Carlyle y su ‘Oliverio Cromwell’. 1946

Espíritu denodado y vehemente, Tomás Carlyle conmueve, sobre todo, por la hondura de su melancolía y su vago tono profético. Su voz acusa a veces extraños matices a los que presta su vigor una conciencia atormentada, y con sus palabras suele mezclarse frecuentemente la recia imprecación nacida de la certeza de poseer una verdad que nadie a su alrededor alcanza a comprender. Acaso creía él que era su sino clamar en el desierto, pero se rebelaba a cada instante y se esforzaba por alcanzar el corazón –más que la inteligencia– de aquellos a quienes veía endurecidos por la sensualidad y cegados por el error. En la lucha por la verdad, su pasión y su voluntad se acentuaban más cuanto más densas eran las sombras que la cubrían, y su espíritu denodado y vehemente se complacía –si es que podía haber goce en su alma melancólica– en emprender la aventura más ardua, la que entrañara más violenta contradicción, la que suscitara más encendida hostilidad. Así era él, y así fue su obra de historiador y de crítico. Su tema medular, el más hondamente enraizado en su espíritu, fue la vindicación del Protector Oliverio Cromwell, cuya memoria parecía maldita.

“Su cadáver, cargado de cadenas, fue expuesto a la contemplación de las gentes en lo alto de un cadalso; su lugar en la historia, fue una página de ignominia, de difamación, de negra desdicha. Aun hoy, en este mismo sitio, ¿quién me asegura que no es un atrevimiento, una temeridad de nuestra parte, declarar –los primeros– a la faz de todo el mundo que aquel hombre no fue ningún malvado, ningún hipócrita, sino un hombre genuinamente verdadero?”.[1]

>Así decía Carlyle en una de las conferencias que luego, en 1841, recogió con el título de Los héroes. Y poco tiempo después, tras un intenso trabajo de búsqueda e interpretación, daba a luz sus Cartas y discursos de Oliverio Cromwell, que Hipólito Taine ha llamado su obra maestra.

Carlyle quiso justificar a Oliverio Cromwell a la luz de sus propias palabras; palabras olvidadas y mal comprendidas, a veces oscuras o contradictorias pero, sin duda, inundadas de encendida fe y de noble tenacidad. Hilados sus discursos y sus cartas con un comentario intencionado y agudísimo que subraya lo que hay en ellos de significativo y de trascendental, Carlyle logra construir la trama de una biografía, a la que, sin embargo, no quiere o no puede dar forma definitiva. Pero necesitaba fundamentar a su manera su método y su criterio interpretativo y precedió los textos con una introducción en la que se extiende en jugosas consideraciones sobre la misión de su héroe, sobre su carácter y sobre la significación de su existencia. Naturalmente, Carlyle nos dice mucho más, porque no era un espíritu sistemático capaz de ceñirse a un tema estricto sino que se valía de cualquier circunstancia para discurrir acerca de las múltiples inquietudes que se agolpaban en su conciencia atormentada. A veces Oliverio Cromwell se confunde con él mismo, y sería harto difícil, en ocasiones, discriminar lo que es de uno y de otro en el alud de la glosa carlyliana. Porque Carlyle se sumerge en la crisis de la época de la Revolución Puritana angustiado por la que advierte en su contorno, y se afana por descubrir en el pensamiento y en la acción de su héroe una ruta para los espíritus desconcertados de su tiempo.

“La principal gloria de Carlyle y la más justamente ganada, —escribía John Morley a fines del siglo XIX— es el haber captado claramente durante más de cuarenta años, la importancia extrema de la crisis en que vivimos y el haber dirigido sobre ese punto, sin descanso ni desfallecimiento su propia atención y la de sus lectores. La disolución moral y social que se opera entre nosotros, el peligro enorme que hay en navegar con los ojos cerrados, a la aventura, sin timón, sin carta, sin brújula lo han conmovido profundamente, y no es culpa suya si los ojos de sus contemporáneos no se han abierto también a la verdad”.[2]

Esta verdad quiso arrancarla Carlyle del secreto del tiempo –romántico al fin– y Oliverio Cromwell fue el héroe que quiso proponer como modelo a la desconcertada y alegre Inglaterra de la era victoriana.

La casa de Ecclefechan, en Escocia, donde nació Tomás Carlyle en 1795 era singularmente humilde, y sólo a costa de un sostenido esfuerzo pudo lograr su padre que llegara a educarse en los claustros de la vieja Universidad de Edimburgo. Allí completó su bachillerato y comenzó a estudiar teología sin descuidar por eso la lectura de cuantas obras antiguas y modernas llegaban a sus manos. Pero los estudios teológicos y la carrera sacerdotal a que parecía estar destinado por las circunstancias no satisfacían las variadas inquietudes de su espíritu; el joven aprendiz de literato decidió abandonarlos y procuró obtener un cargo en la enseñanza, sin que la rutina pedagógica lograra, sin embargo, aquietarlo. Así, tras una intensa crisis espiritual provocada en parte por la grave enfermedad que lo asaltó en 1822, Tomás Carlyle decidió reconquistar su libertad y entregarse por entero a las letras, con el fervor de un profeta que sabe que tiene una misión que cumplir y un secreto que revelar.

Si la influencia de Coleridge fue intensa, la de Goethe —del que por entonces tradujo el Wilheim Meister—, fue sin duda, más profunda y decisiva. Un apasionado interés por la literatura alemana y por el pensamiento que ella entrañaba se apoderó de su espíritu y lo llevó a familiarizarse con los principales autores de esa lengua; literatos y filósofos le atraían por la densidad del pensamiento y, sobre todo, por cierta afinidad que descubría con ellos en el seno de su propio espíritu, inclinado a sobreestimar los elementos irracionales que asoman en la conciencia humana. En 1825 publicó una vida de Schiller que, pese a su calidad, pasó inadvertida en los círculos intelectuales; no tuvo mejor suerte, poco después, el Sartor Resartus, un libro inclasificable y genial para el que no encontró editor y publicó fraccionadamente en una revista, hasta que logró darlo a luz en los Estados Unidos en 1835. Sin duda, el extraño genio de Tomás Carlyle desconcertaba y sorprendía. Se le escatimó el elogio y se desconfió de su extraña prosa; pero desde que se instaló en Londres –en el barrio de Chelsea, donde vivió hasta su muerte— su prestigio comenzó a crecer y sus ensayos sobre temas históricos y literarios empezaron a interesar a legos y letrados.

La publicación de su History of the French Revolution en 1837 fue una verdadera revelación. Su nombre fue desde entonces respetado, y sus ideas –que a veces parecían humoradas– empezaron a ser tema de apasionadas discusiones. Ya entonces comenzaba a parecer un reaccionario, precisamente cuando las luchas por la reforma electoral dividían a los ingleses en bandos antagónicos; pero Carlyle no se dedicaba aparentemente a la política, aun cuando su obra estaba impregnada de intención polémica y constantemente se refería a los problemas contemporáneos; intención indirectamente política tuvieron las conferencias que dictó entre 1837 y 1840, en algunas de las cuales desarrolló el tema del héroe; ésas fueron las que recogió en volumen en 1841, publicándolas con el título de Heroes, Hero-Worship, and the Heroic in History. Maduro y firme en sus convicciones Carlyle revela ya su doctrina histórica, su pensamiento político, su filosofía de la vida. Poco después, en 1845, publicaba su Oliver Cromwell´s Letters and Speeches: with Elucidations, testimonio de la definitiva acuñación de sus ideas.

Carlyle alcanzó por entonces una posición sólida en el mundo intelectual europeo. Su posición política, sus opiniones extremas y a veces paradójicas, su labor de historiador y de crítico merecieron con frecuencia la réplica feroz tanto como el elogio desmesurado, pero él estaba poseído de su verdad y seguía impávido, sin que nada lo desviara de su conservadorismo cada vez más intransigente. Despreciaba todo lo que parecía popular, todo lo que fuera concesión a lo que hay de humilde y de intrascendente en la naturaleza humana. Eran los tiempos en que se agitaba en Estados Unidos el problema de la esclavitud, y él no tuvo reparo en manifestarse ardientemente esclavista. Eran los tiempos en que Prusia crecía y amenazaba a Europa, y Carlyle se sintió filoprusiano de corazón; movido por este sentimiento, había emprendido, en 1851, una larga investigación para escribir una biografía de Federico II que publicó en 1865; más filoprusiano fue aún durante la guerra del ‘70, y cuatro años después mientras Europa asistía azorada al vertiginoso crecimiento del Imperio Alemán, Carlyle recibió la condecoración prusiana de la Orden del Mérito.

Desde 1865 ocupaba el rectorado de la Universidad de Edimburgo. Al año siguiente había muerto su esposa, una mujer de fino temperamento a la que debía mucho y cuya desaparición fue un golpe terrible para su espíritu ya abatido. Desde entonces su religiosidad y su melancolía se acentuaron y se hizo más taciturno aun que antes, dedicando sus últimos años a reunir y comentar las cartas de su esposa y a escribir sus Reminiscences, que sólo vieron la luz después de su muerte. Ahora era famoso y constituía una gloria nacional, pero su insatisfacción interior y su amargura eran cada vez mayores, y las agravó aún más una parálisis que doblegó su espíritu incansable. En 1885 –el 5 de febrero– murió Tomás Carlyle en su vieja residencia del barrio de Chelsea. “Aquí encontró su silencio —escribió Ángel de Estrada cuando visito la casa convertida en museo–. Silencio que fue la fragua de su acero viril; ayer, amable en Ecclefechan; hoy lleno de rumores en las playas de Werth; mañana, terrible, casi salvaje, en las laudas de Craigenputock. Silencio que en épocas diversas de su angustia laboriosa le dio la conciencia de que «las olas rugientes del tiempo no debían ahogarlo, sino elevarlo hasta el azul de la eternidad»”. Justo homenaje a quien había dicho más de una vez que el silencio era lo peculiar del gran hombre.

Por su formación y por la espontánea disposición de su espíritu, Carlyle pertenece plenamente al Romanticismo. Un intenso amor al pasado nutría en él la vocación histórica, realizada en el transcurso de su vida en una militancia espiritual tenaz y severa. Esta vocación era la que afinaba su aguda intuición de los valores históricos, la que guiaba su percepción de lo que yace oculto en la conducta humana, en las actitudes y en los hechos, en los pensamientos y en los ideales. Acaso por la energía con que obraban en su espíritu las preocupaciones éticas y religiosas, su vocación histórica solía no plasmar acabadamente en las formas ortodoxas del relato; latía en él un corazón agitado por la pasión, y quería comunicar su inquietud y su verdad por medio de la evocación del pasado, porque descubría en él afinidades secretas con sus propias ideas; y había en éstas, sobre todo, un fondo ético y religioso que movía su militancia y lo conducía a disgregar la estructura narrativa para tejer en ella la admonición y el alegato.

Sería largo señalar aquí las influencias que predominaron en su espíritu[3]. Si Coleridge dejó en él un rastro indeleble, fueron, sobre todo, los filósofos y los poetas alemanes quienes impresionaron más su ánimo y enriquecieron más el caudal de su pensamiento. Novalis, Fichte, Hegel, Goethe sobre todo, modelaron su instintiva actitud frente a la vida y al pasado, sublevada contra la concepción de la Ilustración, que él veía representada en David Hume. Esta hostilidad contra la Ilustración es, quizás, su rasgo más distintivo. Odiaba en ella el criticismo y lo que tenía de escéptica, y solía rebelarse acremente contra cierto riguroso racionalismo en el que veía una negación de cuanto era impulso creador nacido de lo irracional, de la intuición genial. Este rasgo aparecía ante sus ojos como característico del gran hombre, de lo que él llamaba el héroe. Sólo partiendo de la premisa de su existencia y de su trascendental significación puede comprenderse, a su juicio, la historia, sobre cuya naturaleza tenía Carlyle una idea precisa, de definida estirpe romántica.

En su conjunto, la historia revelaba a sus ojos una naturaleza susceptible de ser caracterizada como multiforme y caótica. Pero Carlyle distinguía en ella dos napas, aparente la una y esencial la otra. Todo aquello que se presenta en su superficie y se hace visible a la mirada desprevenida no es, para Carlyle, sino mera apariencia. El idealismo alemán le había enseñado que lo esencial suele ocultarse bajo un conjunto de circunstancias que lo deforman y enturbian, y por eso afirmaba que lo que, en verdad, era radical y decisivo en el mundo histórico se oculta al análisis del hombre vulgar. Para él sí es la historia laberinto y caos, porque pretende juzgar según las circunstancias deformantes; pero se presenta como un orden para quien sabe ver la realidad esencial y profunda, visión ésta que sólo le es dada al gran hombre, al que él llama con frecuencia “genuino” o “esencial”.

Por esta misma causa la acción es diferente en el hombre vulgar y en el gran hombre, y por eso las concepciones de uno y otro resultan intransferibles. Quien juzga según las apariencias quiere obrar en función de ellas, erigidas ante sus ojos en realidades, pero quien alcanza a ver lo hondo de la vida, refiere su conducta a esa raíz esencial que aquel otro no divisa ni comprende. Por eso, mientras el hombre vulgar se lanza a la acción según un impulso inadecuado a la verdadera naturaleza del proceso histórico, el hombre “genuino” actúa según la perenne realidad de lo esencial, y lucha por el primado del orden.

Sólo el gran hombre hace, a sus ojos, historia. Paralelamente, sólo él merece el examen histórico y sólo su vida llega a constituir un hecho de significación; la historia no es, para Carlyle, sino una suma de biografías de grandes hombres. Aquí se llega a la médula de su pensamiento. Sólo el héroe posee trascendencia; su figura se manifiesta de modo cambiante según aquella forma de existencia en que sobresalga y alcance singular excelsitud; es profeta, o sacerdote, o poeta, o conductor político; pero en todos los casos sus rasgos son semejantes porque una misma es su calidad de hombre “genuino y esencial”. El héroe es, precisamente, aquel que descubre lo duradero, lo que se salva a través de las mutaciones episódicas; esta capacidad no puede ser explicada —piensa Carlyle— sino como resultado de una inspiración divina y misteriosa que infunde en su espíritu cierto extraño don negado a los demás. Por eso el héroe es un hombre auténtico, al que escapa cuanto hay de engaño y vanidad en lo cotidiano, y por eso a veces, su verdad puede parecer a los ojos vulgares locura.

Esta idea del héroe no puede separarse de la concepción carlyliana de la comunidad. El héroe, con ser el más significativo, el que impone el impulso creador, no es sino uno de los factores de la vida histórica, y su existencia sólo es fructífera cuando sus caracteres se corresponden con los de una comunidad a la que representa e interpreta. La comunidad a su juicio, solo está compuesta por hombres vulgares y por eso es amorfa; pero posee como conjunto una tendencia y un sentido aunque no sea capaz de darle forma ni vigorosa realización. Cuando esta masa obra, suele moverse –según Carlyle– por el impulso de pasiones primarias, puesto que no es capaz de percibir el fondo de las cosas y referir su conducta a lo que es esencial en ellas; pero puede alcanzar su plenitud si surge en su seno el gran hombre –el héroe– que la interprete y que la guíe; sólo es necesario entonces –piensa Carlyle– que la comunidad sea capaz de fidelidad y de lealtad hacia el hombre que la representa en forma eminente, que lo obedezca y que lo siga con la certeza de que sólo por él ascenderá de la mediocridad hasta la excelsitud.

Excusado es decir a qué posición política conducía esta teoría, que Carlyle fundamentaba con abundancia de elementos doctrinarios y pruebas de experiencia. En el campo historiográfico, su concepción del héroe orienta su pensamiento hacia la forma biográfica; Carlyle ensaya primeramente la biografía relatando la vida de Schiller, y en seguida crea una biografía apócrifa a propósito de Teufelsdröckh, el personaje de Sartor Resartus; Oliverio Cromwell, el doctor Francia, John Sterling, Federico II de Prusia son luego los personajes que lo atraen, fuera de aquellos de quienes esboza, en Los héroes, una semblanza más o menos orgánica. Generalmente, Carlyle no realiza con plenitud el relato biográfico; reúne sus materiales con bastante pulcritud y comienza a desplegarlos con cierto plan, pero por una modalidad propia de su espíritu, la realización misma de ese plan se combina con frecuentes ex-cursus polémicos, en cuyo torrente suele naufragar la existencia real del personaje. Porque, para Carlyle, el héroe es, más que un hombre, una tendencia, un principio, una idea encarnada en un hombre, cuya veste mortal y cuya peripecia humana carece, en sí misma, de significación eminente.

Entre todos, Oliverio Cromwell fue el personaje histórico que más apasionó a Carlyle. Admiraba a Dante, a Shakespeare, a Burns, a Knox; pero Oliverio Cromwell era para él un héroe vivo porque encarnaba su propia comunidad, aquella por cuyo destino temblaba exaltándose hasta el paroxismo. Sería largo señalar cuánto hay de intensamente vivido, de rigurosamente contemporáneo en este amor de Carlyle por el Protector. El destino de Gran Bretaña, sumida a sus ojos en una grave crisis moral, tocaba sus fibras más profundas, y estaba seguro de que sólo por el retorno hacia el pasado, por la catarsis de la inmersión en lo primigenio, podía salvarse y revivir. Pero no todo el pasado británico era, para él, puro; junto a toda una tradición espuria y sofisticada, Carlyle ve en la Revolución Puritana el momento de excelsitud del alma auténtica de su país, y en Oliverio Cromwell el espíritu superior que la encarna y la interpreta.

Cosa curiosa, la mera afirmación de esta premisa implicaba en Inglaterra una actitud violentamente polémica. Cromwell suscitaba aún la irritación de los fieles de la tradición monárquica y parlamentaria –que nutría toda la opinión media británica– y su defensa debía provocar la réplica indignada. Esta circunstancia no podía ser sino un acicate para Carlyle, que comienza buscando el combate, atacando y saliendo al encuentro de la crítica. Defenderá a Cromwell, pero comenzará hiriendo de muerte la interpretación que de él y de la Revolución Puritana había ensayado David Hume y la historiografía de la Ilustración; abatiendo a los historiadores que llama –con Walter Scott– del tipo “Dryasdust” y que juzga que han esquivado el camino real para llegar al fondo del problema; castigando la sociedad contemporánea, de la que supone que está incapacitada para alcanzar a comprender la virtud suprema de Cromwell. Todo su libro, más que una biografía, es un alegato puritano contra su propio tiempo. Porque hay en la militancia de Carlyle una extremada fidelidad a la militancia de su héroe.

La introducción con que encabezó Carlyle su edición de las cartas y los discursos de Cromwell es, sin duda, un documento de alto valor hitoriográfico por la doctrina que entraña y por su desarrollo conceptual; un documento que expresa mejor que ninguna otra obra suya –en mi opinión– el pensamiento del gran historiador escocés y que revela, sobre todo, el pathos carlyliano obrando en la penumbra de ese pensamiento que se resiste a expresarse lógicamente. Conviene recordar lo que Carlyle dice del estilo de Cromwell, acerca de su sinceridad intransferible y de la dureza de su expresión a veces mal hilada lógicamente, siempre vehemente hasta la inconexión. Pero conviene también recordar lo que la crítica ha dicho del estilo de Carlyle, del que se han señalado defectos semejantes.

En el pensamiento del siglo XIX, la influencia que ejerció Tomás Carlyle fue inmensa y decisiva. En Gran Bretaña, en Europa y en América, su obra y su doctrina impresionaron profundamente a todos los espíritus, especialmente a aquellos ya predispuestos al absolutismo político, a la exaltación de la fuerza y de las individualidades superiores. Acaso valga la pena alguna vez rastrear en su concepción del héroe y de la masa lo que pudiera ser una raíz de ciertas doctrinas autocráticas hoy en boga. Pero esto escapa a los límites de este estudio.

Notas:

1 T. Carlyle, Heroes, Hero-Worship, and the Heroic in History, Nueva York, John Wiley, 1849, p. 211.

2 J. Morley, Carlyle. Critical Miscellanies, vol. I, Essay 2, Londres, Mac Millan, 1904.

3 Un estudio minucioso sobre su pensamiento y las influencias que obran sobre él, en B. H. Lehman, Carlyle’s Theory of the Hero. Durham, Duke University Press, 1928.