Historia de la Antigüedad y de la Edad Media. 1945

ÍNDICE

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PREFACIO DE LA 1a EDICIÓN

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PRIMERA PARTE

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CAPÍTULO I

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La Historia

Las fuentes y las ciencias auxiliares de la Historia. — Períodos de la Historia

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CAPÍTULO II

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Qué es la Prehistoria

El método de la Prehistoria. — Edades y períodos prehistóri-cos.

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CAPÍTULO III

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La edad de la piedra: el período paleolítico

El hombre y la naturaleza. — La vida del hombre paleolítico. — La organización social y las creencias. — Las representaciones pictóricas. — El hombre prehistórico en América.

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CAPÍTULO IV

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La edad de la piedra: el período neolítico

El dominio de la naturaleza. — Nómades y sedentarios. — La vida del hombre neolítico — La organización social y las creencias.

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CAPÍTULO V

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Las edades del bronce y del hierro

Los comienzos de la metalurgia: el cobre. — El bronce y el pro-blema del estaño. — Las civilizaciones del bronce. — La industria del bronce. — La aparición del hierro.

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SEGUNDA PARTE: EL ORIENTE

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CAPÍTULO VI

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La China y la India

La China. El país. — La unidad china. — La sociedad. — La reli-gión y la moral. — Artes y ciencias. — La India. El país. — Los pueblos primitivos y la invasión aria. — La sociedad. — La religión.

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CAPÍTULO VII

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El Egipto

El país. — El conocimiento de la historia egipcia. La escritura. — Los clanes y los nomos. — La unificación del Egipto. — El Antiguo imperio. — El Imperio medio. — Los hicsos. — El Nuevo imperio. — Declinación del Egipto. — La religión egipcia. — El arte egipcio.

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CAPÍTULO VIII

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Los pueblos de la Mesopotamia

El país. — El conocimiento de la historia de la Mesopotamia. La escritura. — Los elamitas, los súmeros y los acadios. — El primer Imperio babilónico. — Hititas y kasitas. — Los asirios. — El segundo Imperio babilónico. —. La religión mesopotámica. — El arte mesopotámico.

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CAPÍTULO IX

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Los pueblos invasores del segundo milenio. Los hititas

Los indoeuropeos. — La dispersión de los pueblos indoeuropeos. — Las invasiones del Oriente cercano. — Hititas, hurritas y mitanios. — Los pueblos del mar.

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CAPÍTULO X

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Los fenicios

El país. — Los fenicios. — Hegemonía de Biblos. — Hegemonía de Sidón. — Hegemonía de Tiro. — La organización fenicia. — Cartago. — La religión fenicia. — La industria y el arte. El comercio. — La escritura.

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CAPÍTULO XI

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Los hebreos

El país. — Los hebreos. — La época patriarcal. — Moisés. — La conquista de Canaán. — Los jueces. — La época monárquica. — El cisma. — El cauti-verio de Babilonia. — La religión hebrea.

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CAPÍTULO XII

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Los medos y los persas

El país. — Los medos y los persas. — La hegemonía meda. — La hegemonía persa. — Darío. — El Imperio persa. — El arte persa. — La religión per-sa.

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TERCERA PARTE: GRECIA

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CAPÍTULO XIII

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La civilización egea y creto-micénica

El mundo egeo. — El conocimiento de la civilización egea. — El esplendor de Creta. — La época creto-micénica. — La civilización egea. — La religión egea. — El arte egeo.

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CAPÍTULO XIV

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Los tiempos heroicos y la época de la colonización

Homero

Las invasiones indoeuropeas. — Los tiempos heroicos. — Los poemas homéricos. — La colonización griega. España. — Consecuencias de la coloni-zación.

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CAPÍTULO XV

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Las transformaciones del siglo VI: Atenas

Atenas y el Ática. — La época aristocrática. — Transformacio-nes económico-sociales. — Las leyes de Dracón. — Solón y las reformas. — Pisístrato y las pisistrátidas. — Nuevas reformas: Clístenes.

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CAPÍTULO XVI

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Las transformaciones del siglo VI: Esparta

Esparta y el Peloponeso. — Conquista doria. — Las guerras de Mesenia. — La Liga del Peloponeso. — El régimen social. Licurgo.

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CAPÍTULO XVII

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Las guerras médicas

Rivalidad entre persas y griegos. — La expansión persa. — La insurrección de Jonia. — La primera guerra médica. — Batalla de Maratón. — La se-gunda guerra médica. — Batalla de Salamina. — Batallas de Platea y Micala. — Con-secuencias de las guerras médicas.

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CAPÍTULO XVIII

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La religión griega

La religión homérica. — Grandes dioses y divinidades secunda-rias. — Los héroes y los semidioses. — Los misterios. — Los cultos y las fies-tas.

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CAPÍTULO XIX

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La cultura griega: la época de Pericles

Atenas en la época de Pericles. — La educación y la oratoria. — La filosofía. — Las ciencias. — La literatura y el teatro. — La historia. — La arquitec-tura. — La escultura. — La pintura y la cerámica.

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CAPÍTULO XX

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El imperialismo ateniense y los conflictos entre las ciudades griegas

Hegemonía de Atenas. — La guerra del Peloponeso. — Hege-monía de Esparta. — Hegemonía de Tebas.

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CAPÍTULO XXI

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La hegemonía de Macedonia. Alejandro

Filipo. — Robustecimiento de Macedonia. — Sumisión de los estados griegos. — Alejandro. — Las campañas de Alejandro.

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CAPÍTULO XXII

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La disgregación del imperio macedónico

La política de Alejandro. — La división del imperio. — El reino de Egipto. — El reino de Siria. — El reino de Macedonia.

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CAPÍTULO XXIII

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La cultura helenística

Las condiciones políticas y económicas. — La filosofía. — La ciencia y la técnica. — La literatura. — Las artes plásticas.

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CUARTA PARTE: ROMA

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CAPÍTULO XXIV

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La Italia antigua. Roma durante la reyecía

El país. — Los primitivos habitantes de Italia. — Los orígenes de Roma. — La época de los reyes y la caída del régimen monárquico. — La organización social de la Roma primitiva.

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CAPÍTULO XXV

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La república. Las instituciones y la religión.

La organización política. El senado. — Las magistraturas: el consulado y la dictadura. — Los comicios. — La lucha entre patricios y plebeyos. — Los tribunos de la plebe. — Los comicios por tribus. — Los ediles plebeyos. — Conquista progresiva de la igualdad civil, política y religiosa. La ley de las XII tablas. — Las nue-vas magistraturas: los tribunos militares con anterioridad consular, los censores y pre-tores. — La religión. Los grandes dioses. — El culto público y el culto privado. — Los sacerdotes.

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CAPÍTULO XXVI

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La conquista romana

La conquista y unificación de Italia por Roma. — Las galos. — Los romanos en la Campania. — Tarento. Guerra contra Pirro. — La organización de la Italia romana. Las colonias. — Roma y Cartago: su rivalidad. — La primera guerra púnica. — Los Barca en España. Aníbal. Sagunto. — La segunda guerra púnica. Aníbal en Italia. — Escipión y la guerra de África. — Las guerras de Macedonia y Siria. — La anexión de Macedonia y Grecia. — La tercera guerra púnica. Destrucción de Cartago. — La dominación romana en España: Numancia. — La hegemonía de Roma en el Me-diterráneo.

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CAPÍTULO XXVII

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Las guerras civiles y la crisis de la república

La época de los hermanos Graco. — Tiberio Graco y la ley agra-ria. — Las leyes de Cayo Graco. — Mario: su acción. El partido revolucionario. — La guerra social. — Sila. — La guerra civil: Mario y Sila. — La dictadura de Sila y la re-forma de la constitución. — El ascenso de Pompeyo y la caída de la oligarquía senato-rial. — La conjuración de Catilina. Cicerón. — El ascenso de César y el primer triunvi-rato. El consulado de César.

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CAPÍTULO XXVIII

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La fundación del Imperio. César y Augusto

Julio César y la conquista de las Galias. — César y Pompeyo. La guerra civil; Farsalia. — La dictadura de César: sus reformas. El asesinato de César. — El cesarismo. El segundo triunvirato. — Antonio y Octavio. — La aurora del régimen imperial: el principado. — El gobierno de Augusto. — Las guerras de la época de Au-gusto. — La administración de Italia y las provincias.

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CAPÍTULO XXIX

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El imperio

Los sucesores de Augusto durante los dos primeros siglos: el régimen del principado. — Los Julio-Claudios: Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. — Los Flavios: Vespasiano, Tito y Domiciano. — Los Antoninos. — Los Severos. La conce-sión de la ciudadanía. — La anarquía militar y las invasiones. — Diocleciano y la mo-narquía absoluta. — La tetrarquía.

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CAPÍTULO XXX

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El cristianismo y la Iglesia primitiva

La sociedad romana antes del cristianismo. Los cultos asiáticos. — Los orígenes del cristianismo. — El Nuevo Testamento. — La organización primitiva de la Iglesia. — El cristianismo en Roma. — Las persecuciones. — Las catacum-bas.

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CAPÍTULO XXXI

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La cultura romana

Los cronistas primitivos: Ennio y Catón. — Polibio. — La orato-ria. — Los historiadores del fin de la república: César, Salustio y Tito Livio. — La cultu-ra romana bajo el imperio. — La poesía épica. Virgilio y Lucano. — La poesía lírica. Cátulo, Horacio. — La sátira. Horacio, Persio, Juvenal, Petronio. — La historia. Tácito. Suetonio y Plutarco. Plinio el Joven. — La filosofía. Estoicos y epicúreos, Lucrecio, Sé-neca, Marco Aurelio. — La literatura después del siglo II. — El arte romano: sus ca-racteres. — Teatros y circos. — Templos y basílicas. — Acueductos, arcos de triunfo y pórticos. — El retrato escultórico. — El arte de Pompeya. — El arte del bajo Impe-rio.

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CAPÍTULO XXXII

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El Imperio cristiano

Constantino. El edicto de Milán. — La organización del gobierno imperial. — La fundación de Constantinopla. — Juliano el Apóstata. — De Juliano a Teodosio. — La obra de Teodosio. La oficialización del cristianismo. — La división del imperio.

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QUINTA PARTE: EDAD MEDIA

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CAPÍTULO XXXIII

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Las invasiones. España y el reino visigodo

La Edad Media: sus caracteres. — Los pueblos germánicos: sus orígenes y sus primitivos caracteres. — La invasión de los germanos y los hunos. — El establecimiento de los germanos en el territorio del Imperio occidental. — El reino visigodo en España. — La evolución de la cultura greco-latina.

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CAPÍTULO XXXIV

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El Imperio bizantino

El Imperio romano de Oriente durante el siglo V. — El siglo VI: Justiniano. — Las guerras de Justiniano. — El imperio hasta el siglo VIII. — La civiliza-ción bizantina: su carácter. — El derecho antes de Justiniano y la codificación. — La cultura espiritual bizantina: las letras y las artes.

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CAPÍTULO XXXV

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Los árabes

Los árabes y el medio geográfico. — La meca y el santuario de la Kaaba. — Mahoma y la religión musulmana. — La unidad del pueblo árabe. — La guerra santa y la organización del Califato. — La desmembración del califato. — Los musulmanes en España. — El período seldyucida y el otomano. — La civilización mu-sulmana: su carácter. — El Corán.

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CAPÍTULO XXXVI

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Carlomagno y la restauración del Imperio de Occidente

La dinastía carolingia. — Las guerras de Carlomagno. El ejérci-to. — La organización y administración del imperio. — La cultura: el renacimiento carolingio. — Las escuelas. — El desmembramiento del imperio.

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CAPÍTULO XXXVII

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El mundo feudal

Los orígenes del feudalismo. — Las nuevas invasiones. — Los normandos y su establecimiento en Francia. — Los otros pueblos invasores. — La transformación política: el imperio y el reino frente a los feudos. — El régimen feudal. — Los caracteres de la sociedad feudal.

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CAPÍTULO XXXVIII

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El Santo Imperio romano germánico

La Germania después del tratado de Verdún. Los ducados. — La dinastía sajona. Otón el Grande. La restauración del imperio. — La dinastía francona. Enrique IV. — El conflicto entre el papado y el imperio. Gregorio VII. Canosa. — El concordato de Worms. — La dinastía de los Hohenstaufen. Federico Barbarroja. — Federico II y el gran interregno alemán.

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CAPÍTULO XXXIX

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La Europa feudal. Francia, Inglaterra y España

Francia. — El advenimiento de los Capeto. — El origen del con-flicto entre los Capeto y los Plantagenet. — Felipe Augusto. — San Luis. — Felipe el Hermoso. — Los legistas. Las grandes asambleas. — El conflicto entre Felipe y el papa Bonifacio VIII. — Inglaterra. — Los anglo-sajones y los daneses. — La conquista nor-manda. — El gobierno de los Plantagenet. — La Carta Magna y las libertades inglesas. — Enrique III y los estatutos de Oxford. — El origen del parlamento. — La España cris-tiana. — Los orígenes de la reconquista. Los reinos cristianos. La expansión. — El reino de Castilla hasta el siglo XIII. — Alfonso el Sabio. Las Siete Partidas. Las cortes. — El reino de Aragón hasta el siglo XIII. El privilegio general. — El reino de Portugal hasta la batalla de Aljubarrota.

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CAPÍTULO XL

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La Iglesia en la edad media

La vida monacal. San Benito. — El papado. San Gregorio el Grande. — La conversión de los bárbaros al cristianismo. — Origen del poder tempo-ral de los papas. — La organización de la Iglesia. El clero. — Las reformas de Gregorio VII. — La Iglesia y el estado civil; las obras sociales y la vida intelectual.

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CAPÍTULO XLI

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Las cruzadas

Las causas generales de las cruzadas. — La primera cruzada. — Las cruzadas del siglo XII. — Inocencio III. Las cruzadas contra Constantinopla y contra los heréticos. — Las últimas cruzadas. — Las consecuencias económicas y políticas de las cruzadas.

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CAPÍTULO XLII

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La cultura medieval

El arte en la Edad Media. — El estilo románico. — El estilo oji-val o gótico. Las grandes catedrales. — La literatura en la Edad Media. — La literatura en la Baja Edad Media. — La teología y la filosofía en la Edad Media. La escolástica. — La enseñanza y las universidades. — Los conocimientos científicos de la Edad Me-dia.

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CAPÍTULO XLIII

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El surgimiento de las naciones

Francia e Inglaterra. — Causas de la guerra de los Cien Años. — El primer período. — El segundo período. Juana de Arco. — El fin de la guerra y sus consecuencias. — La decadencia del feudalismo. — Francia: el poderío de los reyes. Luis XI. — Inglaterra. La guerra de las Dos Rosas. — España. Los reinos cristianos. — Los Reyes Católicos. La unidad española.

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CAPÍTULO XLIV

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Las ciudades. Los estados italianos. Caída de Constantinopla

Las ciudades libres. — Las hermandades. La liga hanseática. — El trabajo y el comercio en las ciudades. Las corporaciones. — Italia. El esplendor de las ciudades. — Florencia y Venecia. — Dante, Petrarca y Boccaccio. — El Imperio bizantino. La caída de Constantinopla.

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PREFACIO DE LA 1a EDICIÓN

Un nuevo libro destinado a la enseñanza de la historia, género en el que no esca-sean, solo puede justificarse si procura alcanzar cierta novedad y suscitar nuevas in-quietudes acerca de los estudios de que se trata. Esta es la justificación que creemos poder esgrimir en nuestro favor, al ofrecer a la consideración de nuestros colegas este Curso de Historia Universal.

Con todo, dada la abundante experiencia que hay ya acumulada en este campo, la novedad no podría ser mucha. Nuestro propósito ha sido, tan solo, combinar una expo-sición clara y sucinta, de firme y coherente unidad a través de toda su extensión, con algunos recursos que contribuyan a familiarizar al alumno con los testimonios directos de la época y la cultura que estudia. Esto es todo, y, con ser poco, podría significar cierto progreso en la didáctica de la historia, demasiado viciada todavía por un verba-lismo que fatiga más que instruye.

Se ha procurado que la exposición, dentro de su sencillez, sea precisa y moderna; para ello hemos seguido la bibliografía que consideramos más segura y fidedigna; de ese grupo de obras nos permitimos destacar la Historia Univer-sal dirigida por el profesor Walter Goetz (edición Espasa-Calpe), los diversos vo-lúmenes de la colección La evolución de la Humanidad, diri-gida por Henri Berr, las obras generales de Valentin y Breasted, todas ellas útiles para el profesor que quiera profundizar el conocimiento de algunos períodos de los que abarca este libro.

En cuanto a las láminas y a los textos, transcriptos en letra bastardilla, ha predo-minado en su selección el criterio didáctico. Sin perjuicio de modificar algún pasaje para hacerlo más inteligible, en general se ha respetado la estructura de los textos, uniéndose, en algunos casos, dos trozos de la misma obra para completar una idea. Con todo ello se persigue que el alumno obtenga ciertas nociones directamente de sus fuentes originales, que se familiarice con los autores más importantes de la época estudiada y, finalmente, que ensaye, en pequeña escala, el camino de la investigación histórica. Todo esto, naturalmente, solo puede hacerse si el profesor procura obtener de los textos todo el provecho posible, haciendo reflexionar sobre ellos a los alumnos mediante preguntas o cuestionarios ordenados, indicando la búsqueda de datos sobre los autores, y preparando pequeños temas de observación que pueden realizarse sobre el análisis conjunto de los fragmentos transcriptos y las láminas. Estas últimas están seleccionadas con el mayor cuidado, para que revelen o documenten algún rasgo esencial de la época estudiada, contribuyendo la leyenda a aclarar esas ideas.

Por estos medios, que el libro ofrece al profesor, puede transformarse el texto de estudio, de mero cuaderno de apuntes en un instrumento de trabajo susceptible de ser usado en clase, para que el alumno observe, comprenda y fije sus ideas, combinando lo que dice la exposición con las impresiones directas que obtiene de las fuentes ofre-cidas: textos y láminas.

Si el profesor comprueba —como esperamos— que de ese modo la historia in-terese más al joven educando, porque descubre su encanto y su sentido, podrá perfec-cionar el sistema eligiendo él —con todo escrúpulo— nuevos fragmentos en las obras citadas o en varias otras que crea conveniente, y nuevas láminas ilustrativas. De ese modo, el estudio de algunos períodos —uno o dos en el año— podría hacerse con cierta intensidad, para dejar grabado el criterio metódico.

El autor cree que, de ese modo, la enseñanza es más viva y creadora y el aprendi-zaje más interesante y fructífero. Si ello es cierto, bien vale la pena abandonar la fría memorización para seguir un camino de horizontes más promisorios para el joven, por sus posibilidades de observación y juicio. La historia es quizá la única enseñanza que no puede ni debe aburrir jamás, porque, por debajo de toda vocación, hay un fondo hu-mano común a todos, al que alude esta gran aventura del hombre sobre la tierra. Y no podrá fatigar su estudio si sabemos descubrir su palpitación viva y señalar su estrecha conexión con nuestra propia existencia, que solo es un eslabón en la cadena de los tiempos.

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PRIMERA PARTE

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CAPÍTULO I

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La Historia

La palabra historia designa, por una parte, el desarrollo de la humanidad a través de los siglos, y por otra, la disciplina que lo estudia. En esta úl-tima acepción suele ser remplazada por la palabra historiografía, y a veces por la expresión ciencia histórica.

Las fuentes y las ciencias auxiliares de la Historia

La ciencia histórica se vale, para llegar a conocer el desarrollo de la humanidad a través de los siglos, de los testimonios que han dejado los pueblos, y que han llegado hasta nosotros. A esos testimonios se los llama fuentes, y las hay de diverso tipo. Fuentes literarias son las que nos han lle-gado fijadas por escrito y redactadas intencionalmente para conocimiento de la poste-ridad: poemas épicos, relatos, crónicas y obras históricas propiamente dichas; las fuentes no literarias pueden ser también escritas, como los do-cumentos públicos y privados, pero pueden consistir también en monumentos, utensi-lios u obras de arte.

La ciencia histórica se vale de algunas ciencias auxiliares. Las principales son las que se relacionan con el estudio de las fuentes históricas. La crítica histórica consiste en un conjunto de métodos para establecer la autenticidad y la veracidad de las fuentes históricas. Contribuyen también a tal fin algunas disciplinas especiales: la filología y la lingüística, que se ocupan de la evolución del lenguaje; la numismática, que estudia las monedas; la paleografía, que estudia las formas antiguas de la escritura; la arqueología, que estudia los restos materiales dejados por el hom-bre. También contribuyen al conocimiento histórico la geografía, la etnografía, la so-ciología, etc.

Períodos de la historia

Para su estudio, el desarrollo histórico de la humanidad suele ser dividido en pe-ríodos.

Ante todo se distinguen los tiempos prehistóricos de los tiempos históricos, pero no tanto por el nivel de su civilización como por el grado de conocimiento que de ellos nos es posible alcanzar. La diferencia depende, en efecto, de las fuentes históricas que nos han dejado. Son tiempos históricos aquellos que conocieron la escritura y en cuyo transcurso pudieron legarnos los pueblos que vivieron entonces testimonios suficientes acerca de su manera de vivir, sobre sus instituciones y creencias, sobre su historia po-lítica. En cambio, se llama tiempos prehistóricos a aquellos de los que no tenemos tes-timonios escritos y que no conocemos sino a través de las observaciones que podemos hacer de los restos que nos han dejado: armas, objetos domésticos, estatuillas, pintu-ras, construcciones; y suelen llamarse tiempos protohistóricos los que nos han dejado relatos transmitidos oralmente durante siglos y fijados por escrito mucho tiempo des-pués.

No es forzoso, pues, que los tiempos prehistóricos sean más antiguos que los tiem-pos históricos: hay, por el contrario, pueblos americanos que debemos considerar prehistóricos o protohistóricos —los mayas, por ejemplo— y que han vivido más tarde que algunos pueblos asiáticos que nos son perfectamente conocidos por medio de su escritura y que, por eso, pertenecen a una época ya histórica.

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CAPÍTULO II

Qué es la Prehistoria

El descubrimiento de utensilios, objetos de arte y monumentos construidos por hombres que vivieron en épocas anteriores a las de los más antiguos pueblos conoci-dos ha dado lugar a la aparición de una ciencia cuyo objeto es estudiarlos y conocer a través de ellos los caracteres de aquellos hombres primitivos. Esa ciencia es la Prehis-toria, cuyos estudios comenzaron aproximadamente hace un siglo y medio: comparada con otras es, pues, una ciencia muy reciente, a pesar de lo cual sus hallazgos son ya notables.

El método de la Prehistoria

Para llegar al conocimiento de los pueblos prehistóricos, la ciencia que se ocupa de ellos pone en práctica algunos métodos propios. Debe comenzar por obtener el mayor número posible de restos, y para ello es menester realizar excavaciones en los lugares donde se sabe o se supone que han vivido antiguamente esos pueblos. Esta operación exige muchos conocimientos y un gran cuidado, porque según la colocación relativa de los objetos en el suelo podrá establecerse su mayor o menor antigüedad. En el lugar donde estaba situada la antigua Troya, por ejemplo, se han encontrado varias ciudades superpuestas que corresponden a distintas épocas que el arqueólogo no debe confun-dir.

Una vez exhumados los restos es necesario estudiarlos atentamente para inferir de ellos el mayor número posible de datos ciertos. Observando el tipo de armas, de útiles de trabajo y de objetos domésticos se puede llegar a tener una idea bastante exacta de cuál era la manera de vivir del pueblo que los ha construido. Estudiando sus estatui-llas y sus pinturas, se puede llegar a conocer ciertos aspectos de su pensamiento, de sus costumbres y de sus creencias. Y estudiando los más antiguos relatos que algunos de esos pueblos han dejado y han sido fijados más tarde mediante la escritura, se puede llegar a saber algo de su historia, encubierta por leyendas reveladoras, algunas veces, de viejos recuerdos imperecederos.

Gracias a los métodos que la Prehistoria ha puesto en uso, nuestro conocimiento del pasado de la humanidad se ha acrecentado enormemente en los últimos tiempos y podemos seguir las etapas de su desarrollo desde las formas más primitivas hasta las formas más altas de civilización.

Edades y períodos prehistóricos.

Si bien los estudios prehistóricos han avanzado mucho en los últimos tiempos, es menester tener en cuenta que es mucho todavía lo que se ignora y que nuestro cono-cimiento de las épocas que no han conocido escritura es muy imperfecto. Para clasifi-car las distintas edades del desarrollo de los puebles prehistóricos se ha recurrido a una sola de sus características: su desarrollo técnico. La experiencia ha enseñado que el hombre usó, sucesivamente, los mismos materiales como materia prima funda-mental para sus necesidades, y por eso es posible, en consecuencia, clasificar las épo-cas según el material que predomine. Se contentó al principio con la piedra que ha-llaba en su contorno, pero procuró luego utilizar los metales, que le exigían una con-siderable labor previa para su uso, y por esa razón se dividen los tiempos prehistóricos en Edad de la Piedra y Edad de los Metales.

Pero durante la Edad de la Piedra se trabajó este material sucesivamente de dos maneras diferentes, muy rudimentaria la primera y más delicada la segunda. La pri-mera manera fue el tallado o corte por percusión, procedimiento que no daba sino unas cuantas formas muy elementales, y corresponde al período de la piedra tallada o Paleolítico, esto es, período antiguo de la piedra. La segunda manera fue el pulido por frotamiento, método que permitía diversificar las formas según los diversos usos, y corresponde al período de la piedra pulida o Neolítico, esto es, período nuevo de la piedra.

Durante la Edad de los Metales, el hombre usó primitivamente los que hallaba a su alrededor y podía extraer y fundir con más facilidad, esto es, los más blandos. Luego empezó a preferir los más duros, aunque tuviera que traerlos de comarcas lejanas o necesitara hacer difíciles experimentos para lograr aleaciones que satisficieran sus necesidades. Por esa razón se conoce una Edad Eneolítica o del Cobre, una Edad del Bronce y una Edad del Hierro.

La aparición de cada uno de estos materiales no significó la exclusión del que hasta entonces predominaba; así, por ejemplo, ni el uso del cobre ni el uso del bronce desa-lojaron definitivamente a la piedra, como hoy la aparición del cemento no impide que se siga utilizando el hierro. Si se toma un material como signo de una época, es porque su uso predominó para ciertas finalidades y porque de ese predominio pueden dedu-cirse algunos otros rasgos que contribuyen a caracterizar a un pueblo. Por ejemplo, es seguro que los pueblos provistos con armas de bronce tuvieron que desarrollar cierto tipo de comercio para adquirir el estaño y cierto tipo de industria metalúrgica para fabricar los objetos; pero es también casi seguro que pudieron vencer en la guerra a los pueblos que solo usaban todavía las viejas armas de piedra. Algo semejante ocurrió cuando aparecieron otros armados de hierro, con respecto a los que todavía usaban predominantemente el bronce.

Por otra parte, es necesario tener presente que, junto con los nombrados, los pue-blos prehistóricos utilizaron otros materiales de menor significación, como la madera, el hueso, el marfil, las fibras vegetales, el barro cocido o sin cocer, etc. La piedra y los metales son solamente, pues, para la Prehistoria, los materiales típicos que caracteri-zan una época por su importancia para las actividades fundamentales de la vida so-cial.

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CAPÍTULO III

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La edad de la piedra: el período paleolítico

Las más antiguas civilizaciones han sido estudiadas sobre todo en la cuenca del Mediterráneo, pero sobre la base de numerosas observaciones realizadas en otros pueblos de Asia, África, América y Oceanía, cuyo nivel de civilización puede conside-rarse más o menos próximo al que aquellas tuvieron. De ese modo, por analogía, ha sido posible llegar a establecer la significación de muchos datos proporcionados por la Arqueología que, sin esa referencia, hubieran sido de poco valor. Poco a poco, los ha-llazgos se han multiplicado en diversos lugares, y se ha podido hacer algunas genera-lizaciones que parecen bien fundadas con respecto a la vida del hombre paleolíti-co.

El hombre y la naturaleza

El primer rasgo que hay que tener en cuenta para comprender la vida del hombre paleolítico es su situación con respecto a la naturaleza que lo circundaba. Rodeado de animales feroces, más débil que muchos de ellos y más sensible a las inclemencias del tiempo, el hombre de entonces debió luchar constante y enérgicamente contra un mundo hostil para sobrevivir. Solo el uso de la inteligencia le permitió triunfar al fin, sobreponiéndose a los rivales que le disputaban la guarida y los alimentos. El uso de ardides para la defensa le permitió evitar, seguramente, los numerosos peligros que lo amenazaban, y cuando las condiciones eran excesivamente desfavorables no tuvo otro remedio que emigrar de las regiones que habitaba en busca de otras donde la vida fuera menos dura, ya a causa de los animales que las poblaban, ya fuera por el clima predominante. Solo por esta capacidad para adaptarse a la naturaleza y para sacar de ella el mayor número posible de ventajas para su vida pudo el hombre paleolítico sub-sistir y echar las bases de una civilización.

La vida del hombre paleolítico

Para protegerse del clima y de los animales feroces, el hombre paleolítico buscó las cuevas que la naturaleza le ofrecía. Trampas y fosos le permitieron reposar en se-guridad, evitando la agresión de las fieras, y acaso también le proporcionaron carne para alimentarse. Seguramente conocía el fuego, que conservaba celosamente porque no había aprendido a encenderlo, aprovechando ramas encendidas por el rayo o por la combustión espontánea de los bosques. Y el fuego que contribuía a su seguridad ahu-yentando a los animales feroces empezó a servir también para cocer los alimen-tos.

Provenían estos generalmente de las actividades predominantes del hombre pa-leolítico: la caza y la pesca. Para la primera, se valía de las trampas cuidadosamente preparadas y de las armas arrojadizas con que contaba: la flecha y el arpón; para la segunda, tenía seguramente redes y anzuelos, y utilizaba también los arpones aguza-dos para ciertos peces. Frutos y raíces que se le brindaban en el lugar completaban su alimentación. De los animales sacrificados sacaba también las pieles que le eran im-prescindibles para protegerse del frío, sujetándolas con fibras vegetales o con pren-dedores de hueso.

Si en un principio no contó con otra cosa que con sus manos, poco a poco pudo el hombre paleolítico aumentar su poder con algunos toscos instrumentos. Un golpe há-bilmente dado en un bloque de sílex le proporcionó un trozo en forma de almendra que constituyó el hacha primitiva, y poco a poco halló la manera de sacar provecho de piedras de diversas formas originadas en la curiosa fractura del sílex: cuchillos, ras-padores, puntas de lanza vinieron a acrecentar su arsenal y pudo trabajar con más eficacia, gracias a ellos, la madera, el cuero, el hueso y otros materiales que encon-traba a su alrededor, con los que se fabricó arpones, canoas o vestimentas. Pero su invento más prodigioso fue el arco, construido con fibras vegetales que le permitían arrojar a distancia sus flechas de ramas y puntas de piedra. Así consiguió una formida-ble ventaja sobre los animales que lo rodeaban y pudo empezar a considerarse supe-rior a ellos.

La organización social y las creencias

En buena parte, la superioridad del hombre paleolítico residía en su capacidad para la acción en común con sus semejantes. Vivía agrupado en hordas, cuyos miem-bros estaban estrechamente unidos por un vínculo religioso muy sólido, pues todos se consideraban descendientes de un remoto antepasado común.

Ese antepasado común residía en algún lugar misterioso de la región, protegido por el temor religioso de todos. Pero no era el único lugar donde el hombre paleolítico creía ver seres misteriosos. Un árbol, un animal, una piedra de forma sugestiva solían esconder, a sus ojos, una divinidad misteriosa que lo obligaba a cumplir ciertos ritos. El encargado de ello solía ser el hechicero o mago, en cuyas manos residía, naturalmen-te, un considerable poder gracias a su fuerza misteriosa y, a veces, a su sabiduría para curar las enfermedades, o como seguramente pensaba el hombre paleolítico, para alejar a los malos espíritus que se habían alojado en el cuerpo del enfermo. Como guardián de las tradiciones religiosas, el hechicero enseñaría a los miembros de la horda cuáles eran los tabúes o prohibiciones de carácter religioso que debían respetar; por ejemplo, no matar a ciertos animales o no pasar por determinados lugares o no realizar ciertos actos en ciertas fechas.

Las representaciones pictóricas

Estas profundas creencias del hombre paleolítico se manifestaban de muchos otros modos. Así, estaba convencido de la estrecha relación existente entre las cosas reales y sus representaciones, de modo que lo que se hiciera con estas últimas quedaba he-cho en la realidad. Esta creencia lo llevó a representar, en las paredes de las grutas que habitaba, los animales que quería atraer o aquellos cuyos ataques temía: renos o bisontes, por ejemplo. Del mismo modo representó escenas de la vida de la comuni-dad para celebraciones mágicas o religiosas: combates y danzas especialmente.

La importancia de estas pinturas paleolíticas proviene de la extraordinaria delica-deza y perfección del dibujo que ponen de manifiesto. Dedicado a la caza, el hombre paleolítico contaba con un ojo acostumbrado a la observación minuciosa y retenía luego los más imperceptibles detalles del movimiento para fijarlos con un trazo seguro y expresivo. Esos caracteres tienen los bisontes de las cuevas de Altamira, en España, los renos que se ven en las de la costa del Mediterráneo y las escenas que nos conser-van las paredes de otras diversas zonas.

Cosa curiosa, los tiempos que siguieron no trajeron un perfeccionamiento de las representaciones pictóricas; por el contrario, dejaron de ser frecuentes y se perdió más tarde la libertad de rasgos que antes las había caracterizado.

El hombre prehistórico en América.

Es difícil establecer el origen de las poblaciones que desarrollaron los distintos fo-cos de las culturas prehistóricas. Uno de los problemas más complejos es el del po-blamiento del continente americano.

Se ha supuesto que las poblaciones americanas son autóctonas; sostuvieron esta tesis algunos antropólogos norteamericanos y, en la Argentina, Florentino Ameghino, cuyos estudios en la Patagonia lo llevaron al convencimiento de que esa región había sido el foco primigenio de la humanidad, desde el cual se difundió hacia otros conti-nentes.

Pero con más frecuencia se ha sostenido que el hombre americano ha llegado a este continente desde otros lugares. Han afirmado algunos que pudo provenir de algún continente desaparecido en el seno de uno de los dos grandes océanos que bañan la costa de América. Pero las hipótesis que hoy se consideran con más fundamento son las que explican el poblamiento de América desde el oeste. Herdlicka sostuvo que de-be haberse realizado a través del estrecho de Behring, por el que habrían llegado po-blaciones de origen asiático, y Paul Rivet afirmó que el camino más verosímil del po-blamiento de América es el océano Pacífico, a través del cual habrían llegado pobla-ciones originarias de la Polinesia.

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CAPITULO IV

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La edad de la piedra: el período neolítico

Tuvieron que pasar muchos siglos antes de que el hombre paleolítico acumulara las experiencias suficientes como para intentar, paso a paso, algunas modificaciones en su manera de vivir. Solo la repetición de un mismo fenómeno innumerables veces podía proporcionarle, a la larga, la idea de su regularidad, y solo incontables experiencias podían conducirlo al aprovechamiento de esa regularidad en su propio beneficio. Ciertas leyes de la naturaleza fueron el secreto de algunos privilegiados, que se lo transmitían de generación en generación como un precioso legado, porque constituía la base de su poder.

El dominio de la naturaleza

El hombre paleolítico solo había aprendido a aprovecharse de la naturaleza y a evitar sus mayores peligros, pero no había podido ponerla a su servicio. Con el tiempo, durante el período neolítico, aprendió a producir a voluntad lo que antes debía encon-trar al azar, y ese descubrimiento se realizó, seguramente, en algunas regiones privi-legiadas por la feracidad de su suelo, especialmente en los valles de los grandes ríos —el Éufrates, el Tigris, el Nilo, el Yang-Tse-Kiang, el Indo—, en los que la bajante de las aguas dejaba al descubierto una llanura cubierta por una rica capa de tierra fertilí-sima.

Allí descubrió alguien el ciclo vegetal, esto es, el proceso de la siembra y la fructi-ficación de los cereales especialmente en el curso de un año. Desde ese momento, el problema de la alimentación dejó de ser angustioso y no fue imprescindible perseguir en sus migraciones a los animales para cazarlos, porque bastaba con sembrar a tiem-po y esperar la cosecha para hacer un buen acopio de granos que bastaba para toda la comunidad durante un largo tiempo. Al mismo tiempo comenzó a procurarse la fija-ción de los ganados dentro de ciertos límites —un valle o un vasto cercado— y su re-producción y domesticación, para poder disponer de carne a voluntad sin tener que abandonar las tierras fértiles. Porque, efectivamente, estos descubrimientos habían modificado los hábitos de algunos grupos de hombres.

Nómades y sedentarios

El hombre paleolítico acostumbraba cambiar cada cierto tiempo de lugar de resi-dencia, debido a la necesidad de no perder contacto con los ganados de que se ali-mentaba; eran, por eso, pueblos nómades. Pero cuando en el período neolítico apren-dió el hombre a cultivar los granos se vio obligado a permanecer largo tiempo en un mismo lugar, y se resistió luego a abandonar una tierra que era tan generosa con él; se hizo, pues, sedentario, fijándose en una región y acumulando en ella los frutos de su trabajo y de sus sucesivos inventos y descubrimientos.

Los pueblos sedentarios, al mismo tiempo que alcanzaban un más alto grado de civilización y acumulaban más riquezas, iban perdiendo los hábitos guerreros; por eso sus aldeas constituyeron una tentación para las poblaciones nómades de las cercanías, seguras de poder obtener de un solo golpe todo lo que sus vecinos habían logrado tras un largo y continuado esfuerzo. De las vastas llanuras salieron cada cierto tiempo las hordas que asolaron las nacientes aldeas de los pueblos sedentarios, tanto en los valles del Yang-Tse-Kiang como en los del Éufrates, el Tigris o el Nilo. Pero fue frecuente que, a la larga, las hordas nómades empezaran a apreciar las ventajas de la sedentariza-ción y permanecieran en las regiones conquistadas asimilándose los hábitos de aque-llos a quienes habían vencido.

La vida del hombre neolítico

Dedicado a una tarea que llevaba largo tiempo, el hombre neolítico debió preocu-parse del problema de la vivienda. En los valles fértiles no había grutas que aprove-char y tuvo que encontrar la manera de protegerse creando con sus manos la tienda hecha con ramas y cueros, y luego la choza de paredes de barro y techo de aquellos mismos materiales. El conjunto de chozas de los miembros de una misma comunidad dio lugar a la aldea, cuyos miembros trabajaban en común y contribuían solidaria-mente a la defensa contra los agresores. Cuando el peligro era muy grande y perma-nente y las circunstancias lo permitían, se procuró encontrar defensas naturales, entre las cuales el agua pareció la más eficaz. Así, se construyeron las chozas sobre pilotes enclavados en los lagos, viviendas que reciben el nombre de palafito.

Para realizar estas obras, contaba el hombre neolítico con un instrumental muy variado que demuestra cómo se desarrollaba su ingenio técnico. El hacha primitiva se había transformado con el pulido y se había aumentado su eficacia agregándole un mango. Los raspadores, cuchillos y punzones eran ahora más afilados o penetrantes y sus formas eran más variadas porque debían servir a muy distintos usos. Pero, sobre todo, aparecieron nuevos útiles para realizar nuevas labores; en primer lugar, las ho-ces y los arados que exigía la agricultura; luego, las sierras y las ruedas, para todo lo cual pudieron utilizarse piedras más duras que el sílex, como la diorita y la obsidiana, porque se sabía darles forma mediante el pulido.

Además, la vida sedentaria obligaba a ampliar el número de los enseres domésti-cos. Para guardar granos y líquidos se necesitaron recipientes, y el hombre neolítico aprendió a hacerlos con barro, preferentemente arcilloso, dándoles forma y decorán-dolos con sumo cuidado. También aprendió a entretejer las fibras vegetales, y así apareció la cestería y, poco a poco, el tejido con el que reemplazó las pieles con que antes se vestía. Así fue utilizando en su provecho el hombre neolítico los materiales que la naturaleza le proporcionaba, transformándolos según los fines que perseguía y aguzando su inteligencia para economizar esfuerzos y obtener mejores resultados.

La organización social y las creencias

A medida que se realizaban nuevas conquistas, la organización social se transfor-maba. El régimen de la antigua horda no convenía a las nuevas aldeas, porque el tra-bajo agrícola y la cría de ganados exigían una organización rígida que aprovechara el esfuerzo solidario de todos los miembros de la comunidad. Esa organización no podía ser dirigida sino por quienes conocían los inapreciables secretos que eran imprescindi-bles para el éxito: la sucesión de las estaciones, la regularidad del ciclo vegetal, la marcha del tiempo, esto es, los hechiceros de la comunidad, verdaderos sabios que señalaban las fechas propicias para las distintas operaciones y guardaban celosamente su secreto. Andando el tiempo, el hechicero llegó a detentar la autoridad en la aldea, porque solo él aseguraba la benevolencia de las fuerzas misteriosas en las que todos creían: así surgieron los reyes-sacerdotes.

Esas fuerzas misteriosas eran, aproximadamente, las mismas en que habían creído antes, pero ahora las veían localizadas en los lugares donde la comunidad se había fijado, en el río cuyas aguas regaban sus tierras, en los pájaros que habitaban su cielo, en los animales que poblaban la tierra. A todos ellos se les rendía algún culto y se los protegía con prohibiciones rituales. Pero no eran esas las únicas fuerzas misteriosas en que creía el hombre neolítico. Por esta época empezó a creer en la existencia del al-ma y a suponer que, después de muerto, alcanzaba otra existencia misteriosa. Por eso comenzó a construir tumbas y monumentos funerarios, entre los cuales los más ma-jestuosos son los menhires o piedras erectas que levantaba formando hileras o círcu-los, y los dólmenes o inmensas mesas de piedra donde seguramente se realizaban también cultos.

Así, el hombre neolítico echó las bases de una civilización avanzada, sobre la cual arraigarían luego las sucesivas conquistas técnicas de las edades subsiguientes.

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CAPÍTULO V

Las edades del bronce y del hierro

A medida que aparecían nuevas necesidades, el hombre trató de satisfacerlas creando nuevos instrumentos; pero no siempre resultaban satisfactorios los materiales que se hallaban a mano: la piedra, el hueso o la madera. Un azar, seguramente, puso en sus manos una nueva clase de materia prima destinada a revolucionar las condi-ciones de vida: los metales.

Los comienzos de la metalurgia: el cobre

En un principio, el hombre empezó a utilizar seguramente algunos fragmentos de cobre en estado puro que pudo hallar a su alrededor. Si bien este material era más blando que la piedra, a la que no podía reemplazar para ciertos fines, en cambio podía dársele forma y construir con él objetos para diversos usos.

Así se aprendieron a conocer los principios de la metalurgia, que muy pronto se aplicarían en mayor escala para obtener el cobre de minerales en los que se hallaba mezclado con otros metales. El bajo punto de fusión del cobre permitía que este metal se separara rápidamente de los otros; y como al caer fundido adoptaba la forma del recipiente que lo recibía, muy pronto se aprendió a preparar los moldes para obtener las formas previamente diseñadas.

El uso del cobre caracteriza algunas etapas avanzadas de las civilizaciones neolíti-cas que, por esa circunstancia, son llamadas eneolíticas; pero no llegó a modificar fundamentalmente su nivel porque la piedra seguía siendo el material insustituible para ciertos útiles que tenían que poseer una dureza de que carece el cobre. Pero co-mo el cobre poseía, en cambio, la ventaja de que podía dársele exactamente la forma deseada, se comenzó a buscar la manera de endurecerlo para compensar sus inconve-nientes.

El bronce y el problema del estaño

Se sabe que hubo un largo período durante el cual se hicieron múltiples experien-cias en busca de una aleación que alcanzara la dureza deseada. Finalmente se descu-brieron las ventajas que ofrecía la aleación del cobre con el estaño, pero se tardó mucho en lograr éxito definitivo pues aparecieron dos dificultades que no fue fácil vencer. Una fue determinar la proporción en que ambos metales debían combinarse y la otra, la escasez del estaño en muchas de las regiones donde la metalurgia había comenzado a desarrollarse.

La primera fue vencida después de sucesivas pruebas, hasta que se halló la fórmu-la exacta, esto es, nueve partes de cobre y una de estaño. La segunda, en cambio, fue más difícil de resolver definitivamente, pero los intentos que se hicieron para hallar una solución tuvieron, en cambio, extraordinarias consecuencias en la cuenca del mar Mediterráneo. En efecto, para buscar el estaño, del que había una gran demanda, empezaron a organizarse expediciones marítimas que, partiendo de las islas del mar Egeo, llegaron hasta el golfo de Venecia y las costas de España. El estaño proporcionó así la oportunidad para una expansión del comercio marítimo y se transformó en una sustancia tan preciada como lo es en nuestros días el carbón o el petróleo; de modo que algunas ciudades que llegaron a monopolizar su transporte se transformaron en importantes potencias económicas. A esa circunstancia, y al progreso técnico que se alcanzó con el bronce, se debe la aparición en esta época de las primeras grandes civi-lizaciones.

Las civilizaciones del bronce

Sin embargo, el estudio de algunas de esas civilizaciones no corresponde a la Prehistoria, porque la aparición del bronce coincide en ciertas regiones con la apari-ción de la escritura. Así ocurrió en la región situada entre los ríos Éufrates y Tigris, conocida con el nombre de Mesopotamia, y en el Egipto. Allí la época del bronce es, pues, una época histórica. Cosa semejante ocurrió en la isla de Creta y en las regiones vecinas, donde floreció la civilización egea; pero a diferencia de lo que sucede en Me-sopotamia y el Egipto, la escritura que se utilizó allí nos es desconocida y por eso los pueblos egeos son, para nosotros, pueblos prehistóricos. Correspondería, en conse-cuencia, estudiarlos aquí, pero como la civilización egea es, en cierto modo, el ante-cedente de la civilización griega, es preferible estudiarla junto con esta última.

Fuera de estos tres grandes focos de civilización, hubo numerosos lugares en los que se desarrollaron civilizaciones del bronce y que son para nosotros civilizaciones prehistóricas por el desconocimiento de la escritura. En todos los casos se advierte un acentuado progreso técnico y un gran desarrollo de la riqueza; pero es casi seguro que estas civilizaciones dependieron de las grandes potencias que les proporcionaban el estaño o los objetos manufacturados de bronce.

La industria del bronce

A diferencia de la industria de la piedra, la del bronce exigía una vasta organiza-ción comercial para la concentración de las materias primas —cobre y estaño— y una considerable organización industrial para la preparación de los lingotes y la fabrica-ción de los objetos en cantidad mediante el uso de moldes. No cualquier pueblo estaba capacitado, pues, para esta actividad y, en consecuencia, los que pudieron realizarla se impusieron a los demás, fuera sometiéndolos o fuera, simplemente, obligándolos a comprarles lo que ellos fabricaban. A eso se debe cierta uniformidad que se nota en la industria del bronce en toda la extensión de las costas mediterráneas, pues sus objetos provenían con frecuencia de unos pocos talleres y, además, los más perfectos servían de modelos para los pueblos menos perfeccionados en el uso del metal.

El bronce permitió la transformación fundamental de dos series de objetos: las armas y los útiles de trabajo. Las armas pudieron hacerse más poderosas y más efica-ces. Aparecieron las largas y agudas espadas y las lanzas, los escudos y las armaduras resistentes y algunas piezas antes desconocidas, como los cascos. En cuanto a los útiles de trabajo, los arados metálicos permitieron un mejor laboreo de la tierra, y los di-versos utensilios para trabajar la madera, el hueso y el cuero se hicieron más eficaces. Lo mismo ocurrió en cuanto a los medios de transporte terrestres y marítimos —carros, naves—, que adquirieron una solidez mayor que la que antes tenían.

La aparición del bronce, pues, significó la incorporación de un nuevo material no solamente para la fabricación de objetos antes desconocidos, sino también para me-jorar los ya existentes. Significó también el perfeccionamiento de otras industrias, como la cerámica, y la modificación del vestido y las costumbres domésticas. Corres-ponde, pues, asignarle un papel fundamental en la evolución de la humanidad.

La aparición del hierro

El desarrollo de la metalurgia permitió utilizar poco a poco otros metales además del cobre y el estaño; el oro fue, por ejemplo, un material muy usado para diversos usos allí donde existía, y del mismo modo otros metales de bajo punto de fusión. En cambio, el hierro exigió un desarrollo más pronunciado de la metalurgia y tardó más tiempo en ser utilizado. Solo después de muchos esfuerzos debe haberse alcanzado, en las regiones donde había hierro, el grado de progreso técnico necesario para fundir los minerales que contenía este metal hasta obtenerlo más o menos puro.

El descubrimiento del hierro no se produjo en ninguno de los grandes centros de civilización que florecían desde la época del bronce. Lo obtuvieron primeramente al-gunos pueblos lejanos —quizá de la zona del Cáucaso— y su uso fue limitado; pero como sirvió preferentemente para la fabricación de armas, esos pueblos tuvieron una ventaja considerable sobre los que no lo conocían, de modo que cuando entraron en contacto, los invasores que llegaron a la cuenca del Mediterráneo en el curso del se-gundo milenio antes de J. C. se transformaron en señores de los viejos pueblos de an-tigua civilización.

De ese modo llegó el hierro a los pueblos que hasta entonces habían desarrollado la vigorosa industria del bronce; pero como poseían los vencidos una larga experiencia comercial e industrial, pudieron aplicarla al trabajo del nuevo material y comenzaron a hallar nuevas maneras de utilizarlo para múltiples aplicaciones, con lo cual el bronce pasó a un lugar secundario, pues el hierro tenía notables ventajas sobre él.

Como en el caso anterior, sin embargo, el bronce siguió usándose, así como seguía usándose la piedra y la arcilla; solo que se prefirió el material más apropiado para cada uso, con lo cual el desarrollo técnico alcanzó un nivel cada vez más alto. Pero para esta época casi toda la cuenca del Mediterráneo había entrado en una época histórica —por la difusión de la escritura—, y los pueblos prehistóricos que conocieron el hierro no son sino unos pocos radicados en el centro y el norte de Europa.

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SEGUNDA PARTE

EL ORIENTE

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CAPÍTULO VI

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La China y la India

En el extremo oriental de Asia y en la península india se desarrollaron antiguas civilizaciones a lo largo de los grandes ríos. Los pueblos que se tornaron sedentarios comenzaron a practicar la agricultura, fijando su habitación en aldeas en las que, poco a poco, se fueron desarrollando las manufacturas. Profundas y vigorosas creencias religiosas y morales dieron a esas comunidades una singular fisonomía.

La China. El país

En los valles del Hoang-Ho y del Yang-Tse-Kiang, el fértil limo de las inundaciones ofrecía la posibilidad de cultivar sin esfuerzo el arroz. Poco a poco, las poblaciones comenzaron a fijarse en sus orillas, emigrando hacia las alturas en la época de las crecientes y bajando al llano luego para sembrar y recoger. Los vastos arrozales nu-trieron a los poblados que fueron desarrollándose en los valles, favorecidos por la sua-vidad del clima. Y en ellos comenzó a desarrollarse el hábil trabajo de los artesanos, que modelaban el barro, hilaban y tejían las fibras, mientras aprendían el dificilísimo arte de la escritura.

— La unidad china

Los valles de los grandes ríos estaban rodeados de montañas y desiertos. En estos vivían numerosas poblaciones mongólicas, todavía nómades y de costumbres guerre-ras. Tentados por las riquezas de las poblaciones sedentarias de los valles, los nómades se lanzaron una y otra vez sobre ellas en terribles expediciones de saqueo.

El triunfo de los invasores se debió no solo a su superioridad militar —pues los mongoles eran temibles guerreros—, sino también a la independencia que mantenían entre sí las diversas poblaciones de los enormes valles. Así, las necesidades de la de-fensa estimularon la unión de todos.

La unificación de la China fue comenzada en el siglo XIII a. C. por Wu-Wang, el fundador de la dinastía Chou. Con él comenzó el imperio que duraría muchos siglos, gracias a la sólida resistencia que la nueva organización opuso a los invasores mongó-licos. Para evitar toda posibilidad de incursión enemiga, el emperador Chi-Hoang-Ti, de la dinastía Sin, mandó construir hacia el siglo X una enorme muralla que rodeaba todos sus dominios a lo largo de muchos kilómetros. Durante su época, China se orga-nizó dentro de un sistema muy centralizado, y la burocracia alcanzó una gran influen-cia. Pero el período más brillante de la historia china durante esa época es el de la dinastía Han, que retuvo el poder durante cuatro siglos, desde el II a. C. hasta el II d. C. La cultura alcanzó por entonces un alto desarrollo y la vida económica del país se desenvolvió con mucha intensidad.

La sociedad

La organización social china se constituyó como resultado de la vida económica y política del país; fue respaldada por los moralistas que la asentaron sobre sólidos prin-cipios y perduró durante siglos apoyada en el espíritu conservador del pueblo. Las ne-cesidades de la defensa terminaron por arraigar el principio de la monarquía absoluta, y el emperador fue, en efecto, un verdadero déspota. Su autoridad se apoyaba en la nobleza y, sobre todo, en la burocracia, que estuvo a cargo de una clase social de ca-racteres muy definidos, la de los mandarines. Se llamaron así aquellos que recibían cierta educación, que comenzaba con el conocimiento de la es-critura y que los ponía en posesión del saber tradicional. La clase de los mandarines era muy poderosa por sus riquezas y también por su influencia.

El principio de autoridad repercutía también sobre la organización de la familia, sobre la que se apoyaba toda la estructura social. El padre de familia poseía una auto-ridad ilimitada sobre sus miembros y disponía de los frutos del trabajo común.

La religión y la moral

La religión tradicional china consistía en el culto de algunas divinidades celestes y de los espíritus que habitaban en la tierra; pero además incluía un culto familiar que perpetuaba la memoria de los antepasados. En el siglo VI a. C. la religión tradicional sufrió la influencia del budismo indio y de dos movimientos religiosos surgidos en Chi-na, que alcanzaron una gran importancia: el de Lao-Tse y el de Confucio.

Lao-Tse es una personalidad de aire legendario a la que se le atribuye la creación de una doctrina sobre el origen del universo: el Tao, principio único y creador, habría sido la fuente de todo lo creado; su doctrina se llamó por eso taoísmo, pero incluía otras preocupaciones, especialmente de carácter moral, pues Lao-Tse recomendaba el renunciamiento a toda vanidad y todo deseo para alcanzar una felicidad parecida a la que prometía Buda.

La doctrina de Confucio fue menos profunda pero de más arraigo popular. En realidad, consistía exclusivamente en un conjunto de reglas morales que confirmaban las tradiciones chinas: el respeto por el emperador, por los ancianos y por los padres; el ejercicio de la caridad, la conducta honrada, el estudio y la serenidad. Todos sus preceptos fueron recogidos en los libros king, que los manda-rines estudiaban con asiduidad para mantener siempre vivas las enseñanzas de Confu-cio.

Artes y ciencias

El arte chino alcanzó durante esta época un alto grado de desarrollo. La construc-ción de viviendas, palacios, templos y tumbas permitió desarrollar una arquitectura original, caracterizada por la sucesión de pisos escalonados cuyo coronamiento consis-tía en una techumbre cuyas puntas se encorvaban hacia arriba. Pinturas y esculturas solían adornar estas construcciones, y sus autores revelaban una prodigiosa imagina-ción cuando representaban divinidades, genios de extraña apariencia o animales fan-tásticos. La miniatura fue una de las artes predilectas de los chinos.

En el dominio de los conocimientos, los chinos llegaron a profundizar en las ma-temáticas y la astronomía.

La India. El país.

Los valles de los ríos Indo y Ganges fueron habitados desde tiempos muy antiguos por poblaciones que aprovechaban la fertilidad del suelo de esas regiones para subve-nir a sus necesidades. Allí se transformaron en sedentarios algunos pueblos que des-cubrieron la posibilidad de obtener alimento durante todo el año, pues el clima y las condiciones del suelo permitían ricas cosechas. Hacia el sur se extendía la meseta del Dekán, menos tentadora, pero cuyas regiones costeras ofrecían una naturaleza fe-raz.

Los pueblos primitivos y la invasión aria

La zona de los valles estuvo poblada primitivamente por una población negroide de muy bajo nivel de civilización, a la que expulsaron unos invasores que la tradición co-noce con el nombre de dravidianos; mientras los recién llegados se instalaron en las regiones fértiles del Indo y el Ganges, los fugitivos se replegaron hacia el Dekán.

Pero hacia comienzos del segundo milenio se produjo una nueva invasión: la de las bandas arias. Conocidos con el nombre de indos, recorrieron los valles de los ríos, los conquistaron tras largas y sangrientas luchas, y se instalaron en ellos formando pe-queños principados cuyas guerras intestinas fueron también prolongadas y violentas. En dos largos poemas —el Mahabarata y el Ramayana— se conservó el recuerdo de aquellos tiempos legen-darios y heroicos.

Durante mucho tiempo, las constantes luchas mantuvieron el poder y la autoridad de los guerreros; pero una fuerte corriente espiritual fue dejando paso poco a poco a los sacerdotes o brahmanes, a quienes correspondió la hegemonía social. Contra su autoridad, y contra la moral que ellos representaban, se levantó en el siglo VI un prín-cipe de la casta de los guerreros, Sidarta Gautama, a quien llamaron el Buda, cuya doctrina suscitó verdaderas revoluciones.

Por entonces tomó contacto la India con los persas, cuyo rey, Darío, se aproximó al valle del Indo; más tarde, en el siglo IV, Alejandro de Macedonia conquistó toda esa región e introdujo una fuerte influencia helénica en el Punjab, que habría de manifes-tarse especialmente en la cultura.

En el siglo III a. C. un príncipe de la dinastía Mauría llamado Asoka logró unificar bajo su autoridad una gran parte de la India, en tanto que apoyaba el budismo; pero a su muerte, sus dos empresas se frustraron, pues el budismo fue otra vez perseguido por los brahmanes y la India volvió a dividirse como antes en principados indepen-dientes.

La sociedad

Después de la conquista de los arios, la India quedó dividida socialmente en castas profundamente separadas entre sí. La primera y más poderosa era la de los brahma-nes o sacerdotes; luego le seguía la de los chatrias o guerreros; después la de los vaisias, compuesta por los mercaderes, labradores y operarios, y por último la de los sudras o servidores. Todavía quedaba, sin embargo, otro grupo social, inferior a la úl-tima de las castas: el de los parias, considerados impuros y a quienes estaba prohibido tocar o mirar.

La vida social estaba organizada por los brahmanes, que recogieron todo el con-junto de prescripciones morales y jurídicas en un cuerpo que se conoce con el nombre de leyes de Manú.

Poseído por un profundo sentido humano, Buda combatió el principio de las cas-tas.

La religión

Varió con el tiempo la religión india. Su forma más antigua es conocida a través del libro de los Vedas, en el que se habla de divinidades del cielo —Dyaus Pitar y Váruna— y de una trinidad solar cuyas divinidades se llamaban Mitra, Indra y Vishnú. Pero poco a poco se fue elaborando otra doctrina religiosa en la que aparecía una divinidad suprema llamada Brahma, de la que se decía que había creado el universo con su propio ser; todavía sufrió esta doctrina una elaboración a través del neobrahmanismo, que equiparó al poder de Brahma, dios creador, el de otras dos divinidades: una conservadora de lo creado, llamada Vishnú, y otra destruc-tora de lo creado, llamada Siva.

Contra esta religión se levantó, en cierto modo, Sidarta Gautama, llamado Buda, o sea el iluminado. Sostuvo que la suprema aspiración del hom-bre es la felicidad y que la única manera de lograrla es renunciando a todo lo que sea deseo, vanidad o placer. Quien alcanza el nirvana, o sea el estado de paz interior lograda por quien no tiene ni necesidades ni ambiciones, es el único que conoce la verdadera felicidad, cualquiera sea la casta a que pertenezca. Esta doctrina atrajo a muchos adeptos, particularmente por la revolución social que entrañaba.

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CAPÍTULO VII

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El Egipto

El Egipto es uno de los primeros lugares donde el hombre ha desarrollado una civi-lización, y hasta han sostenido algunos investigadores que ha sido el primero de todos; de allí se habrían difundido luego sus conquistas técnicas por todas partes. Pero aun-que esta hipótesis no fuera cierta, es innegable que allí se puede observar un desarro-llo continuo de la vida civilizada desde una época más antigua que en ninguna otra parte. Por eso es inmenso el interés que ofrece el estudio de su historia.

El país

Egipto es un oasis formado en medio de un vasto desierto gracias a las periódicas inundaciones del río Nilo. Cuando la inundación se produce, las tierras ribereñas que-dan anegadas, razón por la cual las poblaciones se recuestan sobre las laderas; pero cuando las aguas se retiran, dejan una capa de limo húmedo sobre el que crecen los cereales en condiciones excepcionales. En el país no llueve, pero el río provee el agua necesaria para la irrigación y el consumo, con la sola condición de que se la aproveche adecuadamente gracias a un sistema de canales.

De las dos partes en que naturalmente está dividido el país, el Alto Egipto, o sea el valle del río, está cerrado por dos cadenas montañosas tras las cuales se abren el de-sierto de Sahara al oeste y el desierto arábigo al este. De esas montañas sacaban los egipcios minerales en grandes cantidades, tanto granito para sus construcciones como metales y piedras preciosas. Allí se fundaron ciudades importantes como Tebas, Abidos y Menfis, esta última en el lugar donde se unen el Alto y el Bajo Egipto.

El Bajo Egipto es la región del delta del Nilo, que se abre en numerosos brazos principales y secundarios. Por la falta de barreras naturales y la proximidad del mar, el Bajo Egipto estuvo en estrecha relación con los pueblos vecinos y fue la región más atacada por los invasores. Las ciudades más importantes que allí se establecieron fue-ron Heliópolis, Sais y la colonia de Náucratis fundada por los griegos.

El conocimiento de la historia egipcia. La escritura

En el siglo V antes de J. C., cuando el pueblo egipcio mantenía aún vivo el recuerdo de su tradición milenaria, recorrió el país un viajero e historiador griego llamado He-ródoto, que consignó luego en su Historia el resultado de sus curiosas indagaciones. Gracias a eso poseemos desde hace mucho tiempo una consi-derable cantidad de noticias sobre la historia de los egipcios y sobre muy diversos as-pectos de su civilización. Durante mucho tiempo, por cierto, se creyó que Heródoto había recibido sin discriminación cuanto quisieron relatarle los sacerdotes a los que interrogaba; pero día a día se va comprobando que buena parte de sus datos son ve-races y merecen ser tenidos en cuenta.

Otra circunstancia hace que nos sea bien conocido el Egipto, y es la cantidad de restos que han quedado desde las épocas más remotas, acaso por las condiciones na-turales del país. Sobre esos restos se ha realizado una cuidadosa investigación, cuyos resultados son inapreciables, sobre todo, debido a que se ha descifrado su escritura y es posible leer sus numerosas inscripciones. El desciframiento de la escritura egipcia se debe al sabio francés Champollion, que consiguió leer en 1823 una inscripción egip-cia que figuraba también escrita en caracteres griegos. Desde entonces, numerosos trabajos han permitido leer gran cantidad de textos históricos y religiosos de inapre-ciable valor.

Usaban los egipcios tres clases de escritura: la jeroglífica, la hierática y la demóti-ca. La escritura jeroglífica se usaba para inscripciones solemnes en tumbas y monu-mentos y sus signos eran dibujos. La escritura hierática era una simplificación de esos mismos signos y se utilizaba preferentemente cuando se escribía sobre papiro, que era el tallo desplegado de una caña que se preparaba convenientemente para que pudiera recibir la tinta. Y, finalmente, la escritura demótica o popular era la que se utilizaba para documentos corrientes y era aún más simple que las anteriores, razón por la cual no se podía escribir con ella ciertos textos, especialmente religiosos.

El conocimiento de la escritura permitió a los egiptólogos leer numerosos docu-mentos: inscripciones recordatorias de triunfos militares, inscripciones funerarias de los faraones o reyes, textos religiosos que narraban las más viejas leyendas, docu-mentos privados sobre las distintas operaciones de la vida corriente: ventas, hipotecas, etc., con todo lo cual ha sido posible reconstruir casi toda la historia del pueblo egipcio y conocer con bastante exactitud su religión, su organización social y política, sus cos-tumbres y sus ideas.

Todavía siguen apareciendo antiguas tumbas inexploradas cuyo estudio acrecienta día a día nuestro conocimiento sobre el pueblo egipcio, destacándose entre los últimos hallazgos el de la tumba de Tutankh-Amón, un faraón del Nuevo imperio tebano.

Los clanes y los nomos

Sobre la más antigua historia del Egipto solo sabemos lo que ha podido deducirse de la observación de los restos arqueológicos y lo que permiten suponer algunas viejas leyendas. Vivieron primitivamente en el valle del Nilo algunos pueblos nómades de los que sabemos que estaban agrupados en clanes, esto es, en grupos cuyos miembros se consideraban descendientes de un antepasado común al que veneraban como un tó-tem: el lobo, el chacal o la flecha, pues el tótem no era siempre un ser animado.

La fertilidad de las tierras y la posibilidad de hallar alimento seguro cultivándolas en las épocas favorables movieron a estos clanes a radicarse definitivamente en algu-nos lugares, donde, seguramente, después de largas y continuas guerras, se unieron varios de ellos organizándose para la vida sedentaria. Así surgieron los pequeños paí-ses primitivos establecidos dentro de una provincia o nomo.

Pero la vecindad, la similitud de las condiciones de vida y la acción unificadora del río que corría a lo largo de todos los nomos fueron circunstancias que impulsaron a los nomos a unirse, seguramente después de la conquista de unos por otros. Ya en tiempos muy remotos, los distintos nomos se agruparon, efectivamente, en dos grandes reinos, el del Alto y el del Bajo Egipto. Los del Alto Egipto, o sea el valle del Nilo, se unieron alrededor del culto del dios Horus, que era representado por el halcón o por una figura humana con la cabeza de ese animal. Los del Bajo Egipto, o sea el delta del Nilo, se agruparon bajo el culto del dios Seth, que representaban con un perro o con una figura humana con cabeza de perro.

La unificación del Egipto

Estos dos reinos vivieron durante algún tiempo independientes, pero seguramente en guerra constante entre sí, porque las más antiguas leyendas hablan de una perpe-tua lucha entre sus dioses, el halcón y el perro. De esas luchas, dice la leyenda que triunfó finalmente el halcón, de lo que se infiere que los nomos del Alto Egipto derro-taron a los del Bajo Egipto y lograron unificar el país bajo su autoridad. Este hecho está probado también por otros testimonios. Se sabe que un rey del Alto Egipto llama-do Menes consiguió reunir los dos reinos hacia el año 3500 antes de J. C. Desde en-tonces, el halcón Horus fue la divinidad nacional egipcia, y los faraones que siguieron a Menes establecieron su capital en la ciudad de Tinis, donde permanecieron durante dos familias o dinastías, hasta el año 3300 antes de J. C. aproximadamente.

El Antiguo imperio

En esta última fecha, los faraones trasladaron su sede a la ciudad de Menfis, en la que tenía su santuario el dios Ptah, encarnado en el buey Apis. Por su situación, allí donde el Nilo comienza a separarse en varios brazos para formar su delta, Menfis permitía dominar mejor las dos regiones naturales en que el país se dividía; pero se-guramente el traslado se debió a la solidaridad que ya existía por entonces entre los dos reinos antes rivales. Durante un milenio perduró el Imperio menfítico, también llamado Antiguo imperio, que es una época de brillante civilización.

En efecto, es entonces cuando se desarrolla en el Egipto la civilización del bronce y cuando se inventa la escritura jeroglífica. El Egipto era ya un estado bien organizado bajo un régimen autocrático, cuyo jefe era el rey-sacerdote o faraón, cuyo poder era inmenso. Recibía la corona en Menfis, en un templo llamado el “muro blanco”, en cu-yas dos caras se coronaba sucesivamente rey del Alto y del Bajo Egipto con la doble corona blanca y roja.

La centralización del régimen permitió que se acometieran, con grandes esfuerzos y sacrificios, vastas obras de canalización y conservación de las aguas del río. También con grandes esfuerzos se realizó la construcción de las inmensas tumbas en forma de pirámide que han llegado hasta nosotros, con las cuales los reyes querían testimoniar su grandeza y su carácter divino. Esas pirámides recubrían la cámara sepulcral y la más alta de ellas alcanzaba una altura de ciento cuarenta y cinco metros.

Por debajo del faraón estaban los nobles y guerreros que vivían del tesoro real; venía luego la clase de los escribas, vinculados a la administración y en situación pri-vilegiada; y, finalmente, venía el pueblo, cuya ocupación era el laboreo de las tierras y los diversos oficios.

Los últimos tiempos del Antiguo imperio fueron caóticos debido a la insurrección de los gobernadores de algunos nomos, que aspiraban a la independencia. Pero final-mente volvió a establecer un régimen centralizado una nueva dinastía que surgió en el Alto Egipto, en la ciudad de Tebas.

El Imperio medio

El período que entonces se inició se conoce con el nombre de Imperio medio o primer Imperio tebano, y duró desde el año 2300 hasta el año 1660 antes de J. C. aproximadamente. Como los primeros tiempos del Imperio menfítico, fue esta una época brillante en la que algunos monarcas, como Senusret III, lograron extender las fronteras meridionales asegurándolas contra los enemigos de Nubia.

Se perfeccionaron por entonces los medios de navegación y de aprovechamiento de las aguas del Nilo. El mismo Senusret III ordenó la construcción de un canal para franquear la primera catarata que interrumpía su curso, y otro faraón, Amenhemet III, hizo construir una vasta represa para acumular las aguas, que se conoce con el nom-bre de lago Meris; de allí salían canales con esclusas para repartir equitativamente el agua por las regiones que la necesitaban.

En las proximidades del lago Meris hicieron edificar los faraones tebanos las pirá-mides para sus tumbas, en las que, de acuerdo con la costumbre, acumularon esplén-didas obras de arte. Como fue una época de gran prosperidad, las riquezas abundaban por entonces en Egipto. Llegaba de Nubia el oro en que abundaban sus minas y de Arabia las piedras preciosas; las maderas finas y las especies llegaban también en grandes cantidades para satisfacer las necesidades de una corte cuyo lujo era cada vez más imponente. Pero, sin embargo, la organización política era menos rígida que an-tes. El mismo faraón se sentía sometido a las leyes, e imponía severamente su cum-plimiento a todos sus súbditos, incluso a los poderosos señores que gobernaban las regiones más alejadas.

Si la defensa de sus fronteras fue una de las preocupaciones de los faraones del Imperio medio, no por eso dejaron de estimular las relaciones comerciales con los países vecinos. Naves egipcias visitaban los puertos de Siria —especialmente Biblos— y de Creta, y naves de esas regiones llegaban al delta cargadas con maderas, metales y objetos de cerámica.

Esta época se cierra con la invasión de unos pueblos extranjeros que llegaron en masa y se instalaron allí donde pudieron vencer la resistencia de los egipcios. Estos los conocieron con el nombre de hicsos o “reyes pastores”, y conservaron el recuerdo de que fueron ellos los que introdujeron en Egipto el caballo como animal de guerra.

Los hicsos

Los hicsos no constituían un pueblo homogéneo sino más bien un conglomerado en el que se reunían grupos de origen indoeuropeo —que habían aparecido en Mesopo-tamia y Siria como invasores— y grupos de origen semítico que habían sido impulsa-dos por la misma invasión y buscaban dónde establecerse. Ese vasto movimiento de pueblos, que agitó todo el Oriente cercano, repercutió en el Egipto y lanzó sobre sus fronteras grandes multitudes que asolaron el delta y se radicaron allí. Fijaron su capi-tal en Avaris, donde se concentraron doscientos mil guerreros, y desde allí presionaron hacia el sur tratando de ocupar nuevos territorios; pero su poder no llegó a permitirles la ocupación de todo el Egipto, pues desde Tebas siguieron resistiendo los reyes.

Los hicsos impusieron un gobierno brutal en las regiones sometidas y se mostraron incapaces de mantener el alto grado de civilización que el Egipto había alcanzado por entonces. Esa circunstancia determinó su caída al cabo de poco menos de un siglo, pues la riqueza del Egipto dependía del buen funcionamiento de sus complicados sis-temas técnicos y administrativos. Así, hacia 1580 antes de J. C. los faraones tebanos de la XVIII dinastía pudieron desalojarlos progresivamente, del valle primero y del delta después.

Seguramente, entre los pueblos llegados al Egipto por esta época, se contaba la pequeña tribu de los hebreos, que más tarde abandonó el país para establecerse en la Palestina.

El Nuevo imperio

La liberación del territorio fue la obra de Amasis I, el fundador de la dinastía XVIII, establecida en Tebas. A esta misma dinastía pertenecieron otros faraones ilustres, como los Amenofis y los Tutmosis, y a la siguiente los Ramsés, todos ellos ilustres, so-bre todo, por sus acciones militares.

En efecto, la experiencia sufrida durante la invasión de los hicsos puso de relieve el peligro que amenazaba al Egipto por el lado de la frontera con Asia, y los faraones decidieron adoptar una política ofensiva para prevenir el riesgo de futuras invasiones. Tutmosis III se lanzó en la primera mitad del siglo XV antes de J. C. a la conquista de la Siria, con un ejército en el que ahora formaban la parte más importante los cuerpos armados con carros de guerra tirados por caballos, tal como los egipcios lo habían aprendido de los invasores. Con esas fuerzas, Tutmosis logró ocupar posiciones impor-tantes en la costa occidental de Asia y sobre las rutas que conducían al alto curso del Éufrates, en tanto que la vigilancia de las costas se confió a una poderosa flota que navegaba entre los puertos egipcios, Siria y Creta.

El avance de los egipcios provocó el choque con el poderoso Imperio hitita estable-cido no hacía mucho tiempo en el Asia Menor y que aspiraba también al dominio de la Siria. La guerra entre ellos fue recia, y Ramsés II no pudo decidirla definitivamente en su favor; pero después de la batalla de Kadesh pudo, en cambio, establecer un acuerdo con el enemigo que le permitía mantener algunos puntos importantes de la Siria.

Esta época fue considerada por los egipcios como una de las más luminosas de su historia. Los escribas que narraban las campañas de Ramsés II pintaban sus triunfos con vivos colores y destacaban las relaciones que el Egipto había establecido por en-tonces con los demás pueblos del Oriente. Los faraones levantaron los prodigiosos templos de Luxor y Karnak, suntuosas construcciones a las que se llegaba por caminos bordeados por hileras de esfinges monumentales.

Y, sin embargo, en lo religioso habíase producido en tiempos de Amenofis IV una profunda revolución. Debido seguramente al estrecho contacto con algunos pueblos extranjeros, se concibió por entonces la posibilidad de instaurar un culto solar de ca-rácter monoteísta: el culto del disco solar, conocido con el nombre de Atón. Un nuevo santuario surgió para la nueva divinidad en Ikhut-Atón, y el propio Amenofis cambió su nombre en homenaje a aquella por el de Ikhun-Atón, esto es, Gloria de Atón. Pero es-tas transformaciones no prosperaron, y poco después Tutankh-Amón devolvió a la an-tigua religión de Amón-Ra su perdido esplendor. Acaso para fortalecerla se resolvió la construcción de los grandes santuarios de Luxor y Karnak, que concluyó Ramsés II.

Declinación del Egipto

Pero la época de Ramsés II fue la última brillante que conoció el Egipto. En el curso del siglo XIII antes de J. C. aparecieron en las costas de Asia otros pueblos que busca-ban tierras para radicarse y que se lanzaron contra sus ocupantes con una energía inusitada. Los egipcios se vieron obligados a unirse a los hititas, sus antiguos enemigos, para defenderse del agresor común, pero al cabo de poco tiempo sus costas fueron ocupadas en buena parte por los “pueblos del mar”, constituidos por guerreros rubios, de raza indoeuropea y armados con lanzas de hierro. Los que se habían apoderado del delta pudieron ser desalojados por Ramsés III, pero los que estaban establecidos en la costa de Palestina —los filisteos— permanecieron allí e interrumpieron las relaciones de Egipto con el Asia.

A partir de entonces, la decadencia del Egipto comenzó a insinuarse. Los jefes del poderoso ejército mercenario y los sacerdotes de Amón habían adquirido una enorme influencia y tenían ahora aspiraciones al poder, de manera que las dificultades exte-riores por que pasaba el imperio sirvieron para facilitar sus propósitos. Se llegó así a una época de anarquía, durante la cual hubo al mismo tiempo una serie de dinastías independientes en diversos lugares del Egipto, de modo que de la antigua fuerza del imperio no quedó nada que pudiera impedir mayores males.

En efecto, cuando en el siglo VII antes de J. C. llegaron los asirios en tren de con-quista, el Egipto apenas pudo ofrecerles resistencia y cayó en sus manos. Pero la sumi-sión sirvió de incentivo a los egipcios, y durante algún tiempo pareció que podían vol-ver a resurgir. Psamético, coronado faraón y establecido en una ciudad del delta lla-mada Sais, logró desalojar a los invasores y con él se inició una dinastía que durante algún tiempo consiguió restablecer una autoridad central en Egipto. Hubo un renaci-miento de la riqueza y cierto esplendor, pero el poderío alcanzado por entonces no era comparable ya al que habían logrado otros pueblos, y finalmente otros conquistadores, esta vez los persas, llegaron en 526 para apoderarse del país. Desde entonces no vol-vió a conocer el Egipto la antigua grandeza.

La religión egipcia

La religión egipcia estaba caracterizada por una serie de cultos de distinto origen, que los sacerdotes trataron de organizar en las épocas de gran centralización política. Numerosas divinidades antes puramente locales pasaron a serlo de todo el país, pero a costa de entrar en un panteón rigurosamente ordenado por los sacerdotes de Heliópo-lis, que fijaron su posición dentro de la jerarquía de los dioses.

Así, por ejemplo, las diversas divinidades que en otro tiempo habían sido las prin-cipales dentro de un clan o de un nomo, pasaron luego a ser divinidades secundarias, de rango inferior con respecto a las divinidades solares predominantes: Amón y Ra, finalmente fundidas en una sola.

Los egipcios divinizaron las fuerzas de la naturaleza, y por eso el río Nilo mereció un lugar destacado dentro del cuadro de los dioses; a él se debía la fertilidad del Egip-to, y el misterio de sus crecientes le prestaba una fisonomía sobrenatural que el egip-cio veneraba.

A todos estos dioses debía rendírsele un culto especial, consistente en sacrificios que realizaban los sacerdotes en los templos. Pero junto a estos cultos gozaba de gran favor popular el culto de los muertos, en el que se resumían las más arraigadas creen-cias de los egipcios. En efecto, creían estos en la existencia de un alma y suponían que después de la muerte el hombre debía rendir cuenta de sus actos ante un tribunal formado por cuarenta y dos jueces y presidido por el dios Osiris. Por esta razón se procuraba ajustar la conducta a los preceptos morales establecidos, y se dejaba en las tumbas el “Libro de los muertos, para que se pudiera responder a las preguntas de los jueces.

Con el culto de los muertos se relacionaba la costumbre de momificar los cadáve-res, la preocupación por su conservación mediante tumbas seguras y los cultos tribu-tados a Osiris, de quien se creía que había sido el primero cuyo cuerpo había sido conservado por los cuidados de su esposa Isis.

Como se ha dicho, en el Nuevo imperio apareció un intento de crear una religión monoteísta, pero su éxito fue escaso y al cabo de poco tiempo fue restaurada la reli-gión antigua.

El arte egipcio

La más alta manifestación del genio artístico de los egipcios fue la arquitectura, especialmente en cuanto se relaciona con el culto de los muertos y el culto de los dio-ses.

Para el culto de los muertos construyeron los egipcios tumbas de muy diferente estilo. Dentro de las que tenían valor arquitectónico, las más sencillas fueron las mas-tabas, compuestas originariamente por un túmulo de mampostería colocado sobre la bóveda y con una falsa puerta para que pudiera salir el alma del muerto. Más tarde las mastabas adquirieron mayor importancia y se diferenciaron bajo el túmulo tres recintos: uno pequeño para la momia, una cámara para las estatuas y una capilla para las ofrendas. De mayor significación que las mastabas fueron los hipogeos o tumbas subterráneas, a las que se entraba a través de un pórtico; y más importantes todavía, puesto que estaban dedicadas a los reyes, fueron las pirámides, cuya altura variaba entre los veinte y los ciento cincuenta metros. La pirámide era un enorme túmulo en cuyo interior se encontraban, en mayores proporciones y con mayor suntuosidad, los mismos recintos que en las mastabas: una cámara para la momia, otra para la estatua y una capilla para las ofrendas. Se llegaba a ellos por medio de un complicado con-junto de corredores y estaban comunicados con el exterior por canales de ventilación. Las pirámides más importantes son las de Gizeh, cerca de Menfis, que corresponden a la IV dinastía.

Los muros interiores de las tumbas estaban decorados con relieves o pinturas y se inscribían sobre ellos textos religiosos. Tanto la escultura como la pintura tenían una gran importancia en relación con el culto funerario, y eran numerosas las obras que se depositaban en las tumbas. Caracterizábase la representación de la figura humana por algunas convenciones que tenían significación religiosa y no era lícito alterar, entre las cuales la más visible es la costumbre de representar el cuerpo de frente y la cabeza y los pies de perfil. Pero en la representación de ciertas actitudes y de las fisonomías se advierte la maestría alcanzada por los pintores y escultores egipcios.

Para morada de los dioses construyeron los egipcios templos suntuosos. General-mente se llegaba hasta ellos a través de una avenida ornada de esfinges de la cual se desembocaba en el pórtico monumental. Se entraba luego a un gran patio y de allí se pasaba a la sala hipóstila, cuyo alto techo estaba sostenido por una multitud de co-lumnas; era ese el lugar donde se congregaban los fieles los días de ceremonias. De la sala hipóstila se pasaba al santuario propiamente dicho, donde se hallaba, en un re-cinto especial, la estatua del dios. A ese santuario no tenían entrada nada más que el faraón y los sacerdotes.

Los templos más importantes del Egipto son los de Luxor y Karnak, cerca de Tebas. La sala hipóstila del de Karnak tenía veintitrés metros de altura en su parte media y el techo estaba sostenido por ciento treinta y cuatro columnas, lo cual da idea de su grandiosidad. Se usaba para su construcción granito rosado y la decoración mostraba una delicada combinación de motivos geométricos y motivos naturales, entre estos últimos, la flor del loto, los pájaros y las serpientes. Como en las tumbas, los muros tenían decoraciones en las que se combinaban las pinturas con las inscripciones en escritura jeroglífica, por cierto también de gran valor decorativo.

Los bajorrelieves y las pinturas murales solían representar no solo escenas religio-sas sino también escenas históricas y de la vida cotidiana, siempre con gran pulcritud en los detalles y una intensa expresividad.

También demostraron los egipcios un gusto refinado para la fabricación del mobi-liario, de los útiles de la vida cotidiana y de los objetos de lujo.

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CAPÍTULO VIII

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Los pueblos de la Mesopotamia

Las tierras comprendidas entre los ríos Éufrates y Tigris fueron escenario de una civilización casi tan antigua como la del Egipto. Pero, a diferencia de lo que sucedió en ese país, pasaron por este otro muchos pueblos que lo dominaron sucesivamente. Sin embargo, las primeras conquistas marcaron con su sello toda la civilización posterior y le proporcionaron una unidad indestructible.

El país

La Mesopotamia, encerrada entre el Éufrates y el Tigris, constituye una región extraordinariamente fértil situada entre los contrafuertes de la meseta del Irán y el desierto arábigo. Era, pues, una región privilegiada que no podía dejar de tentar a quienes vivían en las comarcas próximas.

El estrechamiento de los dos ríos separa la Alta Mesopotamia o Asiría de la Baja Mesopotamia o Sinear, llamada más tarde Caldea. Esta última región es aún más fértil que la primera y concluye hacia el sur en una región de acumulación, a través de la cual corrían antiguamente los brazos de los dos grandes ríos, en lugar del brazo único que hoy forman, conocido con el nombre de Shat-el-Arab.

Pero la fertilidad de la Mesopotamia, como la del Egipto, solo podía ser provecho-sa si el trabajo humano ordenaba el curso de las aguas, porque los dos grandes ríos crecen de modo irregular y provocan grandes inundaciones. Quedaba luego, natural-mente, una rica capa de limo sobre el suelo, pero era necesario canalizar las aguas para que no destruyeran más de lo que podían proporcionar. Los cereales crecían allí en condiciones óptimas y abundaban también los frutales, de modo que las condicio-nes eran excepcionales para que floreciera allí la vida civilizada.

El conocimiento de la historia de la Mesopotamia. La escritu-ra.

Durante mucho tiempo, los únicos testimonios que se poseyeron sobre la historia de la Mesopotamia fueron los que proporciona la Biblia y los de algunos escritores griegos, entre ellos el mismo Heródoto. Pero en el curso del siglo XIX empezaron a realizarse algunos descubrimientos en los lugares donde habían estado las viejas ciu-dades de Nínive y Babilonia, destacándose entre los investigadores Botta y Layard. Casi al mismo tiempo Grotefend y Rawlinson pudieron descifrar la escritura que usaron los pueblos mesopotámicos. Se la conoce con el nombre de escritura cuneiforme porque sus rasgos adoptan la forma de cuñas.

Acostumbraron los pueblos de la Mesopotamia a escribir sobre tabletas de arcilla blanda, que grababan con punzones, y los signos eran rectos aunque en distintas posi-ciones: verticales, horizontales y oblicuos. Como esos signos se usaron para escribir diversas lenguas del Asia occidental, fue posible descifrar una inscripción persa y ob-tener de ese modo el valor de los signos.

En el curso de los últimos tiempos se han realizados sorprendentes progresos en el conocimiento de las civilizaciones mesopotámicas, y han aparecido vestigios numero-sos de pueblos cuya existencia antes apenas se sospechaba.

Los elamitas, los súmeros y los acadios

En tiempos muy remotos, quizá a fines del V o a principio del IV milenio, aparecie-ron en el Sinear los elamitas, un pueblo proveniente del este y que ocupó primitiva-mente la región de la desembocadura de los ríos. Pero poco sabemos de ellos, excepto que al cabo de algún tiempo se replegaron hacia las laderas de las montañas y per-manecieron allí mientras el extremo meridional del Sinear era ocupado por los súme-ros.

Los súmeros también provenían, según parece, del Asia central y demostraron ra-ras aptitudes para la organización de la vida sedentaria y para el desarrollo de las téc-nicas necesarias para dominar la naturaleza en aquellas regiones. A ellos se debe el comienzo de la desecación de los pantanos, de la construcción de canales para irriga-ción y drenaje, de la agricultura y de la edificación con ladrillos hechos con barro co-cido. A ellos se debe también la invención de la escritura cuneiforme, que legaron, como el resto de sus hallazgos, a los pueblos que les sucedieron en el país, y el desa-rrollo de una industria del bronce.

Los súmeros se establecieron en ciudades, de las cuales las más importantes fue-ron Ur, Uruk y Lagash. Cada una de ellas era un estado independiente y estaba bajo la autoridad de un rey-sacerdote al que se conocía con el nombre de patesi. Su alto nivel de civilización hizo de las ciudades súmeras una presa deseable para las poblaciones nómades del desierto de Arabia, y de allí salió hacia el año 2800 antes de J. C. un pue-blo de origen semítico, los acadios, que ocupó por entonces la parte norte del Sinear y dominó las ciudades súmeras de la parte sur.

La más importante de las ciudades acadias fue Agadé, que fue la capital de Sargón, el gran conquistador acadio. Allí, como en las otras ciudades acadias, se imitaron las numerosas invenciones de los súmeros, hasta el punto de que fue muy poco lo que quedó como creación original de los vencedores.

La dominación de los acadios duró aproximadamente dos siglos y se extinguió lue-go permitiendo el despertar de algunas de las antiguas ciudades súmeras que, como Ur y Lagash, alcanzaron durante algún tiempo la hegemonía sobre las demás. Pero también esta vez tuvieron que ceder ante los invasores semíticos, que volvieron a lle-gar hacia el año 2200 antes de J. C.

El primer Imperio babilónico

El pueblo que apareció por entonces en el Sinear fue el de los amorreos, que se apoderó de la pequeña ciudad de Babilonia, de origen acadio, e hizo de ella la capital de un vasto imperio luego de las largas luchas por las que consiguió constituirlo. El más ilustre de sus reyes fue Hamurabi, cuyo reinado duró desde 2067 a 2025 antes de J. C., que conquistó todos los territorios que van desde la Siria hasta los contrafuertes montañosos que dan acceso a la meseta del Irán. Hamurabi fue también un príncipe civilizador. La ciudad de Babilonia fue engrandecida y fortificada con sólidas murallas, y los campos de cultivo beneficiados con numerosas obras de riego. Además, se preo-cupó por la organización del reino y reunió en un código todas las prescripciones que regirían la vida social: la división en clases sociales, el ejercicio de las profesiones, las penas que merecían los diversos delitos, la organización de la familia y de sus bienes, etc. Este código ha llegado hasta nosotros grabado en un monolito y constituye un elemento de extraordinaria importancia para el estudio no solo del primer Imperio babilónico sino también de los pueblos que le sucedieron, porque como en el caso de la civilización súmera, la legislación de Hamurabi siguió en vigor después de haberse extinguido el pueblo que la había creado.

El primer Imperio babilónico perduró hasta los primeros tiempos del segundo mi-lenio. Por esa época aparecieron unos pueblos de origen indoeuropeo que se lanzaron sobre la Mesopotamia —lo mismo que sobre otras regiones— y pusieron fin a la do-minación de los amorreos.

Hititas y kasitas

Los indoeuropeos provenían, según parece, de las llanuras de Rusia y Siberia, sin que sepamos a ciencia cierta cuál era el lugar de su origen. Abriéndose en abanico, se dispersaron hacia el Sur por todas las regiones que se extienden desde la India hasta España, y en cada una de ellas dejaron la huella de su profunda influencia, porque la civilización de que eran portadores difería considerablemente en muchos aspectos de las que se desarrollaban en los distintos lugares conquistados. Se trasladaban con sus ganados y habían aprendido a utilizar el caballo, primero para reemplazar al buey como animal de trabajo, y luego como animal de guerra.

La llegada de los pueblos indoeuropeos al Oriente cercano produjo una terrible conmoción, fruto de la cual fue la invasión de los hicsos al Egipto. Algunas ramas de esos pueblos se dirigieron hacia la Mesopotamia y una de ellas se estableció allí du-rante varios siglos.

En efecto, tres grupos de origen indoeuropeo llegaron desde el Asia Menor hasta la Mesopotamia: los hititas, los mitanios y los kasitas. Los hititas recorrieron y devas-taron el rico imperio amorreo, pero no se establecieron en él, sino que prefirieron la meseta de Anatolia, donde fundaron su capital en un lugar hoy llamado Bogaz-Koei; los mitanios se fijaron al norte de la Mesopotamia, y los kasitas, finalmente, se lanzaron a la conquista del Imperio babilónico y, una vez tomado, permanecieron en él durante seis siglos.

Los hititas habían aparecido en la Mesopotamia hacia el año 1925 antes de J. C. Algún tiempo después aparecieron los kasitas, y hacia 1760 antes de J. C. se fijaron en el territorio babilónico hasta 1180.

La época kasita se caracteriza por la asimilación que los conquistadores hicieron de la civilización de los pueblos sometidos. Llevaban ellos algunos elementos nuevos, especialmente el caballo y el hierro; pero lo fundamental de la organización social y de las distintas técnicas siguió siendo en la Mesopotamia como en los lejanos tiempos de los súmeros y los acadios y en los más recientes de los amorreos. Babilonia conti-nuó siendo la capital del nuevo estado y tanto las leyes como las costumbres parecen haberse mantenido con escasas diferencias, a pesar del largo período de la domina-ción kasita.

Los asirios

La hegemonía de este pueblo terminó cuando aparecieron en el horizonte los asi-rios, un pequeño pueblo de origen semítico que estaba establecido en el alto Tigris, y con el que se fundieron algunos grupos indoeuropeos, quizá provenientes de los reinos de los hititas y los mitanios, abatidos por las invasiones de los pueblos del mar a fines del segundo milenio. Vasallos primitivamente del Imperio babilónico, los asirios se sintieron un día suficientemente poderosos como para transformarse en señores. Desde su reino, cuyas capitales fueron sucesivamente Ashur y Nínive, se lanzaron a principios del primer milenio sobre la Mesopotamia meridional y la sometieron a su poder. Eran los asirios muy belicosos y crueles, de modo que sometieron por el terror a los pueblos vecinos y no se detuvieron una vez que unificaron bajo su autoridad a toda la cuenca del Éufrates y el Tigris.

Efectivamente, en el siglo VIII antes de J. C. llegó al trono asirio Sargón II y con él se inició una era de nuevas y formidables conquistas. Durante su reinado se consolidó el dominio de toda la Mesopotamia por los asirios y se agregó al imperio la Siria. Su hijo Senaquerib, el fundador de la hermosa ciudad de Nínive, conquistó Fenicia, y más tarde Asharadón y Asurbanipal lograron apoderarse del Egipto, con lo cual se unificó una vasta zona alrededor de la costa mediterránea en manos de un pueblo montañés que pudo vanagloriarse de poder adornar su nueva capital con riquezas y monumentos provenientes de la vieja Tebas.

Pero la hegemonía de los asirios no podía ser duradera. Estaba basada sobre todo en su eficacia militar y en el terror que despertaban las incursiones de sus ejércitos, que acostumbraban recorrer todos los años las regiones conquistadas para recoger los pesados tributos que los asirios imponían a los pueblos sometidos. Su ejército contaba no solo con una caballería poderosísima sino también con una excelente organización de asalto para vencer la resistencia de las ciudades amuralladas, así como también con ágiles arqueros. Pero este poderío militar no pudo impedir que otros pueblos, pro-vistos ya de elementos similares a los suyos, pudieran derrotarlos y arrebatarles la hegemonía.

El segundo Imperio babilónico

En el siglo VII, aproximadamente en 625 antes de J. C., Babilonia se sublevó contra los asirios aprovechando la amenaza que para estos constituía un pueblo iranio, los medos, que ocupaba ahora la meseta del Irán. Aliados los medos y los babilonios, se lanzaron contra los asirios y se apoderaron de Nínive en el año 606, destruyéndo-la.

Desde entonces Babilonia entró en un período de renovada grandeza. Nabucodo-nosor II impulsó activamente el renacimiento de la Mesopotamia y logró hacer de Ba-bilonia una espléndida ciudad que maravilló a quienes la visitaron aún muchos años más tarde. El segundo Imperio babilónico rivalizó con Egipto —por entonces en un período floreciente gracias a los reyes de Sais— y le disputó la posesión de Siria y Pa-lestina. Jerusalén cayó en sus manos y, según las costumbres de la época, sus habitan-tes fueron trasladados a Babilonia para impedir las sublevaciones.

Pero el poder de los kaldis, que así se llamaba el pueblo que, encabezado por Na-bopolasar, había liberado a Babilonia del yugo asirio, no duró mucho tiempo a causa de sus antiguos aliados, los pueblos iranios, antaño gobernados por los medos y poco después regidos por los persas. Estos últimos conquistaron en 539 Babilonia y pusieron fin al efímero renacimiento caldeo.

La religión mesopotámica

Cada uno de los diferentes pueblos que dominaron a través de los siglos en la Me-sopotamia había traído su propia religión, pero desde los súmeros hasta los caldeos del segundo Imperio babilónico ciertos rasgos se mantuvieron constantemente, en parte a causa de la duradera influencia de las tradiciones súmeras.

Los súmeros tenían un dios local en cada una de las diversas ciudades indepen-dientes que fundaron, pero las formas del culto, los templos que construyeron y las ideas acerca de las divinidades eran las mismas en todos los casos. El dios Enlil, un dios del aire, era la más poderosa y respetada de las divinidades, y recibía culto en todas las ciudades aunque cambiaran los nombres o los atributos que se le asignaban. Sobre esas divinidades súmeras superpusieron las suyas los conquistadores acadios; y cuando los amorreos unificaron el país bajo la autoridad de Babilonia, el dios de esta ciudad, Marduk, fue considerado por todos como la divinidad suprema, por debajo de la cual quedaron todas las demás ordenadas jerárquicamente por los sacerdotes según un sistema de trinidades divinas, como habían hecho los sacerdotes egipcios de Heliópo-lis.

El panteón mesopotámico —esto es, el conjunto de los dioses— subsistió con los mismos caracteres hasta la llegada de los asirios que impusieron por sobre las divini-dades locales el culto de su dios Ashur, al que consideraban como el verdadero triun-fador de sus guerras de conquista. Pero cuando se produjo el renacimiento de Babilo-nia en la época caldea, Marduk volvió a conquistar su lugar predominante.

Los dioses de la Mesopotamia, como los del Egipto, representaban las fuerzas de la naturaleza. Sin era la luna, Shamash era el sol e Ishtar era la diosa de la fecundidad. Estos tres constituían la trinidad más importante, sobre la cual se situaba Marduk porque representaba el elemento ordenador y destructor del caos primitivo.

Algunas divinidades menores representaban otras tantas fuerzas misteriosas. Du-muzi era el dios de la vegetación y su suerte —como la de otras divinidades análogas en otros pueblos— era morir cada año en el otoño para renacer al siguiente en pri-mavera. Fuera de esas divinidades, creyeron los pueblos de la Mesopotamia en la existencia de numerosos genios, benéficos unos y maléficos otros, a los que era nece-sario combatir o halagar mediante ciertos ritos secretos que solo conocían los ma-gos.

También era menester rendir a los dioses un culto apropiado, que estaba a cargo de los sacerdotes encabezados por el propio rey, que mantuvo siempre, de acuerdo con la tradición de los súmeros, su carácter semipolítico y semirreligioso. Consistía ese culto en la erección de templos, en sacrificios y ofrendas y en oraciones. La misión de los sacerdotes era muy importante, y no solamente porque eran los encargados de esos ritos, sino también porque se los consideraba en poder de ciertos secretos gracias a los cuales podían adivinar el futuro mediante el estudio de los astros. Una constante observación, realizada por los sacerdotes desde altas torres que servían de observato-rios, los había familiarizado con el curso de los astros, y de acuerdo con su posición creían poder determinar la marcha de los acontecimientos. A esta circunstancia se debió cierto caudal de conocimientos astronómicos que los pueblos mesopotámicos transmitieron luego a los griegos.

El arte mesopotámico

También en el dominio de la arquitectura y de las demás artes la tradición súmera ejerció una perdurable influencia. A los súmeros se debió la utilización del ladrillo de barro cocido para las construcciones, y las soluciones que ellos idearon para los dis-tintos problemas arquitectónicos perduraron a través de los pueblos que les sucedie-ron. A eso se debe una fisonomía análoga en el arte de la Mesopotamia a lo largo de los siglos, hasta el punto de que ni allí donde era fácil encontrar piedra, como en Asi-ria, se dejó de usar el ladrillo.

Las típicas construcciones súmeras y acadias fueron los templos y los palacios, cu-yos caracteres se perpetuaron. Estaban emplazados sobre una plataforma de ladrillos, a causa de la humedad y las inundaciones, y sus muros tenían una considerable pro-fundidad a causa del material que se utilizaba. Por la misma razón casi no tenían aberturas y se recurría, para aligerar su mole, al uso de las pilastras, que interrumpían las superficies lisas, y de los decorados con ladrillos de colores.

Los palacios no eran solamente residencia de los reyes sino también sede del go-bierno, fortaleza y almacén, de modo que eran vastas construcciones y estaban dividi-dos en varias partes: las habitaciones reales, las de los funcionarios y sus oficinas, los depósitos, y finalmente el templo que, generalmente, formaba parte de la misma masa arquitectónica.

El templo propiamente dicho estaba compuesto por un vasto recinto al aire libre rodeado por una muralla y con una torre de siete pisos llamada zigurat. El recinto al aire libre estaba destinado a congregar a los fieles, en tanto que el acceso al zigurat solo estaba autorizado a los sacerdotes y al rey. El último piso de la torre encerraba la cámara en la que se creía que habitaba la divinidad, y se llegaba hasta ella por una rampa que rodeaba la construcción. Cada uno de los pisos estaba dedicado a una divi-nidad.

La necesidad de decorar las vastas superficies de los muros de adobe dio lugar a un gran desarrollo de las decoraciones. Originariamente consistieron estas, como ya se ha dicho, en ladrillos induídos, pero más tarde, en la época asiría, los grandes pala-cios de Ashur y Korsabad fueron decorados con ladrillos esmaltados en los que se re-presentaban figuras de animales, en cuyo diseño se distinguieron de manera singularí-sima los asirios.

También representaron animales mediante esculturas y relieves, demostrando tanta agudeza para la observación como maestría para la representación. Ya desde la época súmera existen estelas recordatorias, inscripciones y estatuas como la del rey Gudea de Lagash. Esta clase de trabajos subsistió durante la dominación de los distin-tos pueblos, y así como conservamos la inscripción con un bajorrelieve del código de Hamurabi, nos han llegado también numerosas estelas y esculturas asirias represen-tando figuras de dioses y reyes y escenas históricas.

En los palacios asirios, en los que predominaba un lujo deslumbrante, se utilizaron para las decoraciones diversos materiales preciosos. Así, por ejemplo, las grandes sa-las del palacio de Korsabad, situado cerca de Nínive, estaban adornadas con frisos de alabastro esculpido y bajorrelieves tallados en piedra; en los pórticos era frecuente encontrar incrustaciones de piedras y metales preciosos.

En cuanto a los motivos decorativos, los asirios rompieron en cierto modo con la tradición regional e importaron los que predominaban en Egipto y otros países que conquistaron, de modo que su estilo es poco personal, aunque acaso pueda pensarse, en vista de la magnificencia que lograron alcanzar, que acaso si su civilización hubiera durado más tiempo habrían llegado a modelar un estilo propio, como ya se insinuaba a través de la decoración animalística.

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CAPÍTULO IX

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Los pueblos invasores del segundo milenio. Los hititas

El desarrollo de los diversos pueblos del Oriente cercano tiene algunas fechas co-munes, y entre todas acaso la más importante es la de las grandes invasiones que se produjeron en el segundo milenio. Esas invasiones trajeron aparejados intensos movi-mientos de los pueblos ya establecidos y transformaciones étnicas, políticas y cultura-les de marcada importancia.

Los indoeuropeos

Los pueblos que se agrupan con el nombre genérico de indoeuropeos fueron los que provocaron esa larga conmoción, a partir de los comienzos del segundo milenio, época en que comenzaron a aparecer por las distintas comarcas de Asia y Europa. No se sabe a ciencia cierta si, como se supone, constituyeron todos ellos un solo tronco en una época remota, pero la analogía de las diversas lenguas que hablaban en época tardía hace suponer que se trata de variantes de un mismo idioma originario, que co-rrespondería a un tronco étnico también único. En época muy lejana debieron aban-donar las regiones de origen, que se supone que estarían en Asia central, y comenza-ron a moverse hacia el oeste en busca de mejores tierras o climas más propicios. En esa marcha se detuvieron muchas veces y permanecieron durante largos períodos estacionarios; pero luego volvieron a ponerse en movimiento hasta encontrar ciertas regiones que, por el grado de civilización, les ofrecieron una oportunidad para elevar sus condiciones de vida.

Debe destacarse que, además del uso del caballo y del hierro, caracterizaban a los pueblos de origen indoeuropeo ciertas tendencias que los distinguieron de los pueblos que cayeron bajo su autoridad. En efecto, en tanto que las antiguas civilizaciones del Oriente cercano se caracterizaban por la importancia atribuida a la religión y, en con-secuencia, a quienes ejercían el culto, hasta el punto de que los reyes eran al mismo tiempo sumos sacerdotes, los pueblos de origen indoeuropeo atribuían mayor impor-tancia a la vida política y militar y el poder residía en las familias más poderosas en este sentido, entre las cuales se elegía un jefe, cuya morada era el centro de la vida colectiva, a diferencia de los pueblos del Oriente cercano, para los cuales ese foco estaba constituido por el templo.

Quizá no creyeron en la vida de ultratumba, porque solían incinerar los cadáveres y depositar las cenizas en urnas bajo unos túmulos levantados con tierra. Pero el re-cuerdo de quienes habíanse destacado en la lucha por su valor perduraba en la me-moria de sus compañeros a través de narraciones a las que fueron muy aficiona-dos.

La dispersión de los pueblos indoeuropeos

Hacia comienzos del segundo milenio el primitivo tronco indoeuropeo se había escindido en una serie de ramas que se dirigían en direcciones diferentes.

Los que tomaron una dirección sureste llegaron a la península índica y a la meseta del Irán, constituyendo estos últimos el grupo de los medopersas. Los que tomaron la dirección opuesta y se dirigieron francamente hacia el oeste y se establecieron en el norte y el centro de Europa se conocen con el nombre de celtas y germanos. Y los que se dirigieron hacia el sur ocuparon unos la península balcánica y otros el Oriente cer-cano, diferenciándose estos últimos en una serie de subramas diversas, de las cuales ha llegado a nosotros el recuerdo de los hititas, los kasitas, los hurritas y los mita-nios.

Las invasiones del Oriente cercano

A través de las montañas del Cáucaso o del estrecho de los Dardanelos, estos pue-blos se lanzaron sobre el Asia Menor y siguieron su camino hacia el sur sembrando el horror por las regiones por donde pasaban. Ante su empuje debieron ceder las pobla-ciones que estaban ya establecidas en esas regiones y el desbande fue tan general que empezaron a confundirse los grupos invasores y los grupos fugitivos.

Ya se ha visto cómo los hititas y kasitas hicieron terribles incursiones a lo largo de la Mesopotamia antes de que los últimos resolvieron fijarse en ella, y cómo esos gru-pos mezclados de invasores y fugitivos llegaron hasta el Egipto y se establecieron en buena parte del territorio. Cuando terminó esta etapa de convulsión, los distintos gru-pos indoeuropeos comenzaron a fijarse también en el Oriente cercano, generalmente apoyados en algunos grupos sometidos sobre los cuales ejercieron la autoridad propia del conquistador. Así surgieron nuevos estados militarmente muy poderosos, que alte-raron la situación de los viejos pueblos de esa región.

Hititas, hurritas y mitanios

Así como los kasitas se fijaron en la Mesopotamia y se fundieron con los amorreos y los otros pueblos que la ocupaban antes de ellos, otros grupos indoeuropeos se esta-blecieron más al norte y fundaron nuevos reinos.

Los hititas, tras asolar la Mesopotamia, se fijaron en el Asia Menor, en la cuenca del río Halys, y allí fundaron su capital, llamada Hatushás, en un lugar hoy conocido con el nombre de Bogaz-Koei. Allí estuvieron desde principios del segundo milenio hasta el siglo XIII antes de J. C., extendiéndose poco a poco hacia el Taurus y la Siria, en donde tuvieron que enfrentarse con los egipcios una vez que estos lograron sacudir el yugo de los hicsos. Durante largo tiempo la Siria fue el escenario de la lucha de los imperios rivales que, finalmente, después de la batalla de Kadesh, llegaron a un re-parto territorial y hasta a una alianza en vista de la llegada de nuevos pueblos invaso-res.

Los hititas llegaron a dominar a los estados vecinos constituidos de la misma ma-nera que el suyo propio, esto es, los de los hurritas y mitanios. Los hurritas estaban situados en la Siria del norte y la Mesopotamia septentrional, y un poco más al sur se radicaron los mitanios, que limitaban al sur con el estado kasita de la Mesopotamia. Cuando Egipto se vio obligado a enfrentarse con los hititas, buscó la alianza de hurritas y mitanios y logró que se independizaran de sus conquistadores, con lo cual contó con un nuevo apoyo contra aquellos. Pero al cabo de algún tiempo los hititas se impusieron y se transformaron en la gran potencia que tuvo que enfrentar Ramsés II y con la cual, finalmente, se vio obligada a negociar.

La civilización de todos estos pueblos se parece en algo a la de los primitivos pue-blos de la Grecia continental. Guerreros infatigables, estaban organizados en clanes mandados por un rey, entre los cuales se elegía al jefe supremo, que residía en la ca-pital, Hatushás. Eran principalmente pastores y su religión era naturalista, destacán-dose entre todas una divinidad femenina que presidía la fecundación de las tierras y los ganados.

— Los pueblos del mar

Una vez sedentarizados los pueblos invasores y fundidos con fuertes núcleos de los pueblos sometidos, los nuevos estados trataron de consolidar su poder y empezaron a desarrollar una civilización en la que, por cierto, predominaba la tradición de los pue-blos sometidos debido a la experiencia milenaria que poseían respecto a los trabajos propios de la vida sedentaria y civilizada. Pero este equilibrio de poder entre los nue-vos estados debía ser roto muy pronto debido a la aparición de una nueva ola inmi-gratoria de pueblos de origen indoeuropeo, que se lanzó sobre las costas del Medite-rráneo oriental desde el siglo XIII antes de Jesucristo.

Esta ola corresponde a los pueblos que se llamaron en Grecia los aqueos y los do-rios. Mientras estos se fijaban en la península balcánica y en las islas del mar Egeo, otras ramas se dirigieron a las costas de Asia Menor, Siria y el Egipto y golpearon allí firmemente sobre los nuevos y los viejos estados que hallaron ya establecidos. Los co-nocieron entonces con el nombre de “pueblos de mar, porque, a diferencia de los an-tiguos invasores, vinieron estos en navíos que, seguramente, habían aprendido a utili-zar gracias a su paso por las regiones marítimas del Egeo y Grecia.

Ya se ha visto cuáles fueron las consecuencias de la invasión de los pueblos del mar en Egipto, cuyos reyes apenas pudieron rechazar su ofensiva y se vieron obligados a cederles sus antiguas conquistas en el sur de Siria. Allí se establecieron los grupos in-vasores que se conocen con el nombre de filisteos.

Más al norte, la invasión tuvo consecuencias aún más graves. El reino hitita su-cumbió y, con él, desaparecieron como pueblos autónomos los hurritas y los mitanios. Otra vez reinó la confusión en el Oriente cercano y recomenzaron los movimientos de pueblos. Los mitanios, según parece, se fundieron con las poblaciones semíticas del norte de la Mesopotamia y así surgió el reino asirio, cuyo poder combativo había de provenir, precisamente, de la influencia de esos grupos indoeuropeos. Y en Siria y Pa-lestina, la ausencia de las grandes potencias de antaño permitió que aparecieran en primer plano algunos pueblos poco belicosos antes sometidos, que ahora tendrían oca-sión de mostrar su capacidad para desarrollar una civilización de singulares relieves: los fenicios y los hebreos.

CAPÍTULO X

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Los fenicios

Frente a los grandes imperios militares que llenan la historia del Oriente cercano, el pueblo fenicio pone de manifiesto características muy diversas. Ajenos a los intere-ses territoriales, los fenicios vivieron en ciudades marítimas y pusieron su afán en el dominio de las grandes rutas comerciales que antes habían recorrido como señores los pueblos egeos. En relación con ellos, primero, y como herederos suyos después, los fenicios fueron los intermediarios entre las viejas culturas del Oriente cercano y las que empezaron a florecer más tarde en otros lugares del Mediterráneo. Esta función, y el desarrollo que le imprimieron a la actividad comercial, hacen de ellos un eslabón importantísimo en la historia del Mediterráneo.

El país

El país que recibió el nombre de Fenicia no es sino una pequeña porción de la Siria, aquella que se extiende desde los contrafuertes occidentales de la cordillera del Lí-bano y el mar, a lo largo de poco más de doscientos kilómetros. Esa estrecha franja posee algunas riquezas naturales, pues los valles del Líbano son ricos en maderas, ex-celentes no solo para la construcción de navíos sino también para otros usos. Además, crecen en esas regiones la vid y el olivo y la tierra es favorable para un reducido cul-tivo de los cereales.

En esa costa surgieron desde antiguo algunas ciudades marítimas, pero las carac-terísticas de la costa les impedían establecer entre ellas una relación continua y fácil, pues es muy abrupta y forma valles transversales. Impedidos por las circunstancias de extenderse hacia el interior, y contando con excelentes puertos, los fenicios siguieron el camino del mar para desarrollar su riqueza y muy pronto entraron en comunicación con las grandes potencias marítimas, de las que se hicieron, por entonces, subordina-dos.

Los fenicios

Los fenicios constituían un pueblo de origen semítico que llegó a la región donde habría de establecerse en el curso del tercer milenio antes de J. C., seguramente como residuo de alguna de las grandes olas invasoras que se dirigieron desde el desierto de Arabia hacia la Mesopotamia. Fijados en la que sería su patria, cayeron bajo la domi-nación de los amorreos, los hititas y los egipcios, no pudiendo oponerse a ninguno de sus conquistadores por la insignificancia de sus fuerzas; pero cuando se produjo la dis-gregación de los reinos del norte y la declinación del Egipto, los fenicios comenzaron a afirmar su autonomía y pudieron desarrollar su actividad libremente.

Hegemonía de Biblos

La primera ciudad fenicia que alcanzó relieve por su actividad comercial fue Biblos, un puerto situado al norte de la costa siria, cuyo esplendor comenzó al prome-diar el tercer milenio antes de J. C. La causa de su prosperidad fue la relación que se estableció entre los navegantes fenicios y algunas grandes potencias de la época: Egipto, Creta y Chipre. A Egipto, sobre todo, estaba estrechamente vinculada la ciudad de Biblos, y la antigua leyenda de Osiris recordaba que su esposa Isis había encontrado en esa ciudad su cuerpo, de donde había vuelto a traerlo a Egipto.

De Biblos llevaban las naves fenicias a los puertos del delta del Nilo muchos pro-ductos: cobre, estaño, betún, aceites y perfumes y, sobre todo, ricas maderas de cedro destinadas a las construcciones de edificios y de naves. En cambio, los comerciantes egipcios llevaban a Biblos productos manufacturados, especialmente vasos, de los que se han encontrado allí ejemplares correspondientes a la época del Antiguo imperio. Biblos fue el centro de la distribución de productos egipcios en Asia. Allí se vendía, especialmente, el papiro egipcio, lo que dio lugar a una industria tan vigorosa que se siguió llamando “biblos” a los libros hechos con esa sustancia.

La hegemonía de Biblos duró aproximadamente hasta mediados del segundo mile-nio, época en que su empuje comercial fue superado por otra ciudad situada más al sur: Sidón.

Hegemonía de Sidón

Sidón era un puerto natural más amplio y mejor protegido que Biblos, y los egip-cios lo eligieron como puerto principal para sus empresas en la costa siria durante la época en que dominaron esa región en los siglos XV y XIV antes de J. C. Pero su es-plendor no provino solamente de esta circunstancia sino también de la declinación del poderío marítimo de Creta que, aniquilada por los aqueos, había dejado libres las ru-tas del Mediterráneo. Debido a estas dos causas, Sidón se transformó en una potencia naval de primera magnitud y sus barcos llegaron no solo hasta Chipre, Rodas y Creta sino que alcanzaron también las costas de Grecia, el Asia Menor y las islas del mar Egeo, y finalmente las costas del mar Negro. Por todas partes fundaron los navegantes de Sidón factorías y colonias en las que comercializaban los productos que de todas partes transportaban en sus barcos, desarrollando de ese modo un activísimo inter-cambio que difundió por todo el Mediterráneo oriental y el mar Negro la industria de los distintos centros productores.

Originariamente, la gran riqueza de Sidón fue la pesca del múrex, un molusco del que se extraía la sustancia tintórea que daba el color púrpura, tan solicitado para las más finas telas. Pero junto a este producto, los sidonios se dedicaron a vender los otros productos naturales de Fenicia y los artículos manufacturados que producían sus talle-res: vasos, joyas, perfumes y telas. Y no era todavía lo único. Transformados en inter-mediarios entre Egipto, el mar Egeo y el Oriente cercano, difundieron entre todas esas regiones los productos de la industria de Mesopotamia, como géneros finos y metales trabajados, y los que provenían de Egipto.

Los sidonios entraron en contacto con los aqueos y quedan recuerdos de ese en-cuentro en los poemas homéricos —en la Odisea especial-mente— donde se cuentan las aventuras de marinos fenicios que se dedicaban al co-mercio y también a la piratería, porque, efectivamente, los marinos sidonios no vaci-laban en abordar las naves extrañas que encontraban para despojarlas de sus carga-mentos y apropiárselos.

El esplendor de Sidón, con el que se benefició sobre todo el Egipto durante la épo-ca en que esa ciudad estuvo bajo su dominio, duró hasta que se produjeron las grandes invasiones de los “pueblos de mar”. En el año 1150 antes de J. C. Sidón fue saqueada y poco después el desarrollo comercial que había alcanzado desapareció para ser here-dado a su vez por otra ciudad fenicia mejor protegida: Tiro.

Hegemonía de Tiro

Tiro era una vieja ciudad fenicia construida, como las demás, sobre la costa; pero su fortuna consistió en que tenía enfrente y muy próximo a sus orillas un conjunto de islotes que le permitieron establecer allí nuevos barrios que podían considerarse a salvo de las incursiones de los invasores. Allí se refugiaron los fugitivos de Sidón, y sus magistrados pudieron organizar una fuerza mercenaria para defenderla. Consecuencia de todo ello, así como también de la excelencia de su puerto y la riqueza de la zona circundante, fue que Tiro se transformó en el siglo XII antes de J. C. no solamente en el emporio más importante de Fenicia sino también en uno de los más importantes del mundo mediterráneo.

Tiro fue una monarquía poderosa no solo por el respaldo de su sólida riqueza sino también por el apoyo militar que le prestaba su ejército mercenario. Gracias a esas circunstancias se defendió largo tiempo de los ataques exteriores y pudo realizar un activo comercio. Hacia el este, las naves tirias llegaban por el canal del Nilo hasta el mar Rojo y el océano Índico, con el objeto de traer oro, especias y piedras preciosas de la India, productos que vendían luego los fenicios a las lujosas cortes de los egipcios y los hebreos. Hacia el oeste su desarrollo tomó un rumbo distinto al de los sidonios. Como el Mediterráneo oriental había pasado bajo el control de los griegos, los mari-nos tirios decidieron no competir con ellos y extender sus navegaciones hacia el Occi-dente, tratando de arrancar a aquellas lejanas regiones sus escondidas riquezas. Lle-garon así hasta las costas españolas, donde había un poderoso reino llamado Tartesos, en el que podía hallarse oro, marfil y estaño; y cruzando el estrecho de Gibraltar reco-rrieron luego las costas del África y aun se presume que la circundaron por encargo del faraón egipcio Nekao.

Su riqueza y su esplendor hicieron de Tiro una presa deseable para los asirios, que hacia la misma época en que ella empezó a prosperar habíanse transformado en uno de los poderosos pueblos de Mesopotamia. Tiro se hizo tributaria de los asirios, pero conservó largo tiempo su independencia, hasta que, finalmente, debió soportar un largo asedio de trece años impuesto por Nabucodonosor de Babilonia en el año 585 antes de J. C. Reducida a la calidad de tributaria del segundo Imperio babilónico, Tiro vio decaer su actividad marítima y al fin sucumbió en el siglo VI a manos de los persas. Pero su actividad marítima no desapareció del todo, y en parte la heredó una de las muchas colonias que había fundado en el Mediterráneo occidental: Cartago.

La organización fenicia

Tiro había recorrido la cuenca del Mediterráneo occidental, cuyas regiones no ha-bían entrado antes en contacto con el Oriente, y había fundado allí numerosos esta-blecimientos. Eran generalmente muy reducidos y se componían esencialmente de un depósito fortificado en el que se almacenaba la mercadería que traían las naves feni-cias para vender y las materias primas compradas en la comarca: eran las llamadas factorías. Solo rara vez llegaron a fundar colonias de alguna importancia en las que se radicaran definitivamente algunos grupos originarios de la metrópoli. Entre esas últi-mas merecen señalarse Gades, en las proximidades de Tartesos, y Cartago, en las costas africanas del canal de Túnez.

Las factorías representaban la manera característica de comerciar de los fenicios. Ajenos a toda preocupación colonizadora, sus navegantes y mercaderes no procuraban entrar en relación con las poblaciones indígenas de las regiones donde se establecían, sino que, por el contrario, se mantenían alejadas de ellas y renovaban periódicamente las guarniciones que custodiaban los almacenes. Sin embargo, a través de las relacio-nes comerciales, los fenicios llegaron a influir en el desarrollo de la civilización de esos pueblos imponiéndoles nuevas necesidades y gustos y facilitando la penetración de muchas ideas que antes les eran desconocidas. De ese modo, pese a su acción superfi-cial, fueron los fenicios los que establecieron las primeras conexiones duraderas entre el Oriente y el Occidente del mar Mediterráneo.

Cartago

Entre todas las fundaciones tirias, la más importante fue la de Cartago, que, inde-pendiente de la metrópoli pero en estrecha relación con ella, sirvió como una base fundamental para el comercio con la cuenca del Mediterráneo occidental. Gracias a esa circunstancia, Cartago alcanzó una extraordinaria prosperidad que se acentuó más aún cuando Tiro comenzó a decaer bajo los golpes de asirios, persas y caldeos. Enton-ces Cartago se tornó la primera potencia comercial de su zona de influencia y dominó a sus rivales, que eran por entonces las ciudades marítimas de origen etrusco y griego situadas en Italia y Sicilia.

Los cartagineses, a su vez, fundaron factorías y colonias en Sicilia, Córcega, Cer-deña y España, desde las cuales pudieron centralizar el comercio de algunas zonas productoras de ricas materias primas, lo que les permitió servir como intermediarios entre esas regiones y los grandes centros poblados del Oriente.

Constituía la ciudad de Cartago una oligarquía de comerciantes, y su política es-tuvo dirigida siempre hacia la seguridad y la prosperidad de sus empresas mercantiles. Su florecimiento se vio coartado por los romanos a partir del siglo III, quienes final-mente destruyeron la ciudad.

La religión fenicia

Los fenicios conservaron los antiguos dioses tradicionales de los pueblos semíticos, e instauraron en cada una de las ciudades que fundaron dos divinidades que recibieron un culto preponderante, a las que llamaban Baal y Baalat. En Biblos se adoró a una pareja divina relacionada con los cultos agrarios: Adonis y Astarté. En Sidón recibía culto Eshmun y en Tiro se le tributaba a Melkart y a Tanit.

De todos estos cultos, el más popular y generalizado fue el de Adonis y Astarté, que no solo era frecuente en toda la Siria sino también en otras muchas comarcas de la costa mediterránea a las que lo llevaron los fenicios y lo difundieron sobre todo a tra-vés de las imágenes que fabricaban y vendían en grandes cantidades. Eran dioses de la vegetación, y su leyenda contaba que Adonis había sido muerto por un jabalí y resuci-tado por Astarté, ciclo que, como el de los vegetales, se cumplía anualmente.

A estas divinidades se les levantaban altares y se les tributaban homenajes que consistían en sacrificios de animales y en ocasiones de personas.

La industria y el arte. El comercio

Uno de los rasgos que caracterizaron la civilización fenicia fue la organización de una industria para producir artículos manufacturados en grandes cantidades. Estable-cieron talleres en los que se ocupaban muchos operarios y su preocupación fue obte-ner un gran número de unidades de cada uno de los tipos ideados, gracias al uso de moldes y de una rigurosa organización del trabajo. De este modo, uniformada la pro-ducción, los fenicios podían obtener grandes ganancias con un costo de producción reducido.

Con esta técnica trabajaron principalmente los metales, el vidrio y la alfarería, produciendo objetos cuyo estilo seguía las líneas de los más difundidos en el Medite-rráneo, pero sin llegar a crear uno propio. A esa circunstancia se debe que no exista un arte fenicio propiamente dicho sino imitaciones más o menos felices del arte egip-cio o mesopotámico. Estatuillas, vasos, joyas y útiles diversos, así como también ar-mas, fueron los productos más difundidos por ellos. Un lugar aparte merecen los teji-dos fenicios, que adquirieron justo renombre sobre todo debido al teñido, en el que fueron consumados artífices.

Los productos así fabricados, así como también aquellos que compraban en otros centros de producción, eran vendidos por los fenicios en los más diversos y distantes puntos del Mediterráneo gracias a la extensa red marítima sobre la cual ejercían una suerte de monopolio. Concentrados esos productos en sus factorías y colonias, o en los establecimientos que poseían en algunas ciudades importantes, como en Menfis, por ejemplo, los distribuían luego cambiándolos en condiciones muy ventajosas para ellos, especialmente por materias primas propias de la región.

Un renglón muy importante del comercio fenicio fueron los esclavos, que concen-traban los fenicios y vendían luego en regiones distantes. Solían ser prisioneros de guerra que vendían los que los habían capturado, pero su núcleo se engrosaba con los que conseguían los fenicios gracias a sus aventuras como piratas.

El método que seguían los mercaderes fenicios para realizar el intercambio solía ser la exhibición de sus mercaderías en las proximidades de sus almacenes, a la espe-ra de que los indígenas ofrecieran en cambio una cantidad apreciable de productos. Quitando y agregando unidades se llegaba a un acuerdo sin que mediara, a veces, in-tercambio verbal, puesto que los fenicios muy frecuentemente no conocían la lengua de las poblaciones con las que traficaban.

La escritura

Quizá el más importante aporte de los fenicios a la civilización sea la simplifica-ción y difusión de la escritura.

Hasta entonces, en efecto, la escritura usada por los distintos pueblos del Oriente cercano se había caracterizado por su complejidad, debido a la cual constituía una profesión, nada fácil por cierto, el conocerla y practicarla. Mientras la escritura tuvo como finalidad principal servir a las necesidades de la religión o del estado, no hubo inconveniente en que funcionarios o sacerdotes mantuvieran la exclusividad de su co-nocimiento; pero cuando los fenicios la necesitaron para sus transacciones diarias, se dieron a la tarea de simplificarla para ponerla al alcance de quienes tenían que recu-rrir a ella de manera cotidiana.

El punto de partida fue, según se cree, la escritura egipcia, cuyos signos eran silá-bicos. Los fenicios redujeron su número a veintidós y los utilizaron no para representar sílabas sino para representar sonidos, de modo que podían utilizarse para escribir cualquier lengua. Este invento alcanzó ya difusión hacia los primeros tiempos del últi-mo milenio antes de Jesucristo.

El alfabeto fenicio fue modificado después por los griegos y, con ligeras variantes, es el que ha llegado hasta nosotros.

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CAPÍTULO XI

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Los hebreos

Los hebreos constituyeron un pequeño grupo del gran tronco semítico que pobló todo el Oriente cercano, pero que se diferenció del resto por su profunda vocación religiosa. Nómade durante mucho tiempo, se estableció finalmente en el valle del río Jordán y constituyó durante algún tiempo un reino floreciente. Pero luego, como los fenicios, sufrió los embates de los grandes pueblos conquistadores y llevó una vida oscura. Empero, su recuerdo había de ser duradero por el vigor de su religión mono-teísta, de la que es documento inapreciable el conjunto de libros religiosos, poéticos e históricos que forman el Antiguo Testamento.

El país

Ya se ha dicho que durante largo tiempo los hebreos llevaron una vida nómade; pero a partir de cierto momento se establecieron en la Palestina y fue allí donde al-canzaron su madurez.

La Palestina es una región que se extiende desde el río Jordán hasta la cordillera del Líbano y el mar Mediterráneo. Sus tierras son aptas para la cría de ganado y hay algunas regiones fértiles en la comarca regada por el Jordán; pero las proximidades del mar Muerto se caracterizan por su esterilidad debido a la naturaleza salitrosa de las tierras y a la presencia de asfaltos.

Los hebreos no llegaron a poseer la costa mediterránea y, fuera del valle del Jor-dán, estuvieron limitados a los valles orientales del Líbano, donde se levantan cedros maravillosos y crecen bien la viña y el olivo. Esta fue la tierra prometida que, ocupada por los cananeos, fue conquistada en cierto momento por los hebreos para hacer de ella su hogar.

Los hebreos

Como parte del gran tronco semítico, los hebreos llegaron seguramente a la Siria y la Mesopotamia sucesivamente en alguna de las grandes migraciones que se produje-ron. Pero ese período primitivo de su historia nos es desconocido y solo sabemos que se establecieron en el Sinear, o sea la región meridional de la Mesopotamia, congre-gándose en la ciudad de Ur. Allí permanecieron hasta los comienzos del segundo mile-nio. Quizá a causa de la decadencia en que esa ciudad cayó cuando los amorreos inva-dieron la región, los hebreos decidieron emigrar y emprendieron la marcha hacia Si-ria, por la que erraron mucho tiempo en busca de tierras en donde establecerse. Allí los sorprendió el formidable movimiento de pueblos que se produjo como consecuen-cia de las invasiones de los indoeuropeos, y envueltos en el torbellino, se vieron obli-gados a seguir el curso de los acontecimientos. Fue entonces, seguramente, cuando se incorporaron a alguno de los grupos que se dirigían hacia el Egipto, a donde llegaron formando parte del conglomerado que los egipcios conocieron con el nombre de hic-sos.

La época patriarcal

Por esta época, los hebreos mantenían la organización social propia de los pueblos nómades. Estaban agrupados en pequeños grupos unidos por la existencia de un ante-pasado común, al frente de cada uno de los cuales estaba el más anciano de sus miembros. El conjunto estaba gobernado por uno de esos jefes, el patriarca, cuya au-toridad era respetuosamente acatada por todos.

Según la Biblia, fue Abraham el patriarca que sacó a los hebreos de Ur e inició con ellos el período de autonomía de ese pueblo. Bajo su conducción se lanzaron los he-breos a la Siria, y en época de su nieto Jacob se encaminaron hacia el Egipto. Allí se establecieron algún tiempo y hasta lograron hacer fortuna, pues un hijo de Jacob lla-mado José alcanzó una posición destacada junto a uno de los faraones.

En una región próxima al istmo de Suez, los hebreos desarrollaron durante algún tiempo una vida próspera y feliz, quizá sin mayores alternativas que las que producían en su seno las inquietudes religiosas. Abraham, en efecto, había iniciado a su pueblo en el monoteísmo y procuraba apagar en él los vestigios del culto politeísta; pero la presencia de una religión de ese carácter en el Egipto constituía un aliciente para que se mantuvieran en él, de modo que fue necesaria una vigilancia constante de los pa-triarcas para afirmar el culto de Jehová, el único dios, en el que Abraham había ense-ñado a creer a los suyos.

Moisés

Cuando los egipcios comenzaron a reponerse de las consecuencias de las invasio-nes y los faraones de la dinastía XVII empezaron a expulsar a los que habían ocupado sus tierras, los hebreos fueron perseguidos como intrusos. La tierra que ocupaban pa-recía no ser la que Abraham había prometido a su pueblo por orden de Jehová, y así comenzó a germinar en él la idea de huir de Egipto para dirigirse nuevamente hacia Siria. Moisés, a quien la tradición consideraba como salvado milagrosamente de la muerte, fue quien encabezó el éxodo, esto es, la salida de los hebreos del Egipto en busca de la “tierra prometida”.

Era Moisés un espíritu vigoroso y decidido defensor de la fe monoteísta de Abraham. Al salir del Egipto condujo a su pueblo hacia el desierto de Sinaí, donde, an-tes de proseguir hacia el norte, organizó sólidamente la nueva fe. Retirado al monte Sinaí, volvió al cabo de cuarenta días con el mensaje de Jehová, formulado en un De-cálogo o conjunto de diez mandamientos, que hizo grabar en dos tablas que depositó en el Arca de la Alianza; para conservar esta a lo largo de la peregrinación que todavía aguardaba a los hebreos hasta que conquistaran la tierra prometida, ordenó Moisés que se construyera el Tabernáculo, una tienda suntuosamente decorada en una de cuyas partes interiores, que se llamó el Santo de los Santos, fue depositada el Arca de la Alianza, testimonio de la indisoluble unión de Jehová con el pueblo que había elegi-do por suyo.

Moisés combatió sin descanso todos los intentos de los hebreos para retornar a los viejos cultos de los ídolos, y ordenó la destrucción implacable de estos. Luego, para afirmar la religión de Jehová, encomendó a la tribu de Leví la custodia del Tabernáculo y los servicios del culto, misión que los levitas conservaron definitivamente.

La conquista de Canaán

Una vez reorganizados, los hebreos encabezados por Moisés volvieron a empren-der la marcha hacia la Siria, por entonces libre de la opresión de grandes potencias militares. Allí pusieron sus ojos en la Palestina, entonces ocupada por los cananeos, un pueblo semítico como los hebreos que se había asentado en ella en el tercer milenio antes de J. C. y conservaba sus viejos cultos idolátricos.

Moisés murió a la vista de la tierra prometida, pero su pueblo empezó una lucha implacable por la posesión de aquella región de acuerdo con sus designios. Palmo a palmo conquistaron el suelo, y en esa lucha hicieron una experiencia que los indujo a modificar su organización política.

Los jueces

En efecto, los hebreos tuvieron que luchar por entonces no solo con los cananeos que ocupaban la Palestina sino también con muchos otros pueblos vecinos que, como ellos, procuraban establecerse en aquellas comarcas. Para sortear tantas dificultades, los hebreos se dieron una organización de tiempo de guerra y encomendaron el man-do a jefes militares y políticos a los que llamaron jueces. Uno de ellos, Josué, consiguió conquistar la ciudad de Jericó, después de lo cual los hebreos pudieron asentarse en las tierras bajas de Canaán.

Pero la guerra debía continuar, porque los filisteos y cananeos mantenían en su poder las plazas fuertes, y las tribus del desierto hostilizaban a los hebreos sin descan-so. Los jueces siguieron dirigiendo la lucha, pero la desunión de las tribus y su indisci-plina les impedían obrar enérgicamente contra un poderoso enemigo, los filisteos, que amenazaba constantemente sus conquistas. Pareció necesario, pues, una organización más centralizada, y los hebreos pensaron en elegir un rey.

La época monárquica

Los hebreos tenían presente el ejemplo de las grandes monarquías autocráticas, cuyos jefes habían logrado, entre los egipcios y los hititas, asentar vastos imperios bajo su autoridad. Comenzaron, pues, a exigir que se les diera rey, pero tuvieron que ven-cer la resistencia de algunos que, como Samuel, se oponían a instaurar un régimen del que temían la opresión y los abusos.

Sin embargo, las circunstancias vinieron en apoyo de los que querían la monarquía, porque el peligro de los filisteos se hacía cada vez más grave. Saúl, un jefe experto y valiente, logró al comenzar el primer milenio antes de J. C. que se le otorgara el mando real y de ese modo comienza la época monárquica, que Saúl inauguró con una victoria sobre los filisteos, por la cual se afianzó la conquista de la tierra de Canaán para los hebreos, que pudieron también vencer a las amenazantes tribus del desier-to.

Saúl consiguió afirmar la unidad hebrea, pero no logró para sí el apoyo de las más prominentes figuras del nuevo reino. El mismo Samuel le era hostil, y apoyó las pre-tensiones de un joven pastor, David, que, a diferencia de Saúl, se mostraba firme en la religión de Jehová. Saúl intentó eliminar a su rival sin conseguirlo, y a su muerte, Da-vid lo sucedió en el trono, desde 995 hasta 975 antes de Jesucristo.

David fue el verdadero fundador del reino hebreo. A él se debió la consolidación definitiva de la conquista y los trabajos para adaptar a su pueblo a su nueva condición sedentaria. Al apoderarse de la última posición fortificada de los cananeos, la ciudad de Jebú, fundó la ciudad de Jerusalén, de la que decidió hacer la capital del nuevo es-tado. Allí llevó el Tabernáculo y luego ordenó la erección de un palacio real, para el que Hiram, rey fenicio de Tiro, envió obreros expertos y los más ricos materiales de construcción. Fue una época brillante, que preparó la llegada de otra más brillante aún durante el reinado de su hijo Salomón.

Salomón subió al trono en el año 975 y reinó durante cuarenta años. Era un mo-mento de calma en la Siria, y el rey pudo desarrollar una acción independiente y libre de temores. Aliado con Tiro, el reino de Israel se sintió seguro y se sometieron a su influencia las diversas poblaciones vecinas antes hostiles. De ese modo, Salomón ad-quirió el prestigio de monarca respetado y poderoso. Pero no fue eso solo. Salomón organizó y desarrolló el tráfico comercial por la vía de las caravanas que cruzaba ha-cia las costas del mar Rojo y por la vía marítima del Mediterráneo. De ese modo su riqueza se acrecentó y sobrepasó las fronteras. El matrimonio del rey con una princesa egipcia y las relaciones con Hiram, rey de Tiro, contribuyeron a asegurar su situación internacional.

Para organizar el país, Salomón creó una nueva división administrativa, más ajus-tada a las necesidades de un pueblo sedentario. Y para consagrar definitivamente la posición de Jerusalén como capital política y religiosa, ordenó la construcción de un templo de extraordinaria suntuosidad en el que debía conservarse el Arca de la Alian-za. Para ello vinieron —como en el caso del palacio de David— artesanos fenicios y materiales desde diversos lugares: marfiles, piedras y metales preciosos, maderas finísimas.

El templo fue construido en piedra y constaba de dos patios sucesivos, a uno de los cuales tenían acceso todos los fieles en tanto que al otro solo podían entrar los sacer-dotes que realizaban las ceremonias. La parte principal era el santuario propiamente dicho, en cuyo último recinto, el Santo de los Santos, se custodiaba el Arca de la Alian-za. Por la decoración espléndida y la majestuosidad de su aspecto, el templo llenó de orgullo a los hebreos y constituyó uno de los timbres de la gloria de Salomón.

El cisma

Sin embargo, su reinado no sirvió para aglutinar definitivamente las diversas tribus hebreas que, por el contrario, se sintieron tratadas diferentemente por la monarquía de Jerusalén. Al morir Salomón, las diez tribus que poblaban la región fértil de Galilea se separaron de las otras dos y proclamaron rey a Jeroboam, instalando su capital en Samaria. Este fue el reino de Israel. Las dos tribus que vivían en las proximidades de Jerusalén, cuya vida conservaba todavía rasgos más primitivos por la pobreza de la tierra que habitaban, aceptaron al hijo de Salomón, Roboam, y constituyeron el reino de Judea.

El reino de Israel se caracterizó por el abandono de la religión monoteísta y el re-torno a los viejos cultos idolátricos por parte de muchos de sus prelados. Durante dos siglos se sucedieron en su trono muchos reyes, llegando al poder casi siempre en me-dio de violencias y conflictos. Esta circunstancia debilitó al reino, que tuvo que afrontar muchos ataques de los pueblos vecinos, especialmente del de los arameos; finalmente, en el año 722 antes de J. C., Sargón II, rey de Asiría, se apoderó de Samaria y destruyó el reino, conduciendo buena parte de sus pobladores a otras regiones.

El reino de Judea sufrió también los ataques de otros estados poderosos, especial-mente de los egipcios, que saquearon Jerusalén en el año 925; pero, en cambio, pudo sortear por un azar la amenaza de los asirios, cuyo rey Senaquerib se preparaba para asolarlo.

El cautiverio de Babilonia

Después de la caída de los asirios, sin embargo, el peligro renació debido a la fuerza expansiva del segundo Imperio babilónico. En el año 597 Jerusalén fue ocupada, y habiéndose sublevado luego, fue tomada por asalto por Nabucodonosor en 587. De acuerdo con la costumbre de la época, la ciudad fue arrasada, robados sus tesoros y trasladados sus habitantes a otras regiones. Esta vez los hebreos del reino de Judea fueron llevados a Babilonia, donde permanecieron cautivos durante casi setenta años.

Este período tiene una importancia considerable en la historia de los hebreos, y especialmente en la historia de su fe, porque fue entonces cuando se propusieron es-tablecer con precisión sus rasgos de pueblo elegido y los caracteres de su religión monoteísta. Por entonces se compusieron buena parte de los libros del Antiguo Testa-mento y se fijaron por escrito otras tradiciones muy antiguas que se conservaban por vía oral. Los profetas, como Daniel y Jeremías, alentaron la esperanza del pueblo y robustecieron la fe en Jehová y en el destino del pueblo elegido, de modo que, más tarde, al regresar a Jerusalén habían ganado en firmeza en cuanto a la defensa de la fe.

El regreso les fue permitido por Ciro, rey de Persia, cuando este subyugó al se-gundo Imperio babilónico y dominó las regiones que lo constituían. Los hebreos no volvieron a poseer por entonces autonomía política, y su jefe fue ahora el sumo sa-cerdote, bajo cuya vigilancia se fortaleció la comunidad religiosa. Hubo muchos he-breos, por cierto, que no volvieron al viejo hogar, sino que prefirieron dispersarse por distintas regiones y dedicarse, como los fenicios, al comercio. Pero los que regresaron reconstruyeron el templo y allí se dedicaron a ordenar sus creencias mediante la pre-paración del conjunto de libros que conocemos con el nombre de Antiguo Testamen-to.

La religión hebrea

El legado del pueblo hebreo consiste esencialmente en su religión, un monoteísmo espiritualista que ha ejercido una inmensa influencia a través de los siglos y que cons-tituye el antecedente directo del cristianismo.

La religión hebrea nos es conocida a través del Antiguo Testamento, primera parte de la Biblia, cuyo contenido está constituido por un conjunte de libros de diversos ca-racteres. Se los divide en tres grupos: la Ley, los Profetas y los Escritos, en los que hay libros históricos, religiosos y poéticos.

La Ley comprende los cinco primeros libros, atribuidos a Moisés y llamados en conjunto el Pentateuco. El primero de ellos —el Génesis— contiene el relato de la creación por Jehová y entra luego en la narración de los primeros tiempos del pueblo hebreo, tema que se continúa en los libros siguientes. Dos de ellos —el Levítico y el Deuteronomio— contienen también prescripciones religiosas.

El grupo de los Profetas comprende el conjunto de libros compuestos por los gran-des predicadores de la religión de Jehová, que estimulaban al pueblo hebreo a man-tenerse fiel en el culto del dios único y señalaban los grandes males que podrían deri-varse de su abandono. Amos, Jeremías, Daniel e Isaías son entre ellos los más gran-des.

El grupo de los Escritos comprende los libros estrictamente históricos, como las Crónicas o los Libros de los Reyes, que contienen la narración de los principales acon-tecimientos de la vida del pueblo hebreo; y luego los libros religiosos y poéticos que —como los Salmos o el Cantar de los Cantares— expresan las ideas religiosas y mora-les a través de composiciones de intención literaria.

Los más antiguos pasajes de algunos libros del Antiguo Testamento confirman la existencia entre los primitivos hebreos de un antiguo culto politeísta. Contra él se le-vantó la religión de Jehová, que triunfó definitivamente con Moisés, a quien se debe la formulación del código religioso y moral llamado Decálogo y que fue inscripto en las Tablas de la Ley.

La religión de Jehová se caracterizaba por sostener —a diferencia de las demás religiones de la época— la existencia de un solo dios, con el cual Moisés afirmaba ha-ber realizado una alianza en nombre de su pueblo que hacía de este el elegido de la divinidad. Jehová no era sino una divinidad espiritual y no podía representársela en imágenes, considerándose que el mejor testimonio de fe era, más que el cumplimien-to de los ritos, el cumplimiento de las prescripciones morales en el curso de la vi-da.

La presencia de cultos idolátricos en las regiones vecinas y las fuerzas de las viejas tradiciones hicieron renacer algunas veces la vieja religión politeísta. Fueron los pro-fetas quienes lucharon enérgicamente por la pureza de la religión monoteísta.

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CAPÍTULO XII

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Los medos y los persas

Los pueblos del Oriente cercano fueron finalmente unificados por la conquista de los pueblos de origen indoeuropeo que se establecieron en la meseta del Irán, y cuyos dos grupos más importantes fueron los medos y los persas. Esos dos grupos tuvieron sucesivamente la hegemonía sobre el Irán, y los últimos reunieron en un vasto imperio todos los países de antigua civilización que se extendían sobre la costa mediterránea desde el Egipto hasta el Asia Menor.

El país

La región que prefirieron los medos y los persas para instalarse, tras largas pere-grinaciones, fue la meseta del Irán, que se extiende entre los valles del Éufrates y el Tigris al oeste y el del Indo al este. Está circundada por altas cadenas montañosas y su región central no es otra cosa que un desierto; pero los valles son, en cambio, extraor-dinariamente fértiles y en ellos crecen con profusión árboles frutales de diversas es-pecies y hermosas flores.

Los medos y los persas

Los medos y los persas pertenecían al tronco indoeuropeo y aparecieron en el Asia Anterior cuando, en el transcurso del segundo milenio, irrumpieron las diversas olas invasoras de su mismo origen. Sus caracteres generales eran semejantes a los de los demás indoeuropeos, y, como ellos, tenían una organización basada en el predominio de ciertas familias ilustres en la guerra. Poco se sabe de sus peregrinaciones origina-rias. Los medos se establecieron en el noroeste de la meseta, en la vecindad de la Mesopotamia septentrional, en tanto que los persas ocuparon la región meridional, sobre el golfo Pérsico.

Durante algún tiempo, a principios del primer milenio antes de J. C., los asirios recorrieron las regiones occidentales del Irán y obligaron a los pueblos que la habita-ban a pagar un tributo. Pero al cabo de algún tiempo los medos se sintieron suficien-temente fuertes como para sacudir el yugo asirio y se lanzaron a la conquista, consi-guiendo no solo abatir aquel sino también dominar otros pueblos.

La hegemonía meda

En el año 708 antes de J. C., Deyoces organizó el reino medo uniendo a las diversas tribus bajo su autoridad. Estableció su capital en la ciudad de Ecbatana, que fortificó hasta convertirla en una plaza fuerte poderosísima dentro de la cual se edificó el pala-cio del rey, siguiendo el estilo arquitectónico de los pueblos mesopotámicos. A su muerte, en 655 antes de J. C., su hijo Fraortes sometió a los persas y el reino medo pudo intentar así liberarse de la sujeción a que lo tenían sometido los asirios.

Esta fue la misión de Ciaxares, que llegó al poder en 633 y lo conservó hasta su muerte en 584 antes de J. C. Después de organizar un poderoso ejército, de acuerdo con el modelo asirio, rechazó la invasión de los escitas que habían invadido el Irán y se alió con los kaldis de la Mesopotamia meridional para abatir juntos el poderío de los asirios.

En sucesivas campañas Ciaxares fue dominando a sus rivales y finalmente, en 606 antes de J. C., puso sitio a la ciudad de Nínive, a la que destruyó después de un largo asedio, con la ayuda de Nabopolasar, rey de Babilonia.

Los medos se dividieron el antiguo imperio asirio con los caldeos, correspondién-doles casi toda el Asia Menor hasta el río Halis, más allá del cual se extendía el reino de Lidia. Con este se mantuvieron los medos en estado de hostilidad durante largo tiempo, pero la decisión final del duelo se vio postergada por un acuerdo transitorio. La hija del rey de Lidia casó entonces con el heredero del trono medo, Astiages, a quien le tocó afrontar la insurrección persa que puso fin a la hegemonía de su pue-blo.

La hegemonía persa

Los persas habían sido sometidos por Fraortes, pero uno de los clanes, el de los Aqueménides, emigró hacia el sur y se estableció independientemente. Allí, en el año 558 antes de J. C., alcanzó el poder Ciro, bajo cuya autoridad se reunieron las distintas tribus persas. Así apoyado, Ciro se volvió contra Astiages, rey de los medos, y se apo-deró del poder unificando bajo su autoridad a todos los pueblos de la meseta del Irán.

Ciro fue el fundador de un gran imperio. Su primer objetivo fue la Lidia, que con-quistó derrotando a Creso y apoderándose de Sardes, la rica y poderosa capital del reino, en 546. Por esa victoria Ciro se hizo dueño de toda el Asia Menor, pero debió ocuparse de someter a las distintas tribus indoeuropeas que amenazaban las fronteras de su imperio, especialmente los escitas. Solo entonces estuvo Ciro en condiciones de completar su imperio dirigiéndose hacia Caldea, donde reinaba Nabonaid. Ciro logró el apoyo de los sacerdotes de Babilonia, enemistados con Nabonaid por la introducción de nuevos dioses en el santuario de Marduk; y valiéndose de su auxilio, preparó el asalto contra la capital caldea desviando el curso del Éufrates, y se introdujo en ella sin mayores violencias.

La conquista de Ciro se caracterizó, precisamente, por la benevolencia que el con-quistador puso de manifiesto. No solo impidió el saqueo de Babilonia sino que permitió el retorno de los hebreos a Jerusalén, con lo cual probaba que su política era muy di-ferente de la de otros fundadores de imperios; la de Ciro, en efecto, se basó en una mayor tolerancia y en el apoyo espontáneo de sus nuevos súbditos, para conseguir el cual no vaciló en adaptarse a los usos y tradiciones locales, como en el caso de Babilo-nia, donde se hizo investir como rey de acuerdo con el ceremonial tradicionalmente usado en la región. Testimonio de esa política es el reconocimiento que los hebreos conservaron por su actitud magnánima.

Su ejemplo fue imitado por su hijo Cambises. Al sucederlo en el trono persa en 529 decidió llevar a la práctica el plan de conquistar el Egipto —que Ciro había acaricia-do— y lo logró totalmente. Allí adoptó la vestimenta y el ceremonial egipcios y se presentó como un faraón, tratando de congraciarse con sus nuevos súbditos. Desgra-ciadamente, las circunstancias le fueron adversas. Sus otros proyectos, que consistían en la conquista de Cartago y de Etiopía, no tuvieron éxito y sus tropas tuvieron que sufrir innumerables dificultades debido a las condiciones del desierto. Cambises, cuyas facultades mentales habían revelado ya ciertas alteraciones, se volvió loco y cometió las más absurdas crueldades hasta que, finalmente, se suicidó. Con su muerte, se abrió un breve período de inquietud en el vasto imperio de los Aqueménides, del que saldría investido con el título de Rey de Reyes el gran Darío.

Darío

Preocupados por la demencia del rey, los persas apoyaron en los últimos tiempos de Cambises a un usurpador. Pero comprendiendo los peligros que ello acarreaba, prefirieron resolver el problema de otra manera cuando se produjo la muerte del rey. Se convino entre las más importantes familias del reino que se elegiría como sucesor a uno de sus jefes, y cuenta la leyenda que se estableció un original procedimiento para que la suerte designara cuál de ellos sería: aquel cuyo caballo relinchara primero cierto día fijado al empezar a salir el sol. Mediante un ardid, Darío logró que fuera el suyo, y el fallo del azar fue acatado, con gran ventaja por cierto para el Imperio persa, pues el nuevo rey había de ser el más grande de cuantos conoció su historia.

Darío recibió el poder en un momento crítico, en el que el imperio amenazaba disgregarse. Su actividad se orientó primeramente a aplacar las ambiciones de los usurpadores que surgían por todas partes y amenazaban con separar de su obediencia distintas regiones del imperio. Durante siete años combatió sin descanso en Elam, Mesopotamia, Media y las fronteras del imperio, logrando al fin restablecer la auto-ridad única del Rey de Reyes, nombre con que los persas designaron al suyo. Un relato de estas expediciones fue grabado en una alta roca de un paraje de Media llamado Behistún, que se ha conservado.

Pero Darío no se conformó con esto. Quiso agrandar aún más su vasto imperio y organizó dos poderosas expediciones, una hacia el Oriente y otra hacia el Occidente. La primera, en 512 antes de J. C., tuvo como resultado la conquista del alto valle del Indo, donde fundó la satrapía o provincia de la India. La segunda, emprendida después de una vigorosa campaña contra los escitas que lo amenazaban desde el norte, se diri-gió hacia Grecia y terminó con la derrota de sus tropas en la batalla de Maratón, en 490 antes de Jesucristo.

La obra más brillante de Darío fue, sin embargo, la que realizó en el interior de su propio imperio, que organizó sabiamente y estimuló en su desarrollo económico. A su muerte le sucedió Jerjes, que volvió a ser derrotado por los griegos, y luego otros nu-merosos monarcas hasta Darío III, que cayó vencido por Alejandro Magno, sucum-biendo entonces el Imperio persa en 331 antes de Jesucristo.

El Imperio persa

Darío fortaleció la autoridad del Rey de Reyes hasta un grado aún más alto que el que habían logrado sus predecesores. Como ellos, procuró que el misterio adornara su figura para que la reverencia casi religiosa y el temor aseguraran la obediencia, y, como ellos, rodeó a su corte de un extraordinario boato y exigió un ceremonial su-mamente estricto para todos los actos que debían contar con su presencia.

Estos procedimientos estaban destinados a fortalecer en sus súbditos la idea de que el Rey de Reyes tenía algo de sobrenatural, y que ellos no eran sino sus esclavos, de cuya vida y hacienda podía disponer sin límites. Pero esta autoridad estaba contra-pesada por una política más humanitaria que la de los anteriores imperios que cono-ciera antes el Oriente cercano, gracias a la cual las condiciones de vida fueron mejo-res y mayor la prosperidad.

Para desarrollar esta última, Darío se preocupó por organizar la vida económica, moderando prudentemente los impuestos, estimulando la producción y facilitando el intercambio, para lo cual ordenó la construcción de una importante red de caminos en toda la extensión del imperio.

Estas vías estaban también destinadas a asegurar un mejor control político y mili-tar, porque unían entre sí y con la capital las distintas provincias o satrapías, impi-diendo acciones sorpresivas y, en todo caso, permitiendo la reacción inmediata.

Darío dividió el imperio en grandes provincias o satrapías, a cuyo frente estaba un sátrapa, cuya autoridad era bastante extensa, pues ejercía, además de las funciones administrativas y políticas, las funciones judiciales. El sátrapa gozaba de mucha liber-tad en el ejercicio de sus funciones, especialmente en las regiones fronterizas, y fue frecuente que abrigara ambiciones de independencia. Para evitar esos peligros, el rey tenía funcionarios de su confianza que vigilaban a los sátrapas, especialmente los ins-pectores que llamaban “ojos y oídos del rey”, cuya misión era indagar el comporta-miento del sátrapa y examinar el estado del territorio sometido a su gobierno. Ade-más, como el imperio estaba dividido también en zonas militares, los jefes de estas últimas ejercían cierta vigilancia sobre los sátrapas.

Entre las instrucciones de los sátrapas, una de las más importantes era que debían estimular el desarrollo económico de la región y vigilar celosamente la percepción de los impuestos, de los que Darío era sumamente cuidadoso. Otra no menos importante era que debían respetar las peculiaridades de los pueblos sometidos, especialmente su religión y sus costumbres.

El arte persa

El florecimiento de la civilización persa duró un tiempo relativamente corto, y acaso fue esa la causa de que el arte no llegara a adquirir una gran originalidad, a pesar de hallarse indicios de ciertas tendencias peculiares. Las necesidades de la ar-quitectura obligaron a seguir los modelos más próximos, especialmente del arte me-sopotámico, y en general puede afirmarse que el arte persa no es sino una continua-ción de aquel, con algunas influencias egipcias.

Como la religión no les exigía la construcción de templos, los edificios más impor-tantes fueron los palacios, entre los que se destacaron los de Susa y Persépolis. Esta-ban levantados sobre terraplenes y tenían un basamento de piedra, en tanto que el resto, excepto las columnas, se construía con ladrillo y madera.

La decoración era muy variada. Las columnas, cuyo uso aprendieron de los egip-cios, ostentaban magníficos capiteles esculpidos con figuras de toros, y los muros es-taban cubiertos con ladrillos esmaltados formando frisos —como el de los Arqueros o el de los Leones—, o con bajorrelieves esculpidos.

Monumentos importantes fueron también las tumbas de los reyes, como la de Ciro en Pasagarda, o la de Darío cerca de Persépolis. Consistían generalmente en cámaras sepulcrales cavadas en la roca, que se cubrían con una construcción de apariencia semejante a la de los palacios, en las que un pórtico de columnas formaba una facha-da imponente.

Sin una personalidad definida, el arte persa impresiona sin embargo por su magni-ficencia y armonía, y sobre todo por la pulcra y original combinación de elementos diversos.

La religión persa

Primitivamente, los medos y los persas poseyeron una religión naturalística, cuyas múltiples divinidades exigían ofrendas y sacrificios de sus fieles. Pero cuando se cons-truyó el vasto Imperio persa se produjo una profunda transformación religiosa que la tradición atribuyó a un personaje semilegendario llamado Zoroastro, cuya predicación fue recogida mucho tiempo después por los magos en un libro llamado Zend-Avesta. Según parece, Zoroastro habría vivido poco antes de la época de Ciro.

La doctrina de Zoroastro estaba basada en la existencia de dos grandes principios enemigos, el Bien y el Mal, cuya lucha constante originaba todas las alternativas de la vida del universo y de la humanidad. Esa lucha debía terminar con el triunfo del Bien.

El principio del Bien estaba representado por Ormuz y el principio del Mal por Arimán, y ambos estaban rodeados por una legión de divinidades menores y de espíri-tus, benéficos en el primer caso y maléficos en el segundo. Así como en la naturaleza se advertía un principio creador y otro principio destructor —que correspondían a Ormuz y Arimán—, del mismo modo en el alma humana se alojaban dos principios contradictorios y era privilegio del justo servir a Ormuz y combatir a su enemigo.

En relación con esta doctrina estaba el culto de los muertos. Los cadáveres no se sepultaban sino que se exponían en altas torres situadas en lugares descubiertos, don-de los de los justos se secarían y escaparían a la destrucción, en tanto que los de los injustos serían devorados por las aves de rapiña. En cuanto al alma, una vez separada del cuerpo, debía comparecer ante un tribunal presidido por Mitra y establecido a la entrada del puente tendido sobre los infiernos y que conduce al mundo de los justos. Si el juicio es favorable, el alma franquea el puente, pero si no lo es, cae a los infiernos, pudiendo permanecer algunas en un purgatorio llamado “mansión de los pesos igua-les”.

Los persas no tenían imágenes figurativas de Ormuz, a quien solo veían represen-tado en el fuego, al que consideraban sagrado y rendían culto inmolándole animales y haciendo libaciones. Los altares del fuego estaban situados en las colinas y el culto estaba a cargo de la clase de los magos.

Al contacto con otros pueblos, los persas acogieron algunos cultos de diversos orí-genes, especialmente semíticos, pero la religión de Zoroastro conservó su vigor du-rante la época de los Aqueménides.

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TERCERA PARTE: GRECIA

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CAPÍTULO XIII

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La civilización egea y creto-micénica

En la época en que florecieron las antiguas civilizaciones de los valles del Nilo y la Mesopotamia, los pueblos que habitaban en las islas del mar Egeo desarrollaron tam-bién una cultura de alto nivel, cuya característica fue el dominio del bronce. Por sí solos estos pueblos ocupan un lugar importantísimo en la historia de la civilización; pero merecen aún más atención si se considera que influyeron decisivamente sobre los griegos y que pusieron los cimientos de la cultura que estos crearon.

El mundo egeo

El mar Egeo constituye un área marítima encerrada por la península de los Balca-nes, el Asia Menor y la isla de Creta. Las costas irregulares y las numerosas islas que lo pueblan proporcionan abundantes puertos a los navegantes, que pueden recorrerlo casi sin dejar de contemplar nunca la tierra firme. Esas islas se agrupan en dos con-juntos: las Espóradas, que se alinean frente a la costa del Asia Menor, y las Cícladas, que se extienden entre estas y la costa griega.

La más importante de estas islas es la de Creta, que posee abundantes y feraces valles, así como también excelentes puertos. Como las demás, posee un clima tem-plado y abundante vegetación, abundando en muchas de esas islas las riquezas mine-rales, tanto piedras de construcción como metales. Una de ellas, Chipre, dio su antiguo nombre al cobre.

El conocimiento de la civilización egea

Los griegos habían oído hablar de una época remota en la cual la isla de Creta ha-bía sido quizá la más rica y poderosa región del mundo Egeo. Homero ponía en boca de uno de sus personajes esta descripción:

En medio del vinoso ponto, rodeada del mar, existe una tierra hermosa y fértil, Creta, donde hay muchos, innumerables hombres, y noventa ciuda-des. Allí se oyen mezcladas varias lenguas, pues viven en aquel país los aqueos, los magnánimos cretenses indígenas, los cidones, los dorios, que están divididos en tres tribus, y los divinales pelasgos. Entre las ciudades se halla Cnossos, gran urbe en la cual reinó por espacio de nueve años Minos, que conversaba con el gran Zeus y fue padre de mi padre, del magnánimo Deucalión.

(Odisea, canto XIX)

Pero durante la época histórica de Grecia ese recuerdo había pasado a ser una leyenda y nada quedaba ya que testimoniara la pasada grandeza de Creta. Por esa causa resultaba incomprensible el brillo de la cultura griega, cuyos antecedentes es-taban ocultos entre las múltiples ruinas sembradas en las islas griegas.

Ese misterio se comenzó a aclarar con las investigaciones de Enrique Schliemann, cuyas excavaciones, a partir de 1870, dieron por resultado el descubrimiento de la antigua Troya. Poco después el mismo Schliemann halló las ruinas de otras antiguas ciudades —Micenas y Tirinto—, y más tarde un arqueólogo inglés, Arturo Evans, en-contró las de la ciudad de Cnossos en la isla de Creta.

Desde entonces la exploración de las ruinas de la cuenca del mar Egeo ha sido continuada metódicamente y se ha logrado poner al descubierto una civilización igno-rada hasta no hace mucho. Esa civilización ha recibido el nombre de “egea” y consti-tuye el antecedente directo de la cultura griega.

Los cretenses poseyeron una escritura original, y se han conservado grandes can-tidades de textos escritos con ella. Pero hasta ahora no ha sido posible descifrarla, y esos documentos permanecen mudos para nosotros. A eso se debe que nuestro cono-cimiento de la civilización egea sea tan imperfecto y que debamos limitarnos a las inferencias que pueden sacarse de los restos arqueológicos que poseemos de ella. La civilización egea, pese a su alto nivel, es, pues, para nosotros, una civilización proto-histórica.

El esplendor de Creta

Durante el período neolítico, numerosas poblaciones de las islas del mar Egeo desarrollaron una cultura reducida, semejante a la que por entonces caracterizaba a otras regiones del Mediterráneo oriental. Poco después aprendieron esas poblaciones el uso del cobre, y a fines del tercer milenio empezaron a utilizar el estaño para en-durecer aquel metal.

Fue entonces cuando comenzó a prosperar la isla de Creta, debido a las dificulta-des que aparecían en la cuenca oriental del Mediterráneo para conseguir el estaño. Los cretenses, habituados a la navegación y expertos en el dominio de las rutas del Mediterráneo, decidieron aventurarse por regiones desconocidas del Occidente en busca de regiones que poseyeran aquel metal. Así llegaron hasta el golfo de Venecia y aún hasta las costas de España. En el primero recogieron el metal que llegaba de las minas del centro de Europa y en las segundas encontraron el que los tartesos obtenían de las de Río Tinto y sus vecindades, transportándolo después hasta las costas para venderlo.

Gracias a este tráfico, los cretenses llegaron a ser en el curso del segundo milenio los intermediarios forzosos en el importantísimo comercio del bronce, que vendían en lingotes, pero que aprendieron también a trabajar para ofrecerlo ya manufacturado. La riqueza que Creta acumuló entonces fue inmensa. Surgieron populosas ciudades, como Cnossos, Hagia Triada y Festos, en todas las cuales se levantaron almacenes y palacios de extraordinaria magnificencia. Sus reyes comerciaron con Egipto, las costas sirias, el Asia Menor, y llegaron a dominar todas las islas del Egeo y las costas griegas. Se dice que por entonces se estableció una “talasocracia” cretense, esto es, un domi-nio del mar por los habitantes de Creta.

El período de máximo esplendor de los cretenses corresponde a la hegemonía de la ciudad de Cnossos y se produjo entre 1600 y 1400 antes de J. C. Su poderío se exten-día sobre las numerosas ciudades de la isla, pero alcanzaba también a las colonias que había fundado en las islas y ¬en las costas griegas. Entre ellas, Micenas alcanzó con el tiempo una gran importancia y hubo de suceder a Cnossos como metrópoli de la civi-lización egea.

La época creto-micénica

Los pueblos que habitaban Creta pertenecían a una raza típicamente mediterrá-nea. Hacia el segundo milenio comenzaron a aparecer en las tierras septentrionales por las que se extendía su hegemonía los distintos grupos de origen indoeuropeo, y uno de ellos, conocido con el nombre de aqueos, ocupó las colonias cretenses de Gre-cia. Los aqueos dominaron la región pero no devastaron las ciudades, sino que, por el contrario, asimilaron la cultura cretense y continuaron desarrollándola aunque con algunos matices diferenciadores. Fue entonces cuando Micenas se transformó en la capital de un mundo que, siendo indoeuropeo por la raza, fue egeo por su cultura.

Micenas, independizada de Creta, alcanzó un altísimo nivel cultural que compartía, por cierto, con otras ciudades que habían corrido su misma suerte, como Tirinto. Sur-gieron hermosas construcciones y hubo una floreciente industria del bronce, porque los aqueos aprendieron también el arte de la navegación y se hicieron expertos mari-nos. En estas condiciones pudieron intentar apoderarse aún de la misma Creta, y pa-rece que conquistaron Cnossos. Lo cierto es que, hacia 1400 antes de J. C., la antigua metrópoli egea comenzó a decaer y, poco después, de su antigua grandeza no quedó sino el recuerdo legendario que conservaron los poemas homéricos.

La civilización egea

La civilización egea es, con la del Egipto y la de Mesopotamia, uno de los más altos exponentes de la civilización del bronce. La búsqueda del estaño hizo de los cretenses los mejores navegantes de su época y sus barcos fueron capaces de navegar hacia lu-gares remotos llevando y trayendo importantes cargamentos. También los hizo exper-tos comerciantes, porque su producción requería un constante intercambio con las grandes ciudades del Oriente que podían absorberla, por lo cual sus naves llegaban hasta el delta del Nilo, hasta las ciudades sirias y del Asia Menor y centralizaban en Creta el tráfico del más preciado material de la época. Pero no fue eso lo único que hizo por ellos el comercio del bronce. Convencidos de que valía la pena aprovechar su vasta red comercial en todas sus posibilidades, organizaron una vasta industria para producir objetos manufacturados, cuyos principales renglones fueron los artículos de bronce, tales como armas, instrumentos de trabajo, etc., y las piezas de alfarería y cerámica, industria que alcanzó en Creta un altísimo nivel de perfección técnica y be-lleza.

A pesar de que el comercio constituía su principal actividad, los cretenses llevaban una vida alegre y eran frecuentes las cacerías y las diversiones populares, entre las cuales se contaban algunas ceremonias religiosas que, como las corridas de toros, te-nían también cierto aspecto de deporte.

La religión egea

La religión egea era naturalística y conservó los caracteres propios de un pueblo rural aun después de que los cretenses hubieron dejado de serlo. La divinidad principal era la Gran Madre, una deidad femenina que presidía la fecundación de todos los se-res vivos. Junto a ella, adoraban los cretenses a una divinidad animal, primitivamente un toro, el Minotauro, que más tarde se presentó —como ocurrió en otras religiones— con cuerpo de hombre y cabeza de toro.

Rendíasele a estas divinidades un culto semejante al de otras religiones, basado en las ofrendas y los sacrificios. Pero el ritual incluía, según parece, una ceremonia se-mejante a las corridas de toros, en la cual un hombre, seguramente un sacerdote, de-bía luchar con un toro, tal como nos lo muestran algunas pinturas que nos han sido conservadas.

El arte egeo

Esas pinturas constituyen uno de los elementos más interesantes del arte egeo. Eran grandes frescos realizados sobre los muros de los palacios, y las figuras que en ellos aparecen se caracterizan por la naturalidad de sus trazos, a diferencia del con-vencionalismo que predomina en la representación de las figuras humanas en el Egip-to y en la Mesopotamia.

La misma naturalidad se advierte en la decoración de los hermosos vasos de ce-rámica que construyeron, en el que las figuras humanas alternan con una decoración en la que ponen una nota curiosísima los elementos florales y los animales mari-nos.

Pero acaso el más alto exponente del arte egeo sean los palacios. Decorados sun-tuosamente con pinturas, ofrecían una masa arquitectónica imponente y al mismo tiempo armoniosa y equilibrada. Estaban caracterizados por los grandes patios, alre-dedor de los cuales se sucedían las habitaciones. Había una parte que era residencia real, en tanto que otras eran seguramente dependencias administrativas y militares y otras, finalmente, almacenes.

Para la construcción usábase la piedra y en la decoración abundaban el alabastro y otros materiales preciosos que los cretenses traían de lugares remotos. El conjunto resultaba tan sorprendente que en el recuerdo de los griegos los palacios cretenses dieron lugar a la leyenda del “laberinto de Creta”, en la que se hablaba de un recinto de innumerables cámaras y pasadizos en el que era fácil perderse. Riqueza y belleza caracterizaban esas construcciones que testimoniaban la grandeza de su civiliza-ción.

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CAPÍTULO XIV

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Los tiempos heroicos y la época de la colonización

Homero

El período que transcurre entre las grandes invasiones de los pueblos indoeuropeos y la época de mayor florecimiento cultural —esto es, entre los siglos XVII y VI antes de J. C.—, se conoce en Grecia con el nombre de Edad Media, por analogía con el que recibe el mismo nombre en Europa después de la caída del Imperio romano. Aunque la designación no es muy apropiada, su uso parece justificarse por la similitud de cier-tos rasgos. Esta época presenta dos períodos de distintos caracteres: uno, conocido con el nombre de “tiempos heroicos”, y otro, llamado “época de la colonización”.

Las invasiones indoeuropeas

Al producirse la dispersión de los indoeuropeos, algunos grupos entraron en la pe-nínsula de los Balcanes y se fijaron en ella. Los que llegaron hacia 1700 antes de J. C. se conocen con el nombre de aqueos y se caracterizaron porque, a pesar de su condi-ción de pueblo montañés y guerrero, no arrasaron el país sino que respetaron las co-lonias egeas que estaban instaladas en él. Naturalmente, se apoderaron de ellas e impusieron su autoridad, pero asimilaron su civilización y al cabo de algún tiempo compartieron el modo de vivir de sus habitantes, de los que heredaren las prósperas industrias que desarrollaban y las costumbres marinas que les eran propias.

A esta última razón se debió el que pudieran conquistar nuevas colonias egeas dispersas por las islas Cícladas y Espóradas y que llegaran hasta el Asia Menor. Su cen-tro, sin embargo, fue la ciudad de Micenas, que adquirió un gran esplendor, y fue tal su poderío que hacia 1400 dominaron a la propia Creta que, seguramente, invadie-ron.

Su predominio duró hasta la llegada de una nueva ola de invasores del mismo ori-gen, los dorios, que aparecieron en el siglo XII. Los dorios adoptaron una actitud más violenta y produjeron un rápido desbande de las poblaciones establecidas en Grecia y las islas, con motivo del cual se produjo una serie de migraciones en diversos sentidos. La consecuencia de esas migraciones fue la fundación de numerosas colonias en dis-tintos lugares del archipiélago y de las costas de Asia Menor, hasta donde llegaron, por cierto, algunos grupos dorios; pero la mayoría permaneció en Grecia y se concentró en la península del Peloponeso, en la que muy pronto Esparta se mostraría como la ciu-dad más importante.

Los tiempos heroicos

La época que siguió a las invasiones dorias y que se caracterizó por las migraciones de pueblos y las fundaciones de ciudades es la que suele llamarse época heroica, por corresponder a los tiempos en que se sucedieron las aventuras que las leyendas difun-dieron después atribuyéndolas a héroes de caracteres sobrehumanos.

Durante esta época los invasores se hicieron sedentarios y se establecieron en ciudades, muchas de ellas nuevas y otras de antigua data y que habían conocido ya la dominación de cretenses y aqueos. Cada una de esas ciudades era absolutamente au-tónoma y constituía un estado, al que rodeaba un reducido territorio en el que pacían los ganados y cultivaban las tierras las poblaciones sometidas. El centro de la ciudad era el recinto fortificado, generalmente situado en una colina, que recibía el nombre de acrópolis, donde estaban los templos y residía generalmente el rey.

Los conquistadores formaron una especie de nobleza guerrera cuya única misión era el combate. Ellos eran los que poseían la tierra y quienes tenían derechos políticos, pues el rey no tenía una autoridad absoluta sino que gobernaba asistido por un consejo y una asamblea de nobles. Por debajo de estos estaba la población sometida, entre la cual había algunos grupos que mantenían su libertad y otros que habían quedado en situación de siervos.

A los siervos correspondía el trabajo de las tierras de la nobleza, en tanto que a los sometidos libres se les dejó ejercer el comercio y aun poseer ciertas tierras de inferior calidad; fueron ellos también los que poco a poco comenzaron a restaurar la antigua industria, decaída con el abatimiento de las ciudades cretenses y aqueas.

Las más importantes ciudades dominadas por los invasores durante la época he-roica fueron Esparta, Tebas, Corinto y Atenas, todas ellas en la Grecia propia. Pero no fueron las únicas. Las hubo también en las islas de Quíos, Lesbos y Samos, y en las costas del Asia Menor, donde prosperaron Esmirna, Éfeso, Mileto y Halicarnaso. Tam-bién había prosperado allí la ciudad de Troya, situada sobre el estrecho de los Darda-nelos y, en consecuencia, poseedora de la llave del comercio con el mar Negro, lla-mado Ponto Euxino. Esa circunstancia hizo de ella una presa muy deseable, pues quien la poseyera podía vigilar el pasaje de las naves desde el mar Egeo hacia el Negro. Esa causa, y otras secundarias, hicieron estallar una larga guerra entre quienes se habían apoderado de ella cuando las migraciones y los nuevos invasores, guerra que dio lugar a múltiples episodios que la leyenda recogió para hacer de ellos los temas de relatos llenos de maravillosas aventuras. El conjunto de esos relatos constituye los poemas homéricos.

Los poemas homéricos

Los poemas homéricos son, principalmente, dos: la Ilíada y la Odisea, a los que se vinculan numerosos himnos de la mis-ma época. Los griegos atribuían esos poemas a un poeta ciego llamado Homero, del que varias ciudades se disputaban el honor de haber sido la patria. Pero la existencia de Homero parece dudosa, o acaso no haya sido él sino el último que recopiló, com-pletó y ordenó los múltiples cantos o rapsodias que circulaban por el mundo griego sobre las aventuras de los héroes de la guerra de Troya.

Cualquiera sea su autor —o sus autores— los poemas homéricos revelan una ma-ravillosa capacidad poética. Las descripciones de los combates en la Ilíada, o de los trabajos de Ulises en la Odisea, poseen tanto vigor y colorido que su lectura sigue tenien-do el mismo encanto que seguramente despertaba en quienes los oían de boca del aeda. A veces el poeta abandona los temas heroicos y demuestra una delicada ternu-ra, como en el pasaje de la despedida de Héctor, en que Andrómaca le recomienda prudencia poco antes del combate con Áyax. Entonces Héctor le recuerda sus deberes y pone los ojos en su tierno hijo, que estaba en manos de una doncella.

Así diciendo, el esclarecido Héctor tendió los brazos a su hijo, y este se recostó, gritando, en el seno de la nodriza de bella cintura, por el terror que el aspecto de su padre le causaba: dábanle miedo el bronce y el terrible penacho de cri-nes de caballo que veía ondear en lo alto del yelmo. Sonriéronse el padre amoroso y la venerable madre. Héctor se apresuró a dejar el refulgente casco en el suelo, besó y meció en sus manos al hijo amado, y rogó así a Zeus y a los demás dioses:

“¡Zeus y los demás dioses! Concededme que este hijo mío sea, como yo, ilustre entre los teucros y muy esforzado; que reine poderosamente en Ilión; que digan de él cuando vuelva de la batalla: ¡es mucho más valiente que su padre!; y que, cargado de cruentos despojos del enemigo a quien haya muerto, regocije a su madre el alma”.

Esto dicho, puso al niño en los brazos de la esposa amada, que al recibirlo en el perfumado seno sonreía con el rostro todavía bañado en lágrimas. Notolo Héctor y compadecido, acariciola con la mano y así le habló: “¡Esposa querida! No se acongoje tu corazón en demasía, que nadie me enviará al Orco antes de lo dis-puesto por el hado; y de su suerte ningún hombre, sea cobarde o valiente, puede li-brarse una vez nacido. Vuelve a casa, ocúpate en las labores del telar y la rueca, y or-dena a las esclavas que se apliquen al trabajo; y de la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos en Ilión, y yo el primero”.

(Ilíada, canto VI)

Fuera de su interés literario, los poemas homéricos poseen un inmenso valor como testimonio de la época heroica, pues nos conservan multitud de datos sobre la organi-zación social y política, las costumbres y las creencias.

La colonización griega. España

Una vez que los distintos grupos se hubieron estabilizado en las diferentes zonas elegidas y conservadas, los griegos empezaron a desarrollar una actividad cada vez más intensa en los mares. Los pequeños valles, aunque fértiles, no podían bastar para las necesidades de poblaciones abundantes, y la nobleza acaparaba el dominio de las tierras sin dejar a las otras clases que mejoraran de situación. Estas circunstancias, unidas a las frecuentes guerras civiles que se suscitaban en las distintas ciudades, mo-vieron a los griegos, hacia el siglo VIII antes de J. C., a emprender la fundación de nuevas ciudades en regiones distantes cuya producción garantizara la satisfacción de sus necesidades.

Se abrió así un largo período de colonización, en el que los griegos se dirigieron desde sus ciudades hacia las costas del mar Negro, el Mediterráneo oriental y el Me-diterráneo occidental en busca de regiones propicias para establecerse. Surgieron en-tonces numerosas ciudades, que mantuvieron relaciones comerciales con sus metró-polis, pero que tenían una independencia casi total. En el mar Negro surgieron Odesa, Sínope y Heraclea, en regiones fértiles de donde podían traer a la metrópoli cereales en abundancia. En el Mediterráneo oriental se fundaron Olinto, Potidea, Sestos, Abi-dos, Cízico y Bizancio, sobre la ruta de los estrechos que abrían paso hacia el mar Ne-gro, en tanto que en la costa africana se levantó Cirene y se estableció en el delta del Nilo la colonia de Náucratis. En el Mediterráneo occidental los griegos se dirigieron primeramente a Italia y Sicilia, donde fundaron Síbaris, Crotona, Tarento, Nápoles, Mesina y Siracusa; luego llegaron a la costa francesa y allí surgieron Marsella, Niza y Mónaco; y finalmente se establecieron en España donde chocaron con la tenaz resis-tencia de los fenicios, que se hacían fuertes en Gades; con todo fundaron los foceos, que se habían establecido en Marsella, la ciudad de Emporia, y desde allí fueron in-troduciéndose cada vez más en las factorías fenicias tratando de sustraerles el contra-lor de las mercancías que estos obtenían del reino de Tartesos.

Consecuencias de la colonización

Las consecuencias de este vasto movimiento colonizador, que duró desde el siglo VIII hasta el VI antes de J. C., fueron inmensas. Los griegos se repartieron con los feni-cios el contralor de la navegación mediterránea, y el producto de ese intenso tráfico enriqueció las ciudades griegas. Ahora bien, esta riqueza debía causar profundas mo-dificaciones en ellas.

En efecto, el comercio provocó la aparición de la moneda y el desarrollo de la in-dustria. Gracias a ello, quienes no poseían tierras en Grecia —esto es, los que no eran nobles— pudieron ahora enriquecerse en otras actividades, y al cabo de cierto tiempo constituyeron una clase poderosa económicamente porque poseía dinero. Entre esta clase de nuevos ricos y la antigua nobleza poseedora de tierras se entabló una larga y dura lucha por el poder que ocasionó cruentas guerras civiles en muchas ciudades. Los nuevos ricos se apoderaron, muchas veces por la fuerza, del gobierno e instauraron “tiranos”, es decir, gobernantes que no procedían de acuerdo con las leyes tradiciona-les sino en beneficio de las clases que los habían puesto en el poder, Esas largas luchas terminaron, generalmente, con el triunfo de la democracia, y dieron ocasión a muchos para que intervinieran en las luchas políticas o demostraran su talento en distintas actividades. Así se preparó el florecimiento de Grecia en el período subsiguiente, el más brillante de la historia griega.

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CAPÍTULO XV

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Las transformaciones del siglo VI: Atenas

La colonización no fue obra de todos los estados griegos por igual. Hubo algunos que prefirieron mantenerse al margen del movimiento de expansión marítima, porque la aristocracia previó el peligro que corría entregándose a esas actividades o toleran-do que otros las ejercieran. Esos estados mantuvieron sus características de estados continentales. Otros, en cambio, se lanzaron a la aventura y esos fueron, precisamen-te, los que sintieron de manera más aguda las consecuencias económicas y sociales de la colonización. Entre esos estados marítimos Atenas puede considerarse como el ejemplo más brillante.

Atenas y el Ática

Atenas estaba situada en la península del Ática, que avanza hacia el sureste flan-queada por la gran isla de Eubea. Montañosa, como el resto del territorio, la península del Ática presenta sin embargo algunas llanuras reducidas pero fértiles: la de Atenas, la de Maratón y la de Eleusis, en las que hubo desde época muy remota poblaciones estables, seguramente sometidas ya a la influencia egea.

Esas aldeas fueron ocupadas por los aqueos, pero como la península queda un poco al margen de la ruta que siguieron los invasores, estuvo al abrigo de las olas conquis-tadoras, aunque se convirtió, en cambio, en asilo de muchos grupos que huían de ellos. Por esa circunstancia conservó el Ática algunas antiquísimas tradiciones, entre las que se contaban las de origen cretense, y fue desde un principio abierta a las más diversas influencias.

En una época remota, una de esas aldeas, llamada Atenas, unificó bajo su autori-dad a todas las que estaban dispersas por el Ática. La leyenda atribuye la reunión de las diversas aldeas —o sinecismo— a un héroe llamado Teseo, cuyo prestigio provenía de que había vencido al Minotauro. Esa leyenda acaso signifique que la unificación fue consecuencia de la derrota de los cretenses por los aqueos.

La época aristocrática

Durante toda la Edad Media griega Atenas fue regida por la nobleza, a cuyos miembros se los conocía con el nombre de eupátridas,esto es, de un buen origen. A la cabeza de los nobles estaba el rey, que era el jefe militar, civil y religioso, pero su poder, considerable al principio, se vio limitado cada vez más por la nobleza, que lo vigilaba mediante el consejo de jefes de familias eupátridas. En efecto, la nobleza, como propietaria de la tierra, acrecentó cada vez más su poder y procuró por todos los medios neutralizar la acción de los reyes, para lo cual les restó atribuciones cada vez que la ocasión se mostró favorable. Así, dejándoles las funciones religiosas, se confiaron las atribuciones militares, civiles y políticas a otros funciona-rios llamados arcontes: el rey fue, por último, llamado “arconte rey” y su dignidad revistió un carácter puramente formal, en tanto que el poder efectivo pasó a manos de los funcionarios elegidos por los eupátridas.

Este proceso de evolución desde la monarquía hacia la aristocracia estaba con-cluido hacia el siglo VII, y desde entonces el régimen se hizo cada vez más severo pues los propietarios de la tierra, dueños además del poder, trataban de obtener de aquella el mayor provecho posible oprimiendo a las clases inferiores que la trabajaban. En-tregados los lotes para su explotación a los campesinos, estos no lograban sino men-guado provecho de su trabajo y solían caer en servidumbre si no podían pagar a los propietarios las deudas contraídas. Por esa causa la dominación de los nobles trajo consigo un creciente malestar social, que se hizo más agudo, precisamente, al finalizar el siglo VII, debido a las transformaciones económicas y sociales que se producían por entonces en todo el mundo griego.

Transformaciones económico-sociales

Atenas no fue de las ciudades que encabezaron el movimiento colonizador. Cuando sus vecinas Calcis, Eretria, Megara y Corinto poseían ya una vasta red de intercambio comercial, Atenas se mantenía todavía reducida a sus posibilidades rurales. Pero la actividad que se desarrollaba a su alrededor no podía por menos de repercutir en ella y poco a poco empezaron a aparecer quienes se dedicaron eficazmente al comercio y a la industria para escapar a la opresión de la nobleza terrateniente. Ya a fines del siglo VII, esta clase media rica en dinero tenía algún poder, y aunque más reducida que en otras ciudades, se afirmaba cada vez más frente a los eupátridas.

Ya en el año 632 antes de J. C. la clase media enriquecida, contando con el apoyo de los campesinos, pretendió desalojar del poder a los nobles y organizó un golpe de estado encabezado por Cilón, que logró apoderarse de la Acrópolis. Pero los eupátri-das, dirigidos por Megacles, lo obligaron a rendirse y lo mataron pese a los juramen-tos que habían hecho de salvar su vida si se entregaba.

Las leyes de Dracón

Megacles pertenecía a una de las familias más importantes de Atenas, los Alc-meónidas, y su perjurio fue considerado como un sacrilegio, pues los sublevados ha-bíanse puesto bajo la protección de la diosa Atenea. La indignación que produjo el he-cho fue tanta que acentuó la inquietud que reinaba en la ciudad y dio alas al movi-miento desencadenado entre las clases oprimidas contra la nobleza, hasta el punto de que esta se vio obligada a desterrar a los perjuros para calmar los ánimos. Pero los conflictos no terminaron y la ciudad se vio envuelta en una lucha civil intensa y per-manente.

Las clases oprimidas habían puesto sus ojos no tanto en la conquista del poder, pa-ra lo que no se sentían con fuerzas suficientes, sino en el logro de algunas garantías que remediaran su situación de desamparo frente al poderío de la nobleza. Lo que perseguían, principalmente, era que el estado fijara por escrito las leyes, especial-mente las penales, pues la omnipotencia de los nobles se revelaba sobre todo en la arbitrariedad con que castigaban a los culpables. Ya antes de la revuelta de Cilón se había encargado a los tesmotetes, esto es, a los conocedores del derecho tradicional, que ordenaran las disposiciones en vigor y las fijaran por escrito; pero esta labor se había demorado a causa de los conflictos civiles. Después de la expulsión de los Alc-meónidas, y para pacificar los ánimos, se encargó a uno de ellos, Dracón, que pusiera término a la tarea emprendida, y en efecto, en el año 621 el legislador redactó el có-digo que se le había solicitado.

El código de Dracón demostraba una gran severidad y establecía la pena de muerte para infinidad de delitos, muchos de ellos insignificantes. Pero esta crueldad no constituía una innovación, sino que correspondía a las ideas de la época. En cambio, el código suponía dos ventajas considerables con respecto a la situación anterior: una era el hecho de que las disposiciones penales quedaran fijadas por escrito, evitando de ese modo las deformaciones arbitrarias del derecho; otra era el traspaso del ejercicio de la justicia de las familias, que antes la ejercían por su cuenta, al estado, que se transformaba así en el organismo regulador en las diferencias entre personas.

Dracón reorganizó los tribunales y estableció a quién correspondía entender en las distintas causas.

Solón y las reformas

Pero esas conquistas no podían satisfacer ya a las clases oprimidas. A medida que pasaba el tiempo se desarrollaba más y más la vida industrial y comercial, y la clase media adquiría cada vez más importancia. En consecuencia, cada vez se mostraba más insatisfecha con el poder omnímodo que poseía la antigua nobleza terrateniente y as-piraba a apoderarse del poder político o, por lo menos, a participar en él de alguna manera. La consecuencia de esas aspiraciones, que chocaban con la ardiente resisten-cia de los eupátridas, fue el recrudecimiento de los conflictos civiles, que, al comenzar el siglo VI antes de J. C., se hicieron gravísimos en Atenas.

Pero el problema era aún más grave porque, junto a las aspiraciones de la clase media, se advertía la desesperación de los colonos que trabajaban las tierras de la nobleza, a causa de las deudas en que los sumían las malas cosechas y de la servi-dumbre con que se castigaba a los deudores. La clase media, pues, podía contar con el apoyo de la clase más humilde, y con él su fuerza se acrecentaba y ponía en serio pe-ligro el régimen aristocrático, en cuyo beneficio estaban hechas las leyes vigen-tes.

Como la constitución estaba organizada de ese modo y la mul-titud era esclava de la minoría, el pueblo se sublevó contra los nobles. Como la lucha era violenta y los dos partidos estaban desde largo tiempo frente a frente, se pusieron de acuerdo para elegir a Solón como árbitro y arconte (594/3 antes de J. C.), confián-dosele el cuidado de establecer la constitución. Solón era por el nacimiento y la repu-tación de los primeros de la ciudad; pero por su fortuna y por su rango era un hombre de la clase media.

(ARISTÓTELES, Constitución de Atenas, V)

Solón puso su autoridad y su prestigio al servicio de la justicia y la pacificación. La primera de sus medidas fue la abolición de las deudas, con el objeto de remediar la angustiosa situación en que se hallaban multitud de colonos que habían perdido o es-taban a punto de perder su libertad a causa de aquellas. Para impedir que esa situa-ción volviera a repetirse, prohibió que las personas se ofrecieran o se tomaran como prenda del pago de deudas. De ese modo, el motivo que más violencia daba a la lucha quedó suprimido, no por cierto sin resistencia de los eupátridas que se perjudicaban con la medida.

Pero la obra de Solón fue mucho más allá. Como hombre de la clase media, vincu-lado por sus intereses a los comerciantes e industriales, decidió modificar la constitu-ción política para dar a la clase a la que él mismo pertenecía cierta intervención en el gobierno de la ciudad. Para ese fin estableció las clases censitarias, es decir, agrupó a los individuos no por su origen sino por el monto de las rentas, de modo que estaban en cada una de ellas los que recibían cierta cantidad, tanto si provenía de tierras como si provenía de cualquier actividad comercial o industrial. Estas clases fueron cuatro y cada una de ellas tenía distintas posibilidades de intervenir en la vida pública.

Para facilitar esa intervención de todas las clases, Solón agregó a los órganos de gobierno que poseía Atenas —esto es, los arcontes y el consejo del Areópago— un nuevo consejo, llamado de los Cuatrocientos, y una asamblea popular llamada eclesia.

En la eclesia residía la soberanía y estaba formada por la totalidad de los ciuda-danos, cualquiera fuera su origen y el monto de su renta. El consejo de los Cuatro-cientos debía preparar y formular las leyes antes de que se sometieran a considera-ción de la eclesia, y solo podían integrarlo los que pertenecieran a una de las tres cla-ses superiores. Entre esas clases se elegían también a los arcontes, que eran designa-dos por la eclesia.

De este modo, los eupátridas no perdieron totalmente su influencia, pues como conservaban sus tierras estaban incluidos en las clases superiores, pero debieron compartirla con los nuevos ricos, cuyas fortunas habían sido amasadas en la industria o el comercio.

Pese a la prudencia de sus disposiciones y al equilibrio social que prometían las leyes de Solón, su obra tuvo la virtud de no dejar satisfecha a ninguna de las partes. Poco después de sancionadas sus leyes, Solón partió de Atenas y los conflictos comen-zaron de nuevo. Los eupátridas procuraban recuperar sus perdidas ventajas y los colo-nos, en cambio, se mostraban desilusionados porque esperaban que les fueran entre-gadas tierras para trabajar. Entretanto, los más pobres de todos, los que formaban la clase de los tetes y se ocupaban de los distintos oficios, consideraban que nada habían ganado y se mostraban inquietos e insatisfechos.

Pisístrato y las pisistrátidas

La ocasión parecía favorable para que las clases más humildes se sublevaran nue-vamente, y esa ocasión fue aprovechada por Pisístrato, un eupátrida que aspiraba al poder y que se presentó como el jefe de las clases desheredadas. Con su apoyo se apoderó del poder en el año 561 antes de J. C. e instauró una tiranía, es decir, un ré-gimen ilegal que concentraba en sus manos todo el poder sin que tuviera que dar cuentas a nadie.

En general, Pisístrato mantuvo las leyes de Solón, pero obró de modo que nada se opusiera a su perpetuación en el poder. Para ello apoyó decididamente a las clases humildes y llegó hasta el reparto de tierras; pero más aún apoyó a la clase media, a la que proporcionó toda clase de estímulos para sus actividades, y especialmente a los que se dedicaban a la industria de la cerámica, cuyos productos se difundieron am-pliamente, y a los que se dedicaban al tráfico del aceite y el vino. Por el contrario, se mantuvo firme contra la nobleza, que le pagó con su odio constante y con su rebeldía contenida, a la espera de la ocasión favorable para derribarlo. Por dos veces logró su propósito, pero con resultados efímeros, pues Pisístrato volvió al poder y lo conservó hasta su muerte en 527.

La riqueza que proporcionó a Atenas su expansión comercial e industrial contribu-yó a que la época de Pisístrato fuera brillante por muchos aspectos. No solo se embe-lleció la ciudad sino que también florecieron las artes y las letras. Atenas alcanzó en-tonces una situación de preeminencia entre las ciudades griegas y su poder se acre-centó notablemente.

Como si se tratara de una monarquía, Pisístrato legó el poder a su hijo Hipias, que asoció al gobierno a su hermano menor Hiparco. Pero su gobierno no fue tan feliz co-mo el de su padre y los contrastes que Atenas sufrió en el exterior minaron la autori-dad de los Pisistrátidas —esto es, los hijos de Pisístrato—, creando un ambiente favo-rable para la rebelión de la nobleza siempre en acecho. En 514 antes de J. C. dos ciu-dadanos, Harmodio y Aristogitón, prepararon un complot que costó la vida a Hiparco, y desde entonces el gobierno de Hipias se caracterizó por su dureza y su crueldad.

Los miembros de las más importantes familias eupátridas que estaban desterrados comenzaron entonces a conspirar y lograron el apoyo de los espartanos, con cuyo au-xilio se lanzaron contra Atenas obligando a Hipias a refugiarse en la Acrópolis. Poco después, en 510, capituló el tirano y la ciudad recobró sus antiguas instituciones, bajo la autoridad de las viejas familias.

Nuevas reformas: Clístenes

Pero las enseñanzas del largo período de los Pisistrátidas dieron su fruto. Clístenes, el jefe de los Alcmeónidas, se puso al frente del partido popular y se dispuso a restau-rar la democracia mediante un sistema político que asegurara un justo equilibrio entre las clases. Para lograrlo, estableció algunas reformas decisivas que consolidaron el orden interior de Atenas y permitieron a la ciudad que disfrutara de un período de prosperidad y paz.

El punto débil de la constitución soloniana residía en la autoridad de hecho que conservaban los eupátridas en las regiones donde estaban sus propiedades, gracias a la cual impedían el libre uso de los derechos que las leyes concedían a los ciudadanos sin fortuna. Para corregir este vicio, Clístenes, en 507, dividió el Ática en un centenar de distritos territoriales que agrupó arbitrariamente en diez tribus. Las votaciones se hacían por tribus, pero como en cada una de ellas entraban ciudadanos de distintas regiones y distinta clase censitaria, la influencia de los viejos terratenientes quedó neutralizada y fue posible que todos los ciudadanos emitieran sus votos con indepen-dencia y sin temor a represalias.

Otras reformas completaron el cuadro. El consejo pasó a tener quinientos miem-bros y se establecieron tribunales populares constituidos por cinco mil ciudadanos ele-gidos por sorteo entre los miembros de la eclesia.

Para evitar que algún ciudadano alcanzara un prestigio tan grande que pudiera poner en peligro las instituciones democráticas, Clístenes estableció que una vez por año la eclesia se reuniera para decidir si había alguno que, por su influencia, pudiera llegar a establecer una tiranía, esto es, un poder ilegal. Si se hallaba alguno, la eclesia lo desterraba por diez años para prevenir el peligro. A esta sanción se le llamó ostra-cismo.

Con las reformas de Clístenes, Atenas pudo organizar su vida política dentro de un sistema de paz y orden. A la constitución que él perfeccionó debió Atenas, en gran parte, el largo período de esplendor en que entró a partir de los comienzos del siglo V.

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CAPÍTULO XVI

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Las transformaciones del siglo VI: Esparta

Entre los estados que se resistieron a abandonar sus hábitos continentales y pro-curaron oponerse a las consecuencias económicas y sociales que produjo la coloniza-ción, el más importante fue Esparta. Temerosa la aristocracia de perder sus privile-gios, defendió celosamente las instituciones creadas como resultado de la conquista y mantuvo a Esparta fiel a las antiguas tradiciones. De ese modo, cuando los estados marítimos alcanzaron un gran esplendor económico y vieron modificarse sustancial-mente su régimen social y político, Esparta representó frente a ellos el conservado-rismo tradicionalista.

Esparta y el Peloponeso

Esparta está situada en la península del Peloponeso. Unido al resto de Grecia por el istmo de Corinto, el Peloponeso está cruzado por varias cadenas montañosas que se-paran entre sí regiones bien diferenciadas, a saber: Argólida, Acaya, Élida, Arcadia, Mesenia y Laconia. En esta última estaba situada Esparta.

La Laconia ocupa el ángulo sudeste del Peloponeso y está limitada por el monte Taigeto al oeste y por el mar al este. Su parte más fértil es el valle que corre entre las cadenas paralelas del Taigeto y el Parnón, regado por el río Eurotas, sobre cuyas ori-llas estaba Esparta, en tanto que la región comprendida entre el monte Parnón y el mar era muy poco productiva.

Esparta ocupaba una posición sumamente fuerte en una colina. En aquel lugar ha-bía habido durante la época egea dos poblaciones, cuya historia legendaria conserva el recuerdo de su antigua hegemonía sobre la Lacedemonia.

Conquista doria

Pero la importancia de Esparta solo comienza realmente en los tiempos de la con-quista doria. En el siglo XII los dorios que se introdujeron desde el norte por el istmo de Corinto eligieron como su principal centro el valle del Eurotas y fundaron allí Esparta, a la que por cierto no se preocuparon por fortificar pues las montañas circunvecinas parecían protegerla suficientemente.

Los dorios sometieron a las poblaciones que ocupaban la región y se repartieron las regiones fértiles, relegando a los antiguos habitantes a las tierras de la periferia, razón por la cual se les llamó periecos. Los periecos —seguramente las antiguas clases superiores del país— conservaron cierta libertad, pero los que ya antes ocupaban una situación inferior pasaron a ser siervos, conociéndoselos con el nombre de ilotas.

Los espartanos organizaron políticamente el país sobre la base de una doble mo-narquía, cuyos dos reyes pertenecían cada uno a una de las dos familias más podero-sas, los Agidas y los Euripóntidas, cuyo poder atribuyó luego la tradición a dos antiguas divinidades gemelas, Cástor y Pólux, llamadas los Dióscuros.

Las guerras de Mesenia

Los espartanos aspiraron desde el primer momento a la dominación de todo el Peloponeso y trataron de apoderarse de las regiones vecinas. En tiempos muy antiguos hicieron incursiones hacia la Arcadia. Pero el objetivo más importante de sus conquis-tas fue la región sudoeste del Peloponeso, llamada Mesenia, contra la que se lanzaron más tarde.

En efecto, a mediados del siglo VIII antes de J. C. los espartanos hicieron sus pri-meras incursiones hacia Mesenia y lograron imponer su autoridad. Pero poco después se produjo en Esparta una grave crisis social de la que resultó una nueva subdivisión de las tierras que dejó a muchos en la miseria. Esos fueron los que encabezaron la con-quista definitiva de Mesenia, en una fecha incierta que se supone que corresponde a los 20 años que trascurren entre 735 y 716 antes de J. C. Los mesenios lucharon deno-dadamente por su libertad, pero al fin fueron sometidos y sus tierras ocupadas por los espartanos.

Con todo, la ocupación no suprimió el peligro para Esparta. Hacia 640 antes de J. C. los mesenios se sublevaron y recibieron la ayuda de diversas ciudades del Pelopo-neso que advertían los riesgos del poderío espartano. La situación fue de sumo peligro, pero los espartanos lucharon denodadamente y consiguieron imponerse a sus rivales. En esta guerra adquirió fama el poeta Tirteo, a cuyos versos atribuía la tradición el entusiasmo de los guerreros espartanos. Hacia 610 antes de J. C. las últimas posiciones mesenias fueron capturadas y el país pasó a ser una dependencia de Laconia, que de ese modo se engrandeció hasta llegar a ser la primera potencia del Peloponeso.

La Liga del Peloponeso

Esparta se entregó entonces a la tarea de fortalecer su régimen interior, y durante algún tiempo quedaron interrumpidas sus conquistas. Pero a principios del siglo VI volvió a reiniciarlas y ocupó numerosas poblaciones en el centro y el este del Pelopo-neso, donde las poblaciones vencidas fueron incorporadas a la categoría de los perie-cos.

Sin embargo, Esparta no manifestó por esta época una ambición desmedida de conquista. Quilón, un éforo que gozó de gran autoridad a mediados del siglo VI, enca-bezó una política destinada a anudar una serie de alianzas pacíficas en beneficio del predominio de Esparta. Mediante una serie de tratados de alianza, numerosas ciuda-des quedaron unidas a Esparta por vínculos muy estrechos, reservándose esta el dere-cho de dirigir la política exterior y mandar los ejércitos formados con contingentes de todas las aliadas.

Así se constituyó la Liga del Peloponeso, de la que formó parte casi toda la penín-sula a excepción de las ciudades de Acaya y de Argólida. La liga estaba dirigida teóri-camente por un congreso que se reunía en Esparta —y a veces en Corinto—, en el que los delegados de las diversas ciudades se ponían de acuerdo sobre los problemas que las afectaban. Pero en la práctica la inspiración de la política de la liga pertenecía a Esparta, que era la primera potencia militar.

La Liga del Peloponeso aisló a las ciudades que la integraban del movimiento ge-neral de los estados griegos. Fue la defensora de las tradiciones dorias, y especial-mente de las tradiciones aristocráticas, en una época en que las consecuencias de la colonización impulsaban por todas partes una renovación democrática. Esparta estuvo a la cabeza de aquella política, y puso a su servicio su gran poder militar, robustecido con el de las ciudades que giraban dentro de su órbita.

El régimen social. Licurgo

La defensa de las tradiciones aristocráticas no era en Esparta una preocupación infundada, sino que respondía a la necesidad de la aristocracia conquistadora de mantener severamente sus privilegios contra las clases sometidas, infinitamente más numerosas que ella. Para conseguir ese propósito, Esparta estableció un régimen so-cial extremadamente severo, que la tradición posterior atribuyó a un personaje le-gendario llamado Licurgo.

Puede afirmarse hoy que Licurgo no ha tenido nunca existencia histórica, y que su leyenda no es anterior al siglo VI, época en que la aristocracia empezó a atribuir un origen semidivino a las leyes que ella había ido creando poco a poco para fortalecer su posición. Acaso Quilón fuera quien, en verdad, ordenó la constitución espartana por entonces, y fue esa ordenación la que se quiso prestigiar atribuyéndola a un héroe antiguo e ilustre.

Puede, pues, afirmarse que la constitución espartana no es sino el resultado de una serie de leyes adoptadas en el curso de los siglos y sistematizadas después de las gue-rras de Mesenia. En lo político, esa constitución consagraba un régimen fuertemente oligárquico, pues el poder de los dos reyes se veía estrechamente limitado por la Asamblea de ciudadanos espartanos, de cuyo seno se desprendía un consejo llamado gerusia, que controlaba de cerca a los reyes. La vigilancia directa de los reyes se acentuaba aún más por medio de los éforos, que debían denunciar a la gerusia cual-quier acto que demostrara que se excedían en sus atribuciones.

Los espartanos eran los únicos ciudadanos, pues ni los periecos ni los ilotas poseían derechos políticos. Eran también los únicos poseedores de la tierra, que el estado les entregaba para que vivieran de su renta y sin que la trabajaran, pues debían dedicar todas sus energías a la preparación militar. Con este fin había disposiciones severas sobre la educación, que también se atribuían a Licurgo.

A los jóvenes espartanos no los entregó Licurgo a la enseñanza de ayos comprados o mercenarios, ni aun era permitido a cada uno criar y educar a sus hijos como gustase, sino que él mismo, encargándose de todos a la edad de siete años, los repartió en clases, y haciéndolos compañeros y camaradas, los acostumbró a entretenerse y a holgarse juntos. En cada clase puso por cabo de ella al que manifes-taba más juicio y mostraba más aliento y coraje en sus luchas, al cual los otros le te-nían respeto y le obedecían y sufrían sus castigos, siendo aquella una escuela de obe-diencia. Los más ancianos los veían jugar y de intento movían entre ellos disputas y riñas, notando así de paso la índole y naturaleza de cada uno en cuanto al valor y a perseverar en las luchas. De letras no aprendían más que lo preciso, y toda la educa-ción se dirigía a que fuesen bien mandados, sufridores del trabajo y vencedores en la guerra; por eso, según crecían en edad, crecían también las pruebas, rapándolos hasta la piel, haciéndoles andar descalzos y jugar por lo común desnudos. Cuando ya tenían doce años no gastaban túnica ni se les daba más que una ropilla para todo el año; así, macilentos y delgados en sus cuerpos, no usaban ni de baños ni de aceites, y solo al-gunos días se les permitía disfrutar de este regalo. Dormían juntos en fila y por clases sobre mullido de ramas, que ellos mismos traían, rompiendo con la mano sin hierro alguno las puntas de las cañas que se crían a la orilla del Eurotas; y en el invierno echaban también de los que se llaman matalobos y los mezclaban con las cañas, por-que se creía que eran de naturaleza cálida.

(PLUTARCO, Vida de Licurgo)

La educación militar se prolongaba hasta los diecisiete años, edad a la que el joven espartano ingresaba al ejército como hoplita, esto es, guerrero armado de coraza, casco, escudo, lanza y puñal. A los veintidós adquiría el derecho de participar en la comida común y a los treinta entraba en la asamblea con derechos políticos.

Mediante esta educación, el espartano aprendía a entregarse de lleno a sus obli-gaciones para con el estado. Si militarmente este régimen estaba destinado a afirmar el poder exterior de Esparta, políticamente tenía como finalidad impedir las subleva-ciones de periecos e ilotas, clases que carecían de preparación militar y cuyos miem-bros no tenían derecho a llevar armas ni a poseer ninguna organización.

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CAPÍTULO XVII

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Las guerras médicas

A comienzos del siglo V antes de J. C. estalló una guerra entre los estados griegos y el Imperio persa cuyas consecuencias fueron profundas y duraderas. Hasta entonces los estados griegos habían manifestado un acentuado particularismo, pero el peligro común enseñó a todos que había un vínculo profundo que los unía, y creó una solida-ridad acentuada entre ellos.

Rivalidad entre persas y griegos

La expansión de los estados marítimos griegos hacia las costas del Asia Menor y del mar Negro correspondió, en su último período, al momento de avance del Imperio persa hacia las mismas regiones. Esta coincidencia debía originar conflictos que ter-minarían con la guerra general entre griegos y persas.

Unos y otros contrastaban por sus costumbres al mismo tiempo que coincidían en sus aspiraciones. Mientras los persas querían incorporar como provincias del imperio a las regiones costeras del Asia Menor y las islas del Egeo dominadas por los griegos, estos advertían que la situación de sometidos al gran rey era incompatible con su ma-nera de vivir y de pensar. En efecto, dentro del Imperio persa no podían ser sino sier-vos del poderoso autócrata, y ellos amaban la libertad. Y en lugar de poder desarrollar su actividad comercial libremente y en beneficio propio, la sujeción al rey persa debía significar para ellos trabajar para un amo. El choque era, pues, inevitable.

La expansión persa

En época de Ciro los persas habían conquistado el reino de Lidia. Una vez allí, la suerte de las prósperas ciudades griegas de la Jonia estaba echada, y poco después cayeron en sus manos. Por un momento el avance hacia el Occidente quedó interrum-pido, pero más tarde dos vastas operaciones militares lograron cercar el Egeo con posesiones persas que amenazaron como las dos ramas de una tenaza la zona de ex-pansión de los griegos. En efecto, Cambises conquistó primero el Egipto y Darío logró luego apoderarse de Tracia y Macedonia, con lo cual las rutas marítimas se encontra-ron bloqueadas.

Esta situación se tornó cada vez más asfixiante, y las ciudades jonias empezaron a demostrar una acentuada inquietud a causa de la amenaza que significaba para su prosperidad, pues si bien es cierto que la dominación persa era menos violenta que la de otros imperios orientales, resultaba para los griegos insoportable por los tributos que debían de pagar y por la subordinación a que estaba sometida su iniciativa eco-nómica.

La insurrección de Jonia

Esta situación hizo crisis en el año 499 antes de J. C. Un fuerte movimiento popular propugnaba en las ciudades jonias la insurrección descubierta contra Persia, y algunos de los tiranos que los persas habían puesto en ellas creyeron llegado el momento de sublevarse y perpetuarse en el poder con el apoyo de los descontentos. Uno de ellos, Aristágoras de Mileto, lanzó a su ciudad a la insurrección y, pidiendo auxilio a las ciu-dades griegas, emprendió la lucha contra el poderoso Imperio persa.

Naturalmente, las ciudades griegas solo pudieron ayudarlo en escasa medida. Atenas apenas envió veinte barcos y otras ciudades negaron totalmente su apoyo, de modo que el desequilibrio entre las fuerzas del Gran Rey y las de los sublevados era enorme. Pese a todo, los jonios consiguieron al principio algunas victorias y hasta lle-garon a ocupar, con la ayuda de los atenienses, la ciudad de Sardes en 498.

Pero esos triunfos solo fueron el fruto de la sorpresa y no podían ser consolidados. Los persas comenzaron a reducir sistemáticamente a los insurrectos y, finalmente, en 494, los derrotaron en la batalla naval de Lades. Poco después Mileto era ocupada y destruida por los persas, y su población severamente castigada por su insurrec-ción.

La primera guerra médica

A los ojos de Persia, Atenas tenía la mayor responsabilidad en el movimiento por el apoyo prestado a Mileto y acaso por sus insinuaciones secretas. Como era, además, una de las más importantes potencias marítimas, Darío resolvió castigar su osadía y aniquilar sus ambiciones, para lo cual proyectó una rápida campaña contra el Ática. Movíanlo a desencadenarla algunos refugiados atenienses, especialmente el tirano Hipias, que buscaba recuperar con el apoyo persa el poder que había perdido algunos años antes.

En 492, el Gran Rey organizó una poderosa armada que, concentrada en las costas de Asia Menor, debía dirigirse a Grecia; pero después de algunas dificultades, una fu-riosa tempestad la deshizo en el monte Atos. Sin embargo Darío no desesperó. Mardo-nio, el mismo jefe que la había organizado, recibió el encargo de repetir el intento poco después, y esta vez una nueva flota persa llegó hasta el Ática y desembarcó un poderoso ejército en la llanura de Maratón, cerca de Atenas.

Batalla de Maratón

Para defenderse no contaba Atenas sino con una pequeña fuerza de treinta mil hombres, compuesta en parte por sus propios ciudadanos y en parte por aliados. Ha-bíale negado su ayuda Esparta, la primera potencia militar de Grecia, pero habían respondido a su llamado algunas ciudades menores, como Platea. Con esos contin-gentes se lanzó Atenas contra los invasores, al mando de los diez estrategas que esta-blecían las leyes. Pero entre ellos fue Milcíades quien impuso su opinión, basada en el conocimiento directo que tenía de la estrategia persa. De acuerdo con sus órdenes, los atenienses se lanzaron sobre las alas del ejército invasor.

Los persas que los veían embestir corriendo se dispusieron a recibirlos a pie firme, considerando locura de los atenienses y signo de su total ruina el que siendo tan pocos viniesen hacia ellos tan de prisa, sin tener caballería ni arqueros. Tales ilusiones se formaban los bárbaros; pero luego que de cerca cerraron con ellos los bravos atenienses, hicieron prodigios de valor dignos de inmortal memoria, siendo entre todos los griegos los primeros de quienes se tenga noticia que embistieron a la carrera para acometer al enemigo, y los primeros que osaron fijar los ojos en los uni-formes persas y contemplar de cerca a quienes los vestían, pues en aquel tiempo solo oír el nombre de medos espantaba a los griegos.

Duró aquel vigoroso ataque muchas horas en Maratón, y en el centro de las filas en que combatían los mismos persas y con ellos los sacas, llevaban los bárbaros la mejor parte, pues irrumpiendo vencedores por medio de ellas, seguían tierra adentro al enemigo. Pero en las dos alas del ejército vencieron los atenienses y los de Platea, quienes, viendo que el enemigo volvía las espaldas, no los persiguieron sino que uniéndose los dos extremos acometieron a los bárbaros del centro, los obli-garon a la fuga y siguiéndoles hicieron en los persas un gran destrozo, tanto que, lle-gados al mar, gritando por fuego, iban apoderándose de las naves enemigas.

(HERÓDOTO, Historia, libro VI)

La segunda guerra médica

La victoria de Maratón tuvo inmensas consecuencias para Grecia y especialmente para Atenas. En primer lugar había contenido el inmenso peligro persa, pero además había demostrado que las tropas del Gran Rey no eran invencibles, y, finalmente, ha-bía proporcionado a Atenas la inmensa gloria de derrotar con casi su solo esfuerzo a un enemigo tan poderoso.

Esta circunstancia acrecentó el prestigio de Atenas en Grecia, pero estimuló entre los persas el afán de vengar aquella derrota casi incomprensible. Por esa razón, diez años después de Maratón, el hijo de Darío, Jerjes, volvió a preparar una nueva expedi-ción contra Grecia, compuesta por un ejército que debía llegar al Ática por tierra y una flota que debía acompañarlo siguiendo la costa. En el año 480, las fuerzas terres-tres cruzaron Macedonia y Tesalia y tomaron contacto con los griegos en el desfilade-ro de los Termópilas, donde estos habían resuelto ofrecer la primera resistencia a fa-vor de las ventajas que proporcionaban los obstáculos montañosos.

La defensa de las Termópilas fue confiada al rey de Esparta Leónidas, que colocó allí un pequeño ejército. Durante algún tiempo la resistencia fue eficaz, pero después un traidor señaló a los persas un atajo para tomar la posición por retaguardia y los soldados de Leónidas murieron en el sitio defendiendo la posición hasta el último ins-tante. No quedaba, pues, ningún obstáculo para el ejército persa, que apareció poco después en el Ática.

Batalla de Salamina

Los griegos decidieron entonces acatar la resolución de los espartanos, que habían decidido abandonar el resto de la Grecia y defenderse en el istmo de Corinto, mientras procuraban resguardar su flota en el puerto de Salamina. Solo los atenienses pensaron en resistir, y siguieron las inspiraciones de Temístocles, que aconsejó ofrecer batalla naval en el estrecho de Salamina a la flota persa. Valiéndose de un ardid obligó a las naves del Gran Rey a presentar combate en aquellas desfavorables condiciones y las aniquiló metódicamente obteniendo una brillante victoria que privaba de apoyo al ejército invasor. Este había entrado ya en Atenas, abandonada por sus habitantes, para refugiarse en Salamina, y la había saqueado e incendiado. Pero la derrota de la flota obligaba a Jerjes a proceder con cautela y sus fuerzas se replegaron hacia el norte, donde Mardonio se mantenía aún vigorosamente.

Batallas de Platea y Micala

Los griegos a su vez se sintieron tonificados por la victoria y se dispusieron a obte-ner de ella nuevas ventajas, iniciando en 479 su avance hacia el norte. Mardonio abandonó el Ática, no sin concluir su obra de destrucción en Atenas, y se estableció en Beocia, donde esperó al enemigo. Allí llegaron los ejércitos griegos mandados por el rey de Esparta, Pausanias, y tras algunas escaramuzas se trabó la batalla formal en Platea, donde las tropas persas sufrieron una aplastante derrota.

El desastre fue terrible en el ejército del Gran Rey. Su jefe, Mardonio, había muerto en la batalla y las tropas empezaron a huir desordenadamente siguiendo la costa para ponerse en seguridad a través del estrecho de los Dardanelos.

No quedaba a los griegos sino completar la victoria con algunas operaciones de limpieza, que emprendió su flota en el Egeo. En Micala encontró la de los persas y allí volvió a derrotarla destruyendo gran número de barcos. Poco después, los griegos ocuparon los lugares más importantes de la costa del Asia Menor y estimularon la in-dependencia de las ciudades tanto allí como en las islas próximas. Finalmente, la ocu-pación de Sestos y Bizancio, en los estrechos que separaban Europa de Asia, aseguró la retaguardia de los griegos contra los peligros de una nueva invasión.

Consecuencias de las guerras médicas

Las consecuencias de los triunfos griegos fueron incalculables. Prácticamente, la expansión marítima griega no tenía ya obstáculos, y pudo desarrollarse una era de extraordinario esplendor económico. Las ciudades oprimidas y castigadas por los per-sas se rehabilitaron rápidamente y destruyeron los últimos focos de la resistencia per-sa, que no volvió a representar ya un peligro serio.

Ese esplendor fue en Atenas más brillante que en parte alguna. Primera potencia marítima de Grecia, recogía el fruto de su conducta decidida y encabezaba los estados griegos por la energía de su política, la eficacia de su organización naval y el brillo que su cultura adquirió por entonces.

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CAPÍTULO XVIII

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La religión griega

La religión era uno de los vínculos más poderosos que unía a los diferentes estados griegos. En ella aprendían cuáles eran sus antepasados comunes; mediante los cultos y las fiestas se estrechaban las relaciones mutuas, y a la sombra de los santuarios se establecían los pactos más importantes entre ellos. Por eso era la religión un elemento constantemente presente en la vida de los pueblos griegos.

También estaba presente en la vida de los individuos, ya fuera a través de los cul-tos públicos de la ciudad o a través de los cultos domésticos. Pero sobre todo influía en ellos por la significación que tenía en su educación, pues buena parte de ella consistía en familiarizar a los educandos con las leyendas de dioses y de héroes.

La religión griega difería notablemente de las religiones orientales, pues no era tan estricta ni poseía un sacerdocio que monopolizara su dirección, por lo cual las creencias tuvieron más elasticidad y se mantuvieron más próximas al alma popu-lar.

La religión homérica

En los tiempos más antiguos los pueblos griegos poseyeron una religión en la que adoraban las fuerzas de la naturaleza y vendían un culto reverencial a los muertos. Más tarde, quizá bajo la influencia egea, modificaron sus creencias y sus divinidades naturales tomaron un aspecto antropomorfo, es decir, de formas humanas tanto en lo físico como en lo espiritual. Y poco a poco, las divinidades locales que recibían culto especial en una ciudad comenzaron a ser consideradas como divinidades comunes a los diferentes pueblos griegos, ingresando en la vasta familia de dioses a la que se asignaba como residencia el Olimpo.

Los poemas homéricos contribuyeron a establecer la fisonomía de las distintas di-vinidades y sus relaciones recíprocas, hasta el punto de que se pudo considerar a Ho-mero como “el padre de los dioses”. La Ilíada y la Odisea así como los numerosos himnos que compusieron distintos poetas por la misma época —y que suelen llamarse “himnos homéricos”— constitu-yeron para los griegos una verdadera biblia y la religión oficial puede ser llamada homérica. Sin embargo, conviene tener en cuenta la labor de otro gran poeta, llamado Hesíodo, que también ordenó y clasificó las leyendas de los distintos dioses para in-troducir cierta unidad en las creencias religiosas. Su obra titulada Teogonía puede ser considerada también como un libro importan-tísimo en la historia de la religión griega.

Grandes dioses y divinidades secundarias

La religión griega era politeísta y antropomórfica. Tal como fue concebida por los poetas y practicada, consistía en diversos cultos que debían rendirse a un conjunto de divinidades cuya residencia celeste recibía el nombre de Olimpo, y que estaba organi-zado como una gran familia.

El rey y señor de la familia olímpica era Zeus, dueño del rayo y dispensador de toda suerte de bienes y de males. Según una leyenda, Zeus había vencido a su padre Cronos y desde entonces ejercía el mando supremo sobre los dioses y los hombres; pero permitía que sus hermanos Poseidón y Hades gobernaran ciertas regiones: Po-seidón los mares y Hades el mundo subterráneo.

Junto a Zeus estaban su esposa Hera, que vigilaba la vida familiar, especialmente el matrimonio y el nacimiento de los hijos, y su hermana Deméter, que vigilaba la vida vegetal y especialmente el trabajo de la tierra. Y por debajo de Zeus estaban sus hijos, Atenea, Apolo, Artemisa, Hefestos, Ares y Afrodita, cada uno de los cuales tenía ciertos rasgos peculiares y una misión definida en el gobierno de los hombres.

Atenea era la diosa de la sabiduría y de las artes, es decir, de todo aquello que exi-gía la labor esforzada de la inteligencia, pues Atenea había nacido de la cabeza de Zeus. Apolo, generalmente representado como citarista, era una divinidad solar que protegía a los pastores y también a los músicos y poetas. Artemisa, divinidad lunar, era representada como infatigable cazadora celosa de su independencia y se la conside-raba protectora de las bestias feroces y los bosques. Hefestos era el dios del fuego y de la metalurgia. Ares era el dios de la guerra y, finalmente, Afrodita era la diosa del amor y de la belleza.

Fuera de estas divinidades principales, formaban parte de la sociedad olímpica otros dioses menores, algunos de ellos servidores de aquellas. Así, Hermes e Iris eran los mensajeros de los dioses, quienes se valían de ellos para transmitir sus órdenes a los mortales; Hebe era la escanciadora de los huéspedes del Olimpo y Themis la que los convocaba al consejo presidido por Zeus.

Todavía quedaban, en la religión griega, numerosas divinidades que no residían en el Olimpo. Las Ninfas, los Sátiros y el dios Pan habitaban en los bosques. Las Nereidas, los Tritones, el dios Proteo y la diosa Anfitrite habitaban en los mares bajo el dominio de Poseidón, de quien la última era la esposa. Las Parcas, las Erinnias y la diosa Per-séfone habitaban en el mundo subterráneo, donde reinaba Hades, esposo de Perséfo-ne.

Los héroes y los semidioses

Por debajo de los dioses, pero como superiores a los simples mortales, había en la religión griega numerosos semidioses o héroes, nacidos generalmente de una divini-dad y un ser mortal. Los semidioses o héroes eran, generalmente, divinidades locales de una ciudad que luego habían merecido un culto general.

El más grande de los héroes griegos era Prometeo, un titán que, expulsado del Olimpo, creó el hombre y robó para él el fuego sagrado; por su audacia, Zeus lo en-cadenó a una roca y lo condenó a un terrible suplicio. Heracles fue el héroe nacional y no es, en realidad, sino un mito solar; según la leyenda cumplió doce magníficas ha-zañas, cada una de las cuales constituye una maravillosa aventura. Teseo fue el héroe del Ática, al que se le atribuía la liberación del yugo cretense gracias a su hazaña de dar muerte al Minotauro. Perseo, por su parte, lo fue de Argos, y Edipo de Tebas.

Una leyenda colectiva es la de la guerra de Troya, en la que participaron numero-sos héroes de diversas ciudades. Aquiles, Ulises, Diomedes, Áyax, Menelao y otros muchos partieron de Grecia para apoderarse de Troya bajo las órdenes del hermano de este último, Agamenón Atrida. La Ilíada narra sus aventu-ras frente a los muros de Ilión, y la Odisea los episodios del regreso de Ulises después de la toma de la ciudad. Pero la leyenda se prolongaba más aún con los episodios del retorno de los Atridas. Agamenón fue asesinado por Egisto en complicidad con su propia esposa Clitemnestra, y esta cayó luego bajo la venganza de su hijo Orestes: de ese modo se cumplía el sino trágico de Atreo, castigado en sus descendientes por un atroz delito.

Otra leyenda colectiva es la de Jasón y los tripulantes de la nave Argos, Heracles, Teseo, Cástor y Pólux. Movidos por el afán de conquistar el Vellocino de oro, que era una maravillosa piel áurea, los héroes se lanzaron a través del mar Negro hacia la lejana región de la Cólquida, en la ladera del Cáucaso, donde lograron su propósito; pero al regreso tuvieron que sufrir muchas penalidades.

Con frecuencia las leyendas heroicas guardaban el recuerdo de episodios históri-cos, aunque deformados por el tiempo y la transmisión oral de sus detalles. Por esa razón el culto de los héroes representaba una especie de religión patria.

Los misterios

Pero la religión de los dioses y de los héroes no era la única entre los pueblos griegos. Junto a ella se conservó otra acaso más antigua, que mereció una devoción particularísima y que se relacionaba con las creencias sobre la vida de ultratumba. Esa religión se caracterizó por tener un carácter secreto y por eso se llamó a sus cultos misterios”.

Los misterios más importantes eran los que se relacionaban con la diosa Deméter, cuyo santuario estaba en la ciudad de Eleusis, cerca de Atenas. Según la leyenda, la hija de Deméter, llamada Koré, fue raptada por Hades que la condujo a su reino de las regiones subterráneas. Tras muchas peregrinaciones, Deméter conoció el lugar donde se hallaba su hija y obtuvo de Zeus el permiso para que volviera, pero a condición de que Koré no hubiera comido nada en las regiones subterráneas. Como, desgraciada-mente, Koré había probado una pepita de granada, debió volver al reino de Hades, pero le fue permitido visitar a su madre todos los años. Esa leyenda reflejaba el ciclo vegetal, pues Deméter no era sino la tierra fecunda y Koré la semilla que se esconde en la tierra, aparece luego y vuelve a hundirse en ella. Los griegos acariciaron la es-peranza de que el hombre mortal pudiera volver a la vida después de muerto, y cre-yeron que podían lograrlo mediante ciertos ritos que celebraban secretamente los iniciados.

Los cultos y las fiestas

Los dioses griegos recibían un culto solemne que se realizaba allí donde se suponía que el dios habitaba, fuera en el seno mismo de la naturaleza o en los templos donde estaba su imagen. Un ciudadano —el de más alta jerarquía, generalmente, o el que tenía esa misión especial— presidía las ceremonias, que consistían generalmente en himnos, libaciones, ofrendas y sacrificios de animales, una parte de los cuales era co-mida por los fieles en un acto de comunión con la divinidad, que se suponía que recibía lo que devoraba el fuego. Cuando una circunstancia especial obligaba a tributar a los dioses un sacrificio muy importante, se inmolaban cien bueyes, ceremonia que se lla-maba hecatombe.

Algunas veces, el sacrificio o la ofrenda tenían como finalidad conseguir de Apolo la revelación del misterio del porvenir. Entre todos, el santuario de Apolo en Delfos fue el que más prestigio alcanzó por sus oráculos, en el que depositaban su fe todas las ciudades de Grecia. Allí la sacerdotisa, llamada Pitia, se asomaba a un abismo próximo al santuario y profería sonidos misteriosos que eran luego interpretados por los sa-cerdotes de acuerdo con las preguntas formuladas por los fieles.

En determinadas ocasiones, los griegos rendían culto a algunos de sus dioses me-diante grandes concursos poéticos y deportivos, en los que participaban ciudadanos de todos los estados griegos. Los juegos más importantes eran los que se celebraban en Delfos, Corinto y Olimpia, especialmente estos últimos —los juegos olímpicos—, que se celebraban cada cuatro años en honor de Zeus.

Los juegos olímpicos constituían la más grande de las fiestas griegas, y concurrían a presenciarlos grandes multitudes. Los torneos de lucha, lanzamientos, pugilato y, sobre todo, las carreras de carros, entusiasmaban a la concurrencia, y los vencedores recibían una corona de olivo. Pero el prestigio de quienes habían vencido en los juegos olímpicos era tan grande que los más ilustres poetas exaltaban su gloria y se erigían estatuas en su honor.

Testimonios del sentimiento panhelénico, las grandes festividades religiosas con-gregaban a los griegos y exaltaban la que los unía: el culto de las grandes divinidades, antes puramente locales y luego concebidas como miembros de la familia olímpica, verdadero símbolo de la unidad espiritual de Grecia.

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CAPÍTULO XIX

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La cultura griega: la época de Pericles

Los griegos manifestaron una intensa vocación por el conocimiento y la belleza. Desde tiempos muy remotos demostraron una viva preocupación por los profundos enigmas del universo y buscaron afanosamente las causas de los fenómenos que cau-saban su admiración y su sorpresa. Por ese camino echaron las bases de la filosofía y de las ciencias, que más tarde habían de desarrollar ellos mismos con notables resul-tados. Del mismo modo sintieron el atractivo de la poesía y de las artes plásticas, ma-nifestaciones todas ellas de una belleza que trataban de alcanzar con vehemencia.

Esas inquietudes alcanzaron su más alto grado en Atenas, y especialmente en la época que siguió a las guerras médicas, período durante el cual un hombre de mar-cada influencia política, Pericles, estimuló a los sabios y a los artistas con su apo-yo.

Atenas en la época de Pericles

El comportamiento de Atenas durante la guerra con los persas le valió un inmenso prestigio en toda Grecia, y su posición después del conflicto le proporcionó una consi-derable riqueza. En efecto, Atenas presidía la Liga de Delos, a la que pertenecían todas las ciudades marítimas, y administraba los fondos con que todas contribuían para asegurarse contra una posible repetición del ataque persa. Con esos fondos Atenas pudo mantener una poderosa flota y emprender las obras de reconstrucción de la ciu-dad, incendiada por los invasores, de modo que empezó un período de gran esplendor para la ciudad.

Pericles, que ocupó un cargo relativamente insignificante en el gobierno ateniense pero que gozó de un inmenso ascendiente por la fuerza de su oratoria, fue el propulsor de las obras públicas que modificaron la fisonomía de Atenas. Esa fue la ocasión para que brillara el genio de arquitectos, escultores y pintores, que pudieron dar rienda suelta a su inspiración y encontraron la oportunidad de darle forma en edificios, esta-tuas y pinturas. Pero no solo a ellos estimuló Pericles. También tuvieron su apoyo los filósofos, con quienes gustaba departir, y los poetas, especialmente los trágicos, que pudieron ver sus obras representadas en los concursos que se celebraban anualmen-te.

Sin duda antes y después de la época en que Pericles ejerció su influencia sobre Atenas hubo filósofos, artistas y poetas; pero nunca como en ese momento —que apenas dura desde 460 hasta 429 antes de J. C.— coincidieron tantas figuras promi-nentes y hallaron tanto eco las actividades del espíritu. Por eso puede hablarse de una época de Pericles para señalar el momento más brillante de la cultura griega, cuyo hogar más luminoso fue sin duda Atenas.

La educación y la oratoria

Los griegos demostraron una marcada preocupación por la educación de los niños y los jóvenes. Desde sus primeros años recibían en su hogar los rudimentos de la edu-cación, mientras jugaban custodiados por las esclavas y vigilados por la madre, y es-cuchaban las viejas narraciones tradicionales. A partir de los siete años la educación de los niños y las niñas se diferenciaba, pues los primeros empezaban a concurrir a las escuelas, en tanto que las segundas no recibían otra educación que la puramente do-méstica.

En las escuelas aprendían los niños a leer, a escribir y a contar. Desde muy pronto entraba el joven educando en relación con la fuente de todas las tradiciones históricas y religiosas, los poemas homéricos, en los que practicaba la lectura y con los que hacía sus ejercicios de música y recitación. En ellos aprendían también el caudal de leccio-nes históricas y morales que encerraban y se familiarizaban con los ideales naciona-les.

Más adelante comenzaba la educación física. Los adolescentes concurrían a los gimnasios, en los que se adiestraban en toda suerte de ejercicios físicos para alcanzar un estado de perfeccionamiento corporal que parecía a los griegos tan importante como una inteligencia cultivada y un espíritu bien nutrido.

La educación física se relacionaba estrechamente con el servicio militar o efebía, que el joven ciudadano prestaba desde los dieciocho hasta los veinte años. Frecuen-temente, solo después de haberlo cumplido se ingresaba en la ciudadanía con plenos derechos políticos.

En cuanto a la educación intelectual, el joven que deseaba perfeccionarla con co-nocimientos superiores solía recurrir a las enseñanzas de algunos de los maestros profesionales, a los que se les llamaba sofistas. Su especialidad solía ser la elocuencia y sus lecciones versaban sobre temas de retórica y dialéctica, sin que olvidaran los problemas más controvertidos de la filosofía y las ciencias. Pero, con todo, la elocuen-cia misma era una de las preocupaciones fundamentales, porque gracias a ella el ciu-dadano estaba seguro de poder alcanzar gran ascendiente sobre sus conciudadanos en las asambleas públicas. Tal fue el caso de Pericles, cuya palabra dominaba a sus audi-torios y gracias a la cual se transformó en el hombre más importante de su tiempo. Más tarde descollaron entre los oradores atenienses Demóstenes y Esquines.

La filosofía

La curiosidad por los enigmas del universo fue una de las características de los griegos. Desde tiempos muy remotos se interrogaron sobre el origen de la materia, la causa de sus cambios y las leyes que regían sus transformaciones y movimientos. Al principio se contentaron con explicaciones de carácter mítico, imaginando que los dioses intervenían constantemente en la vida de la naturaleza y de los hombres. Pero poco a poco comenzaron a buscar explicaciones naturales a los fenómenos que más les llamaban la atención y así surgió la filosofía, una disciplina en la que se fundían muchos problemas que luego constituyeron diversas ciencias independientes.

El primer período de la filosofía griega se conoce con el nombre de período cos-mológico, porque el problema fundamental que preocupó a los filósofos fue el del cosmos, su origen y sus transformaciones. Este período comienza en el siglo VII antes de J. C. en las ciudades jonias de Asia Menor, donde algunos pensadores como Tales, Anaxímenes y Anaximandro formularon diversas hipótesis sobre cuáles eran los ele-mentos fundamentales del universo; unos opinaron que era el agua, otros el fuego, otros el aire; otros filósofos de diversas regiones continuaron luego estas indagaciones, y entre todos merecen destacarse Leucipo y Demócrito, que afirmaron que la materia estaba compuesta de partículas infinitamente pequeñas, los átomos, cuyas distintas combinaciones componían las distintas sustancias.

Pero hacia el siglo VI estas preocupaciones cedieron el primer lugar a otras que se relacionaban estrechamente con el hombre. Una escuela de filósofos, conocidos con el nombre de sofistas, y un pensador de extraordinaria originalidad llamado Sócrates fueron los que comenzaron a suscitar los nuevos temas de la filosofía que giraban al-rededor de cuál era la naturaleza del alma, cuál el destino del hombre y cuáles los principios que debían guiarlo hacia la virtud y la felicidad.

Sócrates nació en Atenas, en 469 antes de J. C., y como los sofistas, se dedicó a la enseñanza, diferenciándose empero de ellos en que no hizo de esta una profesión; su objeto era llegar mediante el diálogo no solo a comunicar sus conocimientos a sus interlocutores, sino también a descubrir nuevas verdades. Por esa razón se lo veía con-tinuamente dedicado a su ministerio, con cualquiera que fuese, sin más discípulos que los que espontáneamente querían seguirlo y dialogar con él. Entre esos discípulos se contaron el historiador Jenofonte y el filósofo Platón, que nos han dejado testimonios de sus conversaciones con el maestro. Esos testimonios son los únicos que poseemos de Sócrates, pues él mismo no escribió ninguna obra.

Su principal preocupación está reflejada en su máxima: ”Conócete a ti mismo”, en la que ponía de manifiesto su opinión acerca del cuál era el principal tema de la filo-sofía: el hombre mismo. Le preocupaba cómo llegaba el hombre a conocer la verdad y, sobre todo, cómo podía llegar a conocer la verdad moral para guiar eficazmente su conducta hacia el bien. Porque estaba convencido de que solo obraba mal el ignorante y creía que nadie conociendo el bien dejaba de marchar hacia él.

Su enseñanza dejó profundas huellas en el pensamiento griego y los más grandes filósofos que vinieron después reconocían que, en mayor o menor medida, eran sus discípulos. Pero en los últimos tiempos de su vida sufrió las consecuencias de su acen-tuada independencia de carácter y cayó bajo el odio de aquellos a quienes había de-mostrado su ignorancia y había avergonzado a causa de su infundada suficiencia. Acu-sado de corromper a la juventud y de fomentar la impiedad de sus discípulos, fue lle-vado ante el tribunal, donde se defendió haciendo su propia apología en un discurso maravilloso.

En verdad, atenienses, por demasiada impaciencia y precipita-ción vais a cargar con un baldón y dar lugar a vuestros envidiosos enemigos a que acusen a la república de haber hecho morir a Sócrates, a ese hombre sabio, porque para agravar vuestra vergonzosa situación, ellos me llamarán sabio aunque no lo sea. En lugar de que si hubieseis tenido un poco de paciencia, mi muerte venía de suyo y hubieseis conseguido vuestro objeto, porque ya veis que en la edad que tengo, estoy bien cerca de la muerte. No digo esto por todos los jueces sino tan solo por los que me han condenado a muerte, y a ellos es a quienes me dirijo. ¿Creéis que yo hubiera sido condenado, si no hubiera reparado en los medios para defenderme? ¿Creéis que me hubieran faltado palabras insinuantes y persuasivas? No son las palabras, atenienses, las que me han faltado; es la impudencia de no haberos dicho cosas que hubierais gustado mucho de oír. Hubiera sido para vosotros una gran satisfacción haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que estáis viendo todos los días en los acusados. Pero en medio del peligro, no he creído que debía re-bajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso, y después de vuestra sentencia, no me arrepiento de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir des-pués de haberme defendido como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros.

(PLATÓN, Apología de Sócrates)

Los jueces condenaron a Sócrates a morir, y el maestro bebió la cicuta entre las lágrimas de sus discípulos, con una maravillosa fortaleza de ánimo. Después de su muerte su enseñanza fue recogida por Platón y transmitida a la posteridad en un con-junto de diálogos que constituyen una de las obras maestras de la filosofía.

Platón, que vivió entre 427 y 347 antes de J. C., no fue solamente, sin embargo, un discípulo de Sócrates. Su pensamiento fue aún más allá que el de su maestro y desa-rrolló muchos temas que Sócrates apenas había insinuado; pero sus Diálogos exponen siempre su pensamiento atribuyéndolo a Só-crates y es difícil establecer cuál es el límite entre el suyo propio y el de su maes-tro.

Sin duda es suya la doctrina de que lo que percibimos con los sentidos no es la verdadera realidad, sino mero reflejo de otra más perfecta que solo puede conocerse mediante la razón. También es suya la concepción política que expone en las obras tituladas la República y las Leyes.

Discípulo de Platón fue Aristóteles, natural de Macedonia, que vivió entre 384 y 322 antes de J. C. Aristóteles estudió y enseñó en Atenas durante muchos años, y fundó allí una escuela llamada el Liceo. Su mayor mérito consiste en haber echado las bases de la lógica, estudiando los principios del razonamiento. Pero no fue menor su signifi-cación por la magnitud de todos los conocimientos y la organización de las distintas disciplinas que trató en sus obras: la Poética, las Éticas, la Política, la Metafísica, etc. En rigor, a él se debe la caracterización de diver-sas ciencias que adquirieron después una completa autonomía.

Las ciencias

Antes, sin embargo, algunas ciencias habían adquirido un importante desarrollo. La astronomía, por ejemplo, había recibido un importante impulso por obra de los filóso-fos de Jonia, a quienes había llegado la herencia de las numerosas observaciones rea-lizadas por los caldeos, y se sabe que Tales de Mileto predijo un eclipse con absoluta exactitud. Igualmente la matemática habíase desarrollado gracias a los estudios de Pitágoras y sus discípulos, y la medicina se convirtió en una ciencia merced a la reno-vación que introdujo Hipócrates al estudiar el funcionamiento del cuerpo humano y las causas de las distintas enfermedades.

Pero fue Aristóteles el que diferenció los campos de las distintas ciencias, espe-cialmente las ciencias naturales, y diseñó las normas a que debía ajustarse la descrip-ción y el análisis científico.

La literatura y el teatro

También desde tiempos remotos mostraron los griegos una profunda vocación por la poesía, cuyas primeras manifestaciones fueron los poemas y los himnos homéricos. Después alcanzó un extraordinario vuelo la poesía lírica y elegíaca, en la que brillaron Alceo, Safo y Anacreonte, y en la que alcanzó luego el más alto lugar Píndaro. Sus odas a los vencedores de Olimpia y todas sus otras poesías se caracterizaron por la intensi-dad de su lirismo, que le atrajo la admiración de toda la Grecia, hasta el punto de que, cuando Alejandro Magno destruyó Tebas, su ciudad natal, ordenó que se preservara la casa del poeta.

Pero donde la poesía griega alcanzó mayor brillo y mayor resonancia popular fue en el teatro, en cuyas representaciones dieron vuelo a su fantasía y a su genio poético Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes.

El teatro había nacido como una variante del culto de Dionisos, cuando se separó del coro un recitador que, poco a poco, se convirtió en personaje autónomo y comenzó a dialogar con el coro y, más tarde, con otro personaje. Al cabo de poco tiempo el es-pectáculo teatral, que se siguió realizando en la época de las fiestas dionisíacas, fue el más popular y atrayente especialmente en Atenas. Las representaciones tenían lugar en una especie de anfiteatro natural al aire libre en el que se reunían grandes canti-dades de público.

Las obras teatrales fueron en Grecia de dos géneros distintos: la tragedia y la co-media. La primera se caracterizó por la utilización de los temas mitológicos y legenda-rios, desarrollados con sentido religioso y filosófico, pues el fondo común de la trage-dia era la fatalidad que domina el sino de los hombres. La comedia, en cambio, giraba sobre temas de relativa actualidad y estaba destinada a provocar la risa de los espec-tadores con la burla cruel sobre personajes conocidos, sin detenerse a veces ante los más groseros excesos.

Esquilo fue el primero de los grandes trágicos griegos, y vivió entre 525 y 456 an-tes de J. C. Compuso numerosas tragedias, pero gran parte de ellas se han perdido, de modo que solo han llegado hasta nuestros tiempos siete. De ellas, Agamenón, Las Coéforas y Las Euménides componen una trilogía, de acuerdo con una costumbre de los concursos poéticos que establecía que se presentaran tres obras que constituyeran un conjunto. Su tema co-mún es la leyenda del desastre que se abatió sobre la casa de los Atridas después de la toma de Troya, y el poeta trata de destacar la fuerza de la fatalidad, frente a la cual nada puede la voluntad humana. Esquilo era un maestro consumado del verso y su poesía arrebataba a sus oyentes por su majestuosa grandeza. Otra obra suya, Los Persas, exaltaba el triunfo griego sobre los invasores y esti-mulaba el patriotismo y el orgullo de los atenienses.

También tomó Sófocles (459-405 antes de J. C.) los temas de la mitología y la le-yenda para sus obras, pero los trató de manera diferente a la utilizada por Esquilo, pues aunque predominaba igualmente la idea de la fatalidad, los caracteres humanos adquirían mayor importancia y realce, y parecía que la acción estaba situada más cerca de los hombres. Sófocles escribió un número muy crecido de obras y obtuvo en los concursos numerosos premios. Han perdurado solamente siete, de las cuales las más notables son las que toman el tema de Edipo y que llevan por título Edipo Rey, Edipo en Colono y Antígona.

La tragedia comenzó a tomar plenamente los caracteres del drama humano con Eurípides, verdadero maestro en la descripción y el análisis de los sentimientos hu-manos. Vivió entre 480 y 406 antes de J. C. y entre las obras que se conservan de él deben citarse Medea, Hécuba, Las Bacantes, Ifigenia en Áulide, Ifigenia en Táuride y Las Troyanas.

Entre los autores de comedias, el lugar preeminente correspondió a Aristófanes (445-380 antes de J. C.), cuyo espíritu satírico se volvió sobre los principales aconteci-mientos y los más notorios personajes de su época para ridiculizarlos y criticarlos. Es-píritu conservador, arremetió contra los políticos democráticos en Las avispas y Los caballeros y no vaciló en burlarse de Sócrates en Las nubes. Otras obras suyas fueron de intención filosófica, pero el propósito satírico predominó siempre, servido por una fuerza cómica indudable y un profundo dominio del idioma.

Más tarde se prohibió a los comediógrafos la alusión directa a las personas y los hechos contemporáneos, y el teatro perdió la mordacidad que lo caracterizara en época de Aristófanes. Ganó, en cambio, en sentido humano y en universalidad, pues la comedia procuró acercarse a los problemas generales de la vida, sin limitaciones lo-cales.

La historia

La historia fue una de las manifestaciones más brillantes del genio griego, espe-cialmente en Atenas y con posterioridad a las guerras médicas, pues se despertó una curiosidad extraordinaria por conocer no solo las alternativas de esa guerra y de los conflictos que hubo más tarde en los estados griegos, sino también las relaciones entre el mundo griego y el mundo bárbaro.

El primero de los grandes historiadores griegos fue Heródoto (480-425 antes de J. C.), natural de Halicarnaso pero radicado luego en Atenas y partícipe del espíritu ate-niense. Heródoto realizó numerosos viajes y llegó a conocer profundamente los países sometidos a los persas, de modo que cuando se decidió a escribir su Historia sobre las guerras médicas, pudo anteponer al relato del gran acontecimiento militar una detallada exposición de la historia de las distintas regiones del Oriente cercano.

Más tarde, Tucídides (460-400) describió las guerras entre Atenas y Esparta, po-niendo de manifiesto no solo una extraordinaria pulcritud para informarse de los acontecimientos, sino también un vasto genio para la composición de grandes cuadros históricos, llenos de movimiento. Pero, con todo, lo que destaca a Tucídides es la preocupación por explicar los hechos que narra buscando las causas remotas y las causas próximas de los procesos históricos.

La continuación de la historia interior de Grecia que escribió Tucídides se debió a Jenofonte, que la tituló Helénicas.Jenofonte, sin embargo, al-canzó más celebridad por otra obra, titulada Anábasis o La retirada de los diez mil, en la que narraba sus aventuras y las de los que con él fueron en ayuda del pretendiente persa Ciro el Joven contra el rey Artajerjes.

La arquitectura

El genio plástico de los griegos se reveló de manera sobresaliente en la arquitec-tura, en la que lograron crear un estilo original, armonioso y de impresionante gran-deza. Aunque el punto de partida fue la casa privada, el megarón, las obras más im-portantes que realizaron fueron los templos, residencias de los dioses, a los que hon-raban con la magnificencia de la morada que les dedicaban.

Después de la destrucción de Atenas por los persas, la ciudad resolvió reconstruir los templos y erigir otros nuevos, para lo cual puso a contribución el genio de los me-jores artistas de la época. El desarrollo que entonces tuvo la arquitectura permitió perfeccionar las concepciones tradicionales y desarrollar los planes más audaces, hasta alcanzar un estilo maduro cuyos rasgos habían de mantenerse uniformes a lo largo de las épocas subsiguientes, con valor de modelo.

El templo griego se componía de un peristilo exterior, un vestíbulo o pronaos, una nave o cella, donde estaba la estatua de la divinidad, y un recinto posterior dedicado al tesoro del templo. A veces faltaba alguna de las partes citadas en primer lugar, pero en general su distribución fue uniforme. Generalmente, el templo estaba rodeado por un pórtico de columnas, que variaba en cuanto al número de hileras que lo componían. La planta era cuadrada o rectangular y el techo era a dos aguas.

Según los caracteres de la ornamentación, se diferenciaron dentro del estilo griego varios órdenes: el dórico, el jónico y el corintio. El orden dórico se caracterizó por la columna sin basamento y con un capitel en forma de prisma de escasa altura; además, el friso estaba constituido por una sucesión de espacios esculpidos (metopas) separa-dos por adornos geométricos (triglifos). El orden jónico, en cambio, se caracterizó por una columna más elevada que la dórica, con basamento y capitel constituido por vo-lutas, en tanto que el friso era continuo. Finalmente, el orden corintio, que es el más tardío, acrecentó los elementos decorativos del jónico, como en la columna, por ejem-plo, que vio complicarse su capitel con hojas de acanto superpuestas a las volutas jó-nicas.

El más alto ejemplo de la arquitectura dórica es el templo del Partenón, situado en la Acrópolis de Atenas, obra de los arquitectos Ictinos y Calícrates, y en cuya decora-ción trabajó Fidias, autor también de la estatua de Palas Atenea que alojaba en su in-terior. Fidias trabajó, además, en el frontón y en el friso.

También estaban en la Acrópolis de Atenas el templo de la Victoria, correspon-diente al orden jónico, y el Erecteión, dedicado al héroe Erecteo, cuyo rasgo caracte-rístico era el pórtico lateral en el que las columnas estaban reemplazadas por figuras de mujeres o cariátides.

Templos semejantes, de mayores o menores proporciones, surgieron poco a poco por todas las ciudades griegas, mereciendo citarse los de Delfos y Olimpia.

La escultura

Antes del siglo V, los griegos habían seguido el modelo de los pueblos orientales para construir sus estatuas. Eran, en consecuencia, estáticas y rígidas. Pero en esa época comenzaron a aparecer nuevas tendencias escultóricas, y los artistas se preo-cuparon por dar a las figuras un movimiento de que hasta entonces carecían, desta-cándose entre los primeros que lograron imprimir una fisonomía distinta a sus esta-tuas Mirón y Polícleto. Mirón es el autor del Discóbolo, una figura que representa a un atleta en el instante de arrojar el disco, en la cual el artista logra representar fielmente los rasgos anatómicos y, además, expresar la idea de mo-vimiento que corresponde a la actitud del atleta. Algo semejante ocurre con las esta-tuas de Policleto, cuyo Doríforo se consideró como una obra maestra en cuanto a las proporciones de las diversas partes del cuerpo humano, hasta el punto de que se las consideró como el canon o regla al que debían ajustarse todos los escultores.

En el siglo V, la figura más grande de la estatuaria griega es Fidias, a quien se en-cargó la imagen de Palas Atenea construida en oro y marfil destinada al Partenón y la estatua de Zeus para el templo de Olimpia. Trabajó también en la decoración mural del Partenón, cuyos frisos y cuyo frontón concibió y realizó con la colaboración de otros artistas.

La característica de sus figuras fue la serena majestad que supo imprimirles. Estos rasgos, sin embargo, no satisficieron más tarde, y los escultores que vinieron tras él, como Praxíteles, Lisipo y Escopas, se preocuparon por incorporar a sus estatuas —como Eurípides había hecho en la tragedia— los sentimientos humanos, especial-mente cierta dramaticidad que las alejaba de la serena concepción de Fidias.

La pintura y la cerámica

Los griegos tuvieron una pintura que impresionó fuertemente a quienes la cono-cieron, pero de la cual no ha llegado hasta nosotros ninguna obra. Polignoto, Zeuxis y Parrasio fueron los pintores más famosos, y se cuentan numerosas anécdotas que tes-timonian el extraordinario dominio técnico que habían alcanzado en su arte.

Apenas podemos tener una imagen de la pintura griega a través de los vasos grie-gos, que se acostumbraba decorar con un dibujo extremadamente delicado y expresi-vo. Figuras negras o figuras rojas —según fuera el fondo que tuvieran— decoraban las cráteras y las ánforas, representando escenas sacadas de la mitología y la leyenda. Sin duda podemos apreciar en ellas la finura del dibujo y la riqueza de la composición, pero poco sabemos de la calidad del colorido de la pintura griega, excepto lo que puede deducirse de la pintura pompeyana, que seguramente se inspiró en ella.

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CAPÍTULO XX

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El imperialismo ateniense y los conflictos entre las ciudades griegas

El siglo y medio que siguió a la invasión de Grecia por los persas se caracterizó por una lucha casi constante entre los diversos estados griegos por la hegemonía. El pres-tigio conquistado por Atenas en la lucha contra los invasores le proporcionó, durante la primera mitad del siglo V, una indiscutible autoridad, especialmente sobre los estados marítimos. Pero Esparta seguía siendo la primera potencia militar y no podía ver con buenos ojos la creciente expansión de la que ya consideraba como su rival. La lucha entre los dos estados fue, así, inevitable, y se desencadenó en 431 antes de J. C. El re-sultado fue la declinación de Atenas y la afirmación del poderío espartano, pero tam-bién por breve plazo pues el tipo de dominio que Esparta ejercía resultaba muy pesado y suscitó la resistencia. Tebas fue esta vez la encargada de poner fin al predominio de Esparta, y la sucedió por algún tiempo, pero no pudo mantener su posición por mucho tiempo y el mundo griego quedó a merced de Macedonia, cuya potencia militar y or-ganización política fue suficiente para organizar un nuevo orden en él.

Hegemonía de Atenas

Atenas había acertado al suponer que la más eficaz defensa contra los persas es-taba en el mar, y desde entonces se la reconoció como el principal bastión contra nuevas y posibles invasiones. Para que poseyera los elementos suficientes para orga-nizar la defensa, las ciudades marítimas consintieron en congregarse en una liga cuyo centro fue la isla de Delos y cuya dirección ejerció Atenas.

La Liga de Delos, sin embargo, dejó muy pronto de ser lo que se había pensado originariamente que fuera. Atenas la utilizó para establecer un verdadero imperio marítimo, cobrando cuotas a las ciudades que formaban parte de ella y tratando de someterlas a su propia política. Al cabo de poco tiempo su objetivo se vio cumplido, y Atenas quedó como la principal potencia en el mar Egeo.

Gracias a esta circunstancia, el desarrollo comercial e industrial de Atenas se acrecentó rápidamente y en proporciones extraordinarias. Afluyeron a ella gentes de las más diversas regiones y contribuyeron con su dinero o con su trabajo a desarrollar su economía. Gracias a su flota, Atenas dominaba las principales rutas y podía impor-tar y exportar en todas direcciones con gran ventaja para ella. Y a fin de asegurarse los puntos estratégicos que más le interesaban, fundó colonias, llamadas cleruquías, en lugares distantes, en las que ciudadanos atenienses vigilaban y explotaban la región en beneficio de la metrópoli.

Fue esta la época de mayor esplendor de Atenas. Si bien es cierto que su autoridad se tornaba pesada y tiránica para las ciudades que estaban sometidas a su yugo, den-tro de la ciudad misma el régimen democrático se perfeccionaba gracias a los jefes del partido popular. Tras algunos fracasos de Temístocles y el predominio de los aris-tócratas encabezados por Cimon, el partido popular volvió a levantar cabeza bajo la dirección de Efialtes, que perfeccionó las instituciones democráticas suprimiendo las funciones de carácter político que aún conservaba el areópago.

En 460 antes de J. C. Efialtes fue asesinado, pero el partido popular tuvo entonces la fortuna de encontrar un jefe aún más brillante y eficaz en la persona de Peri-cles.

Penetrado de la doctrina de Anaxágoras sobre los fenómenos celestes y de su metafísica sublime, no solamente adquirió, como era natural, un áni-mo elevado y un modo de decir sublime, puro de toda chocarrería y vulgaridad, sino que con su continente inaccesible a la risa, con su modo grave de andar, con toda la disposición de su persona, imperturbable en el decir, sucediera lo que sucediese, con el tono inalterable de su voz, con todas estas cosas sorprendía maravillosamente a todos.

(PLUTARCO, Vida de Pericles)

Pericles se preocupó de no ser un peligro a causa de su popularidad, y si ejerció una gran autoridad durante largo tiempo fue debido a la elocuencia con que arrastra-ba a sus conciudadanos en el ágora, pues no tuvo otro cargo que el de estratego, que compartía con otros ciudadanos. Pero en cambio se preocupó activamente por corre-gir los inconvenientes del régimen político y las trabas que se oponían a la participa-ción activa de los humildes en la vida política del estado. Con ese fin, propuso que se retribuyera con dos óbolos —que era el monto de un jornal corriente— a los que con-currían a las sesiones de la asamblea y de los tribunales.

Sus firmes convicciones democráticas se traslucen en las palabras que Tucídides pone en su boca y que constituyen el mejor elogio de la constitución ateniense:

La constitución que nos rige nada tiene que envidiar a la de los otros pueblos; no imita a ninguna, al contrario, les sirve de modelo. Su nombre es de-mocracia, porque no funciona en interés de una minoría sino en beneficio del mayor número. Tiene por principio fundamental la igualdad. En la vida pública, la considera-ción no se gana por el nacimiento o la fortuna, sino únicamente, por el mérito; y no son las distinciones sociales sino la idoneidad y el talento las que abren la vía de los honores. En Atenas, todos entienden y se preocupan por la política, y el que se man-tiene apartado de los asuntos públicos es considerado como un ser inútil. Reunidos en asamblea, los ciudadanos saben juzgar sanamente cuáles son las mejores soluciones, porque no creen que la palabra dañe la acción y desean, por el contrario, que la luz surja de la discusión.

(TUCÍDIDES, Guerra del Peloponeso)

Nunca tuvo, en efecto, más brillo el régimen democrático que en época de Peri-cles, y nunca tuvo la ciudad más esplendor por las inquietudes espirituales que demos-traban sus ciudadanos al mismo tiempo que se interesaban por su engrandecimiento económico. Pero este esplendor suscitaba la resistencia de las ciudades que debían, en parte, costearlo, y el recelo de Esparta, que se sentía amenazada por una grandeza cada vez más notoria. Así, un pretexto sirvió para desencadenar la acción militar de Esparta contra Atenas, iniciándose la que se llamó “Guerra del Peloponeso”.

La guerra del Peloponeso

Si Esparta temía la propagación de la democracia por toda la Grecia, y se sentía por ello tentada de contener a Atenas, algunas de sus aliadas, como Megara y Corinto, temían por la creciente expansión comercial que demostraba Atenas y que ponía en peligro su propia actividad. Por esa razón, Corinto se decidió a pedir la ayuda de la Liga del Peloponeso al sentirse atacada por Atenas, y Esparta consideró que la ocasión era favorable para desencadenar la lucha contra su rival.

En 431 antes de J. C. las dos ciudades entraron en conflicto arrastrando a las res-pectivas aliadas, y durante diez años se desarrolló un primer período de la guerra en el que los atenienses asolaron las costas de las ciudades enemigas con su flota y los espartanos devastaron las tierras de sus rivales con su ejército. Pero el equilibrio de las fuerzas impedía que por ninguna de ambas partes se llegara a una solución cate-górica. Atenas sufrió considerablemente las consecuencias de una peste que estalló en la ciudad a poco de estallar la guerra, y el propio Pericles murió a consecuencia de ella. Pero ni siquiera esa circunstancia pudo debilitar su poderío naval, y al llegar el año 421 antes de J. C. se concertó la paz entre las dos potencias, estableciéndose en una cláusula que ambas debían devolverse los territorios que hubieran ocupado.

Quizá la guerra hubiera terminado entonces; pero en 415 el partido popular se vio arrastrado por Alcibíades, que gozaba de extraordinario ascendiente sobre los ciuda-danos, y autorizó la realización de una campaña contra Siracusa con una poderosa fuerza naval.

Alcibíades, aunque extremadamente inteligente, era un político ambicioso y audaz. Poco antes de emprender la expedición fue acusado por sus enemigos de haber come-tido un acto sacrílego, y cuando se reconoció su culpabilidad se le ordenó que volviera de Siracusa, que estaba sitiando, para responder a los cargos que se le hacían. Alci-bíades se pasó entonces a Esparta, y la expedición que él había organizado impruden-temente fracasó de manera total, perdiéndose la flota.

A este segundo período de la guerra siguió un tercero que se extendió desde el desastre de 413 hasta 404 antes de J. C. Esparta consiguió que, poco a poco, se incor-poraran a sus filas numerosas ciudades griegas y hasta consiguió la ayuda persa, de modo que pudo llegar a tener una poderosa flota que puso al mando de Lisandro. Obrando con habilidad, Lisandro consiguió localizar la armada ateniense en el Heles-ponto y logró destruirla en la batalla naval de Egos Pótamos. Las consecuencias de esta derrota fueron decisivas para Atenas, pues privada del auxilio de sus naves, la ciudad sitiada por tierra se vio obligada a capitular en 404.

Las condiciones de la capitulación fueron durísimas. Los políticos aristocráticos creyeron llegado el momento de abatir la organización democrática y se entendieron con Esparta. Esta exigió, a su vez, que se destruyeran los muros que protegían el ca-mino entre Atenas y el puerto del Pireo, así como las fortificaciones de este último. Pero no era esto lo más humillante, pues Atenas se comprometía, además, a ingresar en la Liga del Peloponeso, en la que Esparta ejercía una autoridad indiscutida.

La derrota ateniense significó el aniquilamiento de su imperio marítimo, y acaso esta destrucción hubiera sido definitiva si Esparta hubiera ejercido su hegemonía con mesura. Pero su autoridad fue aún más dura que la de Atenas, y así se preparó una nueva transformación para fecha no muy lejana.

Hegemonía de Esparta

Esparta, en efecto, no se limitaba a exigir a sus subordinadas una dependencia económica, sino que exigía también una dependencia política. Temerosa de los avan-ces de la democracia, que Atenas había estimulado, comenzó por imponer y sostener por todas partes regímenes aristocráticos, empezando por Atenas, donde sostuvo a los Treinta tiranos, cuyo gobierno se caracterizó por su terrible crueldad y violencia. Solo en Atenas, precisamente, fracasó Esparta, pues al cabo de cierto tiempo, el partido moderado de Trasíbulo volvió a restaurar el régimen democrático. En las demás ciu-dades, en cambio, su éxito fue más fácil y duradero, y Esparta se sintió respaldada para una política de largo alcance.

Esparta, en efecto, aspiraba a dominar no solo sobre la Grecia sino también sobre el Asia Menor, donde debía chocar con los persas. Pero estos estaban debilitados a causa de una guerra civil y Agesilao, al frente de las fuerzas espartanas, los derrotó fácilmente, de modo que por un momento pareció al borde de conseguir lo que deseaba. Solo se opuso a sus designios la insurrección que empezó a prepararse en las ciudades griegas, movidas por el oro persa, peligro ante el cual Esparta decidió retro-ceder y pactó con el Imperio persa la paz de Antálcidas en 387 antes de J. C., por la cual declinaba sus aspiraciones en Asia.

Pero tampoco pudo conservar largo tiempo su autoridad sobre las ciudades grie-gas. La tiranía que ejercía sobre ellas moviolas a sublevarse, y de pronto Esparta se encontró con un vigoroso movimiento encabezado por la ciudad de Tebas, en Beocia, que aspiraba a constituir una liga regional de la que ella fuera la cabeza.

Para evitarlo, Esparta se apoderó de la ciudadela y, según su costumbre, puso el gobierno en manos de la aristocracia y obligó a salir de la ciudad a sus enemigos. Pero los emigrados recibieron favorable acogida entre las ciudades vecinas y allí preparó uno de ellos, Pelópidas, un pequeño ejército con el que se lanzó por sorpresa sobre Tebas y logró apoderarse de ella en el año 379 antes de Jesucristo.

Inmediatamente, las ciudades beocias se agruparon alrededor de Tebas y forma-ron una confederación, decididas a sacudir el yugo espartano. Junto a ellas se prepa-raron para secundarlas otras ciudades que también odiaban a la poderosa ciudad la-conia y, entre todas, Atenas.

Atenas, después de restaurar la democracia, había comenzado a reanudar sus re-laciones con las ciudades marítimas que antes estaban sujetas a ella, y poco a poco lograba restablecer los vínculos de su antiguo imperio. Al producirse la insurrección de Tebas, comprendió que había llegado el momento de liberarse de los antiguos temo-res, y comenzó a trabajar en la organización de una nueva liga marítima, que poco después, en 377, quedó constituida.

De este modo, el vasto edificio que Esparta había construido se derrumbaba por todas partes. En Asia Menor, a pesar de sus triunfos militares, su acción había resulta-do inútil por la hábil política que en su retaguardia habían hecho los persas. Y en Gre-cia, pese a la indiscutible superioridad que tenían sus fuerzas, su sistema político había resultado ineficaz. Tras poco más de un cuarto de siglo de hegemonía griega, Esparta volvía a los antiguos límites de su autoridad.

Hegemonía de Tebas

Tebas, en cambio, acrecentó enormemente su prestigio y se puso resueltamente a la cabeza de los estados que aspiraban a abatir definitivamente el orgullo espartano. Para lograrlo, era necesario contar con una fuerza militar capaz de desafiar la orga-nización y la eficacia de sus rivales, y a tal tarea se entregaron Pelópidas y Epaminon-das, los dos hombres de mayor prestigio en Tebas. El ejército tebano se caracterizó por su disciplina, pero sobre todo por las innovaciones que tanto en su composición como en su organización táctica introdujo Epaminondas, que se consagró como una de las más grandes figuras del arte militar de la antigüedad. En cuanto a su composición, Epaminondas introdujo un cuerpo especial, que se llamó el “batallón sagrado”, com-puesto por trescientos soldados elegidos entre los más valientes y capaces, a los que les estaba encomendado correr hacia los lugares de mayor peligro en el curso del combate y buscar la decisión final mediante un ataque a fondo. Y en cuanto a su orga-nización táctica, ideó un orden de batalla en el que los distintos cuerpos presentaban un frente oblicuo, que debía crear una insuperable confusión entre los generales es-partanos.

Con esta fuerza, los tebanos se prepararon para resistir al ejército con que Esparta había invadido la Beocia en 371, confiando en reducir a los insurrectos. En algunos encuentros de escasa importancia, los tebanos pusieron a prueba los nuevos principios estratégicos ideados por Epaminondas, y finalmente se lanzaron contra los espartanos cerca de Leuctra.

En la batalla, Epaminondas marchó oblicuamente con la infan-tería, y fue dilatando su ala izquierda, para llevar lo más lejos posible de los demás griegos la derecha de los espartanos, y para rechazar con ímpetu y a viva fuerza a Cleombroto, que la mandaba. Los enemigos advirtieron lo que pasaba y empezaron a hacer mudanza en su formación, extendiendo y encorvando la derecha, como para envolver y encerrar a Epaminondas con su muchedumbre. En esto Pelópidas, acele-rando el paso y haciendo una conversión con los trecientos del “batallón sagrado”, se adelanta corriendo antes de que Cleombroto desplegara su ala o que la volviera a su anterior posición cerrando la formación, y cae sobre los lacedemonios cuando no es-taban a pie firme sino en cierta confusión y desorden. Es el caso que, siendo los es-partanos los más aventajados artífices y maestros en las cosas de la guerra, en nada ponían más cuidado ni se ejercitaban más que en no separarse ni confundir o desor-denar la formación, y antes hacer todos de tribunos y cabos para poder, donde les sor-prendiese la pelea y el riesgo, cargar y combatir con mayor unión; pero entonces la dirección de Epaminondas contra aquellos solos, y el haber sobrevenido Pelópidas con increíble rapidez y ardimiento desconcertó de tal modo sus planes que hubo de parte de los espartanos una fuga y una matanza como nunca se habían visto.

(PLUTARCO, Vida de Pelópidas)

La derrota de los espartanos en Leuctra causó estupor en Grecia, pues se los tenía por invencibles, y proporcionó a los tebanos una indiscutible autoridad. Tras la victoria, Epaminondas y Pelópidas invadieron el Peloponeso y destruyeron la liga presidida por Esparta, devolviéndole su autonomía a Mesenia y Arcadia, región esta última a la que unificaron dotándola de una nueva capital, que recibió el nombre de Megolópolis.

Los tebanos no lograron apoderarse de Esparta, a pesar de que lo intentaron dos veces, pero obtuvieron un nuevo y decisivo triunfo sobre sus ejércitos en Mantinea, donde las fuerzas de los estados rivales se encontraron en 362 antes de J. C. La batalla favoreció a los tebanos, pero Epaminondas pereció en ella.

Su muerte, a la que poco antes había precedido la de Pelópidas, dejó a Tebas sin jefes, y significó al cabo de poco tiempo la declinación de ésta como primera potencia griega.

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CAPÍTULO XXI

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La hegemonía de Macedonia. Alejandro

Macedonia era una región situada al norte de la Grecia propiamente dicha, que no había sido considerada nunca como perteneciente a ella. Sin embargo, en sus costas se habían establecido algunas colonias que la habían puesto en comunicación con los es-tados griegos, y poco a poco las relaciones se hicieron más estrechas hasta advertirse entre los príncipes macedonios un vehemente deseo de incorporarse a la vida heléni-ca.

Los reyes macedónicos residían en Pella, y uno de ellos, Arquelao, había procurado a fines del siglo V atraer a su corte a algunas figuras brillantes de las artes y del saber griegos. Otros muchos esfuerzos se hicieron entonces y más tarde para que Macedo-nia entrara a formar parte del mundo helénico, y este designio se vio cumplido en el curso del siglo IV por obra del rey Filipo.

Filipo

Filipo había pasado parte de su juventud en Tebas, donde había sido llevado como rehén por Pelópidas con ocasión de su victoria sobre los macedonios. Allí, junto a su vencedor y a Epaminondas, Filipo realizó su aprendizaje como estratego y asimiló a la perfección no solo los principios generales del arte militar sino también las importan-tes innovaciones que habían experimentado los generales tebanos. De este modo, cuando alcanzó el trono de su país en 359 antes de J. C., estuvo en condiciones de or-ganizar allí una poderosa fuerza militar con que servir a sus grandes ambiciones.

Siguiendo la inspiración de Epaminondas, Filipo organizó una caballería suma-mente eficaz de la que formaron parte los nobles macedónicos, que eran excelentes jinetes. En el combate, la caballería debía servir de protección lateral a la infantería, pero también tenía una misión fundamental en el ataque, pues Filipo modificó las re-glas tradicionales de la estrategia en este punto. A su vez, la infantería —constituida por los súbditos del rey, que debían servir durante largo tiempo— fue dividida en dos grupos provistos con distintos armamentos, para que, en el combate, una infantería ligera sirviera de apoyo a las pesadas falanges.

Este poderoso instrumento militar debía servir a los designios de Filipo, que acari-ciaba el propósito de imponer su autoridad sobre toda la Grecia, como antes lo hicie-ran Atenas, Esparta y Tebas.

Robustecimiento de Macedonia

Por temperamento, Filipo era un político calculador, capaz de sopesar cuidadosa-mente el pro y el contra de sus proyectos y decidido a no avanzar más allá de donde se lo permitieran sus fuerzas. Por esa razón, antes de manifestar sus propósitos contra los estados griegos, procuró hacerse fuerte en la región septentrional de Grecia elimi-nando toda posible dificultad en su retaguardia.

En primer lugar, Filipo sometió a los ilirios y a los tracios cuyas hordas solían ame-nazar sus fronteras, hecho lo cual se dirigió contra las ricas ciudades marítimas que antaño habían fundado los griegos en la península de Calcídica y que ahora, tras la disolución del imperio marítimo de Atenas, gozaban de independencia política. Así cayeron en su poder Pidna y Anfípolis, no sin que se levantara contra él cierto clamor en los estados griegos, especialmente en Atenas, donde algunos políticos previsores comenzaron a sospechar cuáles eran las verdaderas intenciones del rey macedón.

Finalmente, Filipo se apoderó de la Tesalia en 353, y de este modo concentró bajo su poder todo el norte de Grecia, hasta convertirse en jefe del más poderoso estado. Era el momento propicio para iniciar la segunda etapa de sus planes.

Sumisión de los estados griegos

Para realizarlos, Filipo no se lanzó inmediatamente a una guerra de conquista, sino que extremó los medios para ganarse partidarios en todas partes, sin vacilar en com-prar las conciencias con su oro. Como pretexto honorable, Filipo agitó el problema del peligro persa insistiendo en la necesidad de la unión de todos los estados griegos para evitar una nueva invasión. El peligro era, en realidad, inexistente, pues Persia no po-seía ya capacidad suficiente para intentar de nuevo la aventura en que habían fraca-sado Darío y Jerjes. Pero los “promacedónicos”, que así se llamó a los partidarios de Filipo, desarrollaron sus argumentos y crearon un estado de opinión favorable a la unión griega, que solo parecía posible, por lo demás, bajo la autoridad del rey de Ma-cedonia.

Entretanto, Filipo no desdeñaba aprovechar todas las circunstancias favorables para afianzar su autoridad de hecho. Con motivo de algunos incidentes sobrevenidos alrededor del santuario de Delfos, Filipo intervino en una guerra que se llamó “sagra-da”, en la que actuó en defensa del célebre santuario, lo que contribuyó a afianzar su prestigio y su autoridad. Pero su actitud resultó cada vez más sospechosa para algunos políticos previsores, especialmente para el ateniense Demóstenes, que denunció su conducta como peligrosísima para la independencia de los estados griegos.

Ved, en fin, atenienses —decía a sus conciudadanos— hasta qué grado de impudor ha llegado: no os deja ni siquiera la elección de obrar o de quedar en paz; helo aquí que amenaza, que tiene, según se dice, propósitos llenos de jactan-cia, que no se puede contentar ya con lo que ha tomado. Le es necesario ir siempre más allá; y por todas partes alrededor de él, nos envuelve en sus redes a nosotros, que contemporizamos en lugar de obrar. ¿Cuándo, pues, atenienses, haréis lo que hace falta? Por favor, ¿qué esperáis? Sin duda hay una necesidad que se impone. Considero que, para el hombre libre, la más urgente de las necesidades reside en el peligro de deshonrarse.

(DEMÓSTENES, Primera Filípica)

En sus Filípicas, esto es, en los discursos que pronunció contra Filipo, como más tarde en la Olintias, Demóstenes desenmascaró los propósitos del rey de Macedonia y los ardides de que se valían los que estaban comprados por su oro o los que estaban cegados por el miedo. Gracias a su acción, los atenienses se mantuvieron alertas, y cuando en el año 338 antes de J. C. Filipo apareció en Grecia, esta vez dispuesto a cumplir su propósito, se unieron a los tebanos para cerrarle el paso.

Ambas fuerzas se encontraron en Queronea, y Filipo resultó vencedor, con lo cual sus designios pudieron cumplirse. Pero el rey macedón se mostró entonces habilísimo político y no pretendió someter a los estados griegos contentándose con proponerles —con toda la autoridad que le daba el triunfo militar— una alianza helénica. Los es-tados griegos aceptaron y, reunidos en Corinto, constituyeron una liga de la que Filipo fue nombrado jefe militar con el encargo de dirigir las relaciones exteriores. De ese modo se salvaban los escrúpulos de las ciudades griegas, que aparentemente conser-vaban su independencia, y se evitaban las constantes incursiones que hubieran obsta-culizado los ulteriores propósitos de Filipo. Se proponía, en efecto, iniciar una campaña contra Persia para apoderarse de su imperio, y muy pronto comenzó a prepararla. Pero poco después fue asesinado, y sus planes quedaron truncos: su hijo y sucesor, Alejandro, debía realizarlos.

Alejandro

Alejandro había sido discípulo del filósofo Aristóteles y había adquirido una eficaz educación militar guerreando con su padre desde sus primeros años. Al morir Filipo —cuando Alejandro no contaba sino veinte años— debió afrontar gravísimos proble-mas, pues las intrigas parecían poner en peligro su trono, y el sistema político creado por su padre a punto de derrumbarse. Pero Alejandro se mostró entonces no solo un político consumado sino también un conductor de voluntad indomable. Poco a poco, anuló las resistencias que se levantaban contra él en su propia corte, venció a las po-blaciones vecinas que se habían sublevado, hizo un escarmiento terrible con Tebas, que también se había levantado contra él y que fue destruida inexorablemente, y se aprestó poco después a restablecer el sistema político que Filipo había organiza-do.

En 335, en efecto, Alejandro reunió en Corinto a los diputados de los estados grie-gos y obtuvo la confirmación del régimen establecido dos años antes, así como su nombramiento para las funciones que antes había ejercido su padre. En tales condi-ciones, Alejandro pudo dedicarse a la preparación del ejército que debía dar por tierra con el Imperio persa.

Las campañas de Alejandro

Una vez concluidos los trabajos preparatorios, el ejército alcanzó un total de cua-renta mil hombres, de los cuales cinco mil eran jinetes, a todos los cuales disciplinó y preparó eficazmente.

Dispuesto y prevenido de esta manera, pasó el Helesponto y bajando a tierra en Ilión hizo sacrificio a Palas Atenea y libaciones a los héroes; ungió largamente la columna erigida a Aquiles, y corriendo desnudo con sus amigos alrede-dor de ella, según su costumbre, la coronó y llamó a Aquiles bienaventurado porque en vida tuvo un amigo fiel (Patroclo) y después de su muerte un gran poeta. Cuando an-daba recorriendo la ciudad y viendo lo que había de notable en ella, le preguntó uno si quería ver la lira de Paris, y él le respondió que nada le importaba y la que buscaba era la de Aquiles, con la que cantaba este héroe los grandes y gloriosos hechos de los varones esforzados.

(PLUTARCO, Vida de Alejandro)

Alejandro encontró por primera vez los ejércitos del rey de Persia en las orillas del río Gránico, en 334 antes de J. C., y allí obtuvo su primera victoria destrozando las fuerzas del sátrapa de Asia Menor, con lo cual esta región quedó en sus manos. Ale-jandro se apoderó de Sardes, capital de la satrapía, y luego recorrió el territorio hasta tener la certidumbre de que no quedaba en él ninguna posibilidad de resistencia, des-pués de lo cual avanzó hacia el sur para penetrar en Siria.

En los desfiladeros que quedan cerca de Isso volvió a encontrar un ejército persa, esta vez mandado por el propio rey Darío III y fuerte de cien mil hombres. Alejandro lo derrotó nuevamente (333) y recorrió luego toda la Siria, ocupándola metódicamente para asegurarse el dominio de la costa. Una vez seguro, se encaminó hacia Egipto, donde entró como un libertador y sin encontrar obstáculos pues los egipcios se pusie-ron de su parte. Alejandro restauró la religión egipcia y recibió de los sacerdotes el título de “hijo de Amón, después de lo cual fundó en el delta del Nilo una ciudad que recibió el nombre de Alejandría y que estaba destinada a ser una de las más grandes e importantes del Mediterráneo.

Finalmente, Alejandro resolvió dirigirse hacia el centro vital del Imperio persa y se encaminó a la Mesopotamia. Sobre el Tigris lo esperaba Darío con un ejército aún más poderoso que la otra vez y Alejandro le presentó batalla en Arbelas, donde, pese a su inferioridad numérica y a las precauciones que aquel había tomado, triunfó decidida-mente abriéndose camino hacia el Irán. Ese mismo año (331 antes de J. C.), Alejandro logró ocupar Persépolis, donde se apoderó del tesoro y puso fin a la dominación persa en el vasto imperio. No quedaban fuera de su poder sino algunas regiones lejanas donde aún resistía Darío, y Alejandro se dirigió hacia ellas, conquistando sucesiva-mente la Bactriana, la Sogdiana y el Afganistán. En la primera de ellas, el gobernador de la región había dado muerte al rey persa, a quien Alejandro hizo unos funerales solemnes. Luego prosiguió su marcha hacia el interior y al cabo de algunos años tomó posesión de la totalidad del imperio, en cuya enorme extensión fundó algunas ciuda-des que debían servir como baluarte de su conquista.

Llegado a la frontera de la India, resolvió emprender su conquista, pero debió li-mitarse a la región noroeste, el Punjab, pues sus tropas se negaron a seguirle más allá por temor a lo desconocido, y Alejandro se vio obligado entonces a emprender el re-greso. Para hacerlo, el ejército siguió el curso del Indo hacia el sur, y al llegar a su delta, Alejandro encargó a uno de sus generales, Nearco, que siguiera en los barcos que venían por el río hasta salir al mar y buscar luego la embocadura del Éufrates. El ejército siguió por tierra, y Nearco exploró el océano Índico hasta encontrar la ruta que debía conducirlo a Babilonia. Allí volvieron a reunirse las dos partes del ejército, en 324, y Alejandro comenzó a organizar el vasto imperio que acababa de conquistar y que apenas había tenido tiempo de recorrer: tal había sido la velocidad de sus con-quistas.

Pero sus trabajos no debían alcanzar éxito. A pesar de su visión política y de la perspicacia con que afrontó los numerosos problemas que se le presentaban, la tarea era ímproba y, sobre todo, debía exigir un largo plazo. Alejandro no pudo sino empezar su obra, pues en 323 murió en Babilonia, dejando como herencia de sus formidables aventuras un reguero de luchas por la posesión de sus vastas conquistas.

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CAPÍTULO XXII

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La disgregación del imperio macedónico

Dos posibilidades se plantearon al día siguiente de la muerte del conquistador: o se mantenía la unidad del imperio en beneficio de un heredero que esperaba Roxana, la esposa de Alejandro, o se consumaba su división en beneficio de sus generales, como ellos deseaban. Durante algún tiempo prevaleció la primera opinión, pero las circuns-tancias estimularon las ambiciones de los sucesores del conquistador, y a la larga el imperio se dividió en numerosos reinos, todos los cuales continuaron, en alguna me-dida, la política sustentada por Alejandro.

La política de Alejandro

A diferencia de los imperios orientales, Alejandro había concebido el suyo como el resultado de una colaboración entre los vencedores y los pueblos sometidos, a quienes debía acostumbrarse a la idea de que el nuevo orden era el más perfecto que pudiera imaginarse. Para tal fin, Alejandro se propuso helenizar en alguna medida las regiones conquistadas, pero también familiarizar a sus soldados y a las poblaciones griegas que acudían tras sus huellas con los pueblos conquistados, cuya religión y cuyas costumbres debían respetar para no promover conflictos ni secretos deseos de insurrección.

Testimonio de sus designios fue su propio casamiento con una princesa persa, y la incitación a sus soldados a que lo imitaran. Igualmente probaba su decisión el nom-bramiento de muchos persas para el cumplimiento de funciones importantes y la to-lerancia y el respeto que señaló a sus hombres como norma de conducta con respecto a las tradiciones locales.

Como centros de irradiación de la cultura helénica, Alejandro fundó innumerables ciudades, en las cuales el régimen de vida, las costumbres, las instituciones y la mayo-ría de la población debían ser griegos. De todas esas ciudades, Alejandría de Egipto fue la más importante, y por su situación geográfica llegó a ser el emporio material y espiritual de mayor relieve del mundo antiguo.

La división del imperio

Al morir Alejandro, sus generales comenzaron a acariciar la esperanza de heredar cada uno alguna parte del imperio. Sin embargo, el recuerdo del conquistador tenía todavía sobre ellos algo del magnetismo que irradiaba su poderosa personalidad, y ninguno se atrevió a discutir los derechos de su esperado heredero. Pero a medida que el tiempo fue pasando, el prestigio legendario de Alejandro dejó de impresionar a sus antiguos generales, que por su fuerza militar se sentían capaces de apoderarse de he-cho de aquellas regiones cuyo gobierno ejercían.

La discordia estalló muy pronto entre ellos, pues uno, Antígono, sostenía la necesi-dad de que se mantuviera la unidad del imperio bajo una regencia, de la que por cier-to él debía beneficiarse, en tanto que los otros aspiraban a consumar la división para establecerse como reyes autónomos en las regiones que les tocaran. El conflicto entre ambos grupos estalló en 301, y Antígono fue derrotado en la batalla de Ipso, tras la cual sus rivales —Ptolomeo, Lisímaco, Seleuco, Casandro y Pleistarco— se dividieron el imperio. A Ptolomeo Lagida le correspondió el Egipto, a Lisímaco el Asia Menor, a Seleuco la Siria con Armenia y Capadocia, a Casandro la Macedonia y las ciudades griegas que estaban bajo su hegemonía, y a Pleistarco la región del Taurus. Así se formaron los nuevos reinos, algunos de los cuales correspondían a las antiguas regio-nes históricas que sucesivamente había conquistado Alejandro.

Pero la distribución no podía ser definitiva. Las ambiciones, y sobre todo el poder de algunos de los nuevos reyes, debía tender hacia un equilibrio que estuviera de acuerdo con sus verdaderas posibilidades. Lisímaco pareció amenazar a sus rivales, y un nuevo conflicto estalló entre él y sus antiguos compañeros. En 281, en la batalla de Curupedión, Lisímaco fue vencido y se dibujó nuevamente el mapa político del Medi-terráneo, en el que se destacarían en el futuro tres grandes reinos: el de Egipto, bajo la autoridad de la dinastía Lagida, esto es, los descendientes de Ptolomeo; el de Siria, regido por la dinastía Seléucida, o descendientes de Seleuco, y el de Macedonia, bajo la autoridad de los Antigónidas, o descendientes de Antígono.

El reino de Egipto

El Egipto poseía desde tiempo inmemorial una fisonomía bien definida, y no fue difícil a Ptolomeo y a sus sucesores mantener sus límites. Tampoco les fue difícil du-rante mucho tiempo mantener un rango de primera potencia, pues sus riquezas, su situación geográfica y su predominio naval les permitieron afirmar su predominio económico y militar.

Quizá su más poderoso instrumento de predominio fue la ciudad de Alejandría, cuyo puerto se transformó en el más importante desde el punto de vista comercial. Gracias a su intenso movimiento, Alejandría atrajo a multitud de extranjeros y llegó a ser una ciudad cosmopolita, en la que alternaban, en diversos barrios, poblaciones de variados orígenes. Allí funcionaron importantes centros de estudio que hicieron de la ciudad, también, el más brillante foco de cultura de su época.

Los sucesores de Ptolomeo Lagida mantuvieron y acrecentaron durante el siglo III el poderío del Egipto, pero debieron afrontar la constante hostilidad de los Seléucidas, que les disputaban la supremacía, especialmente en la época de Antíoco III el Grande. Finalmente, Egipto cayó bajo la indirecta autoridad de los romanos que, por último, lo anexaron a su imperio.

El reino de Siria

El reino fundado por Seleuco Nicator comprendía originariamente una enorme extensión, pero quedó reducido, poco a poco, a la Mesopotamia, la Siria y el Asia Me-nor, y aun debió soportar más tarde varias mutilaciones por la independencia o pérdi-da de algunas regiones.

Con todo, la posesión de importantes puertos, especialmente Antioquía del Orontes y Seleucia del Tigris, le proporcionó un considerable poder e influencia. Allí, sin em-bargo, el problema de las poblaciones indígenas fue más difícil que en otras partes del antiguo Imperio macedónico, y los Seléucidas debieron luchar incesantemente para dominar la actitud hostil de algunos de sus súbditos. A fin de acrecentar la influencia de la población griega, fundaron numerosas ciudades que debían ser focos de irradia-ción del helenismo, pese a lo cual los conflictos se sucedieron y obligaron a los Seléu-cidas a una política represiva más enérgica que la de otros monarcas helenísticos, como por ejemplo frente a los hebreos.

Con el tiempo, el reino se redujo y perdió nuevos territorios, pese al esfuerzo de su último gran monarca, Antíoco III el Grande. Su política amenazadora atrajo la atención de los romanos, que lo derrotaron y le hicieron perder el Asia Menor, tras lo cual sus sucesores se vieron obligados, poco a poco, a ceder ante la presión de la gran potencia itálica, que, finalmente, sometió el reino.

El reino de Macedonia

Pese a su tradición conquistadora, Macedonia no pudo mantener, después de la división del imperio, la situación de primera potencia a que la habían llevado Filipo y Alejandro. Lo fue, sí, en Grecia, en donde mantuvo su autoridad con la misma política elástica que habían seguido los fundadores de su grandeza. Pero en el Mediterráneo, el poderío económico de los grandes estados orientales significó para ella una per-manente amenaza.

Aun en Grecia, por lo demás, su autoridad estuvo siempre en constante peligro. Esparta y las ciudades que se agruparon en la Liga Aquea y en la Liga Etolia alcanzaron un nivel de poder que obligaba a Macedonia a proceder con ellas con sumo tacto, y aunque conservó su autoridad, no fue sin un continuo sobresalto y una vigilancia per-manente de la situación.

En el siglo II, Macedonia, conducida por su dos últimos reyes, Filipo V y Perseo, intentó rebelarse contra la creciente injerencia que en los asuntos griegos tomaba Roma. Su decisión fue fatal, pues Roma en sucesivas campañas derrotó a los dos reyes y, finalmente, convirtió al país —y con él a la Grecia— en provincia romana.

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CAPÍTULO XXIII

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La cultura helenística

Las expediciones de Alejandro tuvieron consecuencias fundamentales en la vida del mundo antiguo, hasta tal punto que se las puede considerar como el comienzo de una nueva era que se conoce con el nombre de época helenística. La cultura de esta época deriva de la cultura helénica o griega, pero se diferencia de ella a causa de algunas importantísimas influencias que recibió del mundo oriental con el cual entró en estre-chas relaciones, y también a causa de algunas transformaciones que se operaron en las condiciones políticas y económicas como resultado de la organización del gran Im-perio macedónico.

Las condiciones políticas y económicas

Hasta entonces, los estados griegos habían sido estados-ciudades, autónomos pero de posibilidades reducidas, y en ellos se había desarrollado la brillante cultura heléni-ca. Pero a consecuencia de las conquistas de Alejandro, la cultura griega se difundió por los extensos estados territoriales del Oriente, gobernados ahora por griegos. Este hecho trajo aparejadas algunas consecuencias fundamentales.

La más importante fue la formación de una unidad política en el Mediterráneo oriental. Ciertamente duró poco tiempo, pues se desintegró con la muerte del con-quistador, pero dejó como herencia una unidad económica y una unidad cultural. En efecto, las vías marítimas y las rutas terrestres empezaron a ser intensamente transi-tadas por mercaderes de todos los orígenes, especialmente griegos, que podían así extender considerablemente el ámbito de sus negocios. Naturalmente, los centros de producción adquirieron un notable desarrollo y se explotaron nuevos mercados, con lo cual la actividad económica recibió un notable impulso.

La unidad política realizada por los macedones y la expansión económica trajeron como consecuencia una considerable difusión de la cultura griega, que al desarrollarse en nuevos y muy distintos hogares, sufrió inevitablemente la influencia de las viejas culturas orientales, hasta el punto de que adquirió nuevas características que dieron lugar a una cultura nueva y distinta.

Al mismo tiempo, la formación de grandes estados territoriales modificó la situa-ción política del mundo griego. La concepción republicana cedió el paso a una concep-ción monárquica del poder, y la idea del ciudadano libre dejó de ser la predominante para ser reemplazada por la idea del súbdito fiel y respetuoso del autócrata.

También cambió considerablemente la idea de patria; el griego empezó a sentirse ciudadano del mundo, pues por todas partes había estados griegos a los que podía ir, incorporándose a las minorías griegas que dominaban allí.

Todas estas características se reflejaron considerablemente en la vida de la cultu-ra, y por eso sus productos tienen características que los diferencian de los de la época precedente.

La filosofía

Aristóteles fue el último representante de la filosofía estrictamente helénica, y ya en él podían advertirse algunos rasgos que anunciaban la transformación fundamental que se operó después. Entre todos, el más importante es la aparición de las diversas ciencias autónomas, que antes estaban incluidas en la filosofía y que no habían mere-cido un estudio diferenciado y profundo.

Después de él, las ciencias tuvieron un considerable desarrollo y la filosofía cir-cunscribió sus temas: el pensar, el conocer, el obrar. Entre todos, el que mereció más sostenida atención fue el problema del obrar, esto es, el problema de la conducta o problema moral, que es el tema de la disciplina filosófica que se llama ética. Las prin-cipales escuelas postaristotélicas, la estoica, la epicúrea y la escéptica, se dedicaron especialmente a ella, y dieron forma a los ideales de vida que por entonces comenza-ban a elaborarse como consecuencia de las grandes transformaciones que se habían operado en la vida. Así, al ideal del ciudadano sucedieron, como se ha dicho, el ideal del “cosmopólites”, ciudadano del mundo, y el ideal del sabio. El fin último de la vida parecía ser el llegar a alcanzar la sabiduría, esto es, la extinción de toda clase de pa-siones. Entre estas se contaba la pasión política, el ansia de poder, y aquel sentimiento suponía la supresión de la vida republicana por obra de los autócratas. Solo la extin-ción de las pasiones podía proporcionar la felicidad, que parecía ser el supremo ideal.

Entre los grandes filósofos de esta época merecen citarse Zenón, fundador del es-toicismo, y Epicuro, fundador del epicureísmo.

La ciencia y la técnica

Las distintas ciencias adquirieron un notable desarrollo durante la época helenísti-ca, y fueron numerosos los centros urbanos en los que aparecieron importantes insti-tutos y escuelas así como también riquísimas bibliotecas, como las de Alejandría y Pérgamo.

El estudio intenso de las obras maestras de la literatura antigua dio lugar a un vasto desarrollo de la filología, disciplina cuyo objeto es el estudio del lenguaje. Quien más se destacó en ella fue Aristarco de Samotracia, cuyas ediciones y estudios fueron muy importantes. En Alejandría, junto a los estudiosos griegos, desarrollaron impor-tantes estudios los sabios de origen hebreo, algunos de los cuales emprendieron la traducción de la Biblia al griego, con lo cual contribuyeron al conocimiento recíproco de dos grandes culturas.

La astronomía, la matemática y la física recibieron también por entonces un gran impulso. Aristarco de Samos en el siglo III antes de J. C. y Ptolomeo en el II después de J. C. expusieron dos concepciones opuestas del universo, sosteniendo el primero que la tierra giraba alrededor del sol y el segundo que la tierra era el centro del sistema planetario; esta última hipótesis, aunque inexacta, fue sin embargo la que prevaleció, y las opiniones de Aristarco de Samos no fueron tenidas en cuenta por entonces.

Eratóstenes, por su parte, realizó importantes estudios sobre las dimensiones de la tierra; Arquímedes hizo notables descubrimientos en la matemática y la física, entre ellos el principio hidrostático; y Euclides echó las bases de la geometría en un libro en el que estableció los principios fundamentales de esa disciplina.

En cuanto a las ciencias naturales, Teofrasto desarrolló los estudios botánicos y la medicina adelantó considerablemente entre los médicos alejandrinos, que pudieron aprovechar la vasta experiencia anatómica de los que, en Egipto, se dedicaban a la momificación de los cadáveres.

La literatura

Si bien es cierto que careció de gran originalidad, la literatura de la época helenís-tica no fue por eso menos brillante. Entre los grandes poetas de la época pueden ci-tarse Calímaco de Alejandría, Apolonio de Rodas, autor de un poema épico sobre Los Argonautas, y Teócrito de Siracusa, cuyos Idilios sirvieron de inspiración para muchos poetas posteriores y entre ellos Virgilio.

Hubo por entonces numerosos autores de obras teatrales, y otros que desarrolla-ron el relato en prosa. Pero acaso fue la historia el género literario que alcanzó mayor resonancia, gracias a historiadores como Timeo y, sobre todo, Polibio de Megalópolis, cuya obra fue el más grande intento de componer una historia universal, en la que se relacionara el pasado griego con la historia de Roma, por entonces en proceso de rá-pido ascenso.

Las artes plásticas

Las artes plásticas se caracterizaron en esta época por las transformaciones que se introdujeron en las tradiciones artísticas de Grecia, debido a las influencias orientales. Las más importantes son las que se refieren a las proporciones, que se hicieron más monumentales, y las que se relacionan con los sentimientos, cuya expresión se hizo más acentuada.

Ejemplos característicos de la arquitectura de la época helenística son el altar de Pérgamo, construido en esa ciudad en el siglo II antes de J. C., y el faro de Alejandría. El primero medía 38 metros de largo y constaba de una inmensa escalinata que con-ducía a un pórtico de columnas que daba acceso al templo. El segundo era una impo-nente torre de 134 metros de altura, cuyas luces iluminaban el puerto de la ciudad. También caracterizaron la arquitectura helenística las columnas corintias y la orna-mentación sobrecargada.

La escultura adoptó también proporciones monumentales, pero se caracterizó aún más por el profundo patetismo que el escultor quería infundirle. El Laocoonte, las Nióbides o las estatuas de los galos se diferencian sensiblemente de las esculturas griegas pues, tanto por las formas como por la expresión impresa en los rostros y en los movimientos, suscitaban en el espectador no una sensación de placidez como antes, sino más bien un senti-miento dramático.

La aparición de motivos decorativos que incluían animales y vegetales de origen oriental, utilizados para introducir cierto exotismo en las representaciones, prueba también la fuerte influencia que las viejas culturas ejercieron sobre la tradición artís-tica griega.

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CUARTA PARTE: ROMA

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CAPÍTULO XXIV

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La Italia antigua. Roma durante la reyecía

El nombre de Roma trae al espíritu el recuerdo de un poderoso imperio antiguo, sobre el que ejercía su autoridad la ciudad que lo había constituido. Pero esa ciudad que llegó a poseer tan inmenso poder fue durante varios siglos una pequeña aldea sometida por sus vecinos, que, poco a poco y gracias a una invencible voluntad, sacu-dió su yugo, dominó a los pueblos que la rodeaban y extendió el campo de su influen-cia cada vez más lejos. Estaba situada en las orillas de un río de Italia, el Tíber, y quizá en el lugar más favorable del valle conocido con el nombre de Lacio. Cuando comenzó a crecer y quiso afirmar su independencia y acrecentar sus dominios, debió enfren-tarse con diversos pueblos que habitaban otras regiones de la Italia; y durante varios siglos su historia consistió en estas luchas que hicieron de ella la potencia dominadora de la península.

El país

El territorio que Roma unificó después de tres siglos de luchas incesantes constitu-ye lo que se llama la península itálica. Su aspecto no es uniforme sino que presenta cierta variedad. Está recorrida por la cadena montañosa de los Apeninos, que nace en los Alpes y sirve de barrera meridional a la llanura del río Po, extendiéndose hasta el mar Adriático y luego hacia el sudeste hasta el extremo de la península; sus cumbres y sus laderas cubren gran parte de esa larga lengua de tierra, pero por su altura, por su vegetación, por los ríos que la surcan, la cadena de los Apeninos ofrece posibilidades favorables para la vida de los grupos humanos. Su pendiente es abrupta hacia el Adriático, razón por la cual hubo allí escaso desarrollo de la población, y es, en cam-bio, suave hacia el Tirreno, sobre cuyas orillas se abren fértiles planicies y desembo-can los más importantes ríos de la península. Por las mismas razones, esta última cos-ta ofrece mejores puertos naturales que la primera y allí desembarcaron los pueblos que, desde lejanas regiones, vinieron a establecerse en Italia, orientando su actividad marítima preferentemente dentro del mar Tirreno y el Mediterráneo occidental.

Esas particularidades del relieve hicieron que se demarcaran con precisión varias regiones en el territorio italiano. Al norte de la línea del Apenino quedaba la gran lla-nura del río Po, sumamente fértil; pero esta región no formaba parte de lo que los antiguos llamaban Italia, y, como fue ocupada por los galos, recibió el nombre de Galia cisalpina, que significa “de este lado de los Alpes. Sobre la costa del mar Tirreno apa-recían tres regiones bien diferenciadas: la más septentrional era la que formaba el valle del río Arno, llamada hoy Toscana y que se llamó entonces, por sus habitantes, Etruria; en el centro estaba la que formaba el valle del Tíber, conocida con el nombre de Lacio; y más al sur, separada del Lacio por el río Liris, se extendía la Campania, cuya llanura regaba el río Volturno y cuya costa dibujaba un amplio golfo. En el Adriá-tico se encontraban algunas estrechas regiones, cuya única ciudad importante era Ancona, y solo en el extremo meridional aparecía una amplia llanura llamada Cala-bria. Finalmente, en el interior de la península, las cadenas montañosas encerraban algunas regiones que tuvieron fisonomía propia, tales como la Umbría, situada al oriente de Etruria, y el Samnio, al oriente de la Campania.

Separada de Italia por el estrecho de Mesina se encuentra la isla de Sicilia, cuya historia ha estado siempre estrechamente unida a la de Italia; allí se prolonga la ca-dena de los Apeninos cubriendo gran parte del territorio; pero en su parte meridional se extiende una llanura fértil que alcanza hasta la parte central de la costa este, donde surgieron ciudades populosas como Catania y Siracusa. El canal de Túnez la separa del África, y la isla separa así al mar Mediterráneo en dos partes —oriental y occidental— que se comunican por ese paso y por el estrecho de Mesina.

Los primitivos habitantes de Italia

Son pocos e inseguros los datos que poseemos acerca de quiénes fueron los primi-tivos habitantes de Italia; pero la observación de los restos prehistóricos, el análisis crítico de las leyendas que nos han conservado los distintos autores antiguos que se han ocupado del pasado remoto de Italia y la confrontación de todos los relatos que poseemos sobre este punto han permitido a los historiadores reconstruir con cierta exactitud el panorama de aquellos lejanos tiempos.

Una población autóctona desarrolló en Italia una cultura paleolítica; pero fue luego sometida por otros grupos —los ligures y los sículos— de civilización neolítica y que tenían la costumbre de inhumar sus muertos. A mediados del segundo milenio antes de Cristo, cuando los indoeuropeos se dispersaron por vastas regiones, algunos grupos de ese tronco llegaron a Italia; conocían el bronce y habitaron en palafitos (habitacio-nes lacustres) y terramaras (poblados construidos sobre pila-res de tierra firme y rodeados por un foso); otra rama del mismo tronco indoeuropeo llegó más tarde trayendo el hierro: fueron los umbrios, que se extendieron por Italia central, a quienes poco después siguieron los sabinos, que ocuparon el Lacio; final-mente, un grupo originario de la Iliria se dispersó tomando posesión de casi toda la costa adriática.

Al comenzar el primer milenio hicieron su aparición en Italia tres pueblos que tu-vieron inmensa influencia en su historia: los griegos, los fenicios y los etruscos.

Los griegos provenían de las ciudades marítimas que, hacia el siglo VIII, se lanza-ron a la colonización de regiones fértiles; llegaron a Sicilia y al sur de la península itá-lica y fundaron ciudades que muy pronto adquirieron gran importancia, tales como Siracusa, en Sicilia, y Tarento, Crotona, Nápoles y Cumas, en el sur de Italia, región que comenzó a ser llamada Magna Grecia. Estas ciudades fueron el centro de un activo comercio y las naves que traían productos manufacturados desde las ricas y cultas ciudades griegas sirvieron de vehículo también para la difusión de la civilización helé-nica; muy pronto, el sur de Italia fue una de las regiones más florecientes de la penín-sula y su influencia se irradió hacia el norte.

También los fenicios llegaron con sus barcos a las costas italianas, navegando no solo desde Tiro sino también desde la colonia que esa ciudad había fundado en el nor-te de África, llamada Cartago; muy pronto creció esta ciudad y heredó el ímpetu co-mercial de su metrópoli, especialmente después de la decadencia de Tiro, en el siglo VIII, y desde entonces sus mercaderes procuraron dominar en el mar Tirreno, para lo cual fundaron factorías en Sicilia, Córcega y Cerdeña; como los griegos, realizaron un intenso tráfico de productos y dejaron su huella en Italia mediante la introducción de costumbres e ideas que cuajaron en la naciente civilización de las poblaciones italia-nas.

Los fenicios —o mejor, los cartagineses— se transformaron en competidores y rivales de los griegos de Sicilia y de Magna Grecia; pero estos dos pueblos tuvieron que enfrentarse también con otro, culto y poderoso, que desde el siglo VIII se afianza-ba en el centro de Italia y que, al mismo tiempo que adquiría considerable fuerza ma-rítima, como sus dos rivales, conseguía establecer un vigoroso imperio territorial: eran los etruscos o tirrenos. Los etruscos, establecidos en el valle del Arno, se extendieron luego por el norte hasta la llanura del Po y por el sur hasta la Campania, constituyendo así la primera gran potencia itálica. Pero su historia apenas nos es conocida porque su idioma sigue siendo incomprensible para nosotros y no nos son útiles las numerosas inscripciones que conservamos en su lengua.

Su mismo origen nos es desconocido. Heródoto, el historiador griego que, en el siglo V, narró las guerras médicas, afirmó que eran lidios, originarios del Asia Menor, y durante largo tiempo se ha creído en la exactitud de este testimonio del gran histo-riador griego acerca del origen de los etruscos, pero luego se ha discutido mucho y se han formulado otras hipótesis, prefiriéndose hoy, otra vez, la opinión de Heródoto.

Los etruscos vivían en ciudades amuralladas, de buena arquitectura y bien urbani-zadas; cada una de ellas constituía un estado autónomo gobernado por una minoría rica y poderosa, pero estaban confederadas en grupos de ciudades, con lo cual su fuerza aumentaba; reunidas hacían la guerra y por su solidaridad conseguían un pro-gresivo desarrollo del comercio. Su riqueza más importante fue la industria de los metales y sus principales ocupaciones el comercio y la guerra; por esas dos vías pro-curaron dominar en el mar Tirreno —que tomó su nombre de ellos— y allí fue donde se enfrentaron con los griegos y los fenicios; pero también se propusieron señorear un extenso territorio y lograron conquistar las regiones vecinas del norte hasta el Po y las del sur hasta la Campania; de ese modo fue como influyeron en toda Italia central de-jando la huella de su civilización.

Esta influencia se advierte en distintos aspectos; difundieron sus creencias religio-sas y sus ritos y, con ellos, un estilo artístico peculiar; los etruscos, en efecto, poseían una religión caracterizada por los ritos funerarios y los ritos adivinatorios; enterraban sus muertos en sarcófagos decorados que se depositaban en recintos sepulcrales cuyas paredes se cubrían de figuras, y seguramente cumplían ciertos sacrificios sangrientos; y en cuanto a la adivinación, creían en la posibilidad de conocer el futuro mediante el examen de las vísceras de ciertos animales o el sentido del vuelo de los pájaros. Todas estas creencias, así como los ritos y las construcciones religiosas correspondientes, se difundieron por las regiones sometidas a su influencia y Roma debía incorporárseles definitivamente más tarde; también influyeron en la arquitectura civil, en el sistema de urbanización e higienización de las ciudades y en su sistema defensivo mediante murallas y puertas, en todo lo cual los modelos etruscos fueron imitados y se conser-varon después de que este pueblo desapareció como potencia política.

Las ciudades más importantes de Etruria fueron Arretium (Arezo), Volaterrae (Vol-terra), Clusium y Veyes.

Los orígenes de Roma

Durante los primeros siglos del primer milenio antes de Cristo, las grandes poten-cias italianas eran las ciudades etruscas, en el centro, y las ciudades griegas, en el sur; más allá, las colonias cartaginesas y en especial Palermo, en Sicilia, constituían un tercer factor en la disputa por el predominio marítimo y comercial.

Las pequeñas ciudades fundadas por las poblaciones más antiguas habían quedado sometidas o eclipsadas por estas y entre esas ciudades se contaban las pequeñas al-deas que los latinos habían establecido sobre unas colinas próximas a la desemboca-dura del Tíber, en el siglo XI o en el X a. C., de las cuales surgiría la futura Roma. Pero la favorable posición geográfica del valle del Lacio —centro del intercambio comercial entre etruscos y griegos— permitió crecer y desarrollarse a las aldeas latinas; y en el siglo VIII, cuando todavía no era demasiado intensa la presión de las dos grandes po-tencias de la península, las aldeas del Tíber se unieron mediante la constitución de la liga del Septimontium.

Por esa época comenzaba a acentuarse la rivalidad entre griegos y etruscos. Los primeros procuraban extender su dominación hacia el norte de la Campania y los segundos trataban de imponerse en el Lacio y llegar a la zona de dominio de los grie-gos. En esta lucha prevalecieron los etruscos, y el Lacio —y en él las aldeas de la liga del Septimontium— quedó sometido a su poder: en el siglo VII los etruscos unificaron las aldeas en una sola ciudad, la encerraron en un perímetro fortificado y poco después surgió en ella el régimen monárquico; fue así como Roma llegó a constituirse como ciudad, bajo la dominación de sus vecinos del norte.

Durante los siglos VII y VI el predominio etrusco en Italia se fortaleció; aliados los etruscos a los cartagineses derrotaron a los griegos en la batalla de Alalia, frente a Córcega, y su poder pareció imbatible; Roma entretanto crecía a la sombra del pro-greso y del esplendor etruscos, asimilaba sus costumbres, sus creencias y sus indus-trias, e imitaba sus instituciones.

Pero en el curso del siglo VI el panorama cambió completamente. Un nuevo pueblo indoeuropeo, los galos —al que otras ramas del mismo tronco, los germanos, empu-jaban violentamente hacia el oeste— irrumpió en el valle del río Po y amenazó a los etruscos por el norte; desde entonces, todos los esfuerzos de las poderosas ciudades etruscas se dirigieron a contener a los invasores y su dominio peninsular comenzó a tambalear; a su vez, los griegos se trabaron en larga lucha con los cartagineses por la preponderancia marítima y comercial y se vieron imposibilitados para aprovechar las circunstancias en la península, a pesar de lo cual asestaron algunos rudos golpes a los etruscos, a quienes vencieron cerca de la ciudad latina de Aricia. En esas circunstan-cias, Roma, poderosa y organizada, pudo a fines del siglo VI luchar por su independen-cia con éxito y en 509 derribó la monarquía etrusca o, al menos, dependiente de Etru-ria, estableciendo un gobierno de la aristocracia latina bajo la forma republicana.

La época de los reyes y la caída del régimen monárquico

La época de los reyes abarca, pues, en Roma, desde sus orígenes hasta fines del siglo VI. La tradición oficial hablaba de siete reyes, pero sus datos son sumamente in-seguros y, en algunos casos, de mero valor mítico. Los cuatro primeros reyes están totalmente envueltos en una nube de leyenda que los priva de valor histórico. Así, Rómulo y el tercero de los reyes, llamado Tulio Hostilio, coinciden en sus caracteres de modo sospechoso, semejanza que se repite entre el segundo y el cuarto, a saber, Numa Pompilio y Anco Marcio; en efecto, los nombrados en primer término se pre-sentan como reyes conquistadores y guerreros; los otros, en cambio, como legislado-res y ordenadores de la vida religiosa. En suma, puede afirmarse que los cuatro pri-meros reyes no son personajes históricos. Los tres últimos, por el contrario, y pese a que también presentan elementos legendarios, son personajes reales y corresponden al período de dominación etrusca.

En verdad, los reyes primitivos fueron, en primer lugar, los jefes de las distintas aldeas, y luego, los de la ciudad unificada, de todos los cuales la cronología y los nom-bres son desconocidos para nosotros aun cuando quizás algunos fueran los que la le-yenda nos ha conservado, pero sin que merezca crédito la historia de cada uno que poseemos. En los siglos VII y VI la monarquía fue el instrumento de que se valieron los dominadores etruscos para gobernar la ciudad y acaso los tres últimos reyes de que habla la tradición —Tarquino el Antiguo, Servio Tulio y Tarquino el Soberbio— hayan sido los últimos o los más importantes de ellos. Aquí la tradición es exacta en cuanto nos describe la reorganización de la ciudad, su fortificación y urbanización, su progre-so económico y político; pero se equivoca, por ejemplo, cuando atribuye a Servio Tulio una legislación política que es imposible en esa época. Así, pues, poco es lo que sabe-mos de este período con certeza.

Lo que puede afirmarse es que, a fines del siglo VI, la monarquía cayó tras una revolución organizada por las clases más poderosas de la ciudad; la revolución fue social, en cuanto desplazó a las clases populares sobre las que se apoyaba Tarquino, y fue nacional, en cuanto significó la inde-pendencia de Roma del poder etrusco. Un profundo horror a toda dominación extran-jera y al resurgimiento de un poder tiránico quedó como herencia de esta época en el ánimo de los romanos, que procuraron por todos los medios evitar en el futuro ambas cosas.

La organización social de la Roma primitiva

Así como es inseguro lo que sabemos de los hechos de la historia política, también la organización social de la Roma primitiva nos resulta incierta. Esa organización re-vela claramente, sin embargo, la existencia de un grupo social que poseía la totalidad de los derechos civiles y políticos —los patricios — y de otros grupos que carecían de ellos —los plebeyos—. Las funciones del estado estaban en manos del primer grupo que poseía una fuerte organización interna, en tanto que, en la práctica, quedaban los otros fuera de la organización estatal.

Quizá el núcleo privilegiado estuviera constituido por los conquistadores del suelo —acaso etruscos y latinos— y los no privilegiados por las poblaciones sometidas.

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CAPÍTULO XXV

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La república. Las instituciones y la religión.

La revolución del año 509 trajo a Roma un régimen republicano, pero de carácter aristocrático. Tarquino el Soberbio fue despojado de su poder y, en su lugar, fueron los patricios quienes comenzaron a dominar en el estado.

Su preocupación fundamental fue establecer un régimen político que los defen-diera de sus propias ambiciones, para lo cual trataron de que la autoridad se dividiera entre varias personas, cada una de las cuales duraría escaso tiempo en sus funciones. En cambio, la verdadera autoridad residía en el cuerpo que consagraba a los jefes de familias patricias, el senado, cuyas inspiraciones seguirían forzosamente los magis-trados debido al prestigio de la corporación.

La organización política. El senado

En efecto, desde los orígenes de la república, el senado fue, en la práctica, deposi-tario del poder público. Los patricios delegaron en determinados magistrados ciertas funciones ejecutivas; pero por la naturaleza de esos cargos, el senado mantuvo la vigi-lancia sobre ellos; además, como constituía un cuerpo colegiado y sus miembros lo eran a perpetuidad, el senado pudo asegurar cierta continuidad en la dirección de los asuntos externos e internos.

Esta altísima categoría del senado dentro del estado se debió a su prestigio; lo in-tegraban los ciudadanos más poderosos e ilustres de la ciudad, muchos de los cuales habían ocupado ya altas dignidades, y su consejo estaba siempre apoyado por una larga experiencia y una indudable responsabilidad. Pero además, el senado estableció que ninguna ley podría ser tenida por tal si, además de ser votada en los comicios, no obtenía su visto bueno. De este modo, durante mucho tiempo fue el senado el poder más importante dentro del estado y era tal su autoridad y su prestigio que, según cuenta Plutarco, cierto embajador extranjero que parlamentó una vez con él dijo que le había parecido “una asamblea de reyes”.

Las magistraturas: el consulado y la dictadura

Para las funciones ejecutivas, los patricios resolvieron, a la caída de la monarquía, designar dos magistrados que se llamaron cónsules, cuyas funciones debían durar solo un año. Mediante la elección de dos personas para una misma función, los patricios trataron de impedir que algún ciudadano se apoderara del poder y lo ejerciera tiráni-camente; este principio se aplicó luego a otras magistraturas.

Las funciones de los cónsules eran, en conjunto, iguales a las del rey, excepto en lo que correspondía a la vida religiosa, que estaba bajo la dirección de otro magistrado, el pontífice máximo; este era uno solo y sus funciones fueron vitalicias, pero no debe olvidarse que no tenía otro cometido que el cuidado de los ritos del culto público, lo cual no lo hacía peligroso en el orden político.

Los cónsules poseían el imperium, esto es, la autoridad suprema, por lo cual era delito toda desobediencia a sus órdenes; como signo de esta autoridad, los acompañaban doce lictores o guardias, quienes llevaban los fasces, compuestos de varas para azotar y un hacha para ejecutar las condenas capitales que el cónsul, en los primeros tiempos, podía imponer en cual-quier momento. Su autoridad era política, administrativa, judicial y militar. Además presidían los comicios a los que convocaban en las fechas indicadas por la ley. Otro signo de su autoridad era el derecho de usar la silla curul.

En caso de grave peligro, o cuando un cónsul entraba en conflicto con su colega, este magistrado podía nombrar un dictador, el cual, desde ese momento, reemplazaba a los cónsules y ejercía su autoridad sin limitaciones. La dictadura era una magistra-tura prevista por la ley, la cual, aunque confería al dictador la suma del poder, limita-ba su duración, pues cesaba cuando se cumplía el mandato del cónsul que lo había designado o a los seis meses justos de su nombramiento; sin embargo, era costumbre que, solucionado el conflicto que había determinado su designación, el dictador depu-siera sus poderes y se reintegraran a su cargo las autoridades normales. Como signo de su autoridad excepcional, el dictador era seguido por veinticuatro lictores en lugar de doce.

Los comicios

Además del senado y de las magistraturas, la república tenía otro órgano por el cual manifestar su voluntad: el comicio o asamblea general de los ciudadanos.

De la época monárquica sobrevivía en Roma el comicio por curias, que agrupaba solo a los que en aquella época se consideraban ciudadanos, esto es, a los patricios. Este comicio era el que, al principio, votaba las leyes y nombraba a los cónsules, a los que confería el imperium.

Pero en el curso del siglo V, los plebeyos fueron ingresando poco a poco en la vida militar y política de Roma y entonces los patricios tuvieron que consentir que una asamblea en la que tomaran parte todos los que integraban el ejército —patricios y plebeyos— fuera la que hiciera las leyes y eligiera a los magistrados; esta asamblea se ordenaba según las divisiones militares y por eso se llamó comicio por centurias o centuriado.

La tradición atribuía al rey Servio Tulio una legislación mediante la cual los plebe-yos adquirían una considerable significación en los comicios centuriados; pero este dato parece que es erróneo porque en ese tiempo su número y su importancia econó-mica y social no podían ser grandes. Fue a partir del siglo V cuando los plebeyos ad-quirieron una significación cada vez mayor que les permitió, poco a poco, imponer una distribución de todos los ciudadanos en los comicios por centurias, no según el naci-miento, sino según la riqueza.

Desde entonces, los comicios centuriados fueron los más importantes puesto que elegían magistrados y votaban las leyes a propuesta de los cónsules; pero, debido a la fuerza de la tradición, el comicio curiado fue mantenido y los cónsules lo convocaban para cuestiones religiosas y para otorgar —simbólicamente— el imperium o autoridad a los cónsules que había elegido el comicio por centurias.

Desde los comienzos de la época republicana, el comicio centuriado tuvo atribu-ciones para resolver sobre las penas de muerte impuestas por el cónsul, cuando el reo apelaba de esa sentencia.

La lucha entre patricios y plebeyos

La revolución de 509 fue social en el sentido de que de-terminó un desplazamiento de la plebe, en la que se apoyaba la monarquía, para per-mitir el dominio político exclusivo del patriciado. En efecto, los patricios aprovecharon con exceso su triunfo y la situación de los plebeyos se tornó insoportable: debían ganar miserablemente su vida y abandonar sus ocupaciones cada año para luchar al lado de los patricios contra los enemigos exteriores, sin que este servicio militar les trajera ninguna ventaja; por el contrario, con frecuencia la desatención de sus faenas los obligaba a endeudarse y, si no cumplían sus compromisos, los patricios se apresuraban a venderlos como esclavos.

Esta situación hizo crisis muy pronto. Ya a principios del siglo V —la tradición habla del año 494— los plebeyos se rebelaron contra su suerte y abandonaron la ciudad de Roma para establecerse en una altura vecina, el monte Sagrado, con el fin aparente de fundar una nueva ciudad y quizás con el mero propósito de forzar a los patricios a concederles algunas ventajas.

Los tribunos de la plebe

En efecto, el patriciado comprendió en aquel momento que el estado romano no podía prescindir de esa crecida masa de población y consintió en deponer su orgullo y conceder ciertos derechos a los plebeyos. Estos obtuvieron que se autorizase la elec-ción de cierto número de representantes —dos, según unos; cinco, según otros— a los que se llamó tribunos de la plebe, cuya misión sería, principalmente, defender a los plebeyos frente a todo abuso que cometiesen los magistrados, para lo cual se les con-cedía el derecho de vetar las medidas de estos que se considerasen injustas. A fin de impedir que los patricios hicieran violencia sobre los tribunos y les impidieran el cum-plimiento de sus deberes, se los consideró inviolables y se estableció la pena de muer-te para aquel que atentara contra ellos.

Los tribunos —cuyo número fue luego elevado a diez— fueron elegidos en unas reuniones en las que solo intervenían los plebeyos y en las que se resolvían también todos los asuntos que les eran propios; a estas asambleas se les llamó concilios de la plebe.

Los comicios por tribus

Estos concilios adquirieron cada vez mayor significación. Los patricios procuraron influir en sus decisiones y, por último, prefirieron incorporarse a ellos, pese a su exa-gerado orgullo, con tal de poder lograr en alguna medida esa finalidad. Al fin, los con-cilios de la plebe se transformaron, con la inclusión de los patricios, en comicios o asambleas generales; pero allí el número de los plebeyos era enormemente superior y, en consecuencia, lograban imponer su voluntad siempre que se presentaban orga-nizados y resistían a las sugestiones de los patricios.

Se les llamó comicios por tribus o tributos y sus resolucio-nes se llamaron plebiscitos; estas resoluciones no obligaban más que a los plebeyos, pero poco a poco adquirieron una gran fuerza y al cabo de algún tiempo llegaron a ser verdaderas leyes; entretanto, la principal función de aquellos fue la de elegir a los tri-bunos y el esfuerzo de los patricios se concentró en lograr que los elegidos fueran personas ambiciosas a quienes ellos pudieran tentar con sus ofrecimientos y alejarlos así de sus funciones específicas.

Algunos siglos más tarde, un político romano, Cicerón, explicaba por qué los patri-cios habían consentido en la creación del tribunado y cuáles eran sus verdaderos pro-pósitos:

La potencia de los tribunos de la plebe es demasiado grande; pero la fuerza popular es mucho más violenta y temible: con un jefe será mucho más fácil calmarla que si estuviera libre y sin freno. Un jefe se acuerda a cada paso de que lo que hace puede serle funesto; la multitud no piensa jamás en sus peligros.

(CICERÓN, Sobre las leyes, libro III, cap. X)

Con el tiempo, los comicios por tribus adquirieron más importancia que los que se reunían agrupando a los ciudadanos por curias o centurias, y estos dos últimos pasaron a ser cuerpos de escasa significación. Los comicios por tribus fueron, dos siglos des-pués, la verdadera asamblea legislativa romana.

Los ediles plebeyos

Al lado de los tribunos de la plebe aparecieron en seguida otros dos magistrados plebeyos llamados ediles. Su misión fue originariamente la de auxiliar a los tribunos en su vigilancia de la plebe; pero después se les asignó la de inspección y policía de la ciudad y más tarde la inspección de las fiestas populares.

Conquista progresiva de la igualdad civil, política y religiosa. La ley de las XII tablas

Los dos primeros siglos de la república (V y IV a. C.) se caracterizan por la perdu-ración de esas luchas entre patricios y plebeyos que habían comenzado con la marcha de los últimos al monte Sagrado: los plebeyos tratando de obtener una posición cada vez más ventajosa dentro del estado y los patricios, por su parte, procurando defender sus privilegios.

A mediados del siglo V, seguramente después de algunos conflictos graves, los pa-tricios consintieron en fijar por escrito ciertas leyes fundamentales, especialmente de carácter penal; hasta entonces esos preceptos se mantenían por tradición entre los patricios, quienes, cuando les convenía, los alteraban en perjuicio de los plebeyos. Una comisión de diez ciudadanos —los decenviros— las redactó y, aunque mantenían cier-ta severidad y un trato diferencial para las dos clases, su publicación significó un pro-greso en la marcha de la plebe hacia la igualdad civil.

Uno de los aspectos más odiosos de estas leyes —llamadas de las XII tablas— era que no autorizaban el matrimonio entre patricios y plebeyos. Esta situación fue modi-ficada algunos años más tarde mediante la ley Canuleia (o sea proyectada por Canu-leio, un tribuno de la plebe), ley que declaraba legales tales matrimonios.

También consiguieron los plebeyos en el curso del siglo V llegar a las magistraturas llamadas curules, que hasta entonces estaban reservadas a los patricios. Primero se les autorizó para ocupar el cargo de cuestor, más tarde les fue permitido formar parte del senado, y en el siglo siguiente pudieron los plebeyos ser cónsules, censores y pre-tores.

Finalmente, en el año 300, la ley Ogulnia autorizó a los plebeyos a formar parte de los colegios sacerdotales.

De este modo, en el curso de dos siglos, la plebe igualó sus derechos a los del pa-triciado; pero hay que recordar que esta mejora en la situación no interesaba a toda la plebe sino especialmente a aquellos plebeyos que se habían enriquecido y que forma-ban, dentro de su clase, una especie de aristocracia.

Las nuevas magistraturas: los tribunos militares con anteriori-dad consular, los censores y pretores

A medida que los plebeyos comenzaron a intervenir en la vida política y alcanzaron el derecho de ejercer las magistraturas, surgieron diversos cambios en la organización institucional romana, como resultado del conflicto entre las aspiraciones plebeyas y las pretensiones patricias.

Ya se ha dicho que los plebeyos aspiraron a desempeñar el consulado; para conte-ner estas aspiraciones sin rehusarlas abiertamente, los patricios solían suprimir tem-poralmente el consulado y encargar las funciones que ellos desempeñaban a los tri-bunos militares. Estos magistrados eran originariamente seis —y luego más, a razón de seis por cada nueva legión que tuviera el ejército— y los elegían los comicios con el objeto de que ejercieran el mando del ejército, pudiendo ser indistintamente patricios o plebeyos. Así, cuando se acentuaba la exigencia de los plebeyos, el patriciado con-sentía en que, temporalmente, ejercieran las funciones consulares desde sus cargos de tribunos militares, pero no resolvían la cuestión de si podían aspirar legalmente al consulado; de este modo, mantuvieron hasta mediados del siglo IV sus privilegios en cuanto a la magistratura suprema.

A mediados del siglo V fue creada la censura; la ejercían dos magistrados cuyo período era de cuatro o cinco años, plazo durante el cual debían realizar el censo de los ciudadanos, esto es, la comprobación del monto de sus bienes para fijar las contri-buciones y la inscripción de cada uno en la clase que correspondiera según su riqueza. Una vez realizada esta función preparatoria, se le daba forma legal mediante un sacri-ficio solemne, el lustrum, en el que se inmolaban un cerdo, un carnero y un toro.

Originariamente, el censo era una función propia de los cónsules, pero quizá cuando las circunstancias obligaron a suprimir transitoriamente el consulado, pareció conveniente que la realizaran magistrados especiales, los cuales adquirieron alta ca-tegoría, ya que entre sus atribuciones estaba la de formar la lista de los miembros del senado y la de eliminar de la misma a aquellos que, por su conducta, se hicieran pasi-bles de esa sanción.

Un siglo después de la censura se creó la pretura. Hasta entonces el cónsul, ade-más de las atribuciones políticas, administrativas y militares, tenía las judiciales, las que forzosamente desatendía cada vez que salía a campaña. Por esa razón, y quizá para disminuir las prerrogativas consulares una vez que esta función estuvo abierta a los plebeyos, se encomendó al pretor la función de juez. Con el tiempo el número de pretores fue aumentado a dos, luego a cuatro y continuó aumentando.

La religión. Los grandes dioses

A lo largo de los siglos, la religión romana sufrió muchos cambios. Originariamen-te, no reconocía sino dioses de la naturaleza a los que representaba con formas muy groseras; así, Jano era, antiguamente, una divinidad de los montes y los ríos; Fonto, su hijo, era el padre de las fuentes y residía en ellas; Marte era un lobo al que también se lo representaba bajo la forma de una lanza y Júpiter mismo no fue al principio sino un dios de la luz y de los árboles. Al lado de estos, había muchos otros dioses cuyos cultos perdieron importancia más tarde, tales como Carmenta, Larencia o Fauno.

Por entonces tenían gran desarrollo los cultos de las fuerzas naturales —como el de Vulcano, que honraba a las fuerzas subterráneas— y los de los muertos, a los que se hacían sacrificios de alimentos y de sangre. Del mismo modo, al resto de los dioses se les tributaba libaciones y ofrendas, especialmente en la época de ciertas fiestas de carácter agrícola.

Estas divinidades, así como los cultos que se les ofrecían, eran propios de la tradi-ción latina, aunque en muchos rasgos —y especialmente en el desarrollo del culto fú-nebre— se descubre la influencia etrusca. Pero a partir del siglo IV a. C. la religión romana comenzó a sufrir la influencia griega; entonces se empezó a advertir que la leyenda de los dioses helénicos era más rica y variada y que las estatuas con que se los representaba eran más hermosas y más delicadas que las que poseían las divinidades romanas. La consecuencia fue que, lentamente, se comenzó a admitir que ciertas divi-nidades griegas correspondían a otras romanas y se atribuyeron a las últimas las le-yendas y las imágenes que poseían las primeras.

Así fue cómo se llegó a pensar que la diosa latina Ceres era la Deméter griega, que Mercurio era el mismo Hermes y que Sancus se identificaba con Heracles. Pero también la religión romana tradicional se organizaba; entre los diversos dioses, tres de ellos adquirieron particular importancia y recibieron culto en el Capitolio, segura-mente después de la invasión gala; fueron Júpiter, Juno y Minerva que constituyeron la tríada capitolina. Pronto fueron asimilados estos también a otras divinidades griegas y se creyó firmemente que Júpiter equivalía al Zeus de los helenos, Juno a Hera y Minerva a Palas Atenea.

De allí en adelante, la fusión de las divinidades griegas y romanas se acentuó. Vulcano se asimiló a Hefestos, Venus a Afrodita, Marte a Ares, y así sucesivamente; y no solamente se estableció la relación entre los nombres, sino que se atribuyeron a los dioses romanos los caracteres y peculiaridades que tenían sus equivalentes grie-gos.

De ese modo, Júpiter vino a ser un dios superior, dominador de los espacios celes-tes, señor del rayo y protector de Roma y de su organización política. Juno fue la diosa protectora del matrimonio; Marte fue considerado dios de la guerra; Minerva, de la sabiduría; Venus, de la belleza y el amor; Neptuno, del mar; Vulcano, de las regiones subterráneas y de las fraguas, y así otros muchos.

El culto público y el culto privado

Para honrar a los grandes dioses, el estado debía organizar ciertos cultos que se creía que les eran gratos. Por medio de esos sacrificios creía el romano que la volun-tad de los dioses se tornaría favorable a ellos y por eso fueron muy celosos en el cum-plimiento de los ritos.

Los cultos guardaron el recuerdo de ciertas formas muy antiguas, pero con el tiempo se suavizó todo lo que había en ellos de bárbaro y cruel. El sacrificio en honor de una divinidad era siempre una ofrenda de bebidas o alimentos. Sobre su altar se hacían libaciones de líquidos —de los que se vertía una parte en tierra— y sacrificios de animales, cuyas vísceras se inmolaban a la divinidad en tanto que la carne la co-mían los sacrificadores.

La elección del animal para el sacrificio no era fácil. Estaba minuciosamente indi-cado el sexo, la raza, el color y otros detalles del animal para cada caso y era necesa-rio encontrar el ejemplar apropiado; y si así no ocurría, se sacrificaba un animal cual-quiera pero se agregaba al sacrificio una figura de cera con los caracteres requeri-dos.

Además de esos cultos, los romanos celebraban ciertas fiestas y juegos en honor de los dioses. Las fiestas eran generalmente de carácter agrícola y se realizaban en las fechas de la vendimia o la cosecha. Los juegos eran torneos deportivos —especialmente carreras— que se celebraban en los días en que se honraba a ciertos dioses.

Al mismo tiempo que los cultos públicos, los romanos celebraban cultos privados o domésticos. En ellos se honraba a los antepasados de la familia; recibía el nombre de lar aquel a quien se atribuía la fundación del tronco familiar; manes eran los antepasados varones en general y, especial-mente, los padres de familia; y se llamaba larvas a esos mis-mos espíritus si se tornaban maléficos por violación de los ritos fúnebres o abandono de su culto.

El culto doméstico se hacía en el altar que existía en cada casa y era presidido por el pater familias.

Los sacerdotes

El culto de los dioses romanos estaba estrechamente vinculado a la existencia del estado mismo; en consecuencia, el estado designaba a los encargados del culto con las mismas formalidades que lo hacía con los magistrados, y les concedía el mismo ca-rácter.

Tradicionalmente el más importante sacerdote era el rey de los sacrificios; pero sus funciones solo mantenían un valor simbólico y fue reemplazado en las de jefe sa-cerdotal por el pontífice máximo; bajo las órdenes de este había un colegio de pontí-fices, cuyo número varió, y cuyas funciones eran vigilar la corrección de los cultos pú-blicos y privados y conservar las tradiciones religiosas.

Bajo la autoridad del pontífice máximo estaban también los quince flámines; de ellos, los tres principales estaban destinados al culto de Júpiter, de Marte y de Quirino (Rómulo divinizado), y los otros doce al culto de dioses menores.

El culto de Vesta —que tenía como misión principal el mantenimiento del fuego sagrado— estaba a cargo de seis vestales, elegidas entre las mujeres de las familias más importantes y que gozaban de gran consideración pública. Las vestales estaban bajo la vigilancia del pontífice máximo.

Otros colegios sacerdotales se encargaban de determinadas ceremonias que con-servaban cierto valor tradicional. Así, los feciales debían negociar la paz y la guerra y cumplir los ritos pertinentes; los salios se encargaban de cierto sacrificio antiguo en honor de Marte; los lupercos debían conmemorar una vieja fiesta llamada lupercalia; y, finalmente, los arvales celebraban el culto de una antigua diosa de las regiones subterráneas.

Las funciones de augur contaban con un cuerpo especial cuya fundación se atribuía al mismo Rómulo; estaban al lado de los magistrados y su opinión se consideraba im-prescindible antes de comenzar cualquier acto importante para la vida del estado.

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CAPÍTULO XXVI

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La conquista romana

Durante todo el largo período en el que se produce la transformación del estado patricio en un estado patricio-plebeyo —tal como quedó explicado anteriormente— Roma debió hacer frente a diversos enemigos; mediante esas guerras, la pequeña ciudad latina se transformó en la primera potencia itálica. Para ello tuvo que derrotar a sus enemigos del norte, los etruscos, y a los de las colinas del este y del sur, a saber, sabinos, ecuos y volscos; estos últimos eran pueblos del mismo origen que los roma-nos, celosos de la autoridad y el poder que estos iban alcanzando. Más tarde, Roma debió luchar con nuevos enemigos del centro y el sur de la península, frente a los cua-les alcanzó igualmente la victoria.

La conquista y unificación de Italia por Roma

Las guerras del siglo V condujeron a Roma al dominio de la Italia central. Comen-zaron en los primeros días de la república, porque, mientras los etruscos procuraban recobrar su perdida autoridad sobre el Lacio, los pueblos latinos trataron de contener a Roma que, ya en la época de los reyes, ejercía cierto poder sobre la confederación que constituían todos ellos.

Pero, desde los primeros tiempos de la lucha, Roma consiguió contener a unos y a otros; primero logró mantener la alianza de las pequeñas ciudades vecinas y, con su ayuda, venció en varias campañas a los etruscos de las ciudades próximas; con la más temible, que era Veyes, firmó una paz por 40 años y, mientras tanto, pudo luchar con éxito frente a los ecuos y los volscos, que hacían frecuentes incursiones desde sus co-linas.

En la segunda mitad del siglo V la situación de Roma mejoró. En una gran batalla derrotó a los ecuos y volscos (en el monte Álgido, en 431) y poco después venció a los etruscos de la ciudad de Fidenes (425). Los sabinos habían sido contenidos pocos años antes y Roma decidió entonces afrontar la lucha con la ciudad de Veyes, la más meri-dional de las ciudades etruscas, y la más peligrosa también porque era la única que, libre de la amenaza de los galos que asolaban el norte de la Etruria, podía volcar todas sus energías contra ella.

La guerra de Veyes fue a la larga favorable a los romanos. Así pareció, al comen-zar el siglo IV, que Roma había vencido las mayores dificultades que la amenazaban al transformarse en dueña de sus destinos. Pero en ese momento, los galos, que habían arrasado la barrera que formaban los etruscos, aparecieron en el Lacio.

Los galos

Los galos eran un pueblo de raza celta, esto es, indoeuropeos; presionados por los germanos, se habían instalado en la Galia transalpina (Francia actual) y cruzaron luego los Alpes ocupando el valle del río Po (Galia cisalpina). Desde esta última región cru-zaron el Apenino y atacaron a los etruscos en sus propias tierras, venciéndolos poco a poco en sus distintas ciudades; así llegaron al límite meridional de la Etruria, justa-mente cuando la derrota de Veyes privaba a los romanos de este último bastión defen-sivo, y poco después se lanzaron sobre el Lacio. Los romanos quisieron contenerlos pero fueron aniquilados en la batalla de Alia (390), produciéndose entonces una des-banda da general: solo la ciudadela de la ciudad de Roma, en el monte Capitolio, es-taba en condiciones de resistir; la ciudad fue invadida, saqueada y quemada, pero el Capitolio no fue tomado; poco después, Breno, jefe de los galos invasores, aceptó una crecida cantidad de oro como precio de su retirada y los romanos pudieron volver a su ciudad devastada, cuya reconstrucción iniciaron en seguida con febril entusiasmo. En esta labor, y en la defensa de la ciudad amenazada por una sublevación general de las ciudades aliadas, volvió a distinguirse Camilo.

En efecto, la catástrofe de Roma debilitó su posición frente a las ciudades latinas y toda su labor de un siglo amenazó con quedar destruida. Camilo debió luchar contra los ecuos y los volscos y obtuvo algunas victorias; pero en 386 los hérnicos se aliaron a los latinos y los volscos, y juntos iniciaron una nueva ofensiva general que puso en pe-ligro a Roma; nuevamente los derrotó Camilo, pero las guerras continuaron durante muchos años; en 358 fueron vencidos definitivamente los hérnicos y en 354 los latinos; pero los volscos resistieron hasta 338. Poco antes, sin embargo, habían vuelto a suble-varse las ciudades latinas, temerosas del creciente poderío de Roma, pero en 338 fueron sometidas —al mismo tiempo que los volscos— y Roma volvió a ser centro de una liga poderosa en la que mandaba como señora y a cuyos territorios había agre-gado los de la Etruria meridional, conquistados mientras luchaba con los pueblos del este y el sur. Así, poco después de promediar el siglo IV, Roma había conseguido do-minar en una extensa zona de Italia central, y había llegado, en el curso de las opera-ciones militares, hasta los límites de la Campania.

Los romanos en la Campania

La consecuencia de la victoria fue que los romanos aspiraron a extenderse hacia el sur. En la Campania abundaban las ricas ciudades y existían excelentes puertos con los cuales Roma procuró de allí en adelante mantener relación; pero no eran los romanos los únicos en quienes esta región floreciente despertaba la codicia; también los sam-nitas, que habitaban en la región interior próxima a la Campania, procuraban apode-rarse de ella, de modo que, cuando Roma comenzó a realizar sus proyectos, se puso de manifiesto la hostilidad entre los dos pueblos.

Parece que en 343 se produjo un primer choque entre Roma y el Samnio, sin que pueda probarse su existencia. Lo cierto es que, en 327, Roma intervino en un conflicto entre la ciudad de Capua y los samnitas en favor de la primera; poco después comenzó la guerra (325) y los romanos intentaron invadir las zonas montañosas donde habita-ban los samnitas; pero, tras algunos éxitos parciales, las legiones romanas fueron atrapadas en un desfiladero cerca de la ciudad samnita de Caudium y derrotadas (321).

La derrota romana fue agravada con la humillación que los samnitas hicieron su-frir al ejército vencido, que debió pasar por debajo de un yugo que obligaba a los sol-dados romanos a agachar la cabeza delante de sus vencedores; además, los jefes ro-manos se comprometieron a gestionar el reconocimiento por el senado de las condi-ciones de paz, que consistían en el abandono de las tierras de Campania y el compro-miso, por parte de Roma, de no combatir más contra los samnitas.

Pero el senado no reconoció los términos de la paz y, aunque ordenó el regreso de los cónsules para que los vencedores ejercieran sobre ellos su venganza, los samnitas consideraron que la resolución senatorial era violatoria del pacto concertado y deci-dieron continuar la guerra; los romanos, por su parte, estaban también dispuestos a vengar la humillación sufrida; de modo que nuevas campañas comenzaron poco des-pués.

En 317, Roma concibió un plan estratégico de alto vuelo; se trataba de ocupar la Apulia, al este del Samnio, y amenazarlo luego por dos frentes. El plan dio resultado, y aunque los etruscos, los ecuos y los hérnicos aprovecharon la ocasión para sublevarse, Roma hizo frente a todos los peligros y venció a los samnitas en 305, obligándolos a concertar una paz.

Los romanos procuraron aprovechar las circunstancias y prever una posible reanudación de las hostilidades; para ello crearon colonias militares que vigilaran la zona del sur del Lacio y la Campania y construyeron una vía que asegurara sus comu-nicaciones con la región del Samnio, a la que se llamó vía Apia por el nombre del ma-gistrado que dispuso su construcción. Sus temores resultaron fundados, porque en 298 los samnitas —estimulados por la ciudad griega de Tarento, que miraba con temor la expansión romana hacia el sur— se reunieron a los etruscos y atrajeron a las filas de la coalición a otros pueblos así como también a las bandas galas que quedaban en el centro de Italia; así unidos se lanzaron contra Roma; pero los ejércitos romanos, al mando de Fabio Ruliano y Decio Mus, pudieron tomar posiciones favorables y derro-taron a los aliados en la memorable batalla de Sentino (295).

Pocos años más fueron necesarios para que los romanos acabaran con los samni-tas; sus últimas tropas fueron vencidas y su territorio ocupado poco a poco, mientras otras colonias militares romanas surgían en sitios estratégicos para impedir nuevos movimientos de los vencidos; de ese modo, en los primeros años del siglo III, Roma quedaba dueña de toda la Italia central y se ponía en contacto con las ciudades griegas del sur, con las cuales muy pronto entraría en conflicto.

Tarento. Guerra contra Pirro

Las guerras samníticas se habían iniciado, precisamente, en la época en que Ale-jandro Magno realizaba sus memorables conquistas. Comparadas con ellas, las de los romanos parecían poca cosa y, en consecuencia, el prestigio militar de los griegos si-guió excediendo en mucho al de la ciudad latina. Pero este prestigio militar, aunque indirectamente repercutía sobre las ciudades de la Magna Grecia, no correspondía a la verdadera situación de estas; una de ellas, sin embargo, creyó que podía provocar a Roma y quiso contener su expansión afrontando un conflicto para el que no contaba con recursos suficientes.

En efecto, Tarento, la más rica ciudad del sur de Italia y una de las que más aspira-ciones tenía al dominio de la región, consideró que no debía soportar las frecuentes intromisiones de Roma en los asuntos de las ciudades griegas de Italia; para ello, pen-só que podía contar con el rey del Epiro, Pirro, que deseaba crear para sí un imperio; y viendo que Roma se apoyaba en la vecina ciudad de Turios, se decidió a castigarla hundiendo diez barcos romanos que estaban en su puerto (282).

Roma se preparó para la guerra y Tarento llamó en su auxilio a Pirro, que llegó a Italia con un buen ejército de mercenarios griegos y una fuerza de elefantes de gue-rra, nunca vistos en Italia; así preparados, los contendientes empezaron sus operacio-nes.

Varios ejércitos romanos tomaron posición para evitar que se produjeran nuevas sublevaciones entre los pueblos aliados, en tanto que otro mandado por el cónsul M. Valerio Levino llegó hasta cerca de Heraclea para esperar a Pirro (280). El encuentro ocurrió cerca de esa ciudad y la habilidad del rey así como la superioridad de sus ar-mamentos le permitieron lograr una victoria en la que, sin embargo, los legionarios demostraron su extraordinaria capacidad militar.

Mientras el cónsul retrocedía, Pirro avanzaba sobre Roma tratando de sublevar a las ciudades de la Campania; pero la organización política romana probó su eficacia y, salvo Capua y Preneste, ninguna abrió sus puertas; nuevas fuerzas romanas aparecie-ron entonces y Pirro procuró pactar. Pero fracasada la negociación, de nuevo comenzó la guerra. En Áusculo, Pirro volvió a derrotar a los romanos (279) pero también sin que, esta vez, le fuera posible sacar provecho de su victoria. Irritado, el rey del Epiro quiso conseguir victorias en otros escenarios y pasó a Sicilia, donde luchó con los car-tagineses; pero volvió nuevamente a Italia y quiso acabar con el ejército romano; mas este se había rehecho enteramente y, al mando de M. Curio Dentato, lo derrotó en Benevento (275).

Las consecuencias de esta batalla fueron importantes. Pirro abandonó la guerra y volvió a Grecia dejando Tarento librada a su suerte; la rica ciudad griega se rindió y fue ocupada por Roma; tras ella, otras siguieron su mismo destino, y Roma consiguió, en pocos años, extender su dominio hasta el confín meridional de la península.

La organización de la Italia romana. Las colonias

El vasto territorio italiano que quedó bajo la autoridad romana después de más de dos siglos de continuas guerras adquirió una organización peculiar; esa organización fue el resultado de los numerosos tratados que Roma concertó con los diversos pue-blos con los que tuvo conflictos, de manera que en cada caso particular se estableció un determinado tipo de relación entre Roma y la ciudad vencida. Sin embargo, la or-ganización de la Italia romana, a pesar de no ser el resultado de un plan orgánico, co-rrespondía a un conjunto claro de principios políticos.

Efectivamente, Roma deseaba, en primer término, consolidar su predominio sobre toda la Italia; aspiraba luego a dar un trato preferente a aquellas ciudades de las que esperaba más ayuda y de las que tenía menos recelos; y procuraba, finalmente, crear una estrecha solidaridad entre todas las ciudades que dominaba. Estos principios es-taban presentes en el ánimo de sus magistrados cuando concertaban los distintos pac-tos y, en efecto, respondieron a ellos los que fijaron las relaciones entre Roma y las ciudades vencidas.

Desde muy antiguo, algunas ciudades vecinas de Roma formaban parte del estado romano; sus habitantes podían, en consecuencia, concurrir a los comicios y ser elegi-dos magistrados, y esta condición se otorgó a las colonias que fundó. Junto a aquellas, había en el Lacio otras ciudades que mantenían cierta independencia pero que habían entrado en una confederación o liga latina en la que Roma predominaba; así sus ma-gistrados mantenían sus funciones civiles y edilicias, pero los asuntos políticos y mili-tares quedaban bajo la jurisdicción de los magistrados romanos.

Estas ciudades tenían ciertos derechos, todos los cuales componían el llamado derecho latino; tenían capacidad para comprar tierras, para co-merciar, para actuar en los tribunales, etc. En ciertos casos, un ciudadano de derecho latino podía obtener la calidad de ciudadano romano. Originariamente solo tenían este derecho las ciudades de la antigua liga latina; pero Roma lo concedió luego a al-gunas otras ciudades.

En distinta situación estaban las ciudades no latinas, que fueron consideradas alia-das mediante un tratado especial; generalmente, mantenían su propio gobierno y su territorio, pero no poseían ninguno de los derechos civiles y políticos de los romanos; además no podían hacer la guerra ni concertar alianzas y debían, en cambio, contri-buir a las necesidades de las guerras que hacían los romanos, y, a veces, pagar un im-puesto.

Por este procedimiento, Roma consiguió dar a las ciudades sometidas cierta apa-riencia de libertad que contribuyó eficazmente a mantener su subordinación. Por otra parte, cuando las circunstancias cambiaban, también podía Roma modificar sus rela-ciones con una ciudad y recompensar o castigar su comportamiento.

Todavía utilizaron los romanos otro sistema para asegurarse un estrecho control sobre Italia: fue la fundación de colonias en los puntos más importantes y de mayor valor estratégico, a las que destinaba ciudadanos romanos que mantenían la plenitud de sus derechos, recibían tierras y debían cumplir, eventualmente, funciones milita-res.

Roma y Cartago: su rivalidad

Desde el momento en que Roma dominó sobre toda la Italia, su posición en el Me-diterráneo cambió profundamente. Ahora era una potencia marítima que podía utili-zar los recursos de las ciudades griegas del sur de Italia y que aspiraba a heredar su comercio y su riqueza. Desde entonces tuvo que contar con la rivalidad de los otros pueblos marítimos y, en especial, los cartagineses.

Cartago era una poderosa ciudad del norte de África —próxima a la actual ciudad de Túnez— cuya grandeza provenía del extraordinario desarrollo de su comercio ma-rítimo. Para asegurar el control de sus rutas y el mantenimiento de su hegemonía, Cartago había tomado posesión de algunos lugares bien ubicados en las costas de Sici-lia, de Cerdeña y de Córcega, donde había fundado colonias que fueron centros de su navegación y su comercio. Poco a poco se había transformado en una verdadera po-tencia marítima y comercial, y hasta el siglo III a. C., sus rivales habían sido los etrus-cos, primero, y los griegos luego.

Pero desde que las ciudades griegas hubieron entrado dentro de la órbita de Ro-ma, Cartago vio en esta su más temible rival. Cuando los romanos ocuparon Tarento, la hostilidad entre las dos potencias se hizo más grave y poco después degeneró en un conflicto armado.

La primera guerra (264-241) no aniquiló a ninguno de los dos rivales y el conflicto volvió a resurgir dos veces más, hasta que Cartago fue destruida y su poder fue here-dado por Roma.

La primera guerra púnica

Poco tiempo después de la toma de Tarento, los romanos ocuparon Regio, sobre el estrecho de Mesina. Los griegos de Sicilia y los cartagineses advirtieron la gravedad de ese paso y se aprestaron para la defensa: Hierón II restableció el orden en Siracusa bajo su autoridad y los cartagineses se apresuraron a ocupar Mesina —frente a Re-gio— en 268. Desde ese momento, el conflicto por la dominación del estrecho de Me-sina estaba planteado; los romanos temían la invasión cartaginesa en Italia y los car-tagineses la de los romanos en Sicilia; en esas circunstancias, un grupo de la población de Mesina pidió auxilio a los romanos y estos —después de medir la gravedad de la medida, y tras algunas vacilaciones— decidieron obrar contra Hierón y Cartago.

Un ejército romano mandado por Apio Claudio logró invadir Sicilia en 264 y llegó hasta sitiar Siracusa, pero fue obligado a retirarse; sin embargo, nuevas fuerzas llega-ron luego, y pudieron apoderarse de Agrigento. Los cartagineses, entretanto, pensaron derrotar a los romanos en el mar y obtuvieron algunos triunfos; pero los romanos su-pieron hacer frente a su desventajosa situación marítima, y una flota, al mando del cónsul Duilio, pudo pertrecharse como para medirse con las naves cartaginesas; para ello el cónsul proveyó a sus barcos de un puente movible, con sólidos garfios de hierro, que permitiera a los legionarios lanzarse al abordaje desde él y de este modo luchó con ellos frente a Miles, en la costa norte de Sicilia, logrando una importante victoria (260).

Durante varios años continuó la campaña en territorio siciliano y en las aguas ve-cinas, hasta que los romanos adquirieron la seguridad de que podían tentar empresas de mayor aliento. En 256, el cónsul Régulo organizó una poderosa expedición para invadir África y atacar a los cartagineses en su propia tierra y logró sus primeros obje-tivos; pero los cartagineses rechazaron una propuesta romana de paz, excesivamente dura, y encomendaron la defensa a un soldado espartano, Jantipo, que, con un cuerpo de mercenarios, se puso en acción. En una batalla campal derrotó a Régulo, y tuvo la fortuna de tomar prisionero al cónsul romano y a 3.000 legionarios (255), de modo que la expedición fracasó y las operaciones volvieron a desarrollarse en Sicilia y sus costas.

Así las cosas, los romanos comenzaron a perder terreno en la isla y su desventaja aumentó cuando un jefe cartaginés de brillantes condiciones, llamado Amílcar Barca, se hizo cargo del mando. Entonces Roma decidió formar una nueva flota constituida con barcos de cinco filas de remeros (quinquerremes) hechos sobre un modelo cartaginés y la puso al mando del cónsul Lutacio; la flota encontró a la de los cartagineses en las islas Égatas y allí la derrotó causándole grandes pérdidas (241).

El desastre naval de las Égatas fue fatal para los cartagineses que, viendo agotados sus recursos, pidieron la paz. Roma impuso condiciones muy duras, las que, sin em-bargo, fueron aceptadas por los vencidos: Cartago abandonaría Sicilia, renunciaba a hacer la guerra a Roma y a los siracusanos, y se comprometía a pagar una fuerte in-demnización de guerra.

Los Barca en España. Aníbal. Sagunto

La derrota trajo a Cartago nuevas dificultades. El ejército mercenario que había formado Amílcar Barca se sublevó en África y fueron necesarios más de tres años de lucha para reducirlo; así, Cartago quedó aún más debilitada con esta guerra y Roma aprovechó esta circunstancia para completar su victoria apoderándose de Cerdeña en 238 y de Córcega poco después, con lo cual pudo controlar cómodamente toda la na-vegación por el mar Tirreno.

Entretanto, Roma emprendía nuevas operaciones hacia el norte de su territorio. Dominados los últimos pueblos etruscos, tuvo que afrontar un nuevo ataque de los ga-los que cruzaron los Alpes en 266; frente a ellos, se unieron estrechamente a Roma todos los pueblos itálicos y formaron un inmenso ejército al mando de los cónsules Atilio Régulo y Emilio, que pudo derrotarlos en la batalla de Talamón (225). Los galos fueron destruidos en una nueva batalla por el cónsul Flaminio y, poco a poco, toda la Galia cisalpina fue ocupada militarmente y su territorio distribuido para la formación de colonias militares que debían vigilar la región.

Por la anexión de este extenso territorio, Roma acrecentaba su poder, pero entra-ba en contacto con nuevos enemigos; sobre todo, tenía que contar ahora con la nece-sidad de vigilar una zona recién conquistada cuyos habitantes no tenían ningún vínculo profundo con los romanos y que quizás aprovecharan la primera ocasión para traicio-narlos. Fue lo que ocurrió cuando aparecieron los cartagineses que llegaban de Espa-ña.

En efecto, después de someter a los mercenarios, Amílcar Barca había ocupado la costa este de España para compensar así la pérdida de las factorías de Sicilia, Cerdeña y Córcega. Su extraordinario talento militar, puesto de manifiesto en la primera gue-rra púnica y en el sometimiento de los mercenarios, brilló en España y permitió a los cartagineses construir un verdadero imperio que recibió una excelente organización y del cual los cartagineses obtuvieron grandes riquezas mediante la explotación de las regiones fértiles y, sobre todo, de las regiones mineras.

Amílcar murió en 228 dejando un hijo adolescente llamado Aníbal; el mando de sus dominios españoles quedó en manos de su yerno Asdrúbal, que completó la coloniza-ción y explotación del territorio y fundó la ciudad de Cartago Nova (luego Cartagena); pero a su muerte, el ejército proclamó como jefe a Aníbal, que a la sazón tenía veinti-séis años.

Aníbal había sido educado en el odio a Roma y, al llegar al mando supremo en Es-paña, creyó que había llegado el momento de castigar a la antigua vencedora de su patria. Los cartagineses de España tenían con Roma un tratado que los obligaba a no pasar el río Ebro; pero, además, Roma protegía a ciertas ciudades, entre ellas, Sagun-to: Aníbal resolvió tomarla e iniciar así la lucha contra el naciente imperio, que aceptó el reto.

La segunda guerra púnica. Aníbal en Italia

Desde España, Aníbal creyó posible llegar a Italia por tierra: lo aconsejaba así la superioridad naval de Roma en el Tirreno, y las gigantescas dificultades de la empresa le parecieron superables. En efecto, en 218 un poderoso ejército de 90.000 infantes y 12.000 jinetes cruzó el río Ebro —rompiendo así el pacto con Roma— y siguió hacia el Pirineo; la cordillera fue cruzada, no sin dificultades, y el ejército llegó a las orillas del Ródano, y allí como antes en España, fue necesario luchar con las poblaciones cuyo territorio atravesaba; una vez cruzado el río, Aníbal llegó al principal obstáculo de su camino, que era la cadena de los Alpes.

El cruce fue difícil y ocasionó muchas pérdidas de hombres y animales, no solo por las dificultades del terreno, sino también por la hostilidad de las poblaciones de los valles. Finalmente comenzó el descenso sobre la llanura italiana donde ya lo esperaba un ejército consular romano, al que Aníbal venció a las orillas del río Tesino.

Tras el primer encuentro, los romanos cruzaron el Po y Aníbal los siguió; un nuevo encuentro tuvo lugar a orillas del río Trebia y otra vez fueron vencidos los romanos, quienes perdían así toda esperanza de mantener el control sobre la Galia cisalpina; en efecto, los galos se sublevaron contra Roma y se unieron a Aníbal, que pudo, sin peli-gro, llegar a la línea del Apenino y cruzarlo hacia el sur (218).

En la campaña del año 217, Aníbal volvió a derrotar a los romanos en las orillas del lago Trasimeno, en Etruria, y, desechando el consejo de marchar hacia la misma Ro-ma, siguió al sur con ánimo de provocar la sublevación de las ciudades griegas y sam-nitas.

A todo esto, Roma, que había perdido muchos legionarios en la derrota del lago Trasimeno, volvió a reconstruir sus ejércitos y designó dictador a Fabio Máximo, que, convencido de la superioridad de Aníbal, se limitó a una guerra de sorpresas destinada a desgastar a los invasores; pero al término de su dictadura, los cónsules Paulo Emilio y Varrón arriesgaron una batalla en Cannas (Apulia) y, pese a sus 100.000 hombres, fueron vencidos (216).

Roma perdió en esta jornada —señala Tito Livio— 45.000 hombres de infantería, 2.700 de caballería y un número casi igual de ciudadanos y aliados. Se contaron entre los muertos dos cuestores, y veintiún tribunos militares, varios personajes que habían sido cónsules, pretores o ediles y, además, ochenta senadores o magistrados curules a quienes su dignidad daba el de-recho de ser incorporados al senado.

(TITO LIVIO, Historia, libro XXII, cap. XLIX)

Sin embargo, ni Roma se consideró abatida ni las ciudades aliadas del sur abrieron sus puertas a excepción de Capua. Aníbal se vio obligado a acampar en esa región sin que le sobraran los recursos y, mientras esperaba refuerzos, tuvo que hacer frente a las guerrillas que nuevos ejércitos romanos le hacían y cuyo resultado fue, en algunos casos, muy satisfactorio. En 212 los romanos se apoderaron de Siracusa —que también se había sublevado— y, al año siguiente, de Capua, en tanto que Aníbal se hacía fuerte en el extremo meridional de la península. En 207 consiguieron contener a un ejército que llegaba de España en auxilio de Aníbal y, desde entonces, la situación del general cartaginés comenzó a hacerse difícil por la falta de socorros, que la metrópoli no que-ría enviar y que el rey de Macedonia, Filipo V, prometía sin que le fuera posible cum-plir su promesa.

Entretanto, un joven patricio romano, Cornelio Escipión, había realizado —entre 208 y 206— una enérgica campaña en España que le permitió desalojar de ella a los cartagineses. Alentado con esa experiencia pidió y obtuvo —no sin cierta oposición del senado— la autorización para organizar una expedición contra Cartago, a imitación de la que Régulo había realizado medio siglo antes.

Escipión y la guerra de África

Escipión fue elegido cónsul en 205, cuando apenas tenía veinticuatro años. Con un pequeño ejército de voluntarios —porque el senado le negó autorización para utilizar el ejército regular— pasó a Sicilia y allí comenzó a preparar la expedición trasmarina. Su actividad fue extraordinaria y consiguió reunir a su alrededor a los veteranos de las guerras contra Aníbal, deseosos de un desquite; así logró formar un ejército de 30.000 hombres y con ellos cruzó el canal de Túnez y se instaló frente a Útica (204), cerca de la ciudad enemiga.

Desde allí comenzó su labor; por una parte, se dedicó a devastar las regiones de las que se aprovisionaba Cartago y a destruir los contingentes auxiliares de los enemigos; por otra, a establecer alianzas con los pueblos sometidos a ella, entre los cuales logró un aliado importante en la persona del rey de los númidas, Masinisa. Con su ayuda se preparó para la lucha, mientras Cartago, temerosa, llamaba a Aníbal para que organizara la defensa.

Aníbal preparó sus fuerzas y tomó las providencias para la campaña, pero, entre-tanto, en una entrevista dramática, ofreció una paz honorable a Escipión, que no la aceptó. Poco después los dos ejércitos se enfrentaron en Zama y Escipión obtuvo la victoria (202). Cartago estaba indefensa y pidió de nuevo la paz, para la cual Escipión impuso durísimas condiciones: abandono definitivo de España, pago de un fuerte tri-buto y entrega de la flota, comprometiéndose además Cartago a no hacer guerra al-guna sin autorización de Roma; cien rehenes de las mejores familias garantizarían el cumplimiento de lo pactado.

Así terminó la segunda guerra púnica. Italia quedaba liberada de los invasores y Roma consagrada como la primera potencia del Mediterráneo occidental, con amplio dominio marítimo y territorial. Frente a ella, las potencias del Mediterráneo oriental quedaban oscurecidas y amenazadas por sus recursos y su poderío militar.

Las guerras de Macedonia y Siria

En el Mediterráneo oriental quedaban, con categoría de estados militarmente po-derosos, Macedonia, Egipto y Siria. Pero su poder era más aparente que real: conta-ban con el prestigio que debían a la tradición de Alejandro pero estaban debilitados por sus continuas guerras interiores y exteriores.

Las potencias orientales habían visto con recelo el crecimiento de Roma; Filipo de Macedonia, para contrarrestarlo, había intentado ayudar a Aníbal, pero sus emisarios habían sido descubiertos y su acción paralizada por Roma. Por eso, y también porque ya era urgente para ella el dominio del mar Adriático, Roma se decidió a la acción poco después de terminada la segunda guerra contra Cartago.

Ya durante el curso de ese conflicto habían intentado los romanos contener la ex-pansión de Filipo de Macedonia desembarcando en Iliria con el pretexto de defender a sus aliados los etolios; pero las operaciones terminaron sin mayor fruto en 205. Al comprender la trascendencia del triunfo romano sobre Cartago, Filipo de Macedonia se alió a Antíoco III de Siria; pero la política de los reyes frente al Egipto y Grecia dio motivo para que los romanos intervinieran ya por medio de sus embajadores. Poco después, un ejército desembarcaba sobre la costa adriática de los Balcanes y empren-día la marcha hacia el este (200). En las sucesivas campañas de 199 a 197, la lucha se presentó difícil y sus resultados imprevisibles; pero en 197 el ejército romano de Fla-minino encontró a las fuerzas del rey Filipo y las derrotó en Cinocéfalos. Los romanos estuvieron magnánimos y solo exigieron la libertad de Grecia y la restricción de las aspiraciones macedónicas: Flaminino se proclamó a sí mismo libertador de los hele-nos.

Esta campaña no asustó a Antíoco de Siria, que resolvió afrontar solo el peligro. En 192 invadió Grecia y saqueó varias regiones; pero los romanos le declararon la guerra y le opusieron un ejército que lo encontró en el desfiladero de las Termópilas, donde lo venció (191). Al año siguiente, Roma organizó la invasión de los dominios asiáticos de Antíoco —a los que se había retirado—, con un ejército que mandaba un hermano de Escipión el Africano y en cuyo estado mayor iba él mismo. Antíoco fue derrotado en la batalla de Magnesia (190) y obligado a firmar una paz por la cual quedaba fuera de su autoridad toda el Asia Menor.

Algunos años más tarde, el nuevo rey de Macedonia, Perseo, intentó restablecer la autoridad macedónica sobre Grecia y provocó una nueva guerra con Roma. En Pidna fue derrotado por el ejército de Paulo Emilio (168) y el rey quedó prisionero. Roma se limitó por entonces a subdividir el territorio macedónico para impedir nuevas subleva-ciones, sin ocupar territorios.

La anexión de Macedonia y Grecia

La intervención romana frente a Macedonia constituía una experiencia militar de gran importancia; pero desde el punto de vista político no había proporcionado venta-jas a Roma. Esta, sin embargo, se apresuró a obtenerlas en la primera oportunidad; así, cuando en 150 un caudillo que se decía de sangre real quiso restablecer la mo-narquía macedónica, Roma convirtió el antiguo reino en una provincia tributaria (148). Poco después, Grecia corrió la misma suerte, con motivo de la insurrección de Corinto y la guerra de los aqueos contra Esparta; transformada en provincia romana, con el nombre de Acaya (146), la antigua Grecia perdió su libertad aun cuando muy pronto adquirió la calidad de hija preferida de Roma.

La tercera guerra púnica. Destrucción de Cartago

La fuerte posición que Roma había adquirido en el Mediterráneo no estaba ya amenazada por ninguna potencia vecina. Sin embargo, el rápido resurgimiento de Cartago después de su derrota, la restauración de su comercio y el crecimiento de su riqueza agrícola llegaron a alarmar a los romanos, en quienes los muchos triunfos ha-bían suscitado una insaciable ambición.

Al promediar el siglo II, Roma quiso recoger todos los beneficios que le habían ofrecido sus victorias. Por entonces transformó en provincias romanas a Macedonia y Grecia; y, al mismo tiempo, resolvió —bajo la insistente presión de Catón, político de gran prestigio— iniciar una nueva guerra contra Cartago con el propósito de destruirla y anexarse su territorio.

Con motivo de las muchas provocaciones de los númidas —aliados de Roma— los cartagineses resolvieron castigarlos por su cuenta, luego de comprobar que Roma ha-cía caso omiso de sus reclamaciones. Esta guerra dio motivo para que Roma afirmara que Cartago había violado sus compromisos y le declarara, a su vez, la guerra. En 149 un ejército romano llegó a África y exigió la entrega de todo el material de guerra, que fue quemado de inmediato; pero, acto seguido, los cónsules hicieron conocer la orden del senado de evacuar la ciudad y establecerse, sin murallas, a no menos de 15 kilómetros de la costa. Cartago se rebeló contra la injusticia y decidió luchar, ence-rrándose en sus muros; los romanos pusieron sitio a la ciudad, pero la resistencia fue heroica; al fin, en 147, el ejército romano fue puesto a las órdenes del cónsul Escipión Emiliano, nieto adoptivo del vencedor de Zama y soldado de grandes calidades, que consiguió apoderarse de la ciudad (146).

El senado ordenó que las murallas fueran destruidas, la ciudad arrasada y el terri-torio que ocupaba, arado y sembrado de sal, para testimoniar la voluntad de que nun-ca volviera a surgir allí otra ciudad. Así terminó Cartago, cuyas últimas posesiones pasaron a manos de su vencedora.

La dominación romana en España: Numancia

Las campañas de Macedonia, Grecia y Cartago ponían de manifiesto la firme vo-luntad de Roma de afianzar sus conquistas; con idéntico fin se inició, en los mismos años, una enérgica campaña en territorio español, en el que la autoridad romana se ejercía desde el fin de la segunda guerra púnica sin que se hubiera logrado todavía su total pacificación.

En el oeste, y, especialmente, en las regiones montañosas, las poblaciones autóc-tonas no se resignaban a una sumisión, que les repugnaba. En 147, un pastor lusitano llamado Viriato encabezó un gran movimiento nacional de resistencia que obligó a los romanos a una activa defensa y que solo pudo ser contenido por el asesinato traicio-nero de su jefe (141).

Pero las poblaciones montañesas no cedieron por ello y se refugiaron en sus re-ductos, donde los romanos debieron pagar cara la conquista de cada posición. La últi-ma en ceder fue la ciudad fortificada de Numancia, cerca de la actual Soria, en la que sus habitantes se prepararon a morir antes que rendirse. Roma envió a terminar las operaciones de asedio al conquistador de Cartago, Escipión Emiliano, quien estrechó el sitio con energía. Pero los numantinos tomaron una resolución heroica e incendiaron la ciudad pereciendo en ella (133). La paz quedó asegurada en España por algunos años.

La hegemonía de Roma en el Mediterráneo

En el breve período de tiempo que va desde la segunda guerra púnica hasta la destrucción de Cartago y la toma de posesión de Macedonia y Grecia, Roma había realizado la extraordinaria hazaña de constituir un poderoso imperio y transformarse, por ello, en la primera potencia del Mediterráneo. Este hecho llamó la atención de los contemporáneos y muy especialmente de los griegos que, por orgullo nacional, des-preciaban en cierta medida a los bárbaros del Occidente. Es sumamente significativa la opinión de un notable historiador griego de la época, amigo de Escipión Emiliano y testigo de los acontecimientos de casi medio siglo, cuya historia escribió. Se llamaba Polibio de Megalópolis y explicaba así por qué confiaba en que su historia sería leída con gusto por todos:

Lo que hay de extraordinario en los acontecimientos que voy a narrar bastará por sí mismo —yo espero— para atraer a los jóvenes y a los ancianos a leerme. ¿Cómo encontrar, en efecto, un hombre tan grosero o tan indiferente que no desee saber por qué medios, por qué hábil conducta hizo pasar Roma bajo sus leyes al universo entero en el espacio de cincuenta y tres años, maravilla no oída hasta enton-ces?

(POLIBIO, Historia, libro I, cap. I)

Este asombro de los contemporáneos era explicable; la conquista del Imperio car-taginés era ya un hecho que hería la imaginación de las demás naciones; pero las vic-torias sobre los reyes de Macedonia y Siria confirmaron la opinión de que surgía sobre el horizonte una potencia militar incontenible. Por otra parte, la hábil política romana de no apresurar la ocupación de los territorios de los vencidos y de defender a los pueblos débiles aumentó su prestigio y le proporcionó aliados entre ellos.

Pero sobre esta base, Roma establecería prontamente un imperio, cuya organiza-ción mostraría otra faceta de su genio.

(…)

(…)

CAPÍTULO XXVII

(…)

Las guerras civiles y la crisis de la república

El mismo año que cayó Numancia (133) comenzó en Roma un período de grave agitación política, quizá la más grave que la ciudad había sufrido nunca, y de la cual resultó una profunda alteración de sus instituciones. El conflicto que entonces se des-encadenó condujo muy pronto a la guerra civil y, tras ella, la república sucumbió de-jando paso a un nuevo régimen.

Esta agitación política tuvo dos clases de causas; por una parte, las que arrancan de la situación interna que crearon las conquistas; por otra, las que provinieron de la influencia griega.

La época de los hermanos Graco

La situación interna después de la primera etapa de expansión ultramarina era sumamente difícil. Puede decirse que ya no existían las dos antiguas clases de patricios y plebeyos sino en las tradiciones familiares; muchas familias patricias se habían ex-tinguido y muchos plebeyos ricos se habían emparentado con las demás, de modo que la aristocracia era, ahora, patricio-plebeya; esta aristocracia fue la que monopolizó las dignidades políticas, porque poseía medios económicos para imponer sus candidaturas y prestigio para ser respetada y seguida; y a ese conjunto de familias patricio-plebeyas de cuyo seno habían salido —y seguían saliendo— los magistrados, se conocía con el nombre de nobleza (en latín, nobilitas).

Por debajo de la nobleza estaban los plebeyos de clase media y los pobres, ciuda-danos libres pero sin recursos ni posibilidades económicas, que habían sufrido la com-petencia del latifundio explotado por los esclavos o el despojo de sus tierras; algunos mantenían sus pequeñas propiedades en condiciones misérrimas y otros formaban la gran masa de población urbana que hallaba medios de subsistencia como asalariados en la industria o el comercio; pero todos pertenecían a una clase que ahora tenía fi-sonomía peculiar: la de los pobres.

Sin embargo, ya se ha visto que, del seno de la clase de los plebeyos, había ido sur-giendo otra, intermedia entre el grupo de los pobres y de la nobleza, constituida por aquellos plebeyos que se habían enriquecido sin poder mejorar, a pesar de eso, su si-tuación político-social por alianzas o por el acceso a cargos públicos. Esta fue la clase de los caballeros, que, poco a poco, adquirió importancia en la vida cotidiana aunque la nobleza tratara de cerrarle el camino hacia el poder político.

A los conflictos y rozamientos que se produjeron entre estas clases se agregaron, por entonces, los que provenían de las aspiraciones de los aliados itálicos, quienes deseaban alcanzar la ciudadanía completa, y los que traían la inquietud de la clase servil, que, por entonces, se manifestó en una terrible sublevación. Además, el pro-blema de la tierra —como ya se ha indicado— creaba otros motivos de agitación que agravaron los nacientes conflictos sociales. Pero quizá lo que más importancia tuvo para desencadenar las convulsiones que conmovieron a Roma desde el año 133 fue la difusión de las ideas sociales griegas llegadas a Italia junto con todo el caudal del pensamiento helénico. Estas ideas se referían al derecho de los desposeídos a obtener del estado tierras para trabajar y protección contra el cobro coactivo de las deudas hipotecarias y, en sus formas extremas, incitaban a la división de la propiedad y a su reparto entre las clases más humildes.

Las ideas del socialismo griego se difundieron en Roma por intermedio de algunos de los muchos filósofos que estaban por entonces en Italia y arraigaron, precisamente, en algunos miembros de las familias más distinguidas, debido, sobre todo, al prestigio de su origen helénico. Así fue como Tiberio Graco, nieto de Escipión el Africano y per-teneciente a un ilustre tronco patricio-plebeyo, se decidió a ponerlas en acción cuan-do, en 133, fue elegido tribuno de la plebe.

Tiberio Graco y la ley agraria

Tiberio Graco había entrevisto las consecuencias que traería al naciente imperio la falta de ciudadanos responsables que fueran, al mismo tiempo, soldados esforzados; para volver a tener ese elemento social tan importante para su existencia, era necesa-rio, a su juicio, volver a los proletarios desarraigados a la vida campesina entregándo-les tierras; para ello, creyó que bastaba con que el estado tomara las tierras fiscales (ager publicus) que los latifundistas habían ocupado sin auto-rización y las distribuyera entre los desposeídos en pequeños lotes, y para evitar re-sentimientos, proyectó dejar a cada uno de aquellos 500 yugadas (125 Ha.) de lo que tenían indebidamente, otorgándole título definitivo de propiedad.

El proyecto fue apoyado por varios ciudadanos eminentes que compartían las zo-zobras de Tiberio y fue presentado a los comicios a pesar de la oposición de la nobleza; el tribuno lo defendió elocuentemente:

Las fieras que discurren por los bosques de Italia —decía en el discurso que nos conserva Plutarco— tienen cada una sus guaridas y sus cuevas; los que pelean y mueren por Italia solo participan del aire y de la luz, y de ninguna otra cosa más, sino que, sin techo y sin casas, andan errantes con sus hijos y sus mujeres; no dicen la verdad sus jefes cuando en las batallas exhortan a los soldados a combatir contra los enemigos por sus altares y sus sepulcros, porque de un gran número de romanos, ninguno tiene altar, ni patria, ni sepulcro de sus mayores, sino que por el regalo y la riqueza ajena pelean y mueren: y cuando se dice que son señores de toda la tierra, ni siquiera un terrón tienen propio.

(PLUTARCO, Vida de Tiberio Graco, IX)

La nobleza se alarmó ante el tono revolucionario de Tiberio —más aún que por el contenido de la ley agraria— y resolvió comprar a un tribuno para que opusiera su veto al proyecto; este, llamado Octavio, lo hizo así; en esa forma la ley no podía pros-perar y Tiberio, irritado, cometió un acto impolítico proponiendo —y logrando— la destitución de su colega.

Por ese procedimiento irregular, la ley fue aprobada; pero los nobles prometieron vengarse del tribuno cuando abandonara el cargo y Tiberio quiso asegurar su vida so-licitando, contra la costumbre, su reelección para el año siguiente. Entonces los nobles organizaron una conjuración: el día que debía realizarse la elección de nuevos tribu-nos, provocaron un tumulto y Tiberio fue asesinado.

De este modo, aunque la ley agraria quedó en pie y su cumplimiento confiado a un triunvirato elegido a ese efecto, la nobleza eliminó a su propulsor y procuró entorpe-cer disimuladamente la realización de sus propósitos. Pero la inquietud popular creció y, aunque por el momento los nobles pudieron dominar la situación, la muerte de Ti-berio fue el origen de nuevos odios y de una profunda división entre la nobleza y las clases populares que muy pronto cristalizaría en nuevos conflictos.

Las leyes de Cayo Graco

Durante los años que siguieron a la muerte del tribuno, los nobles abusaron del poder y consiguieron, poco a poco, borrar todas las huellas de su política agraria. Pero el malestar cundió y por entonces se unieron a las clases populares los caballeros, o sea la clase de los nuevos ricos, a quienes una cerrada política de grupo de la nobleza entorpecía el paso hacia el poder, al que aspiraban.

Diez años más tarde (123) un hermano de Tiberio, Cayo Graco, llegó al tribunado con un programa semejante al que había defendido aquel. Pero esta vez, el apoyo po-lítico del tribuno popular era más sólido porque supo unificar a las clases humildes y a los caballeros en un programa de acción que contenía las aspiraciones de los dos gru-pos.

Como Tiberio, Cayo se desentendió del senado para realizar sus planes y presentó a los comicios una ley de reparto de trigo a bajos precios —ley frumentaria—, que fue votada con gran entusiasmo. Poco después hizo aprobar otra ley mediante la cual se disponía la creación de colonias en Italia y en las provincias.

Por estos medios, Cayo logró atraerse el apoyo de las clases populares. Para satis-facer igualmente a los caballeros recurrió a otras medidas; aspiraban estos a que los tribunales que juzgaban a los gobernadores de provincia al fin de su mandato estuvie-ran integrados por algunos miembros de su clase, con el secreto propósito de poder obligar a aquellos a ceder a sus pretensiones de activa explotación económica con la amenaza de que, en caso contrario, los juicios serían desfavorables. Cayo Graco sirvió a estos propósitos poco honestos y logró que un número de caballeros igual al de los senadores constituyera los tribunales de los gobernadores, atrayendo de ese modo hacia sí a los nuevos ricos.

Contando con este doble apoyo, el tribuno quiso dar solución a las exigencias de los aliados itálicos y pidió para ellos el derecho de ciudadanía; pero aquí chocó con el egoísmo de la población más humilde, que, excitada por los demagogos al servicio de la nobleza senatorial, se sublevó contra una medida que podía acrecentar el número de los que debían recibir beneficios del estado.

Ante el primer fracaso de Cayo, los nobles decidieron llevar más a fondo su cam-paña e incitaron al tribuno Livio Druso a que —en nombre del senado— propusiera la creación de numerosas colonias en condiciones aparentemente más ventajosas que las que prometía Cayo Graco.

El prestigio de Cayo se vio, en efecto, debilitado. Para fortalecerlo creyó que era útil marchar a Cartago para dar cumplimiento a su proyectada creación de una colo-nia en los territorios de la antigua ciudad vencida; pero la traición de uno de sus ami-gos permitió que corriera la versión de que los dioses se mostraban adversos al pro-yecto del tribuno y los nobles aprovecharon esa circunstancia para completar la labor de desprestigio.

Poco después, Cayo Graco volvió a Roma y pretendió —como ya lo había hecho el año anterior— ser reelegido, pero fracasó en su intento; entonces los nobles organi-zaron —como en la época de Tiberio— un tumulto popular y, con sus amigos, dieron muerte a Cayo Graco y a sus partidarios (121).

Mario: su acción. El partido revolucionario

Poco después del asesinato de Cayo Graco, Roma se vio envuelta en una guerra con el reino africano de Numidia; su rey, Yugurta, aunque aliado de los romanos, había burlado algunas decisiones expresas del senado sobornando algunas veces a los ma-gistrados y desobedeciéndolas abiertamente otras, de modo que, en 112, Roma le de-claró la guerra. Pero las negociaciones anteriores como las primeras etapas de las operaciones militares revelaron que la nobleza estaba corrompida. El clamor público subió de punto y hubo ocasión para que los jefes del partido popular acusaran a la no-bleza senatorial de faltas graves; para contener esa ola de indignación y rehacer su prestigio, la nobleza propuso como candidato al consulado del año 109 a Cecilio Mete-llo, un hombre intachable y de mucho prestigio, que debía encargarse de la conduc-ción de la guerra.

Metello inició las operaciones llevando como legado a Cayo Mario, ciudadano de nacimiento oscuro pero de grandes condiciones militares. En el curso de la guerra creció el prestigio de Mario, que decidió presentarse como candidato al consulado, explotando el odio popular contra la nobleza, robustecido ahora por el fracaso o la impotencia contra Yugurta; Mario fue designado (107) y preparó su campaña en Numidia reclutando nuevas tropas y suscitando nuevos odios contra la nobleza.

Me habéis encargado la guerra contra Yugurta —dijo Ma-rio en su discurso que nos conserva Salustio—; la nobleza se ha irritado por esa elección. Os ruego que reflexionéis maduramente si no sería mejor cambiar nuestra decisión y, entre esa multitud de nobles, elegir para esta expedición —o para cualquier otra— a un hombre de antigua prosapia que tuviera muchos ante-pasados y ninguna campaña realizada; para que, ignorante de todo y apurado por los acontecimientos, tome a algún plebeyo que le enseñe sus obligaciones.

Ahora, romanos, comparad a esos patricios soberbios con Ma-rio, hombre nuevo; lo que ellos han oído contar o han leído, yo lo he visto o lo he he-cho por mí mismo; la instrucción que ellos han recibido en los libros, yo la he recibido en los campos; estimad, pues, lo que vale más, si las palabras o los hechos. Ellos des-precian mi nacimiento; yo desprecio su cobardía.

(SALUSTIO, Guerra de Yugurta, LXXXV)

Con un ejército formado por proletarios, en el que él in-trodujo algunas importantes novedades de organización, Mario consiguió el triunfo sobre Yugurta y, con él, un inmenso prestigio popular. En él residía entonces —concluye Salustio— la fuerza y la esperanza de la república.

Pocos años después, este prestigio se robustecía con un nuevo éxito militar. Los cimbrios y los teutones —dos pueblos germánicos— se habían lanzado sobre la Galia y amenazaban a la Italia; en 184, Mario, ante el terror de la invasión, fue elegido cónsul por segunda vez y se preparó para iniciar la campaña; pero los bárbaros demoraron su ataque y fue necesario reelegirlo para el consulado de los años subsiguientes. Por fin, en 102, Mario los buscó en el sur de la Galia transalpina —cerca del río Ródano— y derrotó a los teutones (102), presentando batalla al año siguiente a los cimbrios en el Piamonte, donde acabó con ellos.

Estos triunfos y la posición excepcional de Mario, que había sido cónsul cuatro años seguidos, transformaron al jefe vencedor en dueño de los destinos de Roma, con el agregado de que el ejército mercenario, formado por proletarios, estaba incondicio-nalmente tras él. En ese momento el partido popular adquirió un carácter abierta-mente revolucionario porque creía contar con el apoyo absoluto de Mario; uno de sus jefes, Saturnino, quiso seguir las huellas de los Graco y propuso leyes sociales de gran audacia, pero pretendió asegurar su aprobación mediante una campaña de terror que sembró la anarquía en Roma (100).

Saturnino, en efecto, organizó bandas armadas para que lo defendieran y, apoyado en ellas, impuso sus leyes a pesar del veto de los tribunos que respondían a la nobleza; finalmente, uno de sus amigos, el pretor Glaucia, se presentó como candidato al con-sulado para el año siguiente a pesar de que su calidad de magistrado se lo impedía. Entonces el senado proclamó el estado de excepción y exigió que los cónsules resta-blecieran el orden.

Mario había sido elegido cónsul por sexta vez ese año y debió optar entre defender a sus amigos o defender el senado, y con él, el orden constituido; prefirió esto último y, apartándose del partido revolucionario que había crecido gracias a su apoyo, comenzó a actuar por la fuerza en Roma y persiguió a sus antiguos camaradas. Saturnino y Glaucia fueron muertos y el orden restablecido; pero el prestigio de Mario se de-rrumbó, porque la nobleza no le perdonó su antigua hostilidad ni los del partido popu-lar su traición.

La guerra social

Dominado el tercer intento revolucionario del partido popular, la situación pareció calmarse y la paz volvió a reinar por algunos años. Pero los problemas fundamentales subsistían, aunque en estado latente, y uno de ellos, el de los aliados o socii itálicos, hizo crisis el año 91. En efecto, un tribuno de la ple-be llamado Livio Druso, de tradición conservadora pero lleno de pasión por el bien público, presentó un proyecto por el cual se concedía la ciudadanía a los itálicos, y otro por el que se limitaba la participación de los caballeros en los tribunales que juzgaban a los gobernadores de provincia. Estos proyectos chocaron con la hostilidad general y no solo no fueron aprobados sino que Livio Druso fue asesinado poco después.

Al conocer el desarrollo y el fin de estos acontecimientos, los itálicos —perdida toda esperanza— se sublevaron y se separaron de Roma (91); pero esta resolvió vol-verlos a la sumisión por las armas y la guerra comenzó muy pronto. Los ejércitos ro-manos —a pesar de los esfuerzos de Mario, que los conducía— sufrieron algunos re-veses y Roma trató de atraerse a los sublevados ofreciendo la ciudadanía a los que se sometiesen; pero solo algunos aceptaron, en tanto que otros continuaron la gue-rra.

Durante los años 90 y 89 las operaciones fueron enérgicas. Poco a poco los itálicos fueron derrotados e incorporados —salvo excepciones— a un nuevo régimen que los convertía en ciudadanos; pero la resistencia se mantuvo en muchos cantones monta-ñosos y fue necesaria toda la energía del cónsul Cornelio Sila para acabar con ellos. Por fin, en el año 88 solo quedaban operaciones de limpieza por realizar; pero Sila volvió a Roma llamado por acontecimientos graves de la capital y el fin de la guerra quedó reservado a otros jefes. Entretanto, el problema itálico quedó resuelto y la Italia constituyó una unidad política con cerca de 900.000 ciudadanos, en la que los itálicos disfrutaban de una igualdad casi absoluta de derecho con respecto a los antiguos ciu-dadanos romanos.

Sila

La guerra social puso en primer plano a Cornelio Sila, de linaje patricio y de gran-des ambiciones. Había combatido a las órdenes de Mario en África y había sido luego su rival en la guerra social; pero en esta última se evidenció su superioridad, y su pres-tigio se acrecentó grandemente.

Sus vinculaciones familiares y políticas lo colocaron al lado de la nobleza senatorial y cuando, en el año 88, los capitalistas se lanzaron a la conquista de nuevas ventajas, apoyados por Mario, Sila se puso al frente de la reacción senatorial y aceptó la guerra civil que provocaban en la capital los enemigos de la nobleza.

La guerra civil: Mario y Sila

Mientras Sila luchaba con los itálicos sublevados y procuraba terminar con los úl-timos focos de la resistencia, una situación de extraordinaria gravedad se había pro-ducido en la capital. Con motivo de una ley por la cual se establecía que los miembros del tribunal para los gobernadores de provincia debían ser elegidos por los comicios, los caballeros, a quienes esa ley perjudicaba, iniciaron una campaña política destinada a recobrar sus privilegios; para ello quisieron apoyarse en el pueblo, y, para halagarlo, propusieron algunas medidas políticas que lo beneficiaban, así como la designación del viejo caudillo popular Mario para dirigir la guerra iniciada contra Mitrídates, rey del Ponto, en el Asia. Esta última medida revestía especial gravedad porque Sila ya había sido encargado de ese comando.

El senado pretendió impedir que esas decisiones adquiriesen fuerza legal; pero Sulpicio Rufo, jefe visible del movimiento, organizó bandas armadas que, como en los tiempos de Saturnino, dominaron por el terror a la ciudad. Enterado Sila de lo que ocurría, abandonó el sitio de la ciudad de Nola y entró en Roma para poner orden en ella y exigir que le fuera devuelto el mando del ejército de Oriente; pocos días des-pués, era dueño de la situación (88).

Sila puso fuera de la ley a los jefes del partido revolucionario y con ellos a Mario, quien logró huir al África; cuando el orden quedó restablecido, partió para Oriente con el objeto de aniquilar al rey del Ponto, que había invadido la provincia de Asia y asesi-nado a toda la población romana.

La guerra duró hasta el año 85 y al cabo de ese tiempo Sila consideró que sus triunfos le permitían volver a Italia, con la seguridad de que la situación de Asia que-daba regularizada y el poderío romano restaurado. Pero entretanto las consecuencias de su primera intervención contra Mario y el partido popular habían sido de extrema gravedad.

En efecto, apenas partido de Roma, los populares habían impuesto como cónsul a Cinna, que había levantado como bandera el cumplimiento del programa de Sulpicio Rufo; el otro cónsul, que obedecía al senado, se había opuesto y muy pronto las dos facciones se lanzaron a la lucha civil. Cinna contó con el apoyo de Mario, que, al re-gresar de África, había sublevado a parte del ejército; con esas fuerzas se apoderaron de Roma y, como Sila antes, pusieron fuera de la ley a los miembros más destacados del partido de Sila, esto es, la nobleza senatorial (87). Un ejército fue enviado a Oriente con el objeto de neutralizar al de Sila, pero este lo derrotó y las tropas se pa-saron a sus filas. En Roma, sin embargo, pudieron dominar la situación y hasta el año 83 los populares fueron dueños del poder.

Ese año, Sila llegó al puerto de Brindis con su ejército, dispuesto a tomar el des-quite; con poco esfuerzo fue apoderándose del territorio italiano y al año siguiente la capital caía en su poder. Mario había muerto hacía algún tiempo, pero sus partidarios fueron castigados sin piedad, perseguidos o muertos, sus bienes confiscados y su orga-nización aniquilada. Quienes más sufrieron fueron los caballeros, los verdaderos ins-piradores de todo el movimiento, que terminaron así su efímera hegemonía, mante-nida desde la época de Cayo Graco.

La dictadura de Sila y la reforma de la constitución

La lucha civil puso en acción un resorte que hasta entonces había estado inmóvil en el terreno de la política interna: el ejército. Por primera vez, los jefes militares se ha-bían atrevido a apoyarse en sus tropas para imponer sus puntos de vista o sus ambi-ciones políticas; y esto solo pudo conseguirse ahora, porque los ejércitos de proletarios estaban más estrechamente unidos a sus jefes que antes de las reformas de Ma-rio.

Sila, que contaba con el ejército como principal instrumento de su autoridad, con-siguió legalizar luego esta mediante un plebiscito que le atribuyó funciones de dicta-dor. Su dictadura duró hasta el año 79 y durante ese tiempo las instituciones republi-canas se paralizaron, mientras Sila ponía en ejecución sus planes de reforma institu-cional.

Las profundas innovaciones políticas de Sila transformaron al senado en el más importante de los resortes de gobierno; desde entonces, sin embargo, sus miembros dejaron de ser nombrados por los censores —magistratura que desaparecía— y el cuerpo se integraba con la elección anual de veinte senadores por el pueblo. La asam-blea popular, en cambio, perdió algunas de sus atribuciones y a los tribunos les fue vedado proponer y sancionar, en unión con aquella, leyes que no hubieran sido autori-zadas por el senado, para detener, de ese modo, la labor legislativa con que había comenzado toda la agitación revolucionaria. Las leyes de Cayo Graco fueron deroga-das.

También en el orden administrativo y penal estableció Sila algunas disposiciones importantes. Estas últimas fueron duraderas, pero aquellas otras, que afectaban a la organización política, apenas le sobrevivieron. Sila consideró, por el contrario, que su labor era sólida y definitiva y, cuando creyó que su misión estaba cumplida, abdicó (79) y se retiró a una finca rural donde murió poco después (78).

— El ascenso de Pompeyo y la caída de la oligarquía senatorial

Pero Sila se equivocaba. El partido popular no estaba muerto y se proponía luchar por la reconquista de los privilegios que habían tenido las instituciones de tipo popular; en el año 77 Lépido intentó una revolución que fracasó; pero en el horizonte surgía un político llamado Pompeyo, que debía dirigir su acción con señalado éxito.

Dos campañas militares en las que le acompañó el triunfo dieron a Pompeyo gran fuerza militar y considerable prestigio: una fue la que llevó a cabo en España contra Sertorio, un jefe romano que había sublevado a España y al que combatió desde el año 77 hasta el 72; otra, la que condujo contra los esclavos que, al mando de Espartaco, se habían sublevado en el sur de Italia; las operaciones decisivas las había cumplido Lici-nio Craso, pero la liquidación le correspondió a Pompeyo con sus veteranos de Espa-ña.

Pompeyo y Licinio Craso habían sido oficiales de Sila y, al principio, participaban de sus orientaciones políticas; pero la experiencia les demostró que la constitución que había creado el dictador era impracticable y, como además eran muy ambiciosos, de-cidieron de común acuerdo ponerse a la cabeza de un movimiento en favor de su re-forma, para el cual contaron con el apoyo del partido popular. En el año 70 fueron ele-gidos cónsules Pompeyo y Licinio Craso. Durante su consulado fueron restablecidas las prerrogativas de los tribunos populares y el orden institucional recobró su antigua fi-sonomía. Pero lo más importante fue la ofensiva que el partido popular desencadenó entonces contra la oligarquía senatorial.

La censura, que había sido suprimida por Sila, fue restablecida; la clase senatorial, además, fue hostilizada de diversos modos porque se quería demostrar que, durante la época de su predominio, los abusos habían sido gravísimos; un gran orador, Cicerón, aprovechó un importante proceso formado contra un gobernador de Sicilia llamado Verres para denunciar la venalidad y la corrupción de los nobles y, poco después, los caballeros conseguían que se reorganizara la justicia y se les otorgaran de nuevo los lugares perdidos en los tribunales.

Así fue como Pompeyo y Licinio Craso, apoyados en el partido popular, quebraron el predominio de la oligarquía senatorial. Pero por sobre sus ruinas, la figura de Pom-peyo crecía cada vez más; era el jefe triunfador, el cónsul activo y poderoso, la espe-ranza de la patria para las circunstancias difíciles. Por eso, cuando descendió de su magistratura, lo esperaban misiones importantes que acrecentarían aún más su auto-ridad.

En el año 74, Mitrídates, derrotado pero no destruido por Sila, había vuelto a ata-car a los romanos. Un ejército mandado por Lúculo fracasó en su intento de aniquilarlo y en 67 la invasión de la provincia romana de Asia parecía inminente. Ese mismo año Pompeyo recibía del estado plenos poderes, un ejército poderoso y una flota para ani-quilar a los piratas del Mediterráneo; Pompeyo acabó con ellos prontamente y enton-ces, en enero de 66, una ley proyectada por Manilio le confirió una prórroga de su mando para que condujera la guerra contra Mitrídates.

Pompeyo alcanzaba así una autoridad incontrastable. La nobleza pretendía conte-ner su elevación, pero los populares lo apoyaban vigorosamente y, entre ellos, Cicerón el gran orador y un joven político llamado Julio César se destacaban por la fuerza de su palabra. Poco después la ley era aprobada y Pompeyo partía para el Oriente.

Desde 66 hasta 62 Pompeyo derrotó a los enemigos de Roma, anexó las provincias de Siria y el Ponto y transformó a Armenia y a otras pequeñas regiones en reinos vasa-llos de Roma. Al regresar, Pompeyo debía ser el primero de los ciudadanos.

— La conjuración de Catilina. Cicerón

Pero durante su ausencia habían ocurrido acontecimientos importantes que cam-biaban el panorama político. En el seno del partido popular había surgido una tenden-cia extremista, encabezada por Catilina, que exigía soluciones radicales al problema de la tierra y, en general, a los que se referían a la clase de los desposeídos. Junto a Catilina, estaban secretamente Licinio Craso, celoso de Pompeyo, y Julio César, que abrigaba grandes ambiciones; contra él, en cambio, se colocó Cicerón, que se aproxi-mó así a la nobleza.

En el año 63, Catilina se presentó solicitando el consulado, pero los senatoriales, respaldados por la clase media, impusieron a Cicerón. Entonces Catilina, seguramente apoyado por aquellos amigos, se lanzó a la rebelión y organizó un vasto movimiento subversivo en toda Italia. El senado encomendó al cónsul la represión y Cicerón la preparó secretamente, sin que Catilina, que concurría al senado como si nada ocu-rriera, llegara a darse cuenta de que se lo vigilaba estrechamente. Pero en un mo-mento dado, el cónsul descubrió el asunto e increpó violentamente, en el senado, al jefe de la sublevación.

En fin, Catilina, ¿hasta cuándo abusarás de nuestra paciencia? ¿Cuánto tiempo aún seremos juguetes de tu furor? ¿Adónde se detendrán los arrebatos de este audaz desenfrenado? ¡Qué! ¿Ni la guardia que vela por la noche sobre el monte Palatino, ni los puestos que protegen la ciudad, ni el terror del pueblo, ni la ayuda de todos esos buenos ciudadanos, ni ese lugar tan fortificado donde he convo-cado al senado, ni esos semblantes augustos e indignados, nada ha podido conmover-te? ¿No adviertes que tus complots están descubiertos? ¿No ves que aquí todos cono-cen el secreto de tu conspiración y la tienen como encadenada? Lo que has hecho las dos últimas noches, dónde has estado, qué hombres has reunido, qué medidas has to-mado, ¿crees que uno solo de nosotros lo ignora?

¡Oh, tiempos! ¡Oh, costumbres! El senado conoce esos complots y este hombre vive todavía. ¡Qué digo! Vive, viene al senado, toma parte en nuestras deliberaciones y designa para la muerte a cada uno de nosotros.

(CICERÓN, Primera Catilinaria)

El resultado de esa dramática sesión de fines del año 63 fue que Catilina huyó de Roma y se refugió en Etruria, donde sublevó a los campesinos; pero el senado hizo intervenir prontamente al ejército y la conjuración fracasó. De ese modo el partido popular quedó dividido en dos y, en consecuencia, debilitado, con lo cual la nobleza senatorial afirmó otra vez sus posiciones, perdidas desde el consulado de Pompeyo, el año 70.

El hombre de las circunstancias había sido Cicerón, que, unido al principio a los populares, se había puesto luego al lado de la nobleza. Era un extraordinario orador y hombre de gran saber; hoy le llamaríamos un constitucionalista por su apego a la tra-dición jurídica, y eso fue lo que lo condujo a apartarse del partido popular cuando este se lanzó a la revolución. Pero desde entonces quedó unido a los nobles y fue una de las cabezas visibles de ese grupo en los tiempos que siguieron.

— El ascenso de César y el primer triunvirato. El consulado de César

Poco tiempo después, Pompeyo regresaba a Roma; pero la situación era muy dis-tinta de lo que esperaba, porque la nobleza se había fortalecido, el partido popular se había separado en dos alas y el joven Julio César había escalado altas posiciones polí-ticas hasta convertirse en un personaje de primera magnitud. Pompeyo cometió el error de licenciar su ejército y entró en la ciudad sin más fuerzas que su prestigio; el senado lo humilló y pretendió no aprobar su conducta; pero cuando César volvió de España el año 60 se entendió con él y con Licinio Craso y establecieron un pacto pri-vado de defensa mutua por el cual se constituían en triunvirato para la dirección de la política.

De ese modo terminaba la efímera dominación del partido senatorial, en el que predominaba ahora Catón el Joven, fanático defensor del orden constitucional y polí-tico previsor al que no se ocultaba la magnitud de las aspiraciones de los políticos que, apoyados en las fuerzas militares, se arrogaban el derecho de dirigir privadamente la política de Roma.

En efecto, el plan de los triunviros era distribuirse los cargos importantes y defen-der sus respectivas aspiraciones de común acuerdo. Pero ese acuerdo ocultaba un mecanismo falseado porque las ambiciones de los tres políticos eran inconciliables, pues, en rigor, cada uno de ellos aspiraba a la totalidad del poder.

El primer paso para el cumplimiento de sus planes debía ser la elección de César como cónsul para el año 59. César había ejercido ya las magistraturas que se conside-raban previas al consulado y poseía ahora la dignidad de gran pontífice; los nobles le temían porque él no ocultaba sus ambiciones y entre las clases populares gozaba de una aureola de grandeza que él estimulaba con fiestas suntuosas y con dádivas sin medida. Ahora, además, podía contar con el apoyo de Pompeyo, que estaba en condi-ciones de convocar a sus veteranos, y de Craso, que pasaba por el hombre más rico de Roma; esta coalición de fuerzas triunfó sobre los designios de la nobleza, que vio caer al candidato que opuso a César y solo logró que el otro cónsul, Bíbulo, fuera uno de sus adictos.

El consulado de César constituyó un momento decisivo en la vida romana. Debía cumplir los compromisos que había contraído con sus dos aliados y satisfacer sus pro-pias aspiraciones; para ello aprobó los actos de Pompeyo en Oriente, y concedió tie-rras a sus veteranos; en seguida se lanzó a la ejecución de sus planes político-sociales para satisfacer a las clases populares, cuyo cumplimiento podía garantizar ahora con la fuerza. Una ley agraria fue votada bajo la presión de sus bandas armadas y tanto su colega Bíbulo como los senadores que quisieron oponerse fueron humillados o acalla-dos por la violencia. Leyes judiciales, disposiciones sobre cobro de impuestos, todo lo que podía satisfacer a sus aliados y perjudicar a los nobles atrajo la atención del cónsul que, finalmente, se hizo conceder, para cuando terminara su período, un comando militar por cinco años con facultades extraordinarias, con el fin de pacificar y comple-tar la conquista de las Galias: un ejército de cuatro legiones, que podía ser aumentado en caso de necesidad, constituiría su fuerza.

De ese modo, César se transformó en el hombre más poderoso de Roma y oscure-ció al propio Pompeyo, que se había visto obligado a unirse a él, empujado por la ce-guera de la nobleza senatorial. Ahora, la república estaba a merced de las ambiciones de César y, lo que era más grave, amenazada por la lucha inevitable entre los dos ciu-dadanos más poderosos, cuya alianza solo podía ser efímera.

(…)

(…)

CAPÍTULO XXVIII

(…)

La fundación del imperio. César y Augusto

Cuando Julio César concluyó su consulado, instantáneamente pasó a una nueva dignidad que, como la anterior, lo ponía a salvo de las asechanzas de sus enemigos; desde entonces fue procónsul de Galias con cuatro legiones a sus órdenes, y la nobleza senatorial no se atrevió a ejercer sobre él la venganza que proyectaba. Por otra parte, el partido popular se presentaba unido en ese momento y lo protegían Pompeyo y Craso. Así fue como César, tras su consulado revolucionario, pudo marchar a la pro-vincia de su mando sin ser molestado y preparar allí los elementos con los que luego habría de fundar un poder autocrático. Su intento fracasó, pero la semilla quedó echada y Augusto recogió los frutos: comenzaba la era del principado.

Julio César y la conquista de las Galias

La Galia se divide en tres partes —escribía el propio Cé-sar—; una habitada por los belgas, otra por los aquitanios, y la ter-cera por los pueblos que se llaman celtas en su lengua y galos en la nuestra. Las tres naciones tienen idiomas, leyes y costumbres diferentes. Los galos están separados de los belgas por el Sena y el Marne; de los aquitanios por el Garona. Los más bravos de todos son los belgas, porque se encuentran más alejados de nuestra provincia y su civi-lización, porque los mercaderes van menos a llevarles esos objetos que pueden dismi-nuir el coraje y, finalmente, porque están permanentemente en guerra con sus vecinos los germanos, que habitan del otro lado del Rin.

(CÉSAR, Comentarios sobre la guerra de Galias, libro I, cap. I)

En general, los galos vivían de la agricultura, pero la tierra solía estar en pocas manos y era justamente esta reducida clase de poseedores la que empuñaba las ar-mas normalmente; solo los belgas, por el menor desarrollo de su aristocracia, poseían un ejército numeroso de campesinos.

Los enemigos de los galos fueron los pueblos nómades que envidiaban sus tierras cultivadas y sus ciudades prósperas: los helvecios, de la misma raza céltica, y los ger-manos. Estos últimos habían cruzado el Rin antes de llegar César y estaban en Alsacia; pero el año 58 —al llegar el procónsul— los helvecios se lanzaron sobre Galia central pensando radicarse al sur del Loira.

César combatió ese mismo año a los helvecios y poco después a los germanos que, mandados por Ariovisto, fueron vencidos y echados más allá del Rin. Entonces una parte de los galos aceptó la protección de César, que marchó luego contra los belgas, a los que venció por separado, siguiendo más tarde por la costa atlántica hasta some-ter prácticamente toda la Galia (56).

Pero una vez sometidos, Roma comenzó a tratar a los galos como a vencidos; muy pronto, una sublevación estalló entre los eburones, que lograron aniquilar un fuerte cuerpo romano aunque poco después César obtuviera nuevas victorias. Y cuando Ver-cingetórix, un noble galo, pudo aunar, en el año 53, las fuerzas de todos los celtas dis-persos, la sublevación volvió a estallar, esta vez con carácter verdaderamente nacio-nal.

El ejército galo alcanzó la imponente cantidad de cinco millones de hombres: era el pueblo en masa; poseía un caudillo respetado y valiente, pero, en cambio, no tenía suficiente cohesión porque la nobleza gala estaba separada de su pueblo por diferen-cias de clase muy profundas. Por eso fue que en los momentos decisivos el ejército galo careció de firmeza; Vercingetórix fue tomado prisionero en Alesia (52) y poco después las tribus fueron sometidas una a una. Una intensa labor de romanización de la Galia comenzó a partir de ese momento y se continuó a lo largo de la época impe-rial.

Para completar su campaña, César había logrado que, antes de vencer su procon-sulado, se prorrogara su mandato por cinco años más; con esto y con las legiones que había reclutado en el curso de la guerra, su autoridad era inmensa y su poder real-mente temible.

Sin embargo, en la capital, los acontecimientos se habían desarrollado entretanto de modo que ponían en peligro las perspectivas de César; en efecto, al abandonar él la ciudad, el control político había caído en manos de los grupos más exaltados del par-tido popular; encabezados por Clodio, constituyeron asociaciones que impusieron sus opiniones por la violencia en las calles y en las asambleas. La consecuencia fue que, por contraste, el partido de la nobleza senatorial ganó terreno y pareció dominar la situación en el año 57.

César comprendió que era necesario retomar las riendas de la situación; al año siguiente se entrevistó con Pompeyo y Craso en la ciudad de Luca y se distribuyeron las posiciones públicas de mayor influencia: Pompeyo y Craso serían cónsules el año 55 y al término de su mandato recibirían un mando militar cada uno, Pompeyo en España y Craso en Oriente; además, César obtuvo la prórroga de su mando en Galias, por otros cinco años.

Pero, como el del año 60, este entendimiento era inestable; la autoridad y el poder de César crecían inconteniblemente en Galia y Pompeyo llegó a alarmarse; al fin, en vista de los desórdenes que el partido popular seguía desencadenando en Roma, Pompeyo se unió a los nobles y desde entonces justificó los celos que le inspiraba el ascenso de César encubriéndolos con una actitud legalista.

César y Pompeyo. La guerra civil; Farsalia

En efecto, Pompeyo y César abrigaban aspiraciones demasiado semejantes para que pudieran entenderse; con fuerzas a sus órdenes, era inevitable que un día preten-dieran dirimir su supremacía por las armas; y Pompeyo, apoyado en el senado, co-menzó a exigir que César abandonara su mando militar y volviera a Roma como sim-ple ciudadano, a merced del senado que quería vengarse de los actos de su consulado y de sus ulteriores arrestos de dictador.

César insistió en que no podía despojarse de todas las garantías que le daba la ma-gistratura, pero no fue escuchado. Las negociaciones ocuparon todo el año 50 sin éxi-to, y las últimas proposiciones recibieron por contestación la ruptura.

Desde el momento en que estuvo decidida, César comprendió que su única espe-ranza estaba en la rapidez de sus acciones; toda indecisión conduciría a que Pompeyo pudiera atacarlo desde España —cuyo mando ejercía— y desde Italia, donde estaba reclutando ahora un nuevo ejército fiel al gobierno; para impedirlo, César se lanzó sobre Italia a marchas forzadas y, con una sola legión que tenía en el norte, se apoderó de diversas plazas y sembró el pánico en el gobierno.

Pompeyo comprendió que la partida estaba perdida y con las tropas que disponía cruzó a la península balcánica; marchaban con el ejército casi todos los senadores y todas las figuras importantes de la nobleza; a las órdenes de Pompeyo volvió a reclu-tarse un ejército y se comenzaron los preparativos para la invasión de Italia.

Pero César no dio tiempo para que ejecutaran sus planes. Cuando se le unieron sus legiones de Galias y completó sus tropas con nuevos reclutamientos, marchó a España y venció a los ejércitos en Lérida (49) retornando en seguida a Italia. Ahora ostentaba el título de dictador y se proponía realizar una política social que pusiera al pueblo de su parte; con esto y con el auxilio de las tres grandes provincias occidentales —Italia, España y Galias— podía emprender la guerra contra Pompeyo y los senatoriales que dominaban en Oriente y África.

El golpe contra el núcleo enemigo debía ser dado en Grecia; César cruzó en 48 el estrecho de Otranto y buscó a Pompeyo, cuyas fuerzas le infligieron una derrota cerca de Durazzo; pero las posiciones no eran allí sólidas y los senatoriales marcharon a Te-salia, hacia donde los siguió César. En la llanura de Farsalia tuvo lugar un nuevo en-cuentro y Pompeyo fue derrotado (48), viéndose obligado a huir al Egipto, donde fue asesinado.

La dictadura de César: sus reformas. El asesinato de César

César no pudo residir en Roma sino por breves períodos de tiempo; todavía des-pués de Farsalia fueron necesarias otras campañas para someter el Egipto, a los esta-dos de Oriente sublevados por Fárnaces y, finalmente, a los restos de las fuerzas sena-toriales que venció primero en África (batalla de Thapso, en 46) y luego en España (batalla de Munda, en 45). Solo entonces creyó poder completar la obra interior que había comenzado, y su posición dentro del estado quedó aparentemente afianza-da.

Entretanto, procuraba realizar sus planes sociales; la entrega gratuita de pan y de tierras, la amortización de las deudas y la supresión de la prisión por esa causa, la fundación de colonias, la extensión de la ciudadanía, todas fueron medidas que mejo-raron la posición social y económica de los desheredados. Con ello, César obtenía el apoyo de esa numerosa clase social que, unido al de sus veteranos, a los que también había favorecido mucho, constituía una base aparentemente inconmovible.

Pero César, en efecto, aspiraba a la monarquía; un partido numeroso apoyaba esta idea, mas frente a él, las viejas tradiciones republicanas polarizaban a otro grupo con-siderable. La crisis no tardó en producirse y en el año 44 César fue asesinado por Bruto que, al frente de una conjuración, creyó salvar a la patria con su crimen.

El cesarismo. El segundo triunvirato

La muerte de César no trajo la restauración de las antiguas instituciones; las ideas políticas de César tenían cierto arraigo y no podían ser borradas con el asesinato, de modo que sus aspiraciones al poder absoluto fueron encarnadas por otros que ambi-cionaban realizarlas. Estas ideas políticas se encerraban en una sola palabra: monar-quía; pero el genio de César había causado tal impresión que se las conocería prefe-rentemente con la designación de cesarismo.

Los republicanos conservadores quisieron sacar el mayor fruto de la desaparición del gran político popular pero no lo lograron; un partidario de César, llamado Marco Antonio, se propuso restablecer, en su provecho, la política de César; pero en ese momento, el hijo adoptivo del dictador se presentó en Roma para reclamar no solo su herencia privada sino también su sucesión política; se llamaba Octavio y apenas tenía diecinueve años; usando el nombre de César agrupó a su alrededor a los veteranos de su padre y se puso al servicio del senado con el objeto de anular a Antonio. En efecto, se declaró a este enemigo de la república y fue combatido por Octavio que logró, ese mismo año, la dignidad consular. Entonces, cambiando de conducta, se entendió con Antonio y juntos trataron de restaurar el cesarismo, dejando para más adelante la so-lución de su rivalidad personal.

Como la situación era caótica, los asesinos de César huyeron de Roma a Grecia y, poco después, fueron vencidos y aniquilados en la batalla de Filipos (42); a los dos jefes cesaristas se había unido un político de grandes ambiciones llamado Lépido, y juntos habían conseguido que se les otorgase el título de triunviros para la reorganización del estado (43); estos se repartieron luego los mandos militares y a Antonio le correspon-dió el Oriente, el África a Lépido y la Italia a Octavio: el principio del cesarismo había triunfado y apenas quedaba una sombra de las antiguas instituciones, reemplazadas ahora en la realidad por el poder personal de tres jefes militares que se apoyaban en sus ejércitos.

Antonio y Octavio

Cada uno de los tres jefes militares ejerció despóticamente su autoridad en los territorios que había obtenido. Pero el conflicto surgió entre ellos muy pronto; al poco tiempo Lépido fue depuesto de su cargo y Octavio logró dominar en todo el Occidente, después de vencer al hijo de Pompeyo que todavía defendía la constitución republica-na; mientras tanto, a Antonio se le reconocía y confirmaba su mando en Oriente y, en consecuencia, solo quedaban dos rivales en la lucha por el dominio del imperio.

Desde entonces cada uno de ellos se preparó para la guerra; pero mientras Anto-nio se entregó en Oriente a una vida desordenada y adoptó todas las apariencias del poder real al casarse con Cleopatra, reina de Egipto, Octavio se desvió de sus tenden-cias originarias y quiso restaurar la antigua organización en sus formas externas disi-mulando y conteniendo sus verdaderas ambiciones. Esta política le proporcionó un éxito total; el Occidente vio en él al salvador de la tradición romana y consideró a An-tonio como el fiel representante del cesarismo que todavía repugnaba a muchos espí-ritus, agravado por su adopción de las costumbres orientales. En el año 31 el conflicto se agudizó entre los dos rivales y Octavio hizo poner a Antonio fuera de la ley, mar-chando contra él.

El encuentro decisivo de la flota de Augusto con la de su rival se produjo frente al promontorio de Accio, cerca de la entrada del golfo de Corinto, y Octavio resultó ven-cedor; poco después Antonio se suicidaba juntamente con Cleopatra. Octavio quedaba solo en el poder y contaba con la aureola de pacificador y de restaurador de la tradi-ción republicana. Fue honrado con toda clase de elogios y ceremonias y él —mediante un golpe de suprema habilidad política— delegó todos los poderes extraordinarios en el senado, aun cuando, por el apoyo de sus tropas, siguiera siendo el árbitro de la si-tuación.

En mi sexto y séptimo consulados —dice él mismo en su testamento político—, después de haber recibido por el consenti-miento general el contralor de los asuntos públicos, cuando terminé la guerra civil, transferí a la voluntad del senado y el pueblo romano la autoridad sobre la república que yo ejercía. Por este mérito fui llamado Augusto por decreto del senado; las jambas de mi casa fueron cubiertas con laureles en acto público, una corona cívica fue fijada sobre mi puerta y se colocó un escudo de oro en la curia Julia, cuya leyenda atestigua que el senado y el pueblo romano me lo otorgó en reconocimiento de mi valor, mi clemencia, mi justicia y mi bondad. Desde entonces precedí a todos en dignidad pero no tuve más poder que el que tenía cada uno de mis colegas en cada magistratu-ra.

(AUGUSTO, Monumento de Angora, llamado Testamento político de Augusto, 34)

La aurora del régimen imperial: el principado

De ese modo nacía en Roma un nuevo régimen político que suele designarse en general con el nombre de imperio pero al que corresponde más exactamente el de principado. En efecto, Augusto dejó en pie todo el conjunto de la organización republicana y pudo decir que había restaurado esas tradiciones; pero, en la práctica, la seguridad del estado y la subsistencia del ré-gimen político reposaban exclusivamente sobre la fuerza del ejército de Augusto. Este, para evitar las resistencias que habían conducido al asesinato de César, guardaba las apariencias constitucionales pero se hacía conferir todas las dignidades fundamentales y hacía nombrar a su lado a personas de su total confianza; así, fue cónsul cuantas ve-ces quiso, príncipe del senado, pontífice máximo; para dar forma legal a su autoridad excepcional, le fue conferida la autoridad del tribuno y la del procónsul sin limitación de tiempo, y por su mando militar se hizo costumbre llamarle imperator.

De ese modo, Augusto no revestía ninguna autoridad de excepción y solo fue con-siderado Augusto —esto es, sacrosanto— y príncipe, esto es, el primero de los ciuda-danos. Con estos caracteres surgía el nuevo régimen, basado en la autoridad uniper-sonal pero limitado en apariencia por las antiguas instituciones, tal como fue estable-cido desde el año 27 a. C., cuando delegó en el senado y el pueblo las facultades ex-traordinarias.

El gobierno de Augusto

El mejor título que ostentó Augusto fue el de sostenedor de la paz. A esto se dirigió principalmente su labor y, en efecto, lo consiguió después de Accio. Para garantizarla, reorganizó el ejército y el funcionamiento de los distintos órganos políticos, así como los servicios de vigilancia interna. Además, procuró pacificar las provincias y realizar en ellas una labor de romanización” que las atara al imperio definitivamente.

Para colaborar en la dura tarea de administrar y gobernar el inmenso imperio, Augusto llamó a su lado a personas capaces y que gozaran de su confianza, con las que constituyó una especie de consejo; formaron parte de él Agripa, que fue una especie de ministro de guerra y jefe de sus principales ejércitos; Mecenas, a quien encomendó muchas funciones propias del gobierno interior; Druso, Germánico y Tiberio, parientes suyos a quienes encargaba eventualmente misiones de confianza y a los que con fre-cuencia hacía designar en cargos oficiales.

Creó, además, la prefectura del pretorio o jefatura militar suprema, y otros cargos administrativos de menor importancia; de ese modo, aun cuando subsistían los magis-trados tradicionales, podía contar para las funciones más importantes con personas vinculadas directamente a él y que, en realidad, no eran sino agentes de su voluntad. El Egipto, que había sido anexado, pasó también a depender directamente de él sin intervención de los magistrados.

Las guerras de la época de Augusto

Después de Accio no fue necesario que el ejército se preocupara más por los pro-blemas de la política interna; pero surgieron problemas externos y provinciales que exigieron la continua atención de Augusto.

Su primer cuidado fue asegurar las fronteras; para ello pensó en conquistar la Germania a fin de acrecentar el dominio imperial y asegurar esa frontera; pero la expedición que envió al mando de Varo fue sorprendida por los germanos en la selva de Teutoburgo y las tropas romanas aniquiladas (9 d. C.). Desde entonces, Augusto solo aspiró a establecer seguras defensas sin intentar nuevas conquistas.

Hacia la misma época, en el año 6 d. C., estalló una terrible sublevación en las provincias del Danubio; Tiberio, a quien se le encomendó la represión, necesitó tres años para dominarla, pero logró establecer la frontera romana en ese río sometiendo los territorios limítrofes.

Otras campañas, en el Oriente, fueron complementadas por hábiles negociaciones diplomáticas mediante las cuales el imperio pudo descansar de las guerras, a cambio de extremar la vigilancia de las fronteras; desde entonces, las funciones primordiales del ejército romano fueron las de guarnecer las zonas limítrofes en las que comenza-ron a establecerse colonias militares, campamentos y puestos avanzados.

La administración de Italia y las provincias

Después de la restauración institucional del año 27 a. C., el territorio quedó distri-buido, para su administración, en tres grupos: la Italia, que mantenía su régimen tra-dicional con los antiguos órganos políticos y administrativos; las provincias interiores o pacificadas, con sus funcionarios designados por el senado; y, por fin, las provincias limítrofes o inseguras, con sus funcionarios directamente dependientes de Augus-to.

Italia siguió administrada por los magistrados y los cuerpos colegiados; pero la administración imperial introdujo algunas modificaciones; así, se crearon tres prefec-turas urbanas para la ciudad de Roma, destinadas a vigilar el orden interno y los apro-visionamientos.

Las provincias pacificadas recibieron el nombre de provincias senatoriales y tenían como gobernadores a magistrados elegidos entre los que habían sido cónsules o pre-tores; sus atribuciones eran exclusivamente civiles y judiciales.

Las provincias limítrofes fueron llamadas provincias imperiales y su gobierno es-taba a cargo de representantes o legados del emperador, responsables ante él y revo-cables por él.

Esta organización significó un mejor control de la administración provincial; desde entonces disminuyeron considerablemente los abusos y se inició una era de prosperi-dad para las provincias. La riqueza se acrecentó y el sistema de caminos y correos, así como el régimen de impuestos, resultó muy favorable para las provincias. Fueron ellas las que se beneficiaron más con lo que se llamó la paz augus-ta.

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CAPÍTULO XXIX

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El Imperio

A partir de la época de Augusto, la historia romana puede dividirse en tres grandes períodos que comprenden desde los tiempos de ese príncipe hasta la época en que la mitad occidental del imperio cayó en poder de los pueblos extranjeros que lo invadie-ron en el siglo V. Los dos primeros siglos constituyen el alto Imperio; el siglo III puede llamarse la época de los emperadores de la familia de los Severos y de la anarquía militar; y, finalmente, la época que comienza con Diocleciano (285) recibe el nombre de bajo Imperio.

Los sucesores de Augusto durante los dos primeros siglos: el régimen del principado

A la muerte de Augusto, Roma quedó en posesión de un régimen institucional su-tilmente imaginado por su fundador que se conoce con el nombre de principado. Ya han sido señaladas sus principales características: mientras subsistían las antiguas ins-tituciones republicanas y funcionaban regularmente en Italia, un ciudadano —considerado el primero entre todos, esto es, princeps— go-zaba dentro del estado del privilegio de detentar sin término las más importantes ma-gistraturas y de proponer los nombres de los otros magistrados; el ascendiente de este primer ciudadano provenía, legalmente, de un reconocimiento de sus excepcionales virtudes y condiciones expresado por los órganos constitucionales y, en la práctica, de su fuerza militar.

Este sistema era resultado de un finísimo sentido político, puesto que significaba una conciliación entre las tradiciones republicanas, todavía profundamente respeta-das, y una situación de hecho provocada por la expansión territorial, ya que, efectiva-mente, la posesión de un vasto imperio tornaba impracticables aquellas instituciones; por otra parte, la transformación social y económica era un hecho evidente y el estado debía amoldarse a esas nuevas situaciones.

Mientras vivió Augusto, su fuerza militar —cuyo contralor guardó celosamente— y un auténtico prestigio permitieron que el sistema funcionara correctamente. Pero en sus últimos años se planteó el problema de la sucesión. El que heredara su poder debía sostenerlo con una semejante fuerza militar y, al mismo tiempo, legalizarlo con el voto del senado. Para resolver el problema, Augusto se preocupó de designar él mismo quien lo reemplazara; la muerte de sus descendientes directos dificultó sus propósitos; al fin, dentro del mismo plan, encontró un candidato satisfactorio en su hijastro Tibe-rio.

En el futuro, el régimen del principado funcionaría con algunas dificultades: el po-derío del príncipe era tan grande que, en verdad, las limitaciones de su autoridad solo existían cuando él quería que existiesen; por eso es admirable la moderación de aque-llos príncipes de los dos primeros siglos que quisieron renunciar a su omnipotencia en beneficio del funcionamiento normal del estado.

Al lado de estos, hubo algunos en los cuales renació la tendencia cesarista y qui-sieron suprimir todas las trabas que se oponían a su autoridad. Pero, en general, pre-dominó aquel principio establecido por Augusto durante todo el alto Imperio. Para asegurar su mantenimiento, los emperadores impusieron durante su vida a sus suce-sores, determinados o por la sucesión sanguínea o por la adopción legal; por eso, a lo largo de dos siglos, gobernaron en Roma tres familias —en sentido jurídico— aunque muchas veces sus miembros no fueran parientes por la sangre. Estas familias fueron las de los Julio-Claudios, la de los Flavios y la de los Antoninos.

Los Julio-Claudios: Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón

Augusto pertenecía a la familia Julia; pero su sucesor Tiberio no era pariente car-nal suyo sino que era hijo del primer matrimonio de su esposa Livia y era miembro de la familia Claudia; a esta última pertenecieron también sus tres sucesores inmedia-tos.

Tiberio regularizó y vigiló la administración provincial, aseguró las fronteras y procuró moralizar las costumbres. Al mismo tiempo afianzó la autoridad del senado, pero, en cambio, abolió los comicios populares, con lo cual se acentuó la antipatía que le tenía el pueblo por su carácter y por su aversión a las tradicionales fiestas popula-res.

Esta impopularidad se acrecentó con la muerte de su sobrino Germánico —que atribuyeron a la envidia que le produjeron sus éxitos militares en Germania—, y con su retiro a la isla de Capri, el año 26. Desde entonces el descontento creció y el prefecto del pretorio, Seyano, organizó una conjuración que fue descubierta y castigada con la muerte; desde entonces Tiberio se tornó más cruel y violento aún, y gobernó despóti-camente, muriendo el año 37 en medio del más profundo odio.

Su sucesor, Calígula, era hijo de Germánico y comenzó su gobierno apoyado por el pueblo, que había amado a su padre. Pero de su abuela había bebido las tradiciones cesaristas de carácter oriental que caracterizaron a su bisabuelo Marco Antonio, y pretendió restaurarlas. Quiso ser honrado como dios, dispuso discrecionalmente del tesoro público, estableció terribles impuestos y persiguió con saña a los que creía sus enemigos. Pero el recuerdo de la virtud de Augusto y del respeto manifestado por Ti-berio a las instituciones provocó un descontento general el cual cristalizó en una con-juración que costó la vida a Calígula (41).

La época de Calígula puso de manifiesto dos peligros que amenazaron constante-mente al régimen del principado: la tendencia al cesarismo de los emperadores y el ensoberbecimiento de la guardia pretoriana, que encabezó la conspiración del año 41. Esta fue la que logró imponer al sucesor, eligiendo a un tío del emperador asesinado, llamado Claudio. Por el origen de su designación, Claudio hubiera podido ser juguete de las fuerzas armadas; sin embargo, poco a poco, logró canalizarlas y devolver al se-nado el control de gran parte de los negocios públicos.

Claudio, pese a su carácter apacible, incorporó al imperio la Tracia y el sur de Bretaña y contribuyó a asegurar las fronteras; además, se preocupó especialmente por la suerte de las provincias cuya administración perfeccionó, mejorando también la condición política de sus habitantes.

Su debilidad de carácter hizo que se rodeara de un grupo de libertos, los cuales usurparon su autoridad en muchos aspectos; pero aunque estableció con ello un régi-men de favoritismo, el principado echó las bases de una burocracia dirigida perso-nalmente por el emperador quien, de ese modo, robustecía su poder. Este sistema no hizo sino perfeccionarse con el tiempo. Sin embargo, las intrigas palaciegas se desa-rrollaron por eso mismo de modo alarmante, especialmente porque permitió que las dos mujeres a quienes tuvo sucesivamente por esposas, Mesalina y Agripina, intervi-nieran en la actividad gubernativa y se valieran de su ascendiente para tortuosas ma-quinaciones.

Crímenes e injusticias fueron las consecuencias de ese predominio de los grupos palaciegos; al fin, Agripina consiguió que Claudio desheredara a su hijo Británico para favorecer a Nerón, descendiente del primer matrimonio de Agripina; y como viera que Claudio comenzaba a arrepentirse de su injusticia, lo hizo envenenar al tiempo que hacía proclamar emperador a Nerón por las tropas (54).

Nerón había sido educado por el filósofo Séneca y comenzó a actuar bajo la tutela de este; además, su madre pretendía recoger el fruto de sus intrigas dominando abiertamente; pero Nerón, que gobernó al principio moderadamente, comenzó muy pronto a mostrar un genio violento y autoritario. Todos los que podían obstaculizar el ejercicio de su poder desenfrenado fueron eliminados poco a poco y entonces se en-tregó a una vida desordenada con abandono total de sus preocupaciones de go-bierno.

Solo los juegos populares, las fiestas y festines, todo lo que pudiera agradar a las masas y halagar su vanidad de actor y de poeta, fue estimulado por Nerón, deseoso de alcanzar la fama; un día Roma fue incendiada y las protestas del pueblo debieron ser acalladas.

Por divertirlo, procesó y castigó cruelmente a aquellos odiados malhechores que el vulgo llamaba cristianos, por el nombre de Cristo, que, en época de Tiberio, había sido crucificado por el procurador Poncio Pilato, y cuya pestífera si-miente fue aniquilada por entonces.

(TÁCITO, Anales, libro XV, cap. 44)

En efecto, los cristianos sufrieron por entonces su primera persecución en Roma; su doctrina apenas era conocida y por eso Nerón —como Tácito, que escribe medio siglo después— podía confundirlos con vulgares malhechores y dar crédito a las más absurdas leyendas que corrían acerca de ellos.

El gobierno de Nerón llegó a comprometer al imperio todo. Los gastos que de-mandaban sus caprichos y el desorden reinante en todos los órdenes condujeron a una crisis; los principales jefes militares desconocieron la autoridad del emperador y mientras sus allegados organizaban una conjuración en el palacio, los pretorianos pro-clamaron emperador a Galba. Nerón huyó, suicidándose en seguida (68).

Los Flavios: Vespasiano, Tito y Domiciano

Pero Galba, aunque fue reconocido por el senado, no pudo gobernar largo tiempo; los pretorianos se mostraron disconformes y el ejército de Germania desconoció su autoridad, proclamando emperador a su jefe Vitelio. Poco después Galba era asesina-do y los pretorianos imponían para reemplazarlo a Otón; este debió enfrentarse en lucha desesperada con Vitelio, que lo derrotó al fin (69). A su vez el gobierno de Vitelio fue igualmente breve; el ejército de Oriente, por su parte, proclamó emperador a su jefe Vespasiano, y sus lugartenientes derrotaron a Vitelio al finalizar el año 69. Así, en un breve período de anarquía, hacían su aparición, en la totalidad de su poderío, los ejércitos provinciales tras de los que solían encontrarse las aspiraciones de las provin-cias mismas.

Afortunadamente esta vez, con Vespasiano, el poder militar no fue acompañado por nuevos intentos cesaristas. Vespasiano fue prudente y enérgico para resolver el grave problema que tenía en las manos; en efecto, el gobierno de Nerón había desin-tegrado el régimen del principado y debía ser restaurado corrigiendo sus defectos; para ello Vespasiano trató de reducir al ejército a sus funciones militares y acrecentar la autoridad imperial; su éxito aseguró nueva vida al sistema ideado por Augusto.

Por entonces, una nueva sublevación de los judíos obligó a Tito, el hijo de Vespa-siano, que había continuado con el mando de los ejércitos de Oriente, a sofocarla con todo rigor; Jerusalén fue destruida, los hebreos dispersados y obligados a pagar un tributo. Entretanto, otros ejércitos imperiales aseguraban las fronteras o las adelan-taban, como ocurrió en Bretaña, desde donde se extendieron hasta Escocia.

Cuando Vespasiano murió, el orden interno y la seguridad externa estaban resta-blecidos (79). Lo reemplazó su hijo Tito, que había ejercido el poder a su lado durante muchos años, y cuyo gobierno duró dos años apenas. Fue entonces cuando las ciudades de Pompeya y Herculano fueron destruidas por la erupción del Vesubio.

El brevísimo gobierno de Tito quedó en el recuerdo de los romanos como un ejem-plo de moderación y de virtud; esta imagen hizo más fuerte el contraste que se advir-tió en seguida con el gobierno de su hermano y sucesor Domiciano. Sin embargo, los primeros años del nuevo emperador revelaron en él a un hombre contraído a sus de-beres; más tarde, en cambio, pareció seguir las huellas de Calígula y de Nerón, que habían aspirado a la autoridad omnímoda. También Domiciano quiso ser adorado co-mo un dios, disponer arbitrariamente de los fondos públicos y de las magistraturas y, en sus últimos años, persiguió a sus enemigos con extraordinaria crueldad, así como también a los cristianos.

En sus campañas había sido poco más feliz: tras algunas victorias, fue derrotado en la región del Danubio, pero pudo negociar la paz con las poblaciones insumisas; en cambio en Bretaña la dominación romana fue fortalecida por Julio Agrícola. El hondo malestar que provocó su tiranía originó una conjuración organizada por sus mismos allegados; Domiciano fue asesinado (96) y con él terminó la dinastía flavia que había dado, antes que él, dos de los más ilustres emperadores que tuvo Roma.

Los Antoninos

Los conjurados impusieron como emperador a un anciano prudente y honesto lla-mado Nerva; pertenecía a la aristocracia senatoril y ello garantizaba el retorno a las buenas tradiciones del principado; su gobierno fue breve pero dejó el recuerdo de su respeto a las instituciones y de su magnanimidad para con los necesitados, a favor de quienes ideó un sistema de ayuda por parte del estado.

Para asegurar la continuidad de su política, Nerva asoció a su autoridad y adoptó como hijo a Trajano, un hombre de raras condiciones de soldado y de organizador. Esta elección contó con el asentimiento general y, a la muerte de Nerva, Trajano asumió el gobierno dentro de un ambiente de paz (98).

La época de Trajano fue memorable. Era un hombre enérgico y hábil, que puso al servicio del imperio todas sus energías.

¡Con qué modestia, oh, justos dioses, templaste tu poder y tu fortuna! Emperador eras en los títulos, imágenes e insignias; pero en la modestia, en el trabajo y en la vigilancia eras capitán, legado y soldado raso; porque marchabas delante de tus águilas y tus estandartes sin honrarte de la adopción más que con la piedad del hijo.

¡Qué gusto reciben todas las provincias de haberse sujetado a nuestro imperio desde que han llegado a tener un príncipe que lleva acá y allá la fe-cundidad como el tiempo y la necesidad lo pide!

Abriste los ojos y, como antes al ejército, pacificaste a la justi-cia, cortaste un mal de largas raíces y con diligente severidad ordenaste de manera que no pareciese que se arruinaba con leyes el estado fundado con leyes.

(Plinio el Joven, fragmento del Panegírico de Trajano)

En lo interno, Trajano continuó la política iniciada por Nerva y la estableció sobre tan sólidas bases que debía perdurar por casi un siglo; esta política no era otra que la que había establecido Augusto y había restaurado Vespasiano; consistía en contener la omnipotencia del ejército y fortalecer la organización institucional del estado me-diante el respeto al senado y la colaboración de magistrados responsables. Trajano puso en ejecución ese programa, sostenido además por un sincero amor a la justicia y un profundo respeto por la virtud. Todo ello no significaba renunciar a sus atribuciones de jefe, que Trajano ejercitó con autoridad y firmeza.

Pero mientras se preocupaba por ordenar la administración del tesoro público, por asegurar la justicia, por socorrer a los necesitados continuando la obra de Nerva, y por mejorar la situación provincial, Trajano no se olvidaba de que era un soldado y se propuso vivificar la tradición guerrera y conquistadora de Roma.

Para ello había ocasión suficiente; en la Germania —sobre cuya frontera pasara muchos años de su juventud— aseguró los límites imperiales; en el Danubio derrotó a los dacios y anexó su territorio —la actual Rumania— tras una lucha memorable; y en el Oriente, además de conquistar la Arabia, luchó contra el Imperio parto —el de los antiguos persas— estableciendo la dominación imperial en Armenia y Mesopota-mia.

La época de Trajano fue de cordura y de gloria. Sus gobernadores fueron hombres rectos y cultos como Plinio el Joven; sus amigos, funcionarios escrupulosos y gentes de espíritu selecto; sus jefes militares, soldados capaces y emprendedores. De su época quedaron al imperio monumentos magníficos, y cuando le fue necesario elegir un su-cesor designó a un hombre esclarecido llamado Adriano y sus orientaciones se mantu-vieron durante mucho tiempo.

A la muerte de Trajano (117), Adriano asumió el imperio. Español, como su ante-cesor, heredó su preocupación por la suerte de las provincias, y, para observarlas y proveer a su progreso, viajó por ellas hasta conocer personalmente casi todo el impe-rio. Su preocupación por la justicia lo indujo a ordenar la compilación de las viejas disposiciones en una especie de código que se llamó el Edicto per-petuo, así como también a rodearse de juristas para asesorarse con sus dictá-menes.

Pero si en la orientación de su gobierno interior mantuvo la de Trajano, respetando el senado y el orden civil, su política exterior fue totalmente diversa; a diferencia de su antecesor, consideró que el imperio debía renunciar a sus nuevas conquistas y limitar su actividad militar a la protección de las fronteras. Para llevar a cabo este propósito, Adriano abandonó la Armenia y la Mesopotamia en el Oriente y se dedicó a fortificar con sólidas defensas las líneas fronterizas: muros, empalizadas, fosos y campamentos militares se extendieron a lo largo de muchos kilómetros para vigilar a los enemigos del imperio. Así, al intento conquistador de Trajano, sucedió una era de política defen-siva que debía subsistir en el futuro.

Adriano adoptó como hijo y heredero a Antonino —a quien luego se le llamó el Piadoso— y a la muerte del ilustre emperador (138) fue él su su-cesor. Antonino justificó su sobrenombre. Amó la justicia y la equidad y dio muestras de rectitud inquebrantable. Su principal preocupación fue la administración interior, tanto la de las arcas fiscales como la del territorio de su mando y en especial las pro-vincias. Sin embargo, no descuidó la vigilancia de las fronteras y, aunque continuó la política defensiva de Adriano, supo atender a las necesidades militares, sometiendo a las poblaciones que se sublevaron en Bretaña y extendiendo allí la dominación impe-rial hacia Escocia.

Antes de morir adoptó a Marco Aurelio, quien le sucedió en 161. Marco Aurelio era un espíritu superior. Su verdadera vocación era el estudio y por sus convicciones pertenecía a la escuela filosófica de los estoicos, con cuyos maestros gustaba depar-tir.

A cualquier hora del día y en todas las ocasiones —escribía mientras reposaba en su tienda frente al enemigo— procura con-ducirte como un buen romano, como ciudadano digno de ese nombre, sin afectar im-portancia, con amor hacia tus semejantes, con libertad, y, en fin, con justicia, y procu-ra liberarte de las demás preocupaciones. Y seguramente lo conseguirás si cumples cada acto de tu vida como si fuera el último de tu existencia, es decir, sin precipita-ción, sin pasión alguna que te impida escuchar la razón, sin hipocresía, sin amor propio y sin indignación contra el destino. No son muchos preceptos, pero el que los observe puede estar seguro de llevar una vida dichosa, próspera y acorde con la divinidad. Porque realmente esto es lo único que exigen los dioses.

(MARCO AURELIO, Pensamientos, libro II, cap. 5)

Su tendencia natural lo inducía a rehusar todo lo que fuera ostentación y vanaglo-ria; y sin embargo fue un gobernante celoso de las tradiciones romanas y fiel cumpli-dor de sus deberes de tal.

En efecto, además de vigilar severamente el gobierno interior, debió afrontar la acometida de los bárbaros en el Danubio; los marcomanos de la actual Bohemia se lanzaron contra las fronteras y fueron necesarios muchos años de dura lucha para contenerlos. Marco Aurelio la condujo con valor y prudencia y, pese a su vocación, cumplió con su deber ejemplificando así lo que enseñaba con la palabra.

Quizá su única debilidad fue abandonar el prudente comportamiento de sus ante-cesores en materia de sucesión. No tuvo valor para despojar de la herencia imperial a su hijo Cómodo, cuyas malas cualidades conocía e intentó corregir con una educación tan cuidadosa como estéril. Sin embargo, y por su orden, lo reemplazó a su muerte (180). Esas pesimistas previsiones se cumplieron. Cómodo descuidó la defensa de las fronteras y apresuró una aparente sumisión de los bárbaros muy peligrosa para el fu-turo; vuelto a Roma, su gobierno fue cruel y suscitó una oposición que terminó con su vida (192).

Así se extinguió —en medio de una terrible anarquía— la época de los Antoninos, la más feliz y gloriosa del Imperio romano. Su recuerdo duró mientras subsistió Roma como el de una época sin par y la obra cumplida fue tan sólida como para que, a pesar de los males interiores y de las amenazas externas, los cimientos del imperio soporta-ran los males durante más de dos siglos.

Los Severos. La concesión de la ciudadanía

La conjuración que concluyó con Cómodo (192) trajo un período de confusión, de-bido a la cual llegó al poder un hombre humilde llamado Pertinax; su gobierno des-agradó muy pronto a los pretorianos por su excesivo rigor y fue asesinado poco des-pués. Entonces se vio un triste espectáculo; los pretorianos se consideraron dueños absolutos de la situación y ofrecieron su apoyo a aquel candidato que ofreciera un do-nativo más crecido; este fue el mérito de Didio Juliano, a quien se proclamó empera-dor en seguida. Pero su elección no pacificó los ánimos; los ejércitos provinciales pre-tendían —ellos también— hacer valer su fuerza y proclamaron a Niger en Siria y a Septimio Severo en Panonia. Al fin prevaleció este último y llegó al imperio en junio de 193.

Septimio Severo era un soldado de origen africano cuya fuerza provenía del incon-dicional apoyo que le prestaban los ejércitos del Danubio. Su energía le permitió solu-cionar el problema inmediato del orden interno y de la seguridad exterior; pero fue a costa de la creación de un poder autocrático extraño a la tradición del principado.

En efecto, Septimio Severo estaba rodeado de orientales, comenzando por su es-posa, Julia Domna, hija de un gran sacerdote sirio de Baal; sus tendencias fueron ab-solutistas —como lo imponía la tradición oriental— y no solo avasalló al senado y a los grupos italianos hasta allí dominantes, sino que estableció el predominio de las tropas orientales en el ejército romano, llegando hasta la incorporación de provinciales ex-clusivamente en la guardia pretoriana de Roma.

Pero no solo en la organización política tuvo consecuencias esta singular preferen-cia de Septimio Severo; su esposa y sus numerosos parientes, todos formados en la tradición religiosa de Baal, introdujeron en Roma —con toda la fuerza del prestigio imperial— esos cultos que, aunque conocidos, no habían podido vencer la resistencia de la tradición latina. Al mismo tiempo, y como un signo del nuevo despotismo, se desencadenó una de las más violentas persecuciones contra los cristianos, cuyo nú-mero había crecido mucho en los últimos años.

Desde entonces los cultos orientales se difundieron notablemente. A la muerte de Septimio Severo (211) lo sucedieron sus hijos Caracalla y Geta, reinando luego el pri-mero solo, tras el asesinato de su hermano. Como su afán era gozar del lujo y la ri-queza que le proporcionaba el poder, abandonó el gobierno en manos de su madre, que aprovechó su influencia para estimular el desarrollo de aquellas creencias.

Durante su gobierno, Caracalla dictó una ley de gran importancia por la cual se concedía la ciudadanía romana a todos los súbditos del imperio; esta ley, aparente-mente generosa, estaba destinada a aumentar las rentas públicas, pues los italianos no pagaban hasta entonces tributos y esa ley gravaba a todos los ciudadanos por igual.

Más aún se desarrollaron los cultos orientales con el sucesor de Caracalla, Helio-gábalo, que ascendió al trono en 218 tras breve gobierno de Macrino. Heliogábalo se consideraba gran sacerdote de una divinidad solar —Elagabal, de la que sacó su so-brenombre preferido— y en su reinado tuvieron gran preponderancia no solo Julia Domna, sino también la madre del emperador, siria como ella. Pero Heliogábalo se comportó como un tirano cruel y arbitrario y fue asesinado, reemplazándolo Severo Alejandro en 222.

Severo Alejandro era un hombre ecuánime y pretendió restaurar la antigua disci-plina. Llegó muy joven al trono, y su madre, la virtuosa Julia Mamea, lo rodeó de un consejo senatorial al que se debió, en gran parte, la rectificación que introdujo en la política absolutista de sus predecesores. Pero la simiente de la anarquía fructificaba ya y él también fue asesinado, precisamente porque quería restablecer la disciplina en los ejércitos que se habían acostumbrado a ser los amos del poder (235).

La anarquía militar y las invasiones

El período que siguió a la muerte de Severo Alejandro se presenta como una época de anarquía militar. Los ejércitos establecidos en las distintas provincias pretendieron imponer a sus respectivos jefes como emperadores y se dio el caso de que hubiera varios que, simultáneamente, se consideraran como tales. Pero, entretanto, al desor-den interno se agregó la invasión exterior. Mientras gobernaba el emperador Galieno, el peligro de la agresión bárbara —conjurado hasta entonces— se transformó en una realidad.

Esta situación gravísima duró algunos años y los emperadores se sucedieron im-potentes. Dos jefes militares, Postumio y Odenato, salvaron de los invasores a sus pro-vincias de Galia y Siria, pero a cambio de provocar una verdadera secesión de esos territorios del resto del imperio. Solo en 268 comenzó Claudio II a conjurar la cri-sis.

Claudio II sucedió a Galieno, elegido por el ejército y nombrado Augusto por el senado. Ese príncipe aplastó en una batalla a los godos que asolaban la Iliria y la Macedonia. Era económico y moderado, fiel observador de la justicia y bien dotado para gobernar el imperio; pero murió de enfermedad al segundo año de su reino y fue colocado en el número de los dioses. Después de él, su hermano Quintilio, elegido emperador por todo el ejército, fue un modelo de moderación y popularidad y supo igualar o quizá superar a su hermano. El senado lo proclamó Augusto, pero fue muerto a los diecisiete días de su reinado.

Después de él, el imperio fue gobernado por Aureliano, origina-rio de la Dacia ribereña del Danubio: gran capitán, pero de carácter violento, era de-masiado inclinado a la crueldad; logró sobre los godos las victorias más aplastantes y devolvió al imperio sus antiguos límites mediante los sucesivos éxitos de sus ejérci-tos.

(EUTROPIO, Breviario de historia romana,libro IX, cap. 9)

Con Aureliano puede decirse que concluyó el sombrío período de la anarquía y las invasiones; a su muerte (270), los sucesores en el trono trataron de completar su obra; pero esta tarea exigía dotes excepcionales y quedó reservado a Diocleciano el esta-blecer una nueva ordenación de la vida romana y del estado imperial que contemplara la nueva situación acarreada por esta profunda crisis política, social, económica y es-piritual que había estallado en el siglo III.

Diocleciano y la monarquía absoluta

Diocleciano llegó al poder en 285. Era dálmata y de origen humildísimo, pero se distinguió como soldado y alcanzó paso a paso los cargos más altos hasta que fue pro-clamado emperador por las tropas. Por eso llegó al gobierno con una sólida experien-cia de los graves problemas del imperio y con un conocimiento cabal de la verdadera situación social y espiritual del mundo romano.

La firme convicción de que la extensión del imperio era su peor enemigo lo indujo a designar a un colega con quien compartir las funciones de gobierno; el elegido fue Maximiano, de origen humilde como él, y nacido en Panonia. Diocleciano se reservó para sí el Oriente y encargó a Maximiano el Occidente; desde entonces, el estado ro-mano reconoció que Oriente y Occidente constituían dos partes diversas dentro del imperio, por sus caracteres y tendencias.

Diocleciano afrontó con toda energía el problema militar. Sus ejércitos cubrieron las líneas del Danubio y del Éufrates y combatieron a los pueblos limítrofes, mientras sus embajadas contribuían a afianzar la seguridad de las fronteras, tratando con los reyes sasánidas, a quienes admiraba y a los que quería imitar en la organización del imperio. Otro tanto hacía al mismo tiempo Maximiano en Occidente; allí el problema era no solo el de los burgundios y alamanes —pueblos germánicos que, con otros va-rios, amenazaban por el Rin— sino el de los campesinos galos que se habían sublevado en la época de la anarquía militar como consecuencia de la grave crisis económica, a los que llamaban bagaudos. Maximiano conjuró ambos peli-gros con eficacia y dureza y, como en Oriente, el orden y la seguridad quedaron resta-blecidos.

En el orden interno la actividad de Diocleciano fue intensa y pudo, de ese modo, afrontar y resolver —definitivamente, a su juicio— los graves problemas políticos, económicos y sociales que corroían al imperio.

Una atención preferente mereció el ejército. Diocleciano dobló el número de le-giones llevándolo a 68, pero disminuyó los efectivos de cada una, no vacilando en in-corporar a ellas soldados de origen bárbaro; además procedió a transformar su orga-nización y distribución; los 400.000 hombres que componían el ejército regular fueron distribuidos en dos grupos: los del ejército fijo para custodia de las fronteras y los del ejército móvil para las operaciones de emergencia. De ese modo, las fuerzas militares ganaron en eficacia y fue mejor la vigilancia interna y externa.

Igualmente procedió a dividir de nuevo el territorio en distintas jurisdicciones y a reorganizar el cuadro de los funcionarios que las administraban. En la vida económica, introdujo modificaciones en el sistema monetario y en la administración del tesoro público y, por primera vez, pretendió fijar precios máximos a los diversos artículos que eran objeto de compraventa. También trató de proteger a los grandes terratenientes y obligó a todos los ciudadanos a que permanecieran en sus oficios y profesiones con el fin de impedir la crisis económica y social que se manifestaba desde la gran convulsión del siglo III.

Todas estas medidas no tuvieron la trascendencia que Diocleciano esperaba; por el contrario, el excesivo control del estado en las diversas actividades trajo nuevas com-plicaciones; pero por algún tiempo sus medidas normalizaron la situación y así puede decirse que Diocleciano es el fundador de esa nueva etapa de la historia de Roma que suele llamarse el bajo Imperio.

Desde el punto de vista político se conoce también este período con una palabra latina de difícil traducción: el dominatum, derivada de dominus, que significa dueño y señor. En efecto, la característica del bajo Imperio es el absolutismo que estableció Diocleciano.

Comenzó entonces a llamársele dominus, señor, y junto a las muestras de reverencia sagrada que se le debían, impuso un sistema de gobierno totalmente absolutista, por el cual despojó de los últimos signos de autoridad al sena-do —convertido en un institución local de la ciudad de Roma— y a todos los cuerpos y magistraturas que aún quedaban de la organización del principado que regía hasta entonces. Sin embargo, para que esta nueva forma de autoridad política se ejerciera sin desvirtuarse, Diocleciano organizó una distribución de ella entre cuatro personas —la tetrarquía— de las cuales una mantenía el máximo poder.

La tetrarquía

Diocleciano comenzó por dividir el imperio en dos partes —el Oriente y el Occi-dente—, cada una de las cuales estaba regida por un Augusto. Pero estos dos Augustos no tenían la misma categoría sino que el más antiguo de los dos era superior, en últi-ma instancia, al que se había nombrado más tarde.

A su vez, cada uno de los Augustos elegía a un viceemperador con el título de Cé-sar. Cada Augusto encomendaba a su César una parte de su territorio pero se reser-vaba la autoridad suprema. Además, el César estaba destinado a ser su sucesor. De este modo, el régimen de la tetrarquía resolvía dos problemas: el de la administración centralizada del vasto territorio imperial y el de la sucesión.

Sin embargo, pese a la perfección teórica del sistema, el régimen de la tetrarquía no duró más que el tiempo durante el cual Diocleciano gobernó el imperio. En 305 los dos Augustos abdicaron voluntariamente su autoridad y Diocleciano se retiró definiti-vamente a la vida privada, transcurriendo sus últimos años en el palacio que se había hecho construir en Spálato. En seguida comenzaron las rivalidades entre los que por su situación o por su parentesco se creían con derecho al trono, y la rivalidad terminó en una nueva guerra civil. Diocleciano murió desilusionado, pero su irritación por la ce-guera política de sus contemporáneos no lo decidió a abandonar su retiro. Allí murió en 313 quien había asegurado al imperio, pese a los males que lo corroían, un siglo más de existencia.

(…)

(…)

CAPÍTULO XXX

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El cristianismo y la Iglesia primitiva

La constitución del régimen imperial coincide —a pocos años de diferencia— con la aparición de una doctrina religiosa destinada a conmover hasta sus cimientos el mundo romano. Hasta entonces, las ideas heleno-romanas constituían el sólido haz de convicciones, creencias y opiniones que anidaba en el espíritu del hombre del Medite-rráneo; pero a partir de entonces se opondrán a esas ideas otras de distinto origen y de nuevo tipo.

Durante mucho tiempo, la romanidad y la cristiandad se considerarán dos mundos inconciliables. Poco a poco, sin embargo, comenzarán a fundirse y en la gran crisis del siglo III el cristianismo hará inmensos progresos; más tarde, al comenzar el siglo IV, todavía en los albores del bajo Imperio, de religión perseguida pasará a ser tolerada y protegida por el estado romano; finalmente, a fines de ese mismo siglo, el cristianis-mo se transformará en religión oficial y el paganismo pasará a ser un culto prohibido por la ley.

A partir del siglo III, el crecimiento del cristianismo y la conquista del mundo ro-mano por sus ideales constituye el hecho más importante de la historia de Roma. Desde entonces, y a lo largo de toda la Edad Media, el cristianismo ha proporcionado al mundo occidental el alimento de su vida espiritual, sea bajo la forma de sus doctri-nas puras, sea bajo la forma de influencias profundas operadas en la tradición he-leno-romana.

La sociedad romana antes del cristianismo. Los cultos asiáti-cos

Desde el punto de vista religioso, Roma —como Grecia— practicaba dos especies de cultos: uno oficial y público, que se debía a los grandes dioses, caracterizado por su frialdad y su indiferencia frente a los problemas individuales y morales; otros, que se rendían a ciertas divinidades, casi todas de origen oriental, caracterizados porque proporcionaban una respuesta a los grandes interrogantes sobre la conducta y la muerte.

En Roma prevalecieron los primeros, pero poco a poco se introdujeron y divulga-ron los segundos. Antes de la difusión del cristianismo, puede decirse que solo con-gregaban gran número de fieles los cultos de los dioses oficiales, pero esas ceremo-nias no alcanzaban a gravitar profundamente sobre la conciencia del individuo y no tuvieron sino escasa influencia moral.

¿Qué importa a los servidores de esas miserables divinidades, apasionadas imitadoras de sus crímenes y sus excesos; qué importa a tales hombres la corrupción y el deshonor de la república? Basta que quede en pie, dicen, ¿qué nos im-porta que sea floreciente por la fuerza de sus ejércitos, por el brillo de sus victorias, o, mejor aún, que lo sea por la seguridad y la paz? Más bien nos interesa que cada uno aumente sus riquezas para que le sean permitidas sus prodigalidades cotidianas, para reducir al débil a la gracia del poderoso; que la necesidad someta el pobre al rico y que el patronazgo de uno asegure al otro una tranquila ociosidad; que los ricos abusen de los pobres, instrumento de una fastuosa clientela; que los reyes no se inquieten por la virtud sino por la obediencia de sus súbditos; que las leyes protejan mejor la viña que no la inocencia del hombre. Por todas partes palacios suntuosos, espléndidos fes-tines, el rumor de la danza.

(SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios, libro I, cap. XX)

Así describía San Agustín, a principios del siglo V, el ambiente moral romano. Lle-vado por la pasión del polemista, quizá San Agustín olvidaba que durante mucho tiempo prevaleció en la república, y aun en el imperio, una firme virtud; pero es indu-dable que, después de la conquista, la declinación de las costumbres ofrecía un cuadro semejante al que pintaba el sabio obispo de Hipona.

Lo importante es que, en la conciencia de muchos romanos, empezó a fecundar cierta simiente moral o religiosa, inquietud que no se satisfacía con el frío sacrificio de un animal hecho al pie de una estatua de mármol, representativa de una divinidad en cuyos mitos solían figurar crímenes o pasiones vituperables. Así, buscaron otros con-suelos para su existencia y se refugiaron en alguna de las sectas que por entonces flo-recían.

Unos —generalmente los de las clases cultas— hallaron lo que buscaban en las nobles doctrinas de los estoicos; otros —particularmente las gentes más humildes— acogieron con regocijo a las divinidades griegas de los misterios o a las divinidades orientales que les ofrecían una esperanza para después de la muerte. Fueron cada vez menos los que se mantuvieron fieles a la religión del estado, aunque muchos, por cos-tumbre, siguieran participando en sus cultos. Por eso, cuando a fines del siglo I y co-mienzos del II principió a divulgarse la doctrina de Cristo, comenzaron a agruparse a su alrededor todos los humildes y los atormentados por un afán de regeneración mo-ral.

Los orígenes del cristianismo

El cristianismo había surgido en Palestina —durante la época del emperador Tibe-rio— en el seno del pueblo hebreo. Había allí una fecunda y vibrante tradición religio-sa que se ponía de manifiesto, de vez en cuando, en la palabra de predicadores ar-dientes, a quienes se conocía con el nombre de profetas. Isaías, Jeremías o Daniel ha-bían inflamado a sus oyentes con el anuncio de las pruebas del poder de su Dios, divi-nidad única y todopoderosa, omnipotente y omnisapiente; una de estas pruebas sería la llegada de un enviado, el Mesías o el Cristo, esto es, el que está ungido y señalado por Dios.

En la época de Tiberio un predicador llamado Juan —y conocido por el Bautista— fue considerado por algunos como el enviado de Dios porque bautizaba en su nombre, a orillas del Jordán:

Y he aquí el testimonio que dio Juan a favor de Jesús, cuando los judíos le enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas para preguntarle: ¿Tú quién eres? Él confesó la verdad y no la negó; antes protestó claramente: Yo no soy el Cristo. Pues ¿quién eres?, le dijeron: ¿Eres tú Elías? Y dijo: No lo soy. ¿Eres tú el Profeta? Respon-dió: No. Pues, ¿quién eres tú, le dijeron, para que podamos dar alguna respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? Yo soy, dijo entonces, la voz del que clama en el desierto. Enderezad el camino del Señor, como lo tiene dicho el profeta Isaías. Es de saber que los enviados eran de la secta de los fariseos. Y le preguntaron de nuevo, diciendo: ¿Cómo, pues, bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el Profeta? Respondioles Juan, diciendo: Yo bautizo con agua; pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis. Él es el que ha de venir después de mí, el cual ha sido preferido a mí y a quien yo no soy digno de desatar la correa de su zapato. Todo esto sucedió en Betania, la que está a la otra parte del Jordán, donde Juan estaba bautizando. Al día siguiente vio Juan a Jesús que venía a encontrarle y dijo: He aquí el cordero de Dios, ved aquí el que quita los pecados del mundo. Este es aquel del que yo dije: En pos de mí viene un varón el cual ha sido preferido a mí; por cuanto era ya antes que yo. Yo no le conocía personalmente, pero yo he venido a bautizar con agua, para que él sea re-conocido por Mesías en Israel. Y dio entonces Juan este testimonio de Jesús, diciendo: Yo he visto al Espíritu Santo descender del cielo en forma de paloma y reposar sobre él. Yo antes no le conocía de rostro; mas el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien vieres que baja el Espíritu Santo, y reposa sobre él, ese es el que bautiza con el Espíritu Santo. Yo lo he visto, y por eso doy testimonio de que él es el hijo de Dios.

(SAN JUAN, Evangelio, libro I, 19-34)

Desde entonces, el humilde Jesús fue reconocido por muchos judíos como el Me-sías, al que se esperaba para redención del mundo. Poco a poco la fe en él creció por toda Galilea y se contaban los unos a los otros los milagros que obraba. Entretanto, Jesús predicaba y sus palabras traían una enseñanza moral purísima que llenaba de esperanza a los humildes y a los desheredados.

Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.

Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.

Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrecieren y cuando os apartasen de sí y os denostaren y desecharen vuestro nombre como malo, por el Hijo del Hombre.

Gozaos en aquel día y alegraos: porque he aquí que vuestro ga-lardón es grande en los cielos; porque así hacían sus padres a los profetas.

Mas ¡ay de vosotros, ricos! porque tenéis vuestro consue-lo.

¡Ay de vosotros, los que estáis hartos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque os lamentaréis y lloraréis!

Mas a vosotros, los que oís, digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian.

Y al que te hiere en la mejilla dale también la otra; y al que te quitare la capa, ni aun el sayo le defiendas.

Y a cualquiera que te pidiera, da; y al que tomare lo que es tu-yo, no vuelvas a pedir.

(SAN LUCAS, Evangelio, Sermón de la montaña, libro VI, 20-38)

Su prédica irritó a los dignatarios del templo de Jerusalén y comenzó a preocupar a los magistrados romanos que solo vieron en Jesús a uno de los tantos caudillos que luchaban por la independencia judía. Unos y otros sumaron sus odios y, tras una acusa-ción ante los tribunales judíos y romanos, lo condenaron a sufrir la pena de crucifixión (33).

Desde entonces, los discípulos elegidos por Jesús, los doce apóstoles que le acom-pañaron por todas partes y compartieron su vida, escuchando su palabra y adhirién-dose a sus doctrinas, comenzaron a divulgarlas, predicando el nuevo Evangelio, bauti-zando a los convertidos y echando las bases de la organización de su Iglesia.

En el seno de las sinagogas de todo el Mediterráneo oriental surgieron muy pronto nutridos grupos de cristianos apasionados por la nueva fe. Poco a poco se agregaron a ellos otros que no eran judíos y en las reuniones en que se congregaban leían y co-mentaban las palabras de Cristo, recogidas por quienes las habían oído.

El Nuevo Testamento

Los cristianos agregaron a los viejos escritos de los judíos los que reflejaban la buena nueva, esto es, la palabra de Cristo. Así, al lado del Viejo Testamento, apareció el Nuevo, del que formaban parte, principalmente, los cuatro Evangelios o narraciones de la vida, del suplicio y de la predicación del Maestro: según San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan.

El primero y el último formaban parte del grupo de sus discípulos predilectos, lla-mados apóstoles, que fueron testigos oculares de su vida y de sus hechos. San Marcos, discípulo e intérprete de San Pedro, escribió su Evangelio en griego, estando en Roma, para demostrar a los gentiles que se habían convertido al cristianismo que Jesús era verdaderamente hijo de Dios. San Lucas narra la vida y la predicación del Maestro, como la oía él, de la boca de San Pablo. San Mateo fue el primero que en lengua ara-mea —lengua vulgar de los judíos— escribió el Evangelio, poco después de la muerte de Jesucristo. San Juan fue el último de todos, pues lo hizo a fines del siglo I d. C. Este Apóstol, que fue el que más tiempo vivió de los discípulos de Cristo, se propuso refutar las herejías que entonces nacían contra la dignidad del Redentor. Llena con este Evan-gelio las lagunas dejadas por otros evangelistas, describiendo preferente el ministerio de Jesús en Jerusalén.

Más tarde se agregaron otros escritos. Uno de ellos narra las predicaciones de los discípulos en diversos lugares y se llama Hechos de los Apóstoles; otros son las cartas con que algunos de ellos satisfacían las dudas de algunas comunidades cristianas que consultaban sobre ciertos puntos oscuros de la doctrina: son las Epístolas, de las cuales las más importantes son las de San Pablo; finalmente, se agregó una profecía llamada el Apocalipsis, último libro canónico del Nuevo Testamento, que contiene las revela-ciones escritas por el apóstol San Juan en su destierro en la isla de Patmos, referentes, en su mayor parte, a los postreros días del mundo.

Estos escritos, redactados en griego, se conocieron y propagaron muy pronto en el Mediterráneo oriental y atrajeron hacia sus doctrinas a muchos creyentes. Poco a po-co, su conocimiento se difundió por el Mediterráneo occidental también, pero en esas provincias el espíritu religioso era menos fuerte y las tradiciones paganas estaban más vivas, razón por la cual el progreso de la doctrina fue más lento. Con todo, Tertuliano, un ilustre escritor cristiano de la época de Septimio Severo, pudo decir en su época, dirigiéndose a los romanos que los perseguían:

Somos de ayer y ya hemos llenado la tierra y todo lo que es vuestro: las ciudades, las islas, los puestos fortificados, los municipios, las aldeas, los campos, las tribus, las decurias, el palacio, el senado, el foro; no os hemos dejado más que los templos. Nosotros podemos reclutar vuestros ejércitos: los cristianos de una sola provincia serán más numerosos.

(TERTULIANO, El apologético, libro 37, cap. 4-5)

La organización primitiva de la Iglesia

El número de los cristianos fue creciendo extraordinariamente y, expulsados de las sinagogas judías, constituyeron pequeñas comunidades independientes en cada ciu-dad.

Tertuliano nos ha dejado un cuadro de cómo transcurría la existencia de estas pri-mitivas congregaciones.

Nos reunimos para la lectura de las Santas Escrituras, si el curso del tiempo presente nos obliga a buscar en ellas sea advertencia para el porvenir, sea explicaciones del pasado. Al menos, nutrimos nuestra fe por esas santas palabras, le-vantamos nuestra esperanza, nos afirmamos en nuestra confianza y ajustamos nuestra disciplina inculcando los preceptos. En esas reuniones, además, se hacen las exhorta-ciones, las correcciones, las censuras en el nombre de Dios.

Son ancianos experimentados quienes las presiden; obtienen ese honor no a precio de oro sino por el testimonio de su virtud, pues ninguna cosa de Dios cuesta dinero. Cada uno paga una cuota moderada, en un día fijado o cuando le viene bien, y si puede; es como un depósito de la piedad; en efecto, no se reúne para festines sino para nutrir y enterrar a los pobres, socorrer a los jóvenes sin familia ni fortuna, a los servidores envejecidos y a los náufragos.

(TERTULIANO, El apologético, libro 39, cap. 3-6)

Estas comunidades eran regidas por los presbíteros o ancianos, quienes eran auxi-liados por los diáconos, encargados de las funciones menores del culto. Luego se die-ron jefes llamados obispos, encargados de velar sobre el rebaño de los nuevos cre-yentes y así, poco a poco, comenzaron a diferenciarse los simples fieles de los encar-gados del culto, o sea, del clero.

Los apóstoles y sus discípulos acataron desde el primer momento la primacía de San Pedro, a quien Jesús, al fundar su Iglesia, promete la autoridad de supremo pastor universal, instituyéndolo vicario suyo en la tierra.

Tomando la palabra Simón, Pedro, dijo: Tú eres el Cristo o Me-sías, el hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, le dijo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonáh, porque no te ha revelado eso la carne y sangre u hombre alguno, sino mi Padre que está en los cielos. (Por carne y sangre deben entenderse los moti-vos humanos y las miras terrenas). Y yo te digo que tú eres Pedro y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas o poder del infierno no preva-lecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares sobre la tierra será también atado en los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra será, también, desatado en los cielos.

(SAN MATEO, Evangelio, libro XVI, 15-19)

La actividad evangelizadora de los apóstoles y demás discípulos fue muy grande. Se organizaron misiones evangélicas que recorrieron la Tierra Santa y reunieron a los hebreos convertidos, de las diversas tribus dispersas por las persecuciones, y a muchos gentiles que vivían en la Palestina y en los territorios vecinos. Estas misiones pasaron también a Siria (Antioquía) y Asia Menor (Tarso y Éfeso), donde ganaron nuevos prosé-litos, especialmente entre la población griega de Antioquía. Alcanzaron también a Grecia (Salónica, Corinto y Atenas) y a Roma, donde empezaron a predicar la buena nueva de la venida del Mesías, la instauración del reino de Dios, conquistando a los paganos y convirtiéndolos a la nueva doctrina.

San Pedro, por su cargo de pastor universal, hizo largos recorridos por diversas tierras. Primero Judea, Galilea y Samaria. La comunidad cristiana de Jerusalén se constituyó con vínculos sociales propios, y el apóstol Santiago, llamado el Menor, que-dó constituido jefe de la Iglesia de Jerusalén.

El cristianismo en Roma

Pedro inició la conversión de los gentiles; contra todas las preocupaciones de raza del judaísmo, de las que participaban, por tradición de sus leyes antiguas, no pocos de los convertidos, la buena nueva debía alcanzar a todos los hombres y a todas las na-ciones, admitiéndoselas en el seno de la Iglesia de Cristo. Intérprete y depositario fiel de la verdad que en la efusión del Espíritu Santo le había sido más plenamente reve-lada San Pedro abría las puertas del Evangelio a los gentiles y les administraba el bau-tismo, sacramento de la iniciación cristiana. El éxito maravilloso de su predicación lo atestigua ya la frase con que San Pablo saludaba a la Iglesia de Roma: Vuestra fe ya es anunciada en todo el mundo. En época de Nerón se acusó a los cristianos del incendio de la ciudad y así tuvo origen la primera perse-cución. Tocole el turno a San Pedro, que fue crucificado cabeza abajo —a su petición por no considerarse digno de morir como su Maestro— junto al palacio de Nerón, en el Vaticano. Como primer vicario de Cristo, al ejercer su pontificado en Roma, dejó establecida la primacía de esa Iglesia sobre toda la cristiandad.

San Pablo evangelizó los pueblos de Cilicia, en Asia Menor, recorrió las ciudades de Grecia, especialmente Atenas y Corinto, y volviendo al Asia Menor centralizó su misión apostólica en Éfeso. Apresado en Jerusalén, a instancias de los judíos, fue conducido a Roma para ser juzgado, pero fue absuelto y recobró su libertad y entonces se dedicó a predicar el Evangelio entre los gentiles convirtiendo a inmensas muchedumbres, por lo que se le ha llamado por antonomasia el Apóstol de los gentiles. Durante la primera persecución a los cristianos decretada por Nerón fue tomado prisionero y condenado a la pena de decapitación. Así murió el que, de perseguidor encarnizado del cristianis-mo, por una revelación en su viaje a Damasco, se transformaba súbitamente en uno de los más grandes apóstoles de Cristo, dando testimonio público de que Jesús era hijo de Dios.

Las persecuciones

Solo a mediados del siglo I advirtió el gobierno romano la presencia de esta doc-trina religiosa, totalmente incomprensible para sus orgullosos funcionarios. Se confun-día generalmente a los cristianos con los judíos y Nerón, como ya hemos dicho, fue el primero que, aprovechando la antipatía popular, los hizo castigar. Poco a poco, sin embargo, aumentaba su número y sus comunidades eran cada vez más importantes; pero mientras no alteraran el orden público, el gobierno romano, indiferente a las cuestiones religiosas, no se preocupaba de ellos; también Domiciano los mandó per-seguir, pero ello fue más una manifestación de su crueldad que de una firme política de represión.

Durante el siglo II subsistió un prudente principio que estableció Trajano; los cris-tianos no querían rendir el culto divino establecido para los emperadores y ello hacía que, a diferencia de otros cultos extraños, el estado tuviera que intervenir contra los cristianos, no tanto por razones religiosas como por defender sus principios políticos. El gobernador de Bitinia, Plinio el Joven, preguntó una vez a Trajano qué debía hacer con ellos; la respuesta de Trajano fue:

No es posible establecer una forma cierta y general para esta clase de asuntos. No se deben hacer investigaciones especiales contra ellos. Si son acusados y convictos, hay que castigarlos; sin embargo, si el acusado niega que sea cristiano y lo prueba por su conducta, quiero decir, invocando a los dioses, hay que perdonar su arrepentimiento de cualquier sospecha con que se le hubiera cargado. Por otra parte, en ninguna clase de acusación hay que recibir denuncias anónimas. Sería un pernicioso ejemplo, contrario a las máximas de nuestro gobierno.

(PLINIO EL JOVEN, Carta de Trajano a Plinio, 98)

En general, así se hizo durante el siglo II. Pero en el siglo III, el inmenso creci-miento de los cristianos, el estímulo oficial a los cultos solares de origen sirio y la im-portancia política de ciertos grupos cristianos allegados al gobierno determinaron nuevas persecuciones que fueron particularmente violentas en la época de Septimio Severo (193-211) y en la de Diocleciano (284-305). A partir de entonces cesaron y poco después el emperador Constantino (264-337) invoca por primera vez a Cristo (octubre 312), atribuyéndole una de las victorias que ha obtenido. Seis meses después (marzo 313) por el edicto de Milán concede a los cristianos su protección y la libertad para ejercer el culto y les devuelve los bienes que les habían sido confiscados anteriormen-te. Como ya se ha dicho, a fines del mismo siglo IV el cristianismo se transformará en religión oficial.

Las persecuciones dieron lugar a conmovedoras muestras de firmeza moral; ni los suplicios ni las amenazas de muerte conseguían doblar a los cristianos, quienes su-cumbían invocando a Dios y a Jesús; por el contrario, estos actos alimentaban la fe y entonaban los ánimos: cada mártir fue origen de un cierto culto y su ejemplo fructificó en otros creyentes.

Las catacumbas

Mientras los cristianos estuvieron perseguidos apenas construyeron iglesias; pero les estaba permitido poseer cementerios particulares, porque ellos —a diferencia de los paganos— acostumbraban a enterrar sus muertos. En estos enterratorios subte-rráneos, construidos en tierras legadas por algún creyente acomodado y llamados ca-tacumbas, solían celebrarse los cultos; por ello estaban adornados con pinturas que representaran pasajes de las Escrituras o algunos de los símbolos que evocaban la fi-gura de Cristo: la cruz, el pez o el pastor.

Las catacumbas fueron abundantes en Roma y en otras ciudades y ejercieron un papel importante en la vida cristiana; allí se adoraban las reliquias de algunos márti-res y se centralizaba la actividad religiosa. Pero cuando el cristianismo fue tolerado por el gobierno romano, se abandonó la práctica de construirlas y comenzaron a edi-ficarse iglesias. Sin embargo, se respetó lo que ellas tenían como recuerdo de una época heroica en la defensa de la fe.

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CAPÍTULO XXXI

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La cultura romana

Hasta el siglo III antes de J. C. los signos de la cultura romana son escasos; pero a partir de esta fecha, y merced a las influencias griegas, las inquietudes artísticas y literarias se desarrollaron de manera notable y cristalizaron en obras magníficas de recuerdo imperecedero. El teatro, la historia, la poesía y la elocuencia atrajeron a los romanos cultos, y el gusto nacional inspiró la creación de obras arquitectónicas y plás-ticas de caracteres singulares. Se dice que fue un griego de Tarento, llamado Livio An-drónico, el primero que comenzó a realizar representaciones a mediados del siglo III a. C.

Algo más tarde, Ennio tradujo algunas tragedias de Eurípides y compuso otras ori-ginales, pero no alcanzó en ese terreno la fama de que se hizo acreedor como histo-riador. En cambio su contemporáneo Plauto adquirió muy pronto un sólido prestigio como autor de comedias.

Plauto nació hacia 254 a. C. en una ciudad de Umbría y llegó a Roma muy joven, formando parte de una compañía teatral; sus obras lo hicieron famoso y rico, y pudo escribir una crecida cantidad de ellas, aunque no tantas como se le atribuyeron una vez que se consagró como el más acabado de los comediógrafos latinos.

La fecundidad de Plauto se explica por la frecuencia con que traducía, adaptaba o imitaba comedias de autores griegos; de este modo obtenía la trama de sus obras, pero su talento creador superaba esta mera imitación de sus modelos, porque en se-guida lo llevaba a complicar el argumento agregando nuevas peripecias, a introducir diálogos originales y, sobre todo, a crear personajes y ambientes semejantes a los que él había conocido y que eran familiares a su público. Por eso gustaba extraordinaria-mente y su auditorio reía frente a la sátira apenas disimulada que le ofrecía en cada situación.

Posterior a Plauto es el otro famoso comediógrafo romano, Terencio, de origen cartaginés, que vivió a mediados del siglo II a. C. Terencio fue poeta más fino y deli-cado que Plauto; sin embargo, reflejó también los ambientes característicos de la época, con sus parásitos, o desvergonzados deseosos de vivir a costa del prójimo, sus jóvenes corrompidos y sus ancianos inmorales, sus intrigas y sus enredos. Pero Terencio, que, como Plauto, gusta imitar a los autores griegos, ha sabido mantener cierta delicadeza en las expresiones y en la trama; además, la pintura de los caracteres es profunda y sutil y, a veces, sus obras están inspiradas por los más nobles sentimientos.

Los cronistas primitivos: Ennio y Catón

Junto al teatro, fue la historia la forma literaria que los romanos prefirieron en los primeros tiempos. También ella fue el producto de una imitación de los modelos grie-gos, porque en el siglo III a. C. se advertía un notable desarrollo de estos estudios, es-pecialmente en las ciudades griegas de Sicilia.

Esta influencia fue tan grande que las primeras obras que se compusieron sobre el pasado romano se escribieron en griego; pero muy pronto debían aparecer los autores que se ocuparan de narrar la historia de Roma en el idioma nacional.

Fabio Pictor, que había servido como soldado en la segunda guerra púnica, escribió una historia de este episodio memorable, en lengua griega, y pasó por uno de los fun-dadores de la historia en Roma; su contemporáneo Nevio se propuso evocar la prime-ra de esas guerras bajo forma poética y usó para ello el latín. Sin embargo, los prime-ros que dieron alto vuelo a la narración histórica fueron Ennio y Catón, en la segunda mitad del siglo III y los primeros tiempos del II a. C.

Ennio era del sur de Italia, pero tuvo un intenso amor por Roma y por su pasado; Catón lo protegió, le hizo adquirir la ciudadanía, y él le retribuyó con su fidelidad hacia todo lo que contribuía a la gloria de Roma; escribió para el teatro y se distinguió sobre todo como poeta heroico.

De otro carácter fue la obra de Catón. El severo censor dedicó mucho tiempo a escribir y, junto a su tratado sobre la agricultura y sus numerosos discursos, nos ha dejado una obra sobre el pasado romano que él llamó Los orígenes.

Para escribirla, Catón reunió gran cantidad de datos y profundizó el estudio de las noticias que halló sobre el más remoto pasado de Roma, gracias a lo cual esta obra, desgraciadamente perdida, constituyó una de las fuentes más importantes sobre esa época.

Catón la dividió en siete libros y, fiel a su manera de ser, trató los diversos temas con la misma aspereza que ponía en sus discursos o en su conducta. Así, procuraba evitar los nombres de los personajes y se limitaba a indicarlos por el título que osten-taban: el cónsul, el censor, el tribuno. Solo en contadas oportunidades el nombre pro-pio se citaba para destacar una proeza o un acto memorable.

Polibio

Más tarde, después de la anexión de Macedonia y Grecia, llegó a Roma un hombre que había de darle a la prosa histórica un vivo esplendor. Polibio de Megalópolis, per-teneciente a una noble familia, llegó a la ciudad conquistadora como rehén, pero muy pronto su cultura y sus condiciones personales hicieron que se vinculara estrechamen-te a Escipión Emiliano. Allí pudo usar la biblioteca y conversar con los allegados de la ilustre casa; así adquirió un conocimiento profundo de la vida romana y llegó a for-marse una clara imagen no solo de su evolución histórica sino también de su futuro próximo.

Esta visión del desarrollo de Roma es la que reflejó en su Historia, extensa narración de la cual se ha perdido cierta parte pero de la que quedan, sin embargo, capítulos enteros y fragmentos muy significati-vos. En cuanto a sus datos, Polibio los obtuvo preferentemente de los autores griegos, tales como Éforo, Timeo y otros, aun cuando conocía también a los autores latinos. Pero lo que da mayor valor a su obra, fuera de aquella visión panorámica de la histo-ria, es el análisis de las instituciones romanas.

La oratoria

También la oratoria fue cultivada con especial amor por los romanos, a quienes la actividad pública obligaba a intervenir constantemente en debates y asambleas. En el siglo III fue famosa la oratoria de Catón y de Escipión el Africano, de quienes algunos autores nos han conservado algunos fragmentos o fundados juicios. La tendencia ge-neral era alcanzar un estilo robusto y enérgico, sin exceso de rebuscamientos y dirigi-do directamente a la finalidad propuesta.

Más adelante, Escipión Emiliano y su amigo Lelio fueron oradores de vuelo, en los que ya había fructificado el conocimiento de la retórica; también aparecieron después las reglas de este arte en los discursos de los hermanos Graco, que fueron famosos por el calor y la energía, pero también por la forma cuidada, que revelaba el estudio de la oratoria griega.

Fue en el curso del siglo I a. C. cuando aparecieron los grandes oradores. Un lugar destacado ocupó Julio César, porque poseía cierta virtud que le permitía llegar a las masas y sugestionarlas con su palabra ágil y vigorosa; pero, en esa época, ninguno fue comparable como orador a Cicerón.

Las piezas oratorias que poseemos de él son numerosas y corresponden a diversos tipos; en el discurso judicial —como el de Roscio Amerino o el de Arquias— admiraban sus conocimientos jurídicos y la claridad con que se enlazaban lógicamente los argu-mentos para preparar una conclusión que se imponía como irrebatible; igualmente fue de extraordinaria eficacia en la oratoria política, como lo prueban sus Catilinarias, o los discursos sobre el caso de Verres, en los que se unía la fundamentación jurídica con una habilísima argumentación destinada a produ-cir efectos en el terreno político, o, más aún, las llamadas Filípicas, llenas de apasionamiento y, al mismo tiempo, rigurosas y claras.

Nos ha quedado de Cicerón una obra extensa que nos permite conocer con exacti-tud la vastedad de su saber y el vuelo de su estilo, como orador y como escritor.

Los historiadores del fin de la república: César, Salustio y Tito Livio

Los anales habían sido las primeras muestras de la preocupación por la historia en Roma; Polibio había divulgado luego —en griego— un tipo de exposición histórica más libre y de más profunda concepción; y en la época de los Graco, de Mario y de Sila, fue frecuente que los protagonistas de los sucesos importantes escribieran memorias —perdidas para nosotros— o que los testigos relataran los acontecimientos de acuer-do con la interpretación propia del partido al que pertenecían.

Ya en el período de la crisis de la república, dos grandes historiadores aparecen en Roma: César y Salustio.

Julio César estuvo alejado de Roma diez años después de su consulado del año 59, en cumplimiento de sus planes de conquista y afianzamiento de su poder militar. Para no perder el contacto con la opinión pública romana, enviaba cada cierto tiempo co-municados relativos a las acciones militares, y, sobre esa base, compiló luego una na-rración orgánica y completa que suele llamarse con el nombre de Comentarios sobre la guerra de Galias. Más tarde, cuando se lan-zó a la guerra civil, repitió el mismo procedimiento y así surgió otro libro que se co-noce con el nombre de Comentarios sobre las guerras civiles, que seguramente está incompleto.

En estas dos obras, César se reveló un habilísimo historiador; es conciso y vigoroso y posee el don de animar el relato; además, pese a que él mismo era el protagonista de los acontecimientos, la narración es bastante imparcial y los sucesos se ordenan según su propia lógica, sin que se advierta que él quiera forzarlos para servir a sus intereses. Cicerón decía de los Comentarios: El estilo es simple, claro, lleno de gracia, despojado de toda pompa en su lenguaje; es una belleza sin adornos. En efecto, nada hay en la historia que tenga más encanto que una brevedad correcta y luminosa.

Su contemporáneo y amigo Salustio, más joven que él, tuvo una agitada vida pú-blica; fue partidario de Catilina y siguió luego a César cuando este se transformó en dictador, ocupando importantes funciones. Pero aunque escribió una historia romana de la que conocemos pocos fragmentos, su fama como historiador ha quedado consa-grada por dos obras: La conjuración de Catilina y La guerra de Yugurta.

La preocupación de Salustio, que pertenecía al partido popular, fue poner al descu-bierto la corrupción romana, de la que hacía responsable a la nobleza. Así, en La guerra de Yugurta o en La conjuración de Catilina abundan los cuadros de costumbres y los discursos mediante los cuales pone de manifiesto aquel estado social. Además Salustio es un habilísimo narrador y los acontecimientos se suceden con un interés novelesco que hace su lectura muy agradable y sugestiva.

Algo posterior a ambos es Tito Livio, nacido en Padua en 59 a. C., que fue testigo del ascenso político de Augusto. También fue amigo de este y estuvo en su corte; quizá fue sugestión del ilustre político o acaso solamente producto de una sentida necesidad el que se dispusiera a escribir una extensa historia de Roma que abarcaba desde los orígenes hasta su época, para la cual contó con los archivos de la ciudad, los cuales estuvieron a su disposición. Esta obra nos ha llegado incompleta.

Livio es un narrador vivaz y profundo, pero en ocasiones se detiene excesivamente en los detalles, y algunos fragmentos son un poco fatigosos para el lector moderno. Sin embargo, su estilo era vibrante hasta parecer algunas veces oratorio.

Tito Livio cumplió su misión y puede decirse que pocos hicieron tanto como él con su historia para mantener el fuego sagrado de la romanidad, una vez que el imperio se extendió y estuvo amenazado de ser absorbido por las costumbres bárbaras.

La cultura romana bajo el imperio

El largo principado de Augusto constituyó una época favorable al desarrollo de las artes y las letras. Por una parte, el estímulo del príncipe y de sus allegados proporcio-nó los medios y las ocasiones para que los arquitectos y los pintores, los escultores y los poetas, realizaran su labor; por otra, el ambiente de paz y de tranquilidad que co-menzó a reinar resultó clima favorable para la actividad del espíritu; de modo que esa época ha dejado múltiples testimonios de su poder creador.

En efecto, Augusto tuvo particular preocupación por el embellecimiento de las dis-tintas ciudades del imperio porque en la erección de templos y monumentos, en la construcción de puentes y calzadas, veía una señal de la pujanza del poderío ro-mano.

El templo capitolino y el teatro de Pompeyo reconstruí con grandes gastos, sin que figurara mi nombre. Restauré los canales de los acueductos, que, por la antigüedad, estaban dañados en muchos puntos, y dupliqué la capacidad del acueducto Marcio haciendo entrar en él un nuevo manantial. Ochenta y dos tem-plos de los dioses reconstruí en la ciudad.

Edifiqué la curia y el calcídico adyacente, el templo de Apolo en el Palatino con sus pórticos, el templo del divino Julio, el Lupercal, el pórtico del circo Flaminio, el templete del circo Máximo, los templos de Júpiter Feretrio y Júpiter To-nante en el Capitolio, los de Quirino, Minerva, Juno y Júpiter Libertas en el Aventino, el de los Lares en la Sacra Vía, el de los Penates en Velia y el de la Gran Madre en el Pa-latino.

(AUGUSTO, Monumento de Angora, 19 y 20)

Estos edificios públicos, así como la crecida cantidad de residencias privadas de gran lujo y cuya construcción fue estimulada por el desarrollo de la riqueza, propor-cionaron la ocasión para que muchos arquitectos y escultores mostraran su genio. Del mismo modo, la protección oficial a ciertos poetas estimuló la producción literaria y aparecieron por entonces algunos artistas de mérito singular. La época de Augusto —como la de Pericles o la de Luis XIV— ha quedado en la historia como una brillante etapa en el desarrollo de las artes y las letras.

La poesía épica. Virgilio y Lucano

En la época republicana se había difundido ya la épica griega y Livio Andrónico había hecho conocer la Odisea en latín. Ennio y Nevio tentaron también ese género; pero fue en la época de Augusto cuando surgió el primer gran poeta épico latino, Virgilio, a quien debemos la Eneida, y dos obras de menos importancia aunque de gran valor literario: las Geórgicas y las Bucólicas.

Virgilio había nacido en el año 70 a. C. en Mantua, cuando Pompeyo y Craso ejer-cieron el consulado, y su juventud transcurrió durante la época de las guerras civiles. Al llegar Augusto al poder absoluto, se vinculó estrechamente a él por intermedio de Mecenas y pudo despreocuparse de las exigencias cotidianas para atender a su poesía. Su primera obra importante fueron las Bucólicas, conjunto de églogas en las que exalta la sencilla vida campesina, y en las que se advierte, junto al entusiasmo poético frente a la naturaleza de Italia, cierto afán por oponer el encanto de esa existencia descansada y feliz al torrente de las luchas políticas que por entonces corroían a su patria. La finalidad didáctica se acentúa en la obra que escribió luego, las Geórgicas, en la que se propone describir, con ropaje poé-tico, las labores del campo.

En la Eneida se observa la misma duplicidad de preocupa-ciones; por una parte encontramos al magnífico poeta que narra las peripecias de Eneas desde que dejó su ciudad de Troya hasta que se afincó en el Lacio, y se detiene en la descripción de las múltiples aventuras, acentuándolas con gran vigor épico:

Mientras de esta suerte disputaban acaloradamente sobre su apurada situación, levantaba Eneas sus reales y ponía en movimiento su ejército, y he aquí que de pronto se precipita en las regias estancias un mensajero con gran tumulto, llenando de espanto a toda la ciudad con la nueva de que los teucros y la hueste tirre-na, en orden de batalla, han dejado el río Tíber y se acercan, cubriendo las dilatadas campiñas. Contúrbame los ánimos; la multitud se altera y agita; el furor aguija todos los pechos. Todos requieren sus armas, trémulos de ira, y por armas brama la briosa juventud; contristados los ancianos, lloran y murmuran por lo bajo; por dondequiera se alzan en los aires discordes clamores; bien así como cuando se posan en un espeso bosque multitud de aves, o cuando en el río de Padua, abundante en peces, los roncos cisnes atruenan las parleras marismas.

(VIRGILIO, Eneida, canto XI)

Pero por otra, se encuentra al poeta preocupado por justificar el destino imperial de Roma como predeterminado por los dioses y el ascenso de Augusto como preesta-blecido en el lejano origen de la ciudad. Así parece declararlo el padre de Eneas, An-quises, a quien Virgilio hace hablar en el mundo de los muertos, profetizando el por-venir:

A su abuelo —dice, señalando las sombras de los hombres del futuro— sigue Rómulo, hijo de Marte y de Ilia, de la sangre de Asáraco. ¿Ves esos dos penachos que se alzan sobre su cabeza, y ese noble continente que en él ha impreso el mismo padre de los dioses? Has de saber que bajo sus auspi-cios, hijo mío, la soberbia Roma extenderá su imperio por todo el orbe y levantará su aliento hasta el cielo. Siete colinas encerrará en su recinto una sola ciudad, madre feliz de ínclitos varones. Vuelve aquí ahora los ojos y mira esa nación: esos son tus ro-manos, ese es César, esa es la progenie de Julio que ha de venir bajo la gran bóveda del cielo. Ese, ese será el héroe que tantas veces te fue prometido, César Augusto, del linaje de los dioses, que por segunda vez hará nacer los siglos de oro en el Lacio, en esos campos en que antiguamente reinó Saturno; es el que llevará su imperio más allá de los garamantas y de los indios, a regiones situadas más allá de donde brillan los astros, fuera de los caminos del año y del sol, donde el celífero Atlante hace girar so-bre sus hombros la esfera tachonada de lucientes estrellas.

(VIRGILIO, Eneida, canto VI)

Virgilio es el poeta de la paz romana, del esplendor del orden imperial, de las no-bles aspiraciones a una existencia ordenada y feliz; pero todo esto no hubiera hecho su gloria si no fuera también un poeta de excepción por su genio creador.

Más tarde, Lucano escribió otro hermoso poema épico. Había pasado casi un siglo de las luchas entre César y Pompeyo y ya se podía hablar de ellas como de una lejana historia; Lucano las eligió como tema para su poema, titulado Farsalia, y allí demostró su genio poético; pero la Farsalia carece de la grandeza que Virgilio imprimió a su poema y revela cierta pobreza en la fantasía; con todo, muestra una noble dignidad en los sen-timientos, que derivaba de las ideas estoicas de Lucano.

La poesía lírica. Cátulo, Horacio

Cátulo es un poeta de la época republicana, algo más joven que César; se lo consi-dera como el primero de los buenos líricos de la lengua latina y nos han quedado va-rios fragmentos de su obra, el más famoso de los cuales es el Epitalamio de Peleo y Tetis.

Sin embargo, la poesía lírica no alcanzó profundidad y vigor sino con Horacio, un poeta contemporáneo de Virgilio que sobresalió en los distintos estilos que cultivó.

Como poeta lírico, nos ha dejado las Odas, poemas de te-ma variado en los que canta tanto la gloria de Augusto como el encanto delicado del vino o el amor.

Horacio poseía un lenguaje riquísimo y un vigoroso sentido del verso; cuando canta a las glorias de la patria o cuando exhorta al deber, su voz se hace vibrante:

Es dulce y bello morir por la patria. La muerte persigue al co-barde y no perdona ni las corvas ni las espaldas de la juventud cobarde.

El poeta pertenecía al círculo de Mecenas y participaba de toda la actividad cor-tesana; pudo, por eso, ser testigo de los males morales que azotaban a Roma y su poe-sía fue no solo ejercicio literario sino también predicación moral.

La sátira. Horacio, Persio, Juvenal, Petronio

Esa fue, en efecto, otra cara de su temperamento poético. La sátira le atrajo y con ella nos ha dejado un cuadro muy vivo de su tiempo; Horacio es moderado y fino, pero su ironía era aguda y su mordacidad temible.

En esa tendencia le siguieron Juvenal y Persio; el primero era un carácter vigoroso y sus sátiras son amargas y violentas; el segundo poseía una delicada profundidad que daba a las suyas una suave acritud.

Pero no solo hubo sátira en verso. Petronio, un escritor contemporáneo de Nerón, escribió una larga novela que se conoce con el nombre de El satiri-cón, destinada a revelar todo el fondo de inmoralidad y de aventura que se ha-llaba en la vida de su época; en ella alterna el verso con la prosa, y en los fragmentos que nos han llegado se advierte, junto al libertinaje de las situaciones, cierta profun-didad en la observación y en la explicación de la fisonomía social de su tiempo.

La historia. Tácito. Suetonio y Plutarco. Plinio el Joven

La historia de Tito Livio constituyó un ejemplo y un modelo para todos los historia-dores que le siguieron. A fines del siglo I y comienzos del II d. C. un gran historiador, Tácito, emprendió una obra de tipo semejante en cuanto a la forma, aunque muy dis-tinta por el estilo y la tendencia.

Tácito escribió dos libros de gran aliento destinados a narrar la historia de Roma, que tituló Historias y Anales. Su na-rración es sucinta y apretada, pero muy vigorosa y reforzada oportunamente con cua-dros de época de gran interés. Además es autor de otra obra sobre las costumbres de los germanos —la Germania— que tiene gran valor docu-mental y a la que Tácito dio sentido crítico y moral, pues trataba de confrontar las costumbres romanas con las germánicas, a las que consideraba más puras.

Suetonio y Plutarco, latino el primero y griego el segundo, vivieron entre el I y el II siglo d. C. y se caracterizaron por cultivar ambos el género biográfico. A Suetonio se debe un conjunto de biografías de los primeros emperadores que se conoce con el nombre de Vida de los doce Césares; a Plutarco, una serie de vidas de personajes griegos y romanos, comparados por parejas, muy detalladas en la narración y muy atentas a destacar las consecuencias morales de los hechos de la his-toria; se conoce esta obra con el título de Vidas paralelas.

Por la misma época vivió Plinio el Joven —llamado así para distinguirlo de su tío, sabio polígrafo a quien se llama Plinio el Viejo— que no fue exactamente un historia-dor; participó en las funciones públicas y fue amigo de Trajano, con quien colaboró; pero en el Panegírico de Trajano y en su nutrida correspon-dencia ha reflejado el panorama social de la época con rara penetración y por ello su obra tiene valor histórico como documento de su tiempo.

La filosofía. Estoicos y epicúreos, Lucrecio, Séneca, Marco Au-relio

La preocupación por la filosofía había surgido en Grecia y se había divulgado en Roma junto con los demás temas griegos a partir del siglo II a. C. Sin embargo su desarrollo no fue muy grande en Roma; pero en el siglo I a. C. aparecieron ya dos fi-guras de singular relieve; una fue Cicerón, que divulgó muchas ideas filosóficas en algunos ensayos, especialmente en Las académicas, Los deberes, La república y Las leyes; otro fue Lucrecio, que en su poema Sobre la naturaleza de las cosas expuso la doctrina de los atomistas y de los epicúreos griegos.

La doctrina epicúrea sostuvo la tendencia del hombre al placer; pero en sus legí-timos representantes el placer era solo la tranquilidad del ánimo, el abandono de las pasiones, el logro de una satisfacción moderada de los sentidos que no diera lugar a reacciones violentas de pesadumbres o de dolor. Esta doctrina —con todas sus com-plicaciones— fue la que expuso Lucrecio; pero no tuvo demasiada fortuna en Ro-ma.

Por el contrario, el estoicismo se difundió mucho más. También hablaba el estoi-cismo de que solo había que alcanzar la felicidad, pero aquí los medios eran mucho más severos; había que renunciar a toda atracción exterior, a todo deseo, a toda pa-sión; así se llegaba a la ataraxia, a una indiferencia por todo, en la que se veía la mayor felicidad posible para el hombre; solo el cumplimiento del deber daba una satisfacción íntima comparable con ella.

En Roma representaron esta tendencia Séneca, un filósofo del siglo I d. C. que fue preceptor de Nerón, y que nos ha dejado un conjunto muy valioso de tratados morales; hacia la misma época, Epicteto, un esclavo de profundo pensamiento al que debemos un manual que redactó Arriano; y más tarde, en el siglo II d. C., el emperador Marco Aurelio.

Marco Aurelio, pese a su vocación de hombre reflexivo, debió consagrarse a luchar contra los bárbaros durante muchos años y lo hizo con valor y prudencia. Sus ocios los entretuvo redactando algunas notas para algún libro que pensó escribir, las que nos han llegado con el título de Pensamientos. Su valor radica en su vigoroso sentido del deber, en su viva preocupación por la virtud y en la hondura de sus reflexiones morales.

La literatura después del siglo II

A partir del siglo II, la preocupación de los hombres de letras se mostró vinculada a una de las dos grandes corrientes espirituales de la época: o permaneció fiel a las tra-diciones latinas y al viejo paganismo o se adhirió a la doctrina cristiana.

La literatura pagana no volvió a alcanzar, ciertamente, el brillo de la época de Au-gusto, pero dio todavía algunos frutos de valor que no deben ser olvidados. En el siglo IV hubo un florecimiento considerable de la historia que cuajó en algunas obras im-portantes. El tema fue unas veces la biografía de los emperadores; poseemos una compilación de ellas en la Historia augusta, que, pese a su desigual valor, es una de las pocas fuentes que tenemos para conocer el siglo II y el período de la anarquía militar; nos ha quedado, además, una obra de Aurelio Víctor, las Vidas de los Césares que, pese a su brevedad, contiene noticias de interés dignas de fe. Otras veces se afrontó la tarea de presentar un cuadro de la historia romana en toda su extensión; Eutropio nos ha dejado un Breviario de historia romana sumamente útil y elaborado con gran cuidado; pero la figura de mayor relieve es Amiano Marcelino, cuya historia del imperio —incompleta hoy— revela singulares aptitudes de narrador y de crítico.

Hacia la misma época florecieron escritores meritorios como Symmaco o Macro-bio, cuyos discursos y cartas, panegíricos y diálogos poseen ciertas pretensiones litera-rias y constituyen documentos importantes de su época. Hubo también poetas como Claudiano o Rutilio, en quienes asomaba todavía una sombra opaca de la inspiración de Virgilio, y cuyas obras poseen para nosotros el inmenso valor de testimoniar cuál era el estado espiritual de la Roma que se sentía vencida por la influencia del cristia-nismo y por la ola de los pueblos bárbaros.

El arte romano: sus caracteres

A lo largo de su historia, los romanos desarrollaron una importante actividad artís-tica. Nos han dejado —como restos de su producción— innumerables edificios, mo-numentos, estatuas, bustos, vasos, joyas, mosaicos y pinturas, cuya observación per-mite analizar qué caracteres tenía su inspiración, qué influencias obraron sobre ella y de qué elementos técnicos se valieron.

Sin duda el romano prefería las artes de utilidad práctica inmediata a aquellas otras que buscaban con preferencia la realización de valores artísticos. Pero esta ten-dencia no excluyó un desarrollo acentuado del gusto y un refinamiento progresivo. Poco a poco se advierte que, en aquellas obras de utilidad inmediata, procuraron crear formas que reflejaran cada vez con más exactitud los ideales de belleza que concebía su espíritu.

Esos ideales participaban de las características generales del temperamento ro-mano, que prefería la fuerza y el vigor a la ágil elegancia, y la indestructible solidez de la estructura a la esbeltez de las formas. Estos caracteres, por otra parte, correspon-dían a su predominante preocupación por la arquitectura y por las obras de ingeniería, pero se reflejaron luego en todas las obras que crearon.

En la elaboración de sus ideales de belleza así como en el desarrollo de la técnica que pusieron a su servicio, influyeron en primer lugar los etruscos, que legaron a Ro-ma una tradición artística rica y elaborada. De ellos heredaron el uso de la bóveda, que, aunque conocida por griegos y orientales, fue perfeccionada y ajustada a las ne-cesidades arquitectónicas por los etruscos hasta transformarse en un elemento fun-damental de su técnica; igualmente aprovecharon su experiencia en el uso del arco y mantuvieron cierta proporción general de las formas establecida por ellos.

Pero en este último aspecto la influencia griega, que se hizo sentir desde el siglo III a. C., fue decisiva. En Italia del sur y en Sicilia, como más tarde en la misma Grecia, los romanos tuvieron ocasión de observar y admirar los grandes ejemplos de la arquitec-tura y de las artes plásticas griegas y, poco después, los adoptaron resueltamente co-mo modelos. Esta segunda influencia exterior fue, durante siglos, casi absoluta, y las artes romanas, salvo en algunos aspectos, no hicieron sino utilizar la técnica y las for-mas griegas. Los edificios, las estatuas, las pinturas, los objetos de arte menor, todo revela esta dependencia respecto de la tradición griega, aun cuando se superpusiera sobre ella algún rasgo de aquellos que se señalaron como propios del temperamento romano. Debe destacarse la aparición del retrato escultórico como un aspecto carac-terístico de la inspiración romana, en el que los artistas demostraron una rara aptitud para reflejar el carácter y el predominio de ciertos rasgos individuales.

Finalmente, a partir del siglo III d. C., una tercera influencia se hizo presente: la del Oriente, que se advirtió en algunas formas arquitectónicas y en la manera de tratar las figuras humanas en la escultura y la pintura.

En resumen, la actividad artística romana se manifestó fundamentalmente en la arquitectura y en las obras de ingeniería y solo secundariamente en otros campos; allí es necesario, pues, destacar sus caracteres para comprender la proporción en que el genio romano modificó las enseñanzas y las tradiciones de las artes que le sirvieron de modelo. Teatros, templos, arcos de triunfo y otros monumentos pusieron de manifiesto su peculiar índole creadora.

Teatros y circos

El teatro y el circo poseían una estructura similar. Originariamente, en Grecia, el teatro no era sino una gradería construida aprovechando un declive del terreno, con la que se cerraba un espacio libre para que actuaran los actores. El teatro romano, a diferencia del griego, consistió en una construcción artificial en su totalidad; hecha al principio de madera, más tarde se realizó en piedra, aumentando sus dimensiones y su ornamentación. Del diseño semicircular del teatro nació más tarde el anfiteatro, for-mado por la colocación de dos graderías semicirculares, una frente a otra, con lo cual se circunscribía una pista alargada. Se dice que esta innovación corresponde a César, quien ordenó construir dos teatros próximos de madera, uno de los cuales hizo girar inesperadamente sobre los carriles en los que lo había apoyado.

El primer teatro de piedra lo erigió, en Roma, Pompeyo; desde el siglo I fueron muchas las construcciones importantes que se hicieron para diversos usos; las más suntuosas fueron el Circo Máximo, amplio estadio dedicado a las carreras de carros, el Anfiteatro Flavio o Coliseo, dedicado a las luchas de gladiadores, y el Teatro de Mar-celo, destinado a representaciones.

En todos estos edificios, la fachada era semejante; estaba constituida general-mente por varios pisos, en cada uno de los cuales se veía una hilera de pórticos falsos o verdaderos formados por columnas de los distintos órdenes griegos —dórico, jónico y corintio— o de uno solo de ellos. El rasgo fundamental fue su gran tamaño, pues ello obligaba a un nuevo estudio de las proporciones y de la perspectiva, muy distintas de las de la arquitectura griega.

Templos y basílicas

Los templos siguieron al principio los modelos etruscos, los cuales —a su vez— imitaban a los griegos simplificándolos. Eran rectangulares y tenían solo una colum-nata al frente a la que se llegaba por una escalera; tras la columnata estaba la cella donde se colocaba la imagen de la divinidad. Más adelante se adoptaron los distintos tipos de templo que existían en Grecia, con su diversidad de fachadas; fue frecuente el templo circular rodeado de columnas, como el que se de-dicó en el foro de Roma a la diosa Vesta, modelo que siguió luego el grandioso Pan-teón elevado por Agripa, en el cual el techo adoptaba la forma de una inmensa bóveda en forma de cúpula. El número de estas construcciones fue muy grande y en ellas se derrochó el lujo, llenándolas de estatuas.

Otro tipo de construcción fue la basílica, nombre con que se designaba a ciertos edificios públicos destinados a alojar una especie de Bolsa de comercio y en los que habitualmente actuaba la justicia. Eran construcciones rectangulares, generalmente de tres naves, rodeadas de un pórtico de columnas. Fueron imitadas por los primeros templos cristianos, razón por la cual comenzó a designarlos esa palabra; pero origina-riamente recordaban los antiguos palacios reales (de basileus), de los que sacaban su nombre.

Acueductos, arcos de triunfo y pórticos

El elemento característico de la arquitectura romana era el arco de medio punto o arco semicircular; este elemento se utilizó en la realización de puentes y acueductos; esta última construcción, que se hacía en piedra montándola sobre una serie de arca-das, era un largo conducto por el cual descendían las aguas desde su fuente hasta las zonas pobladas. El acueducto también solía utilizarse como puente para cruzar ríos o formaba parte de una vía en regiones montañosas.

Los pórticos y arcos de triunfo eran construcciones ornamentales compuestas de columnas y arcos, estos por lo general en número de uno o de tres.

Estas obras fueron de extraordinaria solidez y muchos puentes y acueductos sub-sisten hoy en estado de ser utilizados; se construían sobre la base de un atento examen del terreno y de los materiales así como también del trabajo que debían realizar. Son famosos los arcos de Tito, Septimio Severo y Constantino en la ciudad de Roma, los acueductos de Nimes y Segovia, los puentes del Tajo (España) y del Gard (Francia).

El retrato escultórico

Los romanos no se distinguieron con rasgos originales en la gran estatuaria, en la que siguieron muy de cerca los modelos griegos; pero adquirieron una extraordinaria maestría en el retrato de rasgos individuales. Se nota en ellos una acentuada preocu-pación por ajustarse al parecido y por reflejar los rasgos físicos y morales del modelo, llegando en ese aspecto a una perfección casi fotográfica; fuera de ello, revelaron también un fino sentido plástico, visible en su dominio de los volúmenes y en cierta grandeza que sabían infundir en las actitudes de sus figuras.

El arte de Pompeya

La época de mayor esplendor y de mayor desarrollo del arte romano fue el siglo I d. C. En efecto, la paz romana y la inmensa riqueza que gozó el imperio por entonces permitieron un intenso desarrollo del lujo, que dio ocasión para que los artistas des-plegaran todo su talento creador. Una circunstancia singular nos permite conocer este momento mejor que ningún otro; las ciudades de Pompeya y Herculano, sepultadas por una sábana de lava del Vesubio el año 78, fueron excavadas desde el siglo XVIII y sus restos hallados en un sorprendente buen estado a causa de la capa aisladora que los cubría; desde entonces se vienen estudiando dichas ruinas y así conocemos sus construcciones, su arte y su vida.

Se advierte en esa época un notable desarrollo de la escultura y la pintura de fiso-nomía griega. Las estatuas, las pinturas al fresco y los mosaicos revelan un sólido ta-lento constructivo, un vivo gusto por el color, cuya gama era sumamente rica, y una animada fantasía para la composición y la ornamentación.

Pompeya y Herculano son también testimonios valiosísimos de la vida de las clases ricas en esa época; como ciudades de recreo, nos muestran sus alardes de lujo y de comodidad y, en general, nos proporcionan la exacta visión de una ciudad romana sin transformaciones ulteriores.

El arte del bajo Imperio

Los caracteres del arte de Pompeya perduraron hasta el siglo II; pero a partir del III las influencias orientales se advirtieron en todo el imperio. En la arquitectura apareció la disposición de la planta característica de la arquitectura oriental, así como la or-namentación plástica de ese origen, tal como lo revela el palacio que Diocleciano se hizo construir en Spálato; en la escultura y la pintura comenzó a advertirse el estatis-mo peculiar del Oriente, la pesada grandiosidad de las masas y la ausencia de pers-pectiva. En el arte del bajo Imperio —cuya pintura se ejemplifica en la de las cata-cumbas— se inicia un estilo que se llamará más tarde bizantino, por el nombre griego de Constantinopla; esta ciudad será su definitivo crisol.

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CAPÍTULO XXXII

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El Imperio cristiano

La abdicación conjunta de Diocleciano y Maximiano originó una situación compli-cada y grave debido a las aspiraciones de los que, unidos por vínculo sanguíneo a los Augustos, se veían desplazados por el sistema de la tetrarquía. Las intrigas y las ma-quinaciones turbaron la paz tan trabajosamente conseguida y las cosas se dificultaron más aún con las pretensiones de Maximiano de volver al poder.

Las figuras más peligrosas por su ambición y su energía eran el hijo de Maximiano —Majencio— y el de Constancio Cloro —Constantino—. El primero se hizo fuerte en Italia y el segundo en Galias; así, cuando el Occidente quedó librado exclusivamente a las fuerzas de los dos rivales, Constantino quiso apresurar la decisión de la lucha; des-de 310 se le reconocía como Augusto y solo necesitaba tomar posesión efectiva de toda la extensión de su territorio.

Constantino. El edicto de Milán

En 312 Constantino rompió con su rival Majencio y se lanzó a la lucha; invadió Ita-lia con un ejército avezado y su marcha espantó de tal modo a Majencio que no se atrevió a dejar Roma. A las puertas mismas de la ciudad, sobre el puente de Milvio, Constantino derrotó a su rival, que encontró allí la muerte. Desde entonces Constan-tino no tuvo nada que temer en Occidente.

Es en esta circunstancia cuando se produce la conversión de Constantino al cristia-nismo; al año siguiente de la batalla del Puente de Milvio, encontrándose el empera-dor en Milán, dio un edicto por el cual disponía que cesasen las persecuciones y se respetase el culto y las creencias cristianas del mismo modo que se hacía con las de-más religiones.

Hemos creído deber asignar la mayor importancia a lo que concierne al culto de la divinidad, acordando a los cristianos y a todo el mundo la libre facultad de seguir los cultos que quieran, a fin de que todo lo que hay de divinidad en las moradas celestes pueda sernos favorable y propicio, a nosotros y a todos los que están colocados bajo nuestra autoridad. En lo que se refiere a los cristianos, hemos decidido además que, con respecto a los locales en que tienen costumbre de reunirse, aquellos que los hayan comprado al fisco o a cualquiera deben devolverlos a los cris-tianos sin dinero ni reclamación de precio.

(Edicto de LICINIO y CONSTANTINO, del año 313)

A partir de ese momento, la política de Constantino consistió en superponer su autoridad sobre la Iglesia misma a fin de utilizar sus recursos y su ascendiente para lograr la pacificación del imperio. Los resultados fueron satisfactorios para la política imperial, pero, con respecto a la Iglesia, Constantino adquirió poderes tan amplios como para disponer la reunión en Nicea de un concilio para tratar los asuntos del dogma (325); la Iglesia se encontró así en una estrecha dependencia del poder civil; pero para los cristianos era preferible esa situación a la anterior y fue recibida con general beneplácito. El concilio de Nicea, en efecto, pudo resolver la crisis interna de la Iglesia y establecer, con el apoyo de la autoridad imperial, los puntos fundamentales de la doctrina de los que no era posible disentir; pudo, además, echar las bases de una firme organización universal que, poco a poco, comenzó a calcarse sobre la del impe-rio.

La organización del gobierno imperial

En rigor, la solución del problema religioso no era sino uno de los puntos del pro-grama de gobierno de Constantino; junto a él estaba la estructuración del régimen absolutista que había fundado Diocleciano, labor que Constantino pudo cumplir una vez que eliminó a sus rivales y quedó como jefe único de la totalidad del imperio.

Constantino se hizo llamar dominus y mantuvo —como Diocleciano— el ceremonial estricto que lo presentaba como dueño absoluto de los destinos del imperio; a su alrededor se constituyó una corte suntuosa, un consejo lla-mado el Sacro Consistorio y un cuerpo de funcionarios que, por la vía jerárquica, ponía la solución de todos los negocios públicos en manos del emperador; en el resto del territorio, entretanto, los gobernadores aseguraban la misma sujeción de todos sus súbditos con respecto a su voluntad.

Para la administración del territorio estableció Constantino nuevas divisiones; manteniendo los mismos principios que Diocleciano, Constantino lo distribuyó en cua-tro grandes prefecturas: Oriente, Iliria, Italia y Galia, las cuales, a su vez, fueron divi-didas en diócesis y estas en provincias.

La fundación de Constantinopla

Con estas medidas, Constantino organizó definitivamente el nuevo régimen esbo-zado por Diocleciano: nada quedaba ya del antiguo principado ni de la tradición repu-blicana que ese régimen no quiso borrar nunca del todo. Pero era difícil sostener todo el boato de una corte absolutista y cristiana a la vista de los monumentos antiguos que en Roma hablaban del pasado pagano y republicano, y Constantino prefirió hacer abiertamente lo que sus antecesores disimulaban: abandonar la vieja ciudad y esta-blecer la sede del gobierno en otro lugar que constituyera un marco más apropiado para las nuevas formas políticas. Para ello concibió el plan de fundar una nueva me-trópoli en un lugar estratégico; junto a la vieja ciudad griega de Bizancio, sobre el Bósforo, se ordenó edificar la nueva capital que recordaría su nombre: Constantino-pla.

El 4 de noviembre del año 328 Constantino señaló los lindes y puso la primera pie-dra de la ciudad; en mayo de 330 ya estaban construidos los principales edificios pú-blicos y se inauguró la capital, cuyo crecimiento y desarrollo fue rápido e intenso. En el centro se construyó el foro de Constantino y poco más allá el palacio del emperador. Poco tiempo después, Constantinopla era una urbe populosa y de envidiable activi-dad.

Juliano el Apóstata

Constantino había logrado la unificación del poder imperial en sus manos por la eliminación de rivales y mediante algunos crímenes injustificables; sin embargo, no pudo evitar que, a su muerte, quedara a sus hijos un problema semejante al dividir el imperio entre los tres; hubo rivalidades y luchas de las cuales surgió una nueva unifi-cación del imperio, en provecho de uno de ellos, Constancio, cuyo largo reinado —desde 337 hasta 361— se caracterizó por los conflictos religiosos que el mismo em-perador provocara; en efecto, además de defender el arrianismo contra la Iglesia con-siderada ortodoxa por su padre, persiguió al paganismo y preparó un resurgimiento de esta religión, estimulado por la persecución.

En 361 subió al trono Juliano, un sobrino de Constantino que abrigaba contra su memoria un odio profundo por las matanzas que aquel había ordenado. Este odio se manifestó en una repulsión de toda su política, que se reveló fundamentalmente por la apostasía de la fe cristiana en que había sido educado y por la restauración del paga-nismo. Pero el paganismo de Juliano —a quien la tradición cristiana impuso el sobre-nombre de el Apóstata— no era exactamente el antiguo, sino que fue organizado con una iglesia imitada, en cierto modo, de la cristiana, y nutrido por una doctrina mística de origen griego.

Los cristianos fueron excluidos de las funciones oficiales y menospreciados por él, aunque no perseguidos. Pero el gobierno de Juliano —que fue justo y eficaz en lo ad-ministrativo y militar— resultó muy breve para asentar sólidamente sus innovaciones; cuando murió (363), el cristianismo volvió a ser la religión dominante en el estado y el paganismo místico cayó en el olvido.

De Juliano a Teodosio

A la muerte de Juliano la situación de las fronteras del imperio era relativamente tranquila; sus sucesores, sin embargo, debieron hacer frente a un gravísimo peligro, que fue el punto de partida de una irreparable catástrofe. En efecto, en el año 376 el emperador Valente, a quien se le había confiado el Oriente mientras en Occidente gobernaba Valentiniano I, vio llegar a las fronteras del Danubio a un pueblo germáni-co, los visigodos, que, huyendo de las hordas mongólicas de los hunos, pedían asilo en el territorio imperial. Valente los acogió y les otorgó tierras en la Mesia (actual Bulga-ria); pero al año siguiente, debido a los abusos del fisco romano, se sublevaron contra el imperio, y cuando Valente quiso someterlos fue derrotado y muerto en la batalla de Adrianópolis (378).

Como al mismo tiempo otras tribus germánicas —francos y alamanes— amena-zaban el Occidente, el emperador de esa región, Graciano, ordenó al más hábil gene-ral de sus tropas, llamado Teodosio, que contuviera a los insurrectos que ya asolaban toda la región balcánica. Teodosio cumplió su misión y poco después fue designado por Graciano emperador de Oriente.

La obra de Teodosio. La oficialización del cristianismo

De los dos emperadores, Teodosio fue el que tuvo la mayor carga porque la fron-tera danubiana estaba muy próxima a la capital y el peligro de una invasión era más grave.

Teodosio conjuró el peligro por la fuerza y por la diplomacia, albergando a los vi-sigodos y entregándoles tierras, en tanto que guarnecía las fronteras sólidamente. Pero su atención se dirigió también a otros problemas. De acuerdo con Graciano había comenzado a perseguir no solo a las sectas cristianas disidentes sino también a los paganos. Más tarde, en 392, Teodosio prohibió totalmente los antiguos cultos y con ello el cristianismo quedó establecido como religión oficial del imperio. La consecuen-cia de esta medida fue que la Iglesia adquirió una situación preponderante junto al emperador y muy pronto habría de verse al obispo de Milán, Ambrosio, atreviéndose a castigar a Teodosio por la matanza ordenada en Salónica y obligándolo a humillarse para obtener el perdón.

Mientras tanto, Teodosio debía afrontar nuevos peligros; un usurpador sublevó la Galia y se apoderó de Italia tras el asesinato de Graciano, pero fue sometido por Teo-dosio, quien poco después quedó consagrado como emperador único de todo el impe-rio. Así se logró una nueva unificación del gobierno imperial en sus últimos años, pero al tener que resolver el problema de la sucesión, consagró definitivamente la separa-ción en dos regiones del territorio romano.

La división del imperio

Teodosio tenía dos hijos —Honorio y Arcadio— a quienes quiso dejar partes iguales de su herencia; para ello oficializó una situación de hecho, afirmada desde los tiempos de Diocleciano, que establecía la diferenciación entre las dos mitades del imperio. A Honorio le correspondió el Occidente y a Arcadio el Oriente. Esta medida, dictada por intereses sucesorios, correspondía a una realidad y fue confirmada por los hechos: el Oriente, tornando a sus caracteres primitivos, que la romanización había apenas os-curecido, sobrevivió largo tiempo; el Occidente, en cambio, sufrió una suerte muy dis-tinta, sucumbiendo a los bárbaros invasores, que lo germanizaron.

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QUINTA PARTE: EDAD MEDIA

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CAPÍTULO XXXIII

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Las invasiones. España y el reino visigodo

A la muerte de Teodosio el Imperio romano quedó dividido en dos partes, y el azar de los acontecimientos hizo que no volvieran a reunirse; cada uno de ellos tuvo, en los siglos que siguieron a su separación, muy distinta suerte: mientras el Oriente subsistió durante diez siglos independiente y aferrado a sus tradiciones, el Occidente cayó en manos de los invasores germánicos y dio origen a la formación de diversas nacio-nes.

Puede decirse que, a partir de entonces, el Imperio romano deja de existir como gran unidad política y comienza una nueva época a la que se llama Edad Media. Du-rante diez siglos —precisamente hasta la desaparición del Imperio de Oriente— sub-sistieron ciertas peculiaridades que dan a ese período una fisonomía definida, pero, a lo largo del tiempo, se produjeron algunas variaciones dentro de esa fisonomía gene-ral; por eso puede hablarse de tres períodos distintos dentro de la gran unidad que constituye la Edad Media.

El primer período alcanza desde el siglo V hasta mediados del IX: es el de las inva-siones germánicas en el Occidente, la formación de los nuevos reinos y su oposición definida frente a otros grupos que por entonces adquirían también una clara persona-lidad: los bizantinos y los musulmanes.

El segundo período comprende desde mediados del siglo IX hasta el siglo XIII y está caracterizado por la aparición de los reinos feudales. Suele agruparse a estos dos pri-meros períodos bajo el nombre de Alta Edad Media.

Finalmente, el tercer período transcurre durante los siglos XIV y XV: es el de la consolidación de las naciones occidentales y dura hasta la gran crisis del siglo XV, en la que se gesta la Edad Moderna. Se lo conoce también con el nombre de Baja Edad Me-dia.

Estos distintos momentos, si bien tienen ciertas peculiaridades que los definen, no pierden aquella fisonomía general que se advierte en la Edad Media, porque subsisten las circunstancias fundamentales que la determinaron; por eso puede hablarse de ca-racteres comunes a toda esa larga edad.

La Edad Media: sus caracteres

La expresión Edad Media tiene aplicación no a toda la his-toria universal sino solo a la de la cuenca mediterránea considerada en amplio senti-do, y especialmente a su parte occidental. No se debe olvidar, sin embargo, que, fuera de ella, la India, la China y la América elaboraban su propia cultura totalmente ajena a la del Mediterráneo.

En esta última región —a la que se circunscribe nuestro estudio— el rasgo funda-mental de los tiempos medioevales es la presencia de tres culturas distintas en con-tacto. En efecto, a la unidad espiritual que había creado Roma sucede una pluralidad de culturas: la del Occidente cristiano y germanizado, la del Oriente cristiano también pero orientalizado y la de los musulmanes. Cada una de ellas se esforzó por desarro-llarse y mantenerse pura; pero las relaciones fueron estrechas y las influencias recí-procas resultaron inevitables.

En el fondo de las tres sigue latiendo, aunque con diverso vigor, la tradición he-leno-romana; esta tradición no fue aniquilada jamás pero quedó alterada de diferen-tes maneras por las distintas influencias. Así, el cristianismo, el islamismo, las tenden-cias propias de los pueblos conquistadores, todo ello impuso sobre la tradición antigua una huella de su peculiar concepción de la vida, con distinta intensidad en cada re-gión.

En los territorios del antiguo Imperio de Occidente, las influencias predominantes fueron la de los germanos y la del cristianismo. En los del Imperio de Oriente obraron fuertemente las influencias de las antiguas culturas de Oriente y Grecia, que, unidas a las cristianas, crearon una modalidad definida. Y en Persia, Mesopotamia, Arabia, Siria y el África del Norte, la fuerza del islamismo pareció cubrir totalmente la tradición antigua, aun cuando puede observarse, en cuanto se profundiza su examen, que ella nutría algunos aspectos de su vida espiritual.

De este modo, la Edad Media en la cuenca mediterránea provocó primero una oposición de esas tres culturas, luego una comunicación y, finalmente, un intercambio que terminó con la gran crisis de la cultura medioeval en el siglo XV. Para entender a conciencia la significación de cualquiera de las tres es imprescindible recordar esta situación de vecindad y de influencia entre ellas.

Los pueblos germánicos: sus orígenes y sus primitivos caracte-res

Los distintos grupos que invadieron el Imperio romano pertenecían, en su gran mayoría, a un mismo tronco; eran germanos y pertenecían a la raza indoeuropea; en su emigración desde el este se habían dirigido hacia el mar Báltico y en sus costas se radicaron por mucho tiempo, pero luego continuaron su marcha y se dividieron en dos grupos: unos fueron hacia el sur y llegaron hasta la frontera romana del Danubio —los germanos orientales— en tanto que otros siguieron hacia el oeste y llegaron a la del Rin —los germanos occidentales—, perdiendo luego contacto entre sí las dos ra-mas.

Roma los conoció de cerca cuando las bandas de cimbrios y teutones amenazaron a Italia en tiempo de Mario; más tarde César luchó con ellos en Galias y en Germania y pudo observarlos de cerca; por entonces mantenían todavía sus costumbres primiti-vas y en el relato de sus campañas describió algunas que le llamaron la atención:

Los suevos son la nación más poderosa y guerrera de toda la Germania. Poseen —según se dice— cien distritos que suministran cada año mil gue-rreros cada uno para hacer la guerra fuera. Los que se quedan en el país nutren (con el trabajo de la tierra) a toda la nación; al año siguiente estos últimos toman las armas y los otros permanecen en su país. Por ese medio, ni el culti-vo de las tierras ni la práctica de la guerra se interrumpen jamás. Por lo demás, no hay entre ellos propiedad ni división de los campos ni está permitido trabajar (a cada uno) un mismo terreno dos años seguidos. Comen poco trigo y se alimentan princi-palmente de carne y leche; se dedican bastante a la caza, la cual, por el género de alimento, por el ejercicio cotidiano, por la independencia de la vida —pues libres des-de la infancia de todo deber y subordinación no hacen nada contra su voluntad—, desenvuelve su fuerzas y les da una enorme estatura.

(CÉSAR, Comentarios sobre las guerras de Galias, libro IV, cap. I)

En general, todos los pueblos germánicos tenían una organización semejante a la que César observó entre los suevos. Eran casi nómades, formaban aldeas que se agrupaban por tribus, y el gobierno estaba en manos de un consejo de ancianos; la resolución de los asuntos graves estaba reservada a la asamblea de todos los hombres libres, quienes, en caso de guerra, elegían un jefe para que los condujera.

Su carácter guerrero se reflejaba en su religión; si morían combatiendo iban —según sus creencias— a una morada celestial, el Walhalla, que habitaban hermosas mujeres a las que llamaban walquirias. Allí residían los dioses, a quienes encabezaba Odín o Votan, dios supremo de las fuerzas de la naturaleza; a su lado estaban Sunna, diosa del sol, y Mon, diosa de la luna, rodeadas de otros muchos dioses que represen-taban también los elementos naturales.

El rasgo más importante para comprender cómo influyeron los germanos en las regiones romanas que conquistaron es la situación del individuo frente a la sociedad. El hombre libre gozaba de amplia libertad y —a diferencia de lo que ocurría en el Im-perio romano— no estaba dominado por el poder del estado; reunido en asamblea con sus iguales, decidía la suerte de su tribu; y cuando tenía que pagar o cobrarse un daño, lo hacía entendiéndose directamente con el contendor mediante un duelo judicial que determinaba el culpable: la autoridad solo intervenía para vigilar el cumplimiento de una pena preestablecida. Así, los germanos no poseían una organización estatal om-nipotente como la que Diocleciano y sus sucesores crearon para el imperio; y cuando se establecieron allí, influyeron con sus tradiciones disolviendo la rígida organización romana.

Los pueblos invasores más importantes fueron, en el Oriente, los visigodos y los ostrogodos; y, en el Occidente, los francos, los burgundios, los alamanes, los suevos y los vándalos. Por mar invadieron la provincia de Bretaña los anglos, los jutos y los sa-jones. Pero cuando la invasión se produjo, sus costumbres habían cambiado mucho: eran ya sedentarios y muchos pueblos tenían una organización monárquica.

La invasión de los germanos y los hunos

Ubicados sobre las fronteras romanas, los germanos establecieron con el imperio estrechas relaciones de comercio; ya desde las invasiones del siglo III fue frecuente también que bandas germánicas formaran parte del ejército imperial y muy pronto obtuvieron tierras en las regiones fronterizas; de ese modo, en los últimos siglos del imperio se produjo un fenómeno de influencia recíproca: los germanos se romanizaron mientras los romanos se germanizaban, sobre todo en ciertas regiones.

Cuando al promediar el siglo IV los hunos —de raza mongólica— aparecieron en las llanuras del sur de la actual Rusia, las dos ramas del pueblo godo que las ocupaban sufrieron distinta suerte: los ostrogodos cayeron bajo su autoridad y formaron —con otros pueblos— parte del Imperio huno, en tanto que los visigodos se refugiaron en el Imperio romano. Estos últimos se rebelaron luego contra el emperador Valente pero fueron sometidos por Teodosio y quedaron en paz hasta la muerte de este último em-perador en 395; los ostrogodos siguieron todavía por muchos años sometidos a los hu-nos.

En 395, al dividirse el imperio, los visigodos se liberaron de la protección romana y nombraron rey a Alarico, jefe emprendedor que se levantó contra el imperio y reco-rrió con fines de saqueo los Balcanes y parte de Italia; pero Estilicón, un bárbaro a quien Teodosio había confiado en Occidente la custodia de Honorio, consiguió dete-nerlo. Sin embargo, como Alarico seguía siendo una amenaza y ambicionaba ocupar Italia, Estilicón retiró de la frontera del Rin sus legiones para defenderla. Entonces, en 406, los germanos occidentales que estaban sobre aquel río se lanzaron sobre el impe-rio; suevos, alamanes, alanos y vándalos entraron en Galia, la recorrieron y saquearon y luego pasaron a España con el mismo objeto; y los anglos, jutos y sajones cruzaron a Bretaña ocupando las regiones del sur y centro de la isla.

Al mismo tiempo, y pese a aquellos refuerzos militares, Alarico entró en Italia (408), devastó sus campos y entró en Roma en 410, sometiéndola al saqueo. Pero poco después murió y sus sucesores se entendieron con el imperio y pasaron a la categoría de aliados; se les encomendó entonces la reconquista de Galia y España y se quedaron en el sur de la primera de esas provincias —desde el Loira hasta el Pirineo— derro-tando en sucesivas expediciones a los suevos, alanos y vándalos de España. Por enton-ces, los burgundios llegaron hasta la región del río Ródano, donde se establecieron; poco después los hunos, al mando de Atila, iniciaron una formidable ofensiva hacia el oeste; pero el esfuerzo de los ejércitos imperiales, compuestos ahora casi por com-pleto por tropas germánicas, consiguió detenerlos en la batalla de los Campos Cata-láunicos (451), gracias a la pericia de Aecio, jefe de las tropas romanas.

El establecimiento de los germanos en el territorio del Imperio occidental

Así, al promediar el siglo V, el territorio del Imperio de Occidente quedó ocupado en su mayor parte por los invasores. El emperador dominaba apenas en Italia y en parte de la Galia, al norte del Loira, y esto gracias a las fuerzas mercenarias que con-tinuaban obedeciéndolo o, a veces, dominándolo; más de una vez lo depusieron para reemplazarlo por uno más dócil a su voluntad. Al sur del Loira comenzaba el reino vi-sigodo, que comprendía el sur de Galia y toda España, región en la que durante mucho tiempo debieron luchar con los suevos de Galicia y los alanos de Portugal; también debieron combatir con los vándalos del valle del Guadalquivir, pero en 429 estos resol-vieron pasar al África y allí fundaron un reino independiente en la región de la antigua Cartago.

Los burgundios se habían apoderado de otra parte de Galia y dominaban —con autorización aparente del emperador— en la región del Ródano, en tanto que, en Bretaña, los anglos, los jutos y los sajones habían establecido numerosos reinos pe-queños.

De este modo, la autoridad imperial era apenas una sombra; en 476, el jefe de los mercenarios de Italia, Odoacro, se sublevó y depuso al emperador Rómulo Augústulo sin preocuparse de elegir sucesor; desde entonces no hubo ya más emperador y Odoacro dominó en Italia, en tanto que en la Galia del Norte los patricios galos se hi-cieron cargo del poder.

Sin embargo, el imperio subsistía teóricamente en la persona del emperador de Oriente; con el propósito de reconquistar por lo menos Italia, dispuso este que Teodo-rico, rey de los ostrogodos ahora liberados del yugo de los hunos por la disolución de su imperio, fuera con su pueblo a conquistar la península. Teodorico logró su objeto y estableció un reino ostrogodo en Italia que, muy pronto, se independizó también de Constantinopla. Entretanto, otro pueblo germánico, el de los francos, cruzó el Rin a las órdenes de Clovis, derrotó a los jefes galo-romanos en 486 y a los alamanes en 496, y se adueñó así de la Galia septentrional; poco después Clovis venció a los visigodos y más tarde uno de sus sucesores a los burgundios y así extendieron los francos su auto-ridad hasta el Pirineo y los Alpes: la Galia se hizo Francia y, políticamente, desapareció el Imperio romano de Occidente cuando finalizaba el siglo V.

El reino visigodo en España

Cuando los visigodos se establecieron al sur del Loira consideraron que la parte más importante de su reino era la de Galia y fijaron su capital en Tolosa (464). Duran-te esa época sometieron España poco a poco y organizaron el reino; pero a principios del siglo siguiente, en 507, fueron expulsados de Galia por los francos y entonces se redujeron a España fijando su capital en Toledo.

Los principios que rigieron la organización del país fueron semejantes a los que por entonces establecía Teodorico en Italia: tolerancia para con los romanos y utilización de sus servicios en lo referente a la administración civil, en tanto que se reservaba a los visigodos el mando militar y político. Del mismo modo, las leyes romanas seguían rigiendo en cuanto no afectaban a su predominio y las leyes germánicas se aplicaban solamente a los conquistadores.

Pero esta tolerancia desapareció luego por razones religiosas; los visigodos eran arrianos fanáticos y persiguieron a los católicos; solo en 587 se convirtieron al catoli-cismo por la prédica del obispo de Sevilla, Leandro, ante el rey Recaredo. Desde en-tonces, los dignatarios de la Iglesia predominaron en el reino, y poco a poco se apo-deraron del poder, transformando al estado en una verdadera teocracia. Los asuntos públicos se debatían en los concilios que frecuentemente se reunían en Toledo y las figuras descollantes del clero —entre las cuales hubo obispos tan ilustres como el sa-bio San Isidoro de Sevilla, que escribió la historia de los visigodos— influían de modo decisivo en todos los aspectos de la vida nacional.

Guiados por el afán de estabilizar la vida del país, los reyes visigodos ordenaron en el siglo VII la preparación de un código, cuyas disposiciones revelan que respetaron las leyes romanas modificándolas solamente en la medida necesaria para armonizarlas con los principios del derecho germánico que ellos mantenían: se llamó el Libro de los juicios, y estuvo en vigencia durante siglos en España con el nombre de Fuero juzgo.

A fines del siglo VII el reino visigodo empezó a decaer; las querellas por el poder provocaron luchas intestinas, y a principios del siglo siguiente no tuvieron fuerza para rechazar la invasión de las bandas que, provenientes de África y movidas por el im-pulso de su religión musulmana, ocuparon España y acabaron con su dominación (713). Pero su obra fue duradera: se romanizaron profundamente y aseguraron a Es-paña la perduración de la cultura antigua que luego absorbieron los conquistadores musulmanes en alguna medida. Algunos pocos de ellos se refugiaron en las montañas del norte y allí, unidos a los montañeses astures, fundaron un pequeño reino que no se sometió y que luchó con éxito contra los invasores.

La evolución de la cultura greco-latina

Si en el campo político o en el económico la transformación de la vida había sido profunda en este período, no lo fue menos en el campo de la cultura. Ya en los últimos siglos del imperio la cultura se había transformado y empalidecido; pero ahora la si-tuación se agravó porque las nuevas clases dominantes carecían de desarrollo inte-lectual como para transformarse en herederas de la tradición espiritual de la anti-güedad.

Sin embargo, si la aristocracia militar no se ocupó de ella, la Iglesia fue su deposi-taria y la cultivó con amor, aun cuando tratara de elegir entre sus obras las que menos contradijeran el espíritu cristiano. Hubo en este aspecto figuras ilustres, pero entre todas brilló San Isidoro de Sevilla, cuyas Etimologías muestran cómo se leía en el siglo VII a los autores antiguos y cómo se trataba de establecer una conciliación entre el saber cristiano y el saber pagano.

Pero, naturalmente, el conocimiento de los autores heleno-romanos decayó consi-derablemente y muchos fueron solo mal conocidos. Sin embargo, en esos siglos se trabajó en algunos temas, especialmente en los históricos, y también se estudió la tra-dición jurídica romana y se conocieron algunos filósofos.

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CAPÍTULO XXXIV

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El Imperio bizantino

Mientras en el territorio del Imperio de Occidente surgían los reinos ro-mano-germánicos y se echaban las bases de una cultura peculiar, el de Oriente logró librarse de la amenaza de las invasiones por algún tiempo. Pero al cortar las relacio-nes con el Occidente, la tradición griega —que constituía el fondo de su cultura y que apenas había sido cubierta por la acción romanizadora del imperio— volvió a surgir con toda su fuerza y caracterizó su cultura: por ello se le llamó, a veces, Imperio grie-go y, más frecuentemente, Imperio bizantino.

Pero más tarde sufrió otras invasiones y su población se mezcló con nuevos ele-mentos étnicos; sin embargo, el imperio supo asimilarlos y aun fortalecerse con ellos; solo los musulmanes se mantuvieron como enemigos y le arrebataron grandes exten-siones de territorio hasta que, en el siglo VIII, fueron contenidos, estabilizándose las fronteras del estado, empequeñecido, no obstante, por las derrotas.

El Imperio romano de Oriente durante el siglo V

Un viejo principio jurídico establecía —desde que coexistieron dos Augustos en el imperio— que cuando una de sus dos partes quedaba acéfala, la autoridad recaía au-tomáticamente en el otro emperador. Según ese principio, el Occidente había pasado, en derecho, a depender del emperador de Constantinopla desde 476; en verdad, casi todos los jefes germánicos lo reconocieron así y trataron de legitimar su autoridad solicitando su investidura al Imperio de Oriente.

Durante el siglo V Constantinopla trató de dejar constancia de su derecho al Occi-dente, pero sin comprometerse demasiado pues carecía de fuerza para afrontar la situación en el terreno militar; negó algunas veces el reconocimiento a los conquista-dores y procuró en ciertas ocasiones reemplazar a unos por otros, cuando creía contar con su fidelidad.

En efecto, era lo más que podía hacer. Su propia seguridad lo obligaba a no dis-persar sus escasas fuerzas y el poder militar de los pueblos germánicos parecía consi-derablemente superior al del Imperio bizantino. En consecuencia, toleró que el territo-rio occidental fuera ocupado y, en algún caso, confirió a un jefe la autoridad necesaria para que, en su nombre, emprendiera la reconquista de alguna región. Tal fue su con-ducta con respecto a Teodorico, rey de los ostrogodos, a quien el emperador Zenón encomendó la reconquista de Italia después de que Odoacro, en 476, se hubo apode-rado de ella.

Pero, pese a esta política oportunista y conciliatoria, Constantinopla no renunció jamás a su derecho al Occidente y, en el fondo, solo esperaba estar en condiciones para expulsar a los invasores. Esta circunstancia favorable sobrevino en el siglo VI, cuando Justiniano llegó al poder; entretanto, nadie había admitido que el imperio hu-biera sucumbido, sino que se consideró que las invasiones eran solamente un episodio transitorio que no interrumpía la eternidad del Imperio romano. La reconquista era, pues, legítima.

El siglo VI: Justiniano

En 518 había subido al trono de Constantinopla una nueva dinastía representada por Justino I, un campesino ilirio que había alcanzado un alto cargo militar. Desde el principio llamó a su lado a su sobrino Justiniano para que colaborara en la administra-ción imperial, y él lo sucedió a su muerte, en 527.

Justiniano procuró afirmar su posición; para ello reconcilió a Constantinopla con el papado romano —del que se había distanciado antes— y trató de constituir un fuerte grupo o partido que lo respaldara en la capital. Con este objeto apoyó a uno de los dos bandos en que se dividía la población según su simpatía en los juegos de circo —los azules— y ofreció fiestas suntuosas al pueblo de la capital. No fue escasa la importan-cia que tuvo en los asuntos del imperio su esposa Teodora, antigua actriz que reveló una voluntad resuelta y que llegó a tener gran ascendiente sobre él.

Un considerable malestar agobiaba por entonces al imperio: los conflictos religio-sos, los abusos administrativos, la venalidad de la justicia y, finalmente, las dificultades políticas que surgieron de la parcialidad de Justiniano en favor del partido azul origi-naron un tumulto que degeneró muy pronto en una verdadera sublevación. El santo y seña de los conjurados era la palabra nika —victoria, en grie-go— y un día dominaron la capital amenazando al propio emperador.

La sedición nika —así se la conoce— estuvo a punto de triunfar. Justiniano se intimidó y quiso huir, pero Teodora lo impidió conjurándolo a que se defendiera:

Aun cuando no quedara otra salvación que la huida—dijo ella— yo no querría huir. Los que han llevado la corona no deben sobrevivir a su pérdida. Jamás veré el día en que no se me salude más con el nombre de emperatriz. Si tú quieres huir, César, está bien: tienes dinero, los barcos están listos, el mar está abierto; en cuanto a mí, me quedo. Amo la vieja máxima de que la púrpu-ra es una hermosa mortaja.

(PROCOPIO, La guerra persa)

Justiniano siguió el consejo de Teodora y la sublevación fue sofocada no sin cruel-dad. Desde entonces se trató de corregir todo abuso administrativo y toda irregulari-dad en la justicia. Además Justiniano simplificó la división provincial y limitó la juris-dicción de los funcionarios, completando su plan con una rigurosa ordenación de las finanzas.

En otro aspecto, Justiniano se mostró defensor de los intereses eclesiásticos, a con-dición de que se respetara su autoridad omnímoda, no solo en la administración sino también en las cuestiones dogmáticas. Su celo por el cristianismo lo llevó a ordenar la clausura de la Universidad de Atenas (529), último foco del saber pagano, y a perse-guir las herejías y las religiones orientales.

Las guerras de Justiniano

Toda la política de Justiniano se había dirigido a la reconquista del Occidente; pero ese propósito estaba contenido por la preocupación que le causaban las fronteras del Danubio y del Éufrates.

Para afrontar esos peligros y realizar sus otros planes, Justiniano hizo una cuida-dosa reorganización del ejército y llamó a los cargos de responsabilidad a los jefes más capaces; pero además construyó una sólida línea fortificada en las fronteras. He-cho esto, Justiniano inició una hábil gestión diplomática con los partos, de la que re-sultó un armisticio, concertado en 532; libre entonces por ese frente, se lanzó a la am-bicionada reconquista del Occidente.

Las operaciones comenzaron por el África, donde Belisario, uno de los generales de Justiniano, reconquistó en poco tiempo el reino vándalo (535); algo más tarde em-prendió la guerra en Italia para apoderarse del reino ostrogodo, campaña que inició Belisario y que concluyó, hacia 555, Narsés; finalmente, un desembarco en la costa mediterránea española le proporcionó la posesión de la zona sudeste de esa península, que fue cedida por los visigodos.

Pero entonces comenzaron las luchas en el Oriente y fue necesario afrontar nue-vamente el ataque de los partos. Más peligrosos, sin embargo, se mostraron los búl-garos y eslavos que amenazaban por el Danubio, y la necesidad de atender esta fron-tera —tan próxima a la capital— obligó a descuidar las nuevas conquistas que no permanecerían mucho tiempo en manos de los bizantinos.

El imperio hasta el siglo VIII

Justiniano murió en 565 y después de su largo reinado no volvió a florecer el impe-rio como en su época. Por el contrario, la situación se fue agravando cada vez más y por momentos pareció desesperada.

En efecto, en 568, los lombardos, que constituían otra rama germánica, invadieron Italia y la arrebataron en parte a los bizantinos, en tanto que los eslavos comenzaban un enérgico avance hacia el territorio imperial. Más tarde, a la amenaza de los partos y los eslavos se sumó la de los ávaros, pero a todas ellas pudo hacer frente el empe-rador Heraclio (610), que, por un momento, despertó el vigor de su pueblo.

Hacia 634 se inició una era de extremado peligro para el Imperio bizantino. Los musulmanes invadieron la Palestina y la Siria, apoderándose poco después del Egipto; más tarde se extendieron por todo el norte de África y amenazaron el Asia Menor, en la que se introdujeron transitoriamente, pese a los desesperados esfuerzos de los em-peradores bizantinos. Por entonces recrudeció la amenaza de la frontera norte y todo hacía suponer que la vida del imperio tocaba su fin. Pero en los primeros tiempos del siglo VIII, precisamente poco después de que Carlos Martel consiguió detener a los musulmanes en la batalla de Poitiers, el emperador de Constantinopla, León III Isaurio, inició una enérgica campaña en Asia Menor y los derrotó a su vez (739). Desde enton-ces la frontera bizantina del sur quedó fijada en la cordillera del Taurus, aproximada-mente, manteniéndose esa situación por varios siglos.

La civilización bizantina: su carácter

A partir del siglo V, la incomunicación entre el Imperio de Oriente y el de Occi-dente fue acentuándose; la consecuencia fue que la acción romanizadora del Occi-dente se perdió muy pronto en la otra mitad del antiguo imperio. Resurgieron, en cambio, las viejas tradiciones de esas regiones, esto es, las griegas y orientales, y de esa singular combinación de ideas e influencias resultó en el Imperio de Oriente un tipo de civilización original que se conoce con el nombre de civilización bizantina.

Todavía es necesario agregar, para caracterizarla, la influencia que en ella ejerció el cristianismo; allí adquirió este un matiz particular que contribuyó a provocar un distanciamiento con Roma, el cual más tarde concluiría en el cisma o separación de las dos iglesias; en el campo doctrinario fue decisiva la aplicación de la capacidad fi-losófica griega a la interpretación y comprensión del dogma, y en lo referente al rito surgieron también disidencias importantes.

La civilización bizantina se manifestó en ciertas formas de vida piadosa, en el ré-gimen político y jurídico, y, especialmente, en las letras y las artes. Frente al Occidente germanizado fue un reducto de la tradición heleno-romana y frente a los pueblos del Oriente fue un bastión que defendió la tradición antigua y el mundo cristiano. Pero su importancia no radica solamente en esas circunstancias sino en el valor de su propia creación, reveladora de una singular personalidad espiritual, que se advierte en aque-llas actividades.

El derecho antes de Justiniano y la codificación

Justiniano consideró que era imprescindible para su época una nueva revisión del derecho y encomendó a una comisión de juristas, encabezada por Triboniano, la re-dacción de un código que hasta hoy lleva el nombre de aquel.

El Código de Justiniano fue puesto en vigencia en 529; de inmediato la comisión comenzó a redactar una compilación de fragmentos y estudios de los mejores juristas que sirviera de fundamento doctrinario al código; a esta com-pilación se le llamó Digesto o Pandectas.

Más tarde, Justiniano quiso que se compusiera un libro elemental y didáctico para los principiantes que se iniciaban en los estudios jurídicos, que se conoce con el nom-bre de Institutas.

Como todavía hubo nuevas leyes, dictadas por Justiniano después de la publicación del código, el emperador ordenó reunirlas en un cuerpo ordenado que se conoce con el título de Novelas.

La cultura espiritual bizantina: las letras y las artes

La cultura espiritual bizantina es fundamentalmente cristiana. Hasta el siglo VII siguió en uso el latín, pero —como había ocurrido siempre en esa región— era fre-cuente el uso de la lengua griega; después de esta época se oficializó este último idioma.

La manifestación más importante del gusto por las letras fue el desarrollo de la historia; se destacó entre todos Procopio, ilustre historiador del reinado de Justiniano que dejó, entre otras, dos obras, los Edificios y la Historia secreta, mostrándose excesivamente adulador en la pri-mera y demasiado severo en la segunda. Hubo también teólogos y poetas, retores y filósofos; pero entre todas las ramas del saber, la filosofía fue la menos estimulada por su contenido pagano. Justiniano, en efecto, cerró la Universidad de Atenas y con ella se perdió el último baluarte del pensamiento filosófico de tradición antigua.

En las artes, la más grande empresa bizantina fue la construcción de la monu-mental catedral de Santa Sofía, emprendida en 532 y concluida cinco años después. Sobre una planta compuesta por una nave central y dos transversales se eleva una inmensa cúpula de 31 metros de diámetro cuya cúspide está a 56 metros del suelo, apoyada en cuatro arcadas y completada por dos semicúpulas.

Pero no solo fue la cúpula lo que constituyó ese alarde de genio plástico; en el in-terior abundaban las decoraciones de notable magnificencia, las columnas de mármol o de pórfido, los mosaicos multicolores, las superficies labradas sobre metal o cubier-tas con tapices.

Santa Sofía creó un estilo de definida personalidad que cristalizó en la arquitectura y que se manifestó también en la pintura y en el mosaico. Se mezclaban en él las in-fluencias orientales con los elementos heleno-romanos y brillaba por el lujo y la fanta-sía de las líneas y los colores. Su influencia fue inmensa y fue imitada por todas partes donde Bizancio dominaba o influía; así aparecieron San Apolinar en Ravena y San Marcos en Venecia como imitaciones de ese modelo y se verán después rastros de ese estilo en todas las artes de la Edad Media.

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CAPÍTULO XXXV

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Los árabes

En el siglo VII entrará en el escenario de la cuenca mediterránea un nuevo pueblo llamado a grandes destinos: los árabes. Hasta entonces constituían un conjunto de tri-bus aisladas y sin trascendencia; pero después de la aparición de Mahoma, que impuso entre ellos la religión musulmana o islámica, se transformaron en un pueblo fuerte-mente unido y temible; sus hazañas militares llenaron de espanto a sus vecinos y les proporcionaron extensos territorios que conquistaron por la fuerza. Pero el hecho más significativo es que los árabes consiguieron imponer su nueva fe a muchos otros pue-blos, los cuales fundieron sus diversas nacionalidades en una unidad religiosa y políti-ca: se conoció a los que pertenecían a ella con el nombre de musulmanes, y por algún tiempo formaron un solo califato o imperio; más tarde se disgregó pero la unidad es-piritual subsistió entre ellos por largo tiempo.

Los árabes y el medio geográfico

Los árabes constituían un pueblo de raza semítica que habitaba en la extensa pe-nínsula bordeada por el mar Rojo y el golfo Pérsico, llamada Arabia.

Hasta el siglo VII no formaban una unidad política, sino que estaban organizados en tribus que vivían independientes unas de otras, combatiendo o aliándose entre sí, sin otro vínculo que un santuario común en el oasis de La Meca. En su gran mayoría eran nómades del desierto, y se dedicaban a la cría de ganado que luego vendían en las ciudades más próximas; pero había también otros grupos que se habían hecho seden-tarios y habitaban las regiones fértiles de la costa, y otros, en fin, que se dedicaban ya por entonces a la navegación.

Las distintas tribus eran autónomas y estaban al mando de un said o jeque que las gobernaba en la paz y las conducía en las aventuras de guerra o de saqueo a que se dedicaban normalmente. Eran politeístas y adoraban fetiches que depositaban en el santuario de La Meca.

Las tribus nómades se dedicaban —además de a la cría de ganado— al comercio, por medio de caravanas de camellos que cruzaban el desierto; este tráfico seguía una ruta de oasis desde el golfo Pérsico al mar Rojo y los principales productos que se co-merciaban eran los dátiles, el café, los cueros y los animales, así como también obje-tos metálicos, perfumes, aceites y telas. En la franja costera del mar Rojo estaba la zona fértil de la Arabia; al sur estaba el Yemen o Arabia Feliz y más al norte el Hedjaz; allí existían algunas ciudades prósperas que habían surgido alrededor de un bazar o mercado, al que concurrían periódicamente los traficantes a negociar sus mercancías; poco a poco, favorecidas por su situación, habían crecido hasta transformarse en im-portantes centros de la actividad comercial.

Esta zona estaba recorrida por una ruta costera que unía toda la región con la Si-ria, hacia cuyas ricas ciudades se orientaba el comercio árabe.

La meca y el santuario de la Kaaba

La más importante de aquellas ciudades era La Meca. Ubicada en un cruce de ca-minos en el que brotaba una fuente, La Meca se había transformado poco a poco no solo en el más importante de los mercados sino también en un lugar de peregrinaje religioso. En efecto, existía allí una piedra negra que los árabes vinculaban a una ve-nerable leyenda sobre los orígenes de su pueblo; contaban que cuando Abraham alejó de su lado a su esposa Agar y a su hijo Ismael, estos erraron sin rumbo por el desierto; el ángel Gabriel había hecho que brotara la fuente para que bebieran y traído del cielo aquella piedra para que reclinaran la cabeza; luego Ismael había dado origen a la raza árabe —llamada también ismaelita o agarena—, tornándose la piedra y la fuente en objetos dignos de un reverente respeto y de un culto especial.

Para proteger aquellos testimonios de la divinidad, los árabes habían construido un recinto cúbico de 12 metros de lado al que llamaron la Kaaba y era obligación religio-sa el visitarlo una vez por año, en la época de mercado; su custodia y la dirección del culto estaban a cargo de la tribu de los koraichitas.

Poco a poco las diversas tribus tomaron la costumbre de depositar en la Kaaba sus fetiches o ídolos, a los que rendían culto al mismo tiempo que a la piedra negra cuan-do concurrían al santuario; ciertas tribus que recorrían la Siria conocieron allí la reli-gión cristiana y tomaron algunas de sus imágenes como ídolos, uniéndolas a los viejos fetiches que se albergaban ya en el recinto de la Kaaba.

Así, poco a poco, La Meca, que fuera al principio un mercado en un cruce de ca-minos, se había tornado capital religiosa de todas las tribus árabes, y centro de inter-cambio y conocimiento de diversas creencias y costumbres.

Mahoma y la religión musulmana

En La Meca y en el seno de la tribu de los koraichitas nació, hacia 570, Mahoma. Durante mucho tiempo se dedicó al comercio de caravanas, conociendo en sus viajes gentes y creencias de otras tierras, y fue, sin duda, el monoteísmo de judíos y cristia-nos lo que más impresionó su ánimo. Así, cuando alcanzó una situación más desaho-gada, luego de su casamiento con la rica Kadidja, decidió dedicarse a la meditación, a la que lo incitaba su temperamento profundamente místico.

De esta meditación nació en su espíritu la convicción de la existencia de un solo dios y de la superioridad moral de las costumbres y los ritos judío-cristianos, propo-niéndose entonces enseñar a sus hermanos de raza una nueva doctrina religiosa; se-gún la tradición musulmana, lo decidió a ello una aparición del ángel Gabriel que le ordenó predicar. Quizá, por entonces, sus creencias no estaban totalmente claras en su espíritu, pero aquellos dos puntos constituían firmes convicciones y se enlazaron con algunas viejas ideas árabes que todavía se mantenían vivas en su ánimo; sostuvo así que existía un destino ineluctable al que todo individuo estaba sometido y que frente a él solo cabía la resignación —el islam—, idea que no se avenía muy bien con la del juicio final en que también creía. Todos estos elementos se aglutinaron en la predica-ción apasionada de Mahoma, que comenzó hacia el año 610.

Entre esa fecha y el año 622, Mahoma explicó su doctrina a parientes y amigos; logró convertir a algunos de ellos y entonces extendió la predicación a más amplios auditorios hasta que su pensamiento fue público en La Meca. Pero la nueva doctrina encontró entonces la más violenta resistencia; la destrucción de los ídolos que Maho-ma propugnaba pareció un sacrilegio intolerable; pero, sobre todo, el triunfo de Mahoma era una amenaza contra los intereses de la ciudad, que aprovechaba del pe-regrinaje; entonces los propios koraichitas —sus parientes— abrieron las hostilidades contra él y lo persiguieron hasta que el Profeta se vio obligado a escapar de La Me-ca.

Su huida, en julio de 622, marca el comienzo de una nueva era, llamada la hégira, que significa precisamente la huida”. Mahoma se refugió en Yatreb, una ciudad del norte en la que abundaban judíos y cristianos y en la que el monoteísmo no era una idea extraña; más tarde recibió el nombre de Medinat-annabi o Medina, esto es, la ciudad del Profeta. Allí constituyó una pequeña comunidad en cuyo seno maduró su pensamiento, procurando ajustarlo cada vez más a la manera de ser de su pueblo; y como viera que una religión de paz y de humildad era inconciliable con las costumbres árabes, predicó la guerra santa contra los infieles, desviando así sus tendencias guerreras hacia un objetivo religioso.

El plan era certero y fue coronado por el éxito. En el año 630 decidió la guerra contra La Meca, primer baluarte de los infieles, y la ciudad fue tomada por sus hues-tes. Entonces destruyó los ídolos de la Kaaba y obligó a las tribus vecinas, de grado o por fuerza, a aceptar sus doctrinas, logrando, poco a poco, que la inmensa mayoría de los árabes adoptaran la fe que él predicaba.

¡Gloria a Dios, a quien pertenece todo lo que hay en los cielos y sobre la tierra! ¡Gloria a Dios en la vida futura! Él es sabio y prudente. Sabe todo lo que penetra en el fondo de la tierra y lo que sale, lo que desciende del cielo y lo que sube. Es clemente y misericordioso.

Los creyentes que hayan profesado las buenas acciones, queri-dos del cielo, gozarán de sus beneficios brillantes. El impío que se esfuerce en abolir el culto del Señor será víctima de los crueles suplicios.

( Corán, sura 34)

La creencia fundamental de la nueva religión era la existencia de un solo dios, llamado Alá; los profetas judíos y el mismo Cristo lo habían anunciado, pero su verda-dera revelación correspondía a Mahoma, que por eso fue llamado, por antonomasia, el Profeta.

Frente al inmenso poder de Alá —decía el Profeta—, el hombre no posee libertad alguna; su destino está escrito y solo cabe la resignación —el islam— y el cumpli-miento de las normas y los ritos que están prescriptos; había que creer firmemente en un solo dios, hacer las abluciones purificatorias y las plegarias cinco veces por día, practicar la limosna con frecuencia, guardar el ayuno durante el mes de Ramadán y realizar el peregrinaje a La Meca una vez por año o una vez en la vida cuando, más tarde, la fe se difundió por regiones lejanas. Además había que luchar por la fe en lo que se llamó la guerra santa y portarse con los semejantes de acuerdo con normas estrictas de justicia y misericordia.

Para el que obraba así, Alá reservaba, después de la muerte, el paraíso, en el que se gozaba de una deliciosa vida eterna; pero el que contravenía esas normas solo po-día esperar la gehanao infierno, donde el fuego castigaría su impiedad.

La unidad del pueblo árabe

Desde el año 630, en que fue tomada La Meca, hasta el 632, en que murió Maho-ma, casi todos los árabes se convirtieron a la nueva fe; poco después, con sus suceso-res, la conversión llegaría a su término y los árabes se encontrarían totalmente unidos bajo el signo del islam.

Fue así como Mahoma consiguió aglutinar a los árabes. Hasta entonces solo for-maban tribus dispersas cuyo valor y fuerza combativa se ejercitaba en el bandidaje o en las luchas recíprocas; desde ese momento, los árabes constituirían un solo pueblo, con una profunda unidad basada en la comunidad de sus creencias.

El jefe de ese pueblo era el Profeta, el enviado de Dios que lo guiaba según sus designios. Entre todos, el más importante de los mandatos de la Divinidad era el de la extensión de la fe por toda la tierra y entre todos los pueblos: así, la guerra santa se transformó en el fundamento principal de la unidad árabe.

La guerra santa y la organización del Califato

A la muerte de Mahoma, el problema de quién heredaría su autoridad absoluta se presentó a los ojos de los fieles del islam. Como esa unidad estaba basada en la fe, solo podía ser jefe quien participara del celo religioso del Profeta; entonces se recono-ció como tal al más allegado de sus discípulos, el primero de los convertidos y el más fiel de sus compañeros: Abu-Beker. Se le llamó califa, esto es, el sucesor, y este título, que aludía a su relación estrecha con el Profeta, fue el que llevaron por mucho tiempo los jefes del pueblo árabe.

Abu-Beker concluyó la conquista de la Arabia todavía infiel y luego se lanzó a la lucha para ganar nuevos pueblos para la fe. Arrebató la Palestina al Imperio bizantino y la Mesopotamia a los reyes partos y, cuando murió, Omar, el nuevo califa, agregó a esos territorios la Siria, la Persia y el Egipto. Al mismo tiempo, Omar comenzó a esta-blecer la organización política y administrativa del califato.

Los dos califas que le siguieron, Otmán y Alí, vieron aparecer la sombra de la gue-rra civil; sus títulos para ejercer el califato no eran tan evidentes como los de sus an-tecesores y aparecieron las rivalidades entre distintos grupos. En 661 Alí fue asesinado y el gobernador de Siria, Moaviya, se proclamó califa inaugurando la dinastía oméya-da, que debía durar cerca de un siglo. Desde entonces La Meca dejó de ser la capital del califato y los oméyadas se establecieron en Damasco.

Durante ese tiempo el califato se extendió hasta regiones remotas; por el Oriente, sus límites tocaron a la China, mediante la ocupación del Turquestán; y por el Occi-dente, los musulmanes lograron apoderarse del norte de África y de España. Pero en 732 el mayordomo del reino franco, Carlos Martel, consiguió detenerlos cuando in-tentaban apoderarse de Francia y poco después el emperador de Bizancio los contenía en el Taurus: así quedaron establecidos los lindes de la dominación musulmana en la primera mitad del siglo VIII.

La desmembración del califato

En 750, nuevas luchas civiles estallaron en el califato y los oméyadas de Damasco fueron derribados por un jefe de tropas mercenarias, llamado Abul-Abás. Una nueva dinastía, que recibió el nombre de abasida y cuya sede fue poco después la ciudad de Bagdad, apareció entonces. Pero su poder se vio disminuido por las discordias inter-nas; un sobreviviente de la familia oméyada llegó a España tras largas peregrinaciones y consiguió sustraer esa región a la autoridad del califa, transformándola luego uno de sus sucesores en califato independiente; del mismo modo se separaría más tarde el Egipto; con el tiempo, hasta los dominios asiáticos que obedecían a Bagdad comenza-ron a levantarse, sin desconocer la autoridad califal pero afirmando la autoridad local de algunos jefes; así fue como el califato pudo ser presa, en el siglo XI, de nuevas tro-pas mercenarias sublevadas, que impusieron a su jefe como califa.

Los musulmanes en España

De todos estos territorios caracterizados por la religión y la cultura musulmanas, el más importante para nosotros es España.

Establecidos allí desde principios del siglo VIII, después de la victoria obtenida so-bre los visigodos en Guadalete (711), los árabes y las poblaciones bereberes del África que componían la expedición conquistadora se transformaron en la minoría gober-nante; pero poco a poco, junto a los cristianos que permanecían fieles a su fe, otros muchos se convirtieron al islamismo o por convicción o por temor, y muy pronto el territorio español se transformó en un baluarte de la religión del Profeta; solo tres años habían bastado para la conquista de la tierra (711-713) y fueron necesarios pocos más para establecer en ella un sólido régimen de predominio por parte de los musul-manes.

Sin embargo, estos no forzaron a los cristianos a convertirse; toleraban a los mo-zárabes —así se llamaba a los cristianos que vivían entre ellos— y solo los obligaban a pagar un impuesto más crecido. Abandonaron Toledo y transformaron a Córdoba en la capital del territorio, que siguió dependiendo del califa de Damasco hasta la época de las guerras civiles (750); entonces llegó a España Abderramán I, príncipe de la familia oméyada escapado de la matanza ordenada por Abul-Abás, y consiguió que lo recono-cieran allí; España fue declarada independiente de los nuevos califas de Oriente y constituyó por algún tiempo un emirato autónomo, sin que Abderramán I se atreviera a proclamarse califa todavía.

Abderramán I reinó treinta y tres años y algunos meses. Su pa-labra era fácil y elegante; sabía hacer versos y era dulce e instruido, resuelto, pronto a perseguir a los rebeldes. No quedaba jamás en reposo o en la ociosidad; no confiaba en nadie para el cuidado de los asuntos y solo se fiaba de su propio juicio. Su inteligen-cia era profunda; su bravura, que llegaba a veces a la temeridad, se unía a una gran prudencia.

(IBN AL-ATIR, Crónica)

Su autoridad, sin embargo, no pudo establecerse sin luchas; pero poco a poco con-siguió afirmar su poder y España entró en una era de tranquilidad interior y de desa-rrollo material y espiritual. En cambio, en lo exterior el emirato tuvo que afrontar un estado de guerra permanente; en el noroeste, el pequeño reino cristiano que se había constituido en los valles cantábricos se fortalecía cada vez más y amenazaba con ex-tenderse, por lo cual era necesario combatirlo permanentemente; mientras tanto, en el noreste, el reino franco crecía en poderío bajo la conducción de los duques de Aus-trasia y pugnaban por arrojar a los musulmanes del territorio que habían ocupado allí.

Estas luchas fueron constantes; a principios del siglo IX los francos consiguieron expulsar a los sucesores de Abderramán I, no solo de los valles pirenaicos sino también de casi todo el territorio español hasta el río Ebro; los reinos del noroeste progresaban también aunque lentamente, pero el resto del territorio quedaba fuertemente unido bajo la autoridad del emir de Córdoba. Un siglo después, Abderramán III (912) se pro-clamó califa y desde entonces se acentuó aún más el vigor de la acción centralizado-ra.

El siglo X fue, en efecto, una época de esplendor militar y espiritual; mientras Córdoba se transformaba en una populosa ciudad de hermosa arquitectura y amplio desarrollo, las tropas de los califas obtuvieron sus mejores éxitos, especialmente bajo el mando de Almanzor, que logró contener el creciente progreso de los reinos cristia-nos del noroeste en los últimos años del siglo X y los primeros del XI. Los poetas y los sabios brillaban en la capital y la riqueza se acrecentaba en toda la península.

Pero en la primera mitad del siglo XI el califato cayó en medio de la guerra civil; la autoridad del califa fue reemplazada por la de los emires de los pequeños reinos pro-vinciales, o reinos de taifas, y los cristianos aprovecharon esta circunstancia para avanzar hacia el sur. Por dos veces la ayuda de las poblaciones bereberes de África pudo contribuir a alejar este peligro, pero su llegada trajo consigo la reanudación de las luchas civiles y muy pronto sus esfuerzos resultaron estériles; así debieron retro-ceder, y en el siglo XIII quedaron reducidos a las regiones del sur; allí perduraron dos siglos, alrededor de Granada, de donde, finalmente, fueron expulsados a fines del siglo XV.

El período seldyucida y el otomano

Entretanto, en el Oriente, el califato de Bagdad sufría un destino singular. Debili-tada la autoridad califal de los abasidas por las ambiciones de los emires locales, pu-dieron apoderarse del poder en el siglo XI las tropas turcas que estaban a su servicio. Se conoce a este grupo con el nombre de turcos seldyucidas; por algún tiempo restau-raron el poder musulmán y ocuparon extensas regiones del Asia occidental; amenaza-ron al Imperio bizantino y ocuparon el Asia Menor, provocando así la llegada de los cristianos en unas expediciones que se llamaron cruzadas. Pero corrieron igual suerte que los abasidas, porque el califato sucumbió a manos de los jefes de las distintas pro-vincias y, en el siglo XIII, fueron derrotados por los mongoles, a los que siguieron luego los turcos otomanos a fines del mismo siglo. Los otomanos restauraron el califato y crearon un inmenso imperio musulmán que se engrandeció con la toma del Imperio bizantino, a mediados del siglo XV.

La civilización musulmana: su carácter

La expansión de los árabes y la adhesión de diversos pueblos a su fe creó un ámbi-to cultural heterogéneo pero de fuerte cohesión. El vínculo fundamental no era preci-samente la dependencia política —que se quebró a veces— sino la unidad religiosa. Pero debajo de esa unidad los musulmanes pudieron aceptar y asimilar el acervo espi-ritual de los pueblos sometidos y de sus diversas culturas, fundiendo todo en un bloque cuyo contenido se difundió por todas las regiones que ocuparon.

Así, junto a los preceptos de la fe musulmana, los conquistadores llevaron, desde el Turquestán hasta España, los sistemas agrícolas que habían hecho la prosperidad de la Mesopotamia y el Egipto, los principios políticos y administrativos del Imperio persa y el bizantino, y el caudal de la cultura heleno-romana. Su situación geográfica era pri-vilegiada; ocupaban toda la costa meridional del Mediterráneo y sus límites tocaban con la India y la China, así que pusieron en contacto —por primera vez— al Oriente lejano y al Occidente. Su comercio, su navegación, su espíritu aventurero facilitaron esta difusión de elementos culturales diversos; y como llegaban a todas partes, su in-fluencia se advirtió no solo en las regiones que conquistaron sino en aquellas donde solían arribar sus naves y sus hombres; así fue como marcaron con su sello a los pue-blos cristianos del Mediterráneo: hoy puede afirmarse que en la vida espiritual de la Edad Media europea las influencias musulmanas fueron intensas y fructíferas.

El contraste más vivo se notaba en las formas de vida; frente al ascetismo cris-tiano, las cortes musulmanas presentaban el espectáculo de una extremada sensuali-dad, de un lujo deslumbrante, de una rica diversidad de preocupaciones mundanas y espirituales. La corte de Bagdad —la que nos pintan los cuentos de Las mil y una noches, recopilados en los tiempos felices del califa Harun al-Raschid, en el siglo VIII— brillaba por sus poetas y sus sabios, por el lujo de sus palacios, por la magnificencia de sus fiestas.

Allí influía el recuerdo de las costumbres persas, como en otras partes estaba vivo el de las bizantinas o el de las visigodas y romanas. Solo la fe constituía un armazón capaz de unir tanta diversidad, y para perpetuarla siempre estaba presente en el áni-mo de los musulmanes la palabra del Profeta, conservada por el Corán.

El Corán

El Corán era el conjunto de las predicaciones del Profeta. Al principio se las recor-daba de memoria porque, siguiendo la costumbre de los adivinos árabes, tenían una forma rítmica que quedaba en el oído; pero a su muerte, Abu-Beker dispuso que se las pusiera por escrito y un antiguo secretario del Profeta se encargó de esa labor. Más tarde, y debido a la aparición de otros textos que también pasaban por auténticos, el califa Otmán ordenó la compilación de un texto oficial (653), que es el que nos ha lle-gado.

El Corán se compone de pequeños capítulos o suras que pueden agruparse por sus temas; el primero es el de las invocaciones y llamados a la nueva fe, con la promesa de castigos y recompensas; el segundo contiene los princi-pios de la nueva creencia y revela la intención de vincular su prédica con la de los profetas judíos; el tercero procura establecer las reglas de la nueva comunidad de los creyentes, no solo en lo religioso sino también en lo político y en lo civil. Allí están los preceptos sobre los ritos, las indicaciones sobre el régimen penal o tributario, los con-sejos sobre cuestiones de la vida cotidiana.

El Corán estaba escrito en árabe; cuando los diversos pueblos de distinta lengua se adhirieron a su doctrina fue necesario que los especialistas se consagraran al estudio de la lengua religiosa y de allí nacieron importantes estudios filológicos que se mez-claban con las observaciones teológicas; de este estudio surgió a veces el choque entre las distintas interpretaciones y por eso los conflictos religiosos fueron frecuentes en el mundo musulmán.

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CAPÍTULO XXXVI

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Carlomagno y la restauración del Imperio de Occidente

Durante el período de los reinos romano-germánicos, uno de ellos se había distin-guido entre todos por la fuerza de su organización y su poder expansivo: el de los francos. Contaba este además con la protección de la Iglesia, que veía en él a su aliado natural y su defensor, razón por la cual se estableció muy pronto una estrecha alianza entre los dos poderes. Así, al llegar el siglo VIII, cuando nuevas y graves circunstancias se presentaron en el escenario de la Europa occidental, adoptaron ambos una política concordante: la monarquía francesa, tras un cambio dinástico, aceptó el papel de de-fensora de la fe cristiana frente a los infieles a cambio del reconocimiento de la po-testad imperial, y la Iglesia, por su parte, insinuó sus aspiraciones a una autoridad es-piritual absoluta. Esta política fue llevada a la práctica; pero en tanto que el imperio fracasó en sus propósitos al cabo de algún tiempo, la Iglesia mantuvo los suyos y quedó durante varios siglos en situación de predominio sobre el Occidente europeo con defi-nidas pretensiones de supremacía que amenazaban a los poderes laicos. Más tarde, cuando el imperio quiso resurgir, sobrevendría el choque entre las dos potencias.

La dinastía carolingia

El principio de la subdivisión territorial y la incapacidad personal de los reyes me-rovingios habían conducido a esa dinastía a una situación de absoluta impotencia. A costa de su autoridad, en cambio, había crecido la de la familia de los Heristal, a la que pertenecía Carlos Martel, quien ejercía el cargo de mayordomo o jefe del palacio con atribuciones de jefe de los ejércitos. Desde 719 su poder era absoluto y aún se afirmó más después de 732, cuando, al vencer a los musulmanes en Poitiers, se con-sagró como la única esperanza del reino.

Carlos Martel legó a sus hijos Carlomán y Pipino el Breve el cargo de mayordomo, que poco después ejerció solo el segundo por abdicación de su hermano. Pipino actuó como un verdadero rey con prescindencia de Childerico III, el último de los merovin-gios; pero no era bastante: cuando consideró que su posición era suficientemente só-lida, proyectó apoderarse del poder deponiendo al rey.

Burchardo, obispo de Wurzburgo, y el sacerdote Fultrad, cape-llán, fueron enviados a Roma, cerca del papa Zacarías, para hablar al soberano pontí-fice del problema que se planteaba por el hecho de que los reyes de Francia en esta época apenas tenían nada más que el nombre de reyes pero no poseían ninguna auto-ridad real. El papa nombrado hizo saber a los enviados que valía más llamar rey a aquel en cuyas manos residía la realidad del poder y, en virtud de su autoridad, decidió que Pipino fuera establecido como rey.

(Anales reales, año 749)

Entonces Pipino convocó la asamblea de los nobles y fue elegido rey por ellos, en tanto que —restaurando una tradición bíblica— se hacía consagrar por los obispos mediante la imposición del óleo sagrado. Childerico fue recluido en un monasterio y el cambio dinástico quedó consumado (751).

Desde entonces, las relaciones de la nueva dinastía franca —la dinastía carolin-gia— y el papado fueron cada vez más estrechas. El papado necesitaba la protección de los francos contra las aspiraciones lombardas a la unificación italiana y Pipino invitó al nuevo papa Esteban II a que viniera a Francia para concertar definitivamente el acuerdo. Allí el papa consagró rey a Pipino y recibió, a cambio, la promesa de que las tropas francas irían a Italia para someter a los lombardos (754).

Pipino cumplió su promesa; los lombardos, atemorizados, reconocieron al papa la posesión de la zona de Ravena —que pertenecía en rigor al Imperio de Oriente— y ante una segunda expedición confirmaron su promesa y se resignaron a cumplirla. Pero Pipino había sentado un grave precedente para el futuro: la sumisión de la coro-na al papado; de esta concesión, hecha por las exigencias del cambio dinástico, deri-varían luego largos y dolorosos conflictos.

Cuando murió Pipino (768), el reino fue dividido entre sus dos hijos: Carlomán y Carlos; pero en 771 Carlomán murió y Carlos —conocido luego con el nombre de Car-lomagno— quedó como único dueño del poder. Entonces, comenzó una era de expan-sión militar y de organización administrativa y política que transformó muy pronto al reino franco en la primera potencia del Occidente.

Carlomagno puso al servicio de esta obra una extraordinaria energía y una clara inteligencia para los problemas políticos.

Era de espaldas anchas y robustas, de talla elevada, aunque no en demasía, porque medía siete pies de alto. Su cabeza era redonda, sus ojos grandes y vivos, su nariz algo más grande que lo corriente; tenía hermosos cabellos blancos y una fisonomía agradable y alegre. También daba exteriormente una vigorosa impre-sión de autoridad y dignidad, ya estuviese sentado o de pie. Tenía el paso firme y la actitud viril. Su voz era clara aunque no tenía toda la amplitud de su físico.

Se entregaba asiduamente a la equitación y a la caza. Era un gusto hereditario, porque quizá no haya un pueblo en el mundo que pueda igualar en esos deportes a los francos.

(EGINHARDO, Vida de Carlos, XXII)

Tenía, además, cierto gusto por el saber y estudió al lado de algunos monjes que le leían y comentaban las Escrituras y algunas obras importantes: quizá La ciudad de Dios de San Agustín influyó en su concepción política. Así logró una madurez en el pensamiento y en la conducta que lo llevaron a afrontar con sereno juicio la gigantesca misión que se propuso.

Las guerras de Carlomagno. El ejército

Una de las preocupaciones fundamentales de Carlomagno fue la dominación de Italia; lo llamaban allí los compromisos contraídos con el papado, la vecindad de esas regiones y la convicción de que solo la posesión de la antigua sede del Imperio romano podría asegurarle la corona imperial a que aspiraba. Por eso realizó sucesivas cam-pañas contra los lombardos; estos continuaban amenazando a Roma y en 774 Carlo-magno alcanzó la región del Po y sitió al rey enemigo, Desiderio, en Pavía; poco des-pués la ciudad era tomada y el rey de los francos agregaba a su corona la de rey de los lombardos.

Carlomagno volvió varias veces a Italia para defender sus posesiones contra los duques lombardos del sur que, aunque reconocían su soberanía, mantenían cierta in-dependencia. La península fue pacificada y Carlomagno adoptó el título de patricio de los romanos; más tarde entregó la corona de Italia a su hijo y, aunque confirmó al pa-pa en la posesión de la región de Ravena, dejó bien sentado que, en derecho, pertene-cía a su corona. El papa, en cambio, procuró afirmar la supremacía de la Iglesia ejer-ciendo el derecho de coronarlo emperador.

En la Germania, Carlomagno luchó durante largos años de su vida; en tanto que la Frisia fue evangelizada y sometida a la autoridad de Carlos sin demasiado esfuerzo, la región de Sajonia constituyó el más serio problema militar y político. Los sajones se agruparon alrededor de un noble de su raza llamado Widukindo y mantuvieron la lu-cha durante muchos años, pese a la energía desplegada por Carlomagno y al rigor de la represión. En 780, tras violentas acciones, los sajones fueron derrotados y su territo-rio dividido y organizado para su administración civil y religiosa. Pero Widukindo con-siguió levantar otra vez todo el país, y desde 783 hasta 785 se produjeron nuevas gue-rras que aseguraron el restablecimiento de la autoridad de Carlomagno.

Sin embargo, tampoco esta vez fue definitiva la sumisión, porque en muchos dis-tritos volvieron a aparecer sublevaciones aisladas que obligaron a nuevas intervencio-nes francas. Al fin, en 803, pudo considerarse pacificada definitivamente la región, que fue organizada por Carlomagno para regularizar las relaciones con sus habitantes y asegurar su conversión al cristianismo. Al mismo tiempo se había logrado la sumisión de Baviera, que fue igualmente reorganizada como provincia.

Más allá, hacia el sudeste, Carlomagno debió luchar contra los ávaros; dominaban estos la región del Danubio medio, donde tenían su ring o campamento fortificado. En 791 comenzó la ofensiva y en sucesivas campañas todos sus territorios fueron dominados y los ávaros exterminados.

Dos regiones vecinas atrajeron también la atención de Carlomagno; en Bretaña, los celtas se resistían a aceptar la autoridad real y fueron necesarios varios años de lucha para someterlos; y en España, ante la constante amenaza de los musulmanes, Carlos realizó una primera expedición en 778 para conquistar los pasos de los Piri-neos.

Carlomagno fracasó en su primera tentativa y su retaguardia, mandada por el conde Rolando, fue destruida por las poblaciones montañesas, desastre que la tradi-ción atribuyó a los musulmanes y quedó inmortalizado en un poema titulado La canción de Rolando. Pero más tarde, en varias campañas, Car-lomagno pudo vencer a los infieles y apoderarse de parte de los territorios compren-didos entre los Pirineos y el río Ebro.

Así, pues, en una larga existencia dedicada principalmente a las acciones militares, Carlomagno había conseguido unificar las regiones comprendidas entre el río Ebro, en España, y el Elba, en Germania, extendiéndose por el sur hasta Italia. En las regiones fronterizas estableció unas provincias fortificadas o marcas: fueron la de España, la marca del Este o Austria y la marca vieja sobre el Elba, destinadas a impedir el acceso de los enemigos, musulmanes, ávaros y eslavos respectivamente.

El instrumento de la conquista había sido el ejército franco, compuesto por todos los hombres libres del reino, que estaban obligados a armarse a su costa. En principio, solo se convocaba a los que poseían una propiedad que tuviera entre 40 y 60 hectáreas de extensión, pero en caso de necesidad podían ser llamados los que no eran propieta-rios, pudiendo contribuir entre varios a armar a uno solo de ellos. Sin embargo, las expediciones lejanas obligaron a convocar casi exclusivamente a los ricos que pudie-ran servir a caballo.

Los hombres libres eran llamados al ejército por los condes que gobernaban cada distrito y así agrupados concurrían al lugar indicado para la concentración.

La organización y administración del imperio

Originariamente, Carlomagno no poseía sino el título de rey de los francos; des-pués de la conquista de Italia se agregó el de rey de los lombardos y el año 800, en-contrándose en Roma, resolvió consagrarse como emperador romano, mediante la aclamación del pueblo.

Carlomagno se preocupó de dar a sus vastos dominios una organización eficaz. Para ello lo dividió en varias provincias de distinta categoría, cada una de las cuales estaba a cargo de un hombre del séquito del emperador, con título de conde, por lo cual se llamó a aquellas condados.

Cuando el condado era fronterizo recibía el nombre de marca y el conde que la gobernaba gozaba de mayores atribuciones pues debía proveer a la defensa del terri-torio; se le llamaba entonces marqués o duque y tenía fuerzas militares a sus órdenes. Cada provincia se dividía en distritos, cada uno de los cuales se encomendaba a un vicario.

Por encima de este cuerpo de funcionarios estaba la corte o palacio, cuyo jefe ab-soluto era el emperador; lo rodeaban sus fieles o condes, palabra que significaba exactamente compañeros, algunos de los cuales recibían aquellos cargos de gobernadores, mientras otros se encargaban de las diversas fun-ciones de la corte.

Para la inspección de las provincias, el emperador designaba a dos enviados para cada circunscripción —uno laico y otro religioso— con el título de missi dominici, esto es, enviados del señor, cuyas funciones eran las de comprobar la justa administración de los territorios imperiales y, sobre todo, la de contrarrestar la creciente tendencia a la autonomía que mostraban los condes en sus respectivas jurisdicciones.

La cultura: el renacimiento carolingio

La época de Carlomagno se señaló como una etapa de preocupaciones por los pro-blemas espirituales. A diferencia de los otros reyes francos, Carlos mostró el mayor interés por despertar el gusto por el estudio y por utilizar los servicios de quienes ha-bían dedicado a ellos la existencia. En su época aparecieron algunas construcciones monumentales —como el palacio de Aquisgram— que revelan su interés por las ar-tes.

Sin embargo, era muy difícil entonces restaurar la tradición intelectual; en muy pocos monasterios se conservaban manuscritos y era más difícil aún encontrar gentes de sólida preparación; sin embargo, Carlomagno no cejó en su intento y atrajo a la corte a todos aquellos a quienes halló dispersos en sus dominios con vocación para los estudios y con conocimientos firmes. En general, eran monjes cuya atención se dirigía hacia el estudio de las Escrituras y los autores cristianos, pero no faltaban los que, junto a estos asuntos, habían profundizado el conocimiento de algunos pocos escritores de la antigüedad pagana. Con todos ellos se constituyó, poco a poco, una especie de academia, llamada la escuela palatina, cuyos miembros, además de encontrar allí la necesaria protección para dedicarse al estudio, cumplían al lado del emperador las funciones de miembros de un consejo asesor para los más graves problemas de go-bierno.

En ese grupo, Alcuino fue una de las figuras más señaladas; desde 796 era abad de la abadía de San Martín de Tours, que se consideró el centro más importante para los estudios superiores y que fue, en realidad, una especie de universidad. Alcuino, como antes San Isidoro de Sevilla, se preocupó por salvar cuanto fuera posible de la sabidu-ría antigua y compilar las obras que aún quedaban de esa época; pero además trató de divulgar esos conocimientos en unos manuales que compuso para uso de las escue-las. Era, asimismo, uno de los mejores teólogos de su época. También se distinguió por su saber el diácono Pablo de Lombardía, que dejó una crónica de su país y fue conse-jero predilecto de Carlomagno. El gramático Pedro de Pisa y Teodulfo de Orleáns for-maron parte de aquella academia, en la que también ocupaba lugar destacado Egin-hardo, a quien debemos una Vida de Carlos, considerada como uno de los testimonios más valiosos sobre esa época.

Las escuelas

Junto a esta labor de alta cultura, Carlomagno quiso que se realizara una difusión de los conocimientos elementales entre capas más extensas de la sociedad; para ello ordenó que en los monasterios se fundasen escuelas para la preparación de los futuros monjes, quienes debían aprender a leer y escribir y conocer el latín como para leer los textos sagrados más importantes. Para estudios algo más elevados, se crearon las es-cuelas episcopales, donde se enseñaban las llamadas artes liberales, sobre la base de las obras de los Padres de la Iglesia y de algunos autores romanos.

Un ideal de mayor difusión de la enseñanza elemental parece reflejar la creación de las escuelas parroquiales, cuyo desarrollo no fue muy extenso.

El desmembramiento del imperio

A la muerte de Carlomagno (814), su imperio quedó en manos de su hijo Luis el Piadoso, llamado por la tradición latina Ludovico Pío. Pero faltaban al heredero de tan vasto imperio las condiciones necesarias para mantenerlo en el ambiente de indisci-plina y de predominio de la fuerza que fue propio de su siglo. Así ocurrió que entre sus mismos hijos se suscitó una larga querella por el poder, que condujo a una serie de guerras entre sí y contra su propio padre. Estas querellas dieron por resultado la divi-sión del territorio entre los nietos de Carlomagno; pero el mayor de ellos, Lotario, se resistía a aceptar este plan porque aspiraba a la herencia del título imperial. Así co-menzaron nuevas luchas que se agudizaron a la muerte de Luis el Piadoso en 840.

Al año siguiente, Luis y Carlos derrotaron a Lotario en la batalla de Fontanet y se acordó establecer una división definitiva del territorio entre los tres hermanos; en 843, por el tratado de Verdún, quedaron fijados los límites entre los tres nuevos reinos; Carlos recibió la región occidental, aproximadamente la actual Francia; Luis obtuvo la región oriental, al este del Rin; y Lotario, junto con el título nominal de emperador, obtuvo la zona intermedia, que comprendía Italia y los valles de los ríos Ródano, Sao-na, Mosa y Rin.

El tratado de Verdún echó las bases de dos países de definida personalidad: Francia y Germania. En cuanto a la región de Lotario, se subdividió debido a la pronta muerte de su rey y surgieron nuevos conflictos por su posesión entre los otros dos hermanos, resultando de ellos la autonomía de ciertas regiones que cambiaron de mano varias veces en los tiempos subsiguientes. Así concluyó el Imperio carolingio como unidad política, aun cuando su recuerdo quedara vivo en las tradiciones políticas de los terri-torios que habían formado parte de él.

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CAPÍTULO XXXVII

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El mundo feudal

La disgregación del Imperio carolingio a mediados del siglo IX cierra el primer ci-clo de la historia de la Edad Media. A partir de entonces se constituye en Europa occi-dental un régimen social, político y económico que se conoce con el nombre de socie-dad feudal o feudalismo. Este régimen se organizó y mantuvo su absoluta vigencia entre los siglos IX y XIII; durante esa época existieron un imperio —creado en Germa-nia— y un cierto número de estados monárquicos, pero todas sus instituciones fueron alteradas en su fisonomía por la fuerza de esta organización social, política y econó-mica. El imperio y los diversos reinos adoptaron una estructura muy distinta de la tra-dicional y, a diferencia del Imperio romano o el carolingio, pueden ser llamados el imperio feudal y los reinos feudales.

Después del siglo XIII, el feudalismo comenzó a perder su vigor, porque surgió una clase burguesa que adquirió considerable importancia y porque la monarquía logró recuperar su poderío; sin embargo, durante varios siglos perduraron ciertos vestigios de aquella organización, que, sin embargo, estaba condenada a desaparecer por la transformación de las fuerzas sociales, políticas y económicas que se produce después del siglo XII.

Para comprender bien este período caracterizado por el régimen feudal, se lo es-tudiará primero en sus aspectos generales y luego a través de la historia particular de los diversos estados.

Los orígenes del feudalismo

A partir del tratado de Verdún, en los territorios del antiguo Imperio carolingio se constituyeron dos reinos importantes y algunos estados más o menos independientes. Los reyes carolingios que se sucedieron en cada uno de esos estados no pudieron mantener su autoridad, porque los condes a quienes se había entregado el gobierno de los distintos condados lograron poco a poco aumentar sus atribuciones hasta hacerse casi independientes.

Esta tendencia se había notado ya en época del propio Carlomagno, pero el presti-gio del emperador había sido suficiente para contenerla; en verdad, no era simple ambición de los condes sino que fue el resultado de una imposición de las circunstan-cias, pues la inmensa extensión del imperio dificultaba las relaciones con el poder central y obligaba a los condes a resolver por su cuenta los asuntos graves y urgentes; por otra parte, fue frecuente que el emperador o los reyes otorgaran esos dominios en recompensa de servicios militares y entonces el conde los recibía para aprovecharlos en su beneficio, por lo cual comenzaba a administrarlos como si fueran su propiedad privada.

Esta autonomía creciente de los condes fue favorecida por la gravedad de la situa-ción que provocaron las invasiones desde el siglo IX. En efecto, mientras los musulma-nes lanzaban desde sus puertos de África frecuentes expediciones de saqueo y con-quista hacia las regiones meridionales de Europa, por el norte y el este llegaron nue-vos pueblos que amenazaron las zonas limítrofes. Para defenderse de sus agresiones, los condes —y, a veces, algunos ricos propietarios que tomaban la iniciativa ante la impotencia de los reyes— se vieron obligados a reclutar ejércitos, construir campa-mentos fortificados y ejercer el poder con prescindencia de la autoridad central.

De ese modo, aparecieron en cada reino jefes regionales que, reconociendo la autoridad del rey y sirviéndolo en la guerra, eran casi independientes dentro de su jurisdicción; a veces tuvieron ellos, a su vez, jefes subordinados a quienes entregaban tierras para que hicieran lo que ellos: dominarlas y explotarlas en su provecho, con la condición de que reconocieran su autoridad superior y los sirvieran con las armas; así se fue formando un sistema jerárquico en el régimen político que sirvió de base a otra ordenación social.

Las nuevas invasiones

Las invasiones de los siglos IX y X fueron de otro carácter que las del siglo V. Esta vez no se lanzaron pueblos enteros para ocupar vastas regiones, sino que fueron ban-das más o menos numerosas que aparecían en las fronteras o en las costas con propó-sitos de saqueo. Sin embargo, cuando pudieron hacerse fuertes en un territorio, se establecieron en él definitivamente.

Desde el siglo VIII obraban ya de esta manera los musulmanes que asolaban las costas de Francia e Italia y aun llegaban, a veces, hasta las regiones bizantinas. En el siglo IX aparecieron por las costas francesas, inglesas y alemanas los grupos germáni-cos que habían quedado en la región del mar Báltico, a los que se comenzó a llamar normandos, o sea hombres del norte. También ellos, cuando pudieron, procuraron es-tablecerse, pero, entretanto, se contentaban con saquear las poblaciones. Finalmente, aparecieron en las regiones del Danubio y del Oder los pueblos eslavos y los húngaros, en quienes predominaba el interés por la conquista de la tierra.

Los normandos y su establecimiento en Francia

Los normandos eran germanos que habían permanecido en las orillas del mar Bál-tico y se habían transformado en expertos marinos. Con sus ágiles barcos —que deco-raban con un vistoso espolón y una vela escarlata— recorrían las costas de Dinamarca y la península escandinava y poco a poco se atrevieron a surcar el océano para llegar hasta Inglaterra, Islandia y las tierras americanas.

Se les suele llamar también vikingos, del nombre con que designaban a sus jefes; por esta época comenzaron a constituir estados en Dinamarca y Noruega y prevaleció entre ellos una organización que conservaba los rasgos de los primitivos tiempos ger-mánicos; pero la piratería y la guerra engendraron una aristocracia que dominó en la tierra y sobre todo en los mares, donde buscó campo propicio para sus hazañas.

Poco después del desmembramiento del Imperio carolingio se vio a los normandos llegar a las costas francesas y germánicas, así como también a las de Inglaterra; acostumbraban remontar el curso de los ríos y asaltar de improviso los poblados para robar lo que encontraban, y así lo hicieron en toda la extensión de la costa atlántica y aun del Mediterráneo. Tras muchas expediciones de esta especie, comenzaron, a fines del siglo IX, a establecerse en algunas regiones de Inglaterra y Francia. En este último país entraron por el río Sena y ocuparon sus orillas; a principios del siglo siguiente, Carlos el Simple, rey de Francia, otorgó a Rolón, jefe de los normandos, el título de duque de toda la región al sur del Sena, que comenzó desde entonces a llamarse Normandía.

Los normandos se vincularon estrechamente a la vida del reino francés y se hicie-ron cristianos; pero sus duques fueron celosos defensores de sus derechos frente a la corona.

Los otros pueblos invasores

Los normandos llegaron algunas veces hasta el Mediterráneo y pronto habrían de establecerse también allí de manera permanente; pero hasta el siglo XI tuvieron que ceder ante el empuje de los musulmanes, que, desde sus puertos africanos, cruzaban el mar para asaltar los puertos y las naves que encontraban a mano. Por esa época, puede decirse que los musulmanes eran los únicos que podían navegar el Mediterrá-neo, circunstancia que tuvo consecuencias nefastas para las ciudades de Europa occi-dental, pues, interrumpido su comercio, comenzó para ellas una época de inevitable declinación. Con la conquista de Sicilia, los musulmanes ganaron una nueva avanzada sobre las rutas marítimas, y aun pudieron hacer pie en la península itálica, donde ocuparon algunas ciudades. Más tarde los normandos lograrían, a su vez, dominar en el Mediterráneo, y, tras el saqueo de muchas regiones, Roberto Guiscardo creó un reino que se extendió por Sicilia y el sur de Italia.

Entretanto, por el este de Europa aparecían las bandas eslavas que venían desde la llanura rusa y avanzaban hacia el oeste divididas en varias ramas: una se dirigió hacia la región del Vístula y el Oder dando lugar a la formación del pueblo polaco; otra, constituida por los checos y los eslovacos, ocupó la zona de Bohemia y Moravia; y otra, que se desvió hacia el sur, ocupó la zona costera del Adriático: fueron los servios y croatas. Además, llegaron en la misma dirección los húngaros, de raza mongólica, quienes siguieron la tradicional ruta de invasión del Danubio y se fijaron en el curso medio; desde allí intentaron invadir la Germania pero fueron contenidos y se vieron obligados a permanecer definitivamente en aquella región.

Las invasiones de estos pueblos amenazaron constantemente las fronteras de los grandes reinos surgidos del antiguo Imperio carolingio y determinaron la aparición de señoríos locales de gran poder que luego se levantaron contra la autoridad real, im-potente ante la agresión. De ese modo, las invasiones, que tanta influencia racial tu-vieron en Europa, ejercieron de inmediato una acción decisiva en su destino social y político, al provocar un profundo cambio institucional.

La transformación política: el imperio y el reino frente a los feudos

Las invasiones precipitaron el proceso de desintegración del imperio y de cada uno de los reinos. Ya desde hacía tiempo se notaba aquella tendencia a la autonomía de los poderes locales, pero las exigencias de la defensa —unidas a la impotencia del poder real— favorecieron la constitución de señoríos o dominios a los que se llamó también feudos.

Desde entonces el feudo comenzó a ser una unidad política, económica y social, cerrada y autónoma. Su señor se consideraba unido por un vínculo de vasallaje o leal-tad al rey que le había concedido el dominio; pero este vínculo no lo obligaba más que a prestarle auxilio en caso de guerra; dentro del feudo, en cambio, el vasallo se tor-naba señor y obraba como un verdadero rey en las cuestiones políticas, administrati-vas y, muchas veces, judiciales, pero se comportaba, al mismo tiempo, como un pro-pietario de la tierra.

Como, a su vez, le era lícito entregar parte del suelo a otro señor, y este se trans-formaba en su vasallo, el poder del señor era considerable y aun podía crecer me-diante las mercedes que hacía a cambio de la ayuda militar. Así ocurrió que el conjun-to de los señores feudales llegó a tener un poder tal que el rey perdió autoridad frente a ellos; fue, todo lo más, otro señor, a quien se le conocía nominalmente una superio-ridad jerárquica que, durante estos siglos —desde el IX hasta el XIII—, apenas se tra-dujo en autoridad efectiva.

En el siglo X ya Europa occidental estaba íntegramente feudalizada; el imperio será restaurado por los reyes de Germania y el reino francés seguirá constituyendo una comunidad; pero las verdaderas unidades políticas, sociales y económicas serán los feudos en que cada uno de aquellos se dividió.

El régimen feudal

El feudo era un territorio que, formando parte del patrimonio de un reino, era en-tregado a un señor en usufructo, esto es, para que lo usara y obtuviera de él un cierto rendimiento sin adquirir, por eso, su propiedad absoluta; le era entregado, además, para que lo gobernara y administrara, confundiéndose así en una sola persona la po-sesión y el uso privado, por una parte, y la administración pública, por otra.

También se llamó a este territorio beneficio. El que lo entregaba —que era, origi-nariamente, un rey— recompensaba con él ciertos servicios militares o establecía una alianza de ese tipo para el futuro; en efecto, el que recibía la tierra se consideraba vasallo del que se la entregaba, al que llamaba su señor.

Lo singular de este régimen era que un vasallo podía, a su vez, transformarse en señor si entregaba una porción de su dominio a otro, que, por su parte, se transfor-maba en su vasallo. De ese modo adquiría un poder militar que podía usar en su pro-pio provecho, para ascender en jerarquía y ampliar sus posesiones. Como este proceso podía repetirse todavía en la persona de cada vasallo, se creaba una jerarquía de va-rios grados, unidos todos entre sí por un vínculo de vasallaje.

Con respecto a su feudo o beneficio y con respecto a sus vasallos, el poseedor del dominio se llamaba señor. Dentro de sus tierras podía tener hasta atribuciones judiciales; pero aún si no llegaba a tanto, era un verdadero rey en lo político y administrativo. Celoso de su independencia, el señor feudal procuraba cada vez más encerrarse en su tierra; y, a la larga, cada feudo constituiría una unidad cerrada, política, social y económicamente.

En efecto, el señor del cual él era vasallo no podía intervenir de modo alguno en el gobierno del feudo porque su vínculo era solamente personal, esto es, de hombre a hombre, sin que alcanzara al dominio. Además, quienes vivían dentro del feudo esta-ban estrechamente unidos por diversos lazos a su señor y la vida económica estaba limitada a su contorno, produciéndose y consumiéndose dentro de él todo lo necesario sin que, por otra parte, hubiera posibilidades de expansión comercial, dada la situa-ción general del mundo occidental.

Las relaciones entre un señor y su vasallo se establecían mediante un contrato que rara vez se fijaba por escrito y que generalmente era solo verbal y respaldado por la fe del juramento ante testigos. El contrato feudal se componía de dos etapas. En una de ellas se establecía el vínculo de vasallaje mediante el juramento de fidelidad, que se simbolizaba besando el presunto vasallo la mano del futuro señor o poniendo sus manos entre las de él; a este acto se le llamaba el homenaje, porque el presunto vasa-llo se transformaba en el “hombre” del señor, esto es, en su subordinado. En la otra se establecía el vínculo del beneficio, por el cual el presunto señor entregaba tierras a su futuro vasallo; este acto se llamaba investidura y se simbolizaba mediante la entrega de una rama o cualquier otro objeto representativo de la tierra otorgada.

Una vez formalizado el contrato feudal, las relaciones recíprocas quedaban inexo-rablemente fijadas: el señor debía ayudar a su vasallo protegiendo a él y a su familia, e interviniendo en su apoyo en la tramitación de la justicia; el vasallo quedaba, por su parte, obligado a prestar auxilio militar y a no tener más amigos ni enemigos que los de su señor. Para la disolución del vínculo feudal bastaba una ceremonia semejante a la del contrato, por la cual, previa devolución del beneficio, el vasallo quedaba libre de sus obligaciones militares.

Los caracteres de la sociedad feudal

La organización feudal cristalizó rápidamente en un complicado sistema social que se caracterizó por su extrema inflexibilidad. Los individuos quedaban aprisionados dentro de su clase o estamento sin que fuera fácil el paso de un grado a otro de la es-cala. Dos grandes grupos se observaban en esta: el de los que tenían y el de los que no tenían privilegios; pertenecían al primero los nobles y los clérigos y al segundo los campesinos, los villanos y los siervos.

Cuando las circunstancias comenzaron a permitir la elevación económica y social de los últimos, y les fue posible escapar de la estrecha situación en que se hallaban, el régimen feudal perdió su vigor y rápidamente se desmoronó como sistema cerrado; la actividad comercial e industrial que se desarrolló después del siglo XII permitió que muchos de los no privilegiados abandonaran la vida rural y, con ella, la estrecha de-pendencia de los señores feudales. Así surgió una burguesía que se estableció en las ciudades, y desde entonces los señores, aunque conservaban los privilegios sociales, no mantuvieron el instrumento de sujeción de las clases no privilegiadas, que era la pose-sión de la única fuente de riqueza: la tierra. La burguesía urbana fue enemiga inconci-liable de los señores feudales y los reyes se apoyaron en ella para abatir el poderío de aquellos, que limitaban su propia autoridad. Así, después del siglo XIII, el régimen feudal no subsistió sino como una supervivencia que, cada vez más, perdía significa-ción frente a la nueva estructura social y económica del mundo occidental.

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CAPÍTULO XXXVIII

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El Santo Imperio romano germánico

A pesar de que las tendencias políticas predominantes en el siglo IX conducían en Europa a la subdivisión feudal, la tradición unitaria de la Iglesia y del imperio no per-dió por completo su vigor. El papado quiso restaurarla en su favor; pero al mismo tiempo estimuló el resurgimiento del imperio —cuyo auxilio necesitaba— y, con ello, preparó una era de luchas por el predominio entre las dos autoridades, puesto que ambas representaban la misma tendencia a la supremacía absoluta.

De esta lucha resultó, primero, en el siglo XII, un acuerdo que pareció resolver las principales diferencias; pero, más tarde, tras nuevas dificultades, el imperio quedó herido por los golpes de su contendor; finalmente, el papado sufrió, a su vez, las con-secuencias de la lucha y quedó reducido en sus pretensiones. Imperio y papado subsis-tirán desde el siglo XIV, pero sin volver a alcanzar la situación de supremacía a que aspiraron y que creyeron poder alcanzar.

La Germania después del tratado de Verdún. Los ducados

Cuando en 843 el antiguo Imperio carolingio se dividió entre los nietos de su fun-dador, la Germania correspondió a Luis, a quien se llamó, por eso, el Germánico. Sus sucesores mantuvieron el poder hasta 911. Durante ese tiempo la autoridad real se debilitó considerablemente a consecuencia de las invasiones y, en cambio, se acre-centó la de los señores feudales de los cuatro ducados en que se había dividido la Germania desde la época de Carlomagno.

Esta transformación política forma parte del proceso que se ha descripto, en ge-neral, al explicar los orígenes del feudalismo; los duques, aunque ganaron en autono-mía, en poder y en prestigio, no abolieron la dignidad real y se mantuvieron fieles a los reyes, por lo menos en apariencia. Pero lograron poseer tanta autoridad en Ger-mania que los últimos carolingios vieron menguar cada vez más su ascendiente y sus atribuciones.

En el territorio de la Germania propiamente dicha habían aparecido cuatro gran-des ducados: el de Sajonia, el de Franconia, el de Suabia y el de Baviera.

Más tarde, a fines del siglo IX, se unió a estos ducados, bajo la corona real germá-nica, el de Lorena, resto del desmembrado reino de Lotario y que se extendía por los valles del Mosa y el Mosela.

Al extinguirse la dinastía carolingia con la muerte de Luis el Niño, en 911, los du-ques germánicos establecieron que, en adelante, la monarquía sería electiva, debien-do recaer la corona en alguno de los poderosos señores del reino. En efecto, el propó-sito era que la autoridad monárquica fuera cada vez más restringida y que los señores gozaran de la mayor autonomía; para ello era imprescindible que no hubiese una polí-tica dinástica que independizase a los reyes. La consecuencia fue la que se deseaba; la monarquía fue, en general, débil, y solo cuando recayó la corona en un hombre de carácter enérgico y resuelto pudo afirmarse la autoridad real; pero cuando eso ocu-rría, se desencadenaban resistencias enconadas que sembraban la discordia interior. Los duques, entretanto, mantuvieron sus pretensiones y se acentuó así la tendencia a la disgregación del reino.

La dinastía sajona. Otón el Grande. La restauración del imperio

Al inaugurarse el nuevo régimen, en 911, los duques eligieron rey a Conrado de Franconia, que reinó hasta el año 918. A su muerte fue designado Enrique, duque de Sajonia, que pertenecía a la más importante de todas las casas ducales; esta elección de Enrique I consagró la iniciación de una época de ascendiente y predominio de los sajones que, aunque no violaron el principio de la monarquía electiva, consiguieron que se eligiera rey dentro de su casa ducal en cuatro ocasiones sucesivas. Los sajones constituyeron, pues, una verdadera dinastía que reinó en Germania hasta el año 1002.

El sucesor de Enrique I fue Otón I, llamado luego el Grande, cuyo reinado se exten-dió entre los años 936 y 973. Otón fue el primero de los reyes elegidos que aspiró a ejercer su poder sin menoscabo; para ello debió emplear la violencia contra los seño-res, pero recurrió también a métodos más hábiles; su política consistió en introducir en los dominios ducales funcionarios de su confianza a los que se llamaba condes pala-tinos, y en acrecentar los señoríos eclesiásticos, cuya investidura daba el rey; de ese modo podía contar con cierto número de vasallos religiosos que equilibraran el poder de los laicos. Pudo así llegar a tener un ejército bastante disciplinado que le permitiera emprender algunas operaciones de largo aliento y de verdadero interés nacional.

Ya en 951 Otón, llamado por la reina Adelaida, con la que contrajo matrimonio, tuvo que invadir Italia y la pacificó, haciéndose otorgar la corona real. Allí se dedicó a la organización del reino. Pero lo más importante que se ofreció a sus ojos de inme-diato fue la campaña contra los húngaros que, establecidos en el río Danubio, amena-zaban constantemente con la invasión. Otón resolvió atacarlos y, en 955, condujo su ejército hacia las vecindades de Augsburgo, tomando sus disposiciones para el com-bate.

Pero los acontecimientos pasaron de modo diferente a lo que se había previsto. Los húngaros no vacilaron en atravesar el río Lech; rodeando por todas partes al ejército germánico, comenzaron a lanzar flechas sobre la última legión en marcha, y dando el asalto mientras lanzaban gritos terribles, se hicieron dueños de todos los bagajes; matando a unos y tomando prisioneros a otros, pusieron en fuga a todos los efectivos de esta legión. Igualmente, atacando a la sexta y a la séptima le-giones mientras estaban en orden disperso, las pusieron en derrota.

Ahora bien, habiendo comprendido el rey Otón que la disposi-ción había sido alterada y que su retaguardia flaqueaba, envió al duque Conrado de Franconia con la cuarta legión, retomó los prisioneros, recuperó los bagajes, y derrotó a las tropas enemigas mientras se dedicaban al pillaje. Por este brillante triunfo, el rey fue glorificado y proclamado por el ejército Padre de la patria y emperador.

(WIDUKINDO, Crónica sajona)

Para completar su victoria y asegurar sus resultados, Otón combatió y venció ese mismo año a los eslavos, construyendo luego una zona fortificada en el extremo oriental de su reino.

Poco después, en 961, Otón resolvió intervenir nuevamente en su reino de Italia —en el que largos conflictos internos amenazaban la paz interior— ante un llamado apremiante de los obispos, encabezados por el papa Juan XII. Otón entró en territorio italiano acompañado de su esposa, Adelaida, y de un ejército poderoso, y a su sola presencia la calma quedó restablecida. En efecto, el principal factor de discordia, el marqués Berenguer, se encerró en una fortaleza y dejó el campo libre. Entonces Otón llegó a Roma y, previo acuerdo con el papa, fue coronado emperador el 2 de febrero de 962; el pueblo lo aclamó como sucesor de Constantino y Carlomagno y en las ce-remonias posteriores se establecieron las bases de las relaciones recíprocas entre el imperio y el papado: cada una de las dos potestades dejó señaladas entonces sus pre-tensiones y en ellas podía observarse el germen de profundos desacuerdos futu-ros.

El imperio así constituido se llamó Santo Imperio Romano-Germánico. Todavía creció territorialmente con los sucesores de su fundador y fue, por su jerarquía y por su extensión, el estado más importante de la Alta Edad Media hasta el siglo XIII; pero por su escasa cohesión, por la precaria autoridad de su emperador, por los intereses diversos y a veces encontrados de los señores feudales, el Santo Imperio no pudo lle-gar a ser una verdadera potencia imperial en Europa. Se oponían a ello, sobre todo, los grandes señores que no querían tolerar una autoridad superpuesta a la suya, y, a fin de evitarlo, utilizaron para la adjudicación de la corona imperial el mismo proce-dimiento establecido para la corona real germánica —esto es, la elección—, con lo cual cada emperador estaba obligado hacia los que lo habían favorecido; inhibido así para hacer una política unitaria, el emperador debió resignarse a ser solo un símbolo o luchar para imponer su autoridad.

Después de Otón I, reinaron Otón II y Otón III, los dos de la dinastía sajona, durante cuyos reinados los señores feudales consiguieron disminuir considerablemente la au-toridad imperial; por otra parte, como la regente Adelaida, viuda de Otón I, sostenía enérgicamente la necesidad de mantener la política italiana del primer emperador, la hostilidad del papado se hizo sentir cada vez más y pronto habría de llegarse a una situación de oposición irreductible con el imperio.

La dinastía francona. Enrique IV

A la muerte de Otón III fue elegido emperador un duque de Baviera, Enrique II, que gobernó hasta el año 1024. Pero a su muerte eligiose a Conrado II de Franconia que, como antes los duques sajones, consiguió fundar sólidamente el prestigio de su casa, cuyos miembros fueron reelegidos luego tres veces más; gobernó así la dinastía fran-cona hasta 1125.

El imperio se acrecentó durante el tiempo del primer emperador franconio, pues se le agregó el reino de Arlés, compuesto de Borgoña y Provenza; así se completaba la anexión a Germania de todos los estados de Lotario. Pero en cambio, ni la situación interna, agitada por los señores, ni las relaciones con el papado, dificultadas por la política interior de Italia, prometían a la dinastía franconia una era de paz.

Ya Enrique III vio acrecentarse la hostilidad del papado por el problema de la in-vestidura de los obispos. Esta cuestión se suscitó con más violencia durante el reinado de su sucesor, Enrique IV.

Enrique IV llegó al trono en 1056 siendo casi un niño; el gobierno quedó, en con-secuencia, en manos de la reina Agnese, que lo ejerció como regente; pero las cir-cunstancias parecieron propicias a los grandes señores para acentuar su autonomía, y, durante ese tiempo, la corona perdió vigor y autoridad; así que cuando Enrique, lle-gado a la mayoría de edad, se hizo cargo personalmente del poder, debió luchar con los señores para volverlos a la obediencia. Esto complicó la situación interna de Ale-mania y puso al emperador en peligro: fue entonces, precisamente, cuando tuvo que afrontar un conflicto con el papado, e hizo crisis el largo proceso iniciado en la época de Otón el Grande.

El conflicto entre el papado y el imperio. Gregorio VII. Canosa

En efecto, como culminación de su largo esfuerzo por afirmar los derechos del pontificado, el papa Gregorio VII había establecido, durante la minoridad de Enrique IV, que solo el papado podía investir a los obispos. Ahora bien, los obispos eran, desde la época de Otón I, poderosos señores con importantes feudos; si se aceptaba la tesis del papado —justa en parte— los emperadores debían admitir un poder extraño den-tro de sus dominios y los papas, en cambio, podrían contar con aliados incondicionales en cada uno de los estados. Planteada la situación en esos términos, cuando Enrique IV llegó a la mayoría de edad se opuso a las pretensiones del papa y, ante las amenazas de este, reunió a un sínodo de obispos alemanes —investidos por el emperador— y exigió que resolviera la deposición del papa; luego le comunicó esa decisión en el si-guiente documento:

Enrique, rey no por usurpación sino por la santa ordenación de Dios, a Hildebrando, que no es más papa, sino un falso monje.

Por tu confusión has merecido esta forma de saludo, tú, que en la conducción de las cosas de la Iglesia has llevado la confusión donde se espera la dignidad, la maldición donde se espera la bendición.

Hemos soportado tu orgullo, nosotros que somos los celadores del honor de la Santa Sede; pero has tomado nuestra humildad por debilidad. Entonces te has dirigido contra el poder real que nos ha concedido Dios. Has osado amenazar-nos con despojarnos como si lo hubiésemos recibido de tu mano, como si el reino y el imperio estuviesen en tu mano y no en la de Dios.

Tú, pues, que estás señalado con el anatema y condenado por el juicio de todos nuestros obispos y por el nuestro, desciende, abandona la sede apostó-lica que has usurpado. Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, te digo con todos mis obispos: ¡desciende, desciende, hombre condenado por los siglos!

/Carta de Enrique a Gregorio, papa, 1076)

El papa respondió a esta conminación excomulgando al emperador y librando a sus vasallos del vínculo establecido con él por medio del juramento feudal. Las consecuen-cias de esta última medida no se hicieron esperar, porque los señores alemanes, que esperaban una oportunidad para volver a la situación de que habían gozado durante la minoría del emperador, lo desconocieron en su autoridad. Enrique IV comprendió el peligro y cedió, marchando entonces a Italia para implorar el perdón del papa, que, ignorando con qué ánimo venía el emperador, se había encerrado en la inexpugnable fortaleza de Canosa.

Espontáneamente —escribía el papa a los príncipes ale-manes—, sin ninguna manifestación hostil u osada, vino con una pequeña escolta al castillo de Canosa, que era nuestra residencia. Habiéndose despo-jado allí de todas las insignias reales, humildemente, descalzo y vestido de lana, se mantuvo durante tres días ante la puerta del castillo, en actitud de suplicante, implo-rando sin cesar y con abundantes lágrimas la consolación y la ayuda de la misericordia apostólica.

En fin, vencidos por la constancia de ese arrepentimiento, por la insistente intervención de los que nos rodeaban, lo recibimos, libre de las cadenas del anatema, en la gracia de la comunión y en el seno de la Iglesia.

(Archivo de Gregorio, papa)

Una vez perdonado, el emperador recobró su posición en Alemania y se preparó para el desquite, invadiendo posteriormente Italia y apoderándose de Roma. Poco después, Gregorio VII moría en Salerno, presa de la más profunda amargura.

Enrique IV logró, pues, sus propósitos; pero los sucesores de Gregorio VII no cedie-ron en sus pretensiones y el conflicto siguió, favorecido por la inquietud interna que reinaba en Alemania: los señores se rebelaban constantemente contra el emperador y hasta su propio hijo Enrique se sublevó contra él. Al fin, murió en 1106, sucediéndole su hijo Enrique V.

El concordato de Worms

La tirantez de las relaciones entre las dos potencias comenzó a ceder durante el reinado de Enrique V; al principio se habían producido violentos choques entre el nue-vo emperador y el pontificado, pero poco a poco comenzó Enrique a entenderse con el papa Calixto II, con quien, finalmente, firmó en 1122 un tratado conocido con el nom-bre de concordato de Worms.

El convenio procuraba suprimir los motivos de rozamiento entre las dos autorida-des. Establecía que los obispos serían elegidos libremente por el pueblo y el clero de cada diócesis; el papa se reservaba el derecho de investirlos luego mediante la entre-ga del báculo y el anillo, con lo cual indicaba que, desde el punto de vista religioso, dependían de él; pero el emperador debía ser quien los invistiera en cuanto señores de los feudos que correspondían al obispado; y si él no lo hacía, el obispó no entraba en posesión de esos dominios.

En principio, la causa formal de los conflictos quedaba sorteada por este procedi-miento; los clérigos y los legados pontificios solían averiguar, antes de proceder a su elección, si determinado candidato sería luego investido por el emperador, pero cuando había choque profundo de intereses, el convenio no resolvía la dificultad. Lo más importante era, sin embargo, que ninguna de las dos partes cedía en sus preten-siones, razón por la cual el conflicto se mantenía latente.

La dinastía de los Hohenstaufen. Federico Barbarroja

Al morir Enrique V en 1125, Lotario, duque de Sajonia, fue elegido emperador y gobernó hasta 1137. Pero a partir de ese año, y hasta 1250, los emperadores fueron elegidos ininterrumpidamente entre los miembros de la familia de los Hohenstaufen, duques de Suabia. Esta fue, pues, la tercera gran dinastía que tuvo el Santo Imperio en la Alta Edad Media.

Después de Conrado II, reinó en Alemania Federico I, más conocido como Federico Barbarroja, que subió al poder en 1152. Por sus condiciones de inteligencia y de ca-rácter, Federico Barbarroja debía aspirar a ejercer una autoridad absoluta; pero, como en el caso de sus antecesores, se oponían a ello las ambiciones de los grandes señores alemanes, por una parte, y el papado y las ciudades italianas del norte, por otra.

En realidad, tanto los vasallos alemanes como los burgueses italianos estaban mo-vidos por el papado; los grandes señores contaban con que, en cualquier oportunidad, el papado cancelaría los juramentos feudales, y por ello se unían estrechamente al papa contra el emperador; en los primeros años de su gobierno se advirtió ya que, entre todos, era Enrique el León, duque de Baviera y Sajonia, quien se presentaba co-mo más amenazador, pero Federico consiguió hacer una tregua con él que le permitió no emprender por el momento la guerra.

Entonces pudo ocuparse de sus asuntos italianos; en 1154 fue consagrado empe-rador por el papa Adriano IV y poco después volvió a Italia para entenderse con las ciudades libres de Lombardía, reacias al pago de los tributos que le debían. En 1158 convocó una dieta en Roncaglia y allí expuso sus órdenes, relacionadas con el régimen de impuestos y de gobierno, este último caracterizado por la presencia de un delegado imperial en las ciudades que, desde hacía algún tiempo, se regían con una casi total autonomía.

El papado vio acentuarse el peligro de una mayor intromisión del imperio en los asuntos italianos y tomó sus medidas; Alejandro III, el nuevo pontífice, movió a un mismo tiempo a las ciudades lombardas a que se aliaran para resistir, y a los señores alemanes para que se insubordinaran. De este modo la lucha estaba planteada con toda violencia y muy pronto se advirtieron dos partidos que dividían tanto a Italia co-mo a Alemania: el de los güelfos, o partidarios del papa, y el de los gibelinos, o partidarios del emperador. Esta lucha se transformó en una ruda y constante guerra civil a la que el emperador debía atender constantemente.

En 1162 consiguió someter a Milán, que fue tratada con todo rigor, mientras en Alemania los señores acentuaban su insolencia; entonces se unieron definitivamente las ciudades lombardas, encabezadas por Cremona, en una liga que pudo derrotar a Federico en la batalla de Legnano (1176). El emperador se acomodó a las circunstan-cias y pactó con el papa, reconociendo las libertades que las ciudades lombardas pe-dían, lo cual significaba, para el papado, un alejamiento de su rival.

En Alemania, en cambio, Federico logró someter definitivamente a Enrique el León, a quien expulsó de sus feudos, y, desde entonces, pudo considerarse tranquilo en sus dominios. Poco después se fortalecía su posición en Italia y más tarde consagrába-se a la organización de una gran cruzada. En ella debía morir, en 1190.

Federico II y el gran interregno alemán

El sucesor de Federico I, Enrique VI (1190-1197) incorporó al Santo Imperio el reino de las Dos Sicilias, en el sur de Italia. Desde ese momento la posición del papado fue más incómoda todavía, pues se veía encerrado entre dos porciones del territorio de su principal enemigo; los conflictos se sucedieron entonces y los partidarios del papado procuraron, en lucha constante, conquistar posiciones a costa de los partidarios del emperador.

Entretanto, llegó al trono del reino de las Dos Sicilias Federico II, nieto de Barba-rroja. Mientras sus dominios no pasaron de esa región, el papado no vio en él sino a un enemigo de la fe, en cuya corte se acogía sin escrúpulos a los musulmanes para discu-tir con ellos sobre teología con una desusada libertad; pero cuando recogió la corona imperial el papado consideró que era, además, un impío cuyas ambiciones constituían una amenaza directa contra su misma existencia. Entonces estimuló la rebelión contra él por todas partes y lo excomulgó para debilitar los lazos de fidelidad de sus súbdi-tos.

Sin embargo, Federico II era un emperador de grandes condiciones; manejó su reino, primero, y su imperio después, con extraordinaria habilidad y estimuló el co-mercio y la navegación del Oriente. Pero tenía una opinión categórica acerca de la jurisdicción del Estado y, así como se opuso a los avances de la Iglesia, trató, igual-mente, de contener los privilegios de los señores.

Su reinado fue en general, próspero y activo y en su corte de Salerno recibieron su estímulo las ciencias y las artes; pero si el papado no pudo, mientras vivió, anular su autoridad, cuando murió obtuvo un triunfo importante para sus planes; en efecto, desde 1250 —fecha de la muerte de Federico II— hasta 1273, no volvió a elegirse emperador en el Santo Imperio. Este período, conocido con el nombre de gran inter-regno alemán, fue aprovechado por los señores para afirmar su independencia, y, cuando volvieron a nombrar emperador, pudieron hacerlo en tales condiciones que el elegido no constituyera una amenaza a sus pretensiones.

También aprovecharon esta circunstancia las ciudades libres de Italia y de Alema-nia, que pudieron dar rienda suelta a su actividad económica: fue entonces cuando afirmaron su independencia y su poderío.

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CAPÍTULO XXXIX

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La Europa feudal. Francia, Inglaterra y España

Junto al Santo Imperio, otros reinos feudales se organizaron en la Europa occiden-tal en la Alta Edad Media. Durante este período, sin embargo, fue aquel quien mantu-vo la hegemonía política, no solo por la autoridad que le otorgaba la posesión del títu-lo imperial sino también por la extensión de su territorio y su dominio sobre Italia. Pero mientras el Santo Imperio culminaba y comenzaba a declinar, Francia, Inglaterra y los reinos ibéricos se afianzaban, lenta pero firmemente, hasta llegar a poseer una sólida estructura interior. Así, cuando comenzó a disgregarse el Santo Imperio, carco-mido por el separatismo feudal, estos otros reinos surgieron en el primer plano del escenario político europeo.

Francia

Frente a la Germania —llamada al principio Francia oriental— quedó, desde la época del tratado de Verdún, la Francia occidental, o, simplemente, Francia. Allí pre-dominó la dinastía carolingia más tiempo que en Germania; pero los ataques de los normandos demostraron la impotencia de los reyes, evidenciando al mismo tiempo el poder de algunos señores que, por su cuenta, organizaron la defensa.

Entretanto, los normandos obtuvieron de uno de los reyes carolingios de principios del siglo X el territorio ubicado al sur del río Sena hasta la península que hoy se llama Normandía; su jefe, Rolón, adquirió el título ducal y su independencia fue enorme, pese a la sumisión formal a que se comprometió por juramento. Y como los demás señores lograron poco a poco una autonomía semejante en sus respectivos dominios, los reyes vieron castigada su debilidad con una creciente disminución de su poder efectivo. Así, al finalizar el siglo X, los señores llevaron al trono a uno de entre ellos, distinguido por su energía y su prestigio, de la familia de los condes de París.

El advenimiento de los Capeto

Ya en el curso del siglo X y en circunstancias graves, los señores franceses habían llevado al trono real a distintos miembros de una familia poderosa que poseía el te-rritorio comprendido entre París y Orleáns. Cuando en el año 987 murió Luis V —de la dinastía carolingia— los señores se reunieron para considerar si consagrarían rey a un hermano del monarca desaparecido, único representante que quedaba de la vieja di-nastía; pero Hugo Capeto, de aquella familia señorial que ya había llegado al trono en varias oportunidades, consiguió atraer las simpatías de sus pares y fue elegido rey, quedando consagrada la monarquía electiva. Pero el poder del nuevo rey, como el de sus sucesores del siglo XI, fue muy limitado porque los señores no cejaron en su propó-sito de mantener su autonomía. Sin embargo, Hugo Capeto consiguió comprometer a sus vasallos para que eligieran rey a su hijo y este principio se convirtió en una tradi-ción, con lo cual los Capeto constituyeron una dinastía que debía durar varios siglos en el trono francés.

Los reyes del siglo XI apenas pudieron organizar su autoridad fuera de su propio dominio; allí, sin embargo, se hicieron fuertes y encontraron el apoyo necesario para su política en favor de la centralización. El reinado de Felipe I (1060-1108) fue la pri-mera etapa de ese propósito.

Por entonces, uno de sus vasallos, el duque de Normandía, conquistó Inglaterra, y ello obligó al rey y a los demás señores a reflexionar sobre su unidad para contrarres-tar el poder de aquel, vasallo y rey al mismo tiempo. Felipe I y, más tarde, Luis VI su-pieron obrar con decisión y cautela para afirmar su autoridad, iniciando el último una política de alianza con las ciudades. De ese modo, los Capeto demostraron que esta-ban decididos a lograr el poder que correspondía a su dignidad real.

— El origen del conflicto entre los Capeto y los Plantagenet

En 1137 llegó al trono real Luis VII. Mediante el casamiento con Leonor de Aquita-nia acrecentó considerablemente sus dominios; pero perdió el extenso feudo meridio-nal al repudiarla en 1152. Leonor se casó al poco tiempo con el conde de Anjou, Enri-que Plantagenet, uno de los vasallos más poderosos del rey porque poseía la Norman-día y otros extensos dominios, a los cuales agregaba ahora la Aquitania. La rivalidad entre Luis VII y Enrique Plantagenet se hizo cada vez más aguda; pero cuando en 1154, adquirió Enrique el trono de Inglaterra por herencia, la rivalidad se transformó en abierto conflicto. Ese mismo año comenzaba una guerra que debía durar largo tiempo, y Enrique Plantagenet volcó en ella, además de los recursos que le proporcionaba su reino inglés, su extraordinaria capacidad de acción.

Sin embargo, la lucha entre Luis VII y Enrique Plantagenet —o Enrique II de Ingla-terra— no condujo a ninguna acción decisiva, fuera de las pequeñas reyertas feudales entre los señores vecinos, aliados de uno u otro.

Felipe Augusto

Pero cuando Felipe Augusto sucedió a Luis VII en 1180, las cosas cambiaron. Tras algunas luchas, pactó con su rival una tregua destinada a permitir la realización de una cruzada al Oriente; pero, a su regreso, inició de nuevo la lucha. Enrique II había muerto, sucediéndole su hijo Ricardo Corazón de León, con quien Felipe Augusto com-batió sin éxito; pero en 1199 Juan sin Tierra heredó el trono de Ricardo y contra él tuvo Felipe Augusto mejor fortuna, pues consiguió arrebatarle Normandía y los territo-rios del oeste de Francia.

Para impedir su triunfo definitivo, Juan sin Tierra organizó una alianza contra el rey de Francia, en la cual entraron algunos vasallos, celosos del poder creciente de Felipe Augusto, y el emperador alemán Otón IV. Los ejércitos aliados marcharon sobre Francia, la invadieron y Felipe les hizo frente. El 27 de julio de 1214 se dio la batalla de Bouvines y Felipe Augusto consiguió la victoria. Desde entonces, los señores quedaron más fuertemente sometidos a la autoridad real y Juan sin Tierra perdió toda esperanza de reconquistar sus tierras.

Para sacar el mayor provecho de su posición, el rey estableció funcionarios reales en los distintos señoríos y puso fin a la campaña que, por razones religiosas, había ini-ciado en el sur, contra los herejes albigenses; así preparó la adquisición de nuevos te-rritorios que pasarían más tarde a la corona real. Además, se atrajo el apoyo de las ciudades, a las que favorecía de diversas maneras, no solo protegiéndolas contra los señores sino trabajando por su progreso.

Algunos años después de la batalla de Bouvines, Felipe Augusto murió (1223) y le sucedió Luis VIII, quien, además de anexarse las regiones que poseían los albigenses, arrebató a los ingleses vastas extensiones que formaban parte de la Aquitania, antiguo dominio de Enrique II; sin embargo, la guerra continuó hasta que le puso fin la piadosa decisión de Luis IX.

San Luis

Luis IX —más tarde conocido por San Luis, rey de Francia— llegó al poder en 1226. Bajo su largo reinado se organizaron dos cruzadas; al regreso de la primera quiso po-ner fin definitivamente a la guerra y concertó con Enrique III, a la sazón rey de Ingla-terra, un tratado conocido con el nombre de tratado de París, que fue firmado en 1258; por él devolvía el rey de Francia las últimas tierras arrebatadas en el sur a los ingleses, pero mantenía en poder de la corona francesa los dominios del oeste, anti-gua posesión de los Plantagenet.

La magnanimidad de esta actitud contribuyó a difundir el prestigio de Luis IX, ad-quirido, sobre todo, por su piedad y su virtud.

El bendito San Luis, entendiendo que no debía desperdiciar el tiempo en cosas inútiles ni mundanales sino que debía ser usado en cosas mejores, se ponía a estudiar la Santa Escritura, pues tenía una Biblia glosada y obras de San Agus-tín y de otros santos y otros libros que leía y hacía leer muchas veces ante él, entre la cena y la hora de dormir.

(GUILLERMO DE SAINT-PATHUS, Vida de monseñor San Luis)

La consecuencia de esta alta estimación que sintieron sus contemporáneos por Luis IX se advirtió en la frecuencia con que fue requerido su arbitraje aun por los mismos reyes. El emperador Federico II, que mantenía un largo conflicto con el papado, recu-rría a él para pedir su mediación, y lo mismo hacían otros reyes y muchos grandes señores.

Su biógrafo, el señor de Joinville —a quien debemos una Historia de San Luis y que lo conoció personalmente— dice de él que era sobrio en el comer y en el beber, moderado en el hablar, justo y caritativo; por todo ello su personalidad cobró en sus últimos años un prestigio casi sobrehumano, que movió a la Iglesia a canonizarlo poco tiempo después de su muerte.

Felipe el Hermoso

Terminada la guerra con Inglaterra, Francia entró en una época de organización política, basada en la creciente autoridad real. Felipe el Hermoso, nieto de San Luis, se empeñó activamente en esta tarea, en la que puso de manifiesto una habilidad que rayaba en la astucia y, a veces, en la mala fe. En sus guerras no fue feliz; quiso hostili-zar a Inglaterra atacando a sus aliados, los flamencos, pero fue derrotado por ellos en la batalla de Courtrai (1302). En cambio, en el orden interno, consiguió afianzar su autoridad y sentar las bases de una administración cada vez más centralizada.

Los legistas. Las grandes asambleas

Para ello contó con la alianza de los juristas especializados en el estudio del dere-cho romano, que por entonces volvía a ser considerado como fundamental, precisa-mente por el interés de la monarquía. En efecto, el derecho romano establecía como base del estado la libre decisión del soberano, cuya voluntad reconocía como ley. Los legistas —como se llamó a esos jurisconsultos— proporcionaron a Felipe los antece-dentes y fundamentos de su política centralizadora, tarea que cumplían con singular interés por proceder ellos mismos de la burguesía, enemiga de la nobleza.

Para que fuera posible esa obra revolucionaria contra los privilegios feudales, Fe-lipe buscó, precisamente, el apoyo de la burguesía, a la que convocó en las llamadas asambleas generales junto con el clero y la nobleza. En ellas se escuchaban las órde-nes reales, pero se admitían las opiniones de los vasallos. Indirectamente, Felipe favo-recía las aspiraciones de los burgueses, pero solo a cambio de que pagaran ciertos impuestos que, hasta entonces, no se debían a la corona sino a los señores solamente. El impuesto se llamó ayuda de hueste y estaba destinado a sufragar los gastos de las guerras.

El conflicto entre Felipe y el papa Bonifacio VIII

El rey afirmaba de ese modo el principio del absolutismo real, aunque no tuviera todavía fuerza suficiente como para llevarlo hasta sus últimas consecuencias.

En el mismo sentido Felipe el Hermoso se mostró intransigente con el papado. Bo-nifacio VIII —papa a la sazón— pretendió reivindicar para sí, siguiendo la tradición de Gregorio VII y de Inocencio III, el derecho de nombrar obispos sin intervención estatal; pero Felipe se opuso terminantemente.

En 1301 el papa creó un obispado y designó para él a Bernardo de Saisset, enemi-go del rey a quien este mandó encarcelar acusándolo de alta traición. El papa lo amenazó y poco después excomulgó al rey (1303).

Aconsejado por Guillermo de Nogaret —un legista—, Felipe hizo una acusación pública de herejía contra el papa, pidiendo que la Iglesia lo juzgara; pero al mismo tiempo, una banda armada, encabezada por propio Nogaret, asaltó su residencia en la ciudad de Anagni y le exigió la abdicación. Sin embargo, el pueblo lo defendió y los asaltantes debieron escapar.

Un mes más tarde, Bonifacio murió; su sucesor perdonó al rey y mantuvo la exco-munión de Nogaret, pero murió envenenado poco tiempo más tarde. Entonces Felipe impuso la elección de un obispo francés que subió al trono pontificio con el nombre de Clemente V, fijando su residencia en la ciudad de Avignon (1307). El papado quedaba así vencido y sojuzgado por la autoridad del más poderoso de los reinos de Euro-pa.

Inglaterra

Mientras Francia acentuaba desde el siglo XII su organización monárquica y cen-tralizada, Inglaterra, que hasta entonces parecía marchar hacia una situación de pri-vilegio en la Europa occidental, decayó a causa de sus reveses militares. El reino an-glo-sajón estuvo unido, primero, al Imperio danés; luego al dominio normando y, más tarde, en el siglo XII, al angevino, o sea, de los condes de Anjou. En este último período la autoridad real comenzó a declinar por las restricciones que los nobles impusieron a la corona y por la pérdida de la mayor parte de los territorios franceses.

Los anglo-sajones y los daneses

A raíz de las invasiones habían surgido en la antigua Bretaña varios reinos anglos, jutos y sajones; pero poco a poco predominaron los del sur y al cabo de algún tiempo, en el siglo IX, la Inglaterra propiamente dicha constituyó un reino, fuera del cual que-daban, en las dos grandes islas, los estados celtas del país de Gales, Escocia e Irlan-da.

Ya en el siglo VIII comenzaron a llegar a sus costas los piratas daneses, los cuales formaban parte del grupo de los normandos que, por entonces, atacaban Francia y Alemania. Un siglo más tarde, los daneses se establecieron definitivamente como do-minadores del país, y esta dominación se afirmó a principios del siglo XI, cuando Knut el Grande, rey de Dinamarca (1014- 1035), unió sus dominios ingleses a sus estados bálticos, en un poderoso imperio marítimo.

La dominación danesa no logró, sin embargo, aniquilar a los anglo-sajones, quienes se unieron a los conquistadores, pudiendo imponer como rey, en 1042, a uno de los suyos, Eduardo el Confesor, vinculado también a los daneses por lazos de parentesco. Su reinado fue brillante y pareció una restauración del poder de los sajones, pero co-mo no tenía sucesión, a su muerte se planteó una grave cuestión entre el conde Ha-roldo, a quien eligieron como rey los nobles sajones, y el duque Guillermo de Norman-día, que se consideraba con derechos y contaba con el apoyo del papado.

La conquista normanda

Haroldo subió al trono, pero ese mismo año (1066), Guillermo de Normandía orga-nizó una expedición con guerreros de distintas regiones, para conquistar Inglate-rra.

El conde Guillermo desembarcó en Hastings el día de San Mi-guel; Haroldo llegó desde el norte y peleó contra él antes de que hubiese llegado todo su ejército; allí cayó él con sus dos hermanos, Girth y Leofwin, y Guillermo subyugó todo el país.

Guillermo fue entonces a Westminster y el arzobispo Aldredo lo consagró rey; los hombres del país le pagaron tributo, le entregaron rehenes y, más tarde, compraron su tierra.

(Crónica anglo-sajona)

El rey Guillermo estableció en Inglaterra un régimen fuertemente centralizado; la nobleza anglo-sajona sucumbió o fue despojada, y sus tierras y funciones pasaron a los guerreros del conquistador; pero estos no tuvieron sino limitadas atribuciones en sus señoríos y el rey se reservó una amplia autoridad, sobre todo en lo referente a la justi-cia. Todos los señores dependían del rey y este dividió el territorio en condados, en cada uno de los cuales había un representante de la corona que vigilaba al señor. Así, a diferencia de los reyes franceses, el de Inglaterra ejercía, en pleno siglo XI, una auto-ridad extensa y sólida.

A la muerte de Guillermo sus estados volvieron a dividirse; mientras Normandía quedó en manos de Roberto, Inglaterra pasó a las de Guillermo II, el Rojo; más tarde le sucedió Enrique I que volvió a reunir las dos partes del reino, y a la muerte de este, tras un largo conflicto, el trono correspondió a Enrique Plantagenet (1154), que reinó con el nombre de Enrique II.

El gobierno de los Plantagenet

El reinado de Enrique II estuvo caracterizado por dos preocupaciones fundamenta-les: afrontar el conflicto con los Capeto y organizar el reino, afirmando su autoridad. Ya se ha visto cómo condujo el primero de esos asuntos. En cuanto al segundo, Enrique demostró condiciones de gobernante enérgico y previsor; ordenó la justicia creando jueces reales y jurados, compuestos, en cada caso, por gentes de igual condición que el acusado; también se interesó por la administración de las rentas reales, preocupado como estaba por los gastos que le producía su guerra con los Capeto; pero, pese al cuidado que prestaba a su trono inglés, Enrique II seguía considerando los feudos franceses como la parte más importante de sus dominios: a esto se debió cierta resis-tencia de los señores ingleses, que estallaría más tarde contra sus sucesores en forma de abierta rebelión.

El sucesor de Enrique fue su hijo Ricardo Corazón de León; su prolongada ausencia de Inglaterra, ya porque lo llamaran sus intereses en Francia, ya porque debiera lu-char en las cruzadas, hizo que su reinado —que duró desde 1189 hasta 1199— tuviera escasa significación; a su muerte ocupó el trono su hermano Juan sin Tierra, cuyo reinado (1199-1216) fue decisivo en la historia de Inglaterra.

La Carta Magna y las libertades inglesas

Ya se ha visto su fracaso en la guerra contra Felipe Augusto, que lo derrotó en la batalla de Bouvines en 1214; el año anterior, después de haber sido excomulgado, tuvo que humillarse ante el papa Inocencio III, y, con todo ello, su autoridad quedó dismi-nuida; entonces los nobles, cansados de las continuas exigencias y de los frecuentes atropellos del rey, se levantaron en armas exigiendo que les diera ciertas garantías elementales. Juan sin Tierra aceptó el requerimiento de sus barones y firmó la Carta Magna de las libertades de Inglaterra (1215). He aquí algu-nas de sus disposiciones:

Concedemos perpetuamente, en nuestro nombre y en el de nuestros sucesores, para todos los hombres libres del reino de Inglaterra, todas las libertades que a continuación se expresan (art. 2).

No se establecerá en nuestro reino impuesto alguno territorial o de auxilio sin el consentimiento de nuestro común Consejo del reino, a no ser que se destinen al rescate de nuestra persona o para armar caballero a nuestro hijo primo-génito, o bien para casar a nuestra hija primogénita; y aun en estos casos habrá de ser moderado (art. 14).

La misma disposición se observará respecto a los auxilios sumi-nistrados por la ciudad de Londres, la cual continuará en posesión de sus antiguas li-bertades, fueros y costumbres, por mar y tierra (art. 15).

Asimismo, un aldeano o cualquier vasallo no podrá ser conde-nado a penas pecuniarias sino en las siguientes condiciones: no se le podrá privar de los instrumentos necesarios para su trabajo; no se impondrá ninguna multa si el delito no estuviere comprobado con juramento previo de doce vecinos honrados y cuya bue-na reputación sea notoria (art. 26).

Los condes y barones no podrán ser condenados a penas pecu-niarias sino por sus pares, y según la calidad de la ofensa (art. 27).

Nadie podrá ser arrestado, aprisionado ni desposeído de sus bienes, costumbres y libertades sino en virtud del juicio de sus pares y en virtud de las leyes del país (art. 48).

(Carta Magna de las libertades de Inglaterra)

Enrique III y los estatutos de Oxford

La Carta Magna sentó el principio de la limitación del poder real y, por ello, solo fue aceptada por el monarca bajo la presión de la fuerza. El hijo de Juan sin Tierra, Enrique III, pretendió violar algunas disposiciones establecidas en aquel documento, y como además cometió nuevos abusos a causa de las imperiosas necesidades de la guerra que sostenía contra Francia, los nobles volvieron a sublevarse, aprovechando su derrota, consagrada luego por el tratado de París (1258). Encabezados por Simón de Monfort, exigieron que el rey gobernara asistido por un consejo de quince personajes del reino, el cual nombraría a los más importantes funcionarios y dirigiría la política exterior, debiendo reunirse tres veces por año. El documento que enuncia estas dispo-siciones, y otras diversas, se conoce con el nombre de Provisiones o Estatuto de Oxford y fue dado en 1258.

Más tarde, Enrique III volvió a violar este pacto y entonces se desencadenó una guerra civil (1261); el rey fue hecho prisionero y Simón de Monfort ejerció la regencia del reino, pero el príncipe Eduardo derrotó a los barones y restableció a su padre en el trono, sucediéndolo a su muerte en 1272.

El origen del parlamento

El consejo de los quince barones fue el germen primero de la organización futura del reino inglés. Los barones —en mayor número— habían sido convocados por Simón de Monfort (1266), en compañía de los obispos, de los representantes de los condados, a razón de cuatro por cada uno, y de los burgueses de las ciudades, a razón de dos por cada una. Esta asamblea constituyó el parlamento del reino, que debía intervenir en los asuntos más graves y, sobre todo, en la fijación de los impuestos. Eduardo I (1272-1307) mantuvo la institución y la convocó cada vez que tuvo necesidad de dinero o cuando la gravedad de las circunstancias exigía el concurso de toda la nación. Así se afirmó el principio de la limitación del poder real.

Este principio quedó definitivamente establecido durante el reinado de Eduardo III (1327-1377), que dividió el parlamento en dos cámaras, una de los Comunes, con los representantes de los condados y ciudades, y otra de los Lores, con los barones y obis-pos del reino. El parlamento fue, desde entonces, la institución más importante en la vida política de Inglaterra.

La España cristiana.

En los primeros años del siglo VIII, los musulmanes se habían apoderado de casi toda la península ibérica, pero no pudieron dominar a los montañeses astures del Cantábrico, en cuyos valles se había refugiado una parte de los fugitivos del reino vi-sigodo. Muy pronto —quizá hacia 722, cuando Don Pelayo derrotó a los invasores en la batalla de Covadonga— el pequeño reino astur comenzó a extenderse por los valles próximos, mientras los francos lograban, a principios del siglo IX, apoderarse de las tierras comprendidas entre los Pirineos y el río Ebro. Así surgió, frente a la España musulmana, una España cristiana. Desde entonces hasta el siglo XIII, la reconquista, esto es, la expulsión de los invasores y la ocupación del territorio por los cristianos, solo progresó con breves interrupciones; pero en el siglo XIII se detuvo y los musulma-nes pudieron mantener por dos siglos el baluarte de Sierra Nevada, donde estaba el reino de Granada.

Los orígenes de la reconquista. Los reinos cristianos. La expan-sión

El reino astur se extendió —ya en el siglo VIII— hacia Galia y León; después de Cangas de Onís y de Oviedo, la ciudad de León fue, a principios del siglo X, la capital del reino, que se llamaba ya leonés y se extendía hasta el río Duero. Entretanto, la antigua marca de España, que formaba parte del Imperio carolingio, se independizó al disolverse este y originó nuevos estados feudales: el condado de Barcelona, en la cos-ta, el reino de Aragón, sobre el río Ebro, y el reino de Navarra, en los valles pirenai-cos.

En su avance hacia el sur, el reino leonés conquistó la región del Duero y luchó constantemente por avanzar más allá de esa línea; esa zona fue entonces la frontera y para su defensa se pobló de castillos que le dieron el nombre, Castilla, adquiriendo sus señores el prestigio que merecían por su constante actividad contra los musulmanes. Constituida en un condado del reino leonés en el siglo X, Castilla se independizó muy pronto y constituyó un nuevo reino.

En el siglo XI el califato de Córdoba desapareció en medio de la lucha civil (1031); los nuevos reinos de Taifas que surgieron de la disolución del califato no tenían la fuerza de este y la ocasión fue favorable para una intensificación del avance cristiano hacia el sur; entonces la reconquista se aceleró y nuevos territorios se agregaron a los diversos reinos cristianos, que se engrandecían con ellos. Por eso progresaron, sobre todo, Castilla y Aragón, del que formó parte el condado de Barcelona desde principios del siglo XII.

El reino de Castilla hasta el siglo XIII

El reino de Castilla se había separado de León en el siglo X y transformádose, poco después, en el más importante de todos los reinos cristianos. Con Fernando I el Grande reuniéronse en una sola corona todos los dominios del noroeste, pero a su muerte se volvieron a disgregar en tres reinos: Castilla, León y Galicia. Correspondió Castilla, después de algún tiempo, a Alfonso VI, y este rey logró llevar la guerra hasta el río Tajo, poniendo luego cerco a la ciudad de Toledo, de la que se apoderó en 1085.

Pero los reinos musulmanes, alarmados por la expansión castellana, llamaron en su auxilio a los almorávides, un pueblo del norte de África que se prestó a luchar con-tra los cristianos. A su llegada, marcharon —al mando de Yusuf— contra el rey caste-llano y lo derrotaron en la batalla de Zalaca, en 1086, pero sin llegar a reconquistar Toledo. La lucha siguió día por día y en ella se distinguió un caballero de Burgos lla-mado Ruy Díaz de Vivar, a quien llamaron el Cid, cuyas hazañas despertaron los celos de muchos caballeros y hasta del mismo rey, que lo expulsó de sus tierras. El poema o Cantar de Mío Cid testimonia la admiración que causaron sus hazañas. Al fin, el rey se reconcilió con él, pero sus con-quistas no duraron mucho tiempo porque una nueva ola de musulmanes, provenientes también de África, se lanzó sobre los reinos cristianos. Los almohades —que así se llamaban los nuevos invasores— vencieron al rey Alfonso VIII en la batalla de Alarcos (1195) y pusieron en peligro las conquistas logradas en los últimos tiempos por los cristianos. Pero como era la época de las cruzadas y el ambiente espiritual estaba tenso para la lucha, muy pronto se organizaron nuevas fuerzas que le permitieron al rey, con escasa ayuda de guerreros venidos de otras partes, afrontar a los invaso-res.

La batalla de las Navas de Tolosa (1212) puso fin al peligro musulmán. Poco des-pués, Fernando III (1218-1252) llevó sus huestes hasta Andalucía y consiguió apode-rarse de las ciudades más importantes del valle del Guadalquivir, hasta dejar a los musulmanes limitados al reino de Granada.

Alfonso el Sabio. Las Siete Partidas. Las cortes

El sucesor de Fernando III fue Alfonso X, llamado el Sabio. Durante su reinado la reconquista no progresó porque la lucha civil estalló en el reino; pero si su época no fue gloriosa por las guerras, lo fue por el desarrollo intelectual y político. El rey era poeta y amaba el saber. Escribió las Cántigas, mandó compo-ner una historia del reino que se conoce con el nombre de Crónica General; pero como sobre todo le preocupaban los problemas de gobierno, or-denó que se compusiera una especie de código, en el que trabajó él mismo, y que se llamó las Siete Partidas. Hasta entonces apenas había otro derecho escrito que el Fuego Juzgo, cuyo núcleo era la legisla-ción de la época visigoda; Alfonso el Sabio —del mismo modo que su casi contempo-ráneo Felipe el Hermoso de Francia— prefirió basarse en el derecho romano y, to-mando como base la legislación de Justiniano, preparó un cuerpo de disposiciones so-bre los más variados aspectos de la vida social. Como poco después Felipe el Hermoso, trataba de limitar el poder de los señores, del clero y de las ciudades, es decir, de to-dos los que tenían privilegios que atentaban contra el derecho soberano del monarca, que quedaba así afirmado por las Siete Partidas. Este código, que no rigió de modo absoluto, fue el punto de partida de toda la legislación castellana y, más tarde, española.

Como Felipe el Hermoso, Alfonso dio especial significación a las cortes, cuerpo de representantes de toda la nación semejante a las asambleas francesas de los tres es-tados y al parlamento inglés. Por esta época, las cortes adquirieron gran importancia; se requirió su opinión y su apoyo para las grandes decisiones y, sobre todo, para la fijación de impuestos. Poco a poco, en Castilla —como en otros reinos occidentales— se perfilaba una organización basada en la monarquía pero apoyada en los órganos representativos de la opinión de la nación.

El reino de Aragón hasta el siglo XIII. El privilegio general

El reino de Aragón surgió de la fusión del reino de Aragón propiamente dicho, en la región del Ebro, con el condado de Barcelona. En 1118 Alfonso I el Batallador había conquistado Zaragoza, y desde entonces esa ciudad fue la capital del primitivo reino. Más tarde, en 1137, Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, reunió los dos territo-rios, y a partir de esa unión (1137), Aragón fue, con Castilla, uno de los más importan-tes reinos cristianos de la península.

A principios del siglo XIII, poco después de la batalla de las Navas de Tolosa, Jaime I el Conquistador orientó la política aragonesa hacia el mar, conquistando las islas Ba-leares en 1229 y apoderándose de Valencia poco después. A partir de entonces, la ac-tividad de los aragoneses fue preferentemente marítima y más tarde alcanzarían vas-tos dominios en el Mediterráneo.

En estas guerras y en las campañas marítimas, la nobleza adquirió particular im-portancia. En tiempos del rey Pedro III (1276-1285), los nobles consiguieron que el rey les concediera un estatuto de sus derechos al que se llamó el Privilegio General (1283); el Privilegio admitía los derechos del rey, pero establecía una serie de principios comunes a todos los señores aragoneses, contribuyendo eficazmente, por ello, a unificar el reino.

Un papel decisivo en la historia del reino aragonés correspondió a las ciudades. Ya por esta época Barcelona y Zaragoza eran activos e importantes centros de comercio, en los que adquiría creciente importancia una burguesía que explotaba la expansión marítima del reino en beneficio de sus actividades económicas.

— El reino de Portugal hasta la batalla de Aljubarrota

Sin embargo, junto a Castilla y Aragón, había en la península otros estados cristia-nos de cierta importancia, especialmente Navarra, en los valles pirenaicos, y Portugal, en las costas atlánticas.

Portugal había surgido como un condado otorgado por Alfonso VI de Castilla a su yerno Enrique de Borgoña, en 1094. Poco después se separó de Castilla y constituyó un reino independiente cuando Alfonso Enríquez venció a los musulmanes en 1139, ex-tendiéndose hacia el sur. Desde entonces la dinastía borgoñona se hizo fuerte y man-tuvo su independencia, organizando el reino y estimulando su desarrollo.

A fines del siglo XIV, la dinastía se extinguió. El rey de Castilla, Juan I, quiso reivin-dicar para sí la corona, apoyándose en los antiguos derechos dinásticos y en su calidad de yerno del último monarca borgoñón; pero los portugueses se resistieron eligiendo rey al gran maestre de la orden de Avis, que fue coronado con el nombre de Juan I, como el rey castellano. La guerra sobrevino entonces y Castilla fue vencida en la bata-lla de Aljubarrota (1385), con lo que Portugal pudo mantener su independencia. A par-tir de entonces —como Aragón— dirigió sus miras hacia el mar y trató de extenderse por el Atlántico y el África.

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CAPÍTULO XL

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La Iglesia en la edad media

En la gran crisis que siguió a la caída del Imperio romano de Occidente, la Iglesia consiguió mantener su organización y adquirió un inmenso prestigio. A partir de en-tonces su papel en la vida del Occidente fue de primera magnitud. Junto a los reinos romano-germánicos, inestables y a veces anarquizados, la Iglesia afirmaba su organi-zación internacional y centralizada, porque, mientras más crecía su área de acción, más importancia adquiría el obispo de Roma, a quien reconocían ya como potestad suprema otros muchos de los obispos.

De ese modo, la Iglesia parecía conservar la tradición del Imperio romano; no solo era Roma su centro, sino que su división regional y administrativa coincidía con la an-tigua división imperial; pero además mantenía la tradición del imperio en cuanto con-servaba la idea de que, pese a la diversificación de los distintos reinos germánicos, seguía existiendo una unidad en el Occidente: la unidad espiritual basada en la comu-nidad de la fe.

Esta idea se afirmó y adquirió mayor relieve, por una parte, frente al mundo bi-zantino, que por influencia de la antigua mentalidad greco-oriental se había separado en ciertos aspectos de las creencias occidentales, y, por la otra, frente al mundo mu-sulmán, del que lo separaban radicalmente las diferencias religiosas. Desde entonces el Occidente se sintió caracterizado por su fe y la Iglesia adquirió un papel destacado como directora de la vida espiritual.

Para esta misión estaba particularmente capacitada en aquella época. Mientras la aristocracia estaba absorbida por las actividades políticas y militares y los campesinos permanecían atados a la tierra, los clérigos eran los únicos que poseían los medios necesarios y el estado de ánimo propicio para dedicarse a los estudios; así fue como se transformaron en la única minoría culta y su consejo se tornó imprescindible, tanto para los violentos y soberbios magnates como para los humildes agobiados por sus pesadas labores. Además, la doctrina y la tendencia de la Iglesia la llevaban a hacerse cargo de la protección de los necesitados y con ello su ascendiente social aumentaba frente a todas las capas de la sociedad.

Sobre la base de ese creciente prestigio, el papado aumentó su importancia en el campo de la vida pública; pero entretanto, eran muchos los creyentes que creían cum-plir mejor el mandato de Cristo retirándose a la meditación y sustrayéndose a toda forma de vida exterior.

La vida monacal. San Benito

Los creyentes que pensaban en las ventajas del aislamiento del mundo surgieron —sobre todo en el Oriente— ya en el siglo III. Muchos, como San Antonio, buscaban los desiertos para separarse de las preocupaciones terrenales y se sumían en la sole-dad; pero más tarde, desde el siglo IV, apareció un movimiento destinado a congregar a los que deseaban dedicarse a la meditación; así surgieron los primeros monasterios que organizó San Pacomio en Tebaida.

Esta idea se divulgó en Occidente solo en el siglo VI. San Benito de Nursia organizó un convento en Monte Casino, cerca de Nápoles, y estableció las reglas a que debían someterse los monjes. Estaban estos obligados a cumplir labores espirituales y mate-riales; debían orar y hacer los sacrificios, pero además debían estudiar en la biblioteca y copiar los códices y, finalmente, trabajar la tierra y hacer con sus manos cuanto ne-cesitaran.

Esta regla —conocida con el nombre de Regla benedictina— fue el modelo para otras fundaciones conventuales; hubo muchas, porque, debido a la dureza de las cos-tumbres, la vida monástica adquirió cada vez mayor desarrollo; el papado las estimuló por el interés de la difusión de la fe y por razones de disciplina interna de la Igle-sia.

El papado. San Gregorio el Grande

Mientras los monjes se apartaban del mundo, el papado procuraba actuar en él con mayor intensidad cada vez. Simple obispo de la ciudad de Roma en un principio, el papa sostuvo la doctrina de que le correspondía la preeminencia en el seno de la Igle-sia por mandato de Cristo; coadyuvaron a lograr este resultado la gravitación del pres-tigio de la ciudad imperial y las circunstancias que se produjeron con motivo de las invasiones; de modo que, en el siglo V, pudo entreverse ya su encumbramiento.

No faltó la firme oposición de muchos obispos celosos de su independencia, tales como algunos de Italia o del Oriente y en especial el de Constantinopla, que entonces era la sede del imperio. Pero ya León I, papa desde 440 hasta 461, afirmó rotunda-mente su derecho a resolver toda disputa en materia de dogma y dejó establecidas sus pretensiones a la autoridad terrenal.

En este último aspecto, las circunstancias favorecieron las aspiraciones del papado romano; en la gran crisis del siglo V la Iglesia afrontó las dificultades con sostenida decisión y claro sentido de los intereses de la colectividad, en tanto que el poder laico actuó movido por preocupaciones particulares y, a veces, mezquinas, de modo que fueron muchos los que comenzaron a ver en aquella la única autoridad que subsistía en medio de la confusión general.

Más tarde, en el siglo VI, después de que los bizantinos se vieron obligados a ceder frente a la nueva invasión de los lombardos, el papado recibió de Constantinopla la misión de administrar sus dominios en la región de Ravena, lo cual hacía del papa, en la práctica, un soberano temporal.

Fue a fines de ese siglo y en los primeros años del siguiente cuando las aspiracio-nes del papado quedaron definitivamente afirmadas y fundadas, gracias a la obra de un papa de excepcionales dotes: San Gregorio el Grande.

San Gregorio —de la Orden benedictina— puso al servicio del papado una inteli-gencia y un tesón extraordinarios. Afirmó categóricamente la preeminencia de Roma y rompió sus relaciones con el patriarca de Constantinopla porque este pretendía lla-marse “obispo universal” y con todo ello acrecentó su prestigio hasta el punto que, dentro de Italia, quedó ya reconocida la hegemonía romana. Pero San Gregorio hizo más: los monasterios quedaron bajo su jurisdicción y los pueblos todavía paganos o arrianos recibieron sus misioneros, logrando la conversión de los anglo-sajones. Su gobierno eclesiástico es así un hito en la historia del papado. Fue también un escritor de fina erudición, animado por una profunda fe.

La conversión de los bárbaros al cristianismo

Ya antes de San Gregorio la Iglesia había obtenido dos triunfos importantes con las conversiones de los francos, en la época de Clovis, y de los visigodos, en tiempos de Recaredo; el siglo VI había sido, pues, fértil en conquistas espirituales para la Iglesia, que contaba ahora con la adhesión de los dos reinos romano-germánicos más impor-tantes.

Por su parte, San Gregorio se preocupó por lograr la conversión de los an-glo-sajones; el monje Agustín, enviado por él, predicó la doctrina cristiana en los reinos sajones y logró los primeros éxitos fundando luego el arzobispado de Canter-bury.

Finalmente, en el siglo VIII y con el auxilio de los Heristal, el papado emprendió la conversión de las otras poblaciones germánicas que permanecían en el paganismo, especialmente los sajones; el triunfo de sus planes se debió a la tesonera acción de San Bonifacio y al apoyo de los conquistadores francos.

Origen del poder temporal de los papas

Con la conversión de todos los pueblos germánicos, la Iglesia vio colmada sus as-piraciones espirituales; pero desde el siglo V se advertían también los signos de sus pretensiones territoriales, pretensiones que estimularon algunas de las circunstancias ya señaladas.

En efecto, en el siglo VIII el papado poseía de hecho la región italiana de Ravena que, de derecho, pertenecía al Imperio bizantino. Cuando, por esa misma época, los lombardos quisieron apoderarse de dichos territorios, el papado recurrió al auxilio de los reyes francos, quienes obligaron a los lombardos a contener sus impulsos; fue en-tonces cuando Pipino el Breve otorgó al papado en propiedad la región que ya poseía de hecho, basado en su derecho de conquista y en una supuesta donación que Cons-tantino habría hecho a la Iglesia al legalizar su existencia en el siglo IV. Desde entonces el papado fue un estado entre los varios que actuaron en Italia, y, por ello, debió afrontar todas las situaciones que la soberanía traía consigo: alianzas y enemistades lo pusieron en un mismo plano con los poderes laicos.

La organización de la Iglesia. El clero

A medida que el papado adquiría mayor significación y que su autoridad espiritual y material crecía, la Iglesia tomaba una estructura más definida. Ya en el siglo VIII su jerarquía estaba rigurosamente establecida y esta organización se consolidó más con el tiempo.

La cabeza de esa organización era el papa, al que ya por entonces se reconocía el derecho de resolver en materia dogmática y disciplinaria. Residía en Roma, pero ac-tuaba regularmente en todo el mundo cristiano por intermedio de sus subordinados —arzobispos y obispos— y eventualmente por sus enviados especiales o legados ponti-ficios.

El papado consideraba al mundo cristiano dividido en arquidiócesis, a cargo de las cuales estaba un arzobispo, cuya sede solía ser o la capital de un estado o una ciudad importante por su significación política o por sus tradiciones religiosas. El arzobispo era el representante directo del papado.

Cada arquidiócesis se dividía en varias diócesis, en cada una de las cuales un obis-po ejercía la autoridad eclesiástica. Tanto los obispos como los arzobispos —que eran al mismo tiempo obispos de una de las diócesis— tenían su sede en una iglesia cate-dral y usaban como signo de su autoridad el anillo y el báculo. Solían tener extensas propiedades, en las que, con frecuencia, los reyes les concedían también la autoridad civil, lo cual acrecentaba su poder y los transformaba en personajes importantes de la vida política.

La diócesis, a su vez, se subdividía en parroquias, cuyo cura párroco cumplía los deberes del culto y actuaba como consejero y protector de sus fieles, con los que es-taba en estrecho contacto.

Fuera de esta organización estaba el clero llamado regular, es decir, sometido a una regla monástica; hallábase recluido en su monasterio y no participaba sino excep-cionalmente de la vida pública; aquellos cargos, en cambio, correspondían al clero secular, llamado así por estar en contacto con el mundo, o, como se decía, con el siglo. Algunas veces, se llamaba a un monje de prestigio por su saber o su virtud para ocupar un cargo de la jerarquía secular, fuera un simple obis-pado, fuera el trono pontificio.

Las reformas de Gregorio VII

Esta organización fue la que tuvo la Iglesia durante el período estudiado hasta aquí. Después —como se verá más adelante— la situación de la Iglesia cambió. La organización eclesiástica se mezcló excesivamente en las luchas civiles y políticas y, a veces, su función se desnaturalizó por las ambiciones personales o las exigencias de las circunstancias. Entonces —en el siglo X— surgió una nueva orden religiosa, la de Cluny, que reclamó la depuración de sus costumbres y el ajuste de la disciplina ecle-siástica; pero al mismo tiempo exigía que se reconociera la supremacía universal del papa como enviado de Dios, supremacía que debía alcanzar a los mismos poderes ci-viles.

Estas ideas triunfaron cuando un monje de Cluny llamado Hildebrando llegó a la sede papal con el nombre de Gregorio VII (1073). Siendo secretario de uno de sus an-tecesores había inspirado el establecimiento de un sistema para la elección secreta de los pontífices, sistema que evitaba la intromisión de influencias ajenas a la Iglesia en las designaciones. Cuando llegó al papado ajustó todos los resortes de la disciplina eclesiástica, prohibiendo el matrimonio de los clérigos y obligando a la separación de los que por entonces estaban casados. Además condenó a los obispos que habían con-seguido sus cargos mediante la simonía o compra de sus dig-nidades, y estableció que solo el papado podía consagrarlas.

Esta última medida atentaba contra la organización del estado, pues como perso-najes importantes en la vida política de todos los países, el papa lograba así una gra-vitación inmensa en todos ellos al ejercer su autoridad jerárquica sobre estos dignata-rios. De aquí surgieron conflictos con la autoridad civil.

La época de Gregorio VII marca el comienzo de una era de esplendor espiritual y político del papado; pero en las luchas que emprendió contra el poder civil quedó de-rrotado por este y, a consecuencia de ello, su autoridad declinó considerablemente, sobre todo después del siglo XIII.

La Iglesia y el estado civil; las obras sociales y la vida intelec-tual

La tesis que quería establecer Gregorio VII estaba forzosamente impuesta por la doctrina cristiana si se la llevaba a sus últimas consecuencias. En efecto, la autoridad divina se manifestaba por intermedio del papado y solo este podía otorgar el poder político; de aquí resultaba inevitablemente la superioridad de la Iglesia sobre el poder civil.

Pero si esta doctrina llegó a tener posibilidades de triunfo, fue por el prestigio que alcanzó la Iglesia en la Alta Edad Media. Mientras el poder civil estaba en manos de una aristocracia guerrera que ignoraba o aprovechaba la miseria de los desheredados, la Iglesia era la única que, por sus recursos y su autoridad moral, podía atenuar los males de las clases menesterosas.

La Iglesia, en efecto, cumplió esta misión. Sostuvo hospitales y asilos y se preocupó por el socorro de los necesitados mediante la distribución de limosnas o de socorros adecuados cuando la miseria o las enfermedades acrecentaban las ya desgraciadas condiciones de vida de los desposeídos; así, en la Iglesia se encontraba un apoyo para esas gentes que todo lo esperaban de ella y que, en cambio, seguían sus consejos y se sumaban a sus opiniones, proporcionándole una influencia social incontrastable.

También obtuvo la Iglesia su prestigio por la superioridad intelectual del clero; en los monasterios estaban las únicas personas que se preocupaban por el estudio y el poder civil debía recurrir a ellas cada vez que necesitaba fundar una actitud en ante-cedentes jurídicos o doctrinarios o resolver un grave problema que exigiera maduros conocimientos. Pese, pues, a sus desviaciones transitorias, la Iglesia constituía el re-ducto de las formas más altas de la vida espiritual y así debía reconocerlo el poder civil que no siempre podía competir con ella en cuanto a prestigio moral.

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CAPÍTULO XLI

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Las cruzadas

En el siglo XI, el papado había logrado alcanzar una innegable preponderancia en la Europa occidental. El imperio podía discutirle el derecho a designar obispos y a in-troducirse, por esa vía, en la vida interna de los estados; pero nadie desconocía la sig-nificación del pontífice como vicario de Dios y su calidad de jefe espiritual del mundo cristiano. Gregorio VII, pese a la rebelión del emperador, había afirmado categórica-mente su supremacía y nadie dudaba entonces de su derecho.

En efecto, mientras el imperio fracasaba en sus aspiraciones de reunir el mundo cristiano bajo un solo poder político, el papado conseguía aglutinarlo bajo su autoridad espiritual. El Imperio romano resurgía, de ese modo, en una unidad de otro carácter aunque no menos firme.

La aparición en la cuenca del Mediterráneo de nuevos pueblos musulmanes deci-didos a continuar la guerra santa y la expansión de su religión fue, en el siglo XI, la ocasión para que el papado ejerciera su autoridad sobre todo el Occidente. Por sobre la organización política, por sobre el imperio, los reinos y los señoríos feudales, el pa-pado convocó a los cristianos a la defensa de su fe. Y como, en efecto, la unidad espi-ritual existía y era vivamente sentida por todos, los cristianos de Occidente respondie-ron en masa a su llamado.

El resultado fue la realización de una serie de expediciones —llamadas cruzadas— mediante las cuales los cristianos occidentales reunidos trataron de contener a los infieles. Apenas interesaba si el cruzado era flamenco, borgoñón, aquitanio o arago-nés; el cruzado era, solamente, cristiano, y obedecía a un clamor que provenía de Roma; por eso las cruzadas fueron el gran triunfo de la concepción universalista del papado romano.

Las causas generales de las cruzadas

Después del siglo VIII, el peligro musulmán se había atenuado considerablemente; disminuido su furor bélico, se había llegado a una especie de acuerdo que permitía el peregrinaje de los cristianos al Santo Sepulcro en Jerusalén.

Pero en el siglo XI las cosas cambiaron. Grupos poderosos de poblaciones turcas al servicio del califato se apoderaron del poder, tomaron Bagdad y establecieron una dominación tan enérgica como amenazadora; en efecto, los seldyucidas —que así se llamó a ese grupo turco— reiniciaron la expansión musulmana, conquistaron Asia Menor de manos de los bizantinos y amenazaron directamente a Europa.

El emperador bizantino, Alejo Comneno, fue presa del pánico y, como lo había he-cho ya su antecesor, pidió auxilio al Occidente, representado en su totalidad, a sus ojos, solamente por el papado; el papa, a su vez, consideró que la empresa brindaba al pontificado una ocasión de afirmar la unidad del Occidente y su propia autoridad, así como también la posibilidad de una reincorporación de la iglesia ortodoxa de Constan-tinopla a la obediencia de Roma, de la que se había apartado poco antes; en conse-cuencia, el papado decidió apoyar la constitución de un gran ejército cristiano que defendiera al Imperio bizantino.

Para ello se requería que el objetivo de la campaña fuera estrictamente religioso; en efecto, era ante todo de ese carácter porque el peligro seldyucida radicaba en su intolerancia religiosa; por eso, el llamado del pontífice fue escuchado de inmediato. Contribuyeron al éxito de la propaganda, además, la preocupación de los señores feu-dales por la gloria y la fama que se adquirían en las empresas guerreras, el prestigio de las aventuras extrañas y lejanas, y el interesado apoyo de los reyes, que vieron en ello una manera de alejar del reino a los señores, canalizando así su temperamento belicoso. Más adelante, cuando hubo triunfado la primera de estas expediciones, se agregaron nuevos incentivos para las subsiguientes: la codicia por las riquezas, el afán de encontrar nuevas posibilidades comerciales y la esperanza de ganar señoríos y reinos en tierras lejanas. Pero, en los primeros tiempos, el móvil de la cruzada fue fundamentalmente religioso.

La primera cruzada

Cuando los enviados de Constantinopla llegaron a Roma pidiendo auxilio contra los turcos, el papa Urbano II se preparó para responder al llamado; entonces convocó a un gran concilio en Clermont (1095) y allí predicó la necesidad de que todos, pobres y ricos, nobles y villanos, acudieran a Tierra Santa para rescatar el sepulcro de Cristo de manos de los infieles.

La invocación del papa tuvo una extraordinaria resonancia; en poco tiempo, mien-tras los caballeros se preparaban, multitud de personas de las más humildes constitu-yeron una caravana en marcha hacia el Oriente; la mandaba un monje, Pedro el Er-mitaño, y un noble, Gualterio sin Haber; sus armas eran hoces y cuchillos y apenas había unos pocos montados. Esta expedición —que se llamó la cruzada popular— llegó a Constantinopla y, cuando pasó el estrecho y enfrentó al enemigo, fue aniquilada sal-vándose solo contados cristianos.

Entretanto la expedición de los caballeros se organizó y emprendió la marcha en varias columnas que agrupaban a los normandos del sur de Italia, a los franceses del sur y del norte, a los alemanes y flamencos. Al fin las distintas columnas comenzaron a llegar al punto de concentración fijado, que era Constantinopla.

El emperador, temeroso de los desmanes de sus aliados, facilitó su pronta partida para tierra enemiga, no sin antes aclarar que cuanto conquistaran en Asia Menor formaba parte de su imperio y debía volver a formar parte de él.

En 1097 entraron los cruzados en Asia Menor, se apoderaron de Nicea después de sitiarla, y derrotaron a los turcos en la batalla de Dorilea, quedando dueños del Asia Menor. Entonces cruzaron las cadenas del Taurus y llegaron frente a Antioquía, que cercaron y tomaron poco después; pero, una vez tomada, volvieron a ser sitiados en ella y solo la audacia de Boemundo, el jefe de los normandos, les permitió salir de aquella difícil situación. Emprendieron luego (1099) la marcha hacia Jerusalén. La ciudad fue también cercada y al cabo de algún tiempo se intentó el asalto final, que permitió la entrada en ella, el Viernes Santo del año 1099.

Desde entonces se comenzó a pensar en la organización ulterior de la ciudad santa y se convino en crear un señorío, conocido con el nombre de Reino cristiano de Jeru-salén; pero su jefe, Godofredo de Buillón, no aceptó el título real y adoptó tan solo el de Protector del Santo Sepulcro.

Las cruzadas del siglo XII

La primera cruzada permitió que toda la costa siria quedara en poder de los cris-tianos; además del reino de Jerusalén, otros señoríos cubrían la región y acaso el más importante fuera el de Antioquía, que poseía Boemundo. En seguida comenzaron a llegar nuevos guerreros atraídos por la aventura, la codicia o la fe, y, sobre todo, mu-chos negociantes que iniciaron una explotación regular del tráfico comercial entre Oriente y Occidente.

Pero los musulmanes no se consideraban aniquilados y poco después comenzaron una ininterrumpida ofensiva que, al cabo de menos de medio siglo, puso en peligro el reino de Jerusalén. Para socorrerlo, se organizó una segunda cruzada que encabezaron dos reyes: Luis VII de Francia y Conrado III de Alemania. Pero el último fue atacado y vencido en la llanura de Dorilea (1147), en tanto que el primero, que pudo llegar a la costa de Siria, se empeñó en un largo asedio de la ciudad de Damasco, que resultó inútil. De ese modo, la segunda cruzada no pudo aliviar la situación de Jerusalén, que se mantuvo luchando denodadamente contra las fuerzas musulmanas del nuevo sultán, Saladino, hasta 1187 en que cayó en sus manos.

En Europa, la pérdida de la ciudad santa causó una enorme impresión; se respon-sabilizaba a los príncipes de su caída, porque, preocupados por sus conflictos feudales, no habían prestado atención al llamado de los cruzados. Entonces, para corregir su falta, Federico Barbarroja, Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León resolvieron arrojar sobre los musulmanes todo el peso de sus fuerzas militares para reconquistar la ciudad del Santo Sepulcro.

La cruzada, llamada cruzada de los reyes, comenzó con la marcha de Barbarroja, por tierra, hacia Oriente; en 1190 cruzó el estrecho y alcanzó Asia Menor, que, contra sus previsiones, se mostró enemiga; pero sorteando las dificultades consiguió llegar hasta el Taurus. Allí lo sorprendió la muerte al cruzar un desfiladero y sus tropas si-guieron la marcha hacia Siria con pocas esperanzas, tratando de unirse a las otras fuerzas cristianas.

Entretanto, hacia 1191, llegaron a la Siria, por el mar, Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León. La enemistad de los dos reyes, pese a la tregua concertada, dificultó sobremanera el cumplimiento de los planes militares y cada uno procuró proceder como mejor convenía a sus intereses; por eso, Felipe Augusto abandonó pronto Tierra Santa, mientras Ricardo se quedaba frente a la ciudad de San Juan de Acre, de la que consiguió apoderarse. Pero entonces, llamado por las dificultades en que se hallaba su reino, regresó a Europa, quedando Saladino en posesión de Jerusalén.

Inocencio III. Las cruzadas contra Constantinopla y contra los heréticos

En 1198 había subido al trono pontificio Inocencio III, que, por su carácter y sus opiniones, era un digno sucesor de Gregorio VII. Aspiraba a la supremacía del papado sobre el poder civil y quería poner de manifiesto su autoridad. Por eso se erigió en juez de los reyes y en árbitro de los conflictos políticos, y por eso organizó una cruzada —la cuarta— que debía demostrar su ascendiente sobre los jefes políticos del Occiden-te.

La cruzada fue emprendida por los señores franceses; para obtener los barcos que necesitaban recurrieron a Venecia, que se los proporcionó a elevado precio; pero co-mo los franceses no pudieron pagar, debieron aceptar las condiciones fijadas por los venecianos, quienes exigieron que prestaran su apoyo militar para una campaña con-tra Constantinopla; esta campaña estaba destinada a mejorar su situación comercial en el Adriático y, en general, dentro de las rutas del Oriente.

Iniciadas las acciones, los franceses lograron apoderarse de la capital del Imperio bizantino y resolvieron establecerse allí; entonces se fundó un nuevo estado, que se llamó Imperio latino de Oriente (1204); así terminó la cruzada, con total olvido de sus objetivos originarios. El Imperio latino duró hasta 1261, año en que fue reconquistado por los bizantinos, que habían resistido en el Asia Menor.

Poco tiempo después, Inocencio III ordenó predicar una cruzada contra un grupo cada vez más numeroso de heréticos que había aparecido en el sur de Francia. Allí, como una consecuencia de las cruzadas, pudieron fructificar algunas ideas típicas del Oriente y se había difundido una extraña doctrina, a cuyos adeptos se llamó albigenses porque tenían su centro en la ciudad de Albí, cerca de Tolosa. Creían los albigenses, como los persas, en la existencia de dos principios —uno del bien y otro del mal— que estaban en constante lucha; tenían sacerdotes, a los que llamaban perfectos, que lim-piaban de culpa a los creyentes con ritos muy sencillos, los cuales se cumplían una sola vez en la vida. Esta doctrina —que sostenía también la transmigración de las almas— se había difundido mucho en las regiones que, por su comercio, estaban en contacto con el Oriente, y hasta el conde de Tolosa habíase adherido a ella.

La cruzada se inició en 1209; los caballeros del norte de Francia y de Alemania entraron a saco en las ciudades meridionales y en muchas de ellas exterminaron a sus habitantes, matanza que culminó con el asalto de la ciudad de Tolosa, tomada en 1215 por Simón de Monfort. El resto de la región también fue saqueado metódicamente, con el apoyo y el estímulo del rey Felipe Augusto, que veía desaparecer así uno de los señoríos más poderosos del reino. Su sucesor, Luis VIII, debía entrar más tarde en po-sesión de todos los territorios meridionales, acrecentando su poder y su autoridad.

Las últimas cruzadas

En el curso del siglo XIII se realizaron las últimas cruzadas contra los musulmanes. El rey de Hungría encabezó una expedición en 1217 destinada a procurar la recon-quista del Santo Sepulcro; sin embargo, a su llegada se sumó a la lucha que los señores de Siria mantenían contra Egipto, ahora principal foco musulmán, en la cual fracasa-ron tanto él como Juan de Brienne, un caballero francés que llegó luego con nuevas fuerzas, y los señores de los estados sirios.

Más tarde, en 1228, el emperador alemán, Federico II, inició una cruzada —la sexta— de caracteres singulares. Por sus conflictos con el papado, el emperador había sido castigado con la excomunión y su expedición no había sido facilitada por Roma. Pero Federico, que contaba con recursos propios, pudo emprender la marcha y llegar a Siria, donde muy pronto entró en negociaciones con los musulmanes. El resultado de ellas fue que Jerusalén pasó a manos de Federico, con excepción de la parte donde estaba la mezquita de Omar, que quedó en poder de los musulmanes; además, el em-perador se hizo cargo de todas las ciudades que, desde la costa, flanqueaban la ruta hasta la ciudad santa, para facilitar el peregrinaje, pero comprometiéndose a que no apareciera por allí gente armada.

Federico II aprovechó asimismo la ocasión para entablar estrechas relaciones co-merciales entre su reino y los puertos orientales y aun para familiarizarse con gentes de la fe del Profeta, con quienes gustaba discutir y hacer discutir a los teólogos cris-tianos de su corte. Así, la sexta cruzada tuvo inmediatas consecuencias económicas y culturales, pero demostró, al mismo tiempo, como en otro sentido la cuarta, hasta qué punto se había modificado el ambiente religioso en poco más de un siglo.

Las dos últimas cruzadas fueron organizadas y dirigidas por Luis IX de Francia. La primera, en 1248, se dirigió contra el Egipto, por la razón —ya señalada— de que, siendo ese el principal baluarte del poderío musulmán, se consideraba imprescindible su caída para poder dominar la Siria. Luis IX llegó a las bocas del Nilo con un fuerte ejército y puso sitio a la ciudad de Damieta, de la que pudo apoderarse; entonces in-tentó avanzar hacia el sur pero fue sorprendido por la creciente del río y derrotado por los musulmanes, que se apoderaron del monarca.

Después de comprar la libertad, Luis IX volvió a Francia y pasó el resto de su vida obsesionado por la idea de retomar las armas contra el infiel. En 1270 consideró que la ocasión había llegado y preparó un nuevo ejército; su hermano Carlos, rey de Sicilia desde poco después de la muerte de Federico II, lo convenció de la necesidad de co-menzar las operaciones sometiendo a Túnez —acaso porque esta campaña interesaba a su política siciliana— y el rey de Francia aceptó el plan; entonces desembarcó allí y puso sitio a la ciudad; pero poco después murió el rey y la expedición terminó allí.

Las consecuencias económicas y políticas de las cruzadas

Las cruzadas constituyen un acontecimiento trascendental en la historia de la Edad Media. Ya se ha visto cómo forman parte de la política del papado; pero, a medida que avanzaba su desarrollo, se advirtieron sus consecuencias en otros dominios y se pudo palpar la intensidad de la conmoción que habían producido en la Europa occiden-tal.

Quizá la transformación más evidente fue la que se operó en la vida económica. La posesión de los puertos de Siria, el acceso más regular a Constantinopla y las relacio-nes que, aunque precariamente, quedaron establecidas con algunas regiones musul-manas dieron al comercio occidental un extraordinario impulso que se notó de inme-diato en el desarrollo de los grandes centros mercantiles del Mediterráneo y, en espe-cial, de Venecia, Génova, Amalfi, Pisa, Nápoles, Marsella y Barcelona.

Pero este comercio ejerció una influencia social extraordinaria. Además de enri-quecer a una capa extensa de la población urbana, que constituyó en las ciudades una burguesía poderosa, propagó, con respecto a las formas de vida, nuevos hábitos y cos-tumbres, caracterizados por la exaltación del lujo y la riqueza. Quienes habían visitado las ciudades orientales, adquirieron, al contacto con ellas, nuevas aspiraciones y nue-vos gustos; he aquí lo que confesaba un cruzado:

Occidentales fuimos, y henos aquí transformados en orientales. El italiano o el francés de ayer se ha transformado, una vez trasplantado, en un galileo o un palestino. El hombre de Reims o de Chartres se ha mudado en un sirio o en un ciudadano de Antioquía. Cada día vienen de Occidente parientes y amigos a reunirse con nosotros; no dudan en dejar todo lo que poseían allá, pues el que allí era un pobre, obtiene aquí, gracias a Dios, la opulencia. El que no tenía allí sino unos pocos dineros, posee aquí tesoros.

(FOUCHER DE CHARTRES, Crónica de los francos que peregrinaron a Jerusalén)

Al volver, los occidentales traían a sus lugares de origen estos nuevos hábitos, que aparecían acentuados por el prestigio de lo exótico, y divulgaban otros ideales que se manifestaron muy pronto en la manera de vivir: los castillos se tornaron lujosas resi-dencias y tanto los nobles como los burgueses adoptaron un boato que hasta entonces vedaban las condiciones económicas y las tendencias propias del cristianismo.

Pero las cruzadas modificaron también el panorama político. No solamente se crearon en Oriente dos estados nuevos y muchos señoríos importantes sino que, en sentido contrario, desaparecieron muchos dominios feudales en Europa; en efecto, los que fracasaban en la empresa quedaban arruinados y humillados, y esto, unido a la desaparición de muchos señores en las guerras, modificó el panorama social de casi todos los reinos de Europa. Quienes se beneficiaron fueron los reyes y los burgueses de las ciudades, que vieron debilitarse así a los más temibles enemigos de sus aspiracio-nes políticas. De ese modo, por las transformaciones en la vida económica, por el cambio brusco en las formas de vida y en las situaciones sociales y políticas, las cru-zadas alteraron profundamente la fisonomía de la vida medioeval, separando dos pe-ríodos de características muy diversas: a la crisis del siglo XIII sucederá la Baja Edad Media, período en el que se elaboran los nuevos ideales de la Edad Moderna.

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CAPÍTULO XLII

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La cultura medieval

El largo período que comprende la Edad Media se caracterizó por el desarrollo de una cultura de fisonomía muy definida. Durante mucho tiempo se sostuvo la idea de que había sido una época bárbara; pero a medida que se la conoce mejor, esta afir-mación aparece, cada vez más claramente, como desprovista de fundamento. La cul-tura medioeval posee, eso sí, caracteres peculiares y es imprescindible juzgarla según los ideales propios de la época; solo desconociendo este principio —fundamental para los estudios históricos— puede repetirse aquella afirmación.

La cultura medioeval fue, fundamentalmente, cristiana. La doctrina evangélica y el pensamiento de la Iglesia fueron quienes inspiraron casi todas sus manifestaciones: su arquitectura, su pintura y escultura, su poesía, su teología, su filosofía y su ciencia. Pero después de las cruzadas nuevas influencias aparecieron en ella; el Oriente dejó filtrar algunos elementos de su concepción del mundo y de la vida, y fueron recibidos por algunos espíritus abiertos a las nuevas inspiraciones; de modo que, hacia el siglo XIII, es posible encontrar ya rastros de las dos corrientes en la Europa occidental.

El arte en la Edad Media

Ya ha sido señalado cómo en el bajo Imperio apareció un estilo arquitectónico y plástico que reflejaba claramente las influencias del Oriente. Este estilo prevaleció en el arte cristiano primitivo, el de las catacumbas, tanto como en el de las primeras iglesias cristianas, inmediatamente posteriores a la legalización del cristianismo por Constantino.

Durante el período de las invasiones y de los reinos romano-germánicos, fue muy poco lo que se hizo en Occidente en materia de artes plásticas; la inseguridad de la vida, la inestabilidad de los regímenes políticos, todo contribuía a que no se constru-yera ni se pintara, y lo poco que se hacía mantuvo, en general, las características de los últimos tiempos romanos. Pero, cuando en el siglo VI se construyó en Constantino-pla la catedral de Santa Sofía, surgió un nuevo modelo para el Occidente: el palacio de Carlomagno, las iglesias de Ravena o de Venecia prueban de qué manera influyó allí el estilo bizantino.

En el período feudal volvió a producirse un ocaso de las artes plásticas: tampoco entonces eran propicias las circunstancias para su desarrollo. Solo desde el siglo XI se volvió, con nuevo impulso, a construir, a esculpir y a pintar, adoptándose ciertas for-mas nuevas que originaron un estilo de características propias, conocido con el nom-bre de estilo románico.

Este estilo predominó desde mediados del siglo XI hasta mediados del XII; en esta última fecha nuevos gustos y nuevas modas empezaron a predominar y otro estilo —el llamado ojival o gótico— desplazó al románico. A partir del siglo XIII tuvo el estilo oji-val su época de esplendor, manteniéndose su brillo hasta el siglo XIV en algunos luga-res de Europa y hasta el XV en otros.

El estilo románico

El estilo románico se llama así porque arranca de las formas que predominaban en la arquitectura romana; pero cuando, en el siglo XI, adquiere personalidad inconfundi-ble, es, precisamente, porque ha introducido en sus modelos algunas innovaciones fundamentales.

Sus elementos constitutivos fueron el arco de medio punto o de semicircunferen-cia, la columna gruesa y maciza y el rosetón de arquillos de medio punto; el aspecto general es más bien pesado, pero profundamente armónico. Sus ejemplos más típicos son las construcciones religiosas, pero se lo encuentra también en algunos castillos de la Alta Edad Media y en construcciones menores, tales como puentes. En las construc-ciones religiosas alcanzó una importancia extraordinaria la ornamentación, que posee una fisonomía muy definida.

En las iglesias, el estilo románico manifestó todas sus posibilidades. En ellas la planta de la construcción dejó de ser simplemente rectangular y prefirió la forma de cruz; se obtenía agregando a la nave central una transversal que formaba, al cruzarse con aquella, un cuadro llamado crucero que se cubría con una cúpula, de inspiración bizantina.

En las grandes construcciones, en vez de una sola nave central se encuentran tres, separadas por dos hileras de pilares o columnas; las dos naves laterales solían ser más bajas que la central y todas se cubrían, casi siempre, con una techumbre aboveda-da.

En el exterior, la iglesia presentaba una o tres puertas, correspondiendo, en este último caso, a las tres naves. Pero no eran puertas simples sino que estaban ornadas con un conjunto de columnas y arcos que formaban un pórtico de gran suntuosidad. En lo alto, el frente solía terminar en un frontón triangular que, a veces, quedaba en-marcado por una o dos torres; sin embargo, en un principio fue frecuente que las to-rres estuvieran separadas del cuerpo del edificio, como ocurre en la catedral de Pi-sa.

La iluminación se obtenía por medio de ventanales que rompían la monotonía de los muros, y por un gran rosetón del ventanal circular que estaba en el frente, sobre el pórtico central.

En los monasterios o formando parte de las iglesias, se construía con frecuencia un claustro; consistía en un patio cuadrangular rodeado por una galería de columnas, en la que, como en las iglesias, predominaba la columna maciza y el arco de medio pun-to. En los castillos románicos se advierte, igualmente, el uso de estos elementos.

Quizá lo más característico de este estilo sea su ornamentación. Las columnas te-nían un capitel decorado, en el cual predominaban los motivos florales estilizados; era frecuente también la representación de escenas bíblicas —como las del claustro del monasterio de Silos, en Burgos, o las del de San Trofimo, en Arlés— y aun las formas puramente geométricas.

En los pórticos se encuentran muestras de una escultura sumamente expresiva: es notable, sobre todo, la de la catedral de Santiago de Compostela o la de algunas igle-sias del sur de Francia o de Alemania. Con una técnica semejante, se esculpió en mar-fil y en metal, este último esmaltado en muchas ocasiones. La pintura, en cambio, es escasa, pero hay algunos ejemplos —como la de la colegiata de San Isidoro, en León— que prueban la misma tendencia expresiva: el dolor de la crucifixión o del martirio —que eran los temas preferidos— daba ocasión para que se manifestara una intensa dramaticidad.

Son ejemplos significativos del estilo románico la catedral de Bamberg, la de An-gulema, las iglesias de San Dionisio y San Isidoro, los claustros de Silos y San Trofimo, así como otros muchos monumentos.

El estilo ojival o gótico. Las grandes catedrales

Desde mediados del siglo XII comenzó a operarse una transformación en el estilo románico que dio origen, poco a poco, a un nuevo estilo: el ojival, llamado luego, des-pectivamente, estilo gótico. Fueron sus características el arco de ojiva o arco apunta-do, la columna fina y alta y los vitrales y rosetones con arquillos ojivales. En el estilo ojival, el aspecto de la construcción es, en general, grácil y predomina en él la altura sobre las otras dimensiones.

El estilo ojival alcanzó su mayor esplendor en las grandes catedrales, que fueron el orgullo de las ciudades medioevales; su construcción demandaba, generalmente, el esfuerzo de varias generaciones y se hacía con el aporte desinteresado de todos; así, algunas quedaron inconclusas, y otras fueron terminadas después de mucho, según distintos gustos arquitectónicos. Las catedrales de Colonia, Reims, Burgos o Milán pueden dar una idea de la grandiosidad y armonía de los majestuosos templos ojiva-les.

En su planta, la arquitectura ojival no introdujo modificaciones notables con res-pecto a la románica; se mantuvieron la planta cruciforme y las tres naves, aunque, a veces, se llevó su número a cinco, con cuatro hileras de columnas. En cambio en el exterior la modificación fue más importante. Las torres, definitivamente incorporadas a la estructura arquitectónica, adquirieron una inmensa altura y dieron a las iglesias ojivales una fisonomía inconfundible. Además, los pórticos se complicaron con gran número de columnas y arcos cubiertos de estatuas; y, adosadas a los muros, aparecie-ron unas arcadas vigorosas —los arbotantes— destinadas a sostenerlos.

Como en el estilo románico, también la iluminación se lograba por medio del ro-setón, ahora ojival por sus arquillos, y los vitrales, que se caracterizan porque compo-nen figuras y escenas con pequeños trozos de vidrios coloreados, unidos con ligeras bandas de plomo; algunos vitrales tienen un extraordinario mérito por la finura de las imágenes y la delicadeza de los tonos.

La ornamentación de los templos ojivales adquirió una extraordinaria suntuosidad. Los capiteles finamente trabajados en piedra, las imágenes, los relieves les dieron no solo vistosidad, sino también grandeza artística; además, la decoración estaba inspi-rada por el propósito de instruir en la historia sagrada y en los principios fundamenta-les de la fe, de modo que aquella vistosidad encontraba una finalidad inmediata. La escultura fue extraordinariamente sugestiva; así se nos ofrece la de los pórticos de la catedral de Reims o de Colonia; pero no lo fue menos la pintura que, si en muchos casos es de maestros desconocidos, en otros corresponde a figuras notorias, como Juan Fouquet, el autor del retrato de Carlos VII.

En las artes menores la maestría técnica y el gusto decorativo alcanzaron rara perfección; el trabajo de los metales, del marfil o de la madera dio ocasión a que se manifestara una prodigiosa delicadeza y un sentimiento vigoroso y patético. Igual-mente los miniados de los libros fueron motivo para que se exhibiera un exquisito gusto para la composición y el colorido.

Son innumerables las obras maestras que se conservan del estilo ojival; corres-ponden no solamente a la arquitectura religiosa sino también a la civil, en la cual fue-ron característicos los castillos, los edificios comunales, las viviendas privadas. Sus pe-culiaridades pueden observarse en la Santa Capilla, en la catedral de Reims, en el pa-lacio de los Priores de Perusa, en el edificio comunal de Brujas, en la Lonja de Zara-goza o en el palacio ducal de Venecia. Son igualmente famosas las catedrales de Colo-nia y París, Burgos y León, Milán y Toledo, y los edificios comunales de Ipres, Bremen o Nuremberg.

La literatura en la Edad Media

Como las artes plásticas, la literatura no encontró ambiente muy propicio para desarrollarse en los primeros tiempos de la Alta Edad Media. Refugiada en los mo-nasterios, encontró cultores inteligentes que luchaban, sin embargo, con la indiferen-cia general. Por otra parte, el idioma culto siguió siendo el latín, en una época en que la gente no hablaba ya sino ciertas formas bastardeadas de esa lengua que habían de dar origen a los idiomas romances: el español, el italiano, el francés y otros varios, de modo que el número de lectores no podía ser muy grande; esos pocos pertenecían en su mayoría a los ambientes religiosos.

Más tarde, a partir del siglo XI, comenzaron a aparecer las primeras obras litera-rias escritas en lenguaje vulgar, compuestas muchas de ellas para ser recitadas, y di-vulgadas oralmente durante varias generaciones. Muy pronto, sin embargo, aparece-rían en esas lenguas verdaderas obras maestras.

Hasta el siglo XIII, los temas principales de la literatura fueron caballerescos y reli-giosos. Por entonces aparecieron los grandes cantares de gesta, como la Canción de Rolando, el Cantar de Mío Cid o el de los Infantes de Lara, en francés el primero y en caste-llano los dos últimos. También comenzaron a difundirse, algo más tarde, los poemas sentimentales y de aventuras, entre los cuales fueron los más famosos los que conta-ban la historia de los caballeros de la Mesa Redonda, a cuyo grupo pertenece el poe-ma de Tristán e Isolda, y el de Parsifal.

Los temas religiosos fueron muy frecuentes. Se escribieron por entonces innume-rables vidas de santos, como la que compuso en verso Gonzalo de Berceo, de Santo Domingo de Silos.

También se compusieron obras teatrales que se comenzaron a representar en los pórticos de las iglesias; algunas de esas obras tenían como argumento las vidas de los santos y otras, escenas de la Biblia; poco a poco, se fueron introduciendo también te-mas de la vida cotidiana y así nació —o renació— la farsa o comedia.

Ya en el siglo XIII se encuentran crónicas escritas en lenguaje vulgar, como la de Villehardouin sobre la cuarta cruzada, o la que mandó componer Alfonso el Sabio del reino de Castilla. Y no debe olvidarse la aparición de las fábulas y apólogos, compues-tos con intención moral, género del que es ejemplo el Romance de la Rosa, compuesto en francés por Guillermo de Lorris y Juan de Meung.

La literatura en la Baja Edad Media

A partir del siglo XIII, la literatura se difundió mucho en las ciudades, que por en-tonces florecían. Los prosistas prefirieron temas distintos a los usuales en la Alta Edad Media; la literatura costumbrista adquirió brillo con el arcipreste de Hita, que escribió, en castellano, El libro del buen amor y con el infante Don Juan Manuel, que compuso en la misma lengua El libro de los ejemplos del Conde Lucanor. Los poetas también reflejaron el ambiente de las ciudades y sus caracteres populares y pintorescos, como hizo en francés Francisco de Villón con la colección de poesías llamada El gran testamento o Chaucer, con sus Cuentos de Canterbury, escritos en inglés.

La historia, el teatro y la novela de caballerías también adquirieron por entonces importancia en España, Francia e Inglaterra. Entretanto, en Italia, la literatura adqui-ría un brillo singular, porque allí los modelos antiguos, como Virgilio, Horacio u Ovidio, se mantenían mejor en la memoria de las personas cultas que en el resto de la Europa occidental.

La teología y la filosofía en la Edad Media. La escolástica

Junto a la vocación por la creación literaria, apareció en la Baja Edad Media una profunda preocupación por los problemas teológicos y filosóficos. El centro de esa in-quietud eran los problemas de la fe, ahora amenazada por el contacto con los musul-manes y por la difusión de las ideas orientales, de cuyo contacto con las afirmaciones del dogma podía originarse la duda.

De aquí nació la necesidad de demostrar la verdad de esas afirmaciones; para ello se utilizó el método que había puesto en práctica Aristóteles y así nació una severa disciplina, la teología, que se preocupaba por explicar y aclarar los problemas refe-rentes a Dios y a la revelación. Al servicio de la teología, pusieron todo el saber de los filósofos antiguos, cuyas ideas se empleaban cuando coincidían o aclaraban las afir-maciones del dogma cristiano, usando en las demostraciones un método nuevo, basa-do en la deducción, llamado escolástico. Sin embargo, aunque aquella fue la intención, surgió, poco a poco, un nuevo pensamiento filosófico sobre los problemas del hombre, que al fin se independizó de la doctrina cristiana.

Durante la Baja Edad Media, la forma de pensamiento que predomina es la esco-lástica. Se considera a San Anselmo (1033-1109) como el padre y fundador de la esco-lástica, en cuya tendencia le siguió luego Abelardo (1079-1142); la fuerza oratoria y la capacidad para ordenar los argumentos de este último le valieron un prestigio inmen-so y grandes masas de estudiantes le seguían para escuchar su palabra en las distintas ciudades que recorría.

Pero los grandes maestros de la escolástica aparecerían en el siglo XIII, y fueron sus más altas figuras dos dominicos —San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino— y un franciscano, Duns Escoto.

San Alberto Magno (1206-1280) fue un eximio conocedor de Aristóteles, cuyas ideas estudió y aclaró; creyó que su método era el que podía aplicarse con éxito en la fundamentación por la razón de las verdades de la fe y por eso trabajó en el análisis de sus obras. Lo siguió en esta misma tendencia Santo Tomás (1225-1274), cuya obra fundamental es la Suma Teológica, enciclopedia religiosa que, con La divina comedia, representa la culminación del saber medioeval.

A lo largo de sus tres partes, la Suma Teológica va desa-rrollando distintas cuestiones con multitud de argumentos; lo más característico del método es que expone, además, las objeciones posibles y su respuesta. Con sutiles di-ferencias, esta doctrina fue la misma de su contemporáneo Duns Escoto.

La enseñanza y las universidades

La teología fue la asignatura fundamental de la enseñanza de la Baja Edad Media. Aparte de la que se suministraba en los claustros, comenzó a aparecer, en el siglo XII, la que se proporcionaba en las universidades, en donde, reunidos alumnos y profeso-res, comenzaron una era de febril actividad espiritual. Las universidades más antiguas fueron las de Salerno, Bolonia, París, Oxford, Cambridge, Salamanca y algunas otras; en ellas se estudiaba, además de la teología, el derecho romano y canónico, la medi-cina y, en un ciclo inferior y preparatorio, las siete artes liberales.

Las universidades eran autorizadas, generalmente, por el papado, pero hubo algu-nas que fueron fundaciones reales. Su misión fue formar hombres de conocimientos superiores y los que egresaban de ellas constituyeron una clase de considerable gravi-tación en la vida pública; los legistas, por ejemplo, de que ya se ha hablado, pertene-cían a ella, así como también los altos dignatarios del clero y de las cancillerías reales. Esta clase provenía, generalmente, de la burguesía y fue uno de los elementos activos en la lucha contra el feudalismo.

Los conocimientos científicos de la Edad Media

Mientras florecía una prodigiosa arquitectura, un profundo saber teológico y filo-sófico y una rica inspiración literaria, la Edad Media desechaba toda preocupación por el saber científico. En efecto, la concepción del mundo predominante entonces restaba importancia a una investigación de la naturaleza, cuya esencia le estaba revelada por la doctrina religiosa, sin que, en consecuencia, mereciera especial estudio la pura apariencia de la creación. No obstante, Raimundo Lulio y Rogelio Bacon se habían preocupado por el conocimiento de la naturaleza y hasta se afirmaba —por este últi-mo— el principio de que no existía otro conocimiento que el que proviniera de la ob-servación.

Contribuyó eficazmente a despertar la curiosidad científica el contacto con los musulmanes, cuyas investigaciones en el campo de la química habían conducido a prodigiosas revelaciones sobre la naturaleza de los cuerpos. Pero este saber no estaba autorizado sino más bien perseguido por la Iglesia, y fueron pocos los que se atrevie-ron a incurrir en acusaciones de herejía.

En cambio, ciertas ramas del saber científico, vinculadas a la experiencia directa de los viajeros navegantes, adquirieron mayor importancia. Así ocurrió con la astro-nomía y la geografía.

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CAPÍTULO XLIII

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El surgimiento de las naciones

A partir del siglo XIII, las consecuencias de las cruzadas se hicieron notar en todo su alcance; las ricas ciudades con sus poderosas burguesías prestaban su apoyo a los re-yes que buscaban aniquilar el poderío de los señores feudales, mientras estos, por su parte, declinaban notablemente a causa de las guerras; así, las monarquías nacionales se afirmaban en Inglaterra, Francia y los reinos ibéricos, mientras adquirían extraor-dinaria importancia las ciudades comerciales. En cambio, el Santo Imperio y el papa-do, que predominaran en la Alta Edad Media, habían perdido su papel director y esta-ban relegados a una situación secundaria. Por su parte, el Imperio bizantino, restau-rado después de su conquista por los franceses, apenas podía afrontar su peligrosa situación frente a sus enemigos.

Como, sin embargo, los reinos ibéricos estaban carcomidos por las guerras civiles y preocupados por la lucha contra los moros, el papel predominante en la Baja Edad Media correspondió a Inglaterra y Francia. Pero su rivalidad las condujo a una larga guerra que las debilitó por mucho tiempo.

Francia e Inglaterra

Francia había alcanzado, al comenzar el siglo XIV, una situación muy favorable. Con Felipe el Hermoso, la monarquía había dado un paso seguro hacia su unificación y centralización, y su triunfo sobre el papado le había proporcionado un alto prestigio internacional que correspondía a su floreciente situación interna, asegurada por aque-lla política y por su creciente bienestar económico.

Inglaterra, entretanto, había logrado regularizar su situación interior después del tratado de París, especialmente en el reinado de Eduardo I; sin embargo, bajo su su-cesor, Eduardo II, los conflictos con la nobleza reaparecieron.

En verdad, las relaciones entre los dos reinos no llegaron nunca a ser cordiales, pese al tratado de París. En el sur de Francia, Guyena seguía siendo un feudo del rey de Inglaterra y, en el norte, la rivalidad se manifestaba en la región de Flandes; en efecto, las ciudades flamencas compraban, para sus tejedurías, las excelentes lanas que producía Inglaterra y eran, además, centro del intercambio de este país con Bor-goña; pero Francia aspiraba, por su parte, a anexarse ese territorio y, durante el reinado de Felipe el Hermoso, se había producido ya un choque que terminó con la derrota del rey de Francia en la batalla de Courtrai (1302).

Para echar las bases de un acuerdo se concertó el matrimonio de la hija de Felipe el Hermoso, Isabel, con el rey de Inglaterra, Eduardo II. Sin embargo, los intereses po-líticos y económicos agravaron la tirantez existente y desencadenaron un largo con-flicto poco tiempo después.

Causas de la guerra de los Cien Años

Esos antecedentes prepararon el terreno para el conflicto armado; pero su causa inmediata fue el problema de la sucesión al trono de Francia, que se planteó en 1328. El rey Felipe el Hermoso había muerto en 1314, dejando —además de Isabel, casada con el rey de Inglaterra— tres hijos varones que reinaron sucesivamente por breve tiempo; en 1328 murió el tercero y la línea directa de los Capeto se extinguió. Enton-ces se presentaron como candidatos al trono un sobrino de Felipe el Hermoso, llamado Felipe de Valois, y un nieto, hijo de Isabel y rey de Inglaterra desde el año anterior.

La situación era sumamente grave. Si se prefería al rey de Inglaterra, Eduardo III, podía consumarse, con la unión de los dos reinos, una subordinación de Francia a los intereses ingleses, y la nobleza francesa rechazó de plano esa posibilidad. En conse-cuencia, reunida en asamblea, resolvió apelar a un viejo principio de la antigua ley de los francos salios —la ley sálica— según el cual no se heredaba sino por línea mascu-lina; de ese modo, descartada Isabel de la herencia real, su hijo Eduardo carecía to-talmente de derechos al trono. Al mismo tiempo, consagró a Felipe de Valois como rey con el nombre de Felipe VI, y este asumió el trono ese mismo año (1328).

Al principio pareció que la solución encontrada satisfacía a las partes contrarias; pero el rey Felipe, continuando la línea política de sus antecesores, pretendió comple-tar la unificación del territorio francés, hostilizando al rey de Inglaterra en su feudo de Guyena. Entonces se agravó la tensión existente y Eduardo III rompió con Felipe VI presentándose, en 1337, a reclamar el trono de Francia. Este fue el comienzo de una guerra que debía durar casi un siglo y que se conoce con el nombre de guerra de los Cien Años.

El primer período

La guerra se inició en las fronteras del señorío francés del rey de Inglaterra y en el mar del Norte, donde los franceses intentaron dominar para ganar la primera partida en territorio de Flandes; pero los ingleses, que podían contar con la ayuda de los fla-mencos, consiguieron evitar ese peligro y dominar las rutas marítimas; así fue cómo, en 1346, lograron desembarcar en Normandía un poderoso ejército con el que ven-cieron a Felipe VI en la batalla de Crecy, gracias a la mayor eficacia de sus tropas, provistas de armamento liviano. Un año después, el puerto de Calais caía en manos de los invasores, que se aseguraban con él una puerta de acceso para sus comunicaciones con Inglaterra.

En tal situación, las acciones hubieran podido precipitarse; sin embargo, una terri-ble epidemia que se declaró en Francia obligó a pactar una tregua —gestionada por el papa— que detuvo la prosecución de la guerra hasta el año 1356. Durante ese tiempo, Felipe VI había muerto y ocupaba el trono francés Juan II el Bueno, en cuyo reinado se reiniciaron las operaciones.

En efecto, en 1356, el rey Eduardo III y su hijo —conocido por su armadura predi-lecta, con el nombre de Príncipe Negro— emprendieron una nueva ofensiva hacia el corazón del territorio francés y, apoyados desde Guyena, consiguieron derrotar a Juan II en la batalla de Poitiers; las consecuencias de esta derrota francesa fueron terribles porque el rey cayó prisionero y el país entró en una era de anarquía. Pocos años más tarde, en 1360, el monarca cautivo, para obtener su libertad, se avino a firmar la paz de Brétigny, que ponía en manos de Eduardo III, a cambio de su renuncia a los dere-chos a la corona, los territorios occidentales de Francia al sur del río Loira, y Calais, en forma de dominio total y no como señorío feudal: la unidad de Francia, parecía, pues, malograda para siempre.

Pero a la muerte de Juan II, en 1364, le sucedió en el trono Carlos V, a quien lla-maron el Prudente por la cordura y la serenidad con que supo afrontar la difícil situa-ción del reino anarquizado por la prisión del rey y las ambiciones de los señores, que por entonces resurgían ante la declinación del poder monárquico. Además de las pre-tensiones feudales y de las rebeliones de campesinos y burgueses, apareció un nuevo peligro en las bandas de soldados que, después de la batalla de Poitiers, se organiza-ron para luchar por cuenta de quien les pagara. Estas bandas, llamadas compañías blancas, fueron aprovechadas por un caballero, Bertrand Dugesclín, para formar un ejército mercenario.

Dugesclín llevó este ejército a España y luchó allí a favor de un hermano del rey Pedro de Castilla, rebelado contra su autoridad; el rey, por su parte, contó con el auxi-lio del Príncipe Negro y la guerra española fue, por eso, otro episodio del conflicto entre Francia e Inglaterra. Finalmente, en 1369, Carlos V llamó a Dugesclín y le confi-rió el título de condestable de Francia; entonces, con su ejército experimentado y dis-ciplinado, Dugesclín comenzó la reconquista del territorio ocupado por los ingleses, operación que estaba concluida en 1378, quedando en posesión de los invasores sola-mente el puerto de Calais.

A partir de entonces, la guerra se interrumpió; Inglaterra no pudo ocuparse por el momento de ella porque un conflicto civil, que duró durante todo el reinado del suce-sor de Eduardo III —Ricardo II—, trajo consigo una profunda agitación al reino inglés y terminó con la dinastía reinante, que fue reemplazada por la de los Láncaster.

El segundo período. Juana de Arco

Mientras se debatía en Inglaterra el problema dinástico, surgía también en Francia una guerra civil. Hacia fines del siglo XIV, Carlos VI, que reinaba desde 1380, enloque-ció y dio ocasión con ello a que se disputaran la regencia del reino los más poderosos señores. La ejercía el duque de Orleáns y aspiraba también a ella el duque de Borgo-ña; de ese modo nacieron intrigas y rivalidades de partidos que, en 1407, culminaron con el asesinato del regente por Juan sin Miedo, duque de Borgoña.

La guerra civil comenzó; los borgoñones, o partidarios del duque de Borgoña, se enfrentaron a los armagnacs, partidarios del de Orleáns, y estaban comprometidos en ese conflicto cuando el rey de Inglaterra, Enrique V, considerando firme la situación de su dinastía, reinició la campaña contra Francia en 1413.

Las fuerzas inglesas se unieron a las de los borgoñones y, así, lograron derrotar a los armagnacs en la batalla de Azincourt (1415), con lo cual los borgoñones lograron su objeto, que era apoderarse de la persona del rey y de la capital del reino para po-seer toda la apariencia del poder. Entonces los armagnacs sostuvieron al Delfín Carlos, pero poco tiempo después, los nuevos aliados obtuvieron la firma de un tratado con el rey de Francia, por el cual el Delfín fue despojado de sus derechos a la herencia real, en tanto que la hija del rey francés era entregada en matrimonio al rey de Inglaterra, al que se instituyó como heredero. Así, pues, en 1420, por el tratado de Troyes —que así se llamó esa negociación—, quedaba reconocida la posibilidad de una anexión de los dos reinos.

Dos años más tarde, una extraña circunstancia precipitó los acontecimientos; Car-los VI y Enrique V murieron el mismo año de 1422 y los dos partidos proclamaron re-yes a sus respectivos candidatos: los borgoñones al nuevo rey de Inglaterra, Enrique VI, y los armagnacs al Delfín, rey con el nombre de Carlos VII. La guerra se agudizó en-tonces y los anglo-borgoñones pudieron conquistar extensos territorios en el norte del río Loira. Las más importantes ciudades se fueron perdiendo una a una y cuando Or-leáns fue sitiada, una muchacha humilde llamada Juana de Arco, que se sentía ilumi-nada por Dios, intervino de un modo extraño para levantar los ánimos de los partida-rios del rey Carlos.

En efecto, Orleáns fue ganada por los armagnacs, y, poco después, Juana de Arco logró nuevos éxitos hasta que conquistó Reims. Allí fue coronado Carlos VII, en cuyas tropas había ahora un renovado entusiasmo; pero había también, en los que lo rodea-ban, celos y envidias por la Doncella y consiguieron que el rey la alejase de sí; poco después caía prisionera de los borgoñones, que la vendieron a los ingleses; estos la hicieron juzgar en Ruán y, para eliminarla, la denunciaron como herética a un tribunal eclesiástico que no tuvo inconveniente, mediante un tortuoso proceso, en testimoniar su culpabilidad. Poco más tarde era quemada como correspondía a los herejes.

El fin de la guerra y sus consecuencias

Después de la muerte de Juana de Arco (1431) pareció que sería posible un enten-dimiento entre los bandos franceses en lucha; Juana de Arco había sabido despertar el sentimiento nacional contra el invasor y de ese sentimiento comenzaron a participar los propios borgoñones. Así fue cómo, en 1435, se unieron a los armagnacs por el tra-tado de Arrás, en el que reconocían come rey a Carlos VII. Este entró en París el año siguiente y, tras una tregua de algunos años, se reinició la reconquista del territorio con renovado vigor. Entre 1449 y 1453 casi todo el territorio francés cayó en manos del rey y solo Calais quedó en poder del invasor. Así, por la fuerza de los hechos y por la gravedad de la situación general de Europa, concluyó la guerra de los Cien Años.

Tanto Francia como Inglaterra salían de ella económicamente exhaustas; en lo político, los problemas no eran menores, porque las rivalidades de la monarquía con los señores condujeron a nuevas guerras en los dos países. Sin embargo, la posición preeminente de Francia e Inglaterra quedó bien asentada durante el resto del siglo XV.

La decadencia del feudalismo

La guerra de los Cien Años puso a prueba la organización militar de las monarquías feudales; ya en las cruzadas se había adquirido la certidumbre de que no era la más favorable para acciones importantes; ahora se comprobaba esa observación, y, junto a los caballeros, los ingleses pusieron soldados de armamento liviano y de organización estricta a los que, en verdad, debieron sus victorias de Crecy y Azincourt.

Al fin del segundo período de la guerra, Francia hizo lo mismo; las Compañías de Ordenanzas, creadas por Carlos VII, constituyeron el núcleo profesional de su ejército y, gracias a él, logró sus últimas victorias. Así, el rango militar de los caballeros decli-nó, y los reyes les opusieron un ejército organizado.

En Inglaterra, por su parte, el régimen perdió fuerza ya en el mismo curso de la guerra, con el triunfo de los Láncaster; pero el problema se volvió a agravar y, como en Francia, tras la guerra de los Cien Años comenzaron las luchas civiles.

Francia: el poderío de los reyes. Luis XI

En Francia, la posesión de un ejército organizado dio a los reyes una situación to-talmente distinta a la que hasta entonces habían tenido. En efecto, desde el punto de vista militar, los reyes dependían de los señores y sus intentos de fortalecer su autori-dad chocaban siempre con esta limitación; pero a partir de ese momento contaron con una superioridad militar que los indujo a acrecentar sus exigencias: esta nueva política se manifestó ya en Carlos VII pero se hizo patente, sobre todo, en su sucesor, Luis XI, hombre de carácter enérgico y astuto que supo canalizar las cosas en su provecho sin arriesgar una lucha abierta.

Su contendor más importante fue el duque de Borgoña, Carlos el Temerario. Aspi-raba este a crear un reino independiente, y, entretanto, afirmaba su autonomía de manera categórica. Era, además, muy valiente en la guerra y contaba con grandes recursos. Luis XI procuró debilitar su situación interior y movió a los suizos a hacerle la guerra en 1476. Al año siguiente, la Lorena, que formaba parte de sus estados, se su-blevó contra Carlos y, en el sitio de la ciudad de Nancy, murió el duque en 1477. Luis XI logró apoderarse de una parte de sus territorios; al mismo tiempo intentaba, con éxi-to, la sumisión o la anexión de los otros señoríos importantes que eran peligrosos para su autoridad, y muy pronto pudo ver concluida esa obra.

Así se consolidó, a fines del siglo XV, la monarquía francesa y, con ella, el reino de Francia, que, unido interiormente, pudo pensar en acrecentar su poderío con guerras exteriores: muy pronto debía poner los ojos en las tierras de Italia.

Inglaterra. La guerra de las Dos Rosas

En Inglaterra, el fracaso de la guerra de los Cien Años repercutió en perjuicio de la dinastía de los Láncaster que dominaba allí desde 1399. Cuando en 1453 se consideró perdida la contienda, y, con ella, perdidos para Inglaterra los territorios franceses y los mercados flamencos, la irritación fue general contra Enrique VI, cuyo prestigio no bastaba para el mantenimiento de su autoridad.

Esta situación fue aprovechada por un señor poderoso, el duque de York, para afirmar sus derechos al trono como descendiente de los Plantagenet. En 1455 se su-blevó contra el rey y empezó una guerra civil, que se llamó de las Dos Rosas porque la insignia del bando de York era una rosa blanca y la del de Láncaster, una roja.

Los York triunfaron en 1461 e impusieron como rey a Eduardo IV; pero su hermano Ricardo se apoderó después del trono con el nombre de Ricardo III y su reinado fue sanguinario y brutal. Así fue posible que las simpatías se volvieran hacia uno de los pocos Láncaster que sobrevivieron a aquellas guerras crueles, Enrique Tudor, que se había refugiado en Francia.

En 1485, Enrique Tudor volvió a Inglaterra con un poderoso ejército y derrotó a Ricardo en la batalla de Bosworth. Entonces se proclamó rey con el nombre de Enrique VII e inició una era de absolutismo, fundado —como el de Guillermo el Conquistador, cuatro siglos antes— en el apoyo de un ejército mercenario, gracias al cual nada ne-cesitaba de los nobles; estos, por otra parte, habían sucumbido en gran número, per-diendo, los que quedaban, sus riquezas y su fuerza. Los Tudor, rama de los Láncaster, gobernaron durante todo el siglo siguiente y afirmaron, con la autoridad monárquica, la posición internacional de Inglaterra.

España. Los reinos cristianos

Desde el siglo XIII, Navarra, Portugal, Aragón y Castilla poseían en la península ibérica la mayor parte del territorio, mientras los musulmanes quedaban limitados a la pequeña zona del sudeste donde florecía el reino de Granada.

Durante los dos últimos siglos de la Edad Media, la reconquista de ese territorio por los reinos cristianos no prosperó, pese a que el estado de guerra se mantuvo. Con-flictos civiles e intereses que se juzgaban más importantes los apartaban de esa lucha; en efecto, Portugal y Aragón se preocupaban más por la expansión marítima, en tanto que, en Castilla, profundas disensiones internas impedían una acción sostenida contra los infieles.

Pero, en el siglo XV, la situación comenzó a cambiar. Portugal proyectó un vasto plan de conquista del norte de África para tomar por la retaguardia a los musulmanes, y Castilla, en la segunda mitad del siglo, se estabilizó bajo el reinado de los Reyes Ca-tólicos lo suficiente como para sentirse en condiciones de asestar un golpe definitivo al reinado de Granada.

Los Reyes Católicos. La unidad española

A la muerte del rey Enrique IV de Castilla sobrevino allí una guerra civil entre los partidarios de su hija Juana, llamada la Beltraneja, y los de su hermana Isabel, casada con el infante Fernando de Aragón. Esta guerra dio el triunfo a Isabel, que ocupó el trono en 1474; poco después, en 1479, Fernando llegaba al trono aragonés y la política de los dos monarcas se encaminó a reunir sus reinos tanto como las circunstancias y los recelos de las dos naciones lo permitieran.

Unidos en un mismo propósito, Isabel y Fernando se propusieron alcanzar la unidad religiosa de España. Para ello pareció necesario combatir a los hebreos que mantenían sus creencias y a los musulmanes, a quienes, aun viviendo en territorio cristiano, se les había tolerado que conservaran la suya; los Reyes Católicos decidieron expulsarlos de España a menos que se convirtieran, y, en 1502, ejecutaron su proyecto. Pero como muchos se convirtieron solo aparentemente y los reyes deseaban una verdadera fe en todos los españoles, establecieron en España el tribunal de la Inquisición, con el fin de que investigara la sinceridad o la tibieza de las creencias religiosas. La Inquisición ha-cía las averiguaciones necesarias y luego entregaba a la justicia real a los que estaban convictos y confesos de herejía, sobre todo si la inculpación era de tal grado que traía aparejada una pena corporal.

Para alcanzar la unidad política, consideraron los Reyes Católicos necesario —siguiendo los preceptos de gobierno que en esa época predominaban— acrecentar la autoridad real y someter a los grandes señores. Con ese fin sentaron el principio del derecho real a ejercer justicia, sin las limitaciones que, hasta entonces, suponían los privilegios señoriales; así fue creada la Santa Hermandad, especie de policía que en-tendía en todo lo necesario para asegurar el orden político y social, cuyas atribuciones eran muy amplias y no respetaban jurisdicciones feudales. Al mismo tiempo, los seño-res fueron constreñidos a obedecer los mandatos reales y se vieron privados de mu-chos de sus privilegios. También consiguió el rey introducirse en sus propias organiza-ciones, haciéndose designar gran maestre de las órdenes militares.

Sin embargo, con estas medidas no se realizó la unificación sino que se preparó para más adelante; los Reyes Católicos respetaron las leyes propias de cada uno de sus dos reinos y no pudieron borrar las profundas diferencias que, por entonces, los sepa-raban. Pero la introducción de una política centralizada en ambos favoreció aquel propósito de unificación, al que Fernando, sobre todo, contribuyó con una extremada habilidad. Como Luis XI de Francia, Fernando el Católico fue modelo de aquel ideal de gobernante absolutista que pintó Maquiavelo poco después en El Príncipe.

La obra de los Reyes Católicos culminó en tres acontecimientos que echaron las bases de la futura unidad y grandeza de España: la reconquista del reino moro de Granada, el descubrimiento de América y la incorporación del reino de Navarra al de Aragón.

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CAPÍTULO XLIV

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Las ciudades. Los estados italianos. Caída de Constantinopla

El restablecimiento de la navegación marítima, el comercio con el Oriente, el cre-ciente gusto por la comodidad y el lujo, todas las transformaciones, en fin, que produ-jeron las expediciones de los siglos XI, XII y XIII conocidas con el nombre de Cruzadas, favorecieron el crecimiento de las ciudades. Muchas de ellas eran viejas ciudades ro-manas que, aunque decaídas, habían subsistido a lo largo de los siglos; otras eran al-deas surgidas en un cruce de caminos, en las cercanías de un lugar de peregrinación o en las vecindades de un castillo. Pero las circunstancias permitieron que tanto unas como otras crecieran rápidamente y, ya en el siglo XIII, algunas comenzaron a ser im-portantes centros manufactureros y comerciales.

Sin embargo, la perduración de los privilegios señoriales, y especialmente los de los obispos, a quienes con frecuencia estaban sometidas, constituía un obstáculo grave para su desarrollo. La burguesía aspiró a independizar a las ciudades de sus señores y luchó tesoneramente por ello, buscando el apoyo de los reyes, que por el interés de los tributos y por razones políticas, se prestaron a protegerlas. Así comenzaron a obtener su libertad, requisito imprescindible para su expansión económica.

Las ciudades libres

Junto a las comunas cuya libertad estaba limitada por la autoridad real y conti-nuaban perteneciendo a un estado, hubo, especialmente en Italia y en Alemania, ciu-dades que lograron una situación de absoluta independencia. Sin duda eran las más prósperas, porque ejercían el comercio del Mediterráneo, las unas, y del mar del Norte, las otras, casi sin competencia alguna. Pero fue una circunstancia especial la que les permitió llegar a ese resultado.

En efecto, a mediados del siglo XIII, el imperio que se había fundado en Germania dos siglos antes cayó en una total anarquía y, mientras los grandes señores que la ha-bían provocado lograban su ansiada autonomía, también la alcanzaron las ciudades que por su riqueza y ambiciones fueron capaces de defender esa independencia. Así ocurrió con Venecia y Génova en Italia, con Lübeck, Hamburgo, Colonia y muchas otras en Alemania.

Estas ciudades se constituyeron como repúblicas independientes en la práctica, en las que el poder político cayó en manos de una aristocracia mercantil, audaz y em-prendedora; ejércitos mercenarios les permitieron defenderse con eficacia y, poco después, serían estados poderosos a los que los mismos reyes respetarían. La Baja Edad Media fue para ellos una época de esplendor.

Las hermandades. La liga hanseática

A pesar de su riqueza, las ciudades libres o las comunas no eran sino pequeños estados constituidos por el recinto urbano y una pequeña zona rural que lo circundaba; por ello no siempre tenían población y recursos suficientes como para luchar contra los señores o los reyes si estos decidían volcar todo su poder para someterlas. Hubo entonces necesidad de que se unieran y así lo hicieron en muchas regiones.

En Italia, ante el peligro de que el emperador de Alemania se lanzara contra ellas, constituyeron las ciudades lombardas en el siglo XIII una liga que consiguió derrotarlo y afirmar su independencia. Durante el siglo siguiente surgió en Alemania una alianza semejante entre las ciudades del mar Báltico y del mar del Norte, llamada Hansa teu-tónica; el Hansa agrupó muchas ciudades alemanas y llegó a constituir una formidable fuerza comercial de sólida estructura política y económica; tenía su consejo en la ciu-dad de Lübeck y sus operaciones contaban con una crecida cantidad de agentes, ex-tendiéndose el radio de ellas desde Novgorod, en Rusia, hasta Londres, en Inglate-rra.

En España llevaron el nombre de Hermandades las ligas de ciudades reunidas para defender sus fueros frente a los reyes que quisieron violarlos.

El trabajo y el comercio en las ciudades. Las corporaciones

Dentro de la ciudad, la actividad fundamental era, desde el siglo XII, la de carácter económico; allí no tenían cabida los nobles ociosos y guerreros, indisciplinados y arbi-trarios, y la ciudad procuró eliminar su influencia por los medios ya señalados; muy pronto la ciudad y el castillo fueron los símbolos de dos maneras de concebir la vida, opuestas y rivales: en una maduraba una transformación profunda en el régimen so-cial, económico y político que triunfaría en la Edad Moderna y en el otro trataba de sobrevivir un sistema que, habiendo cumplido ya su ciclo, perdía su antigua fuer-za.

Así, la vida económica adquirió en la ciudad una extraordinaria potencia, partici-pando toda ella en la misma directa o indirectamente; el centro de la ciudad era la amplia plaza del mercado —como se llamaba en casi todas— a cuyo alrededor esta-ban los principales edificios y en la que se congregaba una o dos veces por semana el movimiento mercantil de los alrededores; por todas sus calles se divisaban talleres y tiendas de distinta importancia, y todos los ciudadanos o burgueses se vinculaban a alguna ocupación de ese carácter. Hasta entonces, se había pensado que el hombre solo podía aspirar a ser un santo o un héroe; desde entonces un nuevo ideal aparece en la existencia urbana, representado por el hombre trabajador que aspira a enrique-cerse. Cuando triunfó este nuevo ideal de vida, la Edad Media terminó, comenzando una nueva época.

La riqueza fue, en efecto, la aspiración fundamental para estos hombres que des-preciaban el ocio del caballero y aun el del monje. Para acumular una fortuna era ne-cesario el aprovechamiento de todas las horas del día en una actividad útil y fructífera, y el burgués apenas descansaba el domingo y algún otro día determinado por la Igle-sia. Gracias a ello, el tráfico se intensificaba y el dinero acudía a sus bolsas.

Precisamente, el hecho más significativo de esta época es que el dinero comienza a circular con marcada intensidad. La moneda, que durante el período estrictamente feudal casi había desaparecido, empieza a acuñarse en gran escala y su uso se hace imprescindible; además, comienza a correr en todas las ciudades moneda extranjera y aparece entonces un régimen de equivalencias y una organización del cambio que muy pronto originaría una nueva actividad: la de los bancos y las bolsas con sus irra-diaciones internacionales y su sistema de préstamos a interés y de crédito.

Todo ello dio lugar a una cuidadosa organización de la vida económica. Durante la Alta Edad Media, la Iglesia había sostenido la teoría del “justo precio”, según la cual cada objeto tenía un determinado valor que no era lícito acrecentar aunque la escasez del producto incitara a los que lo deseaban a pagar más por él; pero ya desde el siglo XIII la Iglesia comenzó a reconocer el derecho de una ganancia variable según el prin-cipio de la oferta y la demanda; de este modo, el comercio comenzó a especular sobre los precios y se pudo observar muy pronto un enriquecimiento rápido de la burguesía. En cambio, la usura fue siempre condenada, aunque las exigencias de la actividad comercial libre la estimulara inevitablemente.

Esta organización se manifestó también en el régimen de las corporaciones o gre-mios. Los dueños de un taller o de un comercio se agrupaban por especialidades y constituían una asociación que recibía uno de aquellos nombres; la corporación tenía como finalidad vigilar todo lo concerniente a esa actividad: la fijación de los precios, el control de la calidad de los artículos en venta, la intensidad de la producción, las con-diciones de trabajo, y todas las cuestiones que suscitaba el ejercicio cotidiano de los oficios o el comercio.

También concernía a las corporaciones la vigilancia del aprendizaje de los oficios; en cada taller, el maestro —que así se llamaba a su jefe y propietario— tenía un cier-to número de aprendices que pagaban por las enseñanzas que recibían y que vivían con él; cuando habían aprendido el oficio eran promovidos a la categoría de oficiales y comenzaban a recibir un salario; en esta situación pasaban largos años, a la espera de tener medios para poner un taller por su cuenta y de contar con la aprobación de la corporación para instalarlo.

La corporación era, al mismo tiempo, un organismo social y político, pues, junto a sus funciones económicas, tenía las de vigilar la situación de sus miembros, ayudarlos si quedaban en mala situación o enfermaban, cuidar a sus deudos si morían y proteger a cada uno de ellos contra los abusos del poder público; además, la corporación era, en las ciudades libres y en las comunas, la verdadera unidad política, porque de su seno salían los miembros de los ayuntamientos o concejos que administraban la ciudad y en los que estaban representados los más importantes gremios.

Gracias a esta organización, el comercio y el artesanado adquirieron una extraor-dinaria importancia. Ya la tenían dentro de la vida urbana, pero la riqueza y el espíritu de aventura de los burgueses, así como las exigencias de la producción y el consumo, dieron muy pronto a estas actividades una importancia internacional. Las flotas mer-cantes y los convoyes terrestres de mercancías comenzaron a recorrer largas rutas que unían regiones distantes y, a veces, poco conocidas; así se llegó otra vez hasta el extremo oriental del Mediterráneo y se frecuentaron el mar Báltico, el mar del Norte y la costa atlántica, mientras por tierra se cruzaba la actual Rusia desde el mar Negro hasta la costa báltica y se emprendía el viaje por Asia hasta llegar a su región cen-tral.

Este tráfico tuvo incalculables consecuencias. El reducido mundo en que se movían los caballeros feudales se ampliaba enormemente y el círculo estricto de sus ideas —regido por la doctrina cristiana— entraba en contacto con otras concepciones de la vida. La cultura de la Alta Edad Media debía transformarse desde su raíz con este descubrimiento de la diversidad del mundo.

Italia. El esplendor de las ciudades

Una de las consecuencias del interregno alemán fue la autonomía que alcanzaron las ciudades italianas después de ese período. En el territorio de Italia se habían for-mado muchos estados independientes. La región del sur constituía el reino de las Dos Sicilias, fundado por los normandos que condujo allí Roberto Guiscardo; a los norman-dos sucedieron los alemanes y, después de 1250, se constituyó allí una dinastía fran-cesa, la de los Anjou, que muy pronto perdieron la isla de Sicilia a manos de los ara-goneses; estos, a mediados del siglo XV, se apoderaron también del resto del territorio, o reino de Nápoles.

En el centro estaban los estados pontificios, que habían alcanzado una verdadera independencia e intervenían activamente en la política italiana, regidos unas veces por los intereses papales y otras por los de las grandes familias feudales de Roma, como los Colonna y los Orsini.

Finalmente, en el norte, las antiguas ciudades imperiales eran ahora ciudades li-bres o comunas, pese a que, en derecho, seguían perteneciendo al imperio. En ellas predominó una burguesía acaudalada, la cual estableció el régimen político —aristocrático o democrático— que convenía a sus intereses; para defenderse las comunas crearon ejércitos mercenarios, y los jefes de esas fuerzas pudieron transfor-marse, en muchos casos, en árbitros de la situación. En su seno abundaron los conflic-tos civiles y, entre ellas, se suscitaron con frecuencia las rivalidades y las guerras.

Pero lo característico de esas ciudades fue su desarrollo comercial e industrial. Milán, Pisa, Mantua, Génova, entre otras, alcanzaron un extraordinario florecimiento. Fueron, sin embargo, Florencia y Venecia las que descollaron más por su riqueza y por el brillo de la cultura.

Florencia y Venecia

En el centro de Italia, Florencia alcanzó un envidiable desarrollo económico y espi-ritual. Pese a las disensiones internas entre güelfos y gibelinos, primero, y entre blan-cos y negros, luego, su riqueza se afirmaba cada vez más gracias al vigor de su activi-dad manufacturera, de la cual se destacaba la orfebrería y la fabricación de objetos de lujo, pero que estaba basada principalmente en la industria textil. Poco a poco, sus telas llegaron a competir con las flamencas, y como el comercio italiano se extendía por entonces cada vez más, su exportación llegó a ser notable, dirigiéndose principal-mente a Francia.

Este desarrollo manufacturero trajo como consecuencia un extraordinario aflujo de riqueza monetaria. La burguesía más rica se dedicó entonces al gran comercio y, poco después, a las operaciones de banca. Pronto constituyó una fuerza extraordinaria en la ciudad y aspiró a monopolizar el poder en perjuicio de los gremios menos prós-peros, surgiendo de allí nuevas luchas civiles entre los partidos, movidas por la codicia del poder.

En el siglo XV la vida florentina estaba dominada por la oligarquía de los banque-ros y los grandes comerciantes. Del seno de ese grupo surgió una familia que, apoyada en sus inmensas riquezas, adquirió un extraordinario ascendiente sobre la ciudad: la de los Médicis.

Juan de Médicis había sido el principal obrero del progreso económico de la fami-lia, pero no fue él sino su hijo Cosme quien aprovechó la fortuna adquirida para influir en la vida política de la ciudad.

Sin embargo, no ejerció ningún cargo ilegal que pusiera en sus manos una autori-dad omnímoda; pero su prestigio y su habilidad le habían permitido influir en los ne-gocios públicos de manera sobresaliente; con sus vinculaciones comerciales y banca-rias en el extranjero —y especialmente en Francia— podía influir sobre la política in-ternacional de la ciudad; con su riqueza le era posible actuar dentro de ella con una autoridad creciente.

Este poder fue heredado por su hijo Pedro y luego por su nieto Lorenzo, en cuya época alcanzó Florencia el más grande esplendor en las letras y las artes, porque Lo-renzo, llamado el Magnífico, protegió a los artistas y estimuló su labor creadora. Pero, en cambio, no poseía ya Florencia el poderío económico de antes; los turcos se habían apoderado de la zona oriental del Mediterráneo y todo el comercio de las ciudades italianas comenzaba a sufrir las consecuencias de la nueva situación internacional. Así, poco después, los nuevos estados monárquicos —España y Francia— se consideraron en condiciones de afirmar sus pretensiones al dominio de Italia, en la que tenían fuer-tes intereses.

En Venecia, la situación era muy distinta. Como había dependido, hasta el siglo X, del Imperio bizantino, su política y su comercio estuvieron orientados hacia la zona de influencia de Constantinopla. Desde el siglo XIII su poderío económico se había acre-centado considerablemente por la decadencia de aquella ciudad, llegando a constituir la primera potencia comercial de las rutas de Oriente.

El poder político estaba allí en manos de una aristocracia de comerciantes, celosa de la intromisión del pueblo en los asuntos de gobierno, por lo cual había reunido las mayores atribuciones en manos de algunos consejos de un número muy reducido de miembros. Las funciones supremas estaban en manos de un senado; el dux, que era aparentemente el jefe del estado, no tenía en realidad sino muy escasas atribuciones, y era el senado quien inspiraba y decidía su política.

Algunas veces, sin embargo, el dux intentó transformar su papel dentro del estado, estableciendo una dictadura personal; pero, como en el caso de Marino Faliero, en 1355, la aristocracia reaccionó violentamente y pudo ahogar los intentos dictatoriales que surgieron en su seno.

La gran rival de su comercio fue Génova, cuyo poderío marítimo podía hacer fren-te al de Venecia. La competencia se estableció, sobre todo, por la posesión de los puertos del Oriente y por el control de ciertas rutas, competencia que condujo a fre-cuentes guerras. Pero Venecia mantuvo la supremacía, hasta que, al promediar el si-glo XV, los turcos aparecieron en el Mediterráneo y cerraron las rutas del comercio. A partir de entonces, Venecia comenzó a preocuparse por el comercio italiano y se vio mezclada en las rivalidades entre las distintas ciudades; poco después su esplendor comenzó a oscurecerse y, al fin de la Edad Media, fue eclipsada por otras potencias marítimas.

Dante, Petrarca y Boccaccio

Las grandes figuras de la poesía y de la prosa italianas desde el siglo XIII fueron dos poetas, Dante y Petrarca, y un prosista, Boccaccio, que pueden considerarse precurso-res del Renacimiento.

Dante Alighieri (1265-1321) era florentino y hubo de huir de su ciudad con motivo de las luchas que sostuvieron las dos fracciones de los güelfos. Era hombre de vasta cultura e, inspirado por sus autores predilectos, compuso un extenso poema en lengua florentina, que él llamó la Comedia y que la posteridad conoce como La divina comedia. Es la descripción de un viaje por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, en el que lo guiaron el poeta latino Virgilio primero y su amada, Beatriz de Portinari, después.

En su viaje por las tres regiones el poeta va descubriendo a todos aquellos a quie-nes su conducta ha conducido a la que merecieron; entonces razona en magníficos versos sobre los problemas morales y filosóficos que le sugieren la vida humana y la historia y revela en ello una profunda sabiduría: se ha podido decir de él que expone en su poema todo el saber y todas las ideas de la Edad Media.

Además de La divina comedia, escribió Dante un tratado sobre política titulado De monarquía, y muchas poesías, como las que se leen en La vida nueva.

También nació en Florencia Petrarca (1304-1374), que, como Dante, valoró a los autores antiguos, cuyas obras buscaba con afán en los viejos conventos donde estaban ocultas y olvidadas. Gustaba de escribir en latín, y en ese idioma compuso un poema de ambiente romano que tituló África. En lengua florentina, como la que usó Dante, escribió sus maravillosos sonetos, dedicados a su amada, Lau-ra.

Una hermosa vida de Dante nos ha dejado Boccaccio (1313- 1375), a quien se suele considerar el primer gran prosista italiano. Pero su obra de escritor alcanzó su mayor altura en una colección de cuentos que tituló Decamerón, cu-yo encanto reside en un intencionado humorismo, en la aguda crítica de las costum-bres y en la fresca y animada pintura de los ambientes de su tiempo.

El Imperio bizantino. La caída de Constantinopla

Tras la ocupación francesa el Imperio bizantino, que se había mantenido en Asia Menor, volvió a surgir por obra de Miguel Paleólogo, en 1261. Desde entonces su di-nastía se vio precisada a mantener la guerra contra varios enemigos, y de esas luchas resultó un progresivo empequeñecimiento del territorio. En el siglo XIV los servios comenzaron a acrecentar su poderío y se apoderaron de vastas regiones de la penín-sula de los Balcanes; pero el mayor peligro residía en los pueblos asiáticos que ame-nazaban por el sur.

La gran invasión mongólica de Gengis Kan repercutió en el califato de Bagdad produciendo su dislocamiento. Debido a ello, los turcos otomanos entraron en él a fi-nes del siglo XIII, se adueñaron completamente de casi todas las regiones del Asia An-terior y, en el siglo XIV, le arrebataron a Bizancio el Asia Menor.

Ya a mediados del siglo pasaron a Europa y se apoderaron de algunas regiones balcánicas; los cristianos que corrieron en auxilio del Imperio bizantino, encabezados por el duque de Borgoña, Juan sin Miedo, fueron derrotados en la batalla de Nicópolis (1396) y los otomanos se lanzaron, en 1402, contra Constantinopla, a la que pusieron sitio. Pero en ese momento, la retaguardia otomana fue amenazada por un terrible peligro, debido al avance de una nueva ola mongólica, esta vez encabezada por Timur, conocido en Europa por Tamerlán.

Tamerlán deshizo a los otomanos en la batalla de Angora, en 1402, y los sometió a su autoridad; pero su imperio fue efímero y, a la muerte del gran jefe, declinó el po-derío mongólico, pudiendo los otomanos restablecer su hegemonía. Durante ese tiempo, los bizantinos se habían reorganizado y lograron el apoyo de otros príncipes cristianos; en esas condiciones, pretendieron resistir, pero los otomanos derrotaron al rey de Hungría y sus aliados en la batalla de Varna (1443) y el camino de Constantino-pla quedó otra vez libre.

El sitio de la ciudad misma duró poco tiempo; un pequeño ejército bizantino pre-tendió defender las murallas mientras la multitud caía en una desesperación que la incapacitaba para toda acción; el 29 de mayo de 1453 las tropas de Mahomed II, sul-tán de los otomanos, entraron en la vieja ciudad y, tras una cruel matanza, se instala-ron en ella, haciéndola capital de un extenso imperio cuya presencia cambió funda-mentalmente el panorama de Europa. La catedral de Santa Sofía fue transformada en mezquita musulmana y los ejércitos otomanos comenzaron a extenderse hacia el Oc-cidente; su avance fue contenido en Belgrado, en 1456, y, por el momento, su dominio quedó limitado a la península de los Balcanes.