El carisma de Perón. 1973

Ganó Perón: éste es el análisis de las elecciones. Ni el Frente, ni el Justicialismo, ni el candidato presidencial, ni los gobernadores, ni los diputados. Pura y simplemente, Perón. Este es el fenómeno que es necesario estudiar para saber qué pasa con la sociedad
argentina. Ahora y desde hace bastante tiempo.

Dos preguntas van a guiar este análisis. La primera se refiere a Perón. ¿ Qué es Perón? No quién es Perón, pregunta válida pero anecdótica. Porque el Perón que ha ganado las elecciones es mucho más que Juan Perón. La segunda se refiere a quiénes son los derrotados. Porque hay derrotados visibles —los partidos políticos perdedores— y derrotados invisibles que son los que más interesa descubrir.

De cualquier manera, la primera es la más importante porque esconde los términos de la segunda. La oposición a Perón no se ha fundado, básicamente, en lo que hizo o en lo que dejó de hacer, sino en los caracteres que su personalidad imprimió a su gobierno. Esa personalidad ha sido, por el contrario, el foco de atracción de muchos, verdaderamente seducidos por ella. La personalidad de Perón constituye, pues, un problema. Pero en mi opinión es un problema anecdótico. Lo importante es ahora saber qué significa.

Hay consenso general en que Perón tiene carisma y que en esto consiste su fuerza. Para muchos la explicación es suficiente. El carisma personal aglutina las masas, las dinamiza. Pero se trata de un simplismo, y a poco que se rastree la historia argentina de los últimos cuarenta años se descubre que el problema de las masas argentinas es complejo y enmarañado. En rigor, se trata de una formulación correcta e incorrecta a un tiempo, según lo que se entienda por carisma. Allí está la punta del hilo.

Para muchos, el carisma es algo privativo del individuo, una peculiaridad de su personalidad o, acaso, un don otorgado por una potestad divina: tal es el arrastre que esta noción sociológica trae de la teología, de donde la extrajo Max Weber. Pero en términos de historia social la personalidad individual de quien se dice que tiene carisma no es sino el núcleo de su personalidad social. Quien tiene carisma en cierto grado puede carecer de trascendencia social si la sociedad no lo transforma en el soporte de algo que ella proyecta sobre él. En ese caso el carisma cambia de escala y el que lo detenta adquiere una influencia social multiplicada.

Así entendido, aquella explicación es válida. Perón tiene carisma: el de su personalidad, sin duda; pero, sobre todo, el que resulta de la proyección que un vasto sector de la sociedad
argentina ha depositado en él. No es distinto al caso de Rosas o de Yrigoyen en cuanto a fenómeno personal, y tampoco es distinto en cuanto a la proyección social que se agrega a las tres personalidades. Sí lo es con respecto al uso que cada una de ellas ha hecho del poder que esa proyección les otorgó.

Parece evidente que, para rastrear el significado profundo de la decisión de la mitad del electorado a favor de Perón, lo más importante es establecer el contenido de aquella proyección. Esto es, establecer la significación del Perón simbólico. La respuesta no parece difícil. Perón simboliza una rebelión primaria y sentimental contra el privilegio. Y Eva Perón más que él. Pero ahora es sólo él, purificado y hecho espíritu por la lejanía. Esta es la fuerza de su nombre. Y esto es lo que tiene de grande la decisión de quienes han preferido seguir manteniendo tal opción, porque más allá de sus implicaciones socioeconómicas, y más allá de las esperanzas concretas de cambio, supone una condenación del privilegio.

La protesta de los marginados

Conviene detenerse en el examen de este sentimiento contra el privilegio. Con textos y con argumentos formales podría argüirse que no hay privilegios en Argentina: es lo que se desprende de la Constitución. La realidad social, sin embargo, es otra. La democracia liberal no desterró, en los hechos, el privilegio en ninguna parte- pero, además, la composición peculiar de la sociedad
argentina contribuyó a que se acentuara. Nadie puede negar que la población indígena y mestiza haya estado —y esté— en una situación de marginalidad. Esa herencia de la conquista ha perdurado y perdura, no sólo en cuanto a la condición económica y social de esos grupos, sino —confesémoslo— bajo la forma de una opinión muy generaliza-da acerca de sus valores humanos: tal era el contexto de la expresión “cabecitas negras”, que no sólo usaron las clases altas sino también vastos sectores de las clases medias y populares.

Pero la situación se hizo más compleja aún. La inmigración masiva desencadenada en la segunda mitad del siglo XIX transformó radicalmente la estructura de la sociedad tradicional y creó un nuevo sector marginal: el de los inmigrantes y sus descendientes. “Gayego” o “gringo” significaban en los labios de los grupos tradicionales lo mismo que “cabecitas negras”. Esto es, una calificación sobre el lugar que ocupaban en la estructura socioeconómica y, además, un juicio sobre sus valores humanos.

Todos estos grupos, en conjunto mayoritarios en la sociedad
argentina, o buena parte de ellos, han tenido y tienen el sentimiento profundo y firme de que viven en una sociedad en la que no están totalmente integrados porque subsisten grupos que monopolizan el privilegio. Como atrás de Yrigoyen, ahora irrumpen detrás de Perón para gritar una protesta. Una protesta, nada más. No para exigir el sistema de cambios que podrá poner fin al primado del privilegio.

Una pregunta cabe hacer: ¿quiénes detentan en Argentina el privilegio? Este es el punto más complejo de la cuestión, el más sutil y en consecuencia el más difícil de dilucidar brevemente. Para el indígena del siglo XVII la respuesta era simple: el conquistador español y blanco. Eran dos castas. A partir de la Independencia la respuesta se hizo cada vez más confusa. Los privilegiados eran los poseedores y los que pertenecían a grupos de poseedores, entre los cuales podía haber algún mestizo.

Pero lo fundamental fue que los poseedores, cualquiera fuese su origen, se identificaron rápidamente con la concepción señorial de los conquistadores, supuestamente hidalgos. A veces eran descendientes de conquistadores, a veces mestizos encumbrados por las guerras civiles, a veces almaceneros enriquecidos trasmutados en estancieros. Y el modelo de identificación seguía funcionando mientras se procuraban ansiosamente unos blasones de emergencia que justificaran la creciente soberbia y los crecientes privilegios. Esta situación fue análoga a la que se produjo en otros países latinoamericanos; pero en la Argentina tuvo una variante fundamental con la inmigración masiva del siglo XIX. Entonces empieza la Argentina de hoy, la Argentina aluvial.

De aristocracia a oligarquía

Las masas inmigrantes fueron convocadas por las clases poseedoras, pero fueron recibidas con reticencia. No hubo una política de colonización, no se procuró el arraigo de los recién llegados y se promovió indirectamente un falso desarrollo urbano. Pero la reticencia fue más lejos aún, porque las clases tradicionales consideraron a los inmigrantes no sólo como intrusos sino también como inferiores y a veces como despreciables. Del país nuevo que se constituía, las clases tradicionales perdieron el control social, obsesionadas por mantener el control económico. Por eso se puede decir que la que se había comportado como una aristocracia —en el sentido aristotélico de la palabra— se convirtió después del 80 en una oligarquía.

Fue esa oligarquía la que se expresó políticamente en el “régimen”, y contra ella se levantó la “causa”, un movimiento sin un modelo de cambio profundo pero que estaba animado por un sentimiento vehemente contra el privilegio, contra la pretensión cada vez más insostenible y menos justificable de ciertos grupos que se consideraban los propietarios del país por el solo hecho de ser los propietarios de la tierra y los beneficiarios de los negocios, grandes y chicos.

Triunfó la “causa” con Yrigoyen, y parecieron ceder en sus pretensiones los que detentaban los privilegios; pero la “causa” no dio un paso para modificar la estructura básica del país, y fue inevitable que en la primera coyuntura favorable —1930— volvieran a aparecer los desalojados de 1916. Entonces se observó un curioso proceso social: la antigua oligarquía, reducida en número, reforzó sus filas con el aporte de sectores de clase media cuyos miembros se identificaron con su actitud social. Todos quisieron ser privilegiados por adopción y comenzaron a comportarse como tales. Todos apelaron al modelo hidalgo, al modelo del caballero cristiano del Greco. Y todos se engañaban entre ellos pujando sórdidamente por el ascenso social, por las posiciones públicas, por el dinero, revelando una innoble sordidez.

Esa clase argentina privilegiada y decidida a extremar los beneficios que otorga el privilegio es la que Jauretche ha identificado como el “medio pelo”, y es, sin duda, una élite ilegítima e ineficaz. Contra ella comenzó a acumularse un oscuro resentimiento de las clases populares, con independencia de partidos e ideologías. Esto fue lo más difícil de descubrir en 1945, precisamente porque era un sentimiento más profundo e impreciso que las ideologías.

No podría negarse que otros componentes hayan obrado en la decisión mayoritaria. Pero cualquiera de ellos supone un nivel de conceptualización que no alcanza a la totalidad de los que optaron por el Perón simbólico. Sólo la reacción contra el privilegio constituye un denominador común en esa masa de votos.

Del mismo modo podría afirmarse que muchos que han votado por otros partidos se han manifestado también contra el privilegio; pero esos votos tienen componentes programáticos que limitaban el consentimiento. Sólo Perón significaba eso y fundamentalmente eso. Como el plebiscito de 1928 en favor de Yrigoyen, el voto mayoritario ha tenido más que nada un contenido social y ha sido, en rigor, un grito. Y como hecho social —y no estrictamente político— hay que analizarlo.

La crisis de la élite

Si, como creo, esta interpretación es justa, no hay que buscar los derrotados en los partidos políticos que tuvieron menos votos: por una u otra razón no lograron —o no quisieron— dar la imagen de que enfrentaban resueltamente el privilegio como el Perón simbólico la dio. Pero es un accidente en la historia de las formaciones políticas, porque es inevitable que el país busque sistemas de soluciones para los grandes problemas, y el propio justicialismo tendrá que optar por uno de ellos. La gran derrotada es, en bloque, la élite argentina que ha delineado su fisonomía desde 1930 y que ejerce ineficazmente la dirección del país sin acertar el rumbo en una época de cambio acelerado en el mundo y más acelerado —socialmente al menos— en el país.

Sin duda en todo el mundo están en crisis las élites, precisamente porque ha entrado en una crisis profunda la idea de privilegio. Las élites no pueden sobrevivir sin el consenso, porque el consenso proviene de la experiencia inmediata que tiene el grupo social de su legitimidad y su eficacia. Sin estas dos condiciones, la élite carece de sustento propio y necesita de la fuerza para sostenerse: la de las armas, o quizá la de una sutil intoxicación de las masas para la que se prestan sociedades que, como la argentina de hoy, han desarrollado un alud de expectativas para cada uno de sus grupos, generalmente superiores a las posibilidades de la estructura económica en que se insertan. No es escaso el servicio que prestan a esos designios los medios masivos de comunicación.

Sin consenso, la élite es ilegítima. Es el caso argentino desde hace cuarenta años. El problema es de adecuación al cambio. Pero también es un problema moral. Una élite se toma ilegítima cuando hace prevalecer sus intereses de grupo sobre los intereses generales, y esta es la situación argentina desde hace cuarenta años.

¿Cabe extrañarse entonces que remonte poco a poco el grito de protesta, se haga clamor, y se exprese un día a través de un símbolo que sepa asumir su papel?

Algo podrido hay en Argentina. Quien asume la responsabilidad de representar la reacción, asume al mismo tiempo la de encontrar las vías de salida. El grito ha sido proferido. Nada puede preverse acerca de si quienes han recibido la delegación del carisma resistirán a la venenosa tentación de sumarse a las viejas élites del privilegio como ya ocurrió alguna vez.