, pp. 355–370.

61 Ángel Castellán, “El equilibrio humanístico en Eneas Silvio Piccolomini. En torno a la epístola de Mahomet II”, Anales de Historia Antigua y Medieval, 1955, pp. 35, 33. Analizaría nuevamente la cuestión en “Dos modelos dialécticos: medievalidad y modernidad”, Anales de Historia Antigua y Medieval, 1972. Véase Burucúa, “Ángel Castellán: Una obra historiográfica centrada en el problema del Mundo Moderno”, Anales de Historia Antigua y Medieval, 29 (1996), p. 186. Ideas similares pueden encontrarse ya esbozadas en Konrad Burdach, Deutsche Renaissance. Betrachtungen über unsere küntfige Bildung, Berlin, Siegfried Miiler und Cohn, 1920 (1893).

62 Castellán, “Proposiciones para un análisis crítico del problema de la periodización histórica” (1959), en Algunas preguntas por lo moderno, Buenos Aires, Tekné, 1986, p. 56.

63 Castellán, “Programa para un estudio del barroco”, en Algunas preguntas por lo moderno, pp. 134-143.

64 Castellán, “Variaciones en torno a la cosmo-antropología del humanismo (Del ‘microcosmos’ al ‘microethos’). Primera parte”, Anales de Historia Antigua y Medieval, 14 (1968-1969), pp. 7-8. Esta idea había sido sostenida ya por Lynn Thorndike en su The History of Medieval Europe, New York, Houghton Mifflin, 1917.

65 Castellán, “Variaciones en torno a la cosmo-antropología del humanismo… Segunda parte”, Anales de Historia Antigua y Medieval, 15 (1970), p. 68.

66 En relación a la tradición humanista como fenómeno esencial, véase Alan Bullock, The Humanist Tradition in the West, Nueva York-Londres, 1985 y Stéphane Toussaint, Humanismes / Antihumanismes. De Ficin à Heidegger, Paris, Les Belles Lettres, 2008.

67 Romero, “El concepto de vida histórica” (1975), en Historia, problema y problema. Homenaje a Jorge Basadre, ed. Pablo Macera, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1978. Véase Burucúa, “José Luis Romero y sus perspectivas de la época moderna”, p. 35; Ricardo O. Pasolini, “La ‘vida histórica’, un concepto clave de José Luis Romero”, en https://jlromero.com.ar/wp/temas_y_conceptos/la-vida-historica-un-concepto-clave-de-jose-luis-romero/, 7 marzo 2020.

68 Romero, “Digresión sobre el historiador arquetípico”, Realidad, 2, p. 299. Véase también su La historia y la vida, Buenos Aires, Yerba Buena, 1945.

Textos citados de José Luis Romero

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