Burguesía y espíritu burgués. 1954

El análisis de las transformaciones de la sociedad europea en la Baja Edad Media pone de relieve la significación eminente de una clase social —la burguesía— a la que puede atribuirse el papel protagónico de la profunda mutación que ocurre por entonces. Si se examina el comportamiento y las tendencias de esa clase social se observan ciertos rasgos que permiten suponerla en posesión de una singular idea de la vida y el mundo que contrasta con la que ha predominado durante la Alta Edad Media. Y, naturalmente, se denomina espíritu burgués a esa cosmovisión que ha presidido la conducta histórica de la burguesía.

La relación entre burguesía y espíritu burgués parece, pues, no esconder problema alguno. Nos engañamos, sin embargo. Como tantas veces ocurre en el campo de la ciencia histórica, el concepto se insubordina y tiende a deformar la realidad una vez que nuestra observación ha logrado enriquecer su imagen más allá de lo que aquel concepto implicaba. Si se afirma —como hace Sombart— que el tipo del burgués aparece en Florencia hacia fines del siglo XIV y se califica de espíritu burgués a ese conjunto de tendencias ideales de que es portador ese tipo, nos encontramos con un concepto rigurosamente delimitado. Si nos atenemos a él, con esas limitaciones, nos vedamos la comprensión de muchos fenómenos anteriores y posteriores a ese instante en que el espíritu burgués se ha manifestado con tanta nitidez y brillo que ha seducido el espíritu del historiador. Analizado con más amplitud, el espíritu burgués —más exactamente, lo que convenimos en llamar espíritu burgués— si bien se manifiesta brillantemente en el período indicado por Sombart, nos ofrece una historia de su formación y desarrollo que incluye pero sobrepasa ese período. Y lo que es más importante, nos deja entrever que no está indisoluble y absolutamente unido a la clase social que específicamente se designa como burguesía. Es ella, sin duda, la que lo representa de manera eminente; pero hay un proceso de aburguesamiento de Europa que consiste, precisamente, en la constitución y en la difusión del espíritu burgués a través de diversos grupos sociales no específicamente burgueses.

Hay, pues, a mi juicio, un problema escondido en la relación entre burguesía y espíritu burgués. Problema nada extraño, por otra parte, pues se trata de un caso más del ocasional desajuste que suele producirse entre una situación cultural y la estructura social que en cierto momento ha constituido su base de sustentación. Pero esta vez el problema adquiere especial trascendencia, no sólo por la vastedad de su alcance sino también porque corresponde a una mutación fundamental en la historia del occidente europeo. Cuando decimos que nos acercamos hasta introducirnos en la Edad Moderna, queremos decir en última instancia que el occidente europeo se satura progresivamente de espíritu burgués. La afirmación es exacta, pero erraríamos si dedujéramos de ella que el aburguesamiento trae consigo, con idéntico ritmo, un predominio de la burguesía como clase social. Esta observación nos pone sobre la pista de dos cuestiones que vale la pena indagar. Una es cómo y cuándo se constituye el espíritu burgués, a partir de un período en el que no sería todavía legítimo designarlo con ese nombre aun cuando se manifiesten ya potencialmente los elementos que luego expresarán las tendencias inequívocas de la burguesía. Y otra es cómo, una vez constituidos y acuñados cierta idea de la vida y cierto sistema de tendencias propio de la burguesía más que de ningún otro grupo social, comienzan a difundirse, a infiltrarse en otros sectores, a combinarse con otras ideas de la vida y otros sistemas de tendencias, alterándose de múltiples maneras la fisonomía originaria aun cuando predominen los viejos estambres.

Estas dos pistas pueden conducirnos a plantear sobre sólidas bases un problema tan importante como es el del tránsito de la llamada Edad Media a la llamada Edad Moderna. Pero como esta mutación es, innegablemente, la más profunda que se opera en el mundo occidental, la indagación del problema puede contribuir a aclarar en alguna medida el sentido mismo de la occidentalidad.

No podríamos percibir el proceso de deformación del espíritu burgués si nos aferráramos a la idea de que se constituye exclusivamente en el seno de la burguesía y con el mismo ritmo de su desarrollo como clase. Sin duda en la Baja Edad Media expresa eminentemente las tendencias de la burguesía, aunque ya ha comenzado a sobrepasar los límites de ese grupo social. Pero sus elementos, los gérmenes primeros, han ido apareciendo poco a poco y no siempre en relación directa con la burguesía. El primer avatar de lo que luego será justo llamar espíritu burgués consiste en un conjunto de reacciones que aparecen en plena alta Edad Media, independientes entre sí y de diversos orígenes, pero que coinciden en el tiempo. A ese avatar debemos caracterizarlo con una designación que indique su actitud de mera reacción y lo designamos “espíritu disidente”. El espíritu disidente durante los siglos XII y XIII —repitámoslo— no llega a constituir un sistema coherente de opiniones categóricas sobre el mundo y ‘a vida. Se manifiesta tan sólo a través de vagas tendencias que restringen el alcance o niegan —por lo general de manera inconsciente— ciertos aspectos del espíritu cristianofeudal. Es éste, evidentemente, el espíritu predominante durante aquellos siglos; y contra él, o más exactamente, contra algunos de sus rasgos, se insinúan ciertos gestos de disidencia, a veces de rechazo y a veces simplemente de afirmación de otras actitudes, ideas o sentimientos cuyos supuestos parecen inequívocamente distintos y acaso contradictorios con respecto a los que obran en el seno del espíritu cristianofeudal.

Esas tendencias disidentes no se han manifestado con la misma intensidad en todos los territorios de la Europa
cristianofeudal. En lo que podríamos llamar la “medialuna de tierras mediterráneas” esas tendencias se manifiestan más acusadas, en tanto que en la región envolvente, su presencia es más tenue. Sería ocioso discutir aquí las causas de esa diferencia de intensidad, pues son bien conocidos la influencia que ejerció en aquella zona la mayor vivacidad de la tradición romana, los frutos que dieron los contactos con otras culturas mediterráneas y los resultados de la expansión territorial y de la reactivación económica que comienzan en el siglo XI. Pero importa insistir en que, si bien en una zona la presencia del espíritu disidente es más vigorosa que en otra, se manifiesta en ambas con caracteres semejantes.

La aparición de los distintos síntomas de un espíritu disidente en la Europa
cristianofeudal no es un hecho desconocido; pero es frecuente que no se relacionen entre sí —con lo que se les priva de su sentido general— y es más frecuente aún que se los subestime, sobre todo cuando se tiende a sobreestimar el valor del espíritu cristianofeudal como presunta concepción universal a lo largo de toda la llamada Edad Media. Ciertamente, la admisión de la existencia de un espíritu disidente durante los siglos XII y XIII compromete la validez de esta última idea, ya insostenible. V admitirlo supone aceptar la existencia de una relación, íntima aunque secreta, entre actitudes de diverso origen, alcance y carácter, relación, sin embargo, que parece cada vez más evidente a medida que se la analiza mejor.

La causa de la aparición de un espíritu disidente frente al predominante espíritu cristianofeudal reside en ciertas circunstancias primarias y en las consecuencias inmediatas que esas circunstancias originaron. En el curso del siglo XI se extendió considerablemente el ámbito cristiano. La marcha del Imperio germánico hacia el Este incorporó a su área de influencia vastos territorios, en tanto que la presión musulmana sobre la Europa
cristianofeudal comenzó a declinar sensiblemente. La ofensiva seldyucida alteró la ya debilitada estructura del mundo musulmán y precipitó la crisis, visible ya en su extremo occidental a través de la caída del califato de Córdoba en 1031. La reconquista por los cristianos de Cerdeña y Sicilia —a la que había precedido la de la Italia peninsular— modificó sustancialmente la situación políticomilitar en el mar Mediterráneo, a través del cual mercaderes cristianos comenzarían muy pronto a establecer fructíferas rutas comerciales. La creciente disminución de la presión musulmana significó para la Europa cristiana una vasta ampliación del horizonte geográfico, que permitió muy pronto a su vez una interacción cultural destinada a tener profundas repercusiones. El Mediterráneo fue escenario de intensos fenómenos de ese tipo; muchas ciudades de España e Italia se transformarían muy pronto en focos de irradiación de nuevas ideas y nuevos modos de vida que influirían a corto plazo sobre las concepciones tradicionales. Y un nuevo tipo de saber comenzó a ganar terreno, desarrollándose algunas veces libremente y según sus propias posibilidades y otras influyendo activamente sobre el cuerpo del saber tradicional, en el que dejaría una impronta profunda.

Acompañó a aquella transformación de las ideas una activación de la vida económica cuyo signo fue el florecimiento de las ciudades, de las manufacturas y del comercio tanto interno como externo. El acrecentamiento de la riqueza y el impulso que cobró la economía monetaria favorecieron el desarrollo de la naciente burguesía, cuya forma de vida entrañaba de hecho un ataque directo contra aquellas otras que había creado el orden cristianofeudal y se habían desarrollado a su sombra. Las exigencias de la vasta aventura que emprendía quien se decidía a abandonar su condición de colono, o el que, ya desligado de sujeción, tentaba alcanzar la fortuna como artesano o mercader, eran de tal naturaleza que el individuo debía desprenderse del sistema de ideas que le era habitual —con sus limitaciones e inhibiciones— y enfrentarse con la realidad en una actitud desusada. Antes de que en el campo del conocimiento se manifestara una actitud empírica ya la había adoptado de hecho ese nuevo tipo de hombre —del que saldrá el burgués— que consagraba su vida a la conquista de la riqueza. Este propósito lo situaba en una curiosa relación con las cosas y con los hombres; debía superar el temor de lo desconocido, las supersticiones y creencias que lo ataban a las situaciones establecidas, las opiniones y costumbres que se oponían de diversas maneras al desarrollo de la actividad económica, la sensación de inseguridad, harto justificada, que suscitaba el emprenderlas en un medio inadecuado y a veces hostil. Hacer largas jornadas por caminos llenos de riesgos o lanzarse a la mar para alcanzar un puerto casi desconocido del que se regresaría finalmente con una carga preciosa, pero fácilmente arrebatable por quienes poseían la fuerza, eran actividades que requerían una actitud frente al mundo y la vida que no era en modo alguno la que naturalmente caracterizaba al desposeído ni la que aconsejaba al aventurero de baja extracción el sistema de constricciones vigente en el mundo cristianofeudal.

Para triunfar en ese intento de conquistar la riqueza y el ascenso social era menester adoptar una actitud fresca y libre de prejuicios frente al contorno inmediato. Era menester conocer las necesidades de una sociedad poco congregada; confiar en la existencia de una sensualidad escondida y reprimida en el seno de una sociedad que proclamaba el ascetismo y el renunciamiento como valores supremos; atreverse a servir a esa sensualidad, aun sabiendo que la alentaban los poderosos, con quienes no era fácil discutir un precio o evitar un despojo;

hallar el modo de llegar hasta las fuentes de aprovisionamiento y encontrar los medios de pago; sortear los peligros del trato con pueblos casi desconocidos para los que el forastero merecía escasa consideración; y era menester desafiar el hondo prejuicio que condenaba o despreciaba el trabajo de las manos o el oficio de mercar. El que reunía estas condiciones acusaba la posesión de una nueva manera de entender el mundo y la vida, diferente a la del poderoso señor feudal, a la del segundón que procuraba afincarse, a la del clérigo o el monje que amaba la vida contemplativa, a la del colono resignado a su suerte miserable. Para él la realidad era solamente la realidad y desde muy temprano el mundo adquirió a sus ojos, de hecho, un valor más alto que el trasmundo. Con esa actitud inconsciente se relaciona el vivo interés que cobró el conocimiento de lo inmediato, de las maravillas del mundo, de la natura naturans, a la que comenzó a parecer que valía la pena seguir en su proceso de constante transformación, y no sólo para conocerla sino también para lograr sobre ella un poder susceptible, en última instancia, de engendrar riqueza. Así se constituyó, por el juego de múltiples circunstancias, lo que hemos llamado espíritu disidente, esto es, un conjunto de tendencias, de sentimientos y de reacciones frente a las cosas que divergía del que consideraba ortodoxo el orden cristianofeudal y cuyas raíces pueden rastrearse en algunos casos en pleno siglo XI. Cada una de las fibras de ese haz parece acusar en sus primeras apariciones apenas levísimos matices de disidencia; pero su conjunto es ya significativo en esa misma época, y adquiere la plenitud de su significación cuando advertimos las proyecciones que la disidencia alcanzó más tarde.

Lo primero que puede rastrearse en la remota prehistoria del espíritu burgués es la renovada presencia de la naturaleza sensible. Sin duda los innumerables bestiarios y lapidarios, los libros acerca de la naturaleza o las propiedades de las cosas, los espejos, los libros del tesoro y los de las maravillas del mundo repiten y glosan viejos textos que arrancan de Plinio y San Isidoro de Sevilla, sólo modificados por los aportes de las fuentes musulmanas; pero su misma abundancia, la difusión que alcanzaron Bartolomé el Inglés o Brunetto Latini, Raimundo Lulio, Vicente de Beauvais o Tomás de Cantimpré, permiten suponer que durante los siglos XII y XIII las cosas de la naturaleza comenzaron a despertar una viva curiosidad. Hay en ella —fuera del misterioso encanto de la simbología— mucho de interés por lo desconocido, de regocijo por la diversidad de lo creado, de asombro por el enigmático comportamiento de los seres y las cosas, cuyo secreto parecía posible alcanzar a través de esos textos, enriqueciendo con ellos la experiencia del mundo y la vida. Es lícito relacionar esa curiosidad con la difusión que alcanzó el saber médico y el interés que despertó el conocimiento del cuerpo humano a partir de la divulgación de la medicina salernitana. La higiene y la curación de las enfermedades fue el fin práctico de ese conocimiento; del mismo modo también en el conocimiento de otros aspectos de la naturaleza se escondían preocupaciones prácticas: tras la zoología, las preocupaciones cinegéticas y en muchos casos las promisorias aventuras económicas.

Esta curiosidad por la naturaleza se revelará también en el vehemente interés que suscitaron la magia, la astrología y la alquimia, de vieja tradición, sin duda, pero muy desarrolladas merced a las influencias de las culturas orientales, que dejaron el legado de sus experiencias milenarias en ciudades que, como Toledo, las acogieron y perpetuaron. Se revelará igualmente en la receptividad del panteísmo que alteraba la tradicional imagen de la divinidad, o en el naturalismo que impregnó la escultura gótica, cuyas formas comenzaron a vibrar de un modo muy distinto al que había sido propio de la plástica románica.

Junto a la presencia de la naturaleza empieza a advertirse la presencia del hombre, que el espíritu disidente no concibe como el héroe consagrado a la gloria ni como el santo sustraído al mundo, sino como un ser de carne y hueso con un destino terrenal que, sin embargo, se juzga valioso aunque no se le asigne trascendencia. Este destino tiene, pues, su escenario en el mundo y no consiste necesariamente en vencer batallas en los campos o en rezar en las oscuras celdas. El espíritu disidente percibe y ejercita otras posibilidades, inéditas, diversas, que el hombre puede descubrir siguiendo su libre iniciativa, su propia capacidad de acción al margen de los esquemas rígidos qué propone la concepción cristianofeudal. Aquel al que la clásica división tripartita de la sociedad califica como el “labrador”, puede emanciparse, evitar las huellas que le fijan las tradiciones y descubrir nuevas actividades en las que puede trabajar para sí mismo.

Puede comprar y vender, cincelar un copón o fabricar un rico arnés, o llevar a las ferias de Champagne tejidos, vinos, especias o joyas. Esta actividad podía significar la fortuna, y la fortuna el ascenso social, el ocio, el goce. La pretendida inmovilidad social a que parecían condenados en la mencionada división tripartita los “labradores” —los no privilegiados— sólo inmovilizaba al que no quería o no podía ejercitar su capacidad de iniciativa individual o al que era infortunado en el intento. Pero la perspectiva existía y era alentadora, y la sociedad adquirió una fluidez cada vez mayor.

Estas nuevas formas de actividad aprovecharon de la experiencia y de la fértil imaginación que suelen poseer los oprimidos, y estimuló las pasiones, la sensualidad y el instinto económico. Los personajes del teatro cómico tanto como el juglar que intercala en cualquier cantar la maldición para los señores mezquinos y el halago para los generosos, revelan esta actitud de las clases populares, que no podían esconder la sensualidad y la codicia que las gobernaba, precisamente por la indigencia en que vivían. Y es sabido que sensualidad y codicia no eran virtudes para la concepción cristianofeudal.

Pero el hombre adquiría noción de sus posibilidades no sólo por el descubrimiento de las que se le ofrecían para realizarse como individuo fuera de los esquemas creados dentro del orden cristianofeudal. También las adquiría cuando comenzaba a descubrirse en posesión de un mundo interior intransferible, descubrimiento éste al que podía llegar indistintamente el humilde o el poderoso. Era indiferente que lo entreviera a través de los ejercicios espirituales a que lo conducía la sabia introspección de San Bernardo o San Buenaventura, o a través del éxtasis erótico que describían con sutil profundidad los líricos galaico-portugueses o provenzales. Poco a poco la religión y la poesía iban circunscribiendo el ámbito del microcosmos individual, el ámbito del conocimiento directo del propio ser, espejo de Dios y del mundo.

Dos cosas que condenaba la concepción cristianofeudal de la vida, fueron consideradas estimables por este espíritu disidente que se constituía poco a poco, unas veces de manera subrepticia y medíante el enmascaramiento del sentido genuino, otras abiertamente y con aire de desafío. Una de ellas fue el goce terrenal y otra el trabajo.

El goce terrenal, la alegría de vivir, el regocijo de los sentidos y del alma por efusión vital, constituían inequívocos pecados a los ojos del asceta. Quien se atuviera a sus prescripciones, o aun a las recomendaciones menos severas de la ortodoxia, debía huir de tal clase de goce.

Y huyeron, en efecto, el anacoreta y muchas veces el monje conventual y aun no pocas el simple seglar que, como Evast, el personaje de Lulio, se sometía voluntariamente a una regla de gran severidad; y huyó a veces también el caballero que, como Perceval, quería ser puro, tan puro como quiso ser el santo rey Luis. Pero no todos huyeron. La lírica de todas las lenguas guarda desde el siglo XII el recuerdo de una idea de la vida en la que el amor profano ocupaba un lugar predominante. En ocasiones parecería que prevalece un sentimiento espiritual, pero más de una vez se vislumbra la vena ovidiana en la que fluía cierta huidiza sensualidad y un secreto regocijo en la alusión y el recuerdo del amor de la carne. El goce intelectual era sin duda menos peligroso que el goce erótico, y sin embargo también él fue reprochado a los cluniacenses por los monjes de Cister, y es bien conocida la fruición de saber que suscitó el descubrimiento de los conocimientos profanos conservados y desarrollados en el mundo islámico. El goce estético atraía a monjes y seglares —hay más de un pasaje revelador de Salimbene— y, naturalmente, atraían a muchos otras formas menos espirituales del goce. La poesía goliarda y el teatro satírico han conservado un testimonio inestimable de ese género de vida alegre y licencioso dé quienes no desestimaban el goce diverso del vino y la poesía, el amor y el saber, y sin duda no habrían surgido tantos moralistas como aparecen desde el siglo XII si no fuera tan rica la materia sobre la que ejercer la crítica. ¿Acaso no vibra la sombra de un sentimiento análogo en el Cántico de las criaturas?

El trabajo productivo, la actividad lucrativa, parecían a las clases privilegiadas oficios innobles. El distingo entre servicio de armas y prestación personal definía la condición del beneficiario, y en la división tripartita de la sociedad, los “labradores” ocupaban no sólo el último de los lugares sino que además sólo justificaban su existencia por su valor instrumental al servicio de las clases privilegiadas cuyos miembros cumplían alguna de las dos misiones consideradas nobles: orar o combatir. Más aún, hasta para cierta concepción de la vida cristiana el trabajo representaba cierta deleznable adhesión a las cosas terrenas y podía ser condenado con las palabras que Cristo había dicho a Marta, con numerosos textos de los Padres, de San Jerónimo por ejemplo, o con el ejemplo más próximo de Francisco de Asís cuando invocaba a Madonna Povertà.

Empero, el trabajo no fue a los ojos de todos despreciable o digno de anatema. Con una rara sabiduría Benito de Nursia incluyó el trabajo de las manos entre las obligaciones de los monjes, valorando la saludable influencia que ejercía sobre la vida del espíritu. Desde entonces, las órdenes monacales organizaron su vida sobre la base del trabajo de sus miembros, trabajo intelectual unas veces, y manual otras, como sostenía insistentemente la orden de Cister. Pero el trabajo de los monasterios no fue siempre una simple ejercitación del cuerpo destinada a fatigarlo y a acallar sus voces, sino que fue también trabajo lucrativo que se organizaba y reglamentaba para beneficio de las comunidades, algunas de las cuales, como la que surgió de los Umiliati, supo organizar una fructífera industria. Esta práctica justificó y dignificó el trabajo en el plano social e influyó considerablemente en la difusión de cierta idea del tiempo como esquema de la existencia humana, que caracterizaría poco después al hombre burgués, al hombre occidental.

No menos representativa es, como signo del espíritu disidente, la firme adhesión de los hombres nuevos a nuevas formas de convivencia. Aunque las comunas aspiraran en el fondo a proporcionar privilegios a sus miembros, análogos en cierta medida a los que poseía la nobleza, acusaban quienes las integraban nuevas tendencias en relación con las formas de la vida social y política. El mecanismo de constitución de las comunas revela una inclinación a despersonalizar el poder y a asentar las relaciones políticas sobre un conjunto de normas objetivas, comunes al grupo y capaces de perdurar. Tan remoto como pueda parecer el origen de ese rasgo, propio del Estado moderno, es innegable que se encuentra allí. El poder monárquico, a su vez, acusó por entonces una análoga tendencia, rechazando también poco a poco las nociones implícitas en la concepción cristianofeudal, y buscó la manera de apoyarse en el derecho romano para reordenar sus fundamentos jurídico-políticos.

En el mismo orden de cosas, el retorno a la actitud evangélica que movió a ciertos grupos muy característicos de la Europa occidental desde la reforma cluniacense obró activa y profundamente sobre la conciencia social. Tácitamente quedaba condenada en ese movimiento la iglesia feudalizada; pero de manera expresa, en cambio, se exaltaba el valor del hombre como tal, del pobre desposeído, para quien las palabras del Evangelio sonaban a revolución. Ya si se piensa en Arnaldo de Brescia y en el contenido social que entrañaba todo el movimiento llamado herético, se advertirá muy pronto cómo se preparaban los movimientos revolucionarios que aparecen desde entonces, que alcanzan plena madurez en un Gian della Bella y que desembocan en las tumultuosas revueltas del siglo XIV.

Finalmente, puede señalarse el significado disidente del joaquinismo en cuanto entrañaba una nueva idea de la vida histórica. Al conformismo nacido de la certidumbre de la proximidad del juicio final, a la resignación originada en la creencia de que se asistía al último episodio de la aventura del hombre sobre la tierra, el joaquinismo opuso una noción dinámica de la historia. Antes del juicio final, el hombre podía acariciar la esperanza de que le precedería una era de purificación, casi de felicidad. Era posible aún, pese a todo, realizar en la tierra una imagen del reino de Dios.

Con estos y acaso otros elementos se constituía, durante la época de predominio de la concepción cristianofeudal, un espíritu disidente. Algunos de sus rasgos se insinuaban, al menos en cierta medida, en el comportamiento de los grupos que desencadenaban la revolución burguesa, en tanto que otros surgían como insensibles desviaciones dentro de los sectores sociales que sostenían aquella concepción predominante, y otros, en fin, aparecían por obra del ocasional poder creador de ciertas individualidades aisladas. Pero cuando la burguesía empezó a cobrar personalidad y a adquirir conciencia de que constituía una fuerza constructiva, comenzó a dar forma a sus propias tendencias y las vagas reacciones del espíritu disidente comenzaron a ordenarse en una concepción resueltamente anticaballeresca que implicaba un desplazamiento de los acentos valorativos. Así adquirió fisonomía el espíritu burgués, lleno de notas negativas, lleno de afirmaciones polémicas, pero saturado de un impulso vital que le prestaba fuerza incoercible, precisamente porque estaba alimentado por tendencias mucho más violentas y revolucionarias de lo que jamás se atrevió a expresar.

Porque, en efecto, a diferencia de la aristocracia de los siglos XII y XIII, la burguesía que nacía por entonces y comenzó a predominar ya poco después en algunos lugares, no se atrevió a enunciar categóricamente los principios últimos que estaban implícitos en las formas de vida que empezaba a adoptar, en las tendencias a que empezaba a ceder, en los ideales que empezaba a acariciar. Aunque en el siglo XIV se advierte un osado desafío contra algunas ideas —porque la exégesis moderadora no podrá disimular del todo el valor revolucionario de un Boccaccio, por ejemplo— el espíritu burgués no tuvo nunca la frescura y diafanidad del espíritu cristianofeudal, por el mero hecho de que, como toda reacción, no podía omitir ni borrar del todo el torrente de tradiciones en el que se había formado. No hubo, pues, expresión rotunda y categórica de los ideales burgueses, no hubo libre y explícito desarrollo de sus últimos supuestos; pero la burguesía empezó a vivir según aquel sistema de ideales y de acuerdo con esos supuestos, enmascarando su íntimo sentido. La realidad fue el campo de expresión del espíritu burgués a partir del momento en que la burguesía comenzó a cobrar conciencia de sí misma.

Que la burguesía tuvo conciencia de sí misma lo prueban muchos hechos, aunque pocos tan visiblemente como la exclusión de los que pertenecían a linajes nobles en las comunas güelfas. Pero como hecho de conciencia es más significativa aún la percepción de la crisis que determina el acceso de la burguesía a situaciones de predominio, tal como aparece sobre todo en Dante Alighieri. La diferencia del tono de los tiempos, la íntima y dramática nostalgia del pasado perdido, así como la concreta condenación de algunas nuevas formas de vida, acusan la claridad con que el poeta —y no fue el único— percibía la mutación histórica que contemplaba.

Pero la mutación era irreversible. La burguesía triunfaba en muchas partes y con ella triunfaba el espíritu burgués. Mas el espíritu burgués no triunfaba solamente con ella sino que sobrepasaba sus límites sociales. El espíritu burgués, elaborado de manera imprecisa mucho antes —repitámoslo— bajo la forma de meras disidencias y ordenado luego en la Baja Edad Media al socaire del ascenso de la burguesía ganó para su causa otros grupos sociales por encima y por debajo de la burguesía misma. En ambos extremos de la escala social, se impregnaron poco a poco de espíritu burgués tanto la aristocracia de vigorosa tradición caballeresca como los estratos más bajos de los desposeídos. Pero la revelación más significativa —por la naturaleza del protagonista y por la época en que se produce— es la de la impregnación de su espíritu burgués del franciscanismo poco después de la muerte de su fundador: ahí está el vivo testimonio de fray Salimbene de Parma para documentar el curioso fenómeno. Poco después el predominio de la nueva concepción de la vida será pleno, pese a su sistemático enmascaramiento, pese a la deliberada ocultación de sus últimos supuestos, pese a la reiteración de ciertas ideas tradicionales que se enraizaban en la concepción cristianofeudal de la vida.

No niega este hecho —sino que por el contrario lo confirma— la afirmación polémica de los ideales caballerescos que aparece ostensiblemente en el siglo XV y aun en el XVI. El desafío de Montendre o el de Barletta, el Amadís, el Paso Honroso, la Mort Arthur o las Mémoires de Olivier de la Marche y tantos otros testimonios muestran que el ideal caballeresco ha caducado y sólo subsiste en el seno de pequeñas minorías nostálgicas que se aferran a él, como signo de tiempos idos y en consecuencia mejores. Pero la sociedad impregnada de espíritu burgués es la que vive y crea, sin preocuparse de esos vagos resabios del pasado, como Commynes advertía muy bien. Todo el pertinaz y sistemático enmascaramiento de la nueva imagen de la vida que realiza el siglo XVI no alcanza a disimular el hecho trascendental del creciente aburguesamiento del mundo occidental.

Importa mucho para la comprensión de la historia europea, y en particular para la comprensión del viraje que realiza la cultura occidental entre los siglos XIII y XVI, analizar con profundidad los orígenes del espíritu burgués, para descubrir su sentido, su alcance y sus posibilidades reales y virtuales. Problema teórico de comprensión histórica, sin duda, y como tal de la más alta estirpe. Pero problema vital también en nuestros días, pues acaso sólo por ese camino podamos descubrir si se han agotado o no las posibilidades de la cultura occidental, y en todo caso cuáles son las perspectivas que permanecen abiertas para la creación en los distintos órdenes de la cultura.