Ideales y formas de vida señoriales en la Alta Edad Media. 1959

LA sociedad medieval europea, que se había constituido por el impacto de la conquista germánica, comenzó en la primera edad feudal a definir las relaciones económicas, sociales y políticas que se establecían en su seno; la aristocracia terrateniente y militar, muy especialmente, lograba precisar con más exactitud sus aspiraciones como grupo dominante, y cada uno de sus miembros los objetivos reales que perseguía obstinadamente. Recibir y asimilar la imagen del mundo que ofrecía el cristianismo no fue empresa difícil para la aristocracia, mientras su transmisión por la Iglesia se mantuvo dentro de esquemas muy generales. Reduciendo las abstracciones a términos concretos y asimilando ciertas sutiles experiencias espirituales a otras más accesibles, captó cierto sentido íntimo de la fe y percibió el contexto cultural de la religión. Era, por lo demás, inevitable, porque el cristianismo se impuso, precisamente, como mundo cultural tanto o más que como religión, de modo que el mundo de ideas que la Iglesia trasmitía constituía una suerte de patrimonio común con el que todos se sentían solidarios. Más ardua empresa fue, en cambio, recibir y aceptar los principios morales y las normas de convivencia que el cristianismo entrañaba porque en su letra y en su espíritu se oponían resueltamente a los principios y a las normas que, de hecho, habían creado los procesos reales durante la temprana y la alta Edad Media.

El cristianismo cedió frente a la incontenible fuerza de los hábitos tradicionales y frente a la fiera soberbia de la aristocracia. Pero a medida que la situación social se estabilizaba y que la aristocracia como grupo y cada uno de sus miembros como individuo precisaban sus propios objetivos, el cristianismo procuró incidir sobre el sistema de relaciones reales de acuerdo con sus propios principios, que podían oponer a la fuerza de la realidad la incontrastable fuerza mágica de la irrealidad.

Este esfuerzo fue tenaz y duró durante toda la alta Edad Media. Los ideales de la baronía, enraizados en hábitos vernáculos y sustentados por la dura experiencia histórica de la conquista, eran esencialmente anticristianos. La hazaña, en la que se realizaban plenamente, era inhumana a fuer de sobrehumana, porque era ajena a toda moderación impuesta por la razón; y la baronía residía en el ejercicio inmoderado de todas las fuerzas naturales, más allá de todo juicio o toda valoración ética. Cuando las nuevas generaciones de la aristocracia comenzaron a buscar otras formas de vida, el cristianismo tropezó con un nuevo enemigo, porque los ideales de la cortesía, dirigidos hacia el goce, encubrían también una tendencia naturalista y esencialmente anticristiana. Pero luchó contra él —hasta llegar al encuentro frontal en la cruzada contra los albigenses— y a lo largo del siglo XIII —esto es, al concluir la llamada segunda edad feudal, y con ella, la alta Edad Media— consiguió que, al menos formal y exteriormente, la aristocracia adoptara los ideales de la caballería, según los cuales debía encaminarse hacia el cumplimiento de una misión trascendental impuesta por el cristianismo, lo que la obligaba a consustanciarse con un estilo de vida que, en los fines, difería del que espontáneamente había preferido. Así, aun cuando las otras formas de vida y los otros sistemas de ideales conservaron secretamente su fuerza como para reverdecer un día, el orden feudal pareció entonces —precisamente cuando comenzaba a entrar en crisis— identificado con la concepción cristiana.

1—LA BARONÍA Y LA HAZAÑA.

Mientras perduró la inestabilidad social que caracterizó al período posterior a la disolución del Imperio Carolingio, la actitud psicológica de los barones que constituían la aristocracia terrateniente y militar mantuvo rasgos semejantes a los de la época de la conquista. Puesto que seguían luchando por la tierra, por la riqueza, por el prestigio y por el poder, los barones siguieron enfrentándose con la realidad —la realidad natural y la realidad social— de la misma manera inmediata y directa que les dictaba la necesidad de la acción. Más tarde se impondría entre el hombre y su contorno todo un sistema de abstracciones racionales, sancionadas dogmáticamente. Pero aun entonces sobreviviría, sumida en los recuerdos y con suficiente fuerza como para irrumpir en el acto espontáneo, esa intuición directa de la realidad sensible, que se manifestaba a través de la naturaleza y a través de las relaciones humanas. Desde el punto de vista de la acción inmediata —único posible dada la situación— la realidad sensible contaba como la única realidad, y frente a ella no cabía la disyuntiva intelectual de aceptarla o rechazarla, sino, simplemente, la necesidad de situarse en ella adecuadamente, mediante la experiencia.

Esa actitud caracterizó la baronía como sistema de ideales nacido de las exigencias de la acción. Tan brillante como pudiera parecer la gloria del barón que se destacaba por su valentía y su vigor, tan embellecedora como pudiera ser la intención del escalda o del juglar que se proponía dignificar las virtudes, la condición social del héroe o los fines de su conducta, casi nunca quedó oscurecida del todo en la épica aquella instancia primera en la que la hazaña aparecía estrechamente dependiente de la necesidad.

“Si con moros no lidiáremos, no nos darán del pan”[1],

decía simplemente Alvar Fáñez Minaya, para fundar su opinión de que era necesario trabar el combate. Era la necesidad la que había empujado a los guerreros normandos hacia el sur, y la que había movido las interminables guerras feudales entre los que querían conservar sus dominios y los que procuraban arrebatárselos, o los que aspiraban tan solo a mejorar su suerte sirviendo a generoso señor[2]. La necesidad engendraba luego la codicia y, a través de la leyenda ennoblecedora, filtrábase el recuerdo de la conducta de quienes se movían impulsados por el sórdido afán de acumular tierras, riquezas y poder, sometiendo a ese designio su comportamiento. La codicia será uno de los temas predilectos de la literatura moral, pero tanto la épica como la crónica coetánea demostraban con hechos la presencia de ese rasgo en la aristocracia tanto religiosa como seglar. “La codicia ha llegado a ser hoy la reina del mundo”, decía en la primera mitad del siglo XI el cronista Raoul Glaber[3]; la frase fue tornándose un tópico, pero se acuñó como síntesis de una experiencia que revelaba la atracción que ejercía el mundo sobre quienes, con las armas en la mano, se sentían capaces de acrecentar indefinidamente sus tierras sin sujeción a otra norma que la que le dictaba su individualismo feroz[4]. El monje cluniacense clamaba indignado por el efecto que el oro de los enviados de Constantinopla hacía sobre el ánimo de los dignatarios de la Iglesia romana; poco podía extrañar, pues, la reflexión que pocos años más tarde ponía —no sin escándalo— Gruibert de Nogent en la pluma del emperador bizantino que, al escribir al conde de Flandes, señalaba que si los caballeros cristianos no acudían en su auxilio movidos por la fe,

“al menos debían entregarse a la esperanza de apoderarse del oro y la plata que los gentiles poseen en cantidades incalculables”,

y acaso, agregaba, de las hermosas mujeres del país[5]. Y si por entonces se quejaba Guibert de Nogent de tan insolentes proposiciones, el comportamiento posterior de los cruzados pareció justificarlas luego, no sin indignación de los espíritus ascéticos, como San Bernardo[6].

Un mundo que desataba la codicia era, sin duda, un mundo que parecía valioso. Así lo sentían los barones fuertes y soberbios, que creían que valía la pena invertir la vida en luchar sin descanso por poseerlo, y que se mantenían adheridos a él. El mundo —la realidad sensible— era una presencia incontrovertible, que los sentidos denunciaban y que la acción sometía a cada paso a la irrefutable prueba de la existencia. Y esa realidad, contorno de la vida cotidiana, despertaba un intenso deseo de vivir y gozar en quienes la sentían como objeto de posesión y de dominio. “Fui amigo de la bravura y la alegría”, decía Guillermo de Poitiers, resumiendo sus dos pasiones fundamentales, el amor y la guerra[7]. Tal era la respuesta del barón a los estímulos de la realidad sensible —su mundo cotidiano—, en la que no era difícil descubrir los signos de una actitud naturalista que no alcanzaba a ser desvanecida por la imagen abstracta de la creación que el cristianismo le oponía.

Tenía la actitud naturalista viejo arraigo en la tradición germánica —que tan tenazmente perduraba en la concepción señorial—, y había reverdecido en la atmósfera favorable que creaba el primado de la fuerza y de las situaciones de hecho. Se imponía en la letra y en el espíritu de los arcaicos cantares nórdicos o en los del Beowulf. Todo concurría a vigorizar la idea de que la posesión dependía de la fuerza, como en la leyenda de la conquista de Brunilda por Gunther. Celosa de su libertad indómita, de su fuerza y de su virginidad, la reina islandesa solo consentía en entregarse al varón que la sobrepasase en vigor; pero una vez vencida, su dependencia quedaba fijada definitivamente[8]. De igual modo, la posesión de la tierra —bien por excelencia— y de los demás bienes del mundo que parecían deseables, parecía depender en última instancia de la sola ley de la fuerza.

Razón última, la fuerza conservó el valor de una instancia decisiva en la concepción señorial de la vida, y sobre la excelencia de ese valor se construyó la imagen del barón heroico. “El coraje es mejor que la más afilada espada”, decía una antigua canción germánica[9]; gracias a él, podían ponerse en movimiento insospechadas energías y desatarse todas las audacias y desmesuras. El barón heroico probaba la calidad de su ánimo arriesgándose en la hazaña inaudita con el corazón alegre. El exaltado Bertrand de Born describía sin recato su experiencia vital del combate:

“Os aseguro —decía,[10]— que no es tanto de mi gusto comer, beber o dormir, como cuando oigo gritar ¡A ellos! por ambas partes, y oigo relinchar a los caballos sin jinetes por la umbría, y oigo gritar “¡Auxilio, auxilio!”, y veo caer a grandes y a pequeños por los fosos en el herbaje, y veo los muertos con los flancos atravesados por astillas de lanza con los cendales. Barones: antes de dejar de hacer la guerra, empeñad castillos, villas y ciudades”.

Era un sentimiento primitivo, en el que la actitud lúdica apenas lograba enmascarar el originario designio de luchar por la posesión de las cosas, por el dominio del mundo, por la conquista de la realidad sensible. Apenas quedaba disimulada la ferocidad primitiva, aquella de los barones que no vacilaban en beber la sangre de los caídos para apagar la sed[11]; y pese al enmascaramiento deliberado del poeta, sobresalía el valor radical de la fuerza, cuyos límites ordinarios sobrepasaba en la gesta el héroe para que se advirtieran las potencias que la naturaleza había encerrado en el hombre. El barón heroico parecía, como Rolando, “más fiero que el león o el leopardo”[12]; su brazo era capaz de dejar caer la pesada espada sobre un jinete hasta cortar su cuerpo en dos deteniéndose solo al tocar la montura, y su garganta podía arrancar del olifante un rugido que podía oírse a treinta leguas[13]. “Olas de sangre brotaban de las heridas” que abría la temible espada de Sigfrido[14]. Y a pesar de la intención del poeta de encubrir la voluntad de posesión con la máscara de una hazaña lúdica, la figura de Hagen conservaba todavía vigorosa en la poesía cortés del siglo XIII la aureola de una indomable fuerza de la naturaleza, ajena a toda suerte de influencia moderadora, ni de tipo social ni de tipo ético.

El barón no se sentía realizado en la sociedad sino en el esfuerzo individual. Era solitario, y su residencia era un castillo casi sin aberturas, donde se encerraba como fiera en su madriguera, hostigado y listo para devolver el ataque con un salto felino, en el momento en que decidiera bajar el rastrillo para salir al campo armado de todas las armas y en disposición militar. Su modo de vida se había forjado en un mundo que había asistido a la quiebra del orden jurídico tradicional, con lo que se habían abierto las oportunidades sin límite para la aventura individual de los más fuertes. Sin duda, los mismos barones intentaron ordenar poco a poco el sistema de las relaciones recíprocas, pero no más allá de ciertos límites compatibles con el contumaz individualismo que los movía. Y aun estabilizadas esas relaciones, resistieron los “barones rebeldes”, a los que exaltaba la épica como arquetipos, porque parecían incapaces de dominar su extremado sentido de la independencia, inclusive frente a aquellos en cuya superioridad consentían. “La soberbia —escribía Raimundo Lulio[15]— es vicio de desigualdad, porque el orgulloso no quiere tener par ni igual, y por eso ama ser solo.” Como Hagel y Volker, que

“tenían tan alta opinión de sí mismos que no querían levantarse de su asiento por temor de nadie”[16],

el barón celoso de su gloria no reconocía en última instancia otra autoridad que la que consagraban la fuerza y la victoria. “Vale más morir que sobrevivir vencido”, decía el fiero Bertrand de Born, porque la derrota consagraba la dependencia y era testimonio de inferioridad. La coacción social impuso, finalmente, un sistema de vínculos de dependencia mutua, pero fue necesario que se fundaran en el consentimiento. Y aun entonces, el “barón rebelde”, pareció un ejemplo, porque conservó su capacidad de insurgencia contra cualquier asomo de violación de los límites convenidos, como Guillermo o como Gerard de Rousillon, para quienes la autoridad, así fuera real, parecía insoportable[17]. Escaldas y juglares recogían en sus versos, de vigoroso aliento épico y de fuerte resonancia popular, el caudal legendario que circulaba en su contorno y que recordaba la hazaña inverosímil y el desafuero irrazonado de los barones; y mientras entretenían a su auditorio y adulaban a los señores, contribuían, deliberadamente o no, a legitimar los privilegios de la aristocracia refiriéndolos al supremo valor de la fuerza. Nada tan ajeno a los sentimientos cristianos ni a las normas de convivencia que entrañaban.

2—LA CORTESÍA Y EL GOCE.

Solo la certeza de haber alcanzado una segura situación de hegemonía en el seno de una sociedad estable desencadenó en la aristocracia terrateniente y militar el deseo de gozar intensamente de la vida. Eran suyos el poder económico, el poder social y el poder político. El sostenido uso de tales poderes llevó a sus miembros a la convicción de que su rango no solo estaba consolidado sino que era, además, reconocido como legítimo; así se despertó en los barones el anhelo de ejercitar, en el reposo, aquellas posibilidades de vida que solo son compatibles con una forma ordenada de sociabilidad. Ciertamente, fue la progresiva desaparición de las preocupaciones por la conquista de la riqueza, del prestigio y del poder lo que permitió el deslizamiento de la aristocracia desde la concepción baronial hacia la concepción cortés de la vida. Un orden jurídico nuevo comenzaba a dibujarse, montado a un tiempo mismo sobre las normas feudales —que habían nacido como fruto de las situaciones de hecho y por el consentimiento mutuo— y sobre las normas de derecho romano que puso en vigencia la monarquía para coronar el edificio feudal con un poder regulador de mayor estabilidad: dentro de él, las nuevas generaciones de la vieja aristocracia terrateniente y militar descubrían que podían comenzar a deponer las armas para entregarse a los goces de la vida noble.

Oliveros, “valiente y cortés”[18], enseñaba a Rolando que “el coraje sensato no es locura: más vale mesura que temeridad”[19]. Una nueva idea de la hazaña comenzaba a dibujarse tenuemente, compatible con la irreductible noción de vitalidad, pero susceptible de someterse a normas. Parecía lícito pensar que la vida no debía jugarse en una aventura temeraria y sin esperanzas, y ese pensamiento comenzó a difundirse entre quienes sabían que, en la paz, les esperaba una vida noble, rica en satisfacciones y goces. Allí precisamente, en la tierra donde los francos del emperador Carlos “se acordaron de los feudos y dominios, de las hijas y las nobles esposas”[20], florecía tempranamente un estilo de vida ajeno a la tradición germánica y cuyo ejemplo cundiría poco a poco difundiendo nuevos ideales de refinamiento hedonista.

Fue Raoul Glaber, el monje cluniacense tan perspicaz para sorprender los fenómenos críticos de su tiempo, quien describió, al promediar el siglo XI, el impacto de las costumbres propias de las comarcas del Mediodía francés sobre las regiones del norte, y señaló sus nefastas consecuencias. Allí donde se perpetuaban más tenazmente ciertas tradiciones romanas y se recibían más directamente las influencias del mundo musulmán; allí donde nacía precisamente entonces una lírica de nuevo e inconfundible acento erótico, Raoul Glaber descubría —medio siglo antes de que floreciera el trovador Guillermo de Poitiers— los orígenes de ciertas tendencias cuyas proyecciones le parecían ya en su tiempo alarmantes y que temía que se acrecentasen en lo futuro.

“Hacia el año Mil de la Encarnación —escribía en su crónica contemporánea [21]—, cuando el rey Roberto se casó con Constancia, princesa de Aquitania, el favor de la reina franqueó la entrada de Francia y de Borgoña a los naturales de la Auvernia y la Aquitania. Esos hombres fatuos y triviales eran tan afectados en sus costumbres como en sus vestimentas. Sus armas y los arneses de sus caballos eran igualmente desaliñados. Sus cabellos no llegaban sino hasta la mitad de sus cabezas; se afeitaban la barba como histriones, llevaban botas y calzados indecentes y, al fin, no se podía esperar de ellos ni lealtad ni seguridad en las alianzas. ¡Ay!, esta nación de los francos, en otro tiempo la más honesta, y los mismos pueblos de la Borgoña, siguieron entusiastamente esos ejemplos criminales y bien pronto reprodujeron fielmente toda la perversidad y la infamia de sus modelos. Si algún religioso, si algún hombre temeroso de Dios llegaba a reprochar esa conducta, su celo era considerado locura. Sin embargo, el abad Guillermo, del que ya hemos hablado, hombre de una incorruptible fe y de rara firmeza, dejando de lado todo respeto humano y abandonándose a la inspiración del Espíritu Santo, reprochó vivamente al rey y a la reina que toleraran todas esas indignidades en su reino, durante tanto tiempo renombrado entre todos los otros por su apego al honor y a la religión. También dirigió a los señores de orden o rango inferior exhortaciones tan severas y amenazantes que la mayor parte de ellos, dóciles a sus consejos, renunciaron a sus maneras frívolas para volver a los antiguos usos. Creía reconocer el santo abad en todas esas innovaciones el dedo de Satán, y aseguraba que un hombre que dejara este mundo sin haberse despojado de este hábito demoníaco difícilmente podría escapar a sus acechanzas. Sin embargo esos nuevos usos prevalecieron en algunos otros, y contra ellos dirigí los versos heroicos que transcribo aquí: Mil años después de que la Virgen diera el Señor al mundo, los hombres se precipitan en los más funestos errores. Cediendo al atractivo de la variedad, pretendemos reglar nuestras costumbres de acuerdo con la nueva moda, y este imprudente amor por las novedades nos arrastra hacia el peligro. Los siglos pasados no son sino objeto de burlas para el nuestro. Una mezcla de frivolidad y de infamia viene a corromper nuestras costumbres; los espíritus han perdido ahora todos los gustos serios y hasta el horror al vicio. El honor y la justicia, reglas de la gente de bien, ya no tienen precio. La moda del día sirve para formar tiranos contrahechos, con vestimentas cortas y una fe equívoca en los tratados. La república degenerada contempla gimiendo esas costumbres afeminadas. El fraude, la violencia, todos los crímenes se disputan el universo. Los santos ya no reciben homenajes y la religión ya no es reverenciada. Aquí los saqueos de la espada, allí los del hambre y la peste, no pueden corregir los errores de los hombres ni amenguar su impiedad; y si la bondad del Todopoderoso no suspendiera su justa cólera, el infierno los hubiese ya devorado a todos en sus abismos sin fondo. Tal es el poder de esta desgraciada costumbre de pecar: mientras más faltas se cometen, menos se teme volver a cometerlas; y mientras menos culpable se es, más se teme llegar a serlo”.

Múltiples y entrecruzadas circunstancias concurrían en el Mediodía francés —donde un siglo más tarde localizaría San Bernardo el principal foco herético[22]— para que pudiera nacer allí esa idea del hombre y de la vida, esas costumbres y tendencias que sorprendían e indignaban al monje cluniacense. Y múltiples y entrecruzadas fueron también las que facilitaron su progresiva difusión en el Occidente cristiano, donde predominaba la fiera baronía que vio en todo ello nada más que una coronación legítima de las concepciones tradicionales. Escapaba a sus ojos la variación de fines que, con respecto a los de la baronía, entrañaban los nuevos ideales corteses, y las nuevas generaciones de la aristocracia terrateniente y militar los adoptaron cediendo a una presión de la realidad social y, sobre todo, a la atracción de nuevas posibilidades de vida llenas de encanto y de tentadores halagos. El barón fuerte y cruel, formado en la dura lucha por la riqueza, el prestigio y el poder, comenzó a adquirir ciertos imponderables matices de anacronismo, y en la sociedad que empezaba a estabilizarse se insinuó el cambio cultural que suplantó aquel ideal humano por el del caballero cortés.

La “cortesía” constituyó toda una filosofía de la vida. Podía aprenderse, como lo señalaba el escolar de la Razón del amor[23], que decía de sí mismo:

Un escolar la rimó

que siempre dueñas amó;

mas siempre ovo criança

en Alemania y en Francia;

moró mucho en Lombardia

pora aprender cortesía.

Alegóricamente personalizada, se decía de ella que merecía “ser emperatriz o reina en todo digno corazón”[24]; y llegó a codificarse de tal suerte que pareció posible adoptarla como un sistema de usos y costumbres en sustitución de otro. Godofredo de Monmouth describía su instauración en el reino de Arturo como un hecho concreto:

“Al fin de esta época —escribía[25]— Arturo atrajo hacia sí a los más valientes de los caballeros de lejanos reinos; comenzó a acrecentar el número de los que vivían con él en su casa y a observar maneras tan corteses en ella que suscitó la rivalidad en pueblos aun lejanos, hasta tal punto que el más noble de la región, dispuesto a competir con él, se hubiera tenido en nada si no se ajustara al modelo de los caballeros de Arturo en el acortamiento de sus vestimentas o en el estilo de sus armas”.

Unas pocas notas exteriores parecían, en principio, caracterizar la cortesía como modo de vida. Pero el cambio era más profundo. La adopción de ciertas formas nuevas de sociabilidad y de ciertas modas en el atuendo correspondía a cierta transformación en la idea misma de la existencia. De la sobreestimación de la hazaña pasaban las nuevas generaciones de la aristocracia a la sobreestimación del goce. “Llevan una vida llena de nobleza y son perfectamente felices”, decía Gere hablando de Gunther y Brunilda, como si nobleza y felicidad se identificaran[26]. La felicidad terrenal, hecha fundamentalmente de sensualidad, se transformó explícitamente en aspiración suprema, y pareció consistir ante todo en el disfrute de una ininterrumpida alegría y en la exhibición de un lujo que probara inequívocamente la superioridad social de quien podía desplegarlo.

“¿Cómo podríais tener en este mundo una vida más feliz? —decía Rumold a los caballeros burgundios[27]—. No tenéis nada que temer de vuestros enemigos. Vestís bellos vestidos, adornáis vuestro cuerpo, bebéis los mejores vinos y amáis a gentiles damas. Además, se os servirán buenos platos, los mejores que nunca haya tenido rey alguno en este mundo”.

Era el premio por el esfuerzo de los antepasados que habían asegurado la posesión de la riqueza, el prestigio y el poder.

Hasta el moralista que afirmaba que la juventud “debe usar el poder, el valor y el vigor del corazón en honor y provecho de él y los suyos”, se explayaba sobre la necesidad de que el joven sea

“alegre y debe llevar una vida dichosa, y debe ser cortés y generoso, y acoger bien a la gente, y tratar de complacer cortésmente, según sus posibilidades, a los suyos y a los extraños. Nunca conviene —agregaba Felipe de Navarra[28]— que el joven sea melancólico y pensativo”.

Tanto había arraigado esta idea de la vida que allí donde no se la veía predominar nacía el desencanto y la tristeza. Guiot de Provins escribía a principios del siglo XIII este lamento lleno de nostalgia[29]:

“Esos príncipes no aman ni las alegrías ni las diversiones. Jamás hubo siglo tan desprovisto de honor. Se acabaron las fiestas y las reuniones. La vida se ha hecho tan triste que nadie se atreve a buscar el placer. ¡Adiós, hermosas residencias, suntuosos palacios que echo de menos, donde los príncipes tenían sus cortes!”

La sociedad ofrecía nuevas tentaciones a las nuevas generaciones de la aristocracia, que abandonaban el viejo naturalismo por otro más refinado, que cuajaba en un nuevo sistema de ideales de vida.

Entre todos ellos, el de alcanzar el estado de plenitud erótica se consideró el más alto y sublime. El amor pareció un absoluto. Y la cortesía hizo de él un fin supremo porque lo consideró como una experiencia humana y natural capaz de producir un enajenamiento rayano en lo sobrenatural. La poesía lírica consignaba el modo casi mágico como actuaba el amor sobre el alma, alterando la perspectiva de las cosas.

“Tanto amor tengo en el corazón —decía Bernart de Ventadorn[30]—, tanta alegría y dulzura, que el hielo me parece flor y la nieve verdor.”

Puesto que trasmutaba la realidad exterior e interior, el amor pareció un estado del alma suscitado por una fuerza ignota de la naturaleza, como en la leyenda de Iseo y Tristán. Un filtro podía desencadenarlo, como si fuera un sortilegio, y no podía preverse qué azares podían sobrevenir una vez desencadenado. Pero tan arriesgado como pudiera parecer ese ingreso en lo desconocido, la aventura de amor fue más tentadora a medida que se pensó más en ella y se analizó más finamente la transfiguración que obraba y el extraño y misterioso goce que ofrecía:

“Si tu corazón debe conocer un día la felicidad en este mundo —decía Uote a su hija Krimilda [31]— será por el amor de un hombre.”

Y el naturalismo trasmutado que yacía en la concepción cortés de la vida no conocía otra felicidad posible que la de este mundo.

Frente al ideal del barón que se realiza exteriormente en la hazaña, la cortesía erigió el ideal del hombre que se realiza interiormente en el goce. Descubierto en sus posibilidades, el amor fue goce antes de que se lo enmascarara, y abrevaba en las fuentes elementales de la vida; por eso se lo describía ingenuamente como un incontrolable frenesí, como un loco impulso que no conoce frenos, como un instinto desesperado que promete la plenitud. Así aparecía en Uther Pendragón estremecido por el deseo y desdeñoso, como el propio Tristán, de los obstáculos éticos y formales que se oponían a su satisfacción[32]. Como él, el mismo Jaufré Rudel, el trovador del “amor lejano” pensaba en su amor como en un deseo incoercible y más tremendo mientras menos esperanzado en la posesión; era un deseo suscitado por los encantos de la amada:

“Estoy ansiando un querer, pues sé que ninguna joya preciosa de cuantas anhelo y deseo me parecería buena si mi señora me otorgara el don de su amor, porque tiene el cuerpo garrido, esbelto y gentil, sin nada inconveniente, y su amor es bueno y de buen sabor. Este amor me trae pensativo cuando estoy despierto y después soñando cuando duermo; pues entonces tengo una alegría maravillosa porque la gozo disfrutándola y haciéndola disfrutar. Pero de nada me vale su hermosura porque ningún amigo me enseña de qué modo puedo conseguir su placer”[33].

Era el goce, la plenitud vital, lo que se esperaba del amor, que, como la tierra, requería la posesión total.

Poco a poco ese retorno a la intimidad conduciría al individualismo y a ciertas formas de contemplación. Pero la primera transfiguración del sentimiento erótico consistió en recubrirlo con un manto de convenciones formales, imitadas de las relaciones feudales, y en una transformación de las relaciones entre los amantes gracias al ennoblecimiento de la figura femenina. La cortesía obligaba a recubrir los impulsos con una máscara de moderación y a obrar de acuerdo con ciertas reglas de buena convivencia. Los enamorados debían saber lo que es amor y debían comportarse de acuerdo con lo que la cortesía pensaba que era. Lo enseñaba así el propio Amor en el Roman de la Rose, lo razonaba Walter von der Vogelweide en su himno a Minne y lo recordaba en su triste lamento Lancelot en el relato de Chrétien de Troyes [34]. Actos y palabras debían ser testimonio de la devoción del caballero por la dama, evitando que se trasluciera la vivacidad del deseo. Todo un sistema de medidas metáforas y de fórmulas cuidadosamente acuñadas servía para poner de manifiesto la relación de dependencia mutua entre los amantes y la insoportable pesadumbre que suscitaba en sus corazones el desdén o la lejanía del amado[35].

Tan profunda fue la mutación de la concepción baronial de la vida. El viejo prestigio de la virilidad heroica cedía lugar, en la concepción cortés, a un complejo y profundo sentimiento que ponía al varón en situación de dependencia frente a la mujer, al tiempo que lo obligaba a declinar su tendencia a la posesión brutal. El sentimiento del amor se espiritualizó poco a poco y llegó a adquirir la forma de un puro estado interior, casi desvinculado de su objeto corpóreo e independiente de la respuesta que suscitaba en el amado. Prenda de refinado amor era en el caballero sufrir por aquella a quien se amaba, empeñar batalla contra quien osase negar que era superior a cualquiera otra y celebrar públicamente sus virtudes, como lo hacía el caballero con quien se encontró el abad Blanquerna,

“bien prevenido de todas armas, el cual iba buscando aventuras por amor de su amada.”[36]

Y acabado testimonio de refinado e inmarcesible amor era conservar la fidelidad contra toda esperanza, como lo declaraba en alto estilo el exquisito Don Denís de Portugal, trovador y rey[37].

Amigos: quise bien y bien querré

a la que mal me quiso y me querrá,

pero mi boca no la nombrará;

solamente os dirá lo que os diré:

quise y he de querer a una mujer

que mal me quiso y mal me ha de querer.

Plenitud en el goce, efusión vital, el amor parecía proyectar la existencia hacia el éxtasis profano, triunfo final del naturalismo.

Si el amor fue la forma suprema en que se manifestó la tendencia al goce, la aspiración a una vida noble y dichosa constituyó su manifestación normal. Los rudos barones se fueron apartando de los usos y costumbres propios de quienes pasaban sus días en estado de alerta, el arma al brazo, en los inhospitalarios castillos donde predominaba un clima de sociabilidad masculina, y comenzaron a buscar una vida más blanda, en la que la existencia cotidiana se orientara hacia otros valores al calor de nuevas formas de convivencia espiritual. Un orden cada vez más firme y más unánimemente reconocido autorizaba a las nuevas generaciones de la aristocracia terrateniente y militar a distraer su atención de las luchas por la riqueza, el prestigio y el poder, en busca de nuevas formas de sociabilidad.

La corte, en el ámbito de un castillo señorial, fue el escenario propio de las nuevas formas de convivencia. Un señor que aspiraba a que se difundiera la fama de su riqueza, su generosidad y su cortesía, debía tratar de que se reuniera a su alrededor el más brillante acompañamiento imaginable de damas y caballeros de alto linaje para que, entre nobles distracciones, transcurrieran sus días en un ambiente de aristocrática dignidad y de espiritualidad refinada. El legendario ejemplo de la corte del rey Arturo excitaba la fantasía romántica, y la aureola que ornaba la Tabla Redonda crecía enriquecida por la imaginación y teñida de colores brillantes por el delicado artificio de los juglares. Wace hizo de ella una brillante descripción[38], adscribiéndole seguramente las características que solían observarse en las cortes más brillantes de su tiempo, exaltando las maneras de embellecer la vida que podían practicarse para dignificar el ocio, y estimulando la imaginación de los espíritus nostálgicos y románticos. Aventuras inauditas y prodigios inverosímiles, costumbres refinadas, lujo y riqueza, todo brillaba alrededor del generoso señor que se disponía a disfrutar de la vida y a rodearse de una atmósfera de juventud, de alegría y de amor. Culminaba el ingenio del poeta cuando era capaz de suscitar la imagen de una corte con tan vigorosos rasgos y circunstanciados detalles que pudiera servir de estímulo y ejemplo para el comportamiento de sus contemporáneos. Rüedeger, “padre de todas las virtudes corteses”[39], recibía a los burgundios con esplendidez, y el poeta relataba minuciosamente las reglas a las que se sometían anfitriones y huéspedes, los objetos que adornaban los castillos, las vestimentas que llevaban las damas y los caballeros, las atenciones que se prestaban a los invitados y las distracciones a que se entregaban huéspedes y anfitriones[40].

“Cien arañas colgaban en la sala adonde se dirigieron, provistas de muchas candelas —decía Wolfram von Eschenbach describiendo el castillo del Grial[41]—; cien divanes estaban armados a los lados, y en ellos cien almohadones.”

Chrétien de Troyes anotaba que la casaca de seda floreada que llevaba el caballero Erec “había sido hecha en Constantinopla”, y describía los vestidos de los señores hechos con brocados traídos de Alejandría[42]. Y Wace se extendía en la enumeración de los obsequios que el rey Arturo había hecho a los invitados que asistieron a la fiesta de la coronación: copas, destreros, joyas, lebreles, pájaros, pellizas, vestidos, vasos, pieles, anillos, túnicas, mantos, lanzas, espadas, saetas, aljabas, escudos, arcos, dardos, leopardos, osos, escabeles, arneses, látigos, cotas de malla:

No hubo hombre que algo valiese

y que de otra tierra hacia él viniese

a quien el rey no hiciese un don

que hiciera honor a tal barón[43].

Cortesía, riqueza y generosidad estaban indisolublemente unidas en el espíritu de quien quería gozar una existencia noble.

La corte brillaba particularmente en ciertas circunstancias, cuando se realizaban importantes reuniones en las que se podía ostentar el más esplendoroso lujo y hacer alarde del más alto refinamiento. La coronación del rey solía ofrecer la oportunidad para la más fastuosa de las fiestas porque al lujo de la corte y a la ostentación mundana se agregaba la solemnidad de la ceremonia religiosa[44]. Armar caballero a un hijo del rey podía también ser la ocasión de

“una reunión tan brillante de los grandes del reino, una tal multitud de hombres y tal abundancia de víveres y obsequios como en ninguna parte se viera en aquellos tiempos”,

según decía Guillermo el Bretón, recordando la fiesta ofrecida por Felipe Augusto, en 1209, cuando armó caballero a su hijo Luis[45]. Fue, seguramente, una fiesta parecida a la que ofreciera veinticinco años antes, en 1184, el emperador Federico Barbarroja, con idéntico motivo, y de la que guarda recuerdo la descripción que el poeta de la Canción de los Nibelungos hace de la ceremonia en la que se arma caballero a Sigfrido[46]. Las bodas eran largamente celebradas. Quince días duraron las de las hijas del Cid con los infantes de Carrión, tantos como las de Alejandro y Easena, según el poeta del Libro de Alexandre; las de Etzel y Krimilda duraron diecisiete días, y solo por la llegada de las mesnadas enemigas se interrumpieron al octavo las del conde Fernán González con doña Sancha. Hubo en esta boda corrida de toros, y en todas, justas y torneos, largos y bien servidos banquetes, obsequios diversos generosamente distribuidos, y sobre todo, entretenimientos variados que ofrecían los juglares que —como en la boda de Thiebaus y Orable descrita en el poema de la infancia del conde Guillermo— “cantaban, y tocaban la rota, el arpa y la viela”[47].

Los juglares constituían un elemento indispensable en la vida cortés. En busca de la generosidad de los señores, acudían a las fiestas y solemnidades para alegrarlas con sus juegos y sus cantos; pero entre tanto, transmitían noticias, difundían usos y costumbres y contribuían a dar homogeneidad a la clase señorial, porque estimulaban la imitación de unos por otros y derrochaban imaginación inventando aventuras maravillosas y refinadas formas de vida que quedaban erigidas en modelo y se incorporaban al sistema de convenciones que buscaba la aristocracia[48]. Trovadores, juglares, escaldas o segreres, eran de los que buscaban la vida de corte, porque veían en ella un refugio para la sensibilidad refinada, donde el arte y el amor, el ingenio y la música, suscitaban nuevos estímulos y despertaban vocaciones espirituales dormidas hasta entonces o menospreciadas como incompatibles con los sentimientos viriles. Unos eran humildes y buscaban los dones de los poderosos para subsistir; pero a imitación del duque Guillermo de Aquitania, se entregaron a los halagos del arte muchos caballeros y algunos reyes, como don Denís de Portugal y don Alfonso I de Aragón, y su ejemplo otorgó valor a la espiritualidad cortés. La maestría en el arte poética se tornó mérito excelso y fue acordada por la fama: maestro llama a Chrétien de Troyes el Minnesänger alemán Wolfram von Eschenbach y maestro de los trovadores fue llamado por sus pares Giraut de Borneilh[49]. Por su refinada apelación a la sensibilidad hallaron favorable acogida entre las damas, cuya presencial obligaba a las viejas formas de la sociabilidad baronial a ceder el paso a las formas propias de la vida cortés.

“El cortés Ortwin dijo al rey: «Si por esta fiesta queréis recoger pleno honor, permitid que vuestros huéspedes puedan contemplar a las encantadoras jóvenes que viven con gran honor en el país de los Burgundios. ¿Dónde estarían para los hombres las delicias y los goces de la vida sino cerca de las bellas jóvenes y de las nobles damas? Permitid a vuestra hermana que aparezca delante de vuestros visitantes». Ese consejo dio para agradar a muchos héroes: «Seguiré de buen grado ese consejo», respondió el rey. Todos los que lo oyeron hablar así experimentaron una viva alegría. El rey hizo rogar a la dama Uote y a su hija, la bella Krimilda, que vinieran a la corte en compañía de las hermosas jóvenes que componían su séquito”[50].

Sin duda era a las mujeres que comenzaban a incorporarse a la vida de sociedad a quienes se dirigían preferentemente los trovadores y segreres, cuya poesía de delicada entonación lírica constituía una exaltación de los modos de vida propios de la cortesía, pero acaso aún más de ciertos valores humanos que el temperamento femenino prefería y procuraba imponer a la estimación masculina.

“Sería justo —decía Wolfram von Eschenbach al concluir su poema[51]— que las mujeres buenas y sensatas me miraran con más gusto —si aún una mujer puede sonreírme amablemente—, por haber llevado a cabo esta obra. Si lo hice en honor de una mujer, que ella me dé dulces gracias.”

Poco a poco, la presencia de la mujer aseguró la vigencia de ciertas reglas, y se fueron doblegando a ellas los fieros barones que comenzaban a descubrir los encantos del ocio refinado. Prontamente cedió el pudor de la virilidad y las formas corteses de vida hallaron en los barones sus más resueltos defensores.

Pero, sin duda, el prestigio de los valores viriles no decayó del todo ni cedió prontamente. Si la guerra siguió siendo una necesidad, otras expansiones viriles, como la cacería o el behurst, parecieron lícitas sin que ninguna necesidad las suscitara. Fueron aventuras convencionales y sometidas a reglas, en las que la cortesía no solo refrenaba los impulsos sino que imponía ciertas normas que hacían del puro alarde de audacia, destreza y fuerza, un ejercicio en el que aparecía un matiz estético. La fiera pasión por la sangre fue domándose en el ejercicio lúdico, y la hazaña comenzó a desprenderse de todo finalismo. La cortesía no requería sino una virilidad mesurada que se manifestara más en potencia que en acto y que supiera sujetarse a los principios impuestos por la concepción de la vida noble, fundada, ciertamente, en la persuasión de que la existencia se asentaba en un orden inconmovible[52].

Quizá por eso se advirtió un ablandamiento del espíritu guerrero que, si dolió a quienes seguían adheridos a las viejas concepciones heroicas, pareció justificado a quienes creían que las nuevas formas constituían un perfeccionamiento. Como a Ñuño Laynno el autor del Poema de Fernán González, le hace decir el poeta del Gui de Borgoña al héroe Oliveros:

“Hace veintisiete años cumplidos y pasados que no moro en sala ni en palacio pavimentado, sino por campos y por tierra, y por valles y por prados; y tanto hemos sufrido por lluvias y tempestades, por las grandes hambres y sedes y cautividades, que no podría escribirlo ningún clérigo tan letrado como fuese”.

Fue categórica la respuesta de Fernán González en defensa, de la vida militante, como enérgica la de Cador señalando, en Le Roman de Brut, los peligros de la vida muelle[53]. Pero la persuasión de que “buena es la paz después de la guerra” —como contestó a Cador el conde Walwein— cundió en las nuevas generaciones de la aristocracia junto con la persuasión de que era ya inconmovible el orden en el que se desenvolvía la existencia.

3—LA CABALLERÍA Y LA MISIÓN.

Fue precisamente esa persuasión la que creó una atmósfera favorable para la plena aceptación de los ideales cristianos, en cuanto tenían de opuesto tanto a los ideales de la baronía como a los de la cortesía. Sobre el naturalismo ingenuo y espontáneo de la vieja aristocracia que solo se sentía realizada en la hazaña, y sobre el naturalismo encubierto de las nuevas generaciones de la aristocracia que aspiraban al goce intenso de la vida, comenzó a cernerse poco a poco una nueva imagen de la existencia y del mundo que entrañaba una actitud inusitada frente a la realidad sensible. De pronto pareció advertirse que, concebida como simple ocasión de goce, la existencia humana concluía en la experiencia juvenil, y que era necesario reemplazar el imperativo carpe diem por el memento mori. De allí el arrepentimiento de Guillermo de Poitiers o el melancólico lamento de Walter von der Vogelweide:

“¿Dónde, ¡ay! han huido mis años? ¿Fue vida, o solamente un sueño en que creí? ¿Fue en verdad o no fue, aquello que yo creí que era? ¡Pero si pienso de nuevo en mis días alegres, que me abandonaron igual que una estela en las ondas… ! ¡ Ay de mí ! Sonrisas, cantos, danzas, todo ha concluido, y mal: jamás ningún cristiano contempló funerales más lúgubres”[54].

La presencia del pecado comenzó a percibirse escondida en los meandros de la realidad sensible y el goce del amor quedó empañado por la idea del castigo y la muerte.

Puesto que la hazaña y el goce estaban indisolublemente unidos a la experiencia de la plenitud física, el paso de los años probaba la frustración de esos anhelos sin ofrecer ninguna otra finalidad a la existencia. Fue la influencia de la idea cristiana de la vida la que movió al eufórico y juvenil gozador de la naturaleza a descubrir primero y a lamentar después ese vacío angustioso que dejaba el paso de la juventud; pero a pesar del esfuerzo secular de la Iglesia para modificar la actitud naturalista de la aristocracia, solo ahora, en la segunda edad feudal, consiguió incidir sobre ella. Se había consolidado el orden de la sociedad, el privilegio de los poseedores, la situación patrimonial de sus miembros, y la seguridad de la aristocracia de que podía gozar de su riqueza, de su prestigio y de su poder, gracias al desarrollo creciente de una juridicidad que fijaba las relaciones entre los grupos en beneficio de ella. Esas circunstancias, que estimularon el desarrollo de la cortesía orientando a las nuevas generaciones aristocráticas hacia el ideal del goce, favorecieron también la aceptación de nuevas nociones morales y nuevos principios de convivencia que entrañaban una oposición radical a las concepciones naturalistas tradicionales. La compasión, la caridad, el amor al prójimo, el respeto al débil y muchas otras prescripciones cristianas contradecían los impulsos naturalistas. La exaltación de la pura espiritualidad y de la actitud contemplativa rebajaba la dignidad que la concepción baronial atribuía a la acción. La execración de la sensualidad y del pecado entrañaba la condenación del goce, que constituía la finalidad de la concepción cortés. En el fondo, toda la realidad sensible era condenada implícitamente.

Pero la segunda edad feudal podía lanzarse al juego intelectual de la negación de la realidad sensible porque esta ya había cobrado forma, se había incorporado a la experiencia, y ya contaba, con tal forma, como un dato definitivamente unido a la imagen del mundo. Podía negarse su valor eterno sin riesgo de alterar sus formas temporales ni el sistema de relaciones humanas que entrañaba. Y la aristocracia, cuyo naturalismo se había acuñado en la lucha por la posesión, se evadió, una vez lograda y estabilizada, hacia la nueva aventura que se le proponía. Dado el mundo, cualquier forma de espiritualismo pareció admisible, hasta ese que rechazaba la realidad sensible como hogar del pecado y proyectaba al hombre hacia la posesión del trasmundo, hacia la deslumbrante conquista de la irrealidad. Solo se necesitaba una concesión, una escapatoria para lo irreprimible, una justificación para lo que de indomeñable subsistía en la naturaleza humana y para las demasías que constituían una efusión vital. Las circunstancias las ofrecieron reunidas en la idea de una misión que se juzgó específica de la aristocracia terrateniente y militar: la de defender la fe contra sus enemigos de dentro y de fuera del ámbito del mundo cristiano.

Refiriéndose al desarrollo del monasticismo en los últimos años del siglo XI, escribía Guibert de Nogent[55], siempre buen testigo de las cosas de su tiempo:

“En medio de tantos ejemplos, la nobleza se apresuraba a someterse a una pobreza voluntaria y, comparando los monasterios a los que se retiraba con las cosas que había despreciado, se aplicaba a la piadosa empresa de atraer a los demás. Así, mujeres de alto rango renunciaban a sus matrimonios con hombres ilustres y, olvidando sus tiernas afecciones maternales, llevaban a esos lugares todas sus riquezas y se entregaban enteramente a los ejercicios eclesiásticos. Aquellos que no podían abandonar del todo sus posesiones sostenían con importantes donaciones a los que habían renunciado al siglo. Colmaban las iglesias y los altares con ricas ofrendas, y así aquellos que no podían abrazar ese género de vida lo protegían y protegían al mismo tiempo a quienes se consagraban a él, ayudándolos con todas sus riquezas y esforzándose por igualarse a ellos tanto como podían”.

Pero, agregaba, refiriéndose a los primeros años del siglo XII:

“Pero, desde esta época de tan gran esplendor, la maldad siempre creciente de los hombres de nuestro tiempo parece haber producido continuos perjuicios. Ahora mismo, ¡oh dolor! las ofrendas que, impulsados por un piadoso celo, sus padres habían ofrecido a los lugares santos, hoy los hijos las vuelven a tomar enteras o intentan, por continuas demandas, rescatarlas, desconociendo de ese modo la voluntad de sus antepasados y mostrándose hijos degenerados”.

Tal fue el esquema del proceso de penetración de los ideales cristianos. Consentidos y acaso admirados, suscitaban una profunda resistencia por lo que implicaban en relación con los modos de vida y con los ideales naturalistas. Fue necesario todavía largo esfuerzo para que la caballería lograra imponerse como conjunto de normas, y aun entonces no logró desvanecer del todo el prestigio de la baronía y la cortesía, contra las que luchaba. Pero trabajaba a favor de la caballería el contenido aristocrático que se le introdujo, y que debía servir para proveer a la aristocracia de una fundamentación sobrenatural de sus privilegios.

Como la cortesía, también la caballería podía aprenderse, y tan orgánico y preciso pareció su contenido que Raimundo Lulio aconsejaba

“que se dispusiese como ciencia escrita en libros y que se enseñase como arte, al modo como se enseñan otras ciencias; y que los hijos de caballeros aprendiesen primero la ciencia de Caballería y después fuesen escuderos que anduviesen por el mundo con los caballeros”[56].

Era una filosofía de la vida, de contenido cristiano, cuyo sentido último proclamaba el mismo Lulio, cuando afirmaba que “oficio de caballero es mantener la santa fe católica”[57]: pero había en el seno de esa filosofía una grave tensión interna entre la concepción religiosa y la concepción seglar de la vida. La caballería quiso ser una fórmula según la cual el mundo profano, sin dejar de ser tal, se saturara totalmente de contenidos religiosos; pero la fórmula no fue hallada sino a costa de cierta declinación en las concepciones de lo religioso y de lo seglar.

Cuando la caballería quiso extremar sus términos, desembocó en una concepción monacal de la vida seglar que la tornó inadecuada a la realidad, y que cristalizó en una doctrina de la aristocracia espiritual que no podía satisfacer sino a reducidísimos sectores de la aristocracia. Fue esa tendencia la que condujo a la formación de las órdenes militares, que debían estar compuestas —como decía Guillermo de Tiro de la Orden de los Caballeros del Templo [58]— por

“nobles caballeros, hombres dedicados a Dios y animados de sentimientos religiosos, que se consagraron al servicio de Dios e hicieron profesión entre las manos del Patriarca de vivir siempre, como los canónigos regulares, en la castidad, la obediencia y la pobreza”.

Como modo de vida, implicaba, pues, sustraerse al sistema de relaciones vigentes, cosa grave si, como decía Raimundo Lulio, era oficio de caballero ejercer la autoridad pública[59]. Pero en una sociedad que parecía firmemente ordenada y en la que los grupos dominantes parecían no temer los movimientos de las clases subordinadas, la Iglesia creyó que podía aspirar —tras varios siglos de infructuoso esfuerzo por imponer sus ideales a la aristocracia terrateniente y militar— a la constitución de una verdadera aristocracia espiritual dentro del conjunto de la aristocracia, a la que juzgaba bárbara en cuanto conservaba inequívocamente las tendencias naturalistas de la concepción baronial, y pervertida en cuanto se inclinaba al naturalismo de la concepción cortés. Solo de esa manera creyó que pudiera llegar profundamente —más allá de la adhesión formal— al espíritu de la aristocracia, imponiendo sus principios morales y las normas de convivencia que emanaban de esos principios, y alcanzar de ese modo su aspiración suprema de dotar de sentido cristiano al orden feudal.

El espejo de esa aristocracia espiritual, que debía obrar como levadura en el seno de la aristocracia terrateniente y militar para arrancarla de su adhesión a la realidad sensible y al naturalismo, fue la “nueva milicia”, como definió a las órdenes militares San Bernardo, a principios del siglo XII.

“Un nuevo género de milicia ha nacido, según se dice, sobre la tierra —escribía lleno de entusiasmo en su tratado sobre los caballeros del Templo[60]—, desconocida para los siglos pasados, destinada a librar sin descanso un doble combate, contra la carne y la sangre, y contra los espíritus de maldad que flotan por los aires. No es tan raro ver hombres que combaten a un enemigo corporal con las solas fuerzas del cuerpo como para que yo me asombre; y tampoco es cosa tan extraordinaria —aunque sí digna de elogio— que se haga la guerra al vicio y al demonio con las solas fuerzas del alma, porque el mundo está lleno de monjes que libran ese combate. Pero lo que para mí es tan admirable como evidentemente raro es ver las dos cosas reunidas, ver a un mismo hombre ceñir con coraje a un mismo tiempo la doble espada y el doble tahalí. El soldado que reviste al mismo tiempo su alma con la coraza de la fe y su cuerpo con la coraza de hierro, no puede sino ser intrépido y sentirse seguro, porque bajo su doble armadura no teme ni al hombre ni al diablo. Lejos de temer la muerte, la desea. ¿Qué puede temer, tanto si vive como si muere, puesto que Jesucristo solo es su vida y su muerte le es provechosa?”

La “nueva milicia” exigía, sin duda, una decisión total de apartarse del mundo profano; por eso no pudo triunfar como modo de vida unánime para una aristocracia que solo quería pensar en el trasmundo a partir de su posición privilegiada en el mundo. Aun los elegidos fracasaron una y otra vez, porque la realidad sensible renovaba sus atractivos y recobraba su ascendiente sobre los espíritus. Pero llegó a alcanzar la categoría de paradigma, y se proyectó en una versión menos extrema de la caballería que definió sus términos buscando una adecuación con las formas reales de la vida social, sin declinar por eso su orientación fundamental. Una misión en la tierra fue lo que ofreció la caballería a las nuevas generaciones de la aristocracia, en relación con los fines trascendentales que juzgaba propios de la esencia espiritual del hombre.

Bajo esta forma, la caballería pudo poco a poco introducirse en el espíritu de la aristocracia terrateniente y militar. Quien solo se sentía realizado en la hazaña, podía adscribirla al designio supremo de defender la fe y desde ese momento se sentía justificado él mismo y justificada su posición de privilegio en el orden social que sus antecesores habían construido con la espada. Quedaba justificado el seglar y el clérigo, si adherido a la vocación de la clase a que pertenecía, consideraba compatible con el sistema de sus normas el ejercicio de las armas. Así se sintió justificado el obispo don Jerónimo —según el Poema del Cid—, que, “no podía echar la cuenta de los moros que ha matado”; o el obispo Turpín —según la Canción de Rolando—, “que hizo con su cuerpo tales proezas como no las hiciera ningún tonsurado que haya cantado misa”; o el obispo Leeofgar —según la Crónica anglosajona— que “abandonó su crisma y su crucifijo, sus armas espirituales, y tomó la lanza y la espada”[61]. El barón, bajo la especie de caballero cristiano, arriesgaba su muerte no solo con la alegría que era propia del héroe sino también con la confianza que le proporcionaba su fe en el cumplimiento de la promesa de que la muerte en servicio de Dios entrañaba la bienaventuranza eterna. Era, en términos cristianos, lo que el Walhalla ofrecía al guerrero germánico. “En el Paraíso tendrás tu sitio”, decía el papa al conde Guillermo Fierebrace en el poema del Couronnement de Louis, glosando lo que el cronista Foucher de Chartres hacía decir a Urbano II en el Concilio de Clermont[62]. La vieja concepción baronial había cambiado de signo y, con infinita variedad de matices, trasmutaba el sentido de la hazaña heroica desdeñando la intención lúdica de la cortesía y asignándole un vigoroso contenido misional.

Para la caballería, la idea de la vida quedó afincada en el cumplimiento de la misión de defender la fe cristiana, que era no solo una creencia sino también la esencia misma de una cultura. Esa misión pareció confiada por Dios a la aristocracia, cuyas armas se ennoblecían defendiendo y extendiendo los límites del área de esa cultura, que, en teoría, se confundía con el mundo dada su esencia universal. Por esta vía, se afirmó el principio de que la fe cristiana se identificaba totalmente con el orden social vigente. El recuerdo del proceso histórico por el cual ese orden se había constituido se desvaneció poco a poco, o al menos perdió significación a pesar de la elocuencia de los hechos cuyo recuerdo conservaban la leyenda y la crónica. La situación real dejó de considerarse histórica para ser afirmada como atemporal y fundada en un orden sobrenatural. Así, la aristocracia terrateniente y militar, a la que había bastado como justificación el simple derecho de conquista, se vio nuevamente justificada por su misión trascendental.

Como forma de vida y como sistema de ideales, la caballería impregnó el orden feudal e hizo de él el orden cristiano por excelencia. La ilusión de la estabilidad social y cultural fue la consecuencia de un juicio en el que se mezcló una opinión sobre los procesos históricos y una ideología, juicio del que se hizo portavoz la aristocracia consustanciada con los principios de la caballería. La adecuación final entre realidad e irrealidad en una teoría de la vida señorial proporcionó la arquitectura para un orden cuya culminación se logró solamente en el instante en que comenzaban a advertirse los signos de nuevas fuerzas —las de la burguesía— que no podían tener cabida en él.

1 Poema del Cid, 34.

2 Le Couronnement de Louis, v. 1369; Les Enfances Guillaume, v. 3123 y ss.; 3359 y ss.

3 Raoul Glaber, Histoires, IV, i.

4 Ordrico Vital, Historia Ecclesiastica, III, an. 1066; Guillaume de Poitiers, Gesta Guillelmi Ducis; Anglo-saxon Chronicle, an. 1127, 1128, 1131, 1132, et alibi; Wage, Le Roman de Brut, v. 11.004 y ss.; Poema del Cid, 72, 74; Robert de Clari, La conquête de Constantinople, LXXX-LXXXI; Beowulf, v. 1 -11. Véase Bühler, Vida y cultura en la Edad Media, trad. esp. 1931, cap. III y IV; María Rosa Lida de Malkiel, La idea de la fama en la Edad Media castellana, 1952.

5 Guibert be Nogent, Gesta Dei per Francos, I.

6 San Bernardo, De consideratione, II, i. Epístola CCLXXXVIII.

7 Guillaume IX, Duc D’Aquitaine, Pos de chantar m’es prea tálente. Ed. Jeanroy» p. 26.

8 Nibelungenlied, 326 y ss.

9 The Poetic Edda, The Lay of Fáfnir, 28.

10 Bertrand de Born, Bem platz lo gais temps de pascor, Ed. Appel, p. 92.

11 Nibelungenlied, 2114 y s.

12 La Chanson de Roland, v. 1155. El cantar de la hueste de Igor, tr. Lida-Malkiel, y 55.

13 La Chanson de Roland, v. 1973.

14 Nibelungenlied, 230.

15 Ramón Llul, Llibre del Orde de Cavalleria, VI, 13.

16 Nibelungenlied, 1786.

17 Le Couronnement de Louis, v. 2248 y ss.; Les Enfances Guillaume, v. 2284 y ss.; 2330 y ss.; Gérard de Bossillon, ed. Michel, págs. 288; 325 y ss.; 344 y ss.

18 La Chanson de Roland, v. 601.

19 La Chanson de Roland, v. 1944-5.

20 La Chanson de Roland, v. 864-5.

21 Raoul Glaber, Histoires, III, ix.

22 San Bernardo, De Consideratione, III, i.

23 Ed. Menéndez Pidal, en Revue Hispanique, 1905, XIII, 608.

24 Guillaume de Lorris, Le Roman de la Rose, v. 1243-4.

25 Geoffrey of Monmouth, Histories of the Kings of Britain, IX, xi.

26 Nibelungenlied, 750.

27 Nibelungenlied, 1467-8.

28 Philippe de Navarre, Les quatre Ages de l’homme, 64.

29 Guiot de Provins, Bible, v. 167 y ss.

30 Bernart de Ventadorn, Taint ai mo cor ple de joya, Ed. Appel, 257.

31 Nibelungenlied, 16.

32 Wace, Le Roman de Brut, v. 8659-8667; Geoffrey of Monmouth, Histories of the Kings of Britain, VIII, xix.

33 Jaufré rudel, Quan lo rossinnols el folhos, Ed. Jeanroy, p. 1; Wolfram von Eschenbach, Sine klâwen durh die wolken sint geslagen y Den morgenblic bi wathers sange erkôs. Ed. Politi, Lirica del Minnesang, p. 104 y ss.

34 Guillaume de Lorris, Le Roman de la Rose, v. 2060-2764; Walter von der Vogel-weide, Ich freudehelfelôser man. Ed. Politi, Op. cit. , p. 154 y ss.; Chrétien de Troyes, Lancelot, v. 4263-4414.

35 Guillaume; de Lorris, Le Roman de la Rose, v. 865-904. G. Cohén, La gran Clarté du Moyen Age, Cap. III.

36 Ramon Llul, Blanquerna, lxiv, 1-16.

37 Tr. F. L. Bernárdez, en Florilegio del Cancionero Vaticano, 1952, p. 35.

38 Wace, Le Roman de Brut, v. 9731 y ss.

39 Nibelungenlied, 2202.

40 Nibelungenlied, 1648 y ss.

41 Wolfram von Eschenbach, Parzival, 229.

42 Chrétien de Trotes, Erec et Enide, v. 99 y 2019.

43 Wace, Le Roman de Brut, v. 10.597-10.620; Ambroise, L’Estoire de la Guerre Sainte, v. 1053-1108.

44 Wace, Le Roman de Brut, v. 10.359 y ss.; Geoffrey of Monmouth, Histories of the Kings of Britain, IX, xiii-xiv; Robert de Clabi, La Conquête de Constantinople, XCVI- XCVII; Ambroise, L’Estoire de la Guerre Sainte, v. 190-204.

45 Guillaume le Breton, Chronique, an. 1209.

46 Nibelungenlied, 27-42.

47 Les Enfances Guillaume, v. 1796-7; Poema del Cid, III; Libro de Alexandre, 1796- 1799; Libre de Apollonio, 240-241; Poema de Fernán González, 682-684; Nibelungenlied, 1361 y ss.; Chrétien de Trotes, Erec et Enide, v. 2025-2291.

48 Le couronnement de Louis, v. 313-314; Snorre Sturlason, Heimskringla, Harald the Fairhaired, XXXIX; Gui de Bourgogne, v. 4135-7; Nibelungenlied, 38-41 et alibi; Girauts de Borneilh, Per solatz revelhar, Ed. Kolsen, I, p. 412; Ramón Llul, Blanquerna, XLVIII. Cf. Menéndez Pidal, Poesía juglaresca y juglares; I; Robert Briffault, Les troubadours et le sentiment romanesque, 1945.

49 Wolfram von Eschenbach, Parzival, 827; Vida de Girauts de Borneillh, Ed. Riquer, en La lírica de los trovadores, I, p. 325.

50 Nibelungenlied, 273 y ss.

51 Wolfram von Eschenbach, Parzival, 827.

52 Wolfram von Eschenbach, Parzival, 171; Wace, Le Roman de Brut, v. 10.525 y ss.; Chrétien de Trotes, Erec et Enide, v. 863 y ss.; Les Enfances Guillaume, v. 2732 y BB.; Nibelungenlied, 34; 584 y ss.; 807 y ss.; 1868 y ss.

53 Gui de Bourgogne, v. 1048-1053; Poema de Fernán González, 338-354; Wace, Le Roman de Brut, v. 10.737-10.764.

54 Guillaume IX, Duc D’Aquitaine, Pos de chantar m’es pres talentz, Ed. Jeanroy, p. 26; Walter von der Vogelweide, Owe war sint verwunden, Ed. Politi, La lirica del Minnesang, p. 176 y ss.

55 Guibert de Nogent, Histoire de sa vie, I, xi.

56 Ramón Llul, Llibre del Orde de Cavalleria, I, 13.

57 Ramón Llul, Op. cit. , II, 2.

58 Guillaume de tyr, Historia rerum in partibus transmarinis gestarum, xii

59 Ramón Llul, Llibre del Orde de Cavalleria, II, 6.

60 San Bernardo, Liber de laude novae militae ad milites templi, I.

61 Poema del Cid, 95; La Chanson de Roland, v. 1714-15; Anglo-saxon Chronicle, an. 1056.

62 Le couronnement de Louis, v. 395; Foucher de Chartres, Gesta Francorum Hierusalem peregrinantium, I.