Actos de energía en el Pacífico. 1954

Existe, y el lector no lo ignora, tan precisa ha sido la información cablegráfica de estos últimos días, una situación litigiosa de orden internacional en aguas del Pacífico. Ha hecho así crisis el problema planteado cuando las repúblicas de Chile, Perú y Ecuador, en consonancia con un acuerdo adoptado en común tiempo atrás, anunciaron que no permitirían la actuación de una flota ballenera cuyas unidades ostentaban, pintorescamente, la bandera panameña, a una distancia de sus costas inferior a las doscientas millas marinas, juzgadas por los tres países hermanos la zona en que tenían derecho a reglamentar por propia cuenta las condiciones en que podría practicarse la explotación de las riquezas de su mar adyacente. Al Perú le ha tocado afrontar la ofensiva de los cazadores indeseables y en tal empresa ha encontrado la solidaridad de muchos otros países, sin contar con la curiosa demanda de que la Unión ha debido interponer, por otros motivos, contra la compañía armadora de la flota. La Argentina había adoptado antes una posición resuelta frente al pleito inminente: en la Asamblea de la UN nuestra delegación dejó constancia de que miraba con simpatía la tesis de las naciones del Pacífico, que contaba con su adhesión. Y para que esta no ofreciera la menor fisura, ni siquiera aparente o por omisión, un diputado de la minoría presentó luego a la Cámara de que forma parte, producido el conflicto, un proyecto de declaración en que se apoya la conducta del Perú en la emergencia.

Ya hicimos en estas primeras columnas el examen de la cuestión, desde el punto de vista jurídico y económico. No es preciso volver a ello, ni recordar que la evolución de los tiempos y los progresos de la guerra moderna han restado valor al viejo criterio que limitaba a tres o cuatro millas la anchura del mar territorial y que, a su vez, los avances de los métodos de caza y pesca y la consiguiente amenaza de destrucción de especies valiosas de la fauna marina se conjugan para imponer a los países ribereños no medidas de restricción arbitraria o de sistemática persecución de aquellas actividades, sino procedimientos que las reglamenten a fin de no extinguir ejemplares que son fuente de riqueza para las naciones interesadas y base preciosa de alimentación para el mundo, a condición que no se las trate con el criterio de una explotación abusiva so pretexto de que, teniendo su “hábitat” más allá de las consabidas tres millas, viven en el “mar libre” de las viejas concepciones y son por lo tanto propiedad desatentada del primero que las tome. Por lo que hace a nuestro país, ya se dijo desde octubre de 1946, en un decreto del actual gobierno, que “el mar epicontinental argentino y la plataforma continental están sujetos a la soberanía de la Nación”. Plataforma continental, ya lo dijimos, se llama la parte del continente que en declive suave se interna en el océano por debajo de las aguas sin alcanzar una profundidad superior a los doscientos metros, lo que hace que así se junte una fauna nutrida y variada que, además, atrae a los peces mayores y a los cetáceos que van en busca de su propio alimento marino. Esa plataforma o zócalo alcanza sobre el Atlántico anchuras que al nivel del río Santa Cruz se acercan a las 400 millas. Por el Pacífico, en cambio, no cabe hablar de plataforma submarina, como lo señalamos a su hora, si bien la corriente de Humboldt, que procede de la región polar, llena desde el punto de vista de la fauna marítima una función análoga: está, en efecto, poblada de peces y constituye por ello el habitáculo natural de especies mayores -como los cetáceos y el atún- que de ellos se nutren, y también cauce que atrae y alimenta a las innumerables bandadas de aves marinas que en las islas peruanas han formado considerables depósitos de guano.

Por eso los gobernantes del Pacífico han insistido, particularmente, al sostener su tesis, en las obligaciones que les imponen, en nombre del interés propio y del bien común, esas circunstancias de tan esencial valor económico. En la reciente reunión de la comisión tripartita creada por Chile, Perú y Ecuador “para defender las riquezas marítimas del Pacífico” en cumplimiento del acuerdo de 1952, dijo así el canciller chileno, Sr. Aldunate, que el cambio de época impone una modificación de las normas jurídicas que rigen situaciones ahora profundamente modificadas, agregando:

“El derecho a proclamar nuestra soberanía sobre la zona del mar que se extiende a doscientas millas de la costa es indiscutible e inalienable. Nos reunimos ahora para firmar nuestro propósito de defender hasta sus últimas consecuencias esa soberanía y ejercitar la inconformidad con los altos intereses nacionales de los países signatarios del pacto”.

En Santiago tomáronse, efectivamente, disposiciones para cumplir tales objetivos ante la perspectiva de que se intentara desconocer la tesis de los tres países del Pacífico. El resultado fue el apresamiento de barcos balleneros de que informó la crónica y su concentración en puertos peruanos. Las últimas noticias aluden a la posibilidad de un acuerdo entre los dirigentes de la empresa industrial dedicada a la caza de cetáceos y el gobierno de Lima. Ello ha de implicar, naturalmente, el reconocimiento por parte de aquellos de la jurisdicción que hasta ahora han negado y su consiguiente sometimiento a las reglamentaciones que, en defensa de la riqueza marítima de que se trata, imponga el país que proclama su soberanía en aquella amplia faja de la costa. Entretanto no será inútil que se haya trabado de manera resuelta una litis que parecía desenvolverse solo en el terreno de la teoría y de las declaraciones generales. Estas han parecido unilaterales, en cuanto no han contado hasta hoy con la anuencia de las grandes potencias marineras. Pero fue mérito de las naciones latinoamericanas el haberlas formulado sin cuidarse de ello, seguras de que de tal suerte servían, tanto como el propio derecho, intereses más altos y generales.

Fueron estos claramente enunciados en la resolución en que la X Conferencia Interamericana, reunida en Caracas en marzo último, acordó que el Consejo de la Organización de los Estados Americanos “convoque para el año 1955 una conferencia especializada con el propósito de que se estudien en su conjunto los distintos aspectos del régimen jurídico y económico de la plataforma submarina, de las aguas del mar y de sus riquezas naturales a la luz de los conocimientos científicos actuales”. Uno de los considerandos decía, a modo de síntesis:

“Que es de interés general la preservación de esa riqueza y su adecuada utilización para beneficio del Estado ribereño, del continente y de la comunidad de naciones, conforme se reconoció en la Carta Económica de las Américas y en la resolución IX, aprobada en la Novena Conferencia Internacional Americana, celebrada en Bogotá en 1948, llamando la atención de los gobiernos americanos hacia el hecho de que la destrucción continuada de los recursos naturales renovables es incompatible con el objetivo de conseguir un nivel de vida más alto para los pueblos americanos, por cuanto la reducción progresiva de las reservas potenciales de productos alimenticios y materias primas llevarían a debilitar con el tiempo la economía de las repúblicas americanas”.

Así está resumido el planteo latinoamericano -que cuenta con la adhesión de otros sectores geográficos- de la cuestión que los episodios recientes han puesto de nuevo sobre el tapete. Ojalá estos favorezcan una solución definitiva, ya sea a través de la UN, que se ha ocupado del asunto, o de la OEA, cuya reunión especializada de 1955 puede contribuir al término de un litigio en que la América latina no está dispuesta a abandonar la posición que ha adoptado.