Barcelona o las burguesías mediterráneas. 1970

Una fotografía de su ciudad que satisface a los barceloneses es la que se obtiene desde el Tibidabo, enmarcando las torres de la vetusta y magnífica catedral gótica entre las chimeneas de las modernas usinas industriales. Y, ciertamente, la foto que reúne tales elementos simboliza las dos grandes etapas de la vida de Barcelona: la de ios siglos XIV y XV, cuando era una de las grandes potencias mediterráneas, y la de los siglos XIX y XX, cuando se trasformó en la más importante ciudad industrial de España. Pero hay varios siglos de desarrollo urbano entre una y otra, y en ellos se esconde cierto secreto de la existencia de la ciudad condal. Son siglos de frustración, de posibilidades contenidas, de impulsos sofocados. La ciudad pudo ser una formidable ciudad barroca, pero siguió encerrada en su casco antiguo, un poco más vasto que lo que hoy se llama el barrio gótico, pero apretado alrededor de él, como si el viejo barrio de la Seu —el rovell de l’ou— conservara la esencia misma de la vida ciudadana y escondiera el principio de cohesión que le da fuerza y personalidad a la ciudad.

Estas ciudades actuales de casco antiguo suelen revelar el dispar desarrollo que han tenido en la edad de oro de las burguesías urbanas y en las épocas de tenaz crecimiento de las monarquías centralizadoras. Brillante en la primera época, palideció luego porque palideció el poder de las burguesías emprendedoras y rebeldes que no se resignaron a ofrecer su obra creadora, encerrada dentro de los muros de la ciudad, a los príncipes que organizaban vastos estados territoriales, esplendorosos en sus brillantes cortes y rodeados en ellas de esas clases ociosas que formaban la variada escala de la nobleza. La industriosa ciudad recelaba de los ocios improductivos y brillantes, y las burquesías urbanas odiaron a las cortes suntuosas. Pero la rivalidad tuvo un precio: la frustración y el ahogo de las clases productoras, cuyo signo fue esta perpetuación de la fisonomía gótica de la ciudad, mientras surgían en las ciudades cortesanas los palacios ilustres, los jardines y las alamedas, y esa plaza mayor que cerraba el foro de las clases urbanas despolitizadas, que en Barcelona sólo fue la reducida Plaza Real

Barcelona, emprendedora y rebelde, conserva el casco antiguo como vestigio de un brillante pasado. La antigua Generalidad, símbolo de su autonomía y de sus fueros, con su patio y su galería con su San Jorge en la fachada gótica; la catedral soberbia, la Lonja, la casa del arcediano Desplá, las plazas de San Jaime y del Rey, todo rodeando simbólicamente las columnas del antiguo templo romano de Augusto de la vieja Barcino romana, testimonian el inmenso y fructífero esfuerzo de la burguesía barcelonesa de la Edad Media. Situada al sur del Pirineo y al norte del Ebro, Barcelona estuvo siempre vinculada al tráfico comercial con Francia, pero sobre todo, con el comercio mediterráneo. Desde el siglo XI los burgueses de Barcelona entraron en la carrera desatada por las ciudades mediterráneas para heredar la vasta actividad mercantil, antes monopolizada por los musulmanes, y pronto tuvieron éxito. Barcelona se trasformó rápidamente en un emporio marítimo. Sus marinos y comerciantes llegaron a los puertos del Levante y establecieron bases de operaciones en territorio griego. Pero toda la riqueza volvía hacia la rica Barcelona El puerto fue —y sigue siendo— el corazón de la ciudad; y la Lonja fue el símbolo de la predominante actividad de sus marinos y mercaderes.

Barcelona era una ciudad hija de su burguesía, y su burguesía adquirió tanto los rasgos típicos de su población como los rasgos específicos de las burguesías mediterráneas. La ciudad fue hermana —y por eso rival— de Génova, Marsella y Pisa, y se pareció a ellas en muchas cosas. Pero sobre todo se pareció en la mentalidad de sus gentes. Por debajo de su acrisolado cristianismo se adivinaba ese sentido mundanal de la vida que alimentaba tanto el gusto por la riqueza como el gusto por el goce de las cosas que se adquieren con ella. Tenían —y tienen— el seny, el sentido práctico de la vida, la percepción de lo posible y el desdén por lo utópico; y en medio de su bienestar se adivina cierto anhelo de grandeza y de alegre lujo. A diferencia de las burguesías del Norte —las de las ciudades alemanas del Hansa, por ejemplo—, estas burguesías mediterráneas amaban la vida al aire libre, el paseo por las riberas, el coloquio en las plazuelas. Más extravertidas, pudieron concordar su sentimiento de la vida con las formas del catolicismo, cuando los conflictos religiosos estallaron en Europa a principio del siglo XVII.

Por entones se cerró también en toda Europa la malla del estado centralizado, y la España de los Reyes Católicos y de los Austria no fue una excepción. No sin resistencias, los distintos estratos del reino cedieron a la presión de la monarquía, y en muchas ciudades, las burguesías nacientes, débiles en su mayoría, aceptaron mudar su condición de burguesías estrictamente urbanas para trasformarse en burguesías nacionales. Barcelona, en cambio, resistió, y junto al resto de Cataluña inició un movimiento separatista en 1640 que la enfrentó con Felipe IV. La guerra fue dura. Barcelona fue sitiada y finalmente las tropas reales entraron en ella el 12 de octubre de 1652. Aun así, la burguesía barcelonesa no se entregó francamente. La ciudad conservó sus libertades, pero no gozó del favor real; y el desarrollo de la ciudad, condenado por el desplazamiento del gran comercio hacia el Atlántico, se vio también detenido por esta indiferencia de la monarquía que, entretanto, introducía en otras el sello del barroquismo señorial.

Una segunda vez fue ocupada Barcelona. Cuando en la guerra de la sucesión de España tomó la ciudad partido por el archiduque austríaco; y al triunfar el aspirante Borbón, Barcelona fue sitiada y conquistada finalmente en setiembre de 1714. Esta vez sí sufrió la ciudad un castigo duradero. Las viejas libertades comunales, orgullo tradicional de la burguesía urbana, fueron suprimidas, y la vieja ciudad del mar languideció sobre su balcón mediterráneo. No fue corte ni emporio, ni sufrió el casco viejo de la ciudad esa mutación que en otras partes se advertía, hasta que a principios del siglo XIX sintió Barcelona el llamado de la revolución industrial.

Fue entonces cuando el viejo esplendor de la ciudad medieval se reavivó. La Industria textil, sobre todo, pero muchas otras menores también, despertaron de su letargo al viejo emporio marítimo mediterráneo. Comenzaron a surgir fábricas y talleres, y el humo de las chimeneas tiñó el horizonte antes diáfano. Una vez más, Barcelona demostró que era distinta del resto de España. Enriquecida y febril, vio nacer un nuevo avatar de la vieja burguesía urbana, y una clase rica surgió al tiempo que se constituía una vigorosa clase obrera. Fue ciudad de antinomias. Junto a la bien templada mentalidad de su nueva clase industrial nació una turbulenta mentalidad revolucionaria en las clases medias y populares, que acogieron con entusiasmo el llamado del anarquismo y el socialismo. En poco tiempo adquirió Barcelona los rasgos de las mas activas ciudades europeas, y en 1888 brindó a España el espectáculo de una exposición internacional —según el gusto de la época— que revelaba su increíble pujanza.

Sin embargo, por entonces todavía el centro de la ciudad estaba en las Ramblas que separaban el casco antiguo propiamente dicho del Arrabal. El paseo concentraba tanto la actividad como el ocio de los barceloneses, en sus cafés, en sus tertulias espontáneas. Pero ya comenzaba a ser estrecho el marco de la vieja Barcelona, y nació el Ensanche, una vasta extensión urbanizada en forma de damero que rodea a la ciudad vieja y cuyo eje había de ser el Paseo de Gracia. A su izquierda se ubicaron las familias de clase modesta y a su derecha las de la nueva burguesía industrial, ricas y ostentosas. Mucho se discutió sobre la belleza de este barrio tan americano, pero los barceloneses son sólo tradicionalistas a medias, como lo prueba el ensanche mismo; y son, sobre todo, capaces de absorber lo distinto y teñirlo en alguna medida con los matices de su aire local. Al fin, fue lo que hizo el prodigioso Gaudí, que en ese barrio erigió el embriagador templo de la Sagrada Familia, la casa llamada La Pedrera y el Parque Güell, en un estilo personal en el que el gótico se trasunta a través de un modernismo agresivo y casi fantasmal. Las murallas habían sido derribadas en 1860, y la ciudad se hizo una, variada, aparentemente heterogénea, alternativamente gótica y moderna, con algunos toques de barroquismo. Cuando empezaron a levantarse los altos edificios de la vía Layetana, Barcelona experimentó su incorporación plena al mundo industrial.

Las burguesías mediterráneas no se han extinguido: conservan su carácter, su fisonomía, sus formas de mentalidad. Un barcelonés, declaradamente separatista o políticamente indiferente, es, ante todo, un barcelonés, más emparentado en el fondo con las burguesías meridionales de Francia o Italia que con las de la adusta Castilla. Un ingenuo podría decir que es el sol del Mediterráneo y, sin embargo, el Mediterráneo es una realidad, y las formas de vida y de mentalidad que ha elaborado, en un largo proceso que empieza con los fenicios y los griegos, conservan ciertos rasgos inmutables que contrastan con el de otras burguesías urbanas. Se las descubre andando por el Paseo de Colón, por las Ramblas, por el Paseo de Gracia, por el distrito financiero, por las villas de los alrededores o por el barrio gótico. Hay una gracia adusta, una sonrisa escondida que estalla en la sardana, que hace de Barcelona un mundo de prodigiosa vitalidad.