Desesperación y escepticismo (los veinte años trágicos, 1919-1939). 1948

Al lado de las circunstancias sociales que caracterizan la postguerra, las puramente psicológicas que se derivan de ellas y que se desarrollan según su propia ley contribuyen a dibujar el curioso panorama de una época en la que el horror a la guerra condujo a su reiteración. En ese ambiente de depresión, el conflicto entre la conciencia burguesa y la conciencia revolucionaria debía alcanzar aires insospechados.

Algunas veces, y tan arraigada como se halle en las zonas profundas del espíritu, la conciencia revolucionaria suele tener un aire de aventura desesperada. Se gesta lentamente, madura con vigoroso esfuerzo, se instala en el corazón de mártires y de héroes, alimenta esperanzas seculares frustradas una y otra vez, y no es extraño que un día, inesperadamente, adopte el gesto de las furias, como si el cansancio y el dolor le hicieran preferir la muerte a la vida.

Y sin embargo, aun cuando algo de esto se notara en ella, dentro del panorama de la postguerra, la conciencia revolucionaria era la única que seguía sabiendo —o que comenzaba a saber con claridad— por qué quería morir. Obsérvese el espectáculo a su alrededor y se advertirá el trágico vacío. Quien no estaba decidido y vitalmente adherido a la conciencia revolucionaria parecía perdido en un mundo sin norte, poblado por recuerdos envejecidos y promesas frustradas, pero carente de toda empresa que pudiera ser —o parecer, al menos— una justificación de la existencia. Un escepticismo profundo y extremo asaltó ese mundo y parecía consumirlo: es sabido a cuántas fatales resoluciones puede conducir el escepticismo, porque nada ata menos a la vida que no saber por qué morir.

Una guerra larga y de alternativas variadas había costado al mundo muchos millones de vidas humanas, sacrificadas en holocausto de unos dioses en los que ya muy pocos creían y en los que dejaron de creer casi todos los sobrevivientes de la catástrofe. ¿Qué clase de dioses eran esos? Envejecidos y sanguinarios, dioses indiferentes a la inquietud del hombre de carne y hueso e incapaces de satisfacer la angustia vital de aquellos a quienes exigían perentoriamente la totalidad del sacrificio. La prueba fue dura y no pudieron resistirla esos dioses que empezaron a parecer de panteones remotos, de modo que, transitoriamente por lo menos, la fe que habían merecido comenzó a flaquear. Ni la libertad del hombre, ni su fe religiosa, ni la intangibilidad de su patria, ni los valores más o menos vagos de su civilización, nada en fin de lo que había caracterizado al hombre liberal dentro de los estados liberales y en el plano de la vida espiritual, parecía justificar el inmenso sacrificio realizado; pero no porque se hubiera perdido la capacidad para cumplirlo, sino porque comenzaba a desvanecerse prestamente la antigua y venerable aureola que ornaba a aquellos ideales. Eran palabras —parecía ahora—, nada más que palabras a cambio de las cuales se exigían vidas, nada menos que vidas. En quienes no abrigaban una decidida fe revolucionaria, esto es, en quienes no conservaban el optimismo de saber por qué podían morir, ese escepticismo radical constituyó un mal anemizante. Nada de lo que es colectivo parecía interesar profundamente, ningún valor propio del conjunto pareció digno de que se subordinaran a él las intransferibles y frágiles existencias individuales.

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Precisamente, la postguerra se manifestó de manera predominante bajo la faz de una atroz crisis del sentido gregario. Puesto que los ideales colectivos fracasaban, puesto que no se veía aun arder la llama de los nuevos e inmaduros, nada había fuera del hombre mismo que pudiera moverlo a trascender. Así se vio operar un acentuado replegamiento del hombre individual sobre sí mismo, sobre su propia miseria y su propio orgullo, que se tradujo algunas veces bajo la forma de un sensualismo feroz y otras, en espíritus más puros y más urgidos por el afán de trascender, con la apariencia de una especie de extremado lirismo, verdadera exaltación del microcosmos elevado a la jerarquía de última e irreductible realidad.

El hombre muerto en el campo de batalla, de nombre incógnito y perdido para el recuerdo, pareció el testimonio más acabado de una nueva realidad y provocó ese sentimiento de insurrección contra todo lo que fuera exterior al reducto de la conciencia individual, ese repliegue del individuo sobre sí mismo, esa exaltación del microcosmos. Barbusse, Raynal, Dorgelès o Remarque testimonian ese estado de ánimo con su vehemencia casi desesperada. ¿Qué otro sentido tiene por lo demás la paradoja —unánimemente advertida con horror— de señalar que “no hay novedad en el frente occidental” el día que muere un hombre, un hombre de carne y hueso, de vida intransferible e irreconstruible, que tenía todo un mundo interior, que abrigaba una peculiar visión del mundo y la proyectaba en cierto universo que se creaba a su alrededor? Para este hombre era decisiva la “novedad” que parecía desdeñable consignar en un parte de estado mayor, y su recuerdo no exigía, claro está, otro arco de triunfo sino simplemente una lámpara votiva que testimoniara la inmensa desproporción entre la fragilidad de la vida humana y la robliza perennidad de su creación. No podía ser otro el símbolo de todo lo que valía —y de todo lo que no era— un hombre de carne y hueso, realidad directamente perceptible frente a tanto fantasma de inalcanzable significado y en cuyo homenaje se pedía nada menos que las vidas humanas. Solo el hombre de carne y hueso valía por sí mismo y nada parecía justificar su sacrificio: nada al menos que pareciera claro a la conciencia de la postguerra. Y este sentimiento exaltaba en cada uno la mónada irreductible y lo apartaba más y más de su semejante.

Fue la época propicia para que se desarrollara y ejerciera profunda influencia la literatura de un Amiel, un James o un Proust, obsesionados en llegar a los abismos del alma humana. Por entonces comenzaban a difundirse hasta alcanzar un extraordinario éxito las doctrinas de Freud, que ponían a la luz los intrincados y contradictorios estratos subterráneos de la personalidad humana. Era Bergson, eran Picasso o Bracque los que comenzaban a imantar la atención de las nuevas élites. Toda una dirección del espíritu occidental —la más importante e influyente— se vertió sobre esa línea de pensamiento que arrancaba del hombre, de su irreductible individualidad, de su microcosmos intransferible, y que conducía a su propia exaltación.

Lenormand, Pirandello, O’Neil, cada uno a su modo trataba de descubrir el universo escondido y misterioso que oculta cada uno. Si Kafka podía hundirse en los laberintos del ensimismamiento y Rilke conducir a cada uno hasta sus propias profundidades suscitadas por el encantamiento de su palabra, otros, menos predispuestos a tan intensa catarsis, buscaban acercar el hombre complejo y hermético al hombre común mediante la biografía novelada, fácil y sugestiva. Si Rolland, Maurois, Strachey, Ludwig o Zweig gozaron de tan vasta boga fue por su capacidad para reducir la historia a la medida del individuo, por su deliberada equiparación del valor del destino universal al valor del destino individual. ¿Acaso —parecía preguntarse—es menos trágico, menos vasto en su horizonte, menos profundo en sus agitaciones, el mundo individual de Shelley que el mundo colectivo y mostrenco de ayer o de hoy? ¿Acaso es menos subyugante el mundo de las soledades del héroe que ese otro, frío y despersonalizado, en el que cumple sus hazañas? Un replegamiento interior —que Picasso y el superrealismo condujeron a sus últimas consecuencias— caracteriza más que otra cosa la conciencia de postguerra, la conciencia adolorida por la certidumbre de vivir un momento dependiente de otro, no por caduco menos trágico, de vivir suspendido entre un mañana y un ayer que solo dejaba entre ellos la sombra de una vida. Y aun lo único que parecía salvable, quedaba amenazado por la violencia incontenible: el paisaje de cada soledad, el mundo íntimo, soberbio y melancólico.

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Entretanto, el desconcierto suscitaba en otros espíritus una reacción de sentido contrario. Frente a quienes se desesperaban por no saber por qué morir, comenzaron a aparecer y a ulular los que querían escapar de su propia incertidumbre muriendo —y matando— por cualquier cosa. Por ideales vagos, apenas esbozados, pero que hundían sin duda sus raíces en la niebla de cierto pensamiento entrevisto y las asentaban finalmente en la roca dura de vigorosas convicciones empíricas. Goethe y Nietzsche inspiraban a Spengler —al tiempo de la guerra— una doctrina de la sangre y del incontenible poder de la energía vital, capaz de sobreponerse a toda suerte de desesperanza. Esa doctrina aumentó a los alemanes derrotados a través de La decadencia de Occidente, que muchos consideraron un libro pesimista, que lo es, ciertamente, considerando una vasta perspectiva histórica, pero que diseña la ruta de un futuro inmediato activo y en cierto modo creador para el hombre desconcertado. Spengler descubría un sentido regenerador en el prusianismo y creía que era necesario inyectarlo en la Europa mediterránea, para que, como en el siglo V, el vigor germánico rejuveneciera la dormida capacidad de creación vital en el viejo tronco romano.

Poco después, la idea se transformó en un objetivo práctico y concreto. Los excombatienes, los “cascos de acero”, el Partido Nacional Socialista decidían tomar esa bandera, convenientemente teñida, para que sirviera como elemento aglutinante de muchos elementos coloreados con distintos matices y, en el fondo, heterogéneos entre sí. El mundo de Kafka no podía ser, a los ojos de un Himmler, sino un universo enloquecido, inexistente por lo demás, y apenas concebible sino por la mente de un judío y un tuberculoso. La renovación, según un nazi, no podía venir sino por obra de los sanos y, sobre todo, de los vigorosos y puros arios alemanes, los optimistas, aquellos capaces de llegar a “la fuerza por la alegría”. Para ese tipo humano que decidió morir por cualquier cosa, con tal de arrancarse del mundo de incertidumbres en que se había visto sumido, no parecía lícito ni tolerable el torturado mundo de cavilaciones en que se debatía la decadente conciencia burguesa, la democracia corrompida por el dinero, como le gustaba decir a Spengler. Solo existía la acción, la vida concebida como aventura, llámese el aventurero Meaulnes o Lawrence de Arabia. “Vivere pericolosamente” fue la fórmula que difundió Mussolini para expresar el sentido contemporáneo de la vida, de acuerdo con las sugestiones que Sorel había dejado en su ánimo.

“Vivere pericolosamente” significaba no temer la muerte o, al menos, obrar como si no se le temiera. Era un desafío a los que languidecían no sabiendo por qué morir, expresado a través del principio de que era preferible morir por cualquier cosa, aunque no se supiera por qué, a vivir sin conocer los objetivos dignos de ser perseguidos. Porque el vasto movimiento vitalista que se presenta como la otra cara de la postguerra —y que en literatura representaron, por ejemplo, Marinetti, Drieu La Rochelle o Henri de Montherlant— no tenía tampoco una idea clara de por qué valía la pena morir y se satisfizo con exaltar el vigor físico del deportista, restaurando luego los viejos ideales caducos que solo por un fenómeno de obnubilación podían ser considerados vivos.

Con esos ideales caducos y disfrazados se mezclaron, por razones de alta estrategia y de “realismo”, algunos ideales vivos e inmaduros, descubiertos en los pechos anhelantes de las juventudes más o menos convencionales de la postguerra. La vida al aire libre y la independencia parecían rasgos decisivos de la concepción contemporánea de la vida. Pero había quien sabía muy bien lo que se hacía con todos estos elementos dispares, con cuyo conjunto se constituyó un dogma indiscutible. Dentro de sus grandes líneas podía parecer compatible la revolución social y un poco de catolicismo o de paganismo germánico; la emancipación del proletariado, de la mujer y del adolescente y el capitalismo de estado; el nacionalismo y el aniquilamiento de la burguesía. Pero como es notorio, muchas de estas cosas no son compatibles entre sí, y hoy no es difícil advertir cómo se disimulaban las antinomias para aglutinar a todos los que estaban poseídos por la desesperación, aunque no tanto como para no poder hallar escondida en el fondo del corazón la simiente de una esperanza. Había un vasto plan para reanimar esa ilusión, para aglutinar esas voluntades, para poner en movimiento los impulsos vitales, todo, en fin, para defender los enmascarados ideales caducos que la conciencia revolucionaria parecía amenazar y que estaban agonizando solos. De ese vasto plan salió el estado de ánimo espiritual que explica, permite y justifica el fascismo.

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Voluntad de acción y capacidad de optimismo poseían también los entusiastas de la revolución de izquierda. También ellos poseían un dogma, aunque sin duda más coherente y más sinceramente defendido que el de sus enemigos; y apoyados en ese dogma podían también aspirar a imantar las voluntades de los desesperanzados, alrededor de los que acariciaban la esperanza mesiánica con vívido fervor. Muchas cosas separaban a los comunistas de los fascistas —digámoslo en honor de los primeros— pero coincidían en su tono vital, en su vocación para la fuerza y en su sistematización de la alegría.

En el fondo, unos y otros no hacían sino expresar, de distinta manera, por cierto, la crisis suscitada en el mundo contemporáneo por el ascenso de clases. Solo que los comunistas se mantenían fieles a su principio de considerar las masas como el fin en sí de sus aspiraciones políticas y los nazifascistas se limitaban a utilizar las masas para defender un sistema de ideales que les era ajeno.

Quienes ignoraban por qué se pudiera morir y quienes estaban decididos a morir por cualquier cosa revelan los caracteres más señalados del clima psicológico de la postguerra, en el que los que sabían por qué morir eran los menos. Todos ellos ponían de manifiesto el rasgo peculiar de la postguerra, que acaso pudiera definirse como una psicosis de encrucijada.