El disconformismo, hoy. 1971

Cambio y disconformismo

El hecho es este: en el mundo comunista hubo una revolución estructural, y hace cincuenta años que se procuran ajustar las situaciones reales a las nuevas estructuras; en el mundo capitalista, en Cambio, no la ha habido, pero hace cincuenta años que las situaciones reales se transforman profundamente, forzando las viejas estructuras sin lograr adecuarlas. Tales son las dos distintas dinámicas históricas que el proceso de desarrollo industrial ha desencadenado, y sus rasgos son los que caracterizan el mundo de hoy. El mundo comunista ha conocido el proceso de la revolución y el mundo capitalista el proceso del Cambio. Los individuos de esas sociedades advienen a las situaciones de su mundo y de su momento, y adoptan frente a ellas ciertas peculiares actitudes que orientan su existencia. No todos adoptan las mismas, y sin duda son de diverso tipo. Pero tanto en el mundo de la revolución como en el del Cambio, las actitudes fundamentales están referidas básicamente a esos fenómenos. Y, con matices, se definen como actitudes conformistas o disconformistas.

Atengámonos a nuestro mundo —capitalista, occidental y cristiano, democrático o liberal, según se prefiera— y consideremos el alcance del Cambio producido. En la línea de transformaciones que comienza a fines del siglo XVIII, se manifiesta desde la Primera Guerra Mundial una intensificación y una aceleración del proceso. Fundamentalmente los cambios son tecnológicos y sociales, y el proceso es espontáneo, fluido, conducido por su propia dinámica. En términos generales, los cambios tecnológicos son promovidos, en tanto que los cambios sociales son derivaciones espontáneas e imprevistas. El Cambio se opera, pues, en ciertos sectores. Empero, sus consecuencias son muy extensas y variadas: es toda la estructura la que se conmueve cuando uno de sus sectores se altera. Y al producirse un Cambio intenso y acelerado en algunos sectores, la estructura pierde coherencia.

En la situación actual de nuestro mundo, el rasgo fundamental de su estructura no es la debilidad sino la incoherencia. Algunos de sus sectores se ajustan a las situaciones reales en tanto que otros son anacrónicos. Esta incoherencia nubla y confunde todo el sistema de fines de la sociedad: la estructura deja de parecer un orden que ofrece claras perspectivas para la realización de cada individuo y se presenta como un oscuro laberinto en el que los caminos se confunden y las metas se pierden de vista. Ahora bien, los individuos suelen internalizar las estructuras incoherentes a través de sus contradicciones y las someten a examen. Tal es el caso en la situación actual de nuestro mundo.

Frente a la estructura incoherente creada por el Cambio, las actitudes básicas de las sociedades y de los individuos suponen siempre una definición acerca de si se la acepta o se la rechaza. Las respuestas no son necesariamente explícitas, pues las contradicciones no son siempre percibidas del mismo modo. Sólo cuando la percepción ha sido racionalizada la respuesta es conceptual e ideológica. Pero cuando no lo llega a ser, suscita solamente actitudes espontáneas, cuyo sentido, sin embargo, suele ser inequívoco. Son actitudes conformistas o disconformistas.

El conformismo suele ser legítimo y apoyarse en convicciones profundas, sobre todo si quien lo adopta pertenece a los grupos básicos de la sociedad y siente la estructura vigente como su propio patrimonio. Pero puede ser también resultado de una especulación: los grupos recién integrados aspiran a que se los considere totalmente compenetrados con el sistema, y los grupos marginales pueden acariciar la idea de llegar a incorporarse a él. En todo caso, el conformismo es prudente y sabio. El disconformismo, en Cambio, supone un salto en el vacío. Signo de nuestro mundo y nuestro tiempo es una creciente vocación para saltar en el vacío.

En la situación configurada por el Cambio tecnológico y social, el disconformismo se manifiesta de manera confusa y contradictoria. Origina actitudes anti tecnológicas de carácter romántico como si se añorara, según los casos, un mundo idílico, un mundo señorial o un mundo apaciblemente burgués; pero también origina actitudes tecnológicas extremadas, como si se aspirara a una rápida consumación del Cambio. Y origina unas veces actitudes sociales revolucionarias y otras veces actitudes conservadoras o aristocratizantes propias de una elite estética, intelectual o simplemente mundana. Pero el disconformismo no se agota en esas actitudes sino que se manifiesta también en relación con aquellos sectores de la estructura que no acusan Cambio: puntualiza el anacronismo y suele desatarse en actitudes de protesta y rebeldía.

En rigor, el disconformismo más profundo y radical de nuestro mundo y nuestro tiempo no se refiere, sin embargo, a los aspectos concretos del Cambio o la perpetuación de situaciones. Se vincula con el conjunto de la misma, cuya incoherencia percibe y denuncia. El disconformismo busca los signos de esa incoherencia, más que en las situaciones, en las formas de mentalidad. Son los tabúes, las opiniones, las ideas, los valores, los que parecen expresar más nítidamente las contradicciones, y contra todo ello se manifiesta más nítidamente el disconformismo. Por eso es más irritativo, pues el conformismo defiende más tenazmente los fundamentos del orden, y no las situaciones concretas.

Los fundamentos del orden son, precisamente, los más cuestionados. De ellos derivan los fines que se proponen a las sociedades y a los individuos; y cuando el disconformismo denuncia los fundamentos, cuestiona todo el sistema de fines, alterado a partir del momento en que el Cambio ha introducido la incoherencia en la estructura. La percepción puede ser confusa, pero el sentimiento de que una estructura incoherente, cuestionada en sus fundamentos y dislocada en cuanto a los fines que se propone, no sirve a la vida y a la creación, se arraiga profundamente; entonces desencadena la protesta y la rebeldía. La estructura incoherente y amenazada se torna amenazadora porque, en lugar de servir, pretende ser servida para evitar o retardar su aniquilamiento. Disconformista es quien no quiere consumir su vida en la defensa de algo en que no cree; y cuando no sabe en qué creer, salta en el vacío. Algunas veces hacia la nada; otras veces tras unas sombras promisorias. Tal es su sino, destructor y creador a un tiempo.

Los disconformistas: ¿quiénes son?

Muchos se sienten capaces de reconocerlos, quizá porque creen haberlos visto a todos: en Picadilly Circus, en Saint-Germain des Près o en Greenwich Village; o quizás en las calles o en los cafés de San Francisco, de Milán o de Amsterdam; o, simplemente, de Buenos Aires. Y aseguran que visten como disconformistas, que hablan y actúan como disconformistas. Pero aun para ellos la pregunta es difícil de contestar. ¿Quiénes son los disconformistas? ¿Quiénes son esos disconformistas que se identifican por sus rasgos externos? Son gentes de las grandes ciudades, sin duda, pero el grupo es heterogéneo y cada uno de sus miembros constituye un enigma particular.

Por lo demás, aun cuando esa pregunta tuviera respuesta seguiríamos a oscuras. Sólo una imagen superficial del problema permite identificar el vasto mundo del disconformismo con lo que sólo son sus grupos polémicos, sus grupos de avanzada. Existencialistas y hippies son disconformistas, pero no todos los disconformistas se ajustan exactamente a sus esquemas. No constituyen un partido político ni un movimiento organizado. Hay, ciertamente, sectores agresivos y beligerantes que ostentan ciertos signos y adoptan determinadas actitudes que los hacen inconfundibles. Hay grupos y cenáculos. Pero hay muchos disconformistas invisibles y solitarios que sólo ocasionalmente se incorporan a un grupo y se manifiestan como son íntimamente. Acaso el mayor número esté disperso entre las gentes que participan de la vida ordinaria, aun cuando no puedan sustraerse al sentimiento de que esa no es, para ellos, una vida. Es difícil identificarlos. En rigor no los une una insignia ni un lema, sino un profundo sentimiento acerca del sentido de la vida individual y de las posibilidades que el mundo en que viven les ofrece para realizarla.

Si se desea saber quiénes son, conviene echar primero una mirada a las clases populares. Los disconformistas son legión. Pero responden a un tipo especial: saben lo que quieren. Les faltan demasiadas cosas elementales para que puedan sobrepasar la etapa de los problemas inmediatos. Y cuando el disconformismo no concluye en el aniquilamiento de la personalidad se orienta hacia la acción, esperanzada unas veces, desesperada otras.

El drama es profundo en los disconformistas de las clases populares. Y sin embargo, desde un punto de vista humano no es menos profundo el de los disconformistas de las clases altas y las clases medias, ajenos a los problemas inmediatos y sin embargo insatisfechos y frustrados. ¿Quiénes son los disconformistas de estos grupos sociales que participan de los privilegios del sistema? La respuesta es menos clara que en el caso de las clases populares, porque ni son todos ni tendrían por qué serlo. Son sólo algunos de los miembros de esos grupos, generalmente jóvenes, generalmente interesados por la creación o por los problemas intelectuales; o simplemente preocupados por los problemas de su propia existencia. Constituyen, pues, una elite, y en rigor expresan una lucha interna desencadenada en el seno de las clases dirigentes. Si se quiere saber quiénes son, hay que averiguar lo que piensan y dónde surge su disconformismo.

El disconformismo es un fenómeno de las grandes ciudades contemporáneas. Son ellas las que ofrecen y niegan a un mismo tiempo las posibilidades de una vida creadora y libre al hombre de hoy, instalado en una sociedad de consumo agitada por intensos procesos de Cambio. Todo parece en ellas al alcance de la mano: el ejercicio del pensamiento, la perspectiva de la creación, la expresión de la personalidad. Están los estímulos, ciertamente. Pero a medida que se inicia el esfuerzo para realizar lo que se anhela se descubre la sigilosa presencia de un monstruo. Una forma de vida rígida, un sistema de convenciones, y sobre todo un precio muy alto para el triunfo social, para el reconocimiento de la creación y de la personalidad. La gran ciudad es paradójica. Parece ofrecer el anonimato, y muy pronto revela un severo control. Parece ofrecer una vida libre y muy pronto muestra los vericuetos que Kafka describió en El proceso o en El castillo. La frustración es el precio de un intento espontáneo que no sabe ajustarse a la dura ley de una sociedad competitiva.

Por eso la ciudad desata y alimenta el disconformismo. En rigor, lo estimula y casi lo institucionaliza: es la cuota de desahogo que permite la sociedad competitiva. El anonimato de la gran ciudad contemporánea —la ciudad de las soledades multitudinarias— permite al disconformista sustraerse a la estructura y eludirla sin violarla. Desafía a la ciudad, acaso mansamente, pero en aquello que es más característico de la vida urbana: su forma de vida. Las minifaldas y los collares, las largas cabelleras y las barbas, o simplemente un comportamiento informal, expresan el desafío al sistema de convenciones que testimonia, en la superficie de la vida cotidiana, la vigencia de la estructura tradicional.

Los disconformistas tienen un nombre y un apellido, tienen familia, trabajan, esto es, pertenecen a la sociedad; pero son los que han escogido la marginalidad por razones individuales que, sumadas, expresan un hecho social, y el disconformismo es la opción que han elegido como camino para su realización personal. Son los que han rechazado la gama de posibilidades que la sociedad les ofrece, para inventar o descubrir una posibilidad nueva, cuyo valor más alto no es acaso el logro sino el invento o el descubrimiento. La rebeldía misma es la creación. Por eso un disconformista se identifica por su devoción hacia los dioses mayores de la rebeldía y la creación. Para algunos, Cristo el primero, sublime en su condenación del fariseísmo. Para otros, los anarquistas y sensuales como el marqués de Sade; o los imaginativos, como William Blake o Edgar Allan Poe; o los poetas malditos, o los revolucionarios.

No constituyen ni un partido ni un movimiento organizado. Los disconformistas son seres individuales que yuxtaponen sus angustias. Cada uno es un problema, y su historia es la intrincada madeja de situaciones que se suceden en el proceso de acomodación de un individuo en su sociedad. Sólo que son tan claros los signos de las contradicciones circundantes que sería difícil poder atribuir al individuo el papel fundamental en la creación del drama. Los disconformistas expresan las contradicciones del mundo del Cambio. Son simplemente los que acusan y pagan con su angustia la denuncia de lo que todos sufren: una angustia sin esperanzas porque, en rigor, sólo saben lo que no quieren.

Los disconformistas: ¿qué quieren?

Diego de Carriazo, natural de Burgos, de trece años de edad, abandonó su hogar hace casi cuatrocientos años. El tema ha aparecido muchas veces y siempre es fresco. Lo ha rescatado no hace mucho John Lennon: She’s leaving home. La chica de Lennon se fue para cambiar de vida y divertirse, después de haberse sentido sola durante demasiado tiempo. Pero Diego de Carriazo, hace cuatrocientos años, ¿por qué se fue?

Cervantes es un espíritu moderno —tanto como John Lennon— y aventura en La ilustre fregona una explicación penetrante y lúcida.

“Trece años, o poco más, tendría Carriazo cuando, llevado de una inclinación picaresca, sin forzarlo a ello algún mal tratamiento que sus padres le hiciesen, sólo por gusto y antojo, se desgarró, como dicen los muchachos, de casa de sus padres y se fue por ese mundo adelante, tan contento de la vida libre, que en mitad de las incomodidades y miserias que trae consigo no echaba de menos la abundancia de la casa de su padre, ni el andar a pie le cansaba, ni el frío le ofendía, ni el calor le enfadaba; para él todos los tiempos del año le eran dulce y templada primavera”.

La vida se transformó para Carriazo en una diversión. “La diversión —dice John Lennon— es la única cosa que no se puede comprar con dinero”. Esto no es baladí. Lo contrario de la diversión es el hastío, que es la forma más aburrida de la muerte. Crear es divertirse: crear cosas o crear experiencias, que es lo mismo desde el punto de vista individual. Carriazo, como la chica de John Lennon que se fue del hogar, quisieron lanzarse a una vida divertida y creadora, y sin causa, “sólo por gusto y antojo”, abandonaron el mundo doméstico y domesticado, el rígido sistema en que vivían. Digámoslo de una vez, abandonaron las estructuras.

Disconformistas son, fundamentalmente, los que abandonan o rechazan las estructuras. En rigor, las estructuras son el fruto de la creación, pero de una creación antigua y decantada, de la creación de los que nos han precedido y nos han legado el fruto de su creación. Constituyen una mole inmensa de obras, de normas, de valoraciones. Cada uno de los que llegan a la vida y se incorporan a la sociedad a la que por su nacimiento pertenecen, se enfrenta con esa mole un poco fría, y vivir será para ellos aceptarla, o rechazarla, o abandonarla, o combatirla. Se educa a los recién llegados para que la acepten y se conformen con ella. Pero no siempre el recién llegado la encuentra acogedora; por el contrario, algunas veces la siente hostil. Eso depende, aparentemente, de cada uno, pero no hay que engañarse. A veces depende de las estructuras.

Un criterio elemental para juzgar en qué se fundan las actitudes de los disconformistas dentro de una sociedad es la estimación de su número proporcional y el grado de vehemencia. Las estructuras flexibles se caracterizan porque ofrecen caminos despejados y diversos y un conjunto de pautas espontáneamente vigentes. La creación, la renovada creación, cabe en ellas. Entonces los disconformistas son pocos proporcionalmente y constituyen casos individuales que pueden ser referidos a singulares problemas de personalidad. Pero esta explicación deja de ser válida cuando los disconformistas son muchos, cuando son activos y vehementes, y sobre todo, cuando encuentran explicaciones grupales de su disconformismo. Entonces es signo de que el problema no es personal sino que debe ser referido a las estructuras. Tal el caso de la situación contemporánea de nuestro mundo occidental.

Aquí y ahora, las estructuras están saturadas y son insensibles al Cambio. Dentro de sus límites, dentro del cuadro de caminos y de pautas que ofrecen, una vasta mole de creación se ha acumulado, y los modelos propuestos ya han sido realizados plenamente. Ahora crear es, dentro de ellas, solamente imitar, acaso con refinada perfección, pero sin pathos, sin esa exaltación que constituye la sal de la creación. Esta perspectiva sombría es la que origina el hastío —la forma más aburrida de la muerte— y es de la que los disconformistas quieren escapar huyendo hacia donde parezca que puede ejercitarse plenamente la capacidad de vivir y crear: de crear cosas o de crear experiencias, tanto da. Pero las estructuras no sólo están saturadas: también están endurecidas y carecen de flexibilidad. La creación renovada y fluyente no encuentra en ellas el atractivo de los caminos despejados que inviten a recorrerlos a quienes buscan caminos; por el contrario, sólo encuentra un sistema de valoraciones y pautas que la constriñen y ahogan. Y cuando emergen la vida nueva y la creación renovada, las estructuras no son capaces de acogerlas sino que las oprimen, marginándolas, como si no hubiera lugar para ellas.

Son las estructuras saturadas y endurecidas las que suscitan esa masa cuantiosa y vehemente de disconformistas que son signo de nuestro tiempo. No son problemas de personalidad los que necesariamente suscitan el disconformismo; aquí y ahora es la coacción de las estructuras la que opera sobre cada promoción de recién llegados, induciéndolos al disconformismo. La educación es impotente para incorporarlos. Más aún, la educación es la que revela que las estructuras saturadas y endurecidas nada le pueden ofrecer sino una vida cargada de academicismo y de retórica, y la que les enseña que la creación sólo es posible escapando de sus caminos y sus pautas.

Disconformistas son, fundamentalmente, los que abandonan o rechazan las estructuras. Rebeldes son los que las combaten y conformistas los que las aceptan. Pero acaso los más peligrosos enemigos de las estructuras saturadas y endurecidas sean los disconformistas, esa masa cuantiosa y vehemente, que les niega la savia del consentimiento sin la que las estructuras comienzan a languidecer.

Una cosa no puede hacerse: modificar las estructuras de acuerdo con cierta ideología, si no se tiene la vocación de saltar en el vacío. Pero lo que no puede dejar de hacerse es modificar las estructuras para ajustarlas al Cambio ya operado en la realidad. Velar por las estructuras y no velar por la vida y la creación constituye una ingenua obsesión suicida.

Los disconformistas: ¿para crear o para destruir?

Vivimos envueltos en unos sutiles sistemas de relaciones recíprocas a los que llamamos estructuras. Ahora bien, en el fondo, el disconformismo consiste simplemente en negarles el consentimiento a esas estructuras, en rechazarlas pasivamente sin enfrentarlas, en no sostenerlas ni defenderlas y en tratar de vivir fuera de ellas. Tal fue la actitud de los movimientos obreros, de los artistas de la vieja bohemia; es hoy la actitud de varios sectores, más visible en los estudiantes rebeldes, en los hippies de vestimentas agresivas y finos modales que rechazan la guerra y proclaman la ley del amor. Es siempre la actitud de los que están seguros de lo que no quieren y alientan una vigorosa esperanza acerca de nuevas y futuras posibilidades creadoras. Y sin embargo, el disconformismo parece a muchos sólo una actitud negativa y destructora. Es una apariencia falsa y engañosa, y muchos de los que se sienten satisfechos cuando se han dado esa explicación están ocultándose la verdad y refugiándose en un sofisma. ¿Podría ser una casualidad que el disconformismo apareciera con tanta vehemencia precisamente entre quienes se sienten más atraídos por las formas puras y libres de la creación?

Parece claro que el disconformismo no es necesariamente negativo y destructor, o al menos que no lo es en el sentido peyorativo que suelen tener ambas palabras. El disconformismo niega que estén vivas y vigentes ciertas estructuras cuya caducidad le parece evidente; y contribuye pasivamente a destruirlas en la medida en que las priva de su apoyo, dejándolas libradas al sostén de sólo aquellos que creen firmemente en su vigencia. Pero entretanto afirma la preeminencia de ciertas valoraciones desusadas y el inalienable derecho de ciertas formas inéditas de la creación, contenidas y sofocadas por las estructuras caducas. En busca de un camino en el mundo, el disconformismo cobra legitimidad primero y luego fuerza, precisamente cuando las palpitaciones del impulso creador ponen a prueba la capacidad de resistencia de los cuadros constituidos.

En rigor, el disconformismo opera como uno de los mecanismos propios de los procesos sociales y culturales y constituye por eso una de las formas típicas de la vida histórica. La creación es inseparable de la destrucción, y tanto una como otra son buenas o malas según sus frutos, sin que se pueda exaltarlas o condenarlas en abstracto. La destrucción —como la muerte— es dolorosa considerada en su contexto inmediato; pero considerándola incluida en los procesos de que forma parte se presenta inequívocamente como una fase natural de la vida histórica, del mismo modo que la muerte lo es de la vida biológica. ¿Quién podría repetir los lamentos del mundo clásico ante su destrucción por el cristianismo? Las formas nuevas de la creación suelen adoptar una ciega furia, y lo único que cabe preguntarse es si son preferibles las formas violentas de la destrucción o las formas pacíficas.

Cuando el disconformismo se torna rebeldía prefiere las formas violentas. Sobre todo destruye símbolos; pero con ellos destruye realidades que, acaso, no merecerían ser destruidas. En Cambio, el disconformismo como tal prefiere las formas pacíficas, que son típicas de los lentos procesos sociales y culturales. Tal es el sentido de esa singular operación —un verdadero operativo, a veces— que consiste, simplemente, en retirar el consentimiento a las estructuras vigentes. Grupo disconformista por excelencia fue aquella plebe romana que decidió, no la insurrección contra los patricios, sino la simple secesión, esto es, el abandono del esfuerzo común, cuyas consecuencias probarían objetivamente cuál era el valor de su participación. Y, ciertamente, la experiencia bastó para que una elite inteligente y abierta revisara los términos de sus relaciones con el grupo disconformista y renovara las estructuras dándole cabida.

Retirar el consentimiento a las estructuras vigentes significa realizar un experimento social y cultural. ¿Cuál es el grado real de fortaleza de una estructura? Es difícil saberlo, porque su vigor puede ser aparente y provenir solamente del aparato coactivo que toda estructura crea y mantiene. Una prueba de su fortaleza la proporciona el ataque frontal, destinado a provocar su instantánea destrucción, y cuyos resultados unas veces aniquilan la estructura, otras la dejan incólume y otras la fortalecen, según sea la efectiva capacidad de resistencia que manifieste. Es la prueba de la revolución, que siempre sobreviene en alguna de las etapas del proceso.

Pero otra prueba es el ataque subterráneo, que pone de manifiesto quiénes apoyan decididamente la estructura, quiénes consienten en su vigencia, y quiénes, por el contrario, la rechazan negándole su consentimiento. Es la prueba del disconformismo, que opera lenta y profundamente. Si un número de personas deja de respetar las formas establecidas de convivencia, rechaza el sistema de normas y valoraciones y se sustrae al cuadro de relaciones vigentes en una sociedad, queda al descubierto el número de los que prestan su consentimiento a la estructura y se evidencia el nivel de coacción que requiere para subsistir. El disconformismo realiza esta prueba lenta y profundamente. Piénsese en quién destruyó el Imperio romano: ¿los germanos o los disconformistas? Cuando los germanos llegaron a las puertas de Roma, los disconformistas la habían dejado inerme.

Pero el disconformismo carecería de significación si no fuera una fuerza constructiva. Es intrascendente que no se advierta desde el principio el sentido de su creación y no importa que su impulso secreto tarde en traducirse en obras. El disconformismo —este que mueve el cine, el teatro, la plástica, la revolución de nuestro tiempo— no es sino la primera etapa de un proceso de renovación creadora, en la que no se manifiesta sino la angustiosa búsqueda, el desesperado anhelo de la forma que la futura creación tendrá. La forma es la expresión final del sentido, y hasta que el sentido final no se haya esclarecido es inútil esperar la obra objetivada.

Pero no nos angustiemos. Lo importante es la creación, no lo creado. Y el disconformismo es la actitud propia de quien quiere sacudir la agobiante carga de todo lo que el hombre ha creado ya para buscar al sol un lugar para la obra nueva que constituya su propia e inalienable creación. Aun cuando para encontrarlo haya que destruir, como el cristianismo destruyó la cultura clásica.