El caos de un cosmos (los veinte años trágicos). 1948

Al día siguiente de firmarse el armisticio entre Alemania y los aliados en la primera guerra mundial, el 11 de noviembre de 1918, comenzaba ese largo y agitado período que –como un despertar de pesadilla– se dio en llamar meramente “posguerra”. Era una expresión tan sólo cronológica, y sin embargo muy pronto se cargó con un denso contenido emocional. Era visible que el rasgo prominente de la época debía ser su dependencia del terrible conflicto, porque había que corregir lo que se había hecho antes y recomponer lo que se había descompuesto, sin dejar por eso de prestar la debida atención a los múltiples problemas nuevos derivados también de la guerra.

Ante todo había que volver a dibujar el mapa de Europa, y las elites políticas se dedicaron a ese rudo trabajo en el que, por cierto, se demostró más celo cartográfico, que talento político. Y sin embargo, pese a que se recurriera a soluciones diplomáticas de viejo cuño y escasa eficacia probada, era innegable que la ilusión unánime era la paz, la paz de aquellos a quienes Jules Romains llamaría “los hombres de buena voluntad”.

Pero lo cierto es que solo se trabajaba por una paz académica, que solo podía parecer tal a los estados mayores, porque efectivamente no había operaciones militares. De los demás había muchos que comprendían que la guerra continuaba, bajo distintas apariencias aunque no con menos graves resultados.

Para quienes recorrían en manifestación las calles de Londres o París celebrando el cese de las hostilidades, parecía evidente no sólo que la guerra había llegado a su fin sino también que los aliados habían triunfado y los alemanes hablan sido vencidos. Sólo el tiempo enseñó que la diferencia entre la derrota de unos y la victoria de otros era sutilísima y casi inoperante, y que, en rigor, no había vencedores y vencidos sino más bien nada más que vencidos en distinta escala por un enemigo común ¿Por quién? ¿Acaso el fatum de la conciencia burguesa? De todos modos era el orden burgués de Francia, de Alemania y de todos los demás países en diversa medida lo que había sufrido un golpe decisivo. Sólo Estados Unidos obtenía un amplio margen de ganancia tras la contienda, por su situación de potencia en ascenso consagrada, y alejada del teatro de la lucha.

Esta derrota general de Europa obligó a los estadistas a tratar de distribuir proporcionalmente las pérdidas de acuerdo a los escasos saldos a cobrar. Tal fue el sentido del tratado de Versalles y de los que la siguieron para ajustar e1 mapa político de Europa. Pero el mapa político no era el único que debía trazarse en un continente asaltado por tantos y tan graves problemas sociales y raciales, aun cuando debe aceptarse que el tipo de soluciones necesarias no estaba todavía suficientemente madurado y serían menester nuevas y duras experiencias para que se insinuara en las mentes. Todo lo más a que pudo llegarse como solución original para afrontar los problemas nuevos fue la creación de la Sociedad de las Naciones, destinada a imponer por sobre los estados autónomos y soberanos un régimen de pactos colectivos para defender la seguridad de todos. No era mucho, pero era algo, porque podía servir para neutralizar el extremismo que demostraba el orden capitalista, enceguecido por su propio mal. Pero o el llamado de atención fue débil o la ceguera estaba ya muy avanzada. Lo cierto es que fue impotente para contener los extravíos y solo siguió constituyendo una esperanza para los que estaban decididos a defender la paz a toda costa.

Uno de los signos más característicos de la posguerra fue, en efecto, el desarrollo de un pacifismo desentendido de las circunstancias de la realidad. Parecía posible lograr la paz sin entrar en modo alguno en contacto con los engranajes que producían –o podían producir, al menos– la guerra. En realidad, no era sino una actitud sentimental, resultado del horror provocado por la guerra. Todo el inmenso desarrollo técnico, que había llenado de entusiasmo a los espíritus progresistas por las inmensas posibilidades que abría, parecía volverse ahora contra su creador produciendo formas renovadas de muerte y destrucción. Gracias a ellas, el número de víctimas había llegado a los 25 millones y se multiplicaría en un próximo conflicto hasta cifras que escapaban a la imaginación. Era, pues, “necesario” concluir con la guerra… predicando la paz.

Es sabido cómo se frustraron todos los esfuerzos del pacifismo y cómo fue menester recoger luego apresuradamente los últimos cabos, que quedaban sueltos de aquella prédica. Los hombres de buena voluntad resultaron ser pocos y las soluciones se esfumaron todas al contacto con la brutal realidad que rompía todos los diques colocados por el humanitarismo filantrópico. Parecía absurdo que algo se opusiera al deseo unánime, a la voluntad unánime. Pero la realidad seguía moviendo los invisibles hilos de sus piernas y sus brazos sin que hubiera nada más que unas pocas cabezas presidiendo sus movimientos: eran esas pocas, precisamente, las que no querían la paz.

El rasgo más notable de toda esta situación es su carácter paradójico y confuso. El conjunto de los tratados firmados desde 1919 tenía como finalidad la organización de un cosmos; pero apenas había podido hacer otra cosa que crear un orden provisorio y superficial para disimular el caos. Cada país tenía sus fronteras establecidas en los mapas, su régimen asentado en las constituciones, sus fundamentos históricos y sociales declarados en solemnes documentos. Pero tan precisa como fuera esta organización exterior, la sensación unánime era la de que, por dentro, subsistía el caos, un caos incomprensible, en el que se entrechocaban discordantes y enconadas hasta las voces de quienes querían proporcionar una explicación para tratar de que se entendieran los unos con los otros. Spengler acariciaba la certidumbre, en 1918, de interpretar con fidelidad el vasto y complejo panorama de su tiempo, abarcado desde sus lejanos orígenes y proyectado hacia un remoto futuro; pero el lenguaje de La decadencia de Occidente resultó irreductible con respecto al que –para fines semejantes– usaba en 1919 Paul Valéry en La crisis del espíritu. Naturalmente, no era sólo un fenómeno de lenguaje. Lo que Valéry veía derrotado en Europa se parecía en algo a lo que veía ultimado Spengler, aunque los dos divergían considerablemente en cuanto al significado de tales pérdidas. Más afirmativo y programático uno, más escéptico y desilusionado el otro, ambos testimonian la sensación de encrucijadas que ofrecía ese mundo aparentemente ordenado.

Si una cosa quedaba clara, era la crisis total de las elites. Todo lo que representaban las elites de una democracia capitalista parecía haber entrado en crisis; pero en una crisis aun mayor estaban las elites mismas, desconcertadas y desprovistas de prestigio a los ojos de las masas, por cierto más desconcertadas todavía. Si Spengler podía esperar –y propugnar¬– una nueva edad de los Césares, es porque descubría que la relación entre masa y jefe estaba destinada a establecerse como típica y forzosa en el momento en que las masas rechazaran –como ya ocurría– a las minorías directoras que hasta entonces las habían regido. Y cosa curiosa, las elites mismas comenzaban a declinar su misión y se retraían, espontáneamente seguras no sólo de que no eran escuchadas sino también, lo que es más grave, de que no podían ser entendidas.

Una verdadera y visible insurrección del coro empezó a advertirse entonces en la tragedia europea. Ninguno de los protagonistas parecía saber a ciencia cierta su papel, y las palabras que pronunciaban carecían igualmente de sentido para los que las oían: mal podía el coro tejer sus comentarios alrededor de un discurso que no entendía, y que a veces parecía hecho especialmente para no ser entendido. Era inevitable, en esas condiciones, que el coro invadiera la escena, poseído de cierta desesperación, y resultaba grotesco que las antiguas elites se quejaban amargamente, como si no fueran culpables en buena parte por haber desertado de su misión. Claro que no faltaban los atenuantes; porque en rigor, la deserción de las elites se justificaba plenamente por la magnitud del caos unánime, que en ellas, por razones de responsabilidad, adquiría una singular resonancia.

¿A qué extrañarse, pues, de que los semicoros buscaran a sus corifeos? En la Babel universal se manifestaba una acongojada furia de entender y ser entendido, precisamente cuando más estridente era el clamor de todos, y muchos comenzaron a callar cuando se oyeron algunas voces singulares que parecían interpretar lo que cada uno quería y no lograba hacer entender. Se comenzó a restablecer entonces el vínculo entre masa y jefe, la forma más simple de vínculo político, que parecía implicar una catarsis con respecto a la terrible confusión en que había terminado el delicadísimo sistema de relaciones en se que vinculaban las masas y las elites tradicionales. Y allí donde el corifeo supo consolidar su posición, el cesarismo fue la forma que la revolución adoptó, con prescindencia de los propósitos aviesos que el César encubriera o de los designios equívocos de quienes movieran, con mefistofélica destreza, sus hilos invisibles.

Hubo, en efecto, una “rebelión de las masas“, como llamó Ortega y Gasset al fenómeno con precisa elegancia; pero esa rebelión de las masas no era un fenómeno aislado sino un paso en el proceso de su elevación y emancipación, que comienza a hacerse visible a partir de 1848. A nadie provisto de suficiente experiencia histórica y libre de prejuicios puede extrañar que esas masas adoptaran actitudes confusas y pudieran ser utilizadas para fines contrarios, en última instancia, a los suyos propios; nada puede entenderse si se olvida que las minorías que las habían guiado hasta entonces habían desertado de su misión, se debatían en la confusión más absoluta, y eran a la vez víctimas lamentables y casi irresponsables de un dislocamiento histórico social cuya magnitud parecía por momentos superior a la capacidad humana de intelección. En cuanto ser histórico, el hombre sufre la tragedia de no poder pensar los procesos de la vida histórica sin intentar detenerlos mentalmente en su desarrollo para analizarlos estáticamente. Este es, al menos, el ideal cognoscitivo que parece forjarse. Pero lo propio de esos procesos es su continuidad, su marcha acelerada y su independencia con respecto al “tiempo” propio del observador. Sólo cuando el proceso se manifiesta siguiendo un desarrollo lineal más o menos claro resulta fácil a la mente percibir su fisonomía e imaginar un esquema conceptual que lo represente y se ajuste a él, paso a paso; o cuando la misma crisis se encarga, tras el brutal esfuerzo atomizador, de mostrar contrastados los elementos que antes obraban mancomunados y ahora siguen enloquecidos sus propias e incalculables órbitas. Sólo la total confusión, el instante mismo del desengranaje, resulta totalmente inasimilable para la mente. Entonces el proceso intelectivo se torna imposible, y las exigencias vitales conducen hacia una actitud cualquiera, aquélla que una circunstancia fortuita o una intuición secreta indican en un instante imprevisible como la más apropiada, como la más favorable a las instancias de la existencia ingobernable.

Tal fue la situación social de la posguerra. Hubo corifeos, con alguna experiencia en los papeles secundarios que se revelaron expertos en el arte de suscitar una nueva retórica para encubrir con formas aparentemente frescas y modernas los viejos ideales fenecidos. Los dos más calificados se llamaron –como es sabido– Adolfo Hitler y Benito Mussolini. Pero hubo muchos más, y todos ellos parecieron por algún tiempo a sus oyentes profetas de una nueva verdad. Quien quiera entender el sentido de nuestro tiempo –el ciclo del 48– debe aprender a distinguir con matizada sutileza la artera habilidad de los aprovechados corifeos de circunstancia, de la vaga pero auténtica conciencia revolucionaria que alienta en los distintos semicoros.