Introducción al mundo actual. 1956

Introducción al mundo actual. 1953

El propósito de este ensayo es de por sí un poco paradójico: tratar de introducir al hipotético lector —más curioso que desocupado sin duda— en su propio mundo familiar y cotidiano, en el mundo en que de hecho está introducido. Podría acusarse de imperdonable pedantería al que intentara esta aventura con aire suficiente: es esta una materia sobre la cual nadie puede arrogarse autoridad y en la que difícilmente puede sobrepasarse el plano de la simple opinión. Pero sin atribuirle más valor que el de una opinión —o sólo un poco más—, no me parece desdeñable ofrecer a la consideración del lector la imagen que me he hecho de nuestro mundo, y ello por diversas razones que acaso convenga enumerar.

La primera es, precisamente, que el hombre suele estar tan sumergido en la atmósfera de su propia época que le es difícil apartarse, buscar la altura desde donde la perspectiva sea suficiente y contemplarla con ánimo crítico como para establecer sus rasgos dominantes y sus caracteres peculiares. Quien está sumergido en cierta atmósfera, se compenetra con ella. Contemplarla como si le fuera ajena constituye un ejercicio intelectual para el que no suele estar preparado quien no se lo ha propuesto deliberadamente, de modo que no es absolutamente inútil ayudar al curioso lector a introducirse en el examen de esa peculiar realidad que le es tan cara y que está condicionando su propia existencia.

La segunda es que la opinión que podamos formarnos acerca del mundo actual, del mundo de nuestra propia experiencia, no tiene por qué ser de inferior valor que la que nos hacemos respecto de cualquier otra época. Este ensayo ha de ser una suerte de interpretación histórica, y la historia es siempre una creación intelectual en la que resulta difícil discriminar lo objetivo y lo subjetivo. Nada se opone, pues, a esta empresa.

Y la tercera es que me atrevo a pensar que quizá mi opinión no sea del todo desdeñable, porque creo que un historiador, aun sin poseer más experiencia personal o mejor información que otros, puede tener mejores recursos para examinar los testimonios que estén a su alcance. Hasta donde es posible la objetividad en esta materia, el historiador tiene el hábito de perseguirla; y como conoce sus límites, sabe establecer dónde concluye y, en consecuencia, dónde empieza la simple opinión. De modo que puede ofrecerse al mismo tiempo la opinión propia y las incitaciones para nuevos juicios.

Todo esto —y la poderosa seducción del tema— me mueve a intentar la aventura de fijar con la mayor nitidez posible la imagen que entreveo del mundo actual, para que cada uno la contraste con la que sin duda se ha forjado. No me extrañará coincidir con muy pocos. Pero no carece de interés esta secreta polémica que se trabará con cada lector; y si promoviera con ello, aun en pequeñísima escala, un avivamiento de la conciencia histórica, consideraría que el esfuerzo no ha sido hecho en vano. Sepa el lector que no desdeño la posibilidad de convencer a alguno de ciertas ideas que me son caras: porque este breve ensayo de historia no está escrito —como casi ninguno— sine ira et studio.

Los testimonios contemporáneos y la conciencia histórica

Propongámonos desarrollar nuestro análisis metódicamente, y comencemos por interrogarnos acerca de qué testimonios poseemos para llegar a conocer el mundo actual, porque en este, como en cualquier otro campo de la historia, la realidad sólo se nos ofrece a través de testimonios. El problema es en este caso más grave que de costumbre. Habitualmente solía escribir sobre su propio tiempo solamente aquel que por algún azar tenía el privilegio de llegar hasta ciertas fuentes secretas; el que lograba revisar los papeles de una cancillería por razones de oficio, o el que, por haber sido actor de algún suceso importante, había tenido en sus manos documentos secretos. Francesco Guicciardini, embajador de Florencia, pudo escribir la historia de las guerras de Italia, como Winston Churchill, primer ministro británico, la de la Segunda Guerra Mundial. Pero el historiador que no es nada más que historiador rara vez tiene acceso a esas fuentes sino después de mucho tiempo: es frecuente que los archivos establezcan un largo plazo antes de librar sus fondos a la curiosidad y al análisis crítico de los investigadores que no sirven a ningún designio inmediato, de modo que sólo quien se ponga al servicio de cierta propaganda podría llegar allí donde se oculta el material necesario para conocer determinado problema del pasado próximo.

Pero todo esto vale casi exclusivamente para cuanto se refiere a la historia política. Guicciardini no pensaba en otra, y son muchos los que siguen su ejemplo. Pero nosotros solemos estar interesados en un distinto tipo de visión histórica, que incluye los fenómenos políticos pero que contiene además otros muchos aspectos de la vida. Nos interesa la historia de la cultura, de la que forma parte la historia de los hechos, y no sólo políticos, sino también económicos y sociales, y además la historia de las corrientes de pensamiento que inciden sobre aquellos o incidirán más tarde, y de cuanto el hombre proyecta fuera de sí en relación con el mundo y la vida. Para introducirnos en una historia del mundo actual que tenga esos caracteres, el conjunto de testimonios a que podemos acudir es mucho más vasto que el que está a disposición del historiador de la vida política, y en su mayor parte está no sólo al alcance del historiador, sino también al de cualquier observador. Sin duda han de tomarse para su uso muchas y peculiares precauciones críticas; pero está a mano. Veamos en qué consiste y con qué recaudos debe llegarse hasta él.

Comencemos por señalar que, aun para los hechos políticos, económicos y sociales, es más fácil ahora disponer de la documentación necesaria de lo que fue en otras épocas. La democrática costumbre de discutir públicamente ciertos problemas en los cuerpos colegiados y en las asambleas públicas ofrece la posibilidad de seguir los debates en las crónicas periodísticas o en los diarios de sesiones parlamentarias. Y la costumbre —cada vez más desarrollada— de someter a la opinión pública ciertos asuntos reputados de graves pone al alcance de la mano materiales tan elocuentes como los emanados de los tribunales de Núremberg o los que recogen los libros blancos, amarillos o azules publicados por los gobiernos. Agréguense a esto los innumerables testimonios personales —confesiones, cartas, reportajes, memorias— que la perspectiva de éxito editorial mueve a dar a luz, las crónicas periodísticas, los noticiosos cinematográficos, la información gráfica, y se tendrá una idea del inmenso caudal de datos que poseemos para conocer aun la historia política de nuestro tiempo. Pueden faltarnos, quizá, documentos como los que tuvo en su poder Guicciardini —un memorándum secreto, unas instrucciones reservadas, un parte de batalla— pero tenemos otras muchas cosas que él no tenía, y la posibilidad de obtenerlas de diversos orígenes, de las diversas partes en conflicto.

Se nos ofrecen en abundancia, en efecto, publicaciones estadísticas, informes sobre problemas económicos, alegatos sobre cuestiones sociales, todo lo cual suele ser fácilmente accesible, y con ello nos hallamos, sin duda, en mejores condiciones que Guicciardini para describir nuestra situación, con o sin genio interpretativo. Aun sin él, pero con firmes principios críticos, podemos llegar a obtener un cuadro bastante fiel de ciertas situaciones reales. Quizá no podamos de primera intención fijar exactamente algún hecho o sus causas inmediatas. Pero ¿se ha sabido jamás cómo ha sido una guerra con tanta exactitud como de la última conflagración mundial? ¿Se ha sabido jamás cómo vive el proletariado o la clase media con tanta precisión como ahora? ¿Se han conocido alguna vez los recursos alimentarios del mundo, sus reservas de combustible o las cifras de la producción industrial con la certeza con que los conocemos nosotros? ¿Se ha ofrecido alguna vez al observador contemporáneo un testimonio tan directamente dirigido a su experiencia como los noticiosos cinematográficos sobre los campos de concentración o los bombardeos aéreos? Ciertamente, estamos mejor preparados que Guicciardini para conocer nuestro mundo contemporáneo, y aún podría agregarse que quien poseyera hoy una documentación equivalente a la que él poseyó no podría agregar a la imagen del mundo que forjáramos con los restantes testimonios sino menudas aclaraciones parciales.

Pero hay además algo muy singular. Nuestro mundo actual parece ser extrañamente introspectivo. Se admite que el hombre posee —como lo ha enseñado el freudismo— secretos estratos de la conciencia a los que es posible descender para indagar las oscuras raíces del comportamiento y de las ideas; y se admite también que el conjunto social está movido —o puede estarlo— por impulsos secretos que residen en lo que antaño solía llamarse Volksgeist y ahora se prefiere llamar, según Adler, el inconsciente colectivo. La observación busca estos mundos secretos y de ese ejercicio resultan multitud de testimonios, difíciles de manejar, sin duda, y que requieren extremada prudencia en quien los utiliza, pero ciertamente llenos de sugestión y pletóricos de indicios reveladores. Muy buena parte de la novelística contemporánea debe su éxito a su innegable valor analítico y documental, porque se empeña en describir “situaciones”, y no tanto las que derivan de las eternas tendencias de la naturaleza humana como las que provienen de las contingencias de la vida social y espiritual de nuestro tiempo. Sería largo enumerar los autores a quienes habrá que recurrir cuando se quiera saber cómo fuimos, pero es seguro que en esa lista estarán Gide y Mann, Proust y Huxley, Gallegos y Hemingway, Malraux y Moravia. ¿Qué no daríamos por poseer para el siglo XV, por ejemplo, algo parecido a Les hommes de bonne volonté o Les Thibault ? Nos hallamos frente a reiterados intentos de examinar la realidad y la situación del hombre a través de anécdotas ficticias pero cuyo contexto es el mundo real. Este es el designio del artista, que es frecuentemente un polemista embozado —y en ocasiones desembozado—, como Sartre, como Greene, como Faulkner, como Camus, como Piovene, como Orwell. Sin duda la estética predominante prohíbe la enunciación de tesis expresas, pero la creación literaria ha hallado el ardid de sortear la enunciación y promover igualmente la adivinación de la tesis. Ni la poesía se niega esa expansión, a la que se entregan llenos de entusiasmo Neruda o Éluard.

Pero no se agotan con esto los materiales a nuestro alcance. El ensayo no se siente cohibido como la creación literaria. Allí puede desarrollarse libremente el pensamiento discursivo, y el ensayista de nuestro tiempo cree que el tema por excelencia del ensayo es “el tema de nuestro tiempo”, según el feliz título de uno medular de José Ortega y Gasset. No fue este ni el primero ni el último. El análisis de la realidad circundante preocupa a nuestros contemporáneos mucho más de lo que preocupó en ninguna otra época, y escribieron sobre ella Keyserling y Valéry, Spengler y Wells, Drieu la Rochelle y Russell, Unamuno y Scheler, Jaspers, Einstein, Frank, Belloc, Shaw, Toynbee, Mannheim… La lista sería inagotable.[2] Seguramente se han formulado muchas teorías erróneas, pero también muchas observaciones agudas y penetrantes. No podría negarse que ha habido un poco de estéril narcisismo y acaso una tendencia exagerada a poner de relieve la desesperación que nos acongoja y la crisis en que nos hallamos sumergidos. Pero la idea que una época tiene de sí misma es como una radiografía de sus sueños y constituye un dato lleno de interés. No nos falta, pues, ni nuestra confesión íntima. ¿Qué historiador ha tenido más materiales para cualquier período de la historia que los que tenemos para la nuestra, sea por razones técnicas, sea por razones espirituales?

No obstante, no ha sido frecuente el uso adecuado de tan ricos elementos de juicio. Casi me atrevería a decir que, desde mi punto de vista, no poseemos ningún ensayo logrado de interpretación de lo que nos ocurre, lo cual no deja de ser extraño abundando los materiales y los propósitos de usarlos. Hay crónicas, montajes de noticias construidos con no poca destreza, comentarios, esto es, glosas tímidamente interpretativas de cierto conjunto de hechos, pero todo ello inspirado por una intención predominantemente informativa y muy frecuentemente tendenciosa en un sentido concreto e inmediato. A veces, como en los casos de los ensayistas antes señalados, vastos intentos de explicación según complejos sistemas a priori. Pero casi nunca están las cosas en su punto. El hecho merece un breve examen.

En mi opinión, nuestro tiempo acusa una marcada debilidad de la conciencia histórica. Nos resistimos a situarnos en un punto de la parábola. Cuanto se ha pensado acerca del mundo actual —sea atendiendo al cúmulo de materiales informativos a nuestro alcance, sea por el camino de la pura intuición adivinatoria— está caracterizado por cierta íntima certidumbre de la excepcional importancia de la contingencia histórica en que nos encontramos. Se da por admitido que nos hallamos en una crisis trascendental de la historia, y parece creerse que el curioso fenómeno que protagonizamos data de un brevísimo pasado, de un pasado no bien delimitado, pero que más de una vez parece corresponder al ámbito de la experiencia personal de quien hace el diagnóstico; sorprende la magnitud de las transformaciones a que asistimos; espanta la desaparición de cosas que parecían haberse juzgado eternas: ideas, costumbres, instituciones; angustia el desconcierto que se advierte en los mejores espíritus acerca del sentido de la vida. Con esa actitud, se sobreestiman los síntomas de nuestro mal con una pertinaz ligereza y se estimula un narcisismo plañidero, que suele desembocar unas veces en un escepticismo que se supone aristocrático y otras en una especie de desesperación por hallar algo que justifique la existencia, algo por qué morir.

Tal es el fruto del acentuado debilitamiento de la conciencia histórica que nos caracteriza, a causa del cual nos resistimos a situar la contingencia histórica en que nos hallamos en el punto debido de la parábola. Este ensayo tiende a corregir el error, según mi opinión, estimulando la capacidad de quien se sienta atraído por el problema para estimar aproximadamente los testimonios a nuestro alcance. Nos proponemos pensar históricamente sobre el mundo que nos rodea, comenzando por situarlo en una línea de desarrollo que, de por sí, puede proveerlo de un sentido. Supongo que de este modo nos acercamos al problema radical de cuál es el sentido contemporáneo de la existencia.

Los límites del mundo actual

Hasta ahora no se ha precisado el tema estricto de nuestras inquietudes. “Mundo actual” es una expresión muy vaga que debemos delimitar: o tiene un significado convencional o no tiene ninguno. Apresurémonos a convenir a qué le damos ese nombre, y qué nombre podríamos darle para representar su contenido.

Lo que nos preocupa parece ser una etapa de la historia del mundo que caracterizamos con un vago adjetivo alusivo a su inmediatez. Pero puesto que es una etapa deberán fijarse sus límites de alguna manera. Lo que nos proponemos, pues, es fijar un período histórico, acotar en la constante secuencia del tiempo un lapso circunscripto con mayor o menor exactitud, del que presuponemos que posee un sentido peculiar, distinto y diferenciador. Ahora bien, esta operación, que es todo un proceso de conceptuación, tiene siempre dificultades graves, que aumentan cuando el punto de vista está situado muy próximo al terreno examinado. Se necesita, pues, mucha cautela.

Se habla habitualmente —con manifiesta impropiedad— de una “época contemporánea”. Se afirma de costumbre que comienza con la Revolución francesa de 1789, y se supone que continúa indefinidamente hasta nuestros días. Su indefinida prolongación lleva al absurdo, pero la clasificación usual no parece preocuparse por ello. Y a esta “época contemporánea” correspondería, pues, lo que llamamos el “mundo actual”, como su última etapa.

Pero hasta aquí no hemos dicho nada que sirva para aclarar el problema. Para situar correctamente el “mundo actual” deberíamos comenzar por precisar el sentido de lo que habitualmente se llama “época contemporánea”, manteniendo esa designación hasta que se halle otra más adecuada. Podría definirse someramente como la época en la que confluyen las variadas derivaciones de la Revolución Industrial por una parte, y las derivaciones políticas de las revoluciones que se produjeron en Estados Unidos y Francia en las postrimerías del siglo XVIII, todo lo cual comienza a adquirir importancia en el mundo a partir del fracaso de Napoleón en Europa. Así entendida, esta época ofrece caracteres definidos que se perpetúan hasta nuestros días, y en consecuencia parecería legítimo incluir en ella lo que llamamos el “mundo actual”. Pero es innegable que dentro de la llamada “época contemporánea” hay matices, tan acentuados en ciertos casos, que autorizan a establecer —con fines puramente prácticos— una periodización secundaria. Se ha acusado la sensación de un “cambio”, de una mutación, por ejemplo, a raíz de las revoluciones de 1848. Del mismo modo se ha acusado al producirse la Primera Guerra Mundial, de manera vehemente; y si se analiza esta sensación, registrada por la experiencia contemporánea, se halla que su consideración objetiva confirma la existencia de una mutación importante cuyo ciclo parece permanecer abierto. Puede admitirse, pues, que comenzó entonces un nuevo período cuya fisonomía se mantiene hasta hoy. De modo que, transitoriamente, al menos, podríamos entender que cuando hablamos del “mundo actual” queremos referirnos al período que comienza con la Primera Guerra Mundial y llega hasta la segunda posguerra sin haberse cerrado. Podríamos, inclusive, designar este período con el nombre de “período de las guerras mundiales”, pues no es aventurado suponer que las dos que han azotado a nuestro mundo no son sino etapas de un solo conflicto, por desgracia aún no decidido.

Si acudiéramos a las fórmulas acuñadas por el uso, observaríamos que se distinguen en este período dos episodios bélicos y dos etapas llamadas “de posguerra”. La experiencia contemporánea parece percibir que esas etapas dependen del planteamiento conflictual de los problemas que se ventilaron en el terreno militar, con lo que se afirma que no se volvió ni se pretendió volver al orden de preguerra, como si la situación planteada fuera original y exigiera soluciones inéditas. Con rara perspicacia y exactitud, el mariscal Foch afirmó del tratado de Versalles que no era una paz sino “una tregua por veinte años”; y ese valor de mera tregua se adivinó en toda la complicada gestión política y diplomática entre 1918 y 1939. La repetición de los planteos de la Primera Guerra Mundial en la que le siguió veinte años después es demasiado evidente para tener que insistir sobre ella, y la caracterización del período que siguió, considerado simultáneamente como “segunda posguerra” y “período de guerra fría”, pone de manifiesto el mero valor de tregua de la primera posguerra. No podría predecirse si es inevitable una tercera guerra mundial, pero sí puede afirmarse que la segunda dejó sin solución los problemas que la movieron, de modo que, violenta o pacíficamente, volverán a plantearse en un futuro inmediato. El “mundo actual”, o mejor aún, “el mundo del período de las guerras mundiales” es, pues, un ciclo abierto, una era inconclusa, y constituye uno de los problemas más apasionantes que pudiéramos proponernos el determinar en qué punto de su curva nos hallamos.

Pero en nuestra nueva designación aparece un adjetivo inquietante, pues hablamos de guerras “mundiales”. El fenómeno es nuevo. Ni las de Alejandro, ni las del Imperio romano, ni las de Carlos V, Luis XIV o Napoléon tuvieron esa peculiaridad. Las guerras de este período cubren un área geográfica que identificamos con el mundo, en parte porque las acciones militares se desarrollaron en muchos y muy alejados escenarios y en parte porque la situación de beligerancia influyó de una u otra manera sobre los Estados neutrales a través de sus derivaciones políticas, sociales o económicas. El hecho era inevitable. Las guerras se extendieron allí donde se habían extendido los intereses de las partes en conflicto, que durante las cinco décadas anteriores habían ejercido una vigorosa influencia por todo el mundo a través de vastas empresas imperialistas y coloniales. Por lo demás, el desarrollo técnico había disminuido la significación de las distancias y acrecentado la interdependencia entre las diversas áreas económicas y políticas, de modo que nada podía evitar la difusión de la situación conflictual. La universalidad del conflicto militar debe considerarse, pues, como un síntoma de la unidad y universalidad de los problemas fundamentales que conmueven al “mundo actual”. Ya la primera posguerra puso de manifiesto este fenómeno a través de los hechos que derivaron de la penetración comunista en China y la política panasiática del Japón, problemas estos que se agudizaron durante la segunda. La dislocación de la estructura tradicional de Asia —con la independencia de la India, la Revolución de China, el despertar del mundo árabe, el retroceso del Imperio británico y la aparición de Estados Unidos en ese continente—, ciertas reveladoras transformaciones operadas en la situación economicosocial de América Latina y muy especialmente la división de Europa en países prosoviéticos y antisoviéticos, constituyen fenómenos que no pueden considerarse aislados sino en su totalidad. El “período de las guerras mundiales” se desenvuelve pues sobre un escenario mundial, y el eje del interés se desplaza a través de todos los meridianos.

Un mundo inteligible

Delimitado el campo de nuestra indagación, comencemos por echar una mirada de conjunto al panorama, situándonos en una altura que nos permita distinguir el relieve de este mundo del período de las guerras mundiales.

Nuestra primera impresión será de confusión. Si no poseemos el hábito de manejar testimonios históricos y de entresacar el dato valioso de una maraña de elementos contradictorios, es posible que nos invada el desaliento y acaso lleguemos prematuramente a la conclusión de que no podemos comprender nada. Si, en cambio, poseemos cierta experiencia histórica, pero limitada y superficial, es casi seguro que incurriremos en otra clase de error, aún más grave; alcanzaremos a obtener una cierta imagen, sí, pero casi imperceptible a fuerza de confusa, y la juzgaremos según otras que obran en nuestra mente: la de la baja Edad Media que nos ha legado Huizinga, o la de la Italia renacentista que debemos a Burckhardt, o la de la Europa dieciochesca que ha dibujado Cassirer. El contraste nos inducirá falsamente a pensar que cualquiera de esas épocas ha sido clara e inteligible en tanto que la nuestra es oscura e ininteligible. Lo cual no es sino un mala pasada que nos juega nuestra limitada experiencia histórica, haciéndonos incurrir en un grosero error.

Ese error consiste en no diferenciar suficientemente la realidad histórica viva y la imagen que de ella crea la conceptuación histórica. Cualquiera de esas épocas pudo parecer al incauto observador contemporáneo tan ininteligible como le parece hoy la suya al hombre de hoy. Los múltiples elementos que componen la vida histórica podían aparecer ante sus ojos con un ocasional relieve que induciría a asignarles ciertos valores, pero acaso muy poco después habría que reestimar cada uno de ellos bajo la influencia de una nueva luz. Su error habría sido un error de perspectiva del que se libra el observador que, situado a algunos siglos de distancia, aprecia solamente los relieves que siguen observándose con una y otra luz, y puede construir con ellos una imagen intelectual. Pero obsérvese que esta imagen no es una copia de la realidad multiforme, sino un esquema de ella, dibujado de acuerdo con ciertos criterios de valor, y gracias al cual la realidad se torna inteligible.

Cabe preguntarse si un observador puede alcanzar esa misma perspectiva para contemplar su propio mundo circundante. Parecería que la empresa es difícil pero no imposible, si bien es cierto que debe ser extremada la finura en el manejo de los materiales y excepcionalmente rigurosos los intentos de comprensión. No obstante, en cuanto se refiere al mundo actual, parece haberse difundido la convicción de que vivimos en un mundo ininteligible, esto es, un mundo del que sería imposible obtener una imagen intelectual fielmente representativa.

Desde cierto punto de vista es ilustrativo considerar el caso de dos testimonios eminentes de nuestro tiempo que revelan esta certidumbre: los que nos proporcionan Charles Chaplin y Franz Kafka. El personaje —el personaje único— de Chaplin parece representar arquetípicamente un hombre medio de nuestro tiempo situado en estas peculiares condiciones de vida que nos caracterizan. Es un sujeto vulgar: nada hay en él en grado extremado sino que, por el contrario, asoma todo dentro de una acentuada mediocridad. Pero lo verdaderamente característico de este personaje es que, pese a su manifiesta buena intención, no consigue ponerse de acuerdo con la realidad. Es un inadaptado pertinaz que está en perpetuo conflicto con las ideas vigentes, con los valores convencionales, con las cosas que pueblan su mundo insensatamente civilizado. A primera vista su inadecuación —germen de la risa— parece ser simplemente hija de su torpeza; pero a poco que nos familiaricemos con la creación de Chaplin adivinaremos que su intención es señalar que resulta más bien del conflicto entre la autenticidad de su personaje —autenticidad profunda de hombre medio— y una realidad circundante compuesta por elementos dislocados que carecen de toda finalidad perceptible. La maraña que envuelve al personaje de Luces de la ciudad o de Tiempos modernos hace recordar persistentemente la que mantiene atrapados a los personajes de Kafka. El castillo es un ejemplo revelador. Porque el castillo está situado dentro de un mundo que parece diáfano de primera intención, pero que se torna enmarañado e incomprensible en cuanto se quieren recorrer sus caminos para llegar al castillo que constituye la meta. No hay caminos rectos sino senderos tortuosos y sembrados de obstáculos infranqueables, y sólo queda la posibilidad de buscar sendas excusadas, llenas de fango repugnante, que acaso conduzcan al castillo a través de insospechados vericuetos. De modo que las dificultades del camino se tornan poco a poco finalidades en sí mismas que, exaltadas por la desesperación, logran hacer olvidar la meta verdadera. He aquí un mundo, un mundo sin sentido aunque civilizado, o sin sentido a causa de la civilización.

Podrían agregarse otros muchos testimonios que aluden a la sensación análoga que producen otros aspectos del mundo actual en ciertos espíritus: la literatura de guerra, movida por el sentimiento desgarrador del sacrificio inútil —piénsese en Remarque, en Hemingway, en Glazer, en Dorgelès—, la de Malraux, Sartre, Giono, Camus, el film de Renoir La gran ilusión, y tantos otros. Lawrence y Huxley, Hesse y Mann podrían agregarse a la lista. Son testimonios que provienen de espíritus sagaces, de hombres excepcionalmente dotados, de almas acuciadas por un profundo fervor… Y sin embargo estoy seguro de que no es lícito aprovechar su testimonio sino para caracterizar una situación subjetiva, de alcance reducido.

Sin duda esta imagen —la de un mundo oscuro e ininteligible— es la primera que encontrará a su alcance el incauto observador contemporáneo del período de las guerras mundiales. Conducido por los caminos que esa imagen le sugiera, tratará en vano de hallar en la multiforme realidad los rasgos diáfanos e inconfundibles que la historia le enseña a ver en otras épocas: la omnipresente idea de Dios del hombre medieval o el racionalismo del hombre dieciochesco. Y no hallará huellas que lo induzcan a seguir la pesquisa y se encontrará, en cambio, frente a cada uno de los problemas capitales, o con una multitud de respuestas o, lo que es peor, con un sistema de antinomias irreductibles: libertad y planificación, racionalismo e irracionalismo, religión y cientificismo, democracia y totalitarismo, ideales minoritarios e ideales de masa, todo en términos de aparente incongruencia y de mutua exclusión polémica. Seguramente nuestro incauto observador caerá en el más profundo desaliento y acaso encuentre exacta la caracterización kafkiana del mundo del período de las guerras mundiales.

Pero esta adhesión sólo será el resultado de un debilitamiento de la vigilia del espíritu crítico. Una imagen confusa de la realidad puede provenir, sin duda, de que hay confusión en los elementos de la realidad, pero puede provenir también de nuestro torpe intento de entenderla según un inadecuado esquema preestablecido. Esto último —sin perjuicio de lo primero— ocurre con frecuencia en los incautos observadores contemporáneos. Si juzgamos el mundo del período de las guerras mundiales a través de ciertos juicios tradicionales, elaborados a la luz de la realidad finisecular, es natural que su imagen se nos aparezca llena de sombras y que no entendamos muchas cosas. Pero es evidente que nos habremos equivocado al elegir el instrumento de que hemos de valernos. Y no será ese nuestro único error, pues con ese u otro instrumento no podemos encontrar en la realidad viva sino contradicción y sombras. Pero no nos desesperemos demasiado. Es indudable que no saltan a la vista los rasgos diáfanos del mundo del período de las guerras mundiales. Pero ¿se notarían mucho en la Atenas de Pericles, en la Italia del siglo XIV o en el París del siglo XVII? Sin duda estaban también cubiertos por sombras, pues Aristófanes pertenece a la primera, Passavante y Boccacio coexisten en la segunda, y Bossuet es contemporáneo de Fénelon y de Molière. Nosotros no advertimos sino antinomias. Pero ¿no son las antinomias la expresión de la natural coexistencia, más o menos tensa, de distintos sistemas de ideales sostenidos por distintas fuerzas sociales? Fuerzas en conflicto, grupos sociales que buscan su equilibrio dentro del conjunto: he aquí el problema primario del mundo actual. Si se logran individualizar, es seguro que se podrá comenzar a entender el acontecer del período de las guerras mundiales. Identificado el sujeto —o los sujetos— del proceso histórico será más fácil seguir su desarrollo, siempre que atendamos a adjudicar cada acción a quien efectivamente la lleve a cabo.

Las masas en ascenso

Minorías y masas: quizá podamos comenzar teniendo presente tan sólo estos dos grandes grupos sociales. Dejemos por un instante de lado las minorías y atendamos a este complejo que llama hoy tanto la atención y del que tanto se habla: las masas. Pues es innegable que el fenómeno más visible del mundo actual es la vertiginosa mutación que se viene operando con respecto a su situación frente a los otros grupos.

Esta mutación, sin embargo, no es de ayer. Comenzó hace mucho tiempo —a fines de la Edad Media—, se desarrolló con ritmo muy despacioso hasta fines del siglo XVIII, y se aceleró luego como consecuencia de la Revolución Industrial durante el siglo XIX. Ese fenómeno es, en última instancia, el mismo que se prolonga y nos impresiona fuertemente en el período de las guerras mundiales. La única novedad es que es más intenso y que opera con un ritmo mucho más acelerado: hasta el punto de que la diferencia de ritmo parecería introducir una diferencia cualitativa. Pero esto tiene algo de espejismo y no debe inducirnos a sacar consecuencias extremadas. Observemos el proceso. Desde fines de la Edad Media y hasta fines del siglo XVIII la burguesía fue escalonando posiciones en el terreno economicosocial, al tiempo que creaba nuevas fuentes de riqueza. Debido a eso pudo procurarse una posición cada vez más sólida y más influyente en el seno de una sociedad que, transformada por su obra, modificaba notablemente las condiciones económicas de la vida social. Pero esta modificación repercutió notablemente sobre los demás grupos sociales; socavó los cimientos en que apoyaba su poderío la aristocracia territorial y abrió nuevas e insospechadas perspectivas a las clases desposeídas que, aunque amarradas a la burguesía, podrían en adelante diversificar su actividad; pero sobre todo quedó abierta a los miembros de esos grupos no privilegiados la posibilidad del ascenso de clase al socaire de la gran aventura capitalista que comenzaba.

Así comenzó a cobrar fisonomía propia, por debajo de la burguesía, una clase que, dependiendo de ella y de su grado de desarrollo económico, constituía con ella un bloque solidario cuyas diferenciaciones internas provenían sólo del monto de sus bienes y no de inalterables determinaciones sociales como las que separaban a todo el bloque —la burguesía y los asalariados— de la aristocracia tradicional. Ni el burgués ni el asalariado podían ascender hasta la aristocracia, pero el pequeño burgués podía descender hasta tornarse un asalariado y el asalariado podía ascender hasta la pequeña burguesía, y aún más alto en dos o tres generaciones. Más aún, este tránsito se fue haciendo poco a poco cosa frecuente, y la movilidad de las situaciones sociales se convirtió en una de las características propias de la Edad Moderna. La clase de los asalariados no era un grupo necesariamente inmovilizado. Pero hasta las postrimerías del siglo XVII la movilidad sólo mostró un ritmo lento, y sus consecuencias obraban muy suavemente sobre el equilibrio del orden social.

Por esta época se produjo una novedad destinada a tener profundas consecuencias: la llamada Revolución Industrial. Se observaba por entonces en Europa un alarmante crecimiento vegetativo de la población, que hizo suponer a algunos —y el economista inglés Thomas Malthus expresó este pensamiento en su Ensayo sobre el principio de la población— que acaso en un día no muy lejano fuera imposible proveer a su alimentación. Pero como no faltaban las materias primas, se procuró desarrollar los medios técnicos para acrecentar su transformación en productos manufacturados. Proliferaron los talleres, se ampliaron hasta convertirse en fábricas, y acudieron a las ciudades en donde estaban emplazados los que habrían de trabajar en ellas como asalariados, produciendo un nuevo fenómeno de incalculable trascendencia: el éxodo rural y la consiguiente concentración urbana de la población. La Europa occidental, donde se desarrolló originariamente este proceso que luego se propagaría por todo el mundo, pasó en el transcurso del siglo XIX de 120 a 280 millones de habitantes. Y de esta masa, núcleos cada vez más importantes comenzaron a desplazarse incesantemente de las zonas rurales a los centros poblados con ritmo cada vez más acelerado hasta producir un cambio sustancial en la distribución de la población, y con ella, en los términos del ciclo económico de la producción y el consumo. Unas pocas cifras pueden dar idea de la trascendencia de ese cambio. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, vivía en ciudades 48% de la población de la Europa occidental, y de ese total de población urbana, 13% vivía en ciudades de más de 100.000 habitantes y 22,3% en ciudades de más de 50.000. Para tener idea de la rapidez del cambio operado, debe observarse que cincuenta años antes la población urbana de esa región llegaba solamente a 34%.

Hechos demográficos de excepcional importancia caracterizan, pues, la situación social del siglo XIX. ¿Qué significaba abandonar las zonas rurales y radicarse en las ciudades? Sin duda lanzarse en busca de un ascenso económico, pero con ello renunciar a ciertos ideales de vida y abrazar otros. No todos los que acudían a las zonas fabriles y empleaban sus brazos en los nuevos telares mecánicos o en las fundiciones conseguían salarios más altos y mejores condiciones de vida que las que habían tenido en el campo. Pero aun previéndolo, podía parecer tentador el cambio, pues las condiciones de la vida rural eran estáticas y las de la vida urbana, en cambio, ofrecían al menos la posibilidad de un ascenso. Mejores salarios con menos trabajo y mayores perspectivas de ascenso eran las condiciones que se ofrecían a los que tentaban la aventura urbana y fabril, muchos de los cuales lograron su objeto. Pero no era eso sólo. La vida urbana comenzó a parecer más próxima a cierta idea rudimentaria de la dignidad humana que se abría paso poco a poco. La sociabilidad de la taberna en un suburbio de un centro metalúrgico quizá no parezca a primera vista un alto ideal de convivencia; pero era convivencia al fin, contacto humano, ocasión de encontrar nuevos horizontes y, sobre todo, ocasión de sentirse algo más que un desheredado: un ser con finalidad propia. Aquí aparecía algo más revolucionario que la lanzadera o la fuerza del vapor: la idea del que, sin poseer ni poder ni riqueza, pretendía tener una finalidad propia. Esta idea escondía el principio de aceleración que había de imprimirse a la mutación del orden social, y era en última instancia la que movía la constante presión de los asalariados sobre la burguesía para exigir mejores salarios y mejores condiciones de trabajo. La gravitación del número, la organización y de vez en cuando la violencia diéronles sucesivos triunfos que se consolidaron poco a poco y permitieron a los asalariados adquirir cierta fuerza política que, diestramente usada, aseguró sus conquistas economicosociales y permitió procurar otras nuevas. Un análisis comparativo de las condiciones de vida del proletariado a principios del siglo XIX y a principios del XX revelaría una diferencia tan grande que quizá nos sorprenderíamos de que se haya podido hacer tanto en tan poco tiempo.

Pero para el proceso que tratamos de seguir no son las conquistas concretas lo que más importa, sino cómo se escalonan ininterrumpidamente, cómo se constituyen los anhelos y cómo finalmente se logra el consenso general acerca de su justicia, y cómo a esos anhelos satisfechos suceden otros y otros, que se satisfacen progresivamente y dan origen a otros nuevos en una progresión indefinida. Esos anhelos de los asalariados se traducían siempre en términos económicos, y su satisfacción incidía sobre el costo de la producción originando un constante ascenso de los precios, con lo cual las necesidades de la clase asalariada volvían muy pronto a hacerse premiosas y volvían a traducirse en nuevas demandas, y así en un proceso ininterrumpido. Pero a medida que avanzaba ese proceso descubrían las clases asalariadas que, excepto su propia debilidad para la lucha, nada se oponía a que exigieran y obtuvieran cuanto les parecía justo, porque poco a poco dejó de discutirse el derecho de las clases asalariadas a mejorar más y más sus condiciones de vida, pasando a ser plenamente reconocido en principio, aunque en cada ocasión se procurara limitar el alcance de las concesiones otorgadas. Ese descubrimiento fue trascendental. Era evidente ahora que no quedaba en pie ninguno de los principios que en otro tiempo pudieron justificar la situación de inferioridad de las clases asalariadas: jurídicos, sociales, filosóficos, morales o religiosos. Era evidente también que nadie se volvería a atrever a esgrimir los viejos principios que justificaban el privilegio. Y el hecho de que las clases asalariadas realizaran este descubrimiento multiplicó el vigor de su ofensiva, basada ahora no sólo en el imperativo de las necesidades inmediatas sino también en la convicción de que las amparaba un derecho superior que nadie se atrevía a discutir. Para asegurar la eficacia de su ofensiva sólo era necesario ahora que las clases asalariadas adquirieran una organización capaz de convertirlas en poderosas fuerzas políticas. Si la democracia liberal aceptaba el principio de las mayorías, las clases asalariadas debían imponer sus puntos de vista, puesto que constituían en cada país el más numeroso sector. Y, en efecto, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, las masas no sólo habían ascendido considerablemente y mejorado sus condiciones de vida en Europa y América especialmente, sino que además habían comenzado a organizarse hasta el punto de constituir en varios países una poderosa fuerza política con la que habría que contar en lo futuro.

Estas circunstancias son las que explican la mayor aceleración que cobró el fenómeno de movilidad social en el curso del siglo XIX. Sus consecuencias obraron entonces con mayor intensidad que antes de la Revolución Industrial, y no sólo produjeron periódicas conmociones violentas —en particular después de 1848— sino que alteraron, a través de una acción persistente, el equilibrio del orden social de una manera profunda. Y sin embargo no era todavía sino el comienzo del proceso, pues una aceleración y una intensidad mucho mayores había de adquirir a partir de la segunda década del siglo XX.

Ciertamente, la Primera Guerra Mundial dejó como diabólico legado un pavoroso problema social que adquirió en algunos países caracteres dramáticos y exigió soluciones de urgencia que no siempre se acertó a hallar. El hambre y la desocupación fueron los hechos más visibles, pero no los únicos. Y sobre ese cuadro, la Revolución soviética triunfante en Rusia proyectó una nítida sombra que parecía señalar un rumbo seguro a quienes se sentían desorientados y desamparados. Era una vieja utopía que se convertía en realidad: la sociedad de obreros, campesinos y soldados dejaba de ser un vago sueño de los teóricos de la Revolución para transformarse en hecho. La esperanza se convirtió en un fuerte incentivo para la acción en quienes sufrían las consecuencias de la guerra, una guerra en la que, por primera vez, la movilización había sido prácticamente total, originando una crisis económica y social que se agudizaba cada vez más en virtud de las dificultades insuperables que hallaban los trabajos de recuperación. Así se constituyeron las falanges de excombatientes y de desocupados, cuya triste situación obraba en sus ánimos más profundamente a causa de las dramáticas experiencias de la guerra, el escepticismo dominante en cuanto a sus resultados y el espectáculo de la Revolución rusa.

El fenómeno economicosocial no se limitó a los países europeos. La crisis repercutió en Estados Unidos produciendo graves trastornos económicos y una creciente desocupación, y se difundió por todo el mundo entre 1929 y 1935. Parecía urgente hallar soluciones. El fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán, el New Deal americano, la política socialcristiana y otros planes menos visibles, cualquiera fuera su intención política, trabajaron apoyándose en estos anhelos de las masas insatisfechas que aspiraban, por lo menos, a no interrumpir el proceso de su ascenso, y a través de ciertos grupos organizados, a acelerarlo por vías revolucionarias. Movimientos de masas, quisieron asegurarse su incondicional apoyo y aprovecharse de su fuerza; la propaganda organizada con criterio moderno —y fundada en las nuevas posibilidades que ofrecía la radio para moldear a la opinión pública— afirmó reiteradamente los derechos específicos de las masas; pero algunos de esos movimientos avanzaron un paso más, pues, imitando el ejemplo soviético, se desentendieron —teóricamente al menos— de los intereses de los otros grupos sociales y difundieron a través de consignas electrizantes una concepción de la sociedad según la cual se identificaba esta con la masa misma. Relativamente fieles a esta concepción, y a pesar de la vigencia que en lo sustancial mantenía la economía capitalista, esos movimientos procuraron un efectivo aunque aleatorio ascenso en la condición social y económica de las masas. Sólo algunos grupos esclarecidos comprendieron a tiempo a qué precio se les prestaba esa ayuda; pero todos oyeron una y otra vez a través del receptor de la radio una propaganda verbal que exaltaba sus derechos y rechazaba de plano toda limitación a sus reivindicaciones. La Revolución trabajaba a su modo.

Con caracteres más o menos acentuados, el fenómeno apareció en todas partes. Los grupos revolucionarios progresaban tanto en México como en China. Los espíritus avizores se dieron a la tarea de despertar a las minorías que todavía no comprendían el alcance de esta “rebelión de las masas”. Pero no era una rebelión: era la toma de posesión de un derecho incontrastable. Quienes jugaban a la política comprendieron que con el apoyo de las masas —sirviéndolas o sirviéndose de ellas— podía conquistarse el poder. Y no se equivocaban, porque en el mundo del período de las guerras mundiales no podía haber ya una política sin masas. Se había operado, gracias a esta acentuada aceleración del fenómeno de movilidad social, una cabal renovación de la conciencia social.

La renovación de la conciencia social

Este hecho radical —sin el cual no puede entenderse el mundo actual— ha sido juzgado con demasiada frecuencia de una manera equivocada, a pesar de su transparencia. Si se lo considera como etapa de un proceso se descubre rápidamente su trascendencia; y si se atiende a sus fundamentos morales se reconoce en seguida el principio que lo justifica. Pero los hechos que ponen de manifiesto esa renovación de la conciencia social pueden ser descriptos y juzgados según diversos criterios. Ortega y Gasset observó el fenómeno y, tras describirlo de manera agudísima, lo definió con la palabra “rebelión”, en la que supo hallar el matiz peyorativo con que quería calificar al fenómeno. A mi juicio, el análisis de los fundamentos de su actitud —compartida por muchos grupos minoritarios— entraña una aclaración sustancial de lo que se llama reiteradamente la “crisis” del mundo actual.

La caracterización de los movimientos de masas que se observan en el mundo actual como una “rebelión”, parece implicar el principio de que las masas estaban justamente sojuzgadas y que, contra todo derecho, han sacudido la tutela que sufrían. Esta opinión parece ser propia de los observadores pertenecientes a ciertos grupos minoritarios. Pero es curioso señalar que no corresponde exactamente a la que opera dirigiendo la conducta de los grupos capitalistas, que son precisamente quienes de modo más directamente han debido sentir el golpe, pues el ascenso de las masas se ha manifestado fundamentalmente como un fenómeno económico. Sin duda los grupos capitalistas han procurado en cada caso defender sus intereses y han regateado el monto de cada concesión. Pero, acostumbrados al flujo y reflujo de los precios, han aceptado la presión de las clases asalariadas, cuando era suficiente, sin transferir el problema al campo del derecho. Se limitaron a aumentar los precios en vista de que aumentaban los costos, y todo lo más, si la ocasión era propicia, disfrazaban el hecho señalándolo a la atención del poder público para tratar de ahorrarse el aumento de los salarios que se les exigía con el pretexto del avance de las teorías disolventes: el anarquismo, el socialismo y el comunismo sirvieron en ocasiones como útiles fantasmas para estos fines. Lo que no se afirmó nunca fue que el asalariado no tuviera derecho a recibir un salario suficiente para poder vivir, a ciertas condiciones humanas de trabajo, a cierto margen de seguridad. Por el contrario, admitiendo la justicia de todos estos principios, los grupos capitalistas inventaron los seguros —que eran además un excelente negocio— y la asistencia social, en tanto que reconocían el derecho de huelga y la organización sindical, que en Inglaterra quedó legalizada ya en 1826. Más aún, algunos de ellos, representados muy bien por Henry Ford, bosquejaron poco a poco una imagen de la actividad económica que entrañaba la idea de que era necesario levantar indefinidamente el nivel económico y social de las masas para ampliar suficientemente el mercado consumidor de la gran industria estandarizada. Intentaron contener las exigencias de las masas, sobornar a sus representantes, ocultar sus ganancias para no despertar apetitos exagerados, pero no se preocuparon por enunciar una condenación radical —metafísica, podríamos decir— del designio de las clases asalariadas de alcanzar una situación tal que entrañara la supresión del privilegio.

En quienes aparece esta condenación, en cambio, es en algunos grupos de elite que se suponen depositarios de ciertos valores espirituales considerados como esencialmente de minoría y que juzgan a punto de ser mancillados por la incomprensión de las masas en ascenso. La alarma parece justificarse a primera vista, porque las masas no poseen, en el período de su ascenso y mientras sus miembros se caracterizan, precisamente, por ser nada más que miembros de una masa, el refinamiento necesario para asimilarlos y ni siquiera la aptitud para descubrirlos. Pero la alarma no puede conducir a la elite de la inteligencia a negar el derecho de quienes por azar pertenecen a la masa a participar alguna vez de los valores a los que se adhieren fervorosa y noblemente —reconozcámoslo— quienes por obra del azar pertenecen a los grupos de elite. ¿Acaso es algo más que un azar lo que determina la condición social del hombre? Pues si es sólo un azar, la alarma por el peligro que amenaza a los valores espirituales debe conducir a la inteligencia a descubrir la manera de salvar transitoriamente esos valores y custodiarlos con el más vehemente sacrificio, precisamente para legarlos a los nuevos y más numerosos y vigorosos grupos de elite que han de constituirse sin duda a medida que se proporcione al hombre masa la posibilidad individual de dejar de serlo.

No es verosímil que los grupos de elite opinen que su derecho como depositarios de los valores espirituales se funde en el mero hecho de pertenecer sus miembros, desde dos o tres generaciones, a minorías privilegiadas; o que supongan que están en vigor los principios que alguna vez legitimaron las sociedades estamentarias o de castas; o que crean que el proletario lo es por naturaleza, como Aristóteles decía de los esclavos. Por lo demás, teniendo en cuenta la intensidad de las transformaciones sociales de los últimos siglos, sería recomendable que no se insistiera en asirse al principio de la cuna para evitar que la justificación produjera innecesarios sinsabores a quienes apelan a genealogías que sólo el tiempo —y el olvido— han ennoblecido. De manera que cabe preguntarse qué derecho asiste a los grupos de elite y a cada uno de sus miembros en particular para erigirse en depositarios exclusivos de ciertos valores y negar a otros —clasificados por accidente como hombres masa— el derecho de alcanzarlos. Agreguemos —porque el argumento será útil— que los grupos de elite pertenecen a la burguesía, una clase abierta cuyas zonas fronterizas admiten grupos que se escalonan hasta lindar con el proletariado. ¿Qué puede, pues, justificar esa alarma y esa postura exclusivista?

Seguramente, nada más que una opinión insuficientemente examinada acerca de la naturaleza de los valores espirituales. Descartemos al que de mala fe sólo piensa en que pueden serle arrebatados ciertos privilegios, de los que goza en cuanto depositario nominal de esos valores. Fijémonos más bien en el que se siente sinceramente preocupado por la perspectiva de que esos valores sucumban bajo el alud de una sociedad masificada. ¿En qué se basa? Generalmente en la idea de que ciertos valores se degradan si se acrecienta inmoderadamente el número de quienes participan de ellos. Este argumento aparece una y otra vez, pero es harto vulnerable, aparte de que desvía el recto planteo del problema. Ante todo, conviene tener presente que, si esa circunstancia constituye una catástrofe, la catástrofe comenzó hace mucho tiempo con el ascenso de la burguesía a fines de la Edad Media, se acentuó con el desarrollo de las universidades, creció aún más con la invención de la imprenta y alcanzó caracteres desmesurados a medida que se difundió la saludable costumbre de aprender a leer estimulada por el pensamiento democrático y liberal del siglo XIX, al que por eso, entre otras cosas, llamaba “estúpido” León Daudet. La catástrofe, pues, no ha sido tan grave y más bien puede considerarse como una experiencia favorable para la humanidad. A la luz de esa experiencia queda invalidada la opinión de que al crecimiento numérico de sus portadores acompaña necesariamente una degradación de la cultura (a menos que se piense —como aquellos a quienes fue moda llamar “obscurantistas”— que toda la cultura moderna es degradación, en cuyo caso no hay discusión posible). Pero de rechazo queda invalidada la opinión de que sólo ciertos individuos —por la contingencia historicosocial de su origen y no por su calidad— están específicamente destinados al culto y la defensa de los valores espirituales, y es menester admitir que sólo la calidad les adjudica ese destino, con lo cual se afirma el imperativo moral de evitar que la contingencia historicosocial del origen se oponga al ejercicio de la capacidad del bien dotado. No está escrito, pues, el número exacto ni el número óptimo de depositarios de los valores espirituales, ni es prudente hablar de minorías como si tal concepto tuviera alguna precisión en el campo de lo social, pues es notorio que una minoría puede ser de cien o de cien mil según circunstancias sociales absolutamente obvias. Pero, además, el argumento desvía el recto planteo del problema, dijimos. Parece suponer que los que ya pertenecen a la minoría son todos suficientemente dotados y que los que pertenecen a la masa no lo son. Y el problema de la supervivencia de los valores espirituales tiene poco que ver con eso, pues dependerá simplemente) y el debate de de que las masas puedan, a partir de una situación economicosocial digna, desprender de su seno a los bien dotados para engrosar una minoría que sólo así será legítima.

La posibilidad de acrecentar las minorías, de robustecer el núcleo de los portadores de los valores espirituales, no debería sino exaltar, en mi opinión, a los espíritus honrados. Esa posibilidad se ha hecho menos remota gracias a la renovación de la conciencia social y apenas la obstaculiza el transitorio fenómeno de masificación a que asistimos. Más aún, en el fenómeno de masificación late un desvelo por el destino del hombre que, cualquiera sea el aspecto que tome por el momento, no es desdeñable sino, por el contrario, revelador de un fervor por lo que pudiéramos llamar “el hombre desconocido”. Para quienes creen en el valor radical del hombre no puede haber aspiración más alta que esta de dignificar al “hombre desconocido”, el que no ha sido sino carne de cañón o carne de trabajo y acaso oculta la buena madera con que se hace un Shakespeare o un Galileo. Esta aspiración movió a la conciencia burguesa a fines de la Edad Media y mueve hoy a la conciencia revolucionaria; se desliza a veces por caminos tortuosos y la mancillan quienes la utilizan para desatar odios infecundos; pero reaparece regenerada una y otra vez, porque su esencia no puede ser negada. Lo que la sustenta y la justifica es una nueva conciencia social, pero esta no es a su vez sino una nueva —o renovada— idea del hombre. Esta es la que ha adquirido una nueva dimensión, porque ha crecido el valor del hombre, del “hombre desconocido”, del hombre sin determinaciones, sin la acentuación o la atenuación que atañe a la azarosa contingencia de la condición social; más aún —y no lo de menos importancia—, hasta sin la atenuación que supone la capacidad cuando se trata del derecho elemental al mantenimiento de la dignidad humana. Pero ¿es que no adivinan quienes se lamentan de la “rebelión de las masas” que nunca hemos estado más cerca del Sermón de la Montaña?

Ciertamente, este clamor en favor del “hombre desconocido” suena a veces en labios indignos. Pero el accidente no hace a la esencia, ni es lícito valerse de esa inevitable contingencia para condenar lo fundamental. El avivamiento de la conciencia social y la revaloración del hombre es algo más valioso y respetable que las indignidades que se cometen en su nombre. El mundo de la era de las guerras mundiales ha visto el espectáculo de quienes apelan a una y otra para justificar causas indignas. Pero es un hecho revelador que aun estos se ven obligados a exaltar al hombre cuando quieren acosarlo y someterlo. Es la paradoja que George Orwell ha presentado tan dramáticamente en 1984. Cabe preguntarse ahora ¿por qué quieren acosarlo y someterlo? ¿Por qué se siente el hombre reflexivo tan acosado y sometido precisamente ahora que los sometedores se ven obligados a justificarse exaltando su dignidad? Terrible paradoja del mundo actual que nos pone frente al tremendo problema del poder.

Las formas del poder

Un mundo de masas en ascenso, nutrido por una renovada conciencia social, y alentado por una altísima idea del hombre, ha dado origen a un tipo de poder político que, paradójicamente, tiende a absorber al individuo, o mejor a la persona, introduciéndose en todas las esferas de su actividad y hasta en su conciencia misma, y atribuyéndose todas las funciones que habían sido antes propias de la sociedad y no del Estado. El cesarismo o el bonapartismo antiguos se han revestido con un nuevo ropaje y han adoptado nuevas formas de acción para presentarse —con el rótulo de “Estado totalitario”— como una novedad de nuestra época. Pero la máscara se traiciona y no es difícil descubrir los secretos eternos del Estado absolutista, con o sin déspota personalizado. A él se debe el sentimiento de opresión y acosamiento que experimenta el hombre del mundo actual, particularmente el hombre diferenciado y singular. El hecho es grave y ha motivado las explosiones de pesimismo de los espíritus más sensibles. Pero acaso no fueran al mismo tiempo los espíritus más críticos: quizá convenga replantear el problema del hombre y el Estado, viejo problema con nuevas vestiduras.

Si se examinan esas explosiones de pesimismo y sus referencias a la libertad del hombre, podrá comprobarse que contienen una tácita o explícita comparación entre la situación actual en el plano de la vida política y el orden jurídico liberal, tal como se constituyó y funcionó durante el siglo XX en muchos países y aún ahora en algunos. Pero la comparación yuxtapone dos fenómenos secundarios e ignora los fenómenos primarios. El orden jurídico liberal constituyó una altísima expresión del sentido político del hombre europeo y ha cristalizado como un ideal de convivencia, acaso el más fino que hayamos conocido. Pero su realización histórica en el siglo XIX, más o menos perfecta, resultó de la vigencia de cierto orden social que el tiempo había consolidado, y duró solamente mientras ese orden subsistió. Cuando las condiciones economicosociales se modificaron, comenzaron a aparecer fisuras en los cimientos e inmediatamente se advirtió que el orden jurídico liberal dejaba de funcionar con la precisión con que lo hacía antes. Sistema basado en el consentimiento colectivo y en la buena fe, reveló una acentuada arritmia en cuanto se falsearon algunos de sus engranajes.

Ese es, precisamente, el fenómeno que nos es dado observar —y padecer— a partir de la Primera Guerra Mundial. Como consecuencia de la mutación del orden economicosocial entró en crisis el orden jurídico liberal, que amenazó con derrumbarse y se derrumbó efectivamente en algunos lugares. Por entre los huecos de sus escombros se adivinan ya los andamios que se levantan para erigir los pilares de la construcción que deberá reemplazarlo: acaso, dentro de mucho tiempo, otro orden jurídico, y acaso dentro de más tiempo aún, un orden jurídico liberal otra vez, porque no está este unido indisolublemente a la realidad social sobre la que floreció en el siglo XIX. Pero por el momento no se ven más que andamios sobre un terreno irregular, lleno de ruinas venerables y sacudido todavía por las fuerzas sísmicas que produjeron la primera catástrofe. Hay deberes para el futuro lejano. Pero ¿qué hacer con el presente?

El presente es, precisamente, el turbulento período de las guerras mundiales. Si algo lo caracteriza es, por cierto, la debilidad del orden jurídico en vigor, tan débil que en algunos casos se ha extinguido totalmente. Y no porque se ignore su necesidad: por el contrario, nunca se ha afirmado con tanto énfasis su calidad de condición indispensable para la existencia civilizada ni se ha tratado con tanto ahínco de extender su área de influencia. Pero la realidad ha puesto de manifiesto la inadecuación del orden jurídico tradicional con respecto a las condiciones reales, y la realidad se revela contra él de mil maneras.

Desde la realidad —esto es, desde los diversos sectores en los que se siente la crisis— parten las más acerbas críticas contra el orden jurídico liberal, tanto de derecha como de izquierda. Quienes siguen la huella de quien habló del “estúpido siglo XIX” lo consideran —desde la derecha— disolvente de cierto buen orden tradicional, de lejana raíz medieval, en el que predominan —dicen— ciertos altísimos valores morales y religiosos. Y quienes provienen directamente del siglo XIX lo anatematizan —desde la izquierda— como expresión del orden burgués e indisolublemente unido a él. Una sola cosa une estrechamente a unos y otros: la decisión de destruirlo, si es necesario, por la violencia. Nada puede asombrar que haya comenzado la era del poder de hecho.

La tendencia a resolver las críticas situaciones economicosociales mediante el ejercicio de la violencia y el poder de hecho constituye uno de los rasgos típicos en el mundo del período de las guerras mundiales. Pero la violencia y el poder de hecho se enmascaran —como en la concepción del principado romano que elaboró Augusto— adoptando apariencias institucionales que configuran el Estado totalitario contemporáneo: así aparecen las formas políticas que desarrollaron las revoluciones de masas en Rusia, en Italia y en Alemania, y las que luego las imitaron en menor escala. Pero nadie puede engañarse con las apariencias y suponer que de tales revoluciones haya surgido ya un nuevo Estado de derecho. Sólo hay estructuras de poder impuestas por grupos sociales que han alcanzado el predominio y procuran consolidarlo, aun cuando se adopte la apariencia de un orden jurídico.

El predominio de ese Estado absoluto, con o sin poder personalizado, con o sin despotismo individual, y apoyado en las masas que lo consienten porque creen que está a su servicio, es lo que ha provocado en el hombre individualizado que había alcanzado ya un nivel desde el que podía pensar, la sensación de hallarse sumido en una ciudad sitiada —según el símbolo de Camus—, o de constituir un engranaje en una máquina —según el símbolo de Chaplin— o de hallarse situado frente a un mundo ininteligible —según el símbolo de Kafka—. Un sentimiento nostálgico lo invade y el buen tiempo pasado se idealiza. Pero no queda sin respuesta. Desde la izquierda y desde la derecha se le dice que una sociedad capaz de acomodarse espontánea y libremente a las necesidades de todos sus miembros no es nada más que una utopía; que el Estado ha sido siempre el fiel servidor de ciertos grupos predominantes que actuaban con mayor o menor dureza según las circunstancias; y que cuando se creyó haber alcanzado un equilibrio social se fingía ignorar que todo el esfuerzo de la producción recaía sobre clases sojuzgadas que no entraban en la cuenta de las fuerzas que se consideraban en estado de equilibrio estable.

Y aunque esta respuesta contiene algún exceso de apreciación, lo fundamental de ella constituye un hecho indudable que, además, resulta un dato precioso para entender la situación del mundo actual.

Una sociedad conmovida por los profundos cambios estructurales a que hoy asistimos no posee la capacidad de ajustarse a sí misma como se ajustaba todavía la sociedad del siglo XIX. Es cierto que esta descartaba en parte a las clases asalariadas, pero es innegable que, cualquiera fuera el alcance de ese apartamiento, poseía sutilísimos mecanismos de control para vigilar sus acciones y reacciones. Las cosas han cambiado. Los distintos grupos sociales desconfían radicalmente unos de otros y nadie espera de los demás sino el ejercicio de un predominio sin limitaciones, de modo que todos esperan y procuran obtenerlo para sí. No hay, pues, soluciones de derecho a la vista, y sólo quedan las de hecho, que son las que han aparecido —una vez más, ni la primera ni la última— en el tormentoso mundo del período de las guerras mundiales.

Poder de hecho, dictadura, cesarismo o bonapartismo, eso es en última instancia el Estado absolutista. Pero organizado al compás de los tiempos, aprovechando los innumerables recursos técnicos de que puede disponer para dirigir una sociedad de masas y moverla en su favor, y, en consecuencia, mucho más terrible que las viejas dictaduras que nacían de la mera ambición de poder en sociedades poco evolucionadas. Desde ese punto de vista, parecería justificarse el clamor frente al problema del hombre individualizado; pero cuando se implican en ese clamor vanas actitudes para el futuro y vagos sueños de retorno al pasado, entonces parece necesaria una apelación a las inteligencias lúcidas para que no contribuyan a la confusión. Porque si nos explicamos la circunstancia en que aparece esta tendencia al Estado absoluto y a la dictadura, acaso podamos averiguar qué actitud debemos adoptar para el presente inmediato y para el futuro remoto.

Lo importante es comprender que el Estado absoluto no corresponde inevitablemente a ninguna de las formas nuevas que adoptará la sociedad futura —aunque accidentalmente pueda corresponder— sino que corresponde, sí, necesariamente, a la situación de una sociedad que ha roto sus cuadros tradicionales y no reconoce validez a ninguno de los principios convenidos otrora entre sus diversos grupos. Es, con todo el enmascaramiento de la nueva retórica revolucionaria y con todos los recursos de la técnica, como una ocupación militar de la sociedad por uno de sus grupos; un régimen de fuerza, en fin, que deriva no del capricho de un déspota sino de una auténtica situación de fuerza suscitada en el orden de las relaciones economicosociales. Quien quiera entender el caso debe, pues, atender más al fenómeno economicosocial que al epifenómeno político.

Esta sumaria caracterización de las condiciones de la convivencia en el mundo del período de las guerras mundiales nos obliga a establecer, antes de avanzar más, algunos matices que aclaran el punto de vista adoptado. Lo que debe atraer principalmente nuestra atención es la secuencia que se advierte entre el hecho primario del desequilibrio social operado por la transformación económica y sus consecuencias fundamentales; la crisis del consentimiento otorgado antes al orden jurídico vigente y la situación de hecho creada al hacerse evidente la ruptura del equilibrio. Pero a partir de esta observación hay que atender a los dos diferentes caminos que toma el proceso. O la mutación sigue la corriente de las fuerzas eruptivas —las “masas rebeladas”— conduciéndolas hacia sus propios objetivos, o es encaminada hacia intereses de otros grupos que se aprovechan del impulso de las masas para escalar el poder para su propio provecho. En mi opinión, el primer tipo de mutación está representado por el socialismo, y el segundo tipo por el fascismo. Tan discutibles como puedan ser los medios que use, el primer camino es en alguna medida constructivo y se dirige hacia la solución del problema. El segundo, en cambio, es esencialmente tortuoso y, aunque también se dirige hacia la solución del problema a pesar de quienes lo siguen, ofrece muchas sendas que habrá que desandar y dejará muchas heridas en los que lo transiten. El planteo no parece confuso, y sin embargo este segundo camino resulta muy tentador en la atmósfera política y social del mundo del período de las guerras mundiales. Será menester tratar de entender el problema.

Es curioso observar cómo la Revolución se ha tornado un lugar común, precisamente porque ha salvado la más peligrosa de las curvas. Más que la Revolución que ha hecho el hombre, se ha impuesto a los ojos de todos la Revolución que hacen las cosas. Ahora bien, esa Revolución ha sido acompañada por diversas explicaciones, unas superficiales que se empeñan en limitar su alcance y otras más profundas que reconocen que no puede detenerse hasta que complete su ciclo. Y las explicaciones, con su fácil retórica, han constituido un instrumento de persuasión que ha parecido a algunos utilizable para conducir a las masas allí donde presumiblemente las masas no hubieran aceptado ir de buen grado. Se trataba de despertar sus objetivos gregarios, de aprovechar su ímpetu y de disociar los objetivos inmediatos y apremiantes de las finalidades últimas. Esta tarea diabólica ha sido hecha con éxito, y las masas son sus víctimas más que sus beneficiarias. Porque es innegable que mientras la masa carezca de experiencia política, o mejor, mientras cada miembro de la masa no la alcance, será fácil arrancarla de sus legítimos cauces y orientarla hacia otros ilegítimos, lo cual no podrá evitarse sino con el correr del tiempo, porque la experiencia política no la lograrán sus miembros sino al calor de la lucha, de los fracasos y de los desastres. Entretanto, el cesarismo o el bonapartismo gozarán de un ambiente favorable, y las “dictaduras de masas” se sucederán repitiendo las mismas escenas. Pero sería injusto reprochar a las masas las catástrofes provocadas por quienes trafican con sus anhelos y sus necesidades.

No siempre será fácil distinguir en la práctica los movimientos de masas que tienden a conducirlas hacia sus legítimos objetivos y los que las conducen malévolamente hacia objetivos ilegítimos para que sirvan durante el tránsito a intereses espurios. La política trabaja con la totalidad del hombre y la totalidad de los hombres, de modo que entran en su cuenta todo lo bueno y todo lo malo que se esconde en su naturaleza. Acaso nunca pueda distinguirse del todo mientras nos hallamos en el combate, porque acaso nunca se den en la realidad como fenómenos puros, sino apenas como combinaciones variables de una y otra intención. Pero ni siquiera así debe ganarnos el escepticismo, porque no ha habido movimiento histórico que no haya arrastrado consigo mucho fango pútrido.

Empeñémonos, con todo, en seguir distinguiendo. Porque algo habremos ganado si separamos convenientemente el fenómeno de ascenso de las masas, el fenómeno dinámico ininterrumpido, y los fenómenos parciales de estabilización momentánea, cada uno de los cuales ofrece una particularidad diferente. Estos últimos se nos imponen dramáticamente porque aherrojan: tenemos individualmente el derecho de desesperarnos y de tratar de huir y salvarnos. Pero no tenemos el derecho de proyectar sobre el primero, sobre el fenómeno de ascenso de masas, las sombras que dan los circunstanciales fenómenos derivados de ese gigantesco proceso.

Quienes se estremecen pensando en el sino de los más altos valores espirituales creados por la humanidad no pueden ignorar la relación profunda que existe entre ellos y este vasto e informe proceso social. Detrás de él se esconde un anhelo de afirmar el valor del hombre, y acaso no haya hoy otra forma más alta de afirmación de ese valor que el reconocimiento de la justificación moral que sostiene a ese anhelo de liberación.

La condición del hombre

Los valores espirituales acuñados por el esfuerzo milenario del hombre han estado amenazados muchas veces a lo largo de la historia, y hoy parece a algunos que vuelven a estarlo. Recuerdo los pasajes que San Jerónimo escribió al enterarse de la invasión del Imperio romano por los bárbaros; y recuerdo los elogios de los bárbaros en la misma lengua latina, y la transfiguración de los valores de la cultura antigua a través de un espíritu que algunos juzgaban barbarizado. El problema de la peculiar existencia de los valores dista mucho de estar aclarado y no puede opinarse con ligereza sobre su sino en relación con los cambios sociales. Pero reconforta pensar que los valores espirituales auténticamente ligados a nuestra cultura han demostrado hasta ahora poseer una considerable vitalidad y, lejos de sucumbir a los primeros embates, se han retemplado en la contienda. Se puede, pues, ser un poco optimista, pero dentro de ciertos límites. Porque es innegable que esos valores no se han salvado solos, sino que han sido salvados por el hombre con esfuerzo denodado; de manera que lo que debe aterrarnos es que el hombre abandone su vigilia y se conforme con lamentarse en lugar de reanudar la dura e incesante lucha por su afirmación y defensa, tan hostiles como parezcan las circunstancias.

Sin duda flota sobre ellos una amenaza, especialmente sobre los que conciernen al mundo íntimo del hombre, ignorado —transitoriamente, estoy seguro— por quienes se hallan empeñados en una lucha que los extravierte y los ata a una concepción gregaria del hombre. Y quienes han conquistado ya su propio universo íntimo, acusan esa amenaza y levantan su voz para denunciar el peligro a los que no lo advierten. Es el hombre mismo en cuanto tiene de radical y de profundo el que está amenazado, dicen; es su libertad interior, su ser intransferible, su posibilidad de trascendencia lo que parece estar condenado. Y no sólo por la coacción exterior del poder, que puede ser accidental, sino más aún por la agobiadora presión de una sociedad masificada, sorda a las necesidades del espíritu singular.

Este clamor se escucha en boca de quienes se sienten espíritus de minoría; de quienes lo son realmente; y proviene de una experiencia trágica, pues para ellos la libertad interior es tan imprescindible para la vida como lo es el pan para ellos y para los demás. Este hecho demuestra que el clamor es justo y justificado, y el análisis objetivo de las condiciones reales lo explica aún más. Porque en una época de acelerado ascenso de masas todo aquel que no pertenezca a sus cuadros se siente empequeñecido —y agigantado—, oprimido por su empuje y amenazado de aniquilamiento. Pero es una actitud muy primaria el derivar de este sentimiento otro sentimiento de condenación de las causas remotas del fenómeno. Supongo que lo que debe preguntarse el hombre que se siente depositario de los más altos valores espirituales y se justifica a sí mismo por su defensa, es si el fenómeno que aparentemente los compromete no puede redimirse y llegar a servirlos. Y acaso si se lo pregunta pueda descubrir que en el vasto proceso de mutación social a que asistimos, tiene él mismo una misión trascendental.

El hecho incuestionable es que el ascenso de masas conduce a la constitución de una sociedad multitudinaria cuya expresión política es el Estado absoluto. Y aunque ya hemos señalado que esta relación no es necesaria y puede ser transitoria, cabe admitir que ambos elementos tipifican la sociedad en el mundo del período de las guerras mundiales.

No podría negarse que uno y otro fenómeno conspiran contra el individuo que advierte y estima su condición humana, que siente su singularidad y aspira a expresarla. El Estado absoluto —antes y ahora— se ha manifestado implacable. No sólo considera inútil la existencia de las conciencias libres, sino que también las juzga peligrosas, y con harta frecuencia ha descargado su feroz poderío sobre el atrevido que ha osado desafiarlo. Muchos han sucumbido y muchos más sucumbirán todavía en este desigual combate, del que sin embargo triunfarán los débiles si, además de débiles, no son cobardes. Pero con ser la hostilidad del Estado absoluto tan grave, más grave aún es la ruptura de la continuidad social. Una sociedad cuantificada separa espontáneamente de su seno a las minorías y las rechaza por la sola acción de su indiferencia, condenándola porque el espíritu ha sido creado para trascender. Pero, por el momento, la sociedad cuantificada parece desentenderse de los valores que las minorías custodian, y ha erigido en cambio otros por los que parece regirse.

Esos valores son, naturalmente, los que convienen a una sociedad cuantificada, una sociedad de masas en que, además, las masas predominan pero en la que, sin embargo, no han logrado estabilizarse definitivamente. Se trata de una etapa singular del proceso. Las masas han irrumpido con fuerza incontenible, pero están aún acuciadas por los problemas inmediatos que distan mucho de haber sido resueltos, buscan todavía el ajuste de sus diversos grupos y, entretanto, sus miembros se vuelcan hacia afuera estimulados por su sentimiento gregario en el que adivinan que reside su fuerza. Los valores que ha erigido esa sociedad son, pues, valores gregarios, que aluden a los elementales sentimientos en que coinciden los miembros de una multitud; residen en un centroforward, en un orador de barricada, en un animador de radio o en un automovilista. Parecen referirse a cierta concepción paródica del heroísmo, pero si los consideramos atentamente descubriremos que atañen exclusivamente a la esfera de la sentimentalidad, a cierta elemental imagen de lo humano proyectada por la reducida y humilde experiencia de la vida propia del hombre masa. El hecho no es nuevo en sí mismo, pues un campo de fútbol o un circuito automovilístico no valen ni más ni menos que una plaza de toros o una arena romana. Lo nuevo consiste en el aire arrollador que tiene ese nuevo sistema de valores, sobreestimado por quienes están adheridos a él y lanzado además deliberadamente contra el que tiene vigencia para las minorías. Esa novedad proviene de que el sentimiento multitudinario se ha encarnado en una idea de la convivencia que ha fraguado, además, una política. Esa política multitudinaria trabaja sobre seres a quienes insiste en no considerar como individualmente responsables y valiosos sino como meros integrantes de un cuerpo colecticio, cuyas únicas formas de expresión son elementales sentimientos de amor o de odio, de adhesión o rechazo, expresados a través de manifestaciones de voluntad solidaria. Y quienes ejercitan esa política conocen el valor efectivo de esos sentimientos y procuran exaltarlos nutriéndolos con una constante apelación a los instintos elementales.

Estos son hechos innegables, y es justo que el hombre que se siente depositario de los más altos valores espirituales se alarme por ellos. Pero si se ejercita diestramente la conciencia histórica podrán descubrirse detrás de esos hechos algunos supuestos generales cuyas perspectivas lejanas acaso consuelen de la pesadumbre que inspira el presente inmediato. No es cosa baladí que las masas se hayan despojado del secular complejo de inferioridad que carcomía a sus miembros, que se atrevan estos a exigir lo que innegablemente les corresponde como hombres, que los más esclarecidos de entre ellos se resistan a la dádiva, que quienes aspiren al poder tengan que halagarlos. Todo eso no podría haber ocurrido si los miembros de las masas no hubieran adquirido un asomo de convicción acerca de su dignidad de hombres, y si no hubieran hallado que, poco a poco, nadie se atrevía a contradecir esa certidumbre. Esto supone que el valor del hombre ha crecido, puesto que se lo ha independizado de las contingencias historicosociales. Y ha sido en este turbulento período de las guerras mundiales cuando ha crecido aceleradamente.

Es un descubrimiento trascendental este de que también reside un alto valor en el hombre común. Se hizo —como por una revelación— en el oscuro combatiente que sucumbía, sin saber en holocausto de qué causa, cuando los partes de batalla rezaban: “Sin novedad en el frente”, como si no fuera novedad la extinción de una vida humana; y se creó el mito, típico del período de las guerras mundiales, del “soldado desconocido”. Y se hizo también en el huelguista ametrallado, en el prisionero de los campos de concentración, en la víctima de los bombardeos aéreos, en el cauchero brasileño y en el culi chino. Este descubrimiento es un hecho nuevo, o acaso simplemente una renovación del más alto descubrimiento cristiano. Y parecería que sólo fundándose en él podría salvarse este mundo que parece horrendo cuando se contemplan aisladamente algunos de sus rasgos. Empero, ese descubrimiento ha sido juzgado de muy diversas maneras y se han sacado de él muchos y muy contradictorios corolarios. Quienes pertenecen a las elites han querido ver en él tan sólo su propia obra y no advierten de qué manera —muy diferente por cierto— fue hecho también por las masas, a pesar de las contradicciones que pudieran hallarse a primera vista. Las masas han reaccionado a su modo, pero movidas por el mismo principio y aplicándolo a su propia situación que, sin duda, exigía soluciones específicas. Y por eso puede decirse que ha crecido el valor del hombre, entendiendo que se adjudica sin discriminación a todos los hombres: al pobre, al inepto, al demente, hasta al malhechor, y a cada uno en su escala. De allí la revisión de muchos aspectos del orden social y de las doctrinas que lo informan: de la educación, de la previsión, de la asistencia, de la medicina, del derecho. Una revisión, podríamos agregar, gigantesca, que constituye uno de los más nobles esfuerzos que la humanidad haya hecho en favor de sí misma.

Considerando estos elementos de juicio, es lícito tener esperanzas. El único peligro es que la concepción de la vida y el sistema de valores propios de la masa se afirmen y cobren una duración excesiva. Pero este peligro no puede ser conjurado sino con la colaboración de quienes se sienten depositarios de los más altos valores espirituales, a quienes toca defenderlos y catequizar uno a uno a los que perteneciendo a la masa pueden llegar a cobrar conciencia de su propia singularidad. El deber de las minorías es, a un tiempo, velar por la pureza de su patrimonio y extender el número de sus miembros. Dese por triunfante una sociedad sin privilegio, y trabájese para que cuando haya triunfado estén lozanos los más altos valores del espíritu por el esfuerzo de grupos siempre crecientes de adeptos y defensores, que trabajen en su nombre por un nuevo orden jurídico y moral en favor de una sociedad más justa.

El hombre y la cultura

El valor del hombre —me atrevería a afirmar— es la única convicción fundamental que subsiste firmemente arraigada en la conciencia humana de la época de las guerras mundiales. Han sucumbido innumerables ideas y creencias que aún regían hace dos generaciones; han caído carcomidos por un escepticismo inmisericorde diversos principios y normas que parecían inconmovibles porque los respaldaba una tradición secular; sólo la fe en el hombre mismo se ha salvado y ha cobrado, al salvarse, un inusitado vigor y una aureola casi mágica, como si fuera la última esperanza que le es dado al hombre abrigar acerca de su propia existencia.

El hombre parece constituir la última realidad, la única de la que no puede dudarse, la ultima ratio en este agitado y confuso debate acerca de la justificación de la vida en un universo contradictorio y casi inexplicable. Poco a poco se consiente en considerar al hombre como un fin en sí mismo, acaso el único fin sobre el que se manifiesta el consenso social, y hacia el que se dirigen todos los desvelos y todas las acciones. Interés, en principio, del hombre genérico por el hombre genérico, se ha traducido poco a poco en la superficie del mundo en un interés del individuo real por el individuo real, y más aún, en un interés del individuo por sí mismo. Así se ha desarrollado una filosofía espontánea y popular, el hedonismo, la más difundida de las filosofías, que justifica vagamente —acaso por la mera negación de todo ideal trascendental— la aspiración universal del hombre a una felicidad elemental traducida en términos de confort. El individuo sabe, pues, que existe y que aspira a cierto número de bienes que le parece deseable, justo y lícito poseer; quizá sepa con certeza muy poco más y, en todo caso, sólo en muy poco más logra coincidir plenamente con otros: es bien sabido que son contadas, en el período de las guerras mundiales, las opiniones que logran arrastrar tras de sí densos grupos decididos a sostenerlas, a menos que esas opiniones se refieran a aquella aspiración elemental.

Mas el hedonismo no es en modo alguno la única proyección de este interés que el hombre siente por el hombre. En el plano especulativo no se advierte que nadie intente justificarlo o defenderlo. Pero en cambio aquel interés ha incidido en el campo de la filosofía estimulando y desarrollando la preocupación por el hombre total en lo que se llama la antropología filosófica. En 1928 escribía Max Scheler en las primeras páginas de su libro El puesto del hombre en el cosmos: “Poseemos una antropología científica, otra filosófica y otra teológica, que no se preocupan una de otra. Pero no poseemos una idea unitaria del hombre. Por otra parte, la multitud siempre creciente de ciencias especiales que se ocupan del hombre, ocultan la esencia de este mucho más de lo que la iluminan, por valiosas que sean. Si se considera, además, que los tres citados círculos de ideas tradicionales están hoy fuertemente quebrantados, y de un modo muy especial la solución darwinista al problema del origen del hombre, cabe decir que en ninguna época de la historia ha resultado el hombre tan problemático para sí mismo como en la actualidad. Por eso me he propuesto el ensayo de una nueva antropología filosófica sobre la más amplia base. En lo que sigue quisiera dilucidar tan sólo algunos puntos concernientes a la esencia del hombre, en su relación con el animal y con la planta y al singular puesto metafísico del hombre, apuntando una pequeña parte de los resultados a que he llegado”. Tras este ensayo publicaron luego densos estudios Groethuysen, Landsberg, Sombart, Cassirer, Buber, a todos los cuales preocupaba el mismo problema, que Scheler había caracterizado en estos términos: “La misión de una antropología filosófica es mostrar exactamente cómo la estructura fundamental del ser humano explica todos los monopolios, todas las funciones y obras específicas del hombre: el lenguaje, la conciencia moral, las herramientas, las armas, las ideas de justicia e injusticia, el Estado, la administración, las funciones representativas de las artes, el mito, la religión y la ciencia, la historicidad y la sociabilidad”.

Esta preocupación es esencial. Reconoce antecedentes —Pascal, Kant— pero, como lo señalan Scheler y Cassirer entre otros, ha adquirido en nuestro tiempo una particular intensidad. “No es ninguna casualidad —dice Martin Buber en ¿Qué es el hombre?— sino algo lleno de sentido que los trabajos más importantes en el campo de la antropología filosófica surgieran en los diez primeros años que siguieron a la Primera Guerra Mundial”; y al analizar los factores que han contribuido a estimular esta renovación de los problemas del hombre, señala precisamente los factores sociológicos, económicos y políticos que han influido para acentuar la idea de que el hombre constituye el problema fundamental de la reflexión filosófica. Se ha llegado a eso, ha dicho Edmund Husserl, porque se ha cuestionado al hombre mismo como ser racional. Este dramático planteo vinculado estrechamente con el hacer y el pensar del hombre del mundo actual, corresponde exactamente a la situación espiritual de nuestro tiempo.

Pero este planteo no era el único. La primera posguerra consagró la validez universal de las teorías de Sigmund Freud. Tampoco hay azar en la marcada receptividad que ese momento demostró con respecto a la doctrina psicoanalítica, que ofrecía primero una explicación satisfactoria de las neurosis individuales y luego un abundante campo de experimentación en virtud de la trascendencia social que alcanzó la multiplicación de los casos de angustia, de neurosis o de demencia. El hecho no era baladí. La soledad pareció ser la situación propia del hombre y sus problemas parecieron derivar eminentemente de su propia psicología, de su ser individual intransferible afectado por toda suerte de traumas psíquicos. Freud ofrecía para este solitario neurótico una vía de salvación. Pero la generalización del problema, el reconocimiento de que era la situación del hombre en el grupo lo que diluía los vínculos y confinaba al hombre en la soledad, y, finalmente, las proyecciones del pensamiento freudiano hacia una imagen total del hombre, terminaron por dar a sus teorías una inmensa gravitación sobre la conciencia actual. Adler insistió en la orientación individual de las investigaciones psicoanalíticas, pero Jung halló la manera de combinarlas con el análisis de los factores sociales, en cuanto afectan al individuo mismo y en cuanto contribuyen a determinar estados de ánimo colectivos. De esas indagaciones resultó sobreestimado el problema de la personalidad, de sus incógnitas anfractuosidades y de sus expresiones proteicas, cuyo descubrimiento influyó acentuadamente en las normas de la creación. Pirandello y Lenormand llevaron al teatro el espectáculo de la multiplicidad de la conciencia en relación con las situaciones sociales, y el superrealismo se dedicó a poner de manifiesto el vago mundo de la realidad profunda de la subconciencia.

Pasado cierto límite, el psicoanálisis dejó de ser una doctrina científica y se transformó en una creencia generalizada acerca del hombre, creencia que simplificaba las tesis fundamentales del psicoanálisis científico, pero que superaba su alcance en cuanto aludía a una vía de salvación o, más exactamente, a un camino hacia la felicidad. Paradójicamente la aspiración a la normalidad se transformó en un ideal en un mundo en el que parecía que lo corriente era la inadaptación, el desequilibrio y la neurosis. Y la normalidad —algo que los revolucionarios juzgan burgués y decadente— parecía expresar los contenidos de aquella imagen hedonística de la vida que había alcanzado el consentimiento general.

La segunda posguerra, en cambio, ha sido la época del existencialismo. Como el psicoanálisis, el existencialismo se había elaborado calladamente en el espíritu de investigadores severos: en la reflexión entrañable de Kierkegaard, a través de los supuestos del pensamiento de Husserl, y en el decidido enfrentamiento por el problema de la existencia de Heidegger y Jaspers. “Ninguna época —decía también Heidegger— ha sabido tantas y tan diversas cosas del hombre como la nuestra… Pero ninguna otra época supo, en verdad, menos qué es el hombre”. Para ahondar en ese problema, Heidegger procuró hallar una noción que le sirviera de punto de partida y la encontró en la idea de existencia, de la que afirmó que constituye el ser del hombre. Aplicando el método fenomenológico de Husserl al análisis de la existencia, Heidegger ahondó en la entraña viva de ciertos problemas capitales: la angustia, la muerte como finalidad, la temporalidad, la trascendencia, la nada, y concluyó en una afirmación de la personalidad cuyo fundamento es la libertad, “la libertad para la nada”. Jaspers, en cambio, profundiza en el análisis de la existencia ateniéndose más al “ambiente espiritual de nuestro tiempo”, como reza el título de uno de sus libros, en el que encuentra caracteres inusitados y especialmente un dramático conflicto entre la libertad del hombre y la elección necesaria dentro de una situación histórica que ha visto erigir dos nuevos elementos —la técnica y la masa— que conspiran contra la personalidad. Pero la vasta difusión del existencialismo que se opera en la segunda posguerra se debe sobre todo a Jean Paul Sartre y Gabriel Marcel, este último representante del existencialismo católico.

Sartre se preocupa predominantemente por el problema de la responsabilidad y sus análisis parten de experiencias concretas relacionadas con la situación espiritual derivada de la Segunda Guerra Mundial. El problema de la culpa en general —uno de los que más lo atraen— se vincula con el tema concreto de la culpa que descubre en los que prefirieron la guerra. Así aparece el problema de la responsabilidad, clave de su filosofía, que es llevado hasta sus últimas consecuencias al afirmar que somos responsables no sólo de nuestros actos voluntarios sino también de todo lo que somos, incluyendo nuestros impulsos espontáneos. Lo que Sartre llama la libertad, dada la condición mísera del hombre, ha podido, por esto, ser entendido tan sólo como “libertad creadora de miserias”.

Hay en Sartre cierto masoquismo espiritual que las jóvenes generaciones de la segunda posguerra encontraron muy adecuado para presidir su conducta. Acogieron prontamente no sólo la filosofía de Sartre, ya resumida en fórmulas, sino también y muy particularmente su literatura. Les chemins de la liberté, Les mains sales, Les jeux sont faits se tornaron, más que libros de lectura obligada, en manuales de inspiración moral, y su prestigio se proyectó hacia los autores que en alguna medida seguían su inspiración, Rex Warner o Albert Camus, este último acaso novelista más auténtico que el propio Sartre. Todo ello configuraba una idea de la vida, una actitud polémica, una última instancia moral para las generaciones de la segunda posguerra.

Parecería como si estas corrientes de pensamiento coincidieran en el problema del sentido de la existencia. Junto con las posiciones políticas y religiosas —comunismo, catolicismo— que se enfrentaban en la política cotidiana, constituían el conjunto de actitudes posibles del hombre con respecto a sí mismo y a sus semejantes. Pero entrañaban también una respuesta acerca de la posición del hombre en el cosmos: un cosmos del que el hombre actual se ha enterado vagamente que empieza a ser descripto de otra manera. Porque hasta ahora se seguía pensando como antaño acerca de esas vagas y gigantescas estructuras que encierran al hombre y su contorno; para algunos el universo se modelaba según el relato bíblico y para otros —quizá ya los más— tenía los caracteres que le asignaba la descripción racional newtoniana. Pero de pronto unos cuantos millares de personas se enteraron de que Alberto Einstein disentía, acaso parcialmente nada más, con la descripción newtoniana y de que proponía un nuevo principio de explicación al que solía designarse con el nombre de ley de la relatividad. La naturaleza del nuevo sistema explicativo limita a un pequeñísimo número de iniciados la comprensión de esa nueva imagen propuesta para el universo; de modo que, presumiblemente, subsisten uno junto a otro los dos esquemas tradicionales para el hombre del mundo actual, con la sola sospecha de que han comenzado a ser controvertidos.

Pero la oscuridad en que vivimos acerca del cosmos no atañe fundamentalmente al hombre del período de las guerras mundiales, interesado solamente por un cosmos de vibración humana. Quizá podría señalarse, en relación con aquel, mas sobre todo en relación con este, un reavivamiento del sentimiento religioso. Algunas veces es solamente un movimiento de grandes masas que buscan la salvación en viejas creencias tocadas por tendencias mágicas; pero en ciertas minorías ha sido un movimiento vigoroso de alta espiritualidad que se ha proyectado muy pronto hacia los problemas de la cultura, pues los pensadores católicos preocupados por el problema de la persona humana como Maritain, Berdiaeff o Marcel han señalado la necesidad de volver a ciertas instancias trascendentes sin las cuales es imposible hallar sentido a la existencia del hombre.

Maritain combate el antropocentrismo al que condujo la filosofía racionalista moderna y le niega al hombre la calidad de fin último, afirmando que si se niega su vinculación con Dios es imposible adscribirle la dignidad con que se aspira a verlo investido. Jaspers ha afirmado un providencialismo categórico y Berdiaeff ha reconocido que es menester un retorno al cristianismo, único hogar en el que puede revalorizarse la persona humana en lo que tiene de espiritual. Pero tanto Maritain como Berdiaeff han recogido la experiencia social contemporánea, y en tanto que el primero, hostil al totalitarismo, postula un retorno a la democracia, el segundo, antiguo marxista, proclama la necesidad de que el cristianismo se haga cargo de la idea de justicia social que el socialismo contemporáneo ha difundido.

El problema del hombre se filtra, pues, por todos los intersticios de la cultura del período de las guerras mundiales. Hay naturalmente otros sectores del conocimiento que han recibido especial atención: la lógica, la biología, la física nuclear, la cibernética, y sería obvio poner de relieve el alto grado de desarrollo que han alcanzado las técnicas aplicadas a la transformación de la civilización. Este último aspecto ha suscitado un tipo de reflexión orientado hacia la dilucidación de las relaciones entre la técnica y el hombre, en cuyo campo han escrito páginas reveladoras, entre otros, Oswald Spengler y Lewis Mumford.

Pero sobre el problema del hombre y la vida, acaso no tengamos testimonios más apasionantes y expresivos que los que nos ofrece la literatura. Anotemos al pasar la reveladora preocupación por la biografía que apareció inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial y que permitió la difusión de las que escribieron Maurois, Strachey, Ludwig, Zweig y tantos otros. Pero fue la misma literatura de ficción la que acogió las inquietudes que flotaban en todos los espíritus y buscó acercarse al lector coincidiendo con sus intereses. No fue, naturalmente, toda la literatura sino la que dio en llamarse “literatura comprometida”, al lado de la cual se desarrolló la que habitualmente fue llamada “gratuita” o “desinteresada”.

Literatura comprometida fue, durante la primera posguerra, la que enfocó los problemas sociales e individuales suscitados por la contienda. Henry Barbusse sorprendió con Le Feu a la opinión burguesa, contraponiendo a la fácil retórica patriótica una dramática descripción de los estados de ánimo de quienes combatían sin descubrir el sentido y la finalidad de la lucha. Tras él se multiplicó la literatura de guerra y fue sugestivo el inmenso éxito que alcanzó Remarque cuando publicó Sin novedad en el frente. Raynal, Dorgelés, Glesser supieron luego atraer la atención hacia el mismo tema y, sobre todo, movilizar el espíritu público orientándolo unas veces hacia un vago pacifismo utópico —como el que en política representaron Briand o Mac Donald— y otras hacia posiciones revolucionarias cuyo fundamento residía en la certidumbre de que sólo la supresión del orden capitalista podía poner fin a las guerras.

Literatura comprometida fue también la que los escritores comunistas difundieron por todo el mundo con notorios fines de propaganda. Ehrenburg, Gladkov, Ivanov, Pilniak y tantos otros contribuyeron a despertar la simpatía por la Revolución rusa en particular y por la actitud revolucionaria en general. Y literatura comprometida fue la de Silone, cuando satirizaba mordazmente el fascismo italiano, la de Malaparte, que daba de él una versión trágica, y más tarde la de Orwell, Georgiu, Guareschi, y tantos otros a quienes animaba idéntica militancia en uno u otro sentido.

Pero no sólo era literatura comprometida la literatura militante. Hubo y hay una literatura comprometida de sentido indefinido, a favor del hombre y en contra del mal —de la injusticia, de la opresión, del racismo, de la miseria— que procura llamar la atención del lector sobre los caracteres de la realidad. Buena parte de la literatura americana tiene ese carácter: Anderson, Dos Passos, Faulkner, Steinbeck, Wright, todos coincidentes en reflejar la situación conflictual en que viven determinados individuos o grupos, constreñidos por fuerzas superiores a su voluntad. Con mayor o menor intensidad, todo el realismo contemporáneo tiende al mismo fin tanto en la novela como en el teatro y el cine; y no sólo en Estados Unidos, pues unos pocos nombres —Silone, Vittorini, Waugh, Graham Greene, Malraux, Bernanos, Azuela, Gallegos— bastan para darnos un idea de la difusión de esta actitud.

Frente a esta literatura comprometida hubo la literatura que prefirió prescindir, en lo posible, de la agitada realidad circundante. Algunas veces el alejamiento fue apenas perceptible. Quienes se angustiaban por el problema moral, como Péguy o Dubos, Mauriac o Gide, estaban siempre al borde de la realidad y cualquier contingencia los obligaba inesperadamente a enfrentarse con ella. Otras veces el alejamiento resultó de una deliberada actitud estética, como la que adoptó Cocteau y quienes lo imitaron, orientada hacia el ejercicio de la imaginación lúdica; o de la decisión de internarse en el vago mundo de lo irreal, como hicieron Alain Fournier, Giraudoux, Valle Inclán, Morgan, Hesse y sobre todo Kafka. Pero hubo aun otras maneras de evitar la realidad inmediata. Ciertas minorías, o mejor, cierta aristocracia dentro de las minorías buscaba satisfacción para las exigencias de un intelectualismo refinado, y la halló en quienes como Huxley, Gide, Valéry, Eliot, Rilke, Pound, Juan Ramón Jiménez, Borges se esforzaban por sutilizar la trama gruesa de la realidad transfiriendo sus problemas a un plano especulativo. Y todavía hubo los que prefirieron suponer que el alma constituía la realidad eminente y se sumergieron en sus abismos procurando transferir —como Proust, Joyce, Virginia Woolf— el incierto y tenue fluir de la meditación interior a un lenguaje inteligible.

Cualquiera de estas vías que se ofrecían a la literatura acusaba la incidencia de las circunstancias sociales de la época sobre ella: unas veces invitándola a sumergirse y otras veces impulsándola a escapar de la realidad. Algo semejante ocurrió con la pintura y la escultura, aunque menos acentuadamente al principio. Acaso porque el cine, la fotografía y la reproducción multiejemplar satisfacían convenientemente las necesidades plásticas de cierto público, la pintura y la escultura se retrajeron y se tornaron artes casi secretas propias de delicadas y reducidas minorías. Allí triunfaron sucesivamente el fauvismo y el expresionismo, el futurismo y el dadaísmo, el cubismo y el superrealismo, direcciones todas que huían de la realidad circundante y se solazaban en el ejercicio de la pura sensibilidad plástica aun cuando intentaran débilmente algunas veces componer una imagen intelectual del mundo o explorar las sombrías regiones del sueño. Pero el problema habría de plantearse entre artes figurativas y artes no figurativas. La pintura mexicana representó una renovación de la misión asignada a la plástica y su influencia creció hasta entroncar con la intención militante de la pintura rusa, de todo lo cual surgió el llamado realismo socialista en el que se encarnó eminentemente la dirección figurativa. El duelo se planteó con las expresiones más recientes del arte no figurativo —el de los abstractos y el de los concretos— que extreman las tendencias tradicionales de la pintura occidental a partir del fauvismo.

A su modo, las artes plásticas reflejaban el drama del hombre y su contorno oscilando entre la inmersión en la realidad o el escape de ella. También lo reflejaba el cine, casi incapaz de desprenderse del realismo y que sin embargo no desdeñó la influencia expresionista o superrealista; y la música, que desde el impresionismo en adelante procuraba alcanzar formas cada vez más racionales y hasta alojarse en nuevos sistemas tonales que suponen una desusada aptitud para el goce estético.

Porque todo cuanto constituye la creación del hombre en el mundo de las guerras mundiales expresa su inquietud por su sino y, a veces, su deliberado afán de elusión. He aquí el drama de la cultura del hombre actual: un viejo drama que se ha repetido muchas veces, pero cuyos actores visten esta vez la vestidura que nosotros vestimos.

2 Entre los autores que no cito figuro yo mismo. Pero me salvo del olvido pensando que quien se interese por los puntos de vista que expongo en este ensayo puede encontrarlos más ampliamente desarrollados en mi libro El ciclo de la Revolución contemporánea, Buenos Aires, Argos, 1948.LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA CONTEMPORÁNEA. *1953

Tan importante como fuera la mutación en las condiciones de la realidad durante el curso de la Primera Guerra Mundial y durante los años que le siguieron, acaso el hecho más significativo de la época —o quizás el más importante de todos— sea el hecho de conciencia que se produjo en relación con el drama real. Vuelta hacia los hechos —las muertes, las ruinas, las convulsiones, las hambres, los desencantos— la conciencia europea se enfrentó con ellos, los halló sorprendentes, incomprensibles o, acaso, solamente inusitados, y sintió que su misión era, en ese instante, tratar de comprender la magnitud y el sentido del extraño y alucinante espectáculo que contemplaba.

“El Hamlet europeo mira millones de espectros”, decía Paul Valéry en 1919. Pero los cráneos que tomaba ahora el melancólico espectador no pertenecían a viejos bufones; eran los de Leonardo o Leibniz o Kant o Hegel, aquellos que alojaron los cerebros que ordenaron el mundo que el melancólico espectador se había acostumbrado a vivir, un mundo que ahora sólo cabía contemplar dislocado y confuso. Otra vez el cosmos se había tornado en caos, y la conciencia europea adivinaba que su mundo se deslizaba hacia el bajo mundo de las pasiones primigenias.[3]

La conciencia europea se manifestó a través de innumerables intérpretes. Unas veces fueron intelectuales puros como Oswald Spengler o Paul Valéry, espíritus disciplinados y diestros en los sutiles análisis de las realidades objetivas y de las reacciones espirituales de su contorno. Otras veces fueron filósofos intuitivos que captaban las ondas de la inquietud que los circundaban, como el conde de Keyserling; o ensayistas avisados y sensibles como Wells o Huxley. Pero lo que llamamos conciencia europea no era sólo clara conciencia intelectual, sino también, en ocasiones, subconciencia imprecisa, manifestada a veces en tímido o arrebatado impulso y a veces en estentóreo clamor desesperado frente a incomprensibles o infundados terrores. Cada cual percibió el problema en el ámbito propio de su experiencia y reaccionó ajustando sus respuestas a sus propias preocupaciones. La crisis —que se transformó bien pronto en lugar común— se presentó como un monstruo proteico e incitó a reflexionar no sólo a quienes habían hecho de la reflexión un hábito sino también a quienes carecían de la costumbre de hacerlo, muchos de los cuales obtuvieron como frutos de sus desvelos algunas imprecisas conclusiones faltas de rigor, de sentido crítico o de adecuación a la magnitud y a los caracteres del problema. De allí nuevas confusiones, nuevos fantasmas interpuestos entre el observador y la realidad fantasmal. Pero eran inevitables, porque el tema del destino del mundo y del hombre estaba lejos de sentirse como un tema retórico. El filósofo sentía comprometida su filosofía, el político su política, sus negocios el hombre de negocios, su trabajo el asalariado, y todos en mayor o menor medida su vida misma en cuanto dependía del destino colectivo. Podía ser este el de la clase profesional o social a la que el hombre perteneciera, pero se vislumbraba que era también el del país, el de Europa, el de Occidente, el del mundo, sin que pudiera percibirse claramente la escapatoria, lo cual agregaba mayor dramaticidad al problema. Parecía menester tomar una resolución, y, preguntándose cuál era la actitud que cabía adoptar, la conciencia europea sintió que tenía que examinarse profunda y minuciosamente. Acaso nada caracterice tanto la era de la posguerra como la voluntad de introspección que puso de manifiesto entonces el hombre europeo.

El caso no era absolutamente nuevo, pero su magnitud sí fue inusitada. Un elenco de las manifestaciones de esa voluntad de introspección coincidiría en muy buena parte con el elenco de las expresiones del espíritu europeo de esa época. Con distinta intensidad, naturalmente, todos acusaban este imperativo interior de situarse en las nuevas circunstancias, tanto los que decidían liberarse de él, como los que lo negaban. Hasta los que proclamaron implícita o explícitamente el designio de vivir sin sentido respondían a la inquietud atmosférica que nacía del enigma del sentido de la vida. La filosofía, la literatura, la plástica, la política, la economía, las costumbres cotidianas, el periodismo, las modas, y sobre todo las normas de la estimativa vigente acusaban la misma secreta preocupación. Nada más difícil que elegir previamente los signos para el estudio de este fenómeno, tal es su número y su variada catadura.

Pero una vez puntualizados los temas de la observación, los signos comienzan a ordenarse. Acaso avanzando paso a paso pueda introducirse alguna claridad en este panorama que llega casi hasta nuestro propio puesto de observación.

La percepción de hechos nuevos y la anticipación de nuevos valores

Sin duda se gestaban antes de la Primera Guerra Mundial muchos de los procesos que hicieron irrupción en su transcurso o poco después de su fin. Pero fue la agudización de los problemas y la exaltación de la inteligencia receptiva —ambas cosas producto de la guerra— lo que determinó la posibilidad de una rápida percepción de ciertos hechos que alarmaron por su novedad, por lo que parecían esconder en su entraña y por la ruptura con que amenazaban de las estructuras tradicionales.

“Me propongo evocar ante vosotros —decía Valéry en la Política del espíritu[4] el desorden en que vivimos”. Parecía patente. En el orden de lo social, pareció alarmante la alteración visible de las relaciones entre los grupos tradicionales. Las clases medias, sobre todo, advirtieron la presencia de contingentes cada vez más nutridos de aspirantes a los mismos bienes de que ellas disfrutaban antes con exclusividad. “Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora presente”, escribía José Ortega y Gasset en 1926. “Este hecho —continuaba— es el advenimiento de las masas al pleno poderío social”. La afirmación encabezaba su libro La rebelión de las masas, que tuvo extraordinaria difusión, merecidamente, pues el filósofo español había acertado no sólo al divisar el curioso y sorprendente fenómeno sino también al formular su alcance y sentido en términos muy semejantes a los que convenían a la exacta reacción que producía en vastos sectores. El mismo autor señala que su observación databa de 1922; era, pues, el suyo un diagnóstico precoz, puesto que el fenómeno apenas comenzaba a insinuarse.

Ortega precisa “lo característico del momento” diciendo que “el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y la impone donde quiera”, y se lanza a un análisis menudo del hecho, rico en sugestiones.[5] Pero es la enunciación del hecho mismo, “el hecho formidable de nuestro tiempo, descrito sin ocultar la brutalidad de la apariencia”, lo que constituyó su principal aporte, que coincidía, en parte, con las sagaces observaciones que Jules Romains había hecho mucho antes sobre la importancia de los “modos colectivos de vida y de sensibilidad”.[6] Después cada uno pudo apreciarlo a su manera y sacar sus conclusiones, a medida, sobre todo, que se ponían de manifiesto sus múltiples y diversas consecuencias.[7] Entre todas ellas, las de carácter político fueron las que llamaron más brutalmente la atención por la magnitud de su alcance y el contraste que ofrecían con respecto a las formas tradicionales.[8] Sería innecesario enumerar los testimonios de la sorpresa, entusiasmo o desolación que produjeron las noticias de la instauración de los regímenes revolucionarios de Lenin y Trotsky, Bela Kun, Mussolini, Primo de Rivera o Hitler, para no citar sino los más importantes. Pero conviene recordar algunos datos. A la abundante literatura polémica que siguió a los hechos deben agregarse algunos intentos de comprensión de los problemas. John Reed publicó, con el beneplácito de Lenin, un formidable reportaje —objetivo, aunque no totalmente exento de cierta emocionada simpatía— en el que se advertía que los bolcheviques constituían el grupo más eficaz, resuelto y organizado en la etapa de crisis en que se produjo la Revolución.[9] En 1921 escribió Bertrand Russell un estudio sobre el bolcheviquismo considerado como doctrina en movimiento.[10] En 1922 y 1923 respectivamente, dos políticos franceses, insospechables de entusiasmo filocomunista, Edouard Herriot y Anatole de Monzie, publicaron sendos libros tratando de penetrar la naturaleza, sentido y perspectivas de la Revolución soviética.[11] Y los libros del deán de Canterbury y de Waldo Frank llamaron la atención de extrañados sectores de Inglaterra y Estados Unidos, para quienes los primeros juicios sobre la Revolución, provenientes de la prensa conservadora de todo el mundo, constituían un sistema firme de convicciones.[12] En el mismo sentido impresionaron las obras de Cambó, Manhardt y Beckerath sobre el fascismo.[13]

Pero a los más sagaces no se ocultaba que ni la profunda convulsión de las masas ni las violentas transformaciones políticas operadas en algunos países de Europa eran fenómenos primarios. Se advertía la honda influencia que el desarrollo tecnicoindustrial había tenido en los cambios económicos, sociales y políticos, y hasta se comenzaba a atribuir a esa misma causa una comprobable y previsiblemente cada vez más profunda alteración de la vida espiritual. El problema de “la máquina” se transformó en un tópico alrededor del cual se hicieron muchos vacuos discursos, pero el problema del alcance del desarrollo técnico sirvió también para orientar la indagación de la crisis contemporánea. Oswald Spengler fundó en el análisis de la técnica sus conclusiones sobre el destino de la cultura occidental, y su juicio sobre el alcance de esa dimensión de la vida contemporánea fue radical.[14] Paul Valéry y Alfred Weber señalaron desde distintos ángulos las consecuencias fundamentales de ese desarrollo técnico: el empequeñecimiento del mundo y la pérdida de su control por el hombre occidental,[15] y Winston Churchill llamaba la atención, en 1928, sobre las perspectivas futuras con estas palabras que se apoyaban en un conocimiento muy exacto de la realidad:

“La guerra terminó tan repentina y universalmente como había empezado. El mundo levantó la cabeza, contempló la escena de desolación y vencedores y vencidos por igual lanzaron un suspiro de alivio. En cien laboratorios, en mil arsenales, fábricas y oficinas los hombres se detuvieron sobresaltados y abandonaron la tarea que los había absorbido. Los proyectos quedaron a un lado, inconclusos y sin llevarse a cabo, pero se conservaron los conocimientos adquiridos. Los datos, cálculos y descubrimientos fueron empaquetados y rotulados para ‘consulta futura’ por los Ministerios de Guerra de todos los países. La campaña de 1919 nunca se libró; pero sus ideas marchan hacia adelante. En cada ejército se las explora, elabora y perfecciona bajo la superficie de la paz, pues si la guerra estalla de nuevo en el mundo, no es con las armas y los medios preparados para 1919 con los que deberá combatirse sino con otros más evolucionados que serán incomparablemente más formidables y fatales.

”En estas circunstancias entramos en ese período de agotamiento que ha sido descripto como la paz. Ese período nos da, por lo menos, la oportunidad de considerar la situación general. Ciertos hechos sombríos emergen macizos e inexorables, como emergen las formas de las montañas cuando la niebla se disipa. Está decidido que en lo sucesivo poblaciones enteras tomarán parte en la lucha, todas empeñadas en realizar los mayores esfuerzos, todas sometidas a la furia de la guerra. Está decidido que las naciones que crean que su vida está en juego no vacilarán en hacer uso de todos los medios que aseguren su existencia. Es probable —o mejor, cierto— que entre los medios que tendrán a su disposición en la próxima contienda habrá instrumentos y procesos de destrucción inmensos e ilimitados, y quizás, una vez lanzados, incontrolables.

”La humanidad no se ha encontrado nunca en posición semejante. Sin haber mejorado ostensiblemente en virtudes y sin disfrutar de guías más sensatos, por primera vez tiene en sus manos los instrumentos por medio de los cuales puede llevar a cabo en forma infalible su propia exterminación. Ese es el punto de los destinos humanos a que todas sus glorias y afanes han conducido finalmente a los hombres. Bien harían en detenerse y meditar sobre sus nuevas responsabilidades. La muerte está en posición de firme, obediente, expectante, lista para servir, lista para segar pueblos en masa; lista si se la llama, para pulverizar irremisiblemente lo que queda de nuestra civilización. Sólo espera la voz de mando. Y espera que la dé un ser endeble, azorado, que durante largo tiempo había sido su víctima y que es ahora —por una sola vez— su amo”.[16]

Y, con ser tan agudo, aún no parece ese problema el más grave al observador occidental. Recuérdense las dramáticas palabras de Paul Valéry en 1919 cuando señalaba los insospechables abismos de la crisis intelectual hacia la que marchaba Europa.[17] Poco a poco el europeo comenzó a cerciorarse de que los cambios que percibía en las opiniones, en los juicios de valor, en las actitudes morales, reflejaban una convulsión profunda en el estrato de los principios sustentadores de su civilización. Alfred Weber analizó el problema con sabia penetración. Pero ya antes habían señalado otros pensadores los signos del fenómeno. Spengler observaba, no sin indignada irritación, que “los talentos más fuertes y creadores se desvían de los problemas prácticos y de las ciencias prácticas y se dedican a la pura especulación”,[18] en tanto que la adecuada actitud de los hombres de nuestro tiempo debía ser seguir el ritmo de la era atómica. Ortega y Gasset, sin embargo, mientras avizoraba los supuestos de las teorías de Einstein,[19] afirmaba que “el tema de nuestro tiempo” consistía “en someter la razón a la vitalidad”.[20] Destino del espíritu, destino de la razón, destino del mundo, tal incógnita que tras de estas inquietudes se escondía.

¿Una nueva época?

Un hombre provisto de una mente histórica de inusitado vigor, Benedetto Croce, pudo, poco después de terminada la Primera Guerra Mundial, contemplar la etapa que se iniciaba, descubrir sus caracteres fundamentales y compararlos con los de los años que precedieron al conflicto. Observando ciertos aspectos externos de la vida económica y política encontraba Croce que las diferencias eran grandes, pero adentrándose un poco más en su examen observaba que las tendencias generales del europeo no habían cambiado sustancialmente a pesar de las graves peripecias de la guerra.[21] Acaso un poco exageradas, las corrientes que parecían predominar en 1925 tenían su fuente en fenómenos que no se ocultaban a las miradas penetrantes de quienes observaron con agudeza la preguerra, y estaban trazados sus cursos ya por entonces. Pero esta observación de Croce no era generalmente compartida. El sentimiento de las minorías intelectuales y aun el de vastos sectores que elevaban a generalización ciertas reacciones suscitadas por los acontecimientos inmediatos era, por el contrario, que la mutación era profunda y que los tiempos que seguían a ella denunciaban caracteres muy diferentes de los anteriores. Advirtamos —antes de seguir adelante— que en cierto sentido podían no ser necesariamente antitéticas esas dos interpretaciones, pues la mutación operada —reconocida por todos, inclusive por Croce— podía ser estimada dentro de un ciclo breve, como prefería hacerlo la agudizada sensibilidad contemporánea, o dentro del ciclo más largo del mundo moderno, como prefería hacerlo el historiador. Lo cierto es que filósofos y ensayistas, periodistas y literatos, políticos y sociólogos, comunistas y hombres cultos en general, preocupados por lo que Huizinga llamó “las sombras del mañana”, creyeron descubrir signos inequívocos de que los tiempos adquirían matices muy distintos de los que caracterizaban a los viejos tiempos de preguerra, y se dieron a determinar cuáles eran unos y otros. Ortega y Gasset creyó descubrir un estilo de pensamiento propio del siglo y fundó su afirmación en muy buenas razones;[22] abundando en ellas, Ortega habló de “la época que ahora comienza” y afirmó de ella entre otras cosas que estaba destinada a superar el dilema entre racionalismo y relativismo y que no cabían en ella las verdaderas revoluciones.[23] Pero otras opiniones categóricas habían sido lanzadas ya antes. Entre las minorías intelectuales, la imprecación de Valéry en 1919 produjo profunda y marcada impresión: “La oscilación del navío —decía refiriéndose a Europa en La crisis del espíritu— ha sido tan fuerte que al fin hasta las lámparas mejor sustentadas se han volcado”;[24] y agregaba en la segunda carta: “Pero el comienzo y el arranque de la paz son más oscuros que la paz misma, como la fecundación y el origen de la vida son más misteriosos que el funcionamiento del ser una vez creado y adaptado. Todo el mundo vive hoy la percepción de ese misterio como una sensación actual; algunos hombres, de seguro, deben percibir su propio yo como parte positiva de ese misterio; y hay, sin duda, alguno cuya sensibilidad es bastante clara, bastante fina, bastante rica para leer en sí misma estados más avanzados de nuestro destino”.[25] Valéry volvió sobre estos temas una y otra vez y señaló repetidamente los cambios que observaba en la situación europea, en la situación del mundo, en el ámbito del espíritu.[26] De hecho, esta apreciación del mundo de la posguerra entrañaba una valoración —expresa o implícita— de la época de preguerra, que se extendía en cierto modo a todo el siglo XIX, pues se convirtió en un lugar común suponer que el siglo XIX se prolongaba hasta 1914.

Sería largo señalar los supuestos ocultos en los dicterios y las loas que ha merecido el siglo XIX a la luz de las experiencias suscitadas por la crisis de sus valores luego de la Primera Guerra Mundial. Entre el elogio profundo de Antonio Machado —”el siglo más siglo de los transcurridos hasta la fecha, porque sólo él ha tenido la obsesión de sí mismo”— [27] y la condenación insensata de León Daudet —”el estúpido siglo XIX”—. [28] la época que conduce a la guerra de 1914, la prepara y la encadena, mereció diversos juicios. Pero la sensación de crisis que sobrecogió a la conciencia europea después de la guerra estimuló la percepción de diversos contrastes. El propio Valéry identificaba el pasado inmediato con las épocas que genéricamente podían ser llamadas “modernas” y veía culminar los caracteres que lo definían exactamente en las vísperas del conflicto militar. “La Europa de 1914 había llegado al límite de ese modernismo”. [29] Acaso llena de defectos y de potenciales peligros, la época impresionaba a la distancia por la plenitud de su pensamiento, su universalidad, su distinción, su alegría de vivir. “Influencia de los «ballets rusos»”, señala Valéry. Ya se ha visto cómo se asemejaba la opinión de Croce, a pesar de las reticencias, y acaso valga la pena recordar el pasaje de H. G. Wells en que resume su opinión sobre la época de preguerra, de la que concluye afirmando que “comparada con la actual era aquella, bajo todos sus aspectos aparentes, una edad de cómoda seguridad y buen humor”.[30] Era la opinión que Ortega había expresado con más precisión. “Hace treinta años —escribía en 1926— creía el europeo que la vida humana había llegado a ser lo que debía ser, lo que desde muchas generaciones se venía anhelando que fuera, lo que tendría ya que ser siempre”; y así se explicaba que la generación de ese momento “sufriera el espejismo de sentir la edad presente como un caer desde la plenitud, como una decadencia”.[31]

Decadencia y crisis

Tal era la dramática y profunda convicción que se albergaba en la mayoría de los espíritus reflexivos de la Europa de posguerra. Por distintos motivos, alemanes y franceses sentían de manera especialmente aguda el problema. No dejaba de hacerse presente el problema a los americanos, a los ingleses, a los españoles, a los italianos. Los rusos blancos estaban impresionados por la catástrofe de su país en tanto que los rusos rojos vivían una espléndida exaltación provocada por la certidumbre de que estaban poniendo los sillares de un mundo nuevo. “Es más agradable y útil hacer la ‘experiencia de la Revolución‘ que escribir sobre ella”,[32] escribía Lenin justificando la interrupción de su libro sobre El Estado y la Revolución. Pero franceses y alemanes estaban en un peculiar estado de ánimo. En el decenio que siguió a la paz apenas podían sobreponerse a las dificultades prácticas, a la miseria, a la ruina, sin que se notara —como en Rusia o en Italia— una fuerza pujante que, movida por cierto optimismo creador, descargara la angustia colectiva. La derrota o una victoria obtenida a alto precio movía a alemanes y franceses a reflexionar con amargura sobre el destino de su patria, del continente y del mundo.

Reflejaban eminentemente ese estado de ánimo Oswald Spengler y Paul Valéry. Spengler señala en el prólogo a la Decadencia de Occidente que su filosofía, aunque aspira a la objetividad, no podía haber nacido sino “ahora y en Alemania”;[33] es “la filosofía de nuestro tiempo”, agrega. Y, en efecto, si no lo era por sus supuestos doctrinarios —a los que les salió al paso el pensamiento sistemático—, lo era en cierto modo por sus conclusiones generales y sobre todo por las inferencias sumarias a que podía dar origen. Estas últimas se transformaron en lugares comunes y concluyeron por moldear un estado de opinión que, en cierta medida, contribuyó a posibilitar más tarde el triunfo del nacionalsocialismo.

La observación de Spengler recayó sobre todos los aspectos de la cultura. Descubrió la crisis en “un sinnúmero de apasionantes problemas e intuiciones” que él se propuso analizar y reducir a unidad indagando la vertiente común de donde provenían. El arte, la ciencia, las formas de la vida social y política, los enfoques predilectos del espíritu inquisitivo, todo acusaba a sus ojos una desintegración interior que no podía explicarse dentro de los límites de su propia área y que exigía, para ser comprendida, un análisis de la totalidad y sus supuestos. Ese examen lo condujo a integrar el análisis de su propio tiempo en una teoría cíclica de la cultura, de la que se ocupó con amplio desarrollo. El presente y el porvenir adquirirían en ella precisos caracteres, y el destino adquiriría un aire de inexorabilidad que alentaba las imaginarias y casi apocalípticas reconstrucciones del mundo futuro, como la que llevó al film Fritz Lang en Metrópolis.[34] “¿Qué le vamos a hacer —se preguntaba Spengler—[35] si hemos venido al mundo en el ocaso de la civilización y no en el mediodía de la cultura, en la época de Fidias o de Mozart?”. Fritz Lang recogía la idea y prestaba relieve en la imagen a una humanidad sometida a la férrea dictadura de la máquina.

Casi en el mismo momento, Paul Valéry, refinado poeta y alerta inquisidor del destino del espíritu —”las cosas del mundo sólo me interesan en su relación con el intelecto”, decía—[36] concentraba su reflexión en un problema análogo al que inquietaba al filósofo alemán. También él observaba el hecho fundamental de la incertidumbre acerca de todo el contenido y todas las formas de la cultura. “Observamos lo que ha desaparecido, estamos aniquilados; no sabemos qué es lo que va a nacer, y podemos razonablemente temerlo”, decía al público de Zurich en 1922.[37] El diagnóstico era el fatídico de “crisis”, una noción no muy precisa —sobre la que Augusto Comte había hecho, por cierto, observaciones muy importantes— que servía para reunir y sintetizar numerosos datos sueltos acerca de una situación que parecía definirse por la resistencia que oponía a todo intento de comprensión a partir de los esquemas tradicionales. Valéry se propuso en más de una ocasión caracterizar o describir la crisis, y muchas de sus observaciones revelaron una insólita agudeza, especialmente en cierto fragmento muy sugestivo de la Política del espíritu.[38] No faltó ocasión en que quisiera generalizar sus observaciones e interpretar los signos de un fase crítica como reveladores de una decadencia, más aún, de un cataclismo que acaso entrañara el aniquilamiento, al menos de Europa. La teoría es vaga. “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”. Así comenzaba Valéry su ensayo sobre La crisis del espíritu en 1919. Acaso la idea tuviera algún lejano parentesco con la tesis que por entonces sostenía Spengler, pero más seguro es que fuera una reminiscencia de los viejos lamentos que provenían, a su vez, de un pensamiento que el propio Spengler había recogido. Aplicada a la realidad contemporánea, la vetusta teoría de los ciclos culturales reverdecía para proveer de explicación a lo que parecía inexplicable.

Espíritus atormentados y pesimistas recogieron los trenos de estos Calcas, “adivinos de males”, y los difundieron a todos los vientos, hasta que sus presagios llegaron a los oídos de muchos que no podían entenderlos. Y así se repitieron bastardeando su sentido y sirviendo de explicación suficiente al malestar que cada uno sentía. Un espíritu tan sutil como el de Franz Werfel podía decir que por fin había triunfado en la posguerra “la humillación del hombre interior”, a la que siguió como necesaria consecuencia la “desvalorización del acto creador”.[39] Karl Jaspers podía comprobar que el hombre consideraba ahora su mundo como radicalmente inestable y a sí mismo como un ser desarraigado.[40] Y sin duda ambos —y otros muchos— hallaban en su experiencia íntima una relación estrecha entre su angustia y su mera desacomodación y el sistema de explicaciones que se daban. Pero por debajo de las minorías reflexivas, la opinión adquirió acentos de lugar común cada vez más trivial, sin que por eso dejara de ser significativa como tal opinión y aun fuera una opinión capaz de influir sobre la conducta, sobre la acción.

Ese sistema de explicaciones no fue compartido, sin embargo, por un pensador tan fino y penetrante como Ortega y Gasset. Analizando el hecho de la rebelión de las masas, señaló Ortega agudamente que ese hecho importaba “un fabuloso aumento de vitalidad y de posibilidades”. “Todo lo contrario, pues —agregaba—, de lo que oímos tan a menudo sobre la decadencia de Europa. Frase confusa y tosca, donde no se sabe bien de qué se habla, si de los Estados europeos, de la cultura europea, o de lo que está bajo todo esto e importa infinitamente más que todo esto, a saber: de la vitalidad europea. De los Estados y de la cultura europea diremos algún vocablo más adelante —y acaso la frase susodicha valga para ellos—; pero en cuanto a la vitalidad, conviene desde luego hacer constar que se trata de un craso error”.[41] Este planteo llevaba al pensador hispánico a rechazar categóricamente “la quejumbre de decadencias que lloriquea en las páginas de tantos contemporáneos”, fundándose en la certidumbre de que “el hombre del presente siente que su vida es más vida que todas las antiguas, o dicho viceversa, que el pasado íntegro se le ha quedado chico a la humanidad actual. Esta intuición de nuestra vida de hoy anula con su claridad elemental toda lucubración sobre decadencia que no sea muy cautelosa”.[42]

La explicación parecía plausible. Había sectores —las minorías intelectuales especialmente, las clases medias— que tenían el sentimiento interior de la decadencia. Pero Ortega observaba que otros varios sectores sociales mostraban, por el contrario, una pujanza extraordinaria, como si se tratara de fuerzas nuevas, no gastadas en el vasto proceso que halló su trágico fin en la guerra mundial. Esos sectores eran las masas, las que estaban agitándose en toda Europa, las que daban una prueba de hecho de que no compartían el pesimismo general, las que, obrando, revelaban su fe en el futuro y en la posibilidad de renovar las formas de la convivencia.

Esa plausible explicación sólo dejaba un resquicio de sospecha. Hacia la misma época en que Ortega escribía su ensayo, Eduard Spranger pronunciaba en la Academia de Prusia su notable conferencia titulada “La teoría de los ciclos culturales y el problema de la decadencia de la cultura” [43] en la que analizaba con extremada finura la cuestión en boga. Examinando las relaciones entre la cultura y sus portadores reales, admitía Spranger que la vitalidad era la condición fundamental para su subsistencia. Esta convicción movió a Nietzsche y a Bergson —decía— a fundar su filosofía en el temor del aniquilamiento de las fuerzas vitales. Mas observando algunos de los signos de afirmación de la vitalidad en el mundo contemporáneo, agregaba: “Pero la contención de la energía vital, en todos sus aspectos, es la condición de toda cultura superior”; de esta observación extraía algunas consecuencias que lo movían a afirmar que “la desaparición del sentido del deber implica la extinción de la cultura”.[44]

El problema aparecía ahora puesto sobre otras bases. Spranger admitía que la cultura “está pasando por un estado de crisis”, visible en el hecho de que las cabezas dirigentes no pueden abarcarla en una visión de conjunto.[45] Y sobre el carácter de esta cultura en crisis, opinaba Spranger muy juiciosamente que era estrecho o pueril considerarla como una mera decadencia. Por el contrario, la crisis anunciaba a sus ojos “un futuro y no muy lejano renacimiento”, que, sin embargo, no podría advenir sin el denodado esfuerzo de quienes quisieran superar la crisis.[46]

Así se debatía el problema entre las minorías intelectuales, pero sin embargo, la convicción de la decadencia del mundo occidental ganó terreno en la conciencia general, poco acostumbrada a los análisis históricos y generalmente inclinada a sobreestimar la significación del presente. Sin duda el análisis en términos históricos hubiera revelado a todos que la crisis podía ser considerada como una curva de descenso en una línea sinuosa que poseía también momentos de ascenso, de la que además podía suponerse que el ascenso era su sentido general y dominante. Las circunstancias —admitámoslo— eran demasiado difíciles en algunos países de Europa para que el hombre que sentía sobre sus espaldas el peso de una situación de la que no podía escapar, y cuya solución estaba fuera de su alcance, pudiera reflexionar sobre la transitoriedad de los fenómenos que tan de cerca le tocaban. Esa impotencia —impotencia intelectual— no puede extrañar en el hombre medio, puesto que muchos espíritus avisados se dejaron llevar por la misma tendencia. Era, sin duda, un clima espiritual de fuertes raíces reales; y aunque originó muchas vagas lucubraciones, originó también un espíritu inquisitivo que logró penetrar en los meandros de la situación social y espiritual de la época con bastante intensidad. Así se llegaron a percibir múltiples aspectos de la peculiaridad del mundo contemporáneo, y pudo sobre esa variada percepción montarse una actitud crítica y una conducta consciente frente a la realidad.

La revisión de los ideales y los valores tradicionales

La actitud de las minorías intelectuales, deseosas de comprender el conjunto de extraños fenómenos que se producían a su alrededor, no era sino un signo más de la inquietud general de los espíritus. En ellas, esa inquietud se manifestaba bajo la forma de reflexión; pero en el resto de las gentes se manifestaba no sólo como una tendencia a expresar opiniones sino también como un impulso a obrar de manera diferente de la acostumbrada. Este comportamiento suponía, a los ojos de cualquier observador avisado, que ciertos ideales y valores tradicionales habían entrado en colapso.

Los primeros hechos reveladores se manifestaron durante el mismo curso de la guerra. El año 1917 resultó crítico desde muchos aspectos. Si la terrible campaña de los submarinos alemanes pudo ser, finalmente, contenida por Gran Bretaña, las operaciones militares en el continente alcanzaron una terrible gravedad para los aliados. Desde julio hasta diciembre de 1917 duró la batalla de Passchendaele en la que las tropas inglesas tuvieron trescientas mil bajas. El desaliento cundió en el frente y en la retaguardia; pero durante el transcurso de esta operación se produjeron además dos acciones militares de trágicas consecuencias: las fuerzas italianas de Cadorna fueron derrotadas en Caporetto y el ejército francés de Nivelle sufrió un terrible revés en el Aisne. Entonces se comprendió que la tensión comenzaba a sobrepasar las posibilidades del hombre europeo. El desaliento se tornó resistencia activa, la rebelión militar adoptó en Francia caracteres alarmantes, y apareció lo que fue llamado por algunos, con acento acusador, el “derrotismo”.

¿Qué era el “derrotismo”? A la luz de las consecuencias que sus móviles tuvieron en la posguerra el fenómeno se aclara considerablemente. La guerra había comenzado en un momento en que tendían a polarizarse cada vez más en Europa dos fuerzas de signo contrario. En Francia se habían enfrentado con motivo del caso Dreyfus, y en el transcurso de los años siguientes se había extremado su oposición en la medida en que se agudizaban los choques entre el capital y el trabajo. Si por un momento el conflicto se había obviado mediante la “unión sagrada” —y el asesinato de Jean Jaurès probaba de qué manera la entendían algunos—, las largas fatigas de la guerra y la incertidumbre acerca de su posible fin permitieron que las voces acalladas volvieran a manifestarse. Lo que se puso en discusión, pues, al aparecer lo que se llamó el “derrotismo” no fue el problema mismo de la guerra —y en ese sentido Joseph Caillaux tuvo razón al sostener que no era un derrotista—[47] sino el de los supuestos de la guerra. La “unión sagrada”, la política propuesta por los gobiernos de guerra, suponía que los móviles de la conflagración interesaban igualmente a todos los miembros de las colectividades nacionales en conflicto, por encima de sus opiniones personales. Pero esa suposición era inexacta y sólo la presión estatal la había transformado en aparentemente justa.[48] El grupo de los neutralistas o pacifistas era grande y era, además, la vanguardia consciente de grupos más nutridos que, si en el primer momento no tuvieron clara idea de sus sentimientos, la adquirirían luego —y no la habrían adquirido si no hubiesen estado preparados para ello—. El problema estaba claro a los ojos de Romain Rolland, cuyo Clerambault constituye un profundo documento de la situación espiritual del momento en Francia,[49] y estaba claro en los diputados socialistas alemanes que se negaron a votar los créditos de guerra en el Reichstag. Para ellos, la guerra que preparaban los gobiernos respondía a intereses de grupos limitados, no a los intereses de la colectividad, y era necesario que oportunamente presionaran quienes así pensaban sobre los grupos dominantes para impedir que se desencadenara la catástrofe. Esta reflexión fue, precisamente, la que cundió en 1917 después de los desastres militares. La guerra no es cosa nuestra —parecían pensar los soldados que volvían del Carso o los que soportaban el agua a la cintura en las trincheras de Champagne. Y quedaba abierto el interrogante de cuál era el valor efectivo que tenían los ideales bajo cuya bandera se había establecido la “unión sagrada”.

Recordando el estado de ánimo de la hora de la paz, dice Churchill: “Con un espasmo apasionado el pueblo francés gritaba: ¡Nunca más!”.[50] Lo más grave es que también se preguntaba: ¿Para qué? El sentido del conflicto mismo, los objetivos perseguidos, los principios defendidos, la justificación, por fin, de tanta destrucción y tanta muerte habían desaparecido totalmente de delante de los ojos de la gran mayoría, cegados ahora por el resplandor de una promesa de paz que era al mismo tiempo una promesa de abandono y descanso. Pero el hecho sería inexplicable —piénsese si no en los veteranos de Napoleón— sin el hecho correlativo de que habían perecido los ideales que permitieron la unión sagrada, la transitoria superación de las tendencias disgregatorias que se insinuaban en las distintas colectividades nacionales.

No otra cosa había ocurrido en Alemania. Cuando Walter Rathenau afirmaba que “la Revolución alemana fue la huelga general de un ejército derrotado”, no decía nada más que la mitad de la verdad. Porque el ejército —en la medida en que representaba al país— no estaba solamente derrotado, sino, lo que es más importante, trabajado por las mismas fuerzas que tendían en otros países a disgregar las colectividades nacionales. “Las mujeres y los niños se manifestaban contra el racionamiento y en favor de la paz”, dice Fritz Thyssen describiendo el ambiente de derrotismo hacia 1918.[51] Acaso —como agrega el mismo Thyssen— no estuvieran las grandes masas de soldados afectadas por la propaganda “derrotista” y “revolucionaria“, pero es innegable que se habían debilitado considerablemente también en Alemania los ideales que habían conducido a la “unión sagrada”, a la polarización de la nación. Así, cuando estalló el levantamiento de Kiel y se propagó el sentimiento revolucionario, la nueva pasión en pro de los nuevos ideales —de los menos sin duda— sobrepasó la capacidad de resistencia pasiva de los más que aún defendían los viejos ideales.[52] No nos engañemos considerando el posterior renacimiento del militarismo y el nacionalismo alemán, porque el proceso de movilización psicológica que condujo al triunfo de Hitler recogió precisamente aquel estado de ánimo colectivo y preparó la reordenación de la colectividad alemana uniendo diestramente la idea de nación —o mejor, de raza— con la idea de Revolución, de modo que luchar por la Alemania nazi no era simplemente luchar por la patria en los términos de 1914, sino luchar por una patria renovada y consustanciada con los nuevos sentimientos colectivos.

Sin duda influía marcadamente en el sesgo que tomaba la opinión alemana la influencia del triunfo soviético en Rusia. Pero no es menos cierto que en el desarrollo del renacimiento nacionalista obró profundamente la psicología de la derrota y el inhábil tratamiento de los vencedores con respecto al vencido. Una ola de resentimiento se extendió, a partir sobre todo de la ocupación militar de la Renania, entre un pueblo que no veía salida a la crisis a la que se veía condenado. Y vio en los partidos extremistas —el comunista, el nacional socialista— las válvulas de escape para su salvación como colectividad, ampliando esta a la luz de un concepto racial cuya vigencia no era nueva en Alemania y que ofrecía ahora la ventaja de ofrecer una justificación eficaz al grave problema del Lebensraum, del espacio vital exigido por el impresionante desarrollo demográfico del país.

El ascenso del comunismo en Alemania se explica, pues, como una de las formas del desahogo de la psicosis de encrucijada. Pero la fuerza desencadenante del proceso de ascenso fue el prestigio que alcanzó con motivo del triunfo de la Revolución rusa, que había de tener en Alemania incidencias directas. También en Rusia se anunciaba desde mucho antes la disgregación de la colectividad nacional. La Revolución flotaba en el ambiente, apenas contenida por una bárbara represión que no hallaba las correspondientes compensaciones políticas destinadas a ofrecer a las fuerzas insurgentes otras salidas que la Revolución misma. El desencadenamiento de la guerra acalló los clamores revolucionarios, pero su transcurso no hizo sino exarcerbarlos, pues la ineficacia de los comandos, la desorganización estatal y las derrotas que fueron su consecuencia acabaron por desacreditar los ideales precarios que habían sido erigidos en justificación de la contienda. La Revolución socialdemócrata desalojó al zarismo, y muy pronto el extremismo maximalista desalojó a la socialdemocracia, acaso porque era más radical en la condenación de todos los viejos ideales y en la proclamación de otros nuevos: “Pan para todos, paz inmediata, la tierra para los campesinos y la dictadura del proletariado”. Era un programa de reivindicaciones inmediatas que descartaba todos los viejos temas que ya no poseían sino un valor retórico, no porque aquellos antiguos ideales no pudieran ser vivificados sino porque era menester vivificarlos con la savia que surgía de las nuevas situaciones sociales. Triunfó el movimiento maximalista, y bien pronto se advirtió que Rusia adquiría un aire moderno y antirretórico, que exaltaba el maquinismo, el trabajo, el deporte, el amor libre, el canto popular. Era justamente casi todo lo que exaltaba otro país que no había hecho ninguna Revolución sangrienta pero que era ya la expresión misma de la modernidad: Estados Unidos.

Porque el último hecho importante que contribuyó al movimiento de revisión de los viejos ideales fue la presencia y el prestigio conquistado en Europa por Estados Unidos con motivo de su participación en la guerra y su decisiva contribución a la victoria. El éxito del jazz y del cine americano no fue el más insignificante de los signos. La civilización técnica que Estados Unidos representaba pareció la expresión misma de la modernidad y el tipo de la flapper renovó la imagen del tipo femenino con lo que ello significaba como eliminación y superación de viejos prejuicios. Era como si se hubieran descorrido unos velos centenarios para dejar a plena luz realidades indiscutibles pero durante largo tiempo veladas. La vida parecía renovarse y la nueva imagen provenía de nuevas experiencias, hechas a primera vista sólo de desengaños pero acaso más vivas de lo que los protagonistas creían por entonces.

Ortega y Gasset fue de los que vieron, entre los primeros, el curioso fenómeno a que se asistía. Comprobó que ciertos ideales que todavía tenían vigencia a principios de siglo la habían perdido en el momento de hacer su observación, esto es, en el primer decenio que siguió a la terminación del conflicto mundial. Vale la pena transcribir sus palabras:

“Esta es la situación en que hoy se halla la existencia europea. El sistema de valores que disciplinaba su actividad treinta años hace, ha perdido evidencia, fuerza de atracción, vigor imperativo. El hombre de Occidente padece una radical desorientación porque no sabe hacia qué estrella vivir.

”Precisemos: aún hace treinta años la inmensa mayoría de la humanidad europea vivía para la cultura. Ciencia, arte, justicia, eran cosas que parecían bastarse a sí mismas; una vida que se vertiese íntegramente en ellas quedaba ante su propio fuero satisfecha. No se dudaba de la suficiencia de esos últimos prestigios. Podía ciertamente el individuo desentenderse de ellos y vacar a otros intereses menos firmes; pero al hacerlo se daba cuenta de que obedecía un capricho libérrimo bajo el cual continuaba inconmovible la justificación cultural de la existencia. Sentía la posibilidad de tornar en todo momento a la forma canónica y segura de la vida. Del mismo modo en la edad cristiana de Europa veía el pecador su propia vida pecadora flotando sobre el fondo de viva fe en la ley de Dios que ocupaba las cuencas de su alma.

”Ello es que en los confines del siglo XIX con el nuestro, el político que en una asamblea evocase “la justicia social”, las “libertades públicas”, la “soberanía popular”, hallaba en la íntima sensibilidad del auditorio sinceras, eficaces resonancias. Lo mismo que el hombre que con sacerdotal gesto se amparase en la dignidad humana del arte. Hoy no acontece esto. ¿Por qué? ¿Es que hemos dejado de creer en esas grandes cosas? ¿Es que no nos interesa la justicia, ni la ciencia, ni el arte? La respuesta no ofrece duda. Sí; seguimos creyendo, sólo que de otra manera y como a otra distancia”.[53]

Todo el problema parecía residir en cuál es esa manera nueva de sentir los viejos problemas. “Justicia social”, “libertades públicas”, “soberanía popular” eran ideas que habían sido adscriptas a ciertas formas reales de convivencia y a ciertos sistemas políticos definidos; más aún, a ciertos partidos o grupos políticos y a ciertas situaciones concretas. Algo más grave ocurría con ideas de sentido más alto, como “libertad”, esa libertad de la que Lenin había dicho que constituía “un prejuicio burgués”. Y de pronto se advirtió que aquellas nociones y los vocablos que las expresaban se podían considerar, al menos, desde dos puntos de vista radicalmente opuestos, dos puntos de vista desde los cuales ciertas cosas que parecían tener un valor unitario tenían en realidad más de un valor.

A la luz de los años transcurridos puede observarse con nitidez lo que significó en los dos decenios que sucedieron a la Primera Guerra Mundial el distingo entre “valores burgueses” y “valores revolucionarios“. El distingo fue lanzado por las heterodoxias revolucionarias de diversos sentidos, pero adquirió todo su vigor en boca de comunistas y nazi-fascistas. Cuanto se relacionara con la concepción liberal y democrática de la vida cayó bajo el estigma de “burgués”. Mussolini decía: “Nosotros y Rusia estamos contra los liberales, los demócratas y el Parlamento”;[54] y agregaba en otra ocasión: “Estamos contra la vida cómoda”.[55] Liberalismo y democracia —con sus derivados de combate, como “demotraidores”— eran vocablos que parecían indisolublemente unidos a la concepción de la vida propia del siglo XIX, a la concepción burguesa. Al Liberalismo económico se oponía una economía dirigida, como la que practicaban tanto comunistas rusos como fascistas italianos y nazis alemanes más tarde, y a la que habían tenido que recurrir las democracias durante la guerra y la posguerra en parte al menos para hacer frente a las circunstancias de excepción. Al Liberalismo político se oponía una doctrina de autoridad, a la que habían prestado su apoyo pensadores y políticos antes y después de la guerra, por escepticismo frente a las circunstancias de la vida europea. Y al parlamentarismo se oponían diversas variantes del régimen representativo que, según algunos, parecían expresar de manera más fiel la voluntad de la sociedad: los soviets y las asambleas corporativas, todas ellas orientadas y dirigidas por esa curiosa paradoja del “partido único”. Estas nuevas instituciones y orientaciones reflejaban un presunto “espíritu revolucionario” y respondían a “valores nuevos”. Se suponía que había un tipo de “hombre nuevo” que vivía espontáneamente según estos valores, que no podía ya asimilar un adulto formado en la sociedad tradicional, tan viva como fuera su voluntad revolucionaria. Ese “hombre nuevo” no sólo desdeñaba las formas de vida allegadas al Liberalismo, la democracia y el parlamentarismo tradicionales, sino que poseía otras características individuales que iluminan la amplitud de esta renovación de valores. Debía ser esencialmente antirromántico, antisentimental, objetivo, despersonalizado, entregado a una causa con desdén de su propia individualidad, y debía preferir la acción a cualquier otra posibilidad vital. Porque el sentimiento parecía también “burgués”, como la contemplación y el criticismo.

Pero lo más característico del “hombre nuevo” era el desdén por todas las formas existentes, en particular en cuanto se refería a la convivencia, y la certidumbre de que era menester reemplazarlas todas por vía revolucionaria. Cualquier afán o deseo de mantener algo de lo existente era, de hecho, “conservador”, “antirrevolucionario”, y por ende burgués. El día del Apocalipsis estaba próximo —más aún, ya había llegado en alguna parte— y parecía estéril resistir a la inminente renovación catártica del mundo. Donde había llegado era allí donde se había operado una transformación en el orden de la convivencia —Rusia, Italia o Alemania, según los gustos—, y esto porque en el fondo de toda esta renovación en el sentimiento de la vida había un intenso y dramático anhelo de cambio social. Nada más ilustrativo acerca de este aspecto del problema que la transformación del sentimiento patriótico.

Concebido con los caracteres que tenía antes de la guerra, con los que tenía en el momento en que fue utilizado para proclamar la “unión sagrada” al iniciarse las hostilidades en 1918, el patriotismo fue para quienes defendían los “valores revolucionarios“, un típico sentimiento burgués, un valor caduco. La patria a que aludía ese sentimiento constituía una colectividad fundada en el privilegio, en la explotación capitalista, en la supremacía de los monopolios. La patria era un fantasma que escondía —como un “contrabando”, solía decirse— el voraz apetito económico de ciertos grupos. Y los sostenedores de los “valores revolucionarios” execraron la patria y el patriotismo, y se resistieron a la “unión sagrada” porque para ellos no era sagrada. Sagrado era, en cambio, el hombre, el hombre sacrificado, o más exactamente, el proletario carne de cañón, que se utilizaba para satisfacer aquellos apetitos.

Este sentimiento cristalizó en el “internacionalismo”, fundado en la interpretación clasista de la sociedad. El “internacionalismo” fue un “sentimiento revolucionario” porque expresaba un valor nuevo, frente al nacionalismo o al patriotismo, que representaban “valores burgueses“. Pero eso duró hasta que la idea de nacionalidad se tiñó con caracteres de Revolución social. Allí donde se realizó una transformación en las formas de la convivencia, la idea de patria se tonificó considerablemente. El internacionalismo consecuente de Trotsky fue desalojado por el nacionalismo oportunista de Stalin, y la idea de patria constituyó el inconmovible núcleo del sentimiento fascista italiano y el sentimiento nacional socialista alemán. El nombre mismo del partido de Hitler revelaba su esencia: nacionalismo y socialismo unidos ofrecían una variante inesperada con respecto al nacionalismo y al socialismo de anteguerra, época en que tales términos se rechazaban, pues el “nacionalismo” era radicalmente antisocialista —piénsese en el caso Dreyfus— y el socialismo era esencialmente internacionalista, como lo revelaba la consigna con que terminaba Marx el Manifiesto de 1848.

Las circunstancias de posguerra aceleraron este curioso proceso de fusión. La crisis económica, la desocupación, las humillaciones sufridas y la impotencia o la sensación de peligro crearon un resentimiento nacional en Rusia, en Alemania y en Italia. Pero al operarse, quienes lo impulsaban buscaban sabiamente la adecuación del conjunto ideológico al sentimiento preponderante. Más que un socialismo revolucionario para el proletariado se buscaban en Italia y en Alemania soluciones de tipo socialista que sirvieran en la emergencia de posguerra para paliar algunos males inmediatos, pero que sirvieran sobre todo al Estado para fines nacionalistas o imperialistas que, por lo demás, seguían interesando fundamentalmente sólo a ciertos grupos privilegiados, cualquiera fuese ahora su composición. La Revolución profunda de Rusia, en cambio, no vaciló en una modificación sustancial del sistema económico, y si coincidió con el nacionalismo fue por sentirse acorralada y cercada de peligros.

Pero una Europa constituida por estos nacionalismos agresivos y pujantes era, naturalmente, una Europa en peligro, una Europa que había perdido el sentido de su radical unidad, una Europa montada sobre el más inestable de los equilibrios. Naturalmente, cabe preguntarse si Europa había existido alguna vez como unidad. En la realidad política, la unidad resultaba de la comunidad de actitudes y de intereses entre los más importantes países: actitud intelectual, actitud tecnicoeconómica, actitud social, intereses expansionistas, todo lo cual creaba simultáneamente un conjunto de tensiones centrífugas y centrípetas que alternaban su predominio sobre el orden europeo. Tales tensiones parecían susceptibles de equilibrarse, y precisamente la expresión “equilibrio europeo” constituyó, casi exclusivamente, el símbolo de la unidad europea. Europa parecía existir como una unidad real en la medida en que sus distintos elementos eran capaces de llegar a establecer un equilibrio entre ellos. Pero sin duda la aspiración a la unidad existía vehementemente, y por eso trataba de alcanzarse. Esa aspiración —que convenía sin duda a los intereses comunes de los países europeos frente al mundo no europeo, a poco que se los considerara con amplitud de criterio— anidaba también en otra napa del espíritu del hombre europeo, más profunda y sutil, en la que quedaban patentes las coincidencias de los supuestos de las distintas particularidades nacionales. El hombre europeo podía parecerle un fantasma al nacionalista francés o alemán; pero cobraba corporeidad en el momento en que, aun ellos, medían su propia peculiaridad con el patrón del hombre asiático o africano. Europa era, pues, la patria común de una especie de fantasma al que parecía posible descubrir en su realidad sólo por una operación del espíritu capaz de abstraer los rasgos comunes que yacían escondidos tras la primera apariencia del hombre real.

Esa patria cobraba mayor o menor vigencia según las circunstancias, y el siglo XIX había avanzado mucho en su descubrimiento y afirmación, porque parecía ser el paisaje predilecto de las ideas fuerza de la centuria: el progreso, la libertad y la civilización. La guerra mundial echó por tierra las conquistas que la idea de la unidad europea había hecho en los últimos cuarenta años, y entonces se tornó un ideal nostálgico vehemente al tiempo que una ferviente aspiración para el futuro de los espíritus que se llamaban a sí mismos “hombres de buena voluntad”. Aristide Briand en el campo de la política y Romain Rolland en el de la propaganda espiritual simbolizaban ejemplarmente este estado de ánimo.

Pero acaso quien llamó más poderosamente la atención sobre el problema de la crisis de la idea de Europa fue Paul Valéry, que acertó a tocar las dos o tres fibras de la cuestión que más importaban para el europeo de posguerra. Paul Valéry pensaba sin duda en la decadencia de la civilización occidental, pero cuando intentaba precisar su pensamiento, sus reflexiones parecían circunscriptas al problema histórico concreto de Europa, más aún, de la Europa occidental. “El resultado inmediato de la gran guerra —decía en 1939—[56], fue lo que debía ser: no ha hecho más que acusar y precipitar el movimiento de decadencia de Europa. Todas sus más grandes naciones se han debilitado simultáneamente: las contradicciones internas de sus principios se han tornado evidentes; los dos partidos han recurrido a los no europeos, tal como se recurre al extranjero en las guerras civiles. El prestigio de las naciones occidentales ha sido destruido recíprocamente mediante la lucha por la propaganda, y no hablo de la difusión acelerada de los métodos y de los medios militares, ni de la exterminación de las elites. Tales han sido las consecuencias, en cuanto a la condición de Europa en el mundo; de esta crisis largamente preparada por una cantidad de ilusiones, y que deja tras de ella tantos problemas, enigmas y temores, una situación más incierta, los espíritus más turbados, un porvenir más tenebroso que el de 1913. Existía entonces en Europa un equilibrio de fuerzas, pero la paz de hoy no hace soñar más que en una especie de equilibrio de debilidades, necesariamente más inestable”. Así concluía Valéry la introducción a las Notas sobre la grandeza y la decadencia de Europa. En su texto, Valéry señala agudamente la inadecuación de los Estados europeos con respecto a la situación contemporánea. Admite que haya sido legítima la concepción de Richelieu o la de Bismarck, que empujaba a sus respectivos países a luchar por su propia hegemonía dentro de Europa, pero afirma que el mantenimiento de esa política sólo revela ahora pequeñez de espíritu. Ese “ahora” esconde el secreto de la interpretación del fenómeno europeo por parte de Valéry:[57] no reside en la posguerra misma, pero sólo la posguerra ha proporcionado la ocasión favorable para que se tome conciencia del problema. Ese “ahora” es la era de la occidentalización del mundo, o más exactamente, de su europeización.

“Las otras partes del mundo —decía Valéry—[58] han tenido civilizaciones admirables, poetas de primer orden, constructores y hasta hombres de ciencia. Pero ninguna parte del mundo ha poseído esta singular propiedad física: el más intenso poder emisor unido al más intenso poder absorbente. Todo ha venido a Europa y todo ha venido de ella. O casi todo”. Esta convicción justificaba el angustioso interrogante que, formulado en 1929, tenía un particular grado de dramatismo: “Según eso, la hora presente comporta esta pregunta capital: ¿guardará Europa su preeminencia en todos los géneros?”. La pregunta no era retórica, no estaba planteada exclusivamente en los términos de la pura preeminencia espiritual, sino que se dirigía a una cuestión palpitante que afectaba a la existencia misma de Europa. La expansión, la europeización del mundo ha sido —dice Valéry—[59] la obra de toda Europa, de los afanes coincidentes de todas las naciones europeas, y su administración y conclusión hubiera debido ser en consecuencia, también la obra de toda Europa. Pero a ese proceso no ha acompañado un crecimiento de la conciencia europea, sino, por el contrario, una exageración del localismo de la política nacional, cuyas consecuencias previsibles no podían ser sino trágicas. “No habrá habido nada más idiota en toda la historia que la concurrencia europea en materia política y económica, comparada, combinada y confrontada con la unidad y alianza europeas en materia científica. En tanto que los esfuerzos de las mejores cabezas europeas constituían un capital inmenso de saber utilizable, la tradición simple de la política histórica de codicias y de prejuicios proseguía, y ese espíritu de pequeños europeos entregaba, por una especie de traición, a aquellos mismos a quienes se creía dominar, los métodos y los instrumentos de poder. La lucha por las concesiones o los préstamos, por introducir máquinas o expertos, por crear escuelas o arsenales —lucha que no es otra cosa que el transporte a larga distancia de las disensiones occidentales— entraña fatalmente el retorno de Europa al rango secundario que le asignan sus dimensiones, y del que la habían sacado los trabajos y los cambios internos de su espíritu. Europa no habrá tenido la política que merecía su pensamiento”.

La observación era justa y ponía el problema sobre el plano en que debía ser considerado. Abundando sobre él, Valéry advertía sobre el peligro que Europa había preparado, un peligro radical, pues debería afrontar un mundo mucho más poderoso que ella, y preparado como ella misma. De aquí su desilusión, casi su espanto. “Europa aspira visiblemente a ser gobernada por una comisión americana”, decía con irritación y desprecio. Pero no le quedaba duda de que no podría restablecerse jamás de la situación que la guerra le había creado. Era la opinión que algún tiempo antes, en 1926, había manifestado Max Scheler en la Sociología del saber, al interrogarse acerca del efecto de la guerra mundial sobre la relación entre el saber técnico y el saber metafísico: “La respuesta no puede ser sino una, al menos para el que conoce algo el asunto: jamás recuperará Europa continental aquel puesto de pionero absoluto y dominante de la civilización universal que ocupó en la época de coyunturas de política y economía mundiales excepcionalmente favorables en la historia universal que fue la última era anterior a la guerra.”[60] Los argumentos eran análogos a los de Valéry, acaso porque uno y otro —como buena parte de los europeos cultos— estaban bajo la impresión de los economistas que, como Wright y Keynes, hacían oscuras predicciones sobre los problemas de la demografía y la producción de Europa. Difíciles en sus fundamentos materiales, los problemas de la sociedad europea no podían sino ser considerados peligrosísimos en el tenue y sutil plano del espíritu.

La imagen de la realidad historicosocial

Si analizamos cómo fueron percibidos en el período de la posguerra los hechos fundamentales de la vida política y social y cómo fueron interpretados vinculándolos a la guerra misma y a las condiciones de existencia del europeo; y si extendemos nuestro análisis a las reacciones que suscitó esa interpretación y a las consecuencias que se extrajeron de ella, nos sorprenderemos de la profundidad de la transformación que en poco tiempo se operó en la concepción de la realidad historicosocial, de cuya renovación debía salir una nueva imagen de la situación del hombre en su mundo y de sus posibilidades de acción y de expresión. No es fácil indagar los caracteres de esa imagen, pero acaso pueda lograrse una aproximación a ella.

La principal dificultad proviene de que no es una imagen fija, de perfil preciso, sino acaso un conjunto de imágenes superpuestas, cada una de ellas proveniente de cierto tipo de experiencia, y cada uno de estos tipos de experiencias provenientes a su vez de determinadas situaciones propias de ciertos grupos sociales. Algunos de los perfiles que entrevemos provienen del intento sistemático de algún pensador que —tratando acaso de expresar un sentimiento colectivo— ha aplicado su experiencia personal en el análisis del problema para tratar de fijarlos, agregándoles, naturalmente, los rasgos que le dicta su propia y personal dirección intelectual. Pero otros no tienen la precisión de estos últimos. Sus trazos son desdibujados porque han carecido de elaboración ordenada y se limitan a compendiar una experiencia no observada sistemáticamente sino sufrida y valorada subjetivamente. Y como las experiencias han solido ser contradictorias o divergentes, las imágenes acusan rasgos encontrados que, al sumarse, producen una notable confusión. Pero no nos desalentemos, porque acaso sea posible hacer la luz, y entre tanto anotemos que la confusión en esta materia —imagen de la realidad historicosocial— es ya de por sí un dato importante para entender la peculiaridad de la conciencia europea de posguerra.

Si recordamos que tanta inquietud acerca de la naturaleza de la vida histórica ha sido movida por el interrogante acerca de qué ocurre y qué va a ocurrir, no puede extrañar que la problemática fundamental de toda reflexión, sistemática o no, acerca de la vida histórica haya girado alrededor de la cuestión de si es esta inteligible o no, de si posee un orden interno y si ese orden nos es revelado de alguna manera.

En el campo de las observaciones sistemáticas se oponen las concepciones de Spengler y Valéry. El pensador alemán, preocupado de antiguo por el problema, analizó los signos de la época que antecedió la guerra, auscultó el sentido de esta y sus primeras consecuencias y creyó confirmada su tesis de que podía establecer con exactitud el punto preciso de la curva histórica en que tal época se hallaba. En el desarrollo de la cultura occidental estableció etapas necesarias y concluyó haciendo el diagnóstico de la etapa en que creía que se hallaba en el momento de hacer su diagnóstico. Supuso que esa etapa se caracterizaba por ser de decadencia; pero lo importante para lo que observamos ahora es que establecía el carácter necesario de esa etapa, afirmando con ello cierta peculiaridad del desarrollo histórico: su fatalismo, su inexorable lógica interna que opone a la libertad del hombre límites precisos e inviolables. La vida histórica parecería, así, ser un proceso biológico, de términos inexorablemente fijados en cuanto a su alcance, duración y significado, dentro del cual la libertad del hombre encuentra límites precisos —los que la vida impone al espíritu— que no pueden sobrepasarse. En cada instante la vida histórica se caracteriza por ciertos rasgos que son ajenos a la voluntad misma de sus protagonistas y que les son impuestos a todos por la naturaleza de la estructura supraindividual llamada “cultura”. La cultura tiene edades, y cada una de esas edades impone un tono y una vocación a los hombres que aparecen durante su transcurso. “Hasta hoy —escribía Spengler—[61], éramos libres de esperar del futuro lo que quisiéramos… Pero en adelante será un deber preguntar al porvenir qué es lo que puede suceder, lo que sucederá con la invariable forzosidad de un sino…”. Y agregaba más adelante: “El hombre del occidente europeo no puede ya tener ni una gran pintura ni una gran música y sus posibilidades arquitectónicas están agotadas desde hace cien años. No le quedan más que posibilidades extensivas…”. Spengler ofrecía así un cuadro de la estagnación de las posibilidades creadoras, de la inutilidad de los esfuerzos de rebelión, y ofrecía al mismo tiempo una filosofía pesimista que podía servir tanto a los conformistas, incitándolos al abandono, como a los disconformistas, incitándolos a la acción inmediata y desesperada.

Esta concepción de la realidad historicosocial —que se oponía a la concepción predominante en las postrimerías del siglo XIX, movida por la certeza de la eficacia de la razón— apareció alguna vez compartida por Valéry, por ejemplo cuando afirmaba la identidad de las épocas llamadas modernas, con lo que admitía cierta forzosidad del desarrollo histórico. Pero era una apreciación circunstancial la suya, que no correspondía a su peculiar y espontánea reacción frente al espectáculo de la realidad historicosocial. En efecto, lo que más impresionaba a Valéry era “el desorden, el caos” que caracterizaba a nuestro tiempo, esto es, la inadecuación entre el sistema de ideas con que tradicionalmente parecía posible interpretar la realidad historicosocial y las formas con que la realidad se presentaba ahora, inexplicables en relación con aquel sistema de ideas. La significación de esa inadecuación es trascendental. Significaba para Valéry la revelación de una manera peculiar, sustancial de la vida histórica que, aplicada a la realidad inmediata, implicaba consecuencias terribles. La vida histórica parecía carecer, a sus ojos, de una estructura concreta y de una inalterable continuidad, de modo que su decurso y cada una de sus etapas resultaban inasibles para la inteligencia. Valéry insistía en la ineficacia de la historia para la comprensión del presente: “impotencia” es la palabra que él usaba.[62] Pero si bien es cierto que puede inferirse que esa observación entrañaba una teoría general de la vida histórica, lo cierto es que Valéry creía que sólo en el período sometido a examen —esto es, el período de posguerra— habíase puesto de manifiesto esta peculiaridad. “El hecho nuevo —decía—[63] tiende a adquirir toda la importancia que la tradición y el hecho histórico poseían hasta aquí”. Pero ¿qué era “el hecho nuevo”? Era simplemente un tipo de hecho que no se engastaba en la serie de los anteriores con la misma fácil y justa adecuación con que estos se habían engastado en los que le precedieron, esto es, un tipo de hecho que revelaba una ruptura en el pretendido desarrollo coherente de la vida histórica, introduciéndose en ella una dirección que sorprendía al instrumento racional que parecía haberse manifestado antes apto para entenderla.

En esa postura —que Valéry expresaba pero que muchos compartían— se acentuaba la tendencia a afirmar la irracionalidad de la vida histórica, o mejor, su arracionalidad, derivada de la coexistencia de elementos racionales con elementos pasionales y volitivos. De aquí deriva una concepción de la dinámica histórica animada por una imprecisa idea de Revolución permanente. En la medida en que era imprevisible la irrupción de los elementos no racionales, era imprevisible el curso de la historia, aunque podía afirmarse que a cada irrupción debía corresponder una mutación profunda y sustancial de la realidad. Pero no era esta la única postura que significaba una concepción revolucionaria de la realidad. Una concepción profundamente racionalista —el materialismo dialéctico— conducía a una conclusión semejante aunque de manera más severa y programática. La Revolución era inevitable por imperio del desarrollo economicosocial, que creaba, al llegar a cierta etapa, condiciones de las que no era posible evadirse y que motivaban cambios encadenados en el sistema de relaciones sociales y, con ellos, en el sistema de ideas y valoraciones. Pero esta concepción había adquirido, con el triunfo de la Revolución rusa, un aire militante; crecía el número de los que se adherían a la causa comunista, y cada uno de los adherentes coincidía o terminaba por coincidir con la concepción que movía a la Revolución. Los principios de la evolución lenta, del desenvolvimiento pausado y continuo, del progreso sin límite, dejaron paso a una teoría de mutaciones bruscas en el campo de la vida histórica. La realidad social parecía precipitarse cada cierto tiempo en unas convulsiones que, lejos de constituir anormalidades, podían ser consideradas como las crisis normales de readecuación de los distintos elementos que la componían. La vida social parecía inducir al hombre a una perpetua destrucción y reconstrucción de cosas, relaciones y valores.

Lo peculiar del período de posguerra parecía ser —en este aspecto— la coexistencia de estos diversos puntos de vista sobre la realidad historicosocial, sin predominio neto de ninguno. No eran por lo demás puntos de vista que se excluyeran totalmente entre sí, sino que, por el contrario, poseían muchos aspectos comunes y sólo por ciertas cargas sentimentales se acentuaban los rasgos diferenciadores. Y no eran los únicos puntos de vista. Todavía podrían rastrearse otros enfoques parciales o totales de la realidad, espontáneos o sistemáticos, que suponían de alguna manera una nueva variedad en la ya heterogénea imagen de la realidad.

Uno era el que suponía que la realidad social constituía un conjunto de sentido propio, una estructura, una Gestalt, como dirían los psicólogos. Esta actitud provenía de la psicología, efectivamente, y contradecía las tradicionales concepciones asociacionistas. Aplicada a la vida social, comprobaba que el conjunto social no equivalía exactamente a la suma de los individuos sino que constituía como tal conjunto un ente original que poseía una personalidad propia, un sentido propio, resultado de la galvanización de la colectividad en una dirección no necesariamente supuesta en los designios individuales de sus componentes. El todo poseía, pues, un valor distinto del de las partes.[64]

Elaborada en el terreno científico, esta doctrina abría numerosas posibilidades interpretativas de lo social, que, por lo demás, habíanse manifestado ya antes, especialmente en el pensamiento romántico. De esas mismas raíces brotó una doctrina menos elaborada, pero más estrechamente relacionada con la práctica de la conducción social, que poseía principios semejantes y que nutrió las concepciones llamadas totalitarias. El todo fue en esta doctrina la nación, la unidad nacional, a la que se atribuyó el valor de un absoluto histórico dotado de valor en sí mismo y anterior y superior a los individuos que la componían, en los que el siglo XIX se había empeñado en radicar los más altos valores. La expresión de ese todo pareció ser el Estado, forma suprema —según la tesis hegeliana— de la vida de la colectividad, y al Estado se atribuyeron todos los derechos, en tanto que se limitaban sensiblemente los que en el siglo XIX, según los postulados de la Revolución francesa, se habían asignado eminentemente al individuo. El Estado totalitario fue, pues, no sólo un recurso de hecho para afrontar cierta situación social, sino la expresión de una actitud frente a la realidad social, de vieja data, por cierto (pues acaso podría considerársela espartana de origen), pero vivificada y nutrida por un sentimiento estrechamente ajustado a la situación contemporánea.[65]

Pero aún había más puntos de vista. Quienes adoptaban una actitud de retracción frente al caótico desarrollo de la vida social, quienes aspiraban a sustraerse a sus peripecias y a deslindar la esfera de su existencia personal de la esfera de la colectividad, afirmaron, en rebelión violenta contra los intentos de masificación, el derecho de vivir según su propia e intransferible imagen de la realidad, y proclamaron que esa imagen intransferible poseía tan alto valor como las otras, más aún, un valor infinitamente más alto, el valor de única imagen verdadera porque estaba sellada por la experiencia íntima del ser. De hecho se negó el valor de la realidad objetiva, asignándole un carácter de pura convención incapaz de recibir otra adhesión que no fuera la puramente intelectual; y por el contrario, se erigió en única verdad la imagen subjetiva de la realidad, la única que revelaba la realidad verdadera, la superrealidad. “El superrealismo —escribía André Breton en uno de sus manifiestos—[66] descansa sobre la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación descuidadas hasta aquí, en la omnipotencia del sueño, en el juego desinteresado del pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los otros mecanismos psíquicos y sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida”. El sueño, el vago mundo del subconsciente, cierta intuición —incontrolable, por cierto— parecían esconder los secretos de la realidad con más justo título que la inteligencia analizadora; pero no sólo porque se desconfiara de la inteligencia analizadora; sino porque se afirmaba el valor de una realidad que escapaba a ese instrumento y que, por el contrario, sólo parecía captable por aquella otra vía.[67]

La poesía, la pintura, el cinematógrafo, parecían poseer aptitudes más eficaces para expresar esa realidad que el pensamiento discursivo. Salvador Dalí, Louis Aragon, Robert Wiene o Man Ray[68] resultaban ser los reveladores de la realidad esencial, oculta pero accesible si se acertaba con el instrumento apropiado para acceder a ella. Realidad esencial que sólo se revelaba a la conciencia individual, proporcionaba sin embargo un ingrediente por la comprensión de la realidad objetiva que modificaba sensiblemente la imagen tradicional. Parecía perder esta su solidez, su precisión, su objetividad. La realidad, tal como la concebía Pirandello, era la resultante de la voluntad del hombre, de la peculiar refracción de su espíritu. En rigor, la realidad es y no es. Mussolini podía decir —traduciendo arbitrariamente el escepticismo de su autor— que Pirandello “hacía teatro fascista sin quererlo”. Y agregaba, interpretando la concepción pirandelliana: “El mundo es como queremos hacerlo, es nuestra creación”.[69] La sombra del obispo Berkeley parecía flotar otra vez sobre el mundo.

La idea del hombre

En el seno de una realidad que parecía proteica, multiforme y en ocasiones incomprensible, el hombre, el hombre unamunesco de carne y hueso —el hombre existencial— pudo ser considerado como la única, auténtica realidad, afirmada en una experiencia interior. Podría decirse que el problema del hombre —de su valor, de su significación, de sus inalienables derechos— constituye el tema fundamental de la reflexión de posguerra. Martin Buber destacaba el hecho: “No es ninguna casualidad —dice—[70] sino algo lleno de sentido que los trabajos más importantes en el campo de la antropología filosófica surgieran en los diez primeros años que siguieron a la Primera Guerra Mundial”; porque, en efecto, los filósofos redescubrieron el problema —de viejas raíces— y por entonces comenzaron a atender a los nuevos interrogantes que el problema planteaba. “Poseemos —escribía en 1928 Max Scheler en El puesto del hombre en el cosmos[71] una antropología científica, otra filosófica y otra teológica, que no se preocupan una de otra. Pero no poseemos una idea unitaria del hombre. Por otra parte, la multitud siempre creciente de ciencias especiales que se ocupan del hombre ocultan la esencia de este mucho más de lo que la iluminan, por valiosas que sean. Si se considera, además, que los tres citados círculos de ideas tradicionales están hoy fuertemente quebrantados, y de un modo muy especial la solución darwinista al problema del origen del hombre, cabe decir que en ninguna época de la historia ha resultado el hombre tan problemático para sí mismo como en la actualidad. Por eso me he propuesto el ensayo de una nueva antropología filosófica sobre la más amplia base”.

En el campo teórico prosiguieron las indagaciones de Scheler y de Husserl muchos pensadores que alcanzaron insospechada hondura. Landsberg, Heidegger, Cassirer, Groethuysen, desenvolvieron los aspectos doctrinarios del problema. Pero el problema tenía ya urgencias inmediatas, y no podía ser exclusivo patrimonio de los filósofos, juristas, políticos, sociólogos, literatos; todos lo descubrían ante sí como una esfinge inquisitiva a la que se veían obligados a responder de alguna manera; fundándose o no en meditados puntos de vista; y hasta el hombre de la calle pudo descubrir que sus opiniones sobre el tema tenían una imprecisión que ahora resultaba incompatible con las dramáticas exigencias de la realidad.

La reflexión de Max Scheler explica la pluralidad de opiniones y enfoque que matizaban la idea del hombre. Pero, época peculiar plena de sentido aun en su propia incertidumbre, la posguerra ofrece una idea del hombre que resulta acaso de la misma yuxtaposición de incertidumbres. Tan oscuro y complejo como sea el diagnóstico, tratemos de establecer sus términos siquiera sea de manera aproximativa.

En el terreno de la vida politicosocial, las conmociones y desajustes producidos en todos los países europeos pusieron de manifiesto la pluralidad de formas posibles de convivencia, la pluralidad de regímenes con una correlativa pluralidad de relaciones posibles entre el individuo y la colectividad. Pero esa pluralidad admitía una reducción a dos tipos fundamentales, que correspondían a dos concepciones antitéticas del individuo, de la colectividad y de sus relaciones recíprocas.

Según una de esas concepciones —la tradicional y vigente hasta la guerra— el elemento fundamental de la vida social era el individuo. Se lo concebía como ente de razón, como conciencia autónoma, como sujeto de determinados derechos considerados naturales, como “hombre y ciudadano”, según la fórmula del memorable preámbulo de la Constitución revolucionaria de 1791. La sociedad no era sino el conjunto de individuos agregados, “asociados” según un presunto pacto social en una colectividad que no poseía otra voluntad que la que derivaba de la voluntad de sus miembros, la cual, a los fines de la existencia colectiva, se determinaba según el principio de las mayorías.

Según la otra concepción —de viejas raíces, pero renovada y revitalizada en la crisis de la posguerra—, el elemento fundamental de la vida social es el grupo, la colectividad, que asume diversas formas y rótulos: gremio, clase, nación, etc. Se supone que el grupo como tal posee una estructura interna que le proporciona absoluta originalidad y que hace de la colectividad un ente que no se funde en la mera suma de los individuos que la componen. Se admite que el grupo tiene un designio, un sistema de tendencias, más aún, un “alma”, que se expresa y se manifiesta a través de la acción del grupo, sin que pueda legislarse de manera precisa acerca de la manera de determinar la voluntad del grupo. La intuición parece la vía más segura para captar el designio colectivo, y el éxito parece la prueba decisiva del acierto de la interpretación.

En cada una de esas dos concepciones, la situación recíproca de individuo y colectividad es diferente. En la primera la colectividad debe servir al individuo; en la segunda el individuo debe servir a la colectividad. En la primera, el derecho eminente es el del hombre; en la segunda es el del grupo. En la primera, el más alto valor arraiga en el ser íntimo; en la segunda arraiga en la naturaleza social del hombre.

En el terreno de las ideas, estas dos concepciones tienen larga data y han sido diferentemente expresadas. Pero durante la posguerra se opusieron dramáticamente, por cuanto una y otra respaldan tendencias y movimientos de distinto sentido, necesariamente contrapuestos. Prácticamente los movimientos que operaban activamente creando la crisis se apoyaban todos —en mayor o menor medida y con mayor o menor conciencia— en la concepción colectivista. Grupos, clases, naciones o razas parecieron ser las entidades que cumplían un papel protagónico en la historia, más que los individuos. Y aun quienes resistían a esos movimientos comprendían que tal concepción de la sociedad y del individuo era la predominante en la hora. De aquí resultó que se opusieron dos tipos de hombres, uno adecuado a las tendencias predominantes y otro fuertemente inadecuado. Pues, en efecto, el tipo extrovertido, con tendencia a asimilarse al espíritu gregario, o, como lo llamaremos más adelante, el hombre social, podía hallar fácilmente un lugar en la vida de su colectividad y reconocer fácilmente su misión; en tanto que el introvertido, el hombre íntimo, no podía hallar otra solución a su existencia que la retracción, el repliegue sobre sí mismo, el escapismo en fin.

Pero uno y otro trataron de afirmar su programa de vida: mediante la acción preferentemente el hombre social, mediante la reflexión y la creación el hombre íntimo. Estos distintos esfuerzos de afirmación pusieron de manifiesto claramente la antítesis entre dos ideas del hombre harto diferentes: la del que no se concibe sino realizándose en la colectividad y la del que no se concibe sino realizándose por sí mismo.

Para el hombre social, las circunstancias de la época constituían un ambiente favorable. Una incontenible efervescencia de los grupos sociales, en busca de una nueva acomodación, favorecía la tendencia a la acción y hacía de quien tenía la vocación del activismo el hombre de la hora. Sin duda el activismo no era ni una tendencia ni una actitud nueva. Pero la inestabilidad social le prestaba mayores posibilidades. Y, eso sí, ciertas características inusitadas.

Porque, en efecto, el activista comenzaba a actuar sobre una materia social más plástica, más propensa a los cambios y, en consecuencia, más dispuesta a aceptar las influencias modeladoras de quien intentara trabajar sobre ella, siempre que supiera y pudiera adecuarse a su peculiar condición. La materia social adoptó una peculiar estructura que fue calificada como estructura de “masa”, designación que entrañaba, sustancialmente, una opinión acerca de la tendencia a la indiferenciación propia de los individuos que la constituían. Y los valores a los que debió adecuarse el hombre social —a los que manifestó, por lo demás, tendencia a adecuarse— fueron los valores reconocidos por la masa en cada instante y lugar.

Al tiempo que sociólogos y políticos señalaban la presencia de las masas como un nuevo hecho social, escritores de aguda percepción señalaban los rasgos típicos del hombre que se conformaba según sus ideales y valores. La aparición del Babbit de Sinclair Lewis fue, en cierto modo, una revelación. Quedaban al descubierto los perfiles de un tipo de hombre que proliferaba, caracterizado por la tendencia a sobresalir en el ejercicio de ciertas aptitudes que eran radicalmente aceptadas por las masas, en el culto de ciertos valores que recibían casi unánime acatamiento. Nada se advertía en él de singular, de íntimo, de individual en sentido estricto. Del mismo modo apareció un tipo de héroe de masas de nuevas características. El astro cinematográfico o radiotelefónico, el deportista, especialmente el dedicado a los deportes mecánicos —aviación, automovilismo— encarnaron un sentimiento colectivo y una idea genérica de gloria que respondía a ciertas tendencias de las masas: un romanticismo elemental unas veces, un sentimiento heroico y sobre todo cierto anhelo de enajenación, de escapismo por la vía del entretenimiento absorbente, que habría de buscar su satisfacción plena en el suspenso del cinematógrafo o de la novela policial.

Pero el héroe de masas no existía sin la masa, y la masa se componía de hombres que buscaban en el héroe su propia satisfacción, aunque yacían indiferenciados como multitud y manifestaban más tendencia a la coincidencia multitudinaria que a la diferenciación individual. La masa se constituía, en rigor, bajo la presión de circunstancias exteriores, y se hacía visible en las largas filas de desocupados que esperaban mansamente la sopa popular ofrecida por los municipios, o en las multitudes que se apiñaban para ver un partido de fútbol. No eran estas formas sociales estables, que autorizaran a definir a sus integrantes por el mero hecho de pertenecer a ellas; pero la observación de posguerra revelaba, sin embargo, un tipo de hombre que veía, en efecto, su exaltación en la comunión con los demás del grupo, en la disolución y entrega de su personalidad mediante una coincidencia sentimental o volitiva con otros a quienes los vinculaban más las circunstancias que las afinidades. Así se revelaba el hombre masa, al que quería servir el que aspiraba a ser héroe de masas: el novelista que quería que su obra llegase a ser un best-seller, como Los caballeros las prefieren rubias de Anita Loos; o el jugador de fútbol o el corredor de automóviles o el aviador o el crooner de jazz o el galán de cine. Y también el líder politicosocial que comprendía ahora que tenía que actuar sobre un tipo de hombre que se le ofrecía sumido en una estructura social constrictora.

El héroe de masas —sigámosle llamando así— representa, a diferencia del hombre de masas, un tipo individualizado que no se sumerge en la masa sino que procura operar sobre ella asimilándose a sus peculiaridades con el fin de asegurar su éxito. En alguna medida, este designio implica cierto desdoblamiento de la personalidad, experiencia cuyo más alto y curioso ejemplo quizá sea la de Benito Mussolini. La personalidad individualizada, incontenible sin duda, descubría la legitimidad —por fuerza del puro factum— de la personalidad inmersa en el todo social, y consideraba heroico asimilarse a ella, volcarse en ella, actitud que significaba un tipo de heroísmo que, desusado en los últimos tiempos, sólo admitía comparación con algunos antecedentes remotos. Una vaga vocación de aniquilamiento individual parecía latir en ese designio.

La forma específica y plena de realización del hombre masa debía darse en una sociedad colectivizada. La teoría de este tipo de sociedad habíase elaborado desde muy antiguo —la tradición espartana a través de la influencia operada sobre los filósofos laconizantes podría considerarse remoto punto de partida—, pero fue el triunfo de la Revolución maximalista en Rusia lo que actualizó lo que dio en llamarse “la nueva sociedad”, aquella en la que debía formarse “el hombre nuevo”. Poco después decía Mussolini refiriéndose al problema: “Nosotros estamos, como en Rusia, por el sentido colectivo de la vida, y esto lo queremos reforzar a costa de la vida individual. Con esto no llegamos al punto de convertir a los hombres en cifras sino que los consideramos sobre todas las cosas en sus funciones en el Estado. Esto es un acontecimiento en la psicología de los pueblos, porque lo ha realizado un pueblo del Mediterráneo que era tenido por inapto para ello. Ahí, en la vida colectiva, está la nueva fascinación. ¿Era quizá de diferente modo en la antigua Roma? En los tiempos de la república el ciudadano no tenía más que la vida del Estado y con los emperadores, con los cuales cambió esto, llegó la decadencia. Sí, esto es lo que el fascismo quiere hacer de las masas: organizar una vida colectiva, una vida común, trabajar y combatir en una jerarquía sin ovejas. Nosotros queremos la humanidad y la belleza de la vida en común. Naturalmente esto extraña a los extranjeros. El hombre a los seis años está separado ya, en cierto modo, de la familia y es restituido por el Estado a los sesenta años. El hombre no se pierde: se multiplica”.[72]

La idea cobraría fuerza, porque todas las circunstancias de la vida social le prestaban apoyo. A la zaga del espíritu nacionalista desatado por el tratado de Versalles, la idea de comunidad nacional adquirió en muchos países un desarrollo casi enfermizo y el hombre se sintió no sólo inmerso en él sino también totalmente obligado a su servicio y totalmente constreñido por los ideales de la comunidad. A la zaga de las convulsiones de la vida economicosocial, el hombre se vio aprisionado dentro de cierta clase y forzado a buscar apoyo en las organizaciones profesionales. Y a la zaga de esas mismas circunstancias, se descubrió incluido en formaciones sociales momentáneas: desocupados, huelguistas, excombatientes, que anulaban su personalidad frente a gigantescas potencias de impenetrable designio. Sólo mediante la afirmación de la voluntad gregaria, sólo sumando la propia voluntad a la de los demás se reconstruía de algún modo esa personalidad aniquilada. Y el hombre masa aprendió a sentirse hombre sólo por su inmersión en un todo social.

Para la afirmación del hombre íntimo, en cambio, todas las circunstancias eran adversas, excepto la coerción misma de la sociedad que lo obligaba a replegarse y a buscar en su propia intimidad una tabla de salvación. Una existencia sin proyección inmediata sobre la colectividad parecía una existencia inútil y acaso ilegítima. Y la tradición espiritual que parecía prestarle su radical justificación pareció por un momento irremisiblemente perdida.

Valéry definió al hombre íntimo, al hombre de la posguerra, como un Hamlet, “el Hamlet europeo”. Su perplejidad provenía de ver destruido cuanto había amado, de ver que se negaba todo aquello en que había creído, de ver que se invertían los principios de valoración y estimación que hasta entonces habían estado vigentes. “No soy hombre por lo que he creído hasta ahora —parecía pensar— sino por motivos que antes no hubieran podido justificarme ante mí mismo ni ante mis semejantes.” De aquí una sensación de desconcierto del hombre íntimo, que encontró en su soledad su única salida.

Pero la soledad del hombre íntimo era, en este instante peculiar, una soledad peculiar: la soledad multitudinaria, la soledad de quien no descubre a su semejante en medio de una multitud de seres aparentemente como él pero con los cuales no puede establecer comunicación espiritual. La reacción fue afirmar un principio de valoraciones que situaba en un punto muy bajo de la escala al hombre masa como si no fuera otra cosa que producto de las circunstancias y considerándolo como un ejemplar inferior de la especie. El hombre íntimo se sintió, pues, miembro de una minoría —como en efecto era— pero adscribió a esa minoría todos los valores positivos y juzgó que quienes no pertenecían a ella carecían de otra significación que la que les prestaba la fuerza del número. Dos tipos de hombre pensó el hombre íntimo, pues, que existían; y los agrupó en dos conjuntos —masas y minorías— que sumados parecieron representar exactamente el conjunto social.

El hombre íntimo creyó hallar en su introversión su propia vía. A veces mantuvo cierta forma de participación en la vida social, pero procurando asegurar las inviolables fronteras de las minorías con convencionalismos y exotismos que constituyeran claves secretas. Pero su natural desahogo fue la actitud esteticista —de creación o de participación en la creación—, caracterizada además por un fuerte hermetismo.[73] O’Neill o Lenormand llevaron al teatro con vigor este problema del inadaptado, del solitario, que estaba en la base, por lo demás, de toda la creación de la época. Con el rechazo de la realidad objetiva, el hombre íntimo rechazaba también la realidad social y se hacía fuerte en la ciudadela de su propio mundo interior. Pero no sin resistencia ni combate, pues la realidad exterior parecía amenazarla constantemente. Son significativas las palabras que escribía Franz Werfel: “Los años de posguerra triunfaron en aquello en que fracasó el realismo durante el siglo XIX: la humillación del hombre interior condujo a una verdadera tiranía y a la desvalorización del acto creador”. Y agregaba más adelante: “Y no obstante, ¿no es el hombre interior quien funda, en cierto sentido, la existencia del mundo exterior? No hay realidad sin imaginación. No hay verdad alguna que no sea engendrada por el acto creador del hombre. La persona humana es la medida de toda cosa”.[74]

La posguerra, en efecto, creó un clima favorable a cierta revisión de la idea del hombre. El hombre íntimo se expresaba de manera eminente en la reflexión y en la creación, decíamos. Pero no es menester suponer que aquella reflexión estuvo siempre guiada por el propósito de trascender en obras literarias o filosóficas. Se advierten las consecuencias de la reflexión en las puras actitudes humanas que el hombre adoptó frente a las constricciones de la realidad, constricciones que suscitaban la irrupción de cierta rebeldía por parte de aquel que sentía oprimida su alma. Acaso la forma más explícita de esa reflexión fue la sensación de aniquilamiento que tuvo el soldado —aquel soldado en cuyo espíritu latía la inquietud del hombre íntimo— frente a las singulares condiciones de existencia que creó la guerra mundial. El anonimato de la acción militar de masas, la embrutecedora experiencia de las trincheras, el ciego azar de la esquirla del schrapnell que llegaba sin que nadie pudiera prever la hora ni el minuto, crearon la certidumbre de que, objetivamente, la vida del hombre carecía totalmente de valor a los ojos del mundo, en tanto que para el hombre constituía el único verdadero valor, el valor supremo al que debían referirse todos los demás valores. Este sentimiento inspiró la nutrida literatura de guerra que siguió la línea de Le feu de Henri Barbusse, y cuyos exponentes más significativos fueron Le tombeau sous l’arc de triomphe, de Raynal, Lex croix de bois de Dorgelès, y sobre todo Sin novedad en el frente, de Remarque. Sería ocioso glosar el sentido de esta literatura que exalta el valor del microcosmos humano, del recuerdo de la conciencia individual, en consonancia con la acentuada tendencia que ya se manifestaba al afirmar el valor último de la experiencia existencial a través del retorno a Kierkegaard, a Chestov, y en dirección a lo que muy pronto se llamaría el existencialismo. Acaso deba relacionarse con esta tendencia el desarrollo de la actitud mística, el progresivo auge de los movimientos religiosos y la curiosidad y adhesión alrededor de las doctrinas filosóficas y las religiosas orientales.

De análoga manera influyeron las circunstancias de la posguerra sobre un aspecto singular de la idea del hombre —en sentido lato—, esto es, sobre la concepción de la femineidad. Quizá pocas revoluciones hayan sido tan profundas durante esta época como la que se operó en la concepción del tipo femenino, en la opinión acerca de la misión y destino de la mujer.

También en este aspecto de la cuestión fueron las circunstancias las que forzaron el planteamiento de un problema que ciertamente no había dejado de ser señalado antes. La liberación de la mujer era tema del que se había hablado antes de la guerra, y es conocido el episodio de las sufragistas inglesas en 1912. Pero las difíciles condiciones de la vida durante y después de la guerra en todos los países beligerantes obligaron a llamar a la mujer a ciertas actividades económicas que consagraron definitivamente la ruptura de la tradicional concepción doméstica. Actuando en las fábricas, en la retaguardia de guerra, en las actividades económicas y administrativas, la mujer de la clase media tradicionalmente limitada a sus deberes hogareños entró en contacto con el hombre en un tipo de relación en el que demostró su aptitud y su capacidad. Numerosos prejuicios quedaron automáticamente rotos y nuevas relaciones entre los sexos quedaron planteadas muy pronto.

De aquí surgieron ciertos tipos de claro perfil. El más característico —por ser a un tiempo el menos extremo y el más ajustado a las situaciones sociales— es el de la mujer emancipada. En parte se construye sobre el añejo ejemplo de la midinette, pero muy pronto lo supera. El trabajo, el jornal, son obligaciones demasiado serias para que siempre se compliquen con problemas sentimentales. Lo importante es, precisamente, lo contrario. Lo importante es que la mujer emancipada lo sea, al mismo tiempo, de los prejuicios pequeñoburgueses y del amor romántico. La mujer emancipada tiene un camino real que es el de hacer frente autónomamente a una situación: hallar una ocupación, ejercerla, buscar sus satisfacciones íntimas en la vida del espíritu, en el amor acaso, pero siempre partiendo de la necesidad de mantener su inexcusable y libre papel en la vida. Dijérase que, prácticamente, la mujer emancipada se ha masculinizado en tanto que acepta como propio lo que habitualmente se consideraba un destino típico del varón.

Pero la mujer emancipada da, en la posguerra, un tipo subsidiario en el que su perfil se agudiza y toma un aire fuertemente polémico. La flapper lo representa cumplidamente. Tipo deportivo y libre de prejuicios formales, acorta sus faldas y sus cabellos, se recoge tarde, fuma, bebe, alterna con jóvenes de su edad sin temores ni sobresaltos, y procura hallar un lugar en el mundo en el que pueda tener un papel digno de su individualidad, a la que quiere prestar un perfil peculiar. El cine americano —luego todo cine y toda literatura— explota el tipo y lo agudiza. La flapper debe tener algo de exótico, de desafiante. Su malla de baño llamará la atención en las playas, y no vacilará en usar shorts en la cancha de tenis. Pero a la flapper no le parece que hace nada malo, ni nada demasiado raro. Vive, sencillamente, con una libertad que no acostumbraban sus abuelas y procura divertirse. Paul Morand describe el tipo con bastante agudeza en uno de los relatos de Ouvert la nuit, por medio de una madre relativamente joven que expone los puntos de vista de su hija: “Esta juventud bebe como un friegaplatos, y licores de marca. Mi hija pasa su vida en satisfacerse locamente como en los sueños. Nada de lo que nos ha divertido, el pas de quatre, el punto de Hungría, los encajes de bolillo, la pintura veneciana, nada de todo esto tiene ahora valor. Cada treinta años el mundo deja caer una capa de piel. ‘A tu edad’, le decía yo, ‘había tenido cinco hijos’. Y ella me respondió: ‘Eso ha debido hacerte un lindo vientre…’. Los vestidos le son indiferentes y no quiere incorporarse al mundo. Mis escrúpulos y mis prejuicios le encantan. Se esfuerza en divertirse con todo, pero por burla. No sabe nada. Carece de gustos artísticos y lo que escribe no tiene sentido. Moralmente, se diría que se ha degradado; es la presa para todos; se felicita de lo que le ocurre o se burla; se dice maldita, pero se ríe de eso”. Y su interlocutor responde, a guisa de explicación: “Es una generación sacrificada. Los hombres se han hecho soldados y las mujeres se han vuelto locas. El destino les ha agregado una buena cantidad de catástrofes. De hecho, Isabel es víctima de ese contraesnobismo al que antes o después se adhiere un alma delicada, que obliga a no frecuentar las gentes sino después de haberse asegurado de que no tienen ningún título para una amistad desinteresada…”. El drama era profundo, porque al viejo sistema de ideales —caduco, sin duda—, no había sucedido sino una especie de embriagadora voluntad de aniquilamiento.

Pero también las circunstancias generalizaron otro tipo de mujer, no inusitado por cierto, pero nunca tan difundido y extremado. Frente a la mujer masculinizada se vio el de la mujer extremadamente feminizada, bárbaramente feminizada y orientada hacia el ejercicio casi maléfico de la seducción. La “vampiresa”, la mujer fatal, no fue sólo el producto del cinematógrafo y la literatura, sino un tipo humano que pareció realizar uno de los destinos de la mujer, emancipada también a su modo, pero reducida a una sola de las posibilidades de su destino. Marlene Dietrich pudo ser considerada la representante de este tipo. Pero no era la única posibilidad. La mujer fatal podía representar también un trasfondo oculto de amargura, de voluntad de aniquilamiento, acaso por escepticismo o desilusión. Greta Garbo era, en cierto modo, la expresión de esa idea de la vida cargada de un elegante hastío. Drama también del destino, el escepticismo y el hastío parecían arrancar de la crisis operada en el mundo de los ideales femeninos, a partir del momento en que pierde sentido la concepción burguesa de la vida familiar, puesta a prueba por el mundo de posguerra. Ahora la mujer sabía que podía ser autónoma con un destino propio e individual, pero no terminaba de precisar cuál podía ser ese destino; y si lo entreveía, no lograba combinarlo con los imprescriptibles imperativos de su propia naturaleza, con los resabios y atavismos legados por su peculiar condición social.

Quizá la aparición del libro de la Sra. Kollontay, distinguida figura de la política soviética, titulado Vieja y nueva moral sexual, constituyó uno de los acontecimientos más significativos del desarrollo del problema de la concepción de la mujer. El libro tuvo vasta resonancia y contribuyó intensamente a formar a varias generaciones, no acaso porque lograra infundir definitivo vigor a los principios que sostenía, pero sí al menos porque corroyó los cimientos de los principios tradicionales, que comenzaron a ser juzgados no ya principios inmutables sino simplemente prejuicios indebidamente trasladados de una época a otra.

Acaso esa fácil difusión de tales ideas se debiera al auge de ciertas concepciones filosóficas acerca del hombre, cuya formulación más rigurosa ostenta el rótulo de vitalismo. En el plano filosófico, los trabajos de Hans Driesch y las reflexiones de Ortega y Gasset, entre otros muchos, daban fundamento a la doctrina. Pero la doctrina tenía una vertiente popular que se manifestaba bajo la forma de una tendencia a reconocer el valor de la vida como síntesis primaria de las potencias del hombre, síntesis en la cual la exaltación de la vida individual tenía un papel preponderante. Desde cierto punto de vista, esta opinión sobre el hombre contrastaba con la que otros —Spengler y quienes de una u otra manera coincidían con él— incluían en la definición del “alma fáustica”. “Fáustica —decía Spengler—[75] es una existencia conducida con plena conciencia, una vida que se ve vivir en sí misma, una cultura eminentemente personal de las memorias, de las reflexiones, de las perspectivas, de las introspecciones, de la conciencia moral”. El vitalismo comenzó a parecer como una huida de la existencia vigilante y atormentada, como un relajamiento adecuado para el hombre agotado por una larga tensión, casi como un hedonismo. Multiforme y llena de contrastes, la idea del hombre muestra como pocos aspectos la singular situación conflictual de la posguerra.

La idea de la vida

Como la idea del hombre, e inseparablemente unida a ella, la idea de la vida sufrió los embates de las circunstancias durante el período de la posguerra. Sobre un fondo de opiniones tradicionales y de doctrinas de mayor o menor vigencia, a veces en franco o limitado contraste, comenzaron a operar opiniones nuevas —nuevas al menos para las generaciones de posguerra— que no provenían de planteos teóricos sino que nacían como conclusiones necesarias extraídas de ciertas situaciones de hecho. Eran, naturalmente, opiniones individuales; pero como ciertas situaciones correspondían necesariamente a ciertos grupos en condiciones homogéneas, las opiniones que surgían al calor de aquellas se tornaron opiniones colectivas, verdaderos “movimientos de opinión” que constituyeron un denominador común, un fondo mostrenco, para las opiniones individuales. En virtud de aquella coincidencia de situaciones se habían constituido los grupos, y sobre ellos se montaba cierta ordenación de las ideas acerca de la vida, de la vida de los grupos y, consiguientemente, de los individuos que se aglomeraban en ellos por la fuerza de las cosas.

Estas opiniones fueron en gran parte, como las opiniones sobre el hombre, contradictorias. Y no sólo porque se opusieran unas a otras las que habían surgido de situaciones contrarias, sino también porque incidían sobre la natural disparidad de puntos de vista que arrastraban la tradición intelectual europea y la corriente de opiniones tradicionales no críticas. Agrupadas estas opiniones alrededor de algunos tópicos fundamentales, será posible presentar un esbozo de la imagen de la vida que se ofrece al hombre de posguerra.

El gigantesco desarrollo de ciertas estructuras sociales, esbozado ya en el curso progresivo de la sociedad tecnicoindustrial y capitalista, acusó con la guerra un marcado ascenso. Las estructuras se despersonalizaban. Al taller sucedía la fábrica, y a la fábrica la cadena de fábricas regidas por misteriosos e inasibles entes: sociedades anónimas, kartels y trusts. A las huestes organizadas en regimientos siguieron las huestes organizadas en divisiones y aun en “ejércitos”, vastas unidades que constituían verdaderos mundos. A las formas tradicionales del poder público sucedía un Estado que acentuaba los caracteres del Leviathan. Frente a estas grandes estructuras despersonalizadas, el individuo no solamente perdía significación, sino que perdía sobre todo la noción de su propia responsabilidad y, correlativamente, la noción de su posición dentro del orbe en que accidentalmente se alojaba. Ser obrero en un taller donde el número de camaradas era de veinte o treinta es cosa harto distinta de formar parte de una organización que cuenta los operarios por millares. Ser soldado de un regimiento cuyos movimientos se comprenden dentro de una organización reducida es muy diferente de participar en una combinación estratégica que mueve a millones de hombres y cuyos designios se escapan a las pequeñas unidades que realizan el movimiento. Y ser ciudadano en un Estado totalitario que despersonaliza su organización y se vale de una ingente máquina burocrática modifica profundamente la posición del individuo con respecto a la que tenía en el Estado tradicional, que apenas interfería la zona de la vida privada y poseía objetivos muy precisos. La consecuencia de este cambio fue profunda: si algo se advierte netamente en la psicología —casi una psicopatía— del hombre de posguerra, es la certidumbre de que la zona que cubre su voluntad individual es ínfima al lado de la que cubren ciertas organizaciones despersonalizadas, a las cuales no sólo es inútil recurrir, pues son inasibles, sino que es imposible hacerlo pues no existen sino como mecanismos. De aquí un sentimiento generalizado: la vida esconde un alto margen de fatalidad, que no proviene de una mediata providencia sino de una inmediata estructura social cuya voluntad no tiene relación alguna con la voluntad de los individuos que se insertan en ella, y sobre la que no se puede operar de manera alguna. Charles Chaplin en Tiempos modernos y Franz Kafka en El castillo han reflejado con distintos caracteres esta peculiar situación del individuo en nuestro tiempo.

Este fatalismo es inmediato, hijo de reacciones espontáneas y directas frente a situaciones de hecho. El desocupado sabe, en épocas críticas, que nadie puede darle trabajo; que no depende del jefe de personal de su fábrica, ni de su propietario, ni del trust del que forma parte, ni del gobierno: no depende de nadie en particular. Sabe que si reclamara sobre las condiciones de trabajo en la fábrica, aduciendo una particular manera de entender su labor, se reirían de él porque la organización del trabajo no permite excepciones, y nadie puede introducir en ella variantes así sea el mismo propietario. Si quisiera ser favorecido con un aumento especial, las complejas y difíciles relaciones entre la organización patronal y la organización sindical se lo impedirían. Y cosa análoga pasa con el soldado o simplemente con el ciudadano. El fatalismo acerca de la vida individual se generaliza como resultado de la experiencia. La vida individual, el destino del hombre de carne y hueso, están sometidos a ciertas influencias que parecen haber excedido los límites humanos.

Este fatalismo espontáneo tenía contacto directo con ciertas corrientes intelectuales en boga, y muy en boga especialmente durante la posguerra. De esas corrientes dos eran las predominantes. Una era el marxismo y otra la doctrina de Spengler, ambas coincidentes en afirmar la existencia de una lógica interna dentro de la vida histórica, de un determinismo que, con diferentes caracteres, ponía firmes barreras a la libre determinación individual. De distinto alcance, la influencia de ambas doctrinas fue profunda. El marxismo alcanzó fuerte arraigo entre ciertos sectores ilustrados de las masas populares con “conciencia de clase” y también en ciertas minorías intelectuales. Y sobre estas últimas, especialmente, influyó la doctrina de Spengler. En ambos casos la doctrina trataba de determinar con claridad cuál era el momento del desarrollo de la historia universal al que correspondía el presente y, en consecuencia, cuál era la posibilidad única y necesaria de acción que le quedaba a la humanidad, en cuyo torrente el individuo veía sumirse su propia vocación, sus propias aptitudes, sus propias determinaciones en fin, anuladas por ese imperativo del sentido general de la historia.

No había, pues, lugar para la realización del individuo singular, como efectivamente comprobaba el obrero de la gran fábrica de producción en masa, o el soldado de una ingente unidad operativa, o simplemente el ciudadano de un Estado totalitario. Pero, en cambio, todo impulsaba al individuo a sumarse a las grandes corrientes que tales diagnósticos indicaban que eran las que se ajustaban a las necesidades de la hora. De una u otra manera, el fatalismo doctrinario impulsó a la acción, una acción que, en muchas conciencias, no tenía otro sentido que el de contribuir a realizar lo que, teóricamente, podía darse ya por realizado.

Esta situación planteaba en algunas conciencias —acaso en casi todas, alguna vez, a la hora dramática del examen— el trágico problema de la finalidad de la existencia, el interrogante de si la vida tenía o no sentido para el individuo, fuera del que tenía para el grupo y para la humanidad como mera abstracción. A la pregunta sucedieron muchas respuestas, pero dos importan sobre todas para destacar la peculiar reacción de la época de posguerra frente al problema.

En 1926 señalaba Ortega y Gasset que “una de estas cuestiones últimas, acaso la que mayor influjo posee en nuestro destino cotidiano, es la idea que tengamos de la vida”,[76] y dedicaba un notable ensayo a contraponer a la concepción utilitaria del siglo XIX, la nueva idea de la vida que, según decía, proponían tanto “la nueva biología como las recientes investigaciones históricas”. Su tesis era que “todos los actos utilitarios y adaptativos, todo lo que es reacción a premiosas necesidades son vida secundaria. La actividad original y primera de la vida —agrega— es siempre espontánea, lujosa, de intención superflua, es libre expansión de una energía preexistente. No consiste en salir del paso de una necesidad, no es un movimiento forzado o tropismo, sino, más bien, la liberal ocurrencia, el imprevisible apetito”. Y concluía: “Esto nos llevará a transmutar la inveterada jerarquía y a considerar la actividad deportiva como la primaria y creadora, como la más elevada, seria e importante en la vida, y la actividad laboriosa como derivada de aquella, como su mera decantación y precipitado”.74

Estas observaciones de Ortega y Gasset —que él extremaba hasta afirmar “el origen deportivo del Estado”—, independientemente del valor doctrinario que pudieran tener, prestaban valor a un sentimiento generalizado. El hecho primero y más visible era, efectivamente, y antes de toda metáfora, el desarrollo del cultivo de deportes y la creciente importancia social que comenzó a asignársele. No sólo se consideró importante la educación física de la juventud, sino que se asignó al ejercicio deportivo, esto es, a una actividad específicamente sin finalidad, una significación extraordinaria en sí misma. El recordman representó uno de los héroes típicos de la época, y la entrega a la actividad deportiva fue una de las aspiraciones más acariciadas. Pero este no era sino el hecho primario y más visible de la actitud a la que pensadores como Ortega y Gasset prestaban explicación teórica. Menos visible era la actitud general del hombre que buscaba su evasión en la entrega a toda suerte de actividades sin objeto concreto —lo que los americanos llamaron el hobby— y sobre todo la creciente desvalorización del trabajo y la valorización del ocio, en oposición a la categórica estimación del siglo XIX.

Ortega y Gasset llamó a esta tendencia “sentido deportivo y festival de la vida”. Fue esta, en efecto, una de las que anunciaron su presencia en el mundo de la posguerra y con ella la decisión de rever las concepciones tradicionales de la vida. Pero frente a ella y en decidida oposición se extremó esa concepción de larga data, pero que cobró renovada vitalidad y prestigio. Podría llamársela concepción misional de la vida.

Así formulada, esta concepción tenía un lejano origen religioso. Suponía que la vida carecía de valor si no se la adscribía a algún ideal trascendental, en cuya realización se empeñara. Pero en su formulación moderna el ideal trascendental no fue predominantemente religioso. Alimentado, sin duda, por una vehemente convicción moral, el ideal a cuyo servicio cobraba sentido la concepción misional de la vida fue predominantemente politicosocial, y estaba vinculado a la redención de las clases no privilegiadas de acuerdo no sólo con una teoría de la Revolución sino también con una opinión moral.

Cuando Emil Ludwig preguntó a Benito Mussolini su opinión sobre Dante, el Duce, después de elogiarlo como poeta, agregó: “Además de esto me siento afín a él por su pasión facciosa. Dante no perdonó a sus enemigos ni cuando los encontró en el Infierno”. La frase es sumamente significativa. Tradicionalmente, el espíritu faccioso representaba cierto índice de mezquindad, de pequeñez. Pero el ambiente espiritual de la posguerra le descubrió cierta grandeza. Toda política fue por entonces facciosa. Se destruyeron las convenciones y las reglas de convivencia y se las sustituyó por un principio de guerra a muerte, de guerra total entre los partidarios de las posiciones extremas. El partidario tenía siempre razón y el enemigo no la tenía nunca. Todo esfuerzo de comprensión parecía inequívocamente una traición y no había consideración de tipo personal que justificara la tibieza. Es que el espíritu faccioso parecía corresponder exactamente a la concepción misional de la vida. Quienes participaban de ella, afirmaban que se vivía para cumplir ciertos fines y exclusivamente para ello, y como esos fines se relacionaban con la vida social y el destino de los grupos —y de la humanidad, a través del tiempo, en última instancia— las reservas que pudiera hacer el individuo movido por razones individuales carecían de valor. Escrúpulos y reticencias parecieron típicos “prejuicios burgueses” que correspondían a una concepción de la vida propia de anteguerra, propia del “estúpido siglo XIX”, esto es, de una época que nada tenía ya que ver con los tiempos nuevos.

El sentido misional de la vida inspiró sobre todo la militancia política, que es sin duda una de las formas de actividad que más típicamente expresó la idea de la existencia propia del hombre de posguerra. Pero inspiró otras formas menores, religiosas algunas veces o de vago sentido social otras. Fue un sentimiento general el de que era necesario vivir para afuera, para los demás, para una idea, para una finalidad que trascendiera al individuo mismo. Frente a aquel que consideraba que lo más valioso era “vivir despreocupadamente”, sin finalidad, tomando la vida como un lujo y un juego, se colocó el que imaginaba que sólo era lícito “vivir peligrosamente”, según el consejo nietzscheano, como un vivir en deliberado uso de todas las potencias para entregarlas al logro de una causa. Viejas posiciones al fin de cuentas, que se disfrazaban con nuevos ropajes, pero que resultaban positivamente nuevas en cuanto contribuían a oponer el hombre de posguerra al de la generación inmediatamente anterior.

Este problema de los fines de la existencia no puede entenderse sino en relación con uno de los más graves y significativos del período: el problema de las relaciones entre la vida y la moral.

Ortega y Gasset escribía en La rebelión de las masas, en una página inusitadamente vehemente:

“Esta es la cuestión: Europa se ha quedado sin moral. No es que el hombre masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna. No creáis una palabra cuando oigáis a los jóvenes hablar de la ‘nueva moral’. Niego rotundamente que exista hoy en ningún rincón del continente grupo alguno informado por un nuevo ethos que tenga visos de una moral. Cuando se habla de la ‘nueva’ no se hace sino cometer una inmoralidad más y buscar el medio más cómodo para meter contrabando.

”Por esta razón fuera una ingenuidad echar en cara al hombre de hoy su falta de moral. La imputación lo traería sin cuidado o, más bien, lo halagaría. El inmoralismo ha llegado a ser de una baratura extrema, cualquiera alardea de ejercitarlo.

“Si dejamos a un lado —como se ha hecho en este ensayo— todos los grupos que significan supervivencia del pasado —los cristianos, los ‘idealistas’, los viejos liberales, etc.—, no se hallará entre todos los que representan la época actual uno solo cuya actitud ante la vida no se reduzca a creer que tiene todos los derechos y ninguna obligación. Es indiferente que se enmascare de reaccionario o de revolucionario: por activa o por pasiva, al cabo de unas u otras vueltas, su estado de ánimo consistirá, decisivamente, en ignorar toda obligación y sentirse, sin que él mismo sospeche por qué, sujeto de ilimitados derechos”.

Esta observación hecha sobre la realidad misma vale como un documento de época. El agudo observador español advertía que el distingo entre vieja y nueva moral ocultaba una tendencia a la evasión de toda constricción moral. Pero el fenómeno —indudable, por cierto— debe ser explicado y matizado. Y es necesario empezar por referirlo a los distintos grupos y a las distintas opiniones sobre el sentido de la vida.

Para el hombre masa, como suele llamárselo, la moral tradicional contenía un vasto conjunto de constricciones que parecían atadas a determinadas situaciones sociales, que, sin duda, estaban en quiebra. Las rechazó, en consecuencia, al negar su asentimiento a la legitimidad de esas situaciones, y se sintió liberado de ellas, y con ellas de toda constricción moral. Pero eso sólo en tanto que hombre masa. En cuanto se adhería a ciertas corrientes de opinión sobre todo la que sostenía el sentido misional de la vida, adquirió una vaga e imprecisa moral; pero era la moral del militante, esto es, una moral específicamente privada del sentido de universalidad, acentuada por un necesario relativismo. Era la moral al servicio de una causa, con un conjunto de módulos que no obedecían a ningún criterio trascendental sino al que provenía de los fundamentos mismos de la causa. Considerada según criterios universales, esta moral equivalía a una amoralidad.

Entre las masas, especialmente entre los jóvenes —que contribuyeron sustancialmente a dar el tono de la posguerra— cundió también el sentido “deportivo y festival” de la vida, según la denominación de Ortega y Gasset. Los jóvenes afirmaron de manera rotunda y violenta su ruptura con respecto a las generaciones que les precedían y afirmaron, en consecuencia, que estaban decididos a vivir según su propia espontaneidad, la cual, naturalmente, rechazó todas las normas morales tradicionales sin que por lo demás fueran reemplazadas por otras. Allí se acusó no ya un estrechamiento del orden moral sino una marcada y casi consciente repulsión de todo orden moral, en el que parecía verse una constricción de toda efusión vital.

El fenómeno se acentuó entre las minorías. Entre ellas se acentuó aún más —y más conscientemente que entre la juventud masificada— el sentido deportivo de la vida, con su necesario rechazo de todo finalismo y de toda constricción moral. En las minorías aristocráticas y en su vasto contorno, el goce de la vida, hasta casi la ebriedad, pareció el único principio. Y en las minorías intelectuales, la crisis de la moralidad se tornó un principio indiscutido por razones doctrinarias. Julien Benda señalaba el fenómeno con su habitual claridad y ofrecía en El triunfo de la literatura pura un curioso cuadro de las tendencias que descubría en las formas de la creación. “Si considero la literatura francesa de este último siglo —decía—[77] desde el punto de vista de su enseñanza moral —puesto que a su pesar tiene una—, encuentro en ella:

”La apología del maquiavelismo, de todos los medios que sirven a la grandeza del Estado y el mantenimiento del “orden”, cualquiera fuere la inmoralidad de estos medios (Maurras, Bainville);

”la apología de la adhesión mística al dogma católico, con descalificación del apego del hombre al espíritu de examen y a la libertad de elección, es decir, a su libertad intelectual (Maritain, Massis); el anatema lanzado sobre este apego (Claudel));

”la exaltación de la abyección humana porque ella puede proporcionarnos la superabundancia de la misericordia divina (Péguy, Mauriac);

”la predicación de la no resistencia al mal; con su consecuencia lógica, bien que mal confesada: la aceptación de la esclavitud (Alain);

”la exaltación de la vida por sí misma, aunque ella estuviera exenta de toda dignidad (Giono);

”la exaltación de la actividad artística, considerada como el valor supremo y, poco más o menos, como único (Valéry);

”la exhortación a gozar de todas las posiciones morales sin sujetarse a ninguna (Gide); a ejercer el “acto gratuito”, es decir, afirmar su yo con desprecio de toda razón y fuera de consideración del derecho ajeno (ídem); a obrar más allá de la moral, a practicar ‘el inmoralismo’;

”la exaltación de la moral guerrera con desprecio de toda idea de justicia (Montherlant);

”el indiferentismo (Giraudoux).

”Es fácil ver qué puede ser, desde el punto de vista moral, una sociedad ensalzada por tales maestros. Se la ve y se la ha visto.

”Añadamos que el antiintelectualismo profesado por esta literatura es, en el fondo, una posición de orden moral, ya que el intelectualismo reposa sobre la probidad del espíritu, y la probidad es una idea moral en alto grado”.

Benda filiaba así la peculiar actitud de cada uno de los grandes representantes de la literatura francesa; pero sus análisis y conclusiones pueden generalizarse, pues actitudes semejantes se hallan en las demás literaturas europeas. Pero, además, su alcance supera el del ámbito normal de la literatura. Ya el mismo Benda señalaba para Francia un hecho singular: “La concepción de la literatura que examinamos —dice—[78] presenta este rasgo notable: mientras que, por su apología de lo oscuro, de lo sutil, de lo subjetivo, de lo verbal puro, de lo excepcional, ella debió ser solamente el feudo de algunos iniciados, por lo mismo que esta enarbola doctrinas literarias, ha sido adoptada por toda la sociedad francesa cultivada, en especial por sus mujeres y sus jóvenes”. Y agregaba más adelante: “La crisis del concepto de literatura nos parece lo propio no de una capilla sino de toda la sociedad francesa actual en tanto que acepta un concepto semejante y también de la sociedad del mundo entero, en cuanto ella toma de Francia las consignas de orden literario”. Pero Benda hubiera podido agregar más, y por cierto lo insinúa en algún pasaje. Si esa literatura logró tal arraigo no fue solamente por la peculiar concepción estética que ponía de manifiesto, sino por el clima espiritual que expresaba, clima en el que la concepción de la moral desempeñaba un papel fundamental.

La última de las indicaciones de Benda nos pone sobre la pista de nuevos matices de la sensibilidad moral del período de posguerra. El indiferentismo, al que él adscribe singularmente a Giraudoux, corresponde a cierta forma del “inmoralismo”, pero acentuando aún más cierta nota que subyacía en este. Porque el indiferentismo irrumpió en el mundo de posguerra de una manera triunfante, como si surgiera de una imprevista napa de la conciencia, negándose a considerar el problema moral de la existencia, manifestándose ajeno a él. Paul Morand lo afirmaba explícitamente: “La característica de los años que corren de 1910 a 1930 es la indiferencia… Nuestros mejores libros, desde Gide hasta Proust, son manuales de indiferencia”.[79] Y la observación, también aquí, sobrepasaba los límites de la literatura. El indiferentismo ganó el plano de las relaciones sociales y llegó al de la política como una nueva consigna de laisser faire, pero no porque se confiara en la preexistencia de un orden en cuya virtud cuanto se hiciera respondería a cierto principio oculto y misterioso, sino porque la vida sólo parecía digna de ser vivida si se la dejaba librada a su propia espontaneidad vital, a la espontaneidad vital del individuo, que se reconocía como una entidad anterior y superior al cuerpo social que pretendía imponerle normas de constricción.

Más beligerantes fueron, en cambio, las posiciones disconformistas. Frente a la realidad social y a sus consecuencias con respecto al individuo, frente al problema de la coacción de la colectividad y de sus normas estéticas, éticas, políticas, etc., el individuo que no era capaz de alinearse en ninguno de los movimientos que aspiraban a transformar el orden vigente solía sin embargo acusar su disconformismo, puramente negativo, es cierto, pero al menos movido por una posición activa de juicio. El teatro —Lenormand, Pirandello, sobre todo— acusó esta tendencia, pues la tragedia individual de la inadecuación prestábale ricos elementos para lo que podría llamarse la tragedia moderna. Fenómeno viejo, como todos los otros señalados —y de inequívoca estirpe romántica— cobró durante la posguerra un renovado vigor. El disconformismo pareció una actitud aristocrática, especialmente a ciertas minorías, tanto sociales como intelectuales. Detrás del juicio de repudio a la realidad contemporánea, solía hallarse cierta nostálgica exaltación del pasado de los nobles rusos en París o del poderoso burgués en Roma o Berlín, de modo que el disconformismo era no tanto el resultado de una operación intelectual como una simple reacción vital frente a situaciones de hecho.

Pero el disconformismo entrañaba una negación de la acción. Cuajaba en una frase, en un elegante gesto de displicencia, en una estéril búsqueda de un nuevo signo de aristocracia minoritaria, y podía ser compatible tanto con una severa adhesión a la moral tradicional como con un inmoralismo casi cínico. De todos modos, como idea de la vida, connotaba no sólo el fracaso individual sino, lo que es más, cierta secreta convicción de que el individuo no podía ya sino fracasar en una sociedad que le era hostil.

Más profunda parecía otra reacción igualmente subjetiva: el sentimiento de culpa, que también ha sido anotado como signo propio de la época.[80] ¿A quién pertenece la responsabilidad de un mundo que rechaza al hombre íntimo? Muchos se atribuyeron esa responsabilidad, todos aquellos que pensaban, en última instancia, que el espíritu tenía alguna responsabilidad, movidos por una típica —y generalmente oscura e inconfesada— concepción idealista de la historia. Si el hombre íntimo no tiene cabida en el mundo de posguerra —parecía pensarse— es porque quienes representan típicamente el ideal humano del hombre íntimo no han sabido darle validez; o acaso porque habiendo intentado darle validez, han hecho de él un ideal de casta; o acaso porque no supieron fundir los ideales propios del hombre íntimo con los del hombre sin limitaciones, con los del hombre de carne y hueso, cuyos inalienables derechos buscan ahora su reivindicación en una violenta orgía de sensualismo y hedonismo. Quienes compartían este sentimiento de culpa no podían concebir la vida sino como expiación. De aquí las conversiones religiosas; de aquí el curioso desarrollo del catolicismo en Inglaterra, donde el fenómeno acusó caracteres muy acentuados. Pero la expiación no siempre se circunscribía al plano de la propia experiencia individual, sino que procuraba sobrepasar esos límites y volcarse hacia la catequesis. La expiación tocaba a todos, todos debían comprender que era el deber de la hora. La salvación debía ser individual, pero debía buscarse a través de la salvación de todos.

Distintas actitudes ante la vida, emergentes de análogas situaciones que se refractaban de distintas maneras a través de los temperamentos diversos, concurrían en un ámbito espiritual caracterizado por la crisis de los principios que habían dado unidad a Europa durante el siglo XIX. Como la idea del hombre, la idea de la vida ofreció múltiples divergencias que escondían en su seno un carácter común: la percepción del desacuerdo radical entre las situaciones sociales y las tendencias del hombre individual, del hombre íntimo.

La idea de la acción

Frente a una realidad confusa y cuya comprensión parecía ofrecer obstáculos insuperables, la actitud predominante durante el período de posguerra fue la del hombre perplejo que, empero, se sentía inclinado a la acción, de donde debía resultar necesariamente cierta proclividad a la acción ciega. En ocasiones, sin embargo, no lo fue o no creyó serlo. Y otras aun afirmó estar guiado por una rigurosa interpretación de la realidad que proporcionaba al hombre una actitud frente a la realidad semejante a la del hombre ingenuo que se coloca ante el complejo motor de un avión, con la certidumbre de que ningún mecanismo puede escapar a su análisis.

De cualquier modo, más que a la contemplación, más que al conformismo, la situación historicosocial invitaba a la acción. La situación era de cambio, de cambio incesante y a veces profundo, y el cambio no sólo dejó de alarmar a las conciencias, sino que se tornó una situación familiar. Puesto que la sociedad revelaba una acusada fluidez y plasticidad, el incentivo para obrar sobre ella creció, y fue excepcional —y propia de minorías retraídas—, la actitud de renunciar a influir sobre el contorno. Pero el hecho decisivo de la época consistió, precisamente, en que no fue como antes el hombre de minorías el que más tentado se sintió de obrar sobre la realidad historicosocial, sino el hombre masa organizado en grupos sociales de ingente fuerza. Fuera de las normas que pudiéramos llamar tradicionales, la acción halló maneras inéditas de canalizarse y ofreció un espectáculo que debía asombrar a quienes no podían renunciar al sistema de ideas propias del siglo XIX.

El hecho más llamativo fue la irrupción del “realismo”. Como tendencia general, el realismo político tenía antecedentes, tanto remotos como inmediatos, pero la opinión predominante hasta la guerra mundial en cuanto a la acción seguía caracterizada por las concepciones del Liberalismo propias del siglo XIX. En sus postrimerías, sin embargo, habían comenzado a difundirse, bajo la advocación de Bismarck, los principios de la Real-Politik, en cuyos fundamentos se hallaba, como se advierte en Treitschke, uno de sus más notables teóricos, la inspiración de Maquiavelo. Al comenzar el siglo XX esta tendencia al realismo empezó a difundirse.

“El día que se reconstruya la génesis de nuestro tiempo —señalaba Ortega y Gasset—[81] se advertirá que las primeras notas de su peculiar melodía sonaron en aquellos grupos de sindicalistas y realistas franceses de hacia 1900, inventores de la manera y la palabra ‘acción directa’. Perpetuamente el hombre ha acudido a la violencia: unas veces este recurso era simplemente un crimen, y no nos interesa. Pero otras era la violencia el medio a que recurría el que había agotado todos los demás para defender la razón y la justicia que creía tener. Será muy lamentable que la condición humana lleve una y otra vez a esta forma de violencia, pero es innegable que ella significa el mayor homenaje a la razón y a la justicia. Como que no es tal violencia otra cosa que la razón exasperada. La fuerza era, en efecto, la ultima ratio. Un poco estúpidamente ha solido entenderse con ironía esta expresión, que declara muy bien el previo rendimiento de la fuerza a las normas racionales. La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio. Ahora empezamos a ver esto con sobrada claridad porque la ‘acción directa’ consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio, en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la Charta Magna de la barbarie”.

La nota peculiar del “realismo” fue, en efecto, la sobreestimación de la violencia. Correspondía esta actitud a un rechazo del intelectualismo, de las actitudes dubitativas y críticas, del relativismo, y acertaba Thibaudet cuando llamaba a algunos típicos representantes franceses de esa actitud —Maurras y Bainville— “afirmadores de la certeza”.[82] La violencia era la respuesta a todo el sistema de técnicas sociales que había utilizado —y juzgado válidas— el siglo XIX. Sorel había desarrollado la doctrina en su profundo libro titulado Reflexiones sobre la violencia, y no faltaban las inspiraciones de poetas como Stefan George, D’Annunzio, y filósofos como Nietzsche que, mal o bien comprendidos, parecían alentar la tendencia a sobreponer lo irracional a lo racional, la voluntad al juicio intelectual.[83]

Pero el apogeo del “realismo”, la consagración de la necesidad de la violencia como técnica de acción social, no cobró vuelo sino después de la guerra mundial. Entre sus antecedentes no podía omitirse la táctica preconizada por la fracción revolucionaria del socialismo marxista, puesta en juego con inesperado éxito por los grupos maximalistas rusos, que obtuvieron el triunfo en la Revolución de 1917. Este hecho marcó una época, e inspiró los movimientos importantes que se produjeron en los años subsiguientes. Esos decenios parecieron la era de la violencia.

La violencia parecía a muchos, en efecto, la condición indispensable de la Revolución, y la Revolución pareció a su vez la necesidad impostergable de la hora. Así había sido señalado por los teóricos del socialismo. Lenin recordaba en El Estado y la Revolución que ya en 1909 Kautsky anunciaba de manera categórica: “El proletariado no puede ya seguir hablando de Revolución prematura. Hemos entrado en el período revolucionario“. Esta convicción se acentuó en toda Europa después del triunfo de la Revolución rusa.

Poco después comenzaban los experimentos revolucionarios, y pudieron apreciarse sus posibilidades y sus dificultades en los que se realizaron en Alemania y en Hungría. Pero a pesar de los fracasos, la idea no sólo no declinaba en las masas sino que, por el contrario, cundía y se arraigaba profundamente. De todos los experimentos revolucionarios que siguieron a la Revolución rusa, el de Benito Mussolini primero y el de Adolf Hitler después fueron los que canalizaron con más eficacia y durante el mayor tiempo el sentimiento disconformista y revolucionario de las masas.

Pero he aquí que la Revolución tomó un cariz singular. La Revolución de masas fue la Revolución de los dictadores que supieron conducirlas, engañándolas en parte y en parte expresando concretamente sus oscuras aspiraciones. La tendencia revolucionaria declinó, pues, hacia una forma singular de política: la política de los grandes conductores, la política de los que afirmaron que “la política es un arte” y decidieron intentar la realización de una obra maestra.

El más refinado artífice de esta política durante la época de posguerra fue, sin discusión, el jefe de los fascistas italianos, Benito Mussolini. Su concepción manifiesta una notable originalidad, pues aunque recoge por una parte cierta tendencia a la exaltación del héroe que se advertía en D’Annunzio y en los futuristas y por otra la corriente que buscaba fundir los ideales del socialismo con los del nacionalismo, representada por Cesare Battisti y sobre todo por Adriano Tilgher, es innegable que Mussolini arrostra la responsabilidad de llevar esa política hasta sus últimas consecuencias bajo su exclusiva orientación, desafiando la bien asentada tradición crítica y aun escéptica del siglo XIX, y las arraigadas convicciones que respaldaban el régimen democrático, liberal y parlamentario.

La misma originalidad de Mussolini es de por sí muy significativa. “Nuestra táctica es rusa”, solía decir. Pero seguramente engañaba a sabiendas a su interlocutor, pues su táctica —por lo demás muy variable— estaba bien lejos de ser rusa excepto en cuestiones de detalle. Mussolini coincidía con el comunismo en algunos puntos, y conservaba de su pasado socialista algunas ideas que no podía o no quería abandonar. Pero su manera de concebir la acción del político sobre la sociedad es sui generis y, por su eficacia, revela una justa percepción de la situación social de la época.

Seguramente fue la experiencia de la desesperación que se apoderó de las masas durante los años que siguieron inmediatamente a la guerra lo que despertó en Mussolini la certidumbre de que se podía dominar a las masas y conducirlas fácilmente si se apelaba a lo irracional: a los sentimientos, a las pasiones, a las súbitas e irrazonadas decisiones de la voluntad tal como solían cristalizar en las multitudes aglutinadas por reacciones primarias frente a situaciones críticas y concretas. Pero para aprovechar esa experiencia debía vencer los vigorosos prejuicios intelectualistas propios del siglo XIX, muy firmemente arraigados, por lo demás, en los socialistas, y unidos a la idea de que la emancipación del proletariado sólo podía lograrse mediante el esclarecimiento de las conciencias. Es verdad que en ciertas minorías intelectuales y en ciertos políticos teóricos había aparecido ya un fuerte movimiento criticista del intelectualismo tradicional; pero es original de Mussolini haber aplicado esas ideas y haber creado un nuevo tipo de acción politicosocial.

“Sólo la fe mueve las montañas, pero no las razones —decía Mussolini a Ludwig en uno de sus reportajes—[84]. La razón es un instrumento, pero no puede ser nunca la fuerza motriz de las masas. Hoy menos que ayer. La gente tiene hoy menos tiempo para pensar. La disposición del hombre moderno para creer es increíble. Cuando yo siento a la masa en mis manos, como ella cree, o cuando me mezclo con ella, me siento un pedazo de esa masa. Sin embargo, conservo al mismo tiempo un poco de aversión, como la siente el poeta contra la materia con que trabaja. ¿El escultor no rompe quizá, a veces, por ira el mármol porque este no se plasma precisamente según su primera visión? Todo depende de esto: dominar a la masa como un artista”.

La tesis era perfectamente maquiavélica en sentido estricto. Suponía que había un arte de gobernar, no una ciencia política; un arte de conducir multitudes como tales multitudes, no una ciencia de conducir hombres. En el fondo, Mussolini creía en una forma de acción politicosocial que utilizara los secretos deseos de la masa, sus sentimientos espontáneos, y no creía necesario oponerse a lo que en esos deseos y sentimientos podía él encontrar de falso, de bárbaro o de inútil. Los fines de la acción los proponía él mismo, y procuraba conciliar las necesidades inmediatas de la masa —bajo la forma de ventajas económicas y sociales— con ciertos vagos ideales remotos que permitieran en caso necesario sacrificar las ventajas inmediatas ofrecidas. El nacionalismo fue el centro de esos ideales, a los que Mussolini revestía con caracteres un poco trasnochados y exageraba aun enarbolando la bandera del imperio, para exaltar el sentimiento nacional. Esos eran los fines. Pero los medios para lograrlos debían basarse en el apoyo incondicional de la masa al dictador, y este punto era el que requería toda la habilidad del conductor. “El hombre político —decía en ese mismo reportaje— necesita de la fantasía con una habilidad casi diabólica, pero siempre con cierto sentido revelador de una profunda comprensión del momento”. Es singular, por ejemplo, el cultivo de lo que él llamó “la nueva mitología”, con su fiesta de los aviones, su descubrimiento del valor de la actividad deportiva, su percepción del atractivo de la mecánica, en una palabra, su aguda percepción de los móviles del entusiasmo en el hombre medio real de su tiempo.

La tesis de que se necesitaba una peculiar aptitud personal para llegar a las masas había sido expuesta también por Hitler. También el futuro Führer alemán pensaba que, más que conocimiento, se necesitaba cierto don especial para conducir las masas. “Se engaña totalmente —dice en Mi lucha[85] quien creyere que la abundancia de conocimientos teóricos constituye necesariamente una prueba característica de la posesión de las cualidades y la energía necesarias para mandar. Muy a menudo acontece todo lo contrario.

“Un gran teórico resulta rara vez un gran caudillo. Es muy probable que un agitador posea esta cualidad en grado muchísimo mayor, novedad esta que resultará poco grata a aquellos cuya contribución a un asunto cualquiera es de naturaleza simplemente científica. Un agitador capaz de transmitir una idea a las muchedumbres es un psicólogo aun cuando sólo se trate de un demagogo. Siempre resultará mejor como caudillo que el teórico retraído que nada sabe acerca de los hombres. Porque el hecho de ejercer la dirección exige capacidad para conmover a la multitud. El talento para engendrar ideas nada tiene que ver con la aptitud para la dirección. Así la reunión de las cualidades del teórico, del organizador y del caudillo en un solo hombre, constituye el fenómeno más raro que se puede registrar en este planeta; en él consiste la grandeza”.

De esa manera, la acción se caracterizaba de una manera inusitada hasta muy poco antes. Mussolini no sólo no rechazaba los medios de acción violenta, sino que juzgaba útil para su influencia sobre la masa aconsejarlos en ocasiones y aceptar las responsabilidades de su uso. El más curioso testimonio al respecto es el discurso que pronunció en la Cámara el 3 de enero de 1925, cuando la oposición quiso aplicar el artículo 47 del Estatuto de Italia —que autorizaba a acusar a los ministros del rey— con motivo de la presunta incitación del jefe del gobierno al asesinato de Matteoti. En esa ocasión, dijo Mussolini, en un alarde de absoluta confianza en su planteo histórico: “Pregunto formalmente si en esta Cámara o fuera de aquí existe alguien que quiera valerse del artículo 47. Si el fascismo no ha sido sino aceite de ricino y cachiporra, y no una pasión soberbia de la mejor juventud italiana, ¡a mí la culpa! Si el fascismo ha sido una asociación de delinquir, bien, ¡yo soy el jefe y el responsable de esa asociación de delinquir! Si todas las violencias han sido el resultado de un determinado clima histórico, político y moral, bien, ¡a mí la responsabilidad! porque ese clima histórico, político y moral lo he creado yo”.[86]

El tipo de acción política ideado y puesto en práctica por Mussolini tuvo una influencia decisiva, sobre todo porque, como siempre ocurre con el “realismo”, una vez desatado, quedan suprimidas automáticamente todas las reglas de convivencia anteriormente establecidas no sin mucho esfuerzo. De improviso, todo el sistema democrático se sintió conmovido, pero no tanto porque hubiera sido carcomido en sus bases y principios, sino porque no podía seguir funcionando allí donde no había posibilidad alguna de que se respetaran ciertos sobreentendidos sin los que no podía realizarse la acción democrática. En la opinión media, la acción propia de las dictaduras pareció eficaz, a diferencia de la acción de los regímenes democráticos y parlamentarios, que pareció cada vez más lenta e ineficaz, sin que se pensara en los recaudos que aquella lentitud entrañaba. La acción parecía que tenía que ser “acción directa”. Y a semejanza de Mussolini, comenzaron a aparecer los defensores de ese tipo de acción en todas partes, con mayor o menor éxito, al tiempo que aparecía en la masa cierta favorable inclinación al renunciamiento de la propia iniciativa y a dejarse conducir por los artistas de la política.

Para la política realista constituía una necesidad urgente asegurar la estrecha dependencia de las masas con respecto al conductor. La propaganda fue una de las principales preocupaciones de quienes quisieron actuar sobre las multitudes, y se estudió cuidadosamente la manera de llegar hasta ellas. En principio, la oratoria pareció suficiente, y en efecto cumplió un papel formidable en los dos típicos regímenes de posguerra, el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán. “Las asambleas de grandes muchedumbres —escribía Hitler en Mi lucha[87] son necesarias, pues cuando a ellas asiste el individuo acometido del deseo de alistarse en un flamante movimiento y temeroso de encontrarse solo, recibe allí la primera impresión de una numerosa comunidad, lo cual ejerce un efecto vigorizador y estimulante en la mayoría de las personas. Estas se someten a la mágica influencia de lo que llamamos ‘sugestión de la multitud’. Los deseos, los anhelos y la pujanza de miles de seres se acumulan en el pensamiento de cada uno de los presentes. Un hombre que concurre a una de estas asambleas lleno de dudas y vacilaciones, sale de ellas íntimamente fortalecido; se ha convertido en un elemento de la comunidad. Jamás debe ignorar esto el movimiento nacionalsocialista”.

Sobre el mismo punto, Mussolini se expresaba de manera similar. “El poder de la palabra —le decía a Ludwig—[88] tiene un valor inestimable para quien gobierna. Pero hay que variarla continuamente. A la masa hay que hablarle en tono imperioso; ante una asamblea, razonablemente; y a un grupo pequeño, de una manera familiar”. Y en otro lugar: “Hoy he dicho sólo pocas palabras en la plaza, mañana millones de personas pueden leerlas; pero las que estaban aquí abajo, tienen una fe más profunda en lo que han oído con sus oídos y, podría decir, con sus ojos. Todo discurso a las masas tiene una intención doble: aclarar situaciones y sugerir alguna cosa. Por eso, para suscitar una guerra, es indispensable el discurso al pueblo”.[89]

Sin embargo, la oratoria no fue sino una de las formas de la propaganda. Pronto se agregaron otros medios para contribuir a operar la sugestión de la masa, porque a la “acción directa”, se agregaba ahora la “acción indirecta”, la acción psicológica destinada a crear estados de ánimo colectivos.

Explicando su pensamiento político, escribía Mussolini en cierta ocasión: “La disciplina del fascismo tiene verdaderamente aspectos de religión. Se reconoce en ella el ánimo de las gentes que en las trincheras aprendieron a conjugar, en todos los modos y tiempos, el verbo sagrado de todas las religiones: obedecer. Y es el signo de la nueva Italia que se despoja de una vez por todas de la vieja mentalidad anarcoide, con la intuición de que únicamente en la silenciosa coordinación de todas las fuerzas, a las órdenes de uno solo, está el secreto perenne de toda victoria”. Era la teoría de la dictadura necesaria. Pero se desprendía de su planteo que la dictadura, como forma eficaz, necesitaba apoyarse no sólo en la propaganda —destinada a asegurar el respaldo incondicional de las masas— sino también en la organización.

La organización fue una de las consignas de la época. Paradójicamente, al tiempo que se buscaban las técnicas psicológicas para operar sobre el subconsciente de la masa y se afirmaba la superioridad de la fe sobre el conocimiento, las organizaciones de poder extremaban la organización mediante lo que dio en llamarse la “racionalización” y la “planificación”. Mientras que apelaba a los sentimientos de la masa, se organizaban las guardias de asalto para oponer a la romántica reacción de algunos la férrea línea de una squadra bien organizada. Mientras se desataban las emociones de las multitudes, se procuraba disciplinar su actividad mediante planes bien meditados y mediante sistemas de bien trabada estructura. Ciertamente, la política “realista” trataba de apoyarse en uno y otro caso en la técnica. Técnica psicológica, en algunos casos, y técnicas administrativas y políticas en otros.

Esta preocupación por la técnica debía cristalizar en la concepción del llamado Estado totalitario. La dictadura de tipo personal reconocía sus limitaciones en una sociedad de masas y buscaba las maneras de prolongar la acción del dictador mediante un sistema de engranajes burocráticos y una férrea organización policial que permitiera sustituir la vigilancia personal del jefe sobre sus hombres por la vigilancia de todos a través de una organización eficaz. Esta última instancia, la concepción totalitaria del Estado, reflejaba una idea de la acción, según la cual su eficacia proviene de la unanimidad de las voluntades puestas a su servicio, en tanto que negaba toda posibilidad de éxito a la acción que resulta de la libre conjunción de esfuerzos. El “realismo” se hizo cargo de esta concepción de la acción y rechazó por inútil aquella otra que estaba en la base de la concepción parlamentaria y liberal, que los teóricos del antiliberalismo —especialmente Carl Schmitt—[90] condenaban irremisiblemente.

El triunfo del “realismo” correspondió a lo que podría llamarse la crisis de la concepción centrista de la política. Fueron hacia el “realismo” los grupos de tendencia extremista tanto de la derecha como de la izquierda, en tanto que mantuvieron su concepción tradicional ciertos grupos que acusaron aún más que antes su posición de centristas; y a estos les valió esa perpetuación de su actitud tradicional un acusado desprestigio entre las masas.

El centrismo significaba no sólo la perpetuación de los fines de la concepción democraticoliberal, sino también la perpetuación de los medios, esto es, del tipo de acción propuesta para obrar sobre la realidad historicosocial. En tanto que la opinión derechista —entiéndase anticomunista— creyó que, para mantener los fines del Estado democraticoliberal, era necesario apelar a una política realista que contuviera el realismo político de la izquierda revolucionaria, un grueso sector creyó que sólo podía lucharse por aquellos fines manteniendo los medios lícitos dentro de la concepción que esos fines entrañaban. Ese sector constituyó el centro y su actitud mereció el repudio de los extremistas —y con él la burla— porque se la consideró notoriamente inadecuada y pasada de moda.

Las masas, llamadas a la vida pública con urgencia por la situación y por una política oportunista de izquierda y de derecha, dejaron de lado a los partidos centristas; pero también los dejaron de lado ciertos sectores de la burguesía, que en su mayoría apoyaron los métodos realistas y los partidos que los utilizaban, generalmente por el terror que provocaba el fantasma de la Revolución soviética. Esta actitud se tradujo en algunos hechos singulares de los cuales el más elocuente fue la crisis del partido Whig en Inglaterra. En efecto, poco después de terminada la guerra, el Labour Party comenzó a crecer en forma que alarmó a la opinión burguesa, y poco después se produjo un sensacional reagrupamiento de las fuerzas políticas, que entrañó una revisión sustancial en el tradicional sistema bipartidista inglés. En las elecciones de 1923 ninguno de los tres partidos —Tory, Whig y Labour— consiguió mayoría en el Parlamento, y por una combinación política los laboristas llegaron al poder al año siguiente. Pero convocado nuevamente el electorado, la opinión se polarizó: el partido Whig sufrió un colapso y dejó prácticamente de ser un partido de gobierno, en tanto que los votos se repartieron en su gran mayoría entre conservadores y laboristas.

Harold J. Laski ha sintetizado muy claramente el sentido de esta crisis del sentimiento democrático. “El escepticismo en la democracia —escribía en las Reflexiones sobre la Revolución de nuestro tiempo—[97] comprende dos aspectos que deben ser netamente separados: en las derechas su motivo principal fue el miedo; en las izquierdas su fuente principal fue el desencanto. Entre las derechas existían profundas sospechas de que los procedimientos democráticos conducían inevitablemente a un nuevo examen de las bases económicas de la sociedad, y se sentían inquietas de que este examen pudiera poner de manifiesto la radical incompatibilidad entre la democracia y el capitalismo. Los procedimientos democráticos podían así implicar un asalto sobre principios que tienen detrás de sí, como respaldo, el poder y el prestigio de una larga tradición; de aquí que muchos de los que atacaban la democracia desde la derecha estuviesen de hecho dando expresión racional a sus deseos, nacidos de sus intereses, de preservar aquellos principios de un posible derrocamiento.

“El ataque de las izquierdas contra la democracia era el resultado de aquel sentimiento previsto casi hace un siglo en Tocqueville y que expresa en la ya citada advertencia dirigida a sus contemporáneos. Influida profundamente por los sucesos de Rusia, la izquierda se sintió tentada de creer dos cosas: la primera, que sus oponentes no respetarían los procedimientos democráticos tan pronto como estos pareciesen comprometer sus privilegios, y la segunda, que los métodos del gobierno soviético constituían una nueva expresión del principio democrático, superior en su eficacia al de la democracia capitalista que estaba limitado por su manifiesta subordinación a las necesidades ‘burguesas’. Sus necesidades les permitieron, sin gran dificultad, convertir su entusiasmo por el cambio ruso en las relaciones de producción, llevado a cabo sin duda alguna por el procedimiento de la dictadura revolucionaria, en la convicción de que, vista en su verdadera perspectiva, dicha dictadura era de hecho una democracia“.

Es curioso cómo se difundió esta actitud por toda Europa. A partir de ese escepticismo frente al sistema, la crítica se encarnizó con los distintos elementos que lo componían, especialmente contra el régimen parlamentario y contra los partidos políticos. “¿Qué es, en resumen, el Parlamento?”, se preguntaba Léon Daudet en Le stupide XIXe. siècle.[92] Y se respondía: “Es una inmensa engañifa. Yo lo sabía grosso modo antes de formar parte de él. Pero después que formé parte y que he podido juzgar las cosas de cerca, me asombro de que semejante ilusión haya podido durar tanto tiempo y veo, una vez más, la prueba de la debilidad del espíritu público del siglo precedente. No hablo de la voluntad pública, porque para querer, es necesario concebir. El pueblo francés se ha dejado imponer el parlamentarismo por ignorancia y continúa sufriéndolo por inercia. Sería muy falso imaginar que todos los parlamentarios son ignorantes, o seres vacíos o malintencionados. Son, en general, no solamente resultado de una elección sino también de una selección. Lo que es malo y nocivo es el sistema, es la gran máquina en la cual giran, se mueven y legiferan, y que reposa sobre varios puntos postulados irreales. Especialmente, el de que un individuo, consagrado por el sufragio vago, flotante de la universalidad, en primero o segundo grado, se hace apto, por eso sólo, para determinar y dirigir la política de un gran país. Confiar esta política, de la que todo depende, al producto del sufragio universal o del plebiscito, es confiar un reloj a un leñador. Puede encontrarse, por azar, un leñador que tenga algunas nociones de relojería; pero aun teniéndolas su hacha no le permite aplicarlas a los delicados engranajes del reloj”.

Por estas razones y acaso por otras, declaraba Mussolini categóricamente que el fascismo estaba “contra el parlamentarismo, la democracia y el Liberalismo“. Y por razones más concretas —en relación con su peculiar idea acerca del destino alemán— se oponía al régimen parlamentario Adolf Hitler cuando afirmaba en Mi lucha de manera categórica: “El Parlamento decide sobre cualquier cosa, por devastadoras que sean sus consecuencias; nadie es individualmente responsable, nadie puede ser llamado a rendir cuentas. Porque ¿podemos decir que existe responsabilidad de parte de un gobierno cuando después de haber ocasionado todos los perjuicios imaginables se limita a presentar la renuncia? ¿Existe responsabilidad en el cambio de la composición política de una coalición, o siquiera en la disolución del Parlamento? ¿Cómo es posible responsabilizar a una mayoría variable de individuos? El concepto mismo de la responsabilidad ¿no está, por ventura, íntimamente vinculado a la personalidad? ¿Puede en la práctica procesarse al personaje principal de un gobierno por actos cuya comisión sólo es imputable a la voluntad y al arbitrio de una numerosa asamblea de individuos?”. [93] Y en otro lugar de la misma obra decía, refiriéndose directamente al caso de Alemania:[94] “En realidad, el único efecto de esta institución (el Parlamento) es y no puede ser sino destructivo; y así ocurría, en efecto, cuando la mayoría del pueblo prefería usar anteojeras y no veía nada o prefería no ver nada. Porque semejante institución contribuyó no poco a la degradación de Alemania”.

El sistema parlamentario entrañaba la constitución y funcionamiento de los partidos políticos, con su constitutiva actitud para la convivencia mutua. Por razones análogas a las que provocaban la condenación del régimen parlamentario, los partidos sufrieron el embate de la crítica. El mismo Hitler decía de ellos: “La pobreza de su programa los despoja del heroísmo que reclama una teoría del mundo. Su aptitud para la conciliación les granjea la simpatía de los espíritus pequeños y débiles, con los cuales no es posible emprender cruzada alguna. Merced a ello, por regla general se anegan ya desde los primeros tiempos de su historia en el corazón de su propia miserable pequeñez”.[95]

Esta opinión beligerante y violenta, no puede extrañar. Pero más valor de signo tiene la opinión de Paul Valéry que, insospechable de querer emprender ninguna cruzada ni de acariciar opiniones violentas en el terreno politicosocial, se manifestaba contra los partidos políticos con no menor escepticismo. “No se puede ‘hacer política’ —escribía en Regards sur le monde actuel[96] sin pronunciarse sobre cuestiones que ningún hombre sensato puede decir que conozca. Es necesario ser infinitamente tonto o infinitamente ignorante para atreverse a tener una opinión sobre la mayor parte de los problemas que la política plantea”. Y agregaba: “El resultado de las luchas políticas es confundir y falsificar en los espíritus la noción del orden, de importancia de los problemas, y del orden de urgencia. Lo que es vital se enmascara con lo que es de simple bienestar. Lo que es del porvenir con lo inmediato. Lo que es muy necesario con lo que es muy sensible. Lo que es profundo y lento con lo que es excitante. Todo lo que pertenece a la política práctica es necesariamente superficial”.

Pero estas críticas, que provenían, como se ve, de distintos sectores, no significaron la anulación de los partidos centristas ni la condenación general y definitiva de su manera de entender la acción. Pese a la amplitud del rechazo quedaban todavía muchos fieles a esa concepción, que no perdieron la fe en ella a pesar de las dificultades que se oponían a su ejercicio.

Por un proceso de contraste, la típica concepción de la acción propia de la democracia centrista atrajo hacia sí a los partidos socialistas que quedaron agrupados en la Segunda Internacional después de la separación de los partidos comunistas. La concepción revolucionaria se opuso al reformismo no ya como una mera etapa sino como un sistema, al que, frente al vigor que tomaba aquella, fue necesario fortalecer con una doctrina, la cual resultó parecerse cada vez más a la que servía de fundamento a la tradicional concepción de la acción de la democracia liberal del siglo XIX, sin que por eso se negaran los fines esencialmente revolucionarios hacia los cuales la acción reformista se dirigía.

Pero la forma típica que tomó la voluntad activa de perpetuar la concepción de la acción propia del centrismo no correspondió tanto a la política interior y a la solución de los problemas sociales como a la política exterior y a la solución de los problemas internacionales. Fue el pacifismo y la cooperación internacional lo que ofreció mayor campo para el ejercicio de esa forma de acción.

El pacifismo era una concepción de lejano abolengo, a la que Tolstói había otorgado la fuerza de su prestigio apostólico. Romain Rolland había difundido ampliamente la idea, y su prédica había llegado a tener vasta resonancia. Pero este pacifismo no era el de los revolucionarios de izquierda, que execraban la guerra porque la consideraban engendro del capitalismo imperialista, sino otro distinto, caracterizado por su fe en la radical bondad del hombre y en una profunda e inquebrantable confianza en el poder de la persuasión.

Ciertas circunstancias prestaron a este pacifismo un ambiente favorable durante la posguerra, y tres políticos asumieron su representación: Wilson primero, Briand y Mac Donald después. El propósito de Wilson era el de llegar a la paz mediante una acción razonable. Mediante una “sociedad de naciones” podía alcanzarse un entendimiento entre las potencias, a condición de que cada una planteara los problemas que le afectaban con honradez y buena voluntad. La acción común debía dirigirse a suprimir no sólo las causas inmediatas de la guerra, sino también sus causas remotas, mediante una intensificación del esfuerzo común en favor de la alfabetización de las masas, de su salud, de la mejora de sus condiciones de trabajo, todo lo cual debía originar a la larga una situación de menor tensión entre los distintos grupos políticos. A esta acción debía acompañar el desarme, esto es, un sistema de convenciones que evitara los peligros comprobados de lo que en el período inmediatamente anterior a 1914 se llamaba “la paz armada”.

La Sociedad de las Naciones cumplió como pudo su labor, pero sin duda fue acompañada en su obra por la convicción de mucha gente que creía en la licitud y en la eficacia de ese tipo de acción. Recogieron la bandera de Wilson, en Francia Briand y en Inglaterra Mac Donald, cuyo pacifismo se expresó de manera análoga. Esta conducta significaba una confianza profunda en la buena fe y en el poder de la razón. Entre tanto, Hitler iniciaba y desarrollaba su política basada en la violencia, pero no dejaba de ofrendar en holocausto de esta nueva fe en la paz numerosas declaraciones, que confirman en cierto modo la vitalidad de esa convicción. Movíala, es cierto, no sólo la creencia en la buena fe y en la racionalidad del hombre sino también el horror a la guerra que conservaban las generaciones que padecieron la Primera Guerra Mundial. Pero no se alimentaba menos de una cierta idea acerca de la acción pacífica, que suponía la posibilidad —sólo a primera vista un poco ingenua— de que las naciones llegaran a tratarse un día como los individuos, esto es, agotando primero las posibilidades de acuerdo y sólo recurriendo a la guerra como ultima ratio.

Porque lo cierto es que, al tiempo que la violencia extremaba sus esfuerzos, aparecían cada vez en mayor número los desencantados de la violencia. Acaso el más curioso ejemplo fue ofrecido por el gran escritor francés Pierre Drieu La Rochelle. Él mismo, refiriéndose en 1932 a los años de su juventud antes de la guerra, se calificaba como “un joven intelectual ebrio de violencia”, y se comparaba con cierta ironía a los tantos que “hay aún en el comunismo y el fascismo“. La guerra le ofreció ya una singular experiencia, la experiencia de ver “cómo su violencia se convertía en la violencia de los demás y cómo la violencia de los demás se convertía en su dolor propio”. Y agregaba: “Europa buscaba en aquella violencia una atmósfera favorable a la fe, al abandono en un algo absoluto, ya fuera la religión tradicional, o los nuevos credos puramente sociales, el comunismo y el fascismo. Pero no pudo hallarla. La experiencia de la violencia, el sufrimiento, se hicieron demasiado fuertes para ella y salió así de la contienda sin haber dilucidado el problema como se planteaba a su conciencia”. Drieu La Rochelle confesaba que el panorama europeo estaba caracterizado por dos grandes decepciones: “la decepción de la guerra y la decepción de la paz”.[97]

Es verdad que Drieu La Rochelle se inclinó primero hacia la Action française y creyó luego encontrar en el fascismo italiano una solución a los problemas europeos. Pero lo cierto es que, como observación, la suya, la de un hombre “ebrio de violencia”, es reveladora de cómo el nihilismo tenía algo de inadaptable a la situación europea. Esta posición fue haciéndose cada vez más firme, y la tendencia a desarrollar un tipo de acción que se ajustara a la compleja e intrincada realidad europea, sin cegarse por los resplandores de ese fácil simplismo que es la violencia, fue abriéndose paso hasta reconquistar poco a poco su prestigio. Adolf Hitler fue quien reivindicó los derechos de la violencia, no sin repetir una y otra vez que sus anhelos eran pacifistas. Pero esta paradoja —hija del cínico maquiavelismo de Hitler— esconde también uno de los secretos de este período, definido sustancialmente por sus contradicciones íntimas.

Tales son los principales rasgos de la conciencia contemporánea, tal como comienzan a dibujarse en los oscuros y confusos tiempos de la primera posguerra, cuando al silenciarse las armas llegó en lugar de una alborada de paz un rojizo crepúsculo lleno de amenazas, de cuyas sombras comenzaron a surgir voces casi inhumanas y sentimientos casi inhumanos.

El crepúsculo fue largo, y cuando surgió el nuevo día, las voces y los sentimientos que se anunciaban desde las sombras dominaron bajo la escasa luz de un cielo oscurecido. En esa atmósfera nació lo que hoy podemos llamar la conciencia contemporánea. Hay en ella un extraño rictus que a veces parece de miedo y a veces parece de odio. Pero como arraiga muy hondo en el tiempo, no todo en su expresión actual corresponde exactamente a sus secretos rincones. Algo nos dice hoy que sus músculos han comenzado a distenderse, que en ocasiones el rictus se trueca en sonrisa, y que entre los gemidos suenan algunas veces clamores de esperanzada alegría.

La conciencia contemporánea se ajusta a un mundo en crisis, a un mundo en el que se opera una mutación radical. Ni puede ser diáfana ni puede ser estilizada. Pero parece poseer el temblor que caracteriza el rapto creador, y eso ha de salvarla; porque sólo por excepción la creación es maléfica, y aun entonces suele ofrecer de su propia entraña la fibra catártica. Acaso esté ya robustecida y tonificada, y presida el armonioso latir de la creación renovada de nuestro tiempo.

NOTAS

2. Entre los autores que no cito figuro yo mismo. Pero me salvo del olvido pensando que quien se interese por los puntos de vista que expongo en este ensayo puede encontrarlos más ampliamente desarrollados en mi libro El ciclo de la Revolución contemporánea, Buenos Aires, Argos, 1948.

3. “Hamlet no sabe bien qué hacer con todos esos cráneos. ¡Pero si los abandona!… ¿Va a dejar de ser el mismo? Su espíritu atrozmente lúcido contempla el tránsito de la guerra a la paz. Este tránsito es más oscuro que el tránsito de la paz a la guerra; todos los pueblos se sienten turbados. ¿Y yo, se dice, yo, el intelectual europeo, en qué voy a convertirme? ¿Y qué es la paz? La paz es, acaso, el estado de cosas en que la hostilidad natural de los hombres se manifiesta en creaciones, en lugar de traducirse por destrucciones como ocurre en la guerra. Es el momento de una concurrencia creadora, y de la lucha de las producciones. Pero yo ¿no estoy fatigado de producir? ¿No he agotado el deseo de las tentativas extremas y no he abusado de las mezclas sapientes? ¿Es preciso dejar a un lado mis deberes difíciles y mis ambiciones trascendentes? ¿Debo seguir el impulso y proceder como Polonio, que dirige ahora un gran periódico? ¿Como Laertes, que trabaja en la aviación? ¿Como Rosencrantz, que se ocupa en no sé qué cosas bajo nombre ruso? ¡Adiós, fantasmas!, el mundo no tiene ya necesidad de ti, ni de mí. El mundo, que bautiza con el nombre de progreso su tendencia a una precisión fatal, trata de unir los beneficios de la vida con las ventajas de la muerte. Cierta confusión reina todavía, pero esperemos un poco y todo se aclarará; veremos por fin aparecer el milagro de una sociedad animal, un perfecto y definitivo hormiguero”. Valéry, “La crisis del espíritu”, en Política del espíritu, Buenos Aires, Losada, 1940, págs. 31-32.

4. Paul Valéry, Política del espíritu, pág. 67.

5. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1951, págs. 50-51.

6. Jules Romains, en XIV Congreso internacional de los PEN. Clubs, Buenos Aires, 1937, pág. 28.

7. Alfred Weber, Historia de la cultura, México, FCE., 1941, págs. 420 y ss.; Karl Mannheim, Libertad y planificación, México, FCE., 1945, pág. 65; Karl Mannheim, Diagnóstico de nuestro tiempo, México, FCE., 1946, pág. 9; Harold J. Laski, Reflexiones sobre la Revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires, abril, 1944, págs. 50 y ss.

8. Alfred Weber, La crisis de la idea moderna del Estado en Europa, Madrid, Revista de Occidente, 1932, Cap. VI, passim.

9. John Reed, Cómo tomaron el poder los bolcheviques. Diez días que conmovieron al mundo. Buenos Aires, Las Grandes Obras, 1934.

10. Bertrand Russell, The practice and theory of bolshevism, Londres, 1921.

11. Edouard Herriot, La Russie nouvelle, París, 1923; Anatole de Monzie, Du Kremlim à Luxembourg, París, 1924; Herbert G. Wells, The world of William Clissol, Londres, 1926.

12. Waldo Frank, Aurora rusa. Bilbao, Espasa, 1933.

13. Francisco Cambó, En torno al fascismo italiano, Madrid, 1924; W. Manhardt, Der faschismus, Munich, 1925; E. von Beckerath, Wesen und werden des faschistischen Staates, Berlín, 1927.

14. Oswald Spengler, El hombre y la técnica, Madrid, Revista de Occidente, 1933, Cap. V, passim.

15. Paul Valéry, Regards sur le monde actuel, París, Stock, 1931, págs. 35-36 y 39-43; Id., La crisis del espíritu, págs. 34-35 y 39-40; Alfred Weber, Historia de la cultura, págs. 424 y ss.

16. Winston S. Churchill, Las consecuencias, 1928, cf. Se cierne la tormenta, Buenos Aires, Peuser, 1950, págs. 47 y ss.

17. Paul Valéry, La crisis del espíritu, págs. 26-27.

18. Oswald Spengler, El hombre y la técnica, págs. 84-85.

19. José Ortega y Gasset, “El sentido histórico de la teoría de Einstein”, en El tema de nuestro tiempo, Madrid, Espasa, 1923.

20. José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, , Cap. XI, pág. 52.

21. Benedetto Croce, Historia de Europa en el siglo XIX, Buenos Aires, Imán, 1950, págs. 369-370.

22. José Ortega y Gasset, Prólogo a la “Biblioteca de ideas del siglo XX”, en el tomo I de Spengler, La decadencia de Occidente, Espasa-Calpe, Madrid.

23. José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, Cap. III, In fine; y El ocaso de las revoluciones.

24. Paul Valéry, La crisis del espíritu, pág. 28.

25. Paul Valéry, La crisis del espíritu, págs. 32-33.

26. Véase especialmente, Regard sur le monde actual, páginas 210-211.

27. Antonio Machado, Juan de Mairena, Buenos Aires, Losada, 1942, I, pág. 78.

28. León Daudet, Le stupide XIX siècle, París, Grasset, 1921.

29. Paul Valéry, La crisis del espíritu, págs. 28-29.

30. H. G. Wells, El nuevo orden del mundo, Buenos Aires, Claridad, 1940, págs. 20-21.

31. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, pág. 57.

32. Lenin, El Estado y la Revolución, Post-Scriptum del 30 de noviembre de 1917.

33. Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, Prólogo a la primera edición alemana.

34. Film de 1926.

35. Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, Introducción, parágrafo 15.

36. Paul Valéry, La crisis del espíritu, pág. 33.

37. Paul Valéry, Conferencia de Zurich del 15 de noviembre de 1922, en Política del espíritu, Buenos Aires, Losada, 1940, págs. 43 y ss.

38. Paul Valéry, Política del espíritu, págs. 70 y ss.

39. Franz Werfel, El alma humana y el realismo. En Lu, París y trad. esp. en Contemporáneos, Revista Mexicana de Cultura, N° 38-39, julio-agosto 1931, México.

40. Karl Jaspers, Atmósfera espiritual de nuestro tiempo, Barcelona 1933, Labor.

41. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, pág. 54.

42. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, pág. 61.

43. Eduard Spranger, Die Kulturzyklentheorie und das Problem des Kulturverfalls, 1926; hay traducción española en Spranger, Ensayos sobre la cultura, Buenos Aires, Argos, 1947.

44. Eduard Spranger, Ensayos sobre la cultura, pág. 136.

45. Eduard Spranger, Ensayos sobre la cultura, pág. 137.

46. Eduard Spranger, Ensayos sobre la cultura, pág. 143.

47. Joseph Caillaux, Mes prisons, París, 1921, págs. 50-63.

48. G. Bruun, Clemenceau, Buenos Aires, Ayacucho, 1946, pág. 148.

49. Romain Rolland, Clerambault, París.

50. W. Churchill, Se cierne la tormenta, Buenos Aires, Peuser, 1950, pág. 17.

51. Fritz Thyssen, Yo pagué a Hitler, Buenos Aires, 1945, pág. 68.

52. Fritz Thyssen, loc. cit.

53. José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, págs. 73-74.

54. Emil Ludwig, Coloquios con Mussolini, Buenos Aires, 1932, pág. 82.

55. Emil Ludwig, Coloquios con Mussolini, pág. 105.

56. Paul Valéry, Regards sur le monde actuel, pág. 45.

57. Paul Valéry, Regards sur le monde actuel, págs. 50 y 66-67.

58. Paul Valéry, La crisis del espíritu, pág. 33.

59. Paul Valéry, Regards sur le monde actuel, págs. 41 y ss.

60. Max Scheler, Sociología del saber. Cf. La guerra mundial y la cultura del saber. Necesidades europeas .

61. Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, Introducción, parágrafo 14.

62. Paul Valéry, Política del espíritu, pág. 73.

63. Paul Valéry, Regards sur le monde actuel, pág. 181.

64. Véase Francisco Romero, “Dos concepciones de la realidad”, en Filosofía contemporánea, Buenos Aires, Losada, 1941, págs. 57 y siguientes.

65. Adolf Hitler, Mi lucha, Buenos Aires, Ediciones Modernas Luz, 1933, parte segunda, cap. II.

66. Citado por Julien Benda, El triunfo de la literatura pura, Buenos Aires, Argos, 1948, pág. 247.

67. Julien Benda, ob. cit., págs. 37 y ss.

68. Obsérvese la significación de El gabinete del doctor Caligari de Wiene y compárese la realidad que ofrece con la que caracteriza la creación novelística de Kafka.

69. Emil Ludwig, Coloquios con Mussolini, pág. 114.

70. Martin Buber, ¿Qué es el hombre?, México, Fondo de Cultura Económica, 1949, pág. 84.

71. Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires, Losada, 1938, págs. 30-31.

72. Emil Ludwig, Coloquios con Mussolini, pág. 68.

73. Julien Benda, El triunfo de la literatura pura, pág. 95.

74. Franz Werfel, El alma humana y el realismo, ya citado.

75. Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, primera parte, capítulo III, B.

76. José Ortega y Gasset, El origen deportivo del Estado (1926), luego recogido en El espectador, VII, Madrid, Revista de Occidente, 1929.

77. Julien Benda, El triunfo de la literatura pura, págs. 227-228.

78. Julien Benda, El triunfo de la literatura pura, pág. 136.

79. Citado por Benda, op. cit., pág. 227.

80. John Hayward, “Estado actual de las letras inglesas”, en Sur, N° 153-6, págs. 51 y ss.

81. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, pág. 90.

82. Citado por Benda, op cit., pág. 33.

83. Kahler, Erich, Historia universal del hombre, México, Fondo de Cultura Económica, págs. 505 y siguientes.

84. Emil Ludwig, op. cit., pág. 70.

85. Adolf Hitler, Mi lucha,, págs. 202-3.

86. Citado por José Carlos Mariátegui, La escena contemporánea, Lima, Minerva, 1925, págs. 40-41.

87. Adolf Hitler, op. cit., pág. 166.

88. Emil Ludwig, op. cit., pág. 102.

89. Id. pág. 66.

90. Carl Schmitt, Die geistesgeschichtliche Lage des Heutigen Parlamentarismus, Munich, 1923 y Die Diktatur, Leipzig, 1927.

91. Págs. 179-180.

92. Daudet, Léon, Le stupide XIX siècle, pág. 73.

93. Adolf Hitler, op. cit., pág. 33.

94. Id. pág. 97.

95. Id. pág. 157.

96. Paul Valéry, Regards sur le monde actuel, pág. 98.

97. Pierre Drieu La Rochelle, “Conferencias en Buenos Aires”, cf. La Nación, junio 1932.

*[“Introducción al mundo actual” y “La formación de la conciencia contemporánea” fueron escritos hacia 1953, e incluidos