Cuando a la mañana siguiente insinué en mi casa que la noche anterior había sido protagonista de una extraña aventura, mi hijo me miró con desacostumbrada admiración y me exigió que se la refiriera detalladamente. Por un momento olvidó, sin duda, mi figura encorvada y mi escaso espíritu deportivo, y me supuso ahuyentando a una banda de gangsters con una pistola cuarenta y cinco en cada mano. Pero su ilusión no podía durar mucho porque, dominado por un repentino pudor, me apresuré a explicarle que la mía había sido nada más que una aventura intelectual.
—¿Una aventura qué…? —me preguntó.
—Una aventura intelectual —repetí, cada vez con menos confianza en mí mismo.
Mi hijo experimentó seguramente la mayor decepción de su infancia, pero como es prematuramente comprensivo se limitó a mirarme con indulgencia. Yo, ciertamente, ardía en deseos de narrarle a alguien mi aventura. Pero no encontré una ocasión propicia. Mi esposa tenía por la tarde una reunión de “canasta” en casa y no podía perder tiempo. Por eso me decidí a poner por escrito esta crónica del centenario, totalmente extraída de la realidad, de modo que cualquier rasgo que pudiera parecer en ella hijo de la ficción debe atribuirse solamente al azar y considerarse ajeno a la voluntad del autor.
Mi inquietud había comenzado dos días antes, en el momento en que atendí el teléfono. Mi interlocutor tenía una voz gangosa y trágica, y modulaba de tal modo que no pude entender su nombre; pero desde el primer momento me llamó doctor y me dejé llevar por la certidumbre de que el llamado era para mí. Vanidad, dirán algunos. Acaso sea cierto, pero el vocablo no iba acompañado de tanto respeto como para que lo supusiera aplicado a otro. El que llamaba dijo simplemente:
—¿Habla el doctor?
Yo no pude contenerme y me apresuré a asentir.
—Sí… Con él habla… Yo soy el doctor…
La voz se puso un poco menos gangosa y un poco más trágica, y comenzó a dar una explicación entrecortada acerca de una entrevista que cierto grupo de personas quería tener conmigo. Un secreto instinto me indujo a indagar qué clase de personas era, pero mi interlocutor procuró evitar una respuesta categórica.
—¿Sabe? Son de lo mejor. Yo mismo pertenezco al grupo. Y ya ve, mi hermano mayor y yo éramos de los “jóvenes” en 1912… Todo lo que pasó después fue obra nuestra…
La aclaración me resultó oscura; al fin de cuentas, también mi hermano mayor había sido un joven en 1912 y yo no me envanecía por eso; sólo me hacía dudar aquello de que “todo lo que pasó después” había sido obra de ellos. Pensé en la ley Sáenz Peña, pero descarté la hipótesis y me quedé en ayunas: debía de ser en otro país.
—Bien —dije dubitativamente—, aunque no sé lo que pasó después…
—Pertenece a la historia, doctor, pertenece a la historia… Usted debería saberlo…
—Sí —dije—, es posible, aunque mi especialidad…
La voz me interrumpió más trágica que antes:
—Es su especialidad, precisamente, lo que nos interesa. Creemos que ha llegado el momento de intervenir…
Un sobresalto se apoderó de mí, porque supuse que me había confundido con un cirujano de mi mismo apellido que figura en la guía.
—¿Intervenir yo? Discúlpeme… ¿no se habrá confundido, quizá, con…
Me interrumpió:
—No, no, de ninguna manera. Usted es el que necesitamos. Estamos convencidos de que sin usted no se podrá hacer la cosa…
—Bueno, de acuerdo, pero me gustaría saber de qué se trata..,
—Mire, doctor, hay cosas que no se pueden decir por teléfono… Digo, no es posible explicarlas así, a la ligera… Mejor se lo explicaremos tomando café.
Yo hubiera preferido decirle que no estaba dispuesto a que me mezclaran en empresas peligrosas. Pero el subconciente me traicionó y me limité a decir:
—No, por favor, café no…
—¿Por qué no? Le vamos a dar un café como usted no ha probado en su vida…
—No lo dudo, pero estoy enfermo del hígado y el médico…
—Ah, bueno, si es por eso… Yo le decía porque es una costumbre tradicional. Nadie hace el café como nosotros. Pero en todo caso le podemos ofrecer otra cosa… ¿A usted le gusta la Coca-cola?
La voz había adquirido un ligero matiz irónico y yo empecé a atar cabos; la conspiración debía de ser antiimperialista y mi interlocutor quería probarme. Le contesté sonriendo:
—No me disgusta… Pero yo preferiría…
—Mire, doctor —me interrumpió mi interlocutor— no se haga mala sangre. Usted venga pasado mañana y ya veremos qué le damos…
—¡No me diga eso, por favor! Parecería como si yo…
—Bueno… ¿Viene o no? Lo esperamos pasado mañana. Usted no diga nada a nadie, hasta que no haya hablado con nosotros. Dígame. ¿Usted dónde vive?
Le dije mi dirección.
—Bueno, entonces toma el 24 en Constitución y se baja en Leandro y Tucumán. Le queda a dos cuadras. ¿Estamos?
—De acuerdo… ¿Por quién pregunto?
—No se preocupe. Como todavía hace calor nos quedaremos sentados en la vereda hasta que lleguen todos.
—Entonces no habrá dificultades… De acuerdo… Encantado y hasta mañana.
Cuando colgué el auricular descubrí que no sabía nada. Ni el nombre, ni la naturaleza de la reunión, ni los propósitos. Un sudor frío empezó a descender de mi frente. Los dos días que siguieron me parecieron desapacibles e incómodos, y los dediqué a hacer conjeturas. La voz gangosa tenía todo el aire de ser afectada para que yo no la reconociera, y los subterfugios de mi interlocutor revelaban que había algo peligroso en la aventura. ¿Una conspiración? No era imposible, pero mi especialidad no tenía nada que ver con conspiraciones. Podían ser gangsters, pero tampoco podía imaginar para qué podía yo servirles. O acaso jugadores fulleros que querían envolverme, pero si me conocían se habrían enterado de que he olvidado los secretos del mus y la brisca, en los que me inició en mi niñez una cocinera aburrida. El panorama se presentaba oscuro, y mis cavilaciones no dieron resultado. Cuando llegó el día fijado, aproveché un descuido de mi mujer y me deslicé hacia la puerta como un ladrón para no tener que revelar mi secreto. Un extraño desasosiego me decía que aquella noche podía ser la última de mi vida.
Creo que de mis ojos cayó alguna lágrima mientras viajaba en el 24, sacudido por la inquietud y el traqueteo. Al llegar a Sarmiento me tiré del tranvía porque había perdido el boleto y vi subir al inspector. Tuve que caminar tres cuadras por Leandro, entre marineros que me miraban con aire de complicidad y mujeres encantadoras y comprensivas que, para compensarme, me demostraban insistentemente una desacostumbrada ternura. El olor a tabaco me parecía de marihuana, y pensé que acaso si llegaba a entrar en una empresa de contrabando pudiera comprar la edición del Tesoro de Brunetto Latino que acababa de ver anunciada a 72 libras en el catálogo de Magg Brothers. Era una edición espléndida en la que me hubiera gustado recrearme, pero ya había dado vuelta la esquina de Tucumán, y subía la cuesta como quien se dirige al Calvario. Cuando miré hacia la derecha, vi un grupo de personas reunidas en una puerta a mitad de cuadra. Mi destino estaba echado.
Uno sólo estaba vestido con traje blanco de verano. Los demás acusaban un aire lúgubre, especialmente dos que estaban sentados en el escalón de mármol con la cabeza apoyada en las manos. Cuando llegué hasta ellos temblaba como una hoja otoñal y había perdido el habla. Me detuve y no pude decir palabra. Pero el del traje blanco dijo, dirigiéndose a los suyos:
—Debe ser el doctor… —Y luego dirigiéndose a mí:
—¿Usted es el doctor, verdad?
Era la voz gangosa que había oído por teléfono, y me tranquilizó algo que no fuera fingida. Mi perspicacia me indicó que era el jefe.
—Sí… Yo soy el doctor… Buenas noches…
Un coro de voces me contestó el saludo con un ritmo salmodiado que sólo había oído antes una vez en La Banda, en Santiago del Estero. Luego el hombre de traje blanco dijo mirándonos a todos:
—Bueno, doctor, le voy a presentar a estos amigos. Y comenzó a señalar a uno por uno, pronunciando una extraña serie de palabras ininteligibles. El poco aplomo que había conquistado empezó a abandonarme, porque no me pareció alentador el que los miembros de la logia usaran tales términos para identificarse. Sólo inconfesables propósitos podían explicar que se apelara a esos métodos. Ahora comprendía por qué evitaban pronunciar mi nombre, hasta que se estableciera el que debería usar en lo futuro. Y mientras comencé a imaginar cómo me llamarían, fui dando la mano a mis cómplices como un autómata.
—Ahora estamos ya todos —dijo el jefe—. En mi escritorio estaremos más cómodos para conversar.
Todos se miraron y algunos dirigieron la vista a un lado y a otro de la calle. Yo di un paso atrás y los imité. En la vidriera de una mercería que estaba al lado de la puerta de nuestro jefe se veía una mujer de cara estática y mirada enigmática que mostraba impúdicamente dos únicas prendas innombrables. Yo aparté la vista rápidamente y quise huir, pero mis cómplices habían comenzado ya a entrar al zaguán y sentí que dos brazos me empujaban para que los siguiera. A la derecha había una puertecita que conducía al sótano, por la que ya había entrado el jefe. Los demás esperaban su orden para descender. Y cuando se hubo encendido una mortecina luz, se oyó la voz del jefe que nos llamaba desde abajo:
—¡Pueden pasar…!
Los conjurados se pusieron en marcha, pero yo me quedé un poco atrás, turbado por la instantánea asociación que había traído a mi espíritu el recuerdo de mi estada en La Banda. Repetí dos veces: “Pueden pasar”, “Pueden pasar”, y comprobé que el jefe debilitaba acentuadamente la articulación de la bilabial explosiva con que comienzan ambas palabras. Recordaba que en La Banda… pero me di cuenta de que estaba ya en el escritorio del jefe, y no pude seguir el hilo de mis pensamientos. La pieza estaba a medio iluminar, pero advertí que las dos lamparitas reposaban en un lampadario bizantino de hermoso aspecto. En uno de los muros había un aparador de tres pisos sobre cuyo mármol reposaba un soberbio narguile, y enfrente se divisaban dos panoplias cubiertas de alfanjes y cimitarras. Era un ambiente sugestivo, pero la mayor sugestión provenía de las miradas de los conjurados, todos de extraña fisonomía. Mientras nos acomodábamos comencé a examinarlos.
Estaba sentado a mi izquierda un caballero alto y espigado de aire nobilísimo que colocó sobre la mesa un paquete de medio kilo de perfumado café, sobre el que apoyaba una delicada mano de delgados dedos. El aroma nos envolvió prontamente como una premonición. A mi derecha, en cambio, se sentó un hombre corpulento y de torva faz que tenía en su mano izquierda una revista que mantenía abierta con un dedo que separaba las páginas. Había a su lado un contertulio indescriptible y más allá estaba sentado el jefe con su traje blanco y, exactamente enfrente de él un extraño asceta que llamaba la atención porque ostentaba en su oreja izquierda un medio lápiz Faber. Antes de que pudiera completar mi examen, un carraspeo del jefe nos indicó que comenzaba la deliberación. Mis nervios me produjeron una pequeña contracción en el ojo izquierdo.
—Bueno, señores —dijo el hombre de blanco—.
Aquí, ustedes saben, estamos reunidos para ver la manera de llevar a la práctica la iniciativa de aquí —y señaló al caballero de aire ascético y lápiz en la oreja—. Yo estuve de acuerdo con él desde el primer momento, y le hablé aquí —y señaló a toda la concurrencia, evitando deliberadamente dar nombres propios—. Por eso los invité esta noche, y creo que podemos empezar a hablar.
Mi vecino de la izquierda se irguió en su asiento.
—Para principiar…
Sus primeras palabras me sobresaltaron. La logia conspiraba contra el vigor propio de las consonantes bilabiales explosivas a comienzo de los vocablos, y mi vecino se atenía al rito.
—Para principiar, quiero decir que también a mí me pareció muy bien la iniciativa, y pensaba en ella desde el primer día de este señaladísimo año del calendario cristiano vigente en nuestra patria de adopción. No es posible permitir —continuó, siempre con la misma peculiaridad ortológica— que ciertas cosas caigan en el olvido por la culpable indiferencia de algunos.
Un murmullo generalizado demostró la unanimidad de todos los pareceres. Pero se advirtió que yo no había proferido el vagido indicado en tales casos, y el jefe se apresuró a emplazarme.
—El doctor estará también de acuerdo…
Yo posé la vista en la panoplia y contesté con entusiasmo:
—Absolutamente de acuerdo, absolutamente…
El jefe me miró con aire de aprobación.
—Entonces —dijo—, voy a ordenar que sirvan el café.
Esta vez el vagido unánime fue más intenso. El jefe levantó la mano derecha y la dejó en alto un instante, al cabo del cual apareció una esclava con albo delantal sobre vestido negro que conducía sendos pocillos de café para todos los conjurados. Hubo un silencio general, y una vez que cada pocillo estuvo situado frente a su destinatario, se dedicó cada uno a observarlo atentamente como si en la líquida superficie estuviera escrito algún esperado enigma. Pasado un instante, el caballero de aire ascético levantó la cabeza y miró a los demás como para pedir el asentimiento a cierta misteriosa observación que debía haber hecho. Los circunstantes parecieron prestarlo pues acto seguido procedieron a levantar el pocillo —muy poco, por cierto— y a agachar la cabeza para beber con sumo cuidado. Sólo yo lo bebí como lo hacía habitualmente, y pagué mi audacia con una sostenida tos que me asaltó cuando llegaron a mi garganta los restos sólidos de la deliciosa bebida.
—El doctor no sabe tomar café —dijo el jefe con una sonrisa siniestra,
—Pero aprenderá —contestó mi vecino de la derecha con una mirada penetrante.
—Entre tanto —dijo entonces el jefe— podemos reanudar nuestra deliberación, y agregó con aire autoritario:
—Tiene la palabra aquí —y señaló al caballero del lápiz Faber en la oreja. El aludido hizo una amplia inclinación de cabeza y luego de un instante de silencio comenzó a hablar.
—Yo, señores, creo que esta situación no puede durar. Vivimos como si fuéramos ajenos a las cosas más grandes que ha habido en el mundo —en el mundo, ¡entiéndase bien!— y cada día somos más culpables tolerando el olvido en que caen ciertas cosas que el mundo —el mundo, ¡entiéndase bien!— no puede olvidar. Este año —y su voz se tornó más grave— podemos y debemos afirmar ante el mundo —ante el mundo, ¡entiéndase bien!— nuestra posición de raza superior. Entiéndase bien, señores: ¡este año o nunca!
Hubo un nuevo vagido aprobatorio, mientras yo miraba por el tragaluz que daba exactamente al nivel de la acera. Me parecía distinguir unos inconfundibles pantalones azules y la sangre se me helaba en las venas. Pero todos parecían insensibles al peligro, seguramente por la larga experiencia que todos tenían del peligro, Tras el vagido unánime hubo impresiones de aprobación, ahora correctamente articuladas, y durante ese momento de desorden observé que mi vecino de la derecha aprovechaba para mostrar al que estaba sentado a su lado la página de la revista que tenía señalada, mientras decía con voz velada por la indignación:
—¡Qué me dice! ¡Catorce sesenta! ¿Le parece posible? ¡Y sin ballenas!
No pude ver el grabado que le enseñaba a su cómplice, porque la conversación había vuelto a hacerse general. El orador del lápiz Faber en la oreja había vuelto a tomar la palabra.
—Yo me pregunto, señores, por qué hemos de tolerar que se nos ignore, que se nos haga objeto de mofa o simplemente que se nos subestime cuando nadie puede ostentar los méritos que a nosotros nos distinguen. Estamos en peligro de ser cubiertos por el desprecio cuando nadie hay que se nos iguale. ¿Es que no somos nadie? Debemos unirnos, estrechar nuestras filas y sellar con sangre nuestro pacto, para proclamar la gloria de la estirpe. ¿Quién le ha asestado tantos y tan rudos golpes al Poder, a ese poder omnímodo que durante tanto tiempo se vanaglorió de dominar a tantos hombres y tenerlos bajo su férrea opresión. ¿Quién, señores? ¿Quién?
Yo eché otra mirada al tragaluz y me pareció que esta vez se veían cuatro piernas cubiertas de sarga azul. Pero el hombre del lápiz Faber en la oreja no se inmutó.
—Es cierto, señores, que ese poder no era ya el poder que había sido antes; pero era aún el poder, y sin embargo sucumbió a nuestras manos, y nos apoderamos del poder. ¿Acaso no podríamos volver a hacer lo mismo?
Era horrible. Mi pañuelo estaba ya empapado de sudor y la conjuración apenas empezaba a tomar forma.
—No nos queda otro remedio que aprovechar las ocasiones que se nos ofrezcan y esa ocasión incomparable se presenta este año. Este año, ¡señores!
Empecé a preguntarme por qué debía ser este año, pero el jefe no me dejó pensar porque me preguntó a boca de jarro:
—Usted, doctor, ¿no cree que había de terminar de una vez con el Imperio Romano?
Yo lo miré despavorido. ¡El Imperio Romano! La logia debía usar una clave.
—¿El Imperio Romano? —pregunté.
—Sí, el de Oriente —agregó el hombre del lápiz Faber en la oreja.
Mi perplejidad se mezcló con un terror indominable.
—No sé… Yo… El Imperio Romano… ¿Podría saber, por favor, qué es el Imperio Romano…?
—¡Doctor, por favor…! No me diga que no sabe qué es el Imperio Romano. Usted aceptó venir… Supongo que no nos habrá engañado… Si usted no sabe qué es el Imperio Romano…
—Bueno —dije azorado—, yo sé qué es el Imperio Romano; pero suponía que ustedes hablaban de…
—No, no señor, no le voy a permitir… —me dijo el hombre del lápiz Faber—; cuando nosotros decimos el Imperio Romano queremos decir el Imperio Romano.
—Entonces —contesté—, claro… yo creo que… sí… el Imperio Romano tenía que caer… claro… es indudable que…
—No —dijo mi vecino de la derecha—, no tenía que caer… Cayó porque nosotros hicimos lo que había que hacer. Ésa es una de las insidias que han hecho circular. ¿Ven?
—No, disculpe, yo no quise decir…
—Bueno —intervino el jefe—, déjenlo… Él no sabe… Lo que tenemos que resolver es si estamos de acuerdo con la idea de aquí…
Hubo asentimiento general.
—Entonces, señores —dijo el hombre del lápiz Faber en la oreja sacando un pedazo de papel del bolsillo—, debemos proclamar que estamos orgullosos de las proezas de nuestros antepasados y que estamos dispuestos a repetirlas. Este año debemos proclamarlo a voz en cuello, y para ese fin —entonces se puso de pie y adoptó una voz grave de predicador— propongo que dejemos constituida esta noche la “Comisión Suprema Honoraria Pro Celebración de la Toma de Constantinopla con Motivo de Cumplirse el Quinto Centenario del Glorioso Acontecimiento”.
La algarabía fue impresionante. Hubo gritos, hurras y vivas, aplausos al orador y muchos “Apoyado”, “Apoyado”, en los que la consonante bilabial adquiría delicadas y tenues sonoridades y parecía tener resonancias metálicas.
Yo empecé a descubrir de qué se trataba y a recobrar mi aplomo. El jefe descubrió la mutación de mi semblante y me dijo:
—¿Está de acuerdo con nosotros?
—Absolutamente de acuerdo —contesté—. En lo que yo pueda ser útil…
—Utilísimo —se apresuró a responder el caballero de aire ascético, retirando por un instante su delicada mano del paquete de café en que la tenía apoyada—. Usted será el asesor para la preparación de los discursos que sin duda pronunciarán en la oportunidad pertinente el presidente, el vicepresidente, el secretario y el tesorero de la Comisión Suprema Honoraria.
Y antes de que pudiera prestar mi consentimiento, agregó con violencia y destemplada voz el que tenía la revista:
—Propongo que se elija presidente aquí —y señaló al de traje blanco.
Hubo un instante de silencio. El del lápiz Faber en la oreja y el caballero de la mano en el paquete de café miraron a mi vecino de la derecha con una mirada digna de Mahomed II. Pero los demás empezaron a asentir tímidamente y muy pronto todos se vieron obligados a decir “Apoyado”, con la peculiar sonoridad asignada a la consonante bilabial intermedia.
—Propongo, entonces, que se nombre vicepresidente aquí —repitió el de la revista señalando al del lápiz en la oreja.
Siguió una pausa más breve, hubo nuevas miradas incendiarias, y finalmente la misma resignada unanimidad.
—Y propongo para secretario y tesorero aquí y aquí —volvió a vociferar el impetuoso organizador, señalando al caballero de aire ascético y a su propio vecino de la derecha.
Hubo nuevo asentimiento.
—Y para vocales titulares… —y repitió “aquí” siete veces sin señalarme ni a mí ni señalarse él. La aprobación fue más entusiasta.
—Y para vocales suplentes, aquí y aquí —volvió a decir señalándose a sí mismo y a mí.
Esta vez nadie contestó, porque todos habían comenzado ya a tomar posesión de sus cargos; pero el organizador, sin dejar la revista, me tendió la mano con aire solemne diciéndome:
—Lo felicito, doctor, por la designación de que acaba de ser objeto.
Yo agradecí vivamente y creo que una sonrisa de triunfo se insinuó en mi rostro. La satisfacción era igualmente visible en todas las fisonomías: la conspiración había triunfado.
Pero no del todo. Cuando se restableció el orden y se hubieron cambiado de asientos los beneficiarios de los más altos cargos de la Comisión Suprema Honoraria, pidió la palabra sorpresivamente el caballero de la mano en el paquete de café, y después de acomodar la garganta, dijo con voz bien templada y una ortología acentuadamente heterodoxa:
—Mucho me extraña, señor presidente y señores miembros de la “Comisión Suprema Honoraria Pro Celebración de la Toma de Constantinopla con Motivo de Cumplirse el Quinto Centenario del Glorioso Acontecimiento”, que en el trascurso de su gestión —tan breve y ya proficua— haya olvidado esta Comisión el carácter de restauradora con que fue implícitamente fundada según el espíritu de sus comitentes. Y digo, señor presidente, que se olvida el carácter de restauradora, porque juzgo según mis escasas luces que no sólo se debe celebrar este año el golpe final que conseguimos asestar gloriosamente al infame Imperio Romano sino también recordar dignamente la muerte de un hombre ilustre aunque ajeno a nuestra raza que, sin embargo, puede considerarse un precursor frustrado; un hombre ilustre digo, señor presidente, de cuya muerte se celebra este año un centenario. Y no un centenario cualquiera, señor presidente, sino nada menos que el décimo quinto centenario. Me estoy refiriendo, señor presidente, al difunto Atila, rey de los Hunos.
Hubo un momento de incertidumbre general. El presidente miró a los circunstantes y no encontró respuesta a sus dudas. Luego miró al orador:
—Pero… ¿Usted está seguro?…
—Segurísimo, señor presidente de la Comisión Suprema Honoraria. Acabo de consultar el pequeño Larousse, que en su página 1053 —obsérvese la coincidencia— dice así, al finalizar el primer párrafo: “Retiróse a orillas del Danubio, donde murió en 453”.
La coincidencia tenía algo de azar y estimuló la imaginación de uno de los vocales, que extrajo de su bolsillo un delicado y pequeño block, en una de cuyas páginas escribió el número 53. El presidente estaba perplejo.
—En ese caso —dijo…
—En ese caso —prosiguió el caballero de la mano en el paquete de café, siempre sin apartarla—, debemos hacernos cargo de los debidos homenajes, considerándolo un olvidado precursor.
—Apoyado, apoyado —dijeron todos, acentuando la debilidad de la consonante bilabial intermedia.
—Para lo cual —siguió diciendo el orador—, propongo que la Comisión Suprema Honoraria destaque de su seno una subcomisión que corra con las agobiadoras tareas que tales homenajes demanden.
—Apoyado, apoyado —dijeron todos.
—Y sugiero que ese nuevo organismo adopte el título de “Subcomisión Subordinada…
—Y rentada —dijo una voz.
—Acepto la sensata sugestión del preopinante. “Subcomisión Subordinada Rentada Pro Celebración del Decimoquinto Centenario del óbito de Atila, rey de los Hunos y sostenido azote del Imperio Romano”. Y propongo que se designe presidente de la Subcomisión Subordinada Rentada al vicepresidente de la Comisión Suprema Honoraria.
—Y vicepresidente al secretario— dijo una voz.
—Y secretario al tesorero —dijo otra.
—Y tesorero al presidente —dijo una tercera.
—Y que se confirmen los vocales titulares de la Comisión Suprema Honoraria como vocales titulares de la Comisión Subordinada Rentada —dijo la primera.
Yo me indigné, y sacando fuerza de flaquezas, grité:
—Y que se confirmen los vocales suplentes de la Comisión Suprema Honoraria como vocales suplentes de…
Nadie oía ya, pues la conversación se había hecho animadísima, pero mi vecino de la derecha y colega en las vocalías suplentes de ambas comisiones se apresuró a felicitarme otra vez, ahora con más efusión aún que antes.
Una sensación de alivio se apoderó de mi torturado espíritu. Poco después se levantó la reunión, previa citación de ambas comisiones para los días subsiguientes, de manera que la Comisión Suprema Honoraria se reuniría los lunes, miércoles y viernes, y la Comisión Subordinada Rentada los martes, jueves y sábados. Nos felicitamos los unos a los otros, cada uno dentro de su respectiva jerarquía, y comenzamos a marchar hacia la puerta. La calle estaba desierta y yo me encaminé a Leandro para tomar el 24 que, desgraciadamente, ya no corría. Llegué tarde a casa, es cierto, pero estaba tranquilo. Mientras caminaba se me ocurrió preguntarme por qué algunos centenarios se celebran y otros no. Esa noche no pude dormir pensando en eso.
JOSÉ RUIZ MORELO