“Vida histórica” en José Luis Romero

DANIEL BERNARDO SAZBÓN
(UBA/UNAJ/UNLP)

En la obra de José Luis Romero el concepto “vida histórica” ocupa un lugar central, tal como ha sido destacado no solo por varios de quienes la han analizado, sino por su propio autor; es sabido que su sorpresivo fallecimiento le impidió publicar un texto, su muchas veces anunciada Teoría general de la vida histórica, en la que se proponía desplegar las bases de su propia “teoría de la historia”. El término es también el título de una compilación póstuma (La vida histórica), formada por artículos aparecidos a lo largo de buena parte de su vida —incluyendo varios que formaron parte de su La historia y la vida, que no hace más que repetir invertidamente al mismo par conceptual—, una constancia que no hace más que reiterar la relevancia de la categoría dentro del rico y variado arsenal categorial con el que contaba Romero. Las siguientes líneas intentan precisar un poco el uso de esta noción en el conjunto de su obra, con particular atención a sus textos más teóricos, aunque sin descuidar sus investigaciones históricas, en muchas de las cuales también pueden apreciarse sus proyecciones.

Aunque el término era parte del vocabulario común de la historiografía alemana desde la última mitad del XIX (particularmente en los autores que practicaban una historia de la cultura, como Heinrich von Sybel o Gustav Freytag), y de que aparecía ya una obra tan significativa como la Historik de Gustav Droysen, no hay dudas de que para entender el sentido que adopta la noción de “vida histórica” en el pensamiento romeriano debemos partir de Wilhelm Dilthey. No sólo porque es Dilthey quien más desarrollará los alcances de la categoría dentro de sus preocupaciones acerca de las posibilidades del conocimiento para aprehender los fenómenos históricos, sino fundamentalmente por la influencia dejada por sus ideas en José Luis Romero, así como en el universo de autores y lecturas en el que estaba inserto. Si bien su relación con el autor alemán no estuvo exenta de matices —sobre todo en la segunda etapa de su vida—, la impronta dejada por el historicismo alemán en el modo en que el joven historiador argentino elaboró las bases conceptuales de su profesión es incontestable.

Ubicado en el corazón de la methodenstreit que atravesó el escenario intelectual de habla alemana en la segunda mitad del XIX (y sobre la que no podremos extendernos aquí), el proyecto epistemológico diltheyano se ancla en una crítica del esquema gnoseológico kantiano, al que busca corregir en su punto de partida: la asunción del carácter meramente formal de la razón, es decir, su atemporalidad y consiguiente ahistoricidad. Aunque sensible en esta polémica a los argumentos enarbolados por Carl Menger, Dilthey se ubicó en una posición cercana a la de la escuela histórica de economía de Gustav Schmoller, a la que intentó dotar de una fundamentación filosófica que, sin negar el papel del saber científico lógico-deductivo, reconociera la radical temporalidad de la razón, producto de un despliegue que se verifica a lo largo de la historia humana. De esta manera pretendía completar el proceso de emancipación del conocimiento respecto a la “servidumbre” que hasta la Edad Media habían tenido respecto a la metafísica, y de la cual participaron tanto la filosofía de la historia comteana o hegeliana como el naturalismo y el propio empirismo de Mill. En su lugar Dilthey elabora una teoría del conocimiento alrededor de la noción de “vivencia” (Erlebnis) del sujeto individual, subsumiendo de esta manera su epistemología en el plano antropológico-psicológico del hombre, en su “experiencia interna”, único “punto seguro” a partir del cual se puede edificar un modelo cognoscitivo sólido.

En su clásica distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu (Geistes), el terreno de estas últimas era el de las manifestaciones de la vida espiritual del hombre, dentro de las cuales —junto con la vida psíquica, los sistemas culturales y la “organización externa” de las sociedades— el problema “último y más complicado” era el de la historia. Así, mientras en el terreno de las ciencias naturales el conocimiento se asentaba en la posibilidad de explicación (Erklären) proporcionada por el enfoque mecánico-matemático de objetos de conocimiento que “se le presentan a la conciencia dispersos, procedentes de fuera”, en el que corresponde a las manifestaciones del espíritu la labor cognoscitiva descansaba, por el contrario, en la asunción de la íntima conexión (Zusammenhang) que ligaba a las partes del conjunto entre sí, “como una conexión viva”. Si “la naturaleza la ‘explicamos’, la vida anímica (Seelenleben) la ‘comprendemos’”; en la distinción diltheyana entre ambos abordajes la comprensión (Verstehen) supone el reconocimiento de este nexo íntimo entre el pensamiento abstracto y científico y una “naturaleza humana” que encontraba en la dimensión psicológica del sujeto individual su punto de anclaje y fundamento de posibilidad. Mientras que “la naturaleza es muda”, dado que es algo exterior a nosotros, la vida histórico-social es comprensible “desde dentro” porque en ella podemos “revivir” nuestros propios estados (Zustände).

Presentado como corrección —y a la vez concreción— tanto del rígido formalismo kantiano, carente de vida y concreción reales, como del misticismo de la filosofía de la historia hegeliana, el recorrido que Dilthey inauguraba en su Introducción a las ciencias del espíritu (1883) se vería coronado a partir del cambio de siglo con los textos reunidos posteriormente en El mundo histórico (1927, conteniendo trabajos elaborados entre 1900 y 1910). En la Introducción… partía del rechazo al sujeto de conocimiento kantiano, por cuyas venas “no circula sangre verdadera sino la delgada savia de la razón como mera actividad intelectual”, en lo que pretendía constituirse en una verdadera “crítica de la razón histórica” que permitiera ver “la realidad de la vida histórico-social”. Ésta, en su recorrido a través de las formas que adoptó el conocimiento a lo largo del tiempo, presentaba dos rasgos fundamentales para su aprehensión cognoscitiva: por un lado, la íntima “conexión” (Zusammenhang) entre sus elementos, tanto en el sentido de la relación entre individuos y el conjunto que forman como en la sucesión temporal entre sus distintas manifestaciones, lo que dotaba a la “corriente del acontecer” de su necesaria homogeneidad como para constituirse en objeto de análisis; por el otro, la homología entre la “facticidad exterior” de los fenómenos histórico-sociales (derecho, Estado, religión, etc.) y la “experiencia interna” (Erfahrung), condición de posibilidad de la mencionada “comprensión”: “comprendemos mediante la transferencia de nuestra experiencia interna a una facticidad exterior en sí misma muerta”.

Esta forma de concebir los productos históricos como objetivación de la vida del hombre en fenómenos donde se plasma la creatividad de la vida del espíritu está en la base de los textos reunidos en El mundo histórico. Siguiendo estos postulados, y en base a la tríada básica de vivencia, expresión [Ausdruck] y comprensión, la tarea de las disciplinas histórico-sociales es concebida como fundamentalmente hermenéutica, asentada en la posibilidad de interpretación del historiador respecto al significado de los resultados de la actividad vital humana en el pasado. Tal tarea interpretativa no era meramente intelectual (ya que “la vida no puede ser llevada ante el tribunal de la razón”); la comprensión de los actos humanos corresponde a una aprehensión plena del contenido plasmado en todos los productos de la vida del espíritu, es decir: todo lo que “el espíritu” incorpora como “manifestación de vida” (es decir, las vivencias) es, con el paso del tiempo, “historia”, creación constante de “bienes y valores” que remiten a una subyacente “naturaleza humana”. La comprensión de la vida humana a lo largo del tiempo, en la “conexión universal” de su desarrollo histórico, por medio de las manifestaciones en las que se objetiva —derecho, economía, religión, costumbres, arte, ciencia, etc.—, es en definitiva la vida histórica.

Esta noción eminentemente “culturalista” del conocimiento histórico se encuentra en la base de los primeros textos en los que José Luis Romero comenzará a desarrollar sus posiciones respecto de la tarea del historiador. Es indistinto para nuestros propósitos aquí si su presencia se debe a una lectura directa del autor de la Introducción a las ciencias del espíritu o bien (con mayor probabilidad) responde a la amplia difusión de la categoría en un abanico de autores que con mayor o menor comodidad podemos considerar vinculados al plexo de ideas historicista, y con quienes Romero tenía una probada cercanía. Entre ellos, debemos incluir en primer lugar a los exponentes del pensamiento sociológico alemán de comienzos de siglo: naturalmente, Georg Simmel, en cuyo El conflicto de la cultura moderna (y en obras como Sociología o Problemas de filosofía de la historia) los motivos diltheyanos aparecen como tensión irremontable entre el constante fluir creativo de la “vida” y la cristalización y por ende inadecuación de las “formas” que la expresan. Además de Simmel, otros sociólogos más o menos ligados al autor de La filosofía del dinero como Hans Freyer o Alfred Vierkandt también contribuyeron a transmitir la contraposición entre los dos planos de la existencia histórica —traducidos como “orden fáctico” y “orden potencial”— que estructurará buena parte de las reflexiones de Romero sobre la materia. En ellos, así como en la crítica cultural del diltheyano Eduard Spranger y en los dramas históricos de Franz Werfel, Romero encontrará referencias sólidas en las que estructurar sus reflexiones sobre el despliegue temporal del devenir humano.

Buena parte de estas lecturas estuvo mediada por la influencia recibida por varios nombres más cercanos cultural y biográficamente a Romero; por empezar, los aparecidos en las páginas de la española Revista de Occidente, donde a las traducciones de varios de los autores mencionados (naturalmente, Dilthey y Simmel, pero también Freyer, Werfel y Spranger) se agregan los trabajos de figuras centrales en su difusión como Ortega y Gasset, Francisco Ayala, y más adelante Julián Marías).  Y por supuesto, el vasto universo de figuras ligadas al movimiento reformista en su país, que más o menos laxamente sintonizaban con las estribaciones del espiritualismo antipositivista que podía hallar inspiración en el pensamiento alemán neokantiano del cambio de siglo: hablamos de figuras de probada influencia en el joven Romero como Alejandro Korn, Saúl Taborda, y por supuesto, Francisco Romero, su hermano y mentor intelectual. En ellos —y en tantos otros espacios, como en las páginas de Sur— pudo encontrar el joven José Luis Romero referencias a la noción de “vida histórica” como parte de la más amplia irradiación de los motivos románticos e historicistas presentes en las obras de Dilthey y Simmel, naturalmente, filtradas por la traducción local de los tópicos propios de la reacción anticientificista del cambio de siglo europeo a las coordenadas propias de la escena rioplatense de los años ’20, y más específicamente al universo en el que se encontraba inserto: a la insatisfacción por el determinismo positivista se le adosarán así las suscitadas por la aridez de la historiografía de la Nueva Escuela, como veremos más adelante.

En definitiva, y más allá de su procedencia, en Romero la “vida histórica” ocupa un lugar central en los dos planos que compusieron su vasta producción intelectual: el vinculado a su labor propiamente historiográfica (tanto en sus múltiples reflexiones de alcance más teórico acerca de las posibilidades del saber del historiador como en sus trabajos de investigación, particularmente aquellos sobre el desarrollo de la mentalidad burguesa) y el concomitante que atañe a sus preocupaciones “ciudadanas” o, más sencillamente, políticas, que motivaban buena parte de sus intervenciones públicas. Ambos fueron recorridos por José Luis Romero con intensidad desde sus primeras producciones en los años ’30, y ambos lo acompañaron hasta sus últimos trabajos en los años ’70.

Así, ya en su conferencia de 1933 (publicada en 1936) sobre “La formación histórica”, Romero manifestaba su interés por logar una “comprensión profunda” del presente que permita romper con el realismo ingenuo de quienes no perciben la historicidad de sus ideas, sin poder “deslindar lo mudable y lo eterno”. La adquisición de la conciencia histórica supone reconocer la ínsita provisionalidad de las concepciones del mundo de la hora —presentadas bajo el diltheyano Weltanschauung— y es un requisito inexcusable para la misión de convertir a los individuos en personas “colectivamente responsables”, capaces de comprender el sentido profundo de su tiempo. Alabando su “autenticidad” al reconocer la vitalidad del pasado en el mundo, Romero abraza explícitamente un historicismo que parta de asumir que el legado histórico no puede “cortarse como tejidos muertos” sino que debe ser asumida como “posesión de los vivos”. Si bien la contraposición entre las formas vigentes de la cultura y la perenne creación de la vida, que resiste permanecer “tiranizada” en esos moldes, se presenta aquí bajo el signo de una crítica de cuño marxista (a partir de Werfel) a la cultura burguesa y en general a las “formas económicas del capitalismo”, la esperanza en que en un futuro el espíritu logre escapar al yugo del “sistema burgués” se anuda más en la posibilidad de alcanzar la capacidad de comprender “la inmensa riqueza de lo histórico” que en la acción redentora de las masas expoliadas por la explotación del sistema.

Del año siguiente data su “Brujas: meditación y despedida” (1937), donde la reflexión del viajero con sensibilidad histórica (había visitado Europa entre 1935 y 1936) lo lleva a meditar sobre la acumulación de capas de pasado que se aprecian en la geografía urbana del paisaje de la ciudad belga. Sus cavilaciones —en las que se ha señalado la marca dejada por la lectura contemporánea de Henri Pirenne— adoptan la forma, nuevamente, del conflicto potencial entre las formas pretéritas y la vitalidad del despliegue histórico: los “valores caducos” se condensan en un “pasado muerto” al que se plantea directamente quemar, de forma tal que el pasado deje de gravar con servidumbre al presente, anulando su nefasta influencia en los espíritus. No obstante, Romero se preocupa por distinguir cuidadosamente entre ese peso muerto de las “estructuras finiquitadas” y el “pasado activo” que permite darle continuidad y significación al presente. En esta vitalidad activa del pasado que continúa operando sobre nuestro presente más allá de sus “formas cumplidas” se reconoce el sentido diltheyano de una “vida histórica” caracterizada como “contraste entre valores eternos y exigencias inmediatas”.

Dos líneas se aprecian en estos artículos: en primer lugar, la convicción de que la reacción del historiador con su objeto, el pasado, no podía pensarse desde la posición naturalista que exigiría de él una actitud distante y “objetiva”, sino que se trata de una labor eminentemente interpretativa, determinada por la certeza de encontrarse imbricado directamente en el mismo tejido temporal que aquello que se busca conocer, y consiguientemente por la presencia de patrones culturales que atravesaban pasado y presente y organizaban la tarea hermenéutica de la investigación histórica. Por otro lado, que tal actitud frente al pasado histórico no correspondía a un impulso puramente cognoscitivo sino que muy por el contrario respondía a una actitud vital, una tanto más apremiante en cuanto constituía una imprescindible reacción frente a las necesidades de la hora: en otras palabras, que la aprehensión del pasado era necesaria para la comprensión de —e intervención sobre— el presente, un presente entendido característicamente por Romero bajo el signo de la crisis. De ambas, podría derivarse una tercera, de tipo historiográfico: sus constantes críticas a los historiadores que aquejados de “miopía profesional” incumplen su papel como hermeneutas de la vida histórica para limitarse a un mero “afán de saber” acumulativo, empobreciendo así su oficio y traicionando la tarea que la comunidad exige de ellos: contribuir a la adquisición de una conciencia histórica que le permita actuar “con el conocimiento de la realidad preexistente”.

De algún modo, estas certidumbres nacían de la misma seguridad en torno a la centralidad de la “vida histórica” en la labor del historiador, enfatizando en cada una de ellas dos formas distintas de concebir tal noción. Una de ellas ponía el acento en el aspecto complejo y a la vez integrado de la vida histórica diltheyana: remite a la vitalidad del pasado, a su conexión con el presente, y a la convicción de que se trata de una materia “viva”; la otra se apoya en la seguridad de que esta vitalidad no está en el objeto en sí mismo sino en la actitud con la que es aprehendido por el historiador o, más en general, por la persona que busque conocer el pasado, un saber que, a diferencia del de la naturaleza, no puede ser adquirido “pasivamente”, sino que debe surgir de una actitud inquisidora, movida por una sensación profundamente vital. Así, por un lado la vitalidad de la historia entendida bajo el prisma de su aspecto “orgánico” —la Zusammenhang de Dilthey—, como totalidad integrada entre partes. Por otro lado, la vitalidad en cuanto a la relación entre el conocimiento y la propia vida del sujeto que lo conoce, en relación con su angustia, el acicate existencial que motiva al hombre en situación de crisis a acudir al pasado en busca de guía para avanzar con cierta seguridad hacia el futuro.

La primera de estas acepciones de “vida histórica” es perceptible en varios de sus artículos de los años ’30 y ’40, y en particular en los que serán compilados con el apropiado título de La historia y la vida. Allí Romero insistirá reiteradamente en sus críticas a la idea de una “realidad inconexa, desarticulada del pasado inmediato”, dado que lo propio del acontecer histórico era imponer “la presencia de una íntima unidad, de una coherencia —no lógica sino vital— entre los hechos, que subyace tras la aparente diversidad e inconexión y que contribuye, en consecuencia, a configurar el pasado como una realidad provista de sentido”. Tal convicción en la existencia de un sentido en el devenir histórico” se corresponde con la exigencia de una “concepción estructurada de la vida histórica” (“Sobre la previsión histórica”, 1939). Esto se debe a que “pretérito, presente y porvenir” no son más que “segmentos arbitrariamente separados en una línea naturalmente ininterrumpida”: “la vida histórica es desarrollo continuo y coherente” y es de su “radical continuidad y coherencia” que nace la seguridad de que es posible “desentrañar el sentido de lo que adviene” (“Prólogo” a La historia y la vida, 1945).

Tal diltheyana seguridad de que el objeto del conocimiento histórico está orgánicamente integrado en un todo coherente, más allá de la multiforme variedad de los objetos en los que se presenta ante nuestro conocer, subyace también en su adopción de la perspectiva histórico-cultural, la cual, si bien nominalmente se encuentra desde sus primeras intervenciones públicas, no encuentran un correlato tan nítido en sus primeras investigaciones —como su tesis La crisis de la república romana, publicada en 1942, o El estado y las facciones en la antigüedad, de 1938, donde la dimensión político-estatal resulta mucho más productiva para la explicación histórica—. A partir de la segunda mitad de los años ’40, y de modo mucho más evidente en las décadas siguientes, cuando sus trabajos decanten en una “historia de las mentalidades”, lo que (en esa suerte de manifiesto con el que salía a la luz Imago Mundi, a su vez expresión de un ambicioso proyecto político-cultural colectivo) llamará “El punto de vista histórico-cultural”(1954) se sostendrá en la equivalencia que, si por un lado hacía de dicha perspectiva la “forma historiográfica por excelencia”, por el otro asumía como rasgo esencial de la vida histórica su esencial complejidad e irreductibilidad.

Esta complejidad de la vida histórica, únicamente aprehensible por la perspectiva histórico-cultural (término que luego ampliará a “sociocultural” y “antroposociocultural”), no sólo refería a la íntima conexión entre los diferentes distritos del objeto (es decir, sus dimensiones política, económica, social, etc., propias del “orden fáctico” de la realidad histórica que Romero distinguirá del “potencial”, es decir, las “representaciones, ideas e ideales”) sino también, y fundamentalmente, a los lazos que mantienen unidas las diferentes modalidades temporales con las que arbitrariamente escandimos el fluir de la existencia. Si la historia cultural debe intentar explicar la “sucesión coherente de la vida histórica” —aunque sólo a través de la realización de sus “valores inmanentes”, sin incurrir en el error de la filosofía de la historia de asumir la existencia de fines trascendentes a la misma— esto es posible porque la propia noción de vida histórica “desborda al pasado”: “pasado es la vida histórica vivida y futuro es la vida histórica por vivir” (“El hombre y el pasado”, 1975). Dicha trascendencia respecto a la temporalidad es un rasgo inherente al concepto “vida histórica” en la formulación más elaborada del Romero maduro: sus “datos fundamentales” son “tiempo, transcurso y cambio” (“El concepto de vida histórica”, 1975), en su interior late “el flujo continuo” donde se instala “la vida y creación cultural de todos los individuos, presentes y pasados”.

Pero como señalamos más arriba, la convicción de Romero en cuanto a la cohesividad y multiplicidad interna de la vida histórica supone no sólo una concepción del objeto de conocimiento sino al mismo tiempo una posición respecto al modo de aprehenderlo, es decir, respecto a la actitud que debe guardar el historiador en relación con su actividad. Más que pertenecer al plano de lo factual, la “vida” de la vida histórica resulta de la propia acción del historiador; es éste quien, con su “soplo vivificador”, despierta la “historia viva” que subyace “en las brasas de los testimonios” (“Crisis y salvación de la ciencia histórica”, 1943). Es así como Romero puede a la vez comprender y rechazar la clásica crítica nietzscheana al divorcio entre historia y vida (Consideraciones intempestivas, 1873-75): no es el conocimiento histórico en sí mismo quien ha “debilitado la fuerza plasmante de la vida”, sino cierta “peculiaridad circunstancial” que adoptó dicho saber a partir del siglo XIX. Por el contrario, cuando el conocimiento del pasado es suscitado “por la inquietud de la existencia”, es capaz de revelar “un pasado que constituye la inconfundible realidad espiritual del hombre y el secreto arsenal de sus potencias para lo que puede llegar a ser”; es solo entonces que la historia se convierte en “historia viva” (Introducción a De Heródoto a Polibio. El pensamiento histórico de la cultura griega, 1952).

De este modo, la tematización del objeto de conocimiento es inseparable en Romero de la caracterización de su modo de aprehensión, y esta a su vez de una crítica historiográfica: sus invectivas contra los historiadores que privilegian el método antes que la sensibilidad interpretativa, aquellos que “ensoberbecidos en su erudición” pretenden inscribir su labor en un formato naturalista del saber, produciendo así una historia sin “significación vital”, atravesarán toda su producción, desde sus primeros escritos (“La formación histórica”, 1933) hasta sus intervenciones más tardías (“El hombre y el pasado”, 1975). El rechazo al historiador “encerrado en su gabinete” es tanto política (por haberse alejado del “drama que ocurre a su alrededor”, desoyendo “el llamado de la hora”) como epistemológica: su énfasis en lo factual —es decir, en el “orden fáctico” y no en la dimensión “potencial” de la vida histórica—los lleva a entender al pasado en un registro meramente acontecimental, como pura colección de “hechos”, es decir, carente de vida, como pasado muerto. El realismo ingenuo propio de la incorporación de los métodos de las ciencias naturales ha producido este deplorable resultado: que mientras se avanzó en la pretendida “cientificidad” de la historia, ésta perdió en su capacidad por conectarse con “las necesidades vitales” de su comunidad”: así entendido, el estudio del pasado terminaba siendo “como el de una anatomía que fuera mera recreación en el conocimiento de lo muerto” (“Crisis y salvación de la ciencia histórica”, 1943).

Por el contrario, en Romero lo propio de la historia, y en general de las ciencias del espíritu dentro de la que la inscribe, es partir de una actitud anclada en la necesidad de interpretar el presente para actuar sobre él: la inquietud de la que parte el historiador no puede ser nunca únicamente el conocimiento del dato, del mero factum, sino por el contrario, la búsqueda del “sentido general de la marcha de la vida histórica”. Por esta razón puntualizará reiteradamente que la verdadera actitud inquisidora hacia el pasado no nace del intelecto sino “de una inquietud inevitable que lo suscita”, de las “preocupaciones últimas de la existencia” (“El despertar de la conciencia histórica”, 1945). Por ello, la tarea de “vivificar el pasado”, es decir, la tarea del historiador, sólo puede ser realizada por “aquél a quien obsede el presente y el futuro” (“El hombre y el pasado”, 1975); únicamente quien parte de esa obsesión por actuar en el presente fijando “rumbos para la meditación”, quien interviene en base a estas urgencias inmediatas, quien se encuentra movido por la premura que supone para el espíritu la necesidad de actuar reflexivamente en las crisis, constituye un verdadero historiador. Es de este espíritu que son portadores las figuras paradigmáticas de historiadores a las que rescata Romero en sus trabajos, como Heródoto o Polibio (pero también Bartolomé Mitre, y hasta Montesquieu).

Esta actitud de impugnación historiográfica a los historiadores incapaces de otorgarle a su profesión el sesgo que requiere su objeto —la vida histórica— constituye un rasgo idiosincrático de la apropiación romeriana del concepto diltheyano. Si bien podemos encontrar trazos comunes a su uso en las fuentes alemanas en las que abreva (particularmente en la crítica antipositivista y antinaturalista, central en el panorama intelectual de la Alemania de la segunda mitad del XIX), Romero les impone una coloración particular, en la que se observa por un lado un atributo propio de la insatisfacción de los años ’20 con algunas de las formas dominantes del saber académico de la escena local (impregnado desde fines del XIX de una cultura cientificista deplorada por quienes como él hacían gala de una sensibilidad más filosófica), y por el otro, y con mayor especificidad, la irritación contra el culto metodológico exhibido por la entonces en auge “Nueva Escuela Histórica”. En su beligerante actitud se aprecian tanto las marcas heredadas del espíritu reformista de sus hermanos mayores (literal y metafóricamente) como las peculiaridades propias de la voluntad de intervención político-cultural que mantuvo Romero a lo largo de su vida, presentes desde lo años ’30 y aún más acendradas luego de la irrupción del fenómeno que más motivó su voluntad de aunar la comprensión histórica con la intervención política: el peronismo.

De este modo, la noción de vida histórica es en Romero tanto el objeto de estudio propio de su profesión, el pasado vivo de la comunidad, el complejo y abigarrado conjunto de valores, significados e ideas que constituye la historia viva y continuamente en acto del conjunto humano del que forma parte quien lo conoce, como el resultado de la propia acción del historiador, que impelido por la muy humana necesidad de comprender “el sentido de la realidad que lo circunda”, acude al pasado en busca de respuestas y, al hacerlo, lo “vivifica”. Que ambas facetas de la vida histórica —conocimiento y acción— aparezcan indisolubles en la perspectiva de Romero es elocuente del modo en que éste concebía la tarea del historiador y su importancia para la comprensión y transformación de su presente.