CATALINA WAINERMAN
Universidad de San Andrés
Mi primer contacto con la universidad fue como estudiante de la Facultad de Arquitectura de la UBA en la calle Perú, hace muchos muchos años, a comienzos de los 50. El primer año, sin lograr decidirme, asistía a clase en la calle Perú, donde estaba Arquitectura, y, al salir, corría por Florida hasta Viamonte, doblaba hasta cruzar Reconquista para llegar apurada a alguno de los cursos con que se iniciaba la cursada de Filosofía y Letras, cualquiera fuera la carrera que se adoptara después, Letras, Filosofía, Historia y demás Humanidades. A los pocos meses de esa vida, abandoné las corridas y opté por Arquitectura. Me llevó “sólo” tres años darme cuenta que eso no era lo mío y volví a Filosofía y Letras. Quizás fue bueno porque, para entonces, a fines de los 50, se habían creado las tres carreras “modernizantes” de Sociología, Psicología y Ciencias de la Educación. La primera fue la que finalmente abracé, literalmente.
Fue entonces cuando entre las introducciones, cursé Historia con José Luis Romero. Fue deslumbrante. Yo ya traía a cuestas la experiencia de tres años de docentes universitarios en Arquitectura. Ya había asistido y escuchado clases “magistrales”, también sesiones de trabajos prácticos. Lo de Romero era diferente, y no sólo era diferente en comparación con mi experiencia con docentes de Arquitectura, también lo era en comparación con docentes de las otras disciplinas del primer año de Filosofía y Letras. Y hoy sé que fue diferente a todos los demás docentes que tuve a lo largo de mi vida de alumna de grado en la UBA y de maestría y doctorado en la Universidad de Cornell, en Estados Unidos.
Dos cuestiones me impresionaron en Romero: el estilo de exposición oral, y el estilo de abordar la enseñanza de un tema tan remoto en el tiempo como la Edad Media. En cuanto al primero, Romero hablaba con el cuidado de quien escribe, corregía sus oraciones, algo que sólo conozco en el lenguaje escrito pero no en el oral. Iniciaba una frase y, por la mitad, volvía atrás y, como quien tacha y reescribe, rearmaba la frase corrigiendo no sólo la posición del sujeto y el predicado o las articulaciones de género y de número (femenino-masculino, singular-plural) sino, además, la elegancia del vocabulario. Sus párrafos eran obras escritas con precisión y un gran cuidado por la elegancia literaria. No lo hacía continuamente, pero lo hacía cada tanto y el momento me deslumbraba. Construía su discurso oral, y lo hacía con el cuidado de quien hace literatura escrita.
En cuanto a lo segundo, Romero acercaba la historia del pasado, para nosotros remoto, al mundo cotidiano. Nunca olvido la imagen quasi cinematográfica de los esclavos libertos del régimen feudal, corriendo por los bosques, descalzos para llegar a la urbe, espacio donde, como decía, “la ciudad liberta”. Para una alumna educada en una escuela primaria y secundaria en la que los héroes patrios eran entes de cartón, inodoros e insípidos, como el agua, visualizar seres humanos de carne y hueso que sufrían, transpiraban, temían, huían, respiraban, fue un descubrimiento que me duró y sigue durando de por vida y en dos aspectos, conceptual y pedagógico. Y ambos aspectos tenían algo en común, la cotidianeidad del tiempo histórico y la cotidianeidad de los seres destacados de la sociedad. Ambos desacralizaban y le daban patente de legitimidad a la vida diaria.
Me reencontré con Romero y su mirada atenta sobre la vida diaria muchos años después, a fines de los 60 y comienzos de los 70. Entonces él era un investigador publicado y yo una tesista doctoral. De una de sus obras tomé la noción de que las escuelas primarias del siglo XIX y bien entrado el XX eran “usinas de difusión del “tú”, y lo siguieron siendo cuando ya fuera de las paredes de la escuela, en Buenos Aires, el “vos” había derrotado al “tú” de cortesía. Esa noción está incorporada en mi tesis de doctorado, sobre los cambios en los usos del tú/vos y usted entre díadas de interlocutores de la Ciudad de Buenos Aires a lo largo de un siglo ( sobre la base de los diálogos intercambiados en cien años de obras de teatro argentino que transcurrían en Buenos Aires) y entre díadas de interlocutores de “carne y hueso” de dos comunidades sociolingüísticas tan radicalmente diversas en términos de “modernidad” cultural como Buenos Aires capital y Catamarca capital, alrededor de los años 70. Y aquí enfoqué la cotidianeidad del habla cuyos cambios codificaron en el ámbito verbal cambios sustanciales en la definición cultural de las nociones de “poder” y de “familiaridad, que expresan las relaciones de “distancia social” y de “distancia psicológica”, o más bien, “emocional” mediante el vos-vos. usted-usted y vos-usted–usted vos, con sus variantes en el tú de cortesía. Estos cambios, que hoy se han desdibujado en un vos-vos imperial que borra las relaciones de poder y familiaridad, quedó plasmado en 1976 en Sociolinguística de la forma pronominal, que publicó en México la Editorial Trillas.
Estos retazos de memoria fueron “plumereados” y ajustados a la realidad que tan bien conoce con detalle de orfebre Luis Albero Romero. Tras leer mis “retazos de memoria”, los contrastó con la realidad de los hechos que recopiló y así fue como descubrí que el curso que yo recordaba haber tomado con J. L. Romero, como uno de los introductorios a FFYL no era tal sino uno de Historia Social General, integrante de la currícula de la carrera de Sociología (en 1958 o 1959). Lo mismo ocurrió con la precisión que introdujo L. A. R. acerca de la publicación de la observación sobre el uso del “vos”, que apareció en “Buenos Aires, una historia”, uno de los fascículos del Centro Editor de América latina, en 1971.
A estas precisiones de la memoria histórica, se agregó una experiencia digna de reflexión muy interesante. Los “esclavos libertos” que yo recuerdo corriendo descalzos por los bosques a una “ciudad que liberta”, son, según L. A. R., lo que los historiadores profesionales denominan “siervos fugitivos” que huían de la servidumbre hacia la ciudad donde, al cabo de un año y un día pasaban a tener el status de “hombre libre”, de ahí que “la ciudad da la libertad”, más que libera.
Lo interesante de este recuerdo es que ejemplifica cómo una estudiante universitaria, no ducha en Historia (o, para el caso, en alguna otra disciplina) registra y recuerda la información escuchada en clase dentro de sus categorías de comprensión, que no coinciden necesariamente con las construidas por los profesionales de la disciplina. hecho que revela, una vez más, la aventura que es la interacción humana, una que es casi un milagro en el que se da por supuesto que compartir una misma lengua y un mismo idioma asegura una trasmisión de un contenido unívoco para los dos hablantes de los mensajes intercambiados, lo que no es.