La Universidad y su futuro.* 1955

El Poder Ejecutivo ha querido confiarme la ímproba labor de colaborar con el gobierno de la Revolución Libertadora en la misión de devolver a los claustros de la Universidad de Buenos Aires su dignidad y su libertad. Agradezco profundamente la confianza que el señor Ministro ha depositado en mí y declaro que no he de escatimar esfuerzos para justificarla y seguir mereciéndola. Si así no lo hiciera no sólo habría defraudado la fe de un hombre honesto, sino que habría defraudado también —lo que es más grave aún— una enorme esperanza del país entero, que aspira a salir de la oscura encrucijada en que se ha hallado, mediante el esfuerzo austero y tenaz de sus hijos.

Las palabras del señor Ministro de Educación han expresado acabadamente la clara, firme y serena posición del Poder Ejecutivo en relación con el problema universitario. La labor de la Intervención será breve, y su designio es devolver a la Universidad su autonomía tan pronto como sea posible. Pero antes de que llegue el momento de hacer efectiva esta promesa, es deber de la Intervención modificar su fisonomía para sustraerla a maléficas influencias que viciarían su gobierno futuro.

No quiero reiterar la descripción de los males que nos agobiaron en un pasado cuya turbia imagen aún perdura ante nuestros ojos. Nuestro pensamiento y la totalidad de nuestras energías deben dirigirse hacia el futuro, porque las circunstancias que nos han sido deparadas ofrecen la perspectiva de trabajar con sostenido afán y con fruto para construir una Universidad renovada, la Universidad a que han aspirado siempre las mejores inteligencias y los corazones más nobles.

La Universidad argentina —la auténtica Universidad argentina— cumplió en horas amargas para el país una misión que la historia no podrá olvidar. Se vio entonces a los que la amaban —hombres maduros unos, cargados de angustias y responsabilidades; jóvenes otros, henchidos de entusiasmo y heroica devoción— abandonar sus labores para defender como podían la libertad de sus conciencias. Hubo muertos y héroes. Y la llama encendida alcanzó tan puro y alto fuego que ha durado a través de los años y fue defendida de los vientos que pretendieron apagarla. Ahora está en nuestras manos, y nos toca avivarla en la atmósfera serena que nos rodea.

La Universidad no perderá nunca más su estrecha compenetración con la ciudadanía, y el vigor del pensamiento que en ella se elabore ha de tonificarse con la virilidad del espíritu republicano que anima a sus hijos, firmes en el desprecio de los que se comportan como metecos en su propia tierra. La personalidad es indisoluble y la Universidad debe enorgullecerse del ejemplo que ha dado su juventud insobornable en la defensa de los derechos de la ciudadanía. De esa madera se hacen también los hombres rectos y probos en el cumplimiento de sus deberes profesionales, y vigorosos en la defensa de sus ideas.

Tan breve como sea la tarea de la Intervención, es propósito de todos cuantos han aceptado colaborar en esta obra señalar una huella para el futuro, con la esperanza de que la sigan aquellos en cuyas manos se deposite luego el gobierno autónomo de la Universidad. Estamos persuadidos de que la Universidad debe ser la más alta expresión de la vida intelectual argentina, y ningún argumento ni circunstancia debe prevalecer contra el principio de que las cátedras deben ser servidas por los hombres más honestos y capacitados. La Universidad debe prestar su apoyo máximo a las labores de investigación y no debe desentenderse de ninguna de las funciones que le son propias.

Es absolutamente imprescindible que establezcamos en la Universidad un clima de austeridad, en el que sus estudiantes y sus profesores se fijen a sí mismos, por propia determinación y sin necesidad de coacciones externas, las normas más severas para el cumplimiento de sus deberes como investigadores, como docentes o como alumnos. La Universidad no es lugar apropiado para los ánimos indolentes ni para los espíritus superficiales.

Conducida democráticamente y por el esfuerzo mancomunado de profesores, egresados y estudiantes, la Universidad puede llegar a ser ese vigoroso centro de irradiación que siempre hemos anhelado, en el que se elabore la peculiaridad de nuestra cultura —sin triviales deformaciones nacionalistas— y en el que se preparen despaciosamente las soluciones que el país aguarda para sus problemas fundamentales. En sus aulas se formarán hombres honestos, ciudadanos dignos, profesionales eficientes e investigadores profundos; y en la comunicación recíproca florecerá la solidaridad de las generaciones, y se labrará amorosamente la filigrana del destino patrio.

Confío en obtener la colaboración de todos para la pesada tarea que me espera, y en especial la de los profesores que aúnan la dignidad y el saber. Nadie que advierta la gravedad de la hora en que vivimos será capaz de escatimar su esfuerzo, si en su fuero interno sobrepone los intereses del país y de la Universidad a los suyos propios. No es tiempo de exaltaciones verbales del patriotismo, sino de tesonera y generosa actividad en favor del país herido. El tiempo del desprecio ha pasado y ha comenzado el de la solidaridad.

Para un maestro, una escuela vale antes que nada por sus discípulos. Confío en los estudiantes de la Universidad de Buenos Aires, y estoy seguro de poseer la autoridad necesaria para hablarles como un maestro, con la alternativa inflexión de la severidad y del amor. Yo los espero en la tarea juvenil de la creación. Y estoy seguro de que llegarán disciplinados y tenaces, encendidos de fe en el futuro, apasionados por el bien público, libres, valientes y generosos. Yo los espero, y los espera esta noble tierra que los argentinos queremos conquistar día a día para la luz.