Las ideas políticas en Argentina

MIGUEL ÁNGEL DE MARCO
Academia Nacional de la Historia

Corría 1954 y yo cursaba el tercer año del secundario en la Escuela Normal Nº 3 de Maestros “Mariano Moreno” de Rosario.

Eran tiempos políticamente difíciles y los establecimientos de enseñanza no podían permanecer ajenos a los conflictos que sacudían al país. En las clases de historia argentina, el profesor que contribuyó a acentuar mi interés por las cosas del ayer nacido en la infancia, organizaba debates en que los alumnos, divididos en grupos, polemizaban en torno a las figuras de Rosas y de Sarmiento. A través de ellos, en cierto modo se discutía sobre el autoritarismo peronista y la ausente democracia. En el resumen final, el profesor hacía la apología de ésta y subrayaba los vicios de aquel, sin mayores consecuencias para su estabilidad docente pues el director de la escuela, viejo maestro normal, no estaba embanderado, como los que lo sucedieron, y hacía oídos sordos a aquellos debates que en su calor amenazaban con terminar a las trompadas.

Un día, esperé que sonara la campana del recreo y le pedí al profesor que me indicase algún libro más elaborado que los textos en boga, para contar con una idea algo más clara sobre la evolución política argentina. En la siguiente clase, con la cautela con que entonces pasaban de mano en mano los ejemplares de La Vanguardia con caricaturas de Tristán, me dio la edición de 1946 de Las ideas políticas en Argentina de José Luis Romero.

Como por entonces los ánimos estaban tan exaltados como para no aceptar todo cuanto no coincidiera con lo que se pensaba en los respectivos hogares, el equilibrio del autor al rastrear, dentro de nuestra dramática historia, la recepción de las ideas ajenas y la transformación sufrida en el ámbito vernáculo con el fin de que fueran viables dentro de un contexto totalmente diverso, me resultó chocante. Gravitaba, además, la arrogancia propia de un adolescente con ínfulas de historiador.

Transcurrido el tiempo, volví a leer el libro, con la actualización que hizo el mismo Romero y con el epílogo en el cual intenta escudriñar el futuro, y valoré el enorme esfuerzo que realizó para mantener el equilibrio más allá de sus convicciones de hombre de partido.

Su prosa límpida y armoniosa le permitió mostrar, en una difícil síntesis, las distintas etapas o “eras”, como él las denomina, de nuestra historia: la colonial, diferenciada en las épocas de los Austria y de los Borbones; la criolla en que se van desplegando las diferentes líneas: la de la democracia doctrinaria, desde Mayo a lo que llama el “Estado rivadaviano”; la de la democracia inorgánica, que marca el momento de delineación del federalismo y culmina con lo que llama “El Estado rosista”. Para analizar luego “el pensamiento conciliador y la organización nacional”; la configuración de la Argentina aluvial y la conformación espiritual de la nueva realidad social, con el consecuente surgimiento de nuevos cuadros sociales y políticos; el afianzamiento del liberalismo conservador y la consolidación de la democracia popular y su consecuencia: el gobierno radical.

La revolución de 1930 marcó para Romero la aparición de una nueva línea, la del fascismo, con sus vertientes autoritarias y fraudulentas, que desembocaron en el peronismo. La larga y convulsa etapa que va entre la caída del gobierno de Perón y su regreso fue también motivo de concienzudo análisis del autor, quien desgranó cuidadosamente los esfuerzos por desgracia frustrados para conseguir lo que él llama una “fórmula supletoria”.

Si bien en el epílogo expresaba su convicción de que solo la democracia socialista podía ofrecer una solución a la disyuntiva entre demagogia y autocracia, subrayaba que era la opinión de alguien comprometido con un partido y se apresuraba a aclarar con palabras que no pueden sino ser asumidas: “Pero el autor teme que esta afirmación incite a algunos a sospechar de su objetividad y repite que no le otorga otro valor que el de una opinión. Si la confía a este epílogo, es para cumplir con lo que considera un deber de conciencia. El historiador tiene una deuda con la vida presente que sólo puede pagar con la moneda de su verdad, moneda en la que, a veces, funde un poco de su pasión; pero la historia solo apasiona a quien apasiona la vida, y el autor cree que, en este punto de su examen, le es ya lícito confesar su pasión, siquiera sea para que el lector pueda confiar en que procuró acallarla hasta este instante, y, acaso, para ofrecerle la clave de lo que en este examen pueda ser su involuntario y apasionado error”.

Al hojear, ahora, nuevamente, una ya gastada segunda reimpresión de 1969, experimento el intenso placer que produce lo bien escrito, y la nostalgia de comprobar a cada día cuan pocos recursos estéticos se emplean en la apasionante pero difícil tarea de recrear el ayer.