Jacques Chastenet. 1947

Separadas por el canal de la Mancha, Francia e Inglaterra forman una pareja cuyas relaciones recíprocas constituyen al “quid” de más de un grave problema durante los últimos tres siglos. Si para muchos franceses parecía justificado el calificativo de “pérfida” con que designó a Inglaterra alguien que la temía, otros, más perspicaces menos apasionados, se volvían hacia ella sorprendidos por la rápida transformación que operaba y por el sesgo que tomaba allí la vida política. Para Luis XIV y para su ministro de Asuntos Económicos, Colbert, pudo ser un modelo de eficacia en la organización de la producción y el comercio, y Francia no vaciló por entonces en tratar de seguir su ejemplo; pero para Luis XIV –como para Napoleón– Inglaterra era, sobre todo, un rival molesto y peligroso que no se resignaba a cruzarse de brazos ante los conflictos provocados en el continente por la deslumbradoras aventuras militares de los todopoderosos señores de Francia.

Parecía una inusitada insolencia, la de aquella isla insignificante. Uno y otro miraron con sorprendida irritación las maniobras diplomáticas de Inglaterra, suave, prudente y sigilosa, pero insuperablemente diestra en la conducción de las más delicadas negociaciones. De la cancillería inglesa partían las iniciativas que, luego cristalizaban en la formación de vastas coaliciones destinadas a frustrar las brillantes campañas de los brillantes mariscales. Su acción despertaba en ellos odio y resentimiento, y acaso un poco de secreta admiración. Inglaterra era “la que perdía todas las batallas y ganaba todas las guerras”; fue para otros “el gendarme de Europa”; fue, en fin, “la pérfida Albión”; pero ninguna de las fórmulas con que se ha querido caracterizarla y estigmatizarla deja de entrañar –directa o indirectamente– cierto reconocimiento de la extraordinaria capacidad política que revela, que le ha permitido tornar en ventajas las desventajosas condiciones en que solía comenzar la partida, y crecer en poderío internacional hasta eclipsar a otras rivales mejor dotadas por la naturaleza. Acaso pocas cosas envidiaron más algunos de sus enemigos –entre ellos Hitler– que esta mezcla de astucia y de prudencia que alguien llamó “perfidia”.

Para la “inteligencia” francesa, preocupada por la política, Inglaterra adquirió carácter de mentor a partir del siglo XVIII. Las revoluciones que consagraron la monarquía limitada parecieron el más brillante experimento político hecho en Europa, y si Montesquieu y Voltaire admiraron su sabiduría, no han faltado luego quienes perpetuaran ese sentimiento anglófilo, mezcla de curiosidad por sus instituciones y de atracción por los hábitos propios del gentleman. Y este sentimiento persiste hoy y se manifiesta.

André Maurois, entre otros, lo representa de manera eminente. Con no disimulada admiración ha revelado muchos aspectos del alma inglesa y de la vida singular de este pueblo singularísimo. Y en los últimos años ha cumplido una labor semejante Jaques Chastenet, un historiador curioso y perspicaz que ha publicado no hace mucho algunas obras que merecen la atención del lector culto.

Chastenet no es ya un hombre joven, pero ha empezado a escribir libros solamente al llegar a la media centuria, y se ha revelado como historiador después de comenzada la última guerra. Había actuado largos años en la diplomacia después de la primera guerra mundial, y en el periodismo, como codirector de “Le Temps”, en el que solía escribir los editoriales relacionados con la política internacional. Pero hacia 1941 abandonó esta última actividad por no ceder a la presión de los alemanes, y comenzó a escribir libros. Ligeramente conservador, la política inglesa constituyó uno de los objetivos de su interés, y supo internarse en sus vericuetos con seriedad y mesura. Conoció a fondo su historia externa, buceó en la personalidad de algunos de los hombres que más influyeron en ella, y llegó a captar ciertos rasgos del carácter inglés que parecen constituir la clave de muchos de sus actos.

Fruto de estas preocupaciones fue su primer libro, “William Pitt”, coronado por la Academia Francesa. El personaje era apasionante. Había dirigido la política inglesa en una época crítica y no solo había impuesto sus puntos de vista sino que había definido también un tipo de política, de vasta influencia luego. Chastenet penetra en la personalidad del personaje, pero no olvida el escenario en que se mueve. El primer ministro podía imponer sus designios en la lucha diplomática, pero sólo a condición de que previamente pudiera imponerlos en su país, donde había que contar con el Parlamento.

Era esta una institución de vasta historia. Había representado antaño la voluntad de los barones recelosos del autoritarismo real, pero se había ido convirtiendo poco a poco en representante de la nación y logrado un papel decisivo después de 1688. Sólo Jorge III, de quien Pitt era ministro, pretendió someterlo, y había perdido la partida. Pitt jugaba sus cartas con el electorado y frente a los Comunes con habilidad no exenta de grandeza, pero no se apartó de la tradición parlamentaria, porque reconoció cuánto significaba en la vida inglesa el Parlamento.

A esta institución, cuyo funcionamiento revela más de una peculiaridad del espíritu público inglés, ha dedicado Chastenet otro libro: “El Parlamento de Inglaterra”. Examina en él su historia, las transformaciones que ha sufrido, y cómo actúa hoy. No faltan en su examen lo rasgos anecdóticos que ponen de relieve sus mecanismos y su organización, ni la reseña de los problemas que suscita hoy la compleja labor que le es propia. Y acaso resulten reveladoras para el lector las sagaces observaciones de Chastenet sobre la continuidad de una tradición formal que en nada obstaculiza su adecuada adaptación a las renovadas exigencias de fondo.

Persiguiendo su tema, ha publicado Chastenet un estudio sobre Wellington y otro sobre la reina Victoria, que aun no han sido traducidos. Sí lo ha sido, en cambio, su “Godoy”, una biografía del ministro de Carlos IV de España, cuya figura le ha saltado al camino mientras estudiaba la época de Napoleón y de Pitt, La biografía es atractiva y llena de encanto. Abundan las notas de carácter, como no podía dejar de ocurrir tratándose de la época de Goya y de María Luisa, del príncipe Fernando y de Pepita Tudó. Pero no abundan menos las sagaces observaciones históricas sobre una época tan importante para el destino de España y de América. Chastenet tiene la forma mentis del diplomático y gusta de perseguir el juego de la intriga para proyectarla luego sobre el vasto panorama en el que la intriga repercute y se traduce en actos decisivos. Frente a Napoleón estaba Pitt, pero tras Napoleón estaba Godoy, una carta con la que el emperador quería jugar la suerte del más vasto imperio colonial del mundo.

Hay una continuidad patente entre esta época que se inicia con la revolución francesa y la nuestra. De los hilos que entonces se anudan, penden las situaciones que, perpetuándose a través de las sucesivas crisis, desembocan en algunos de los problemas más graves que tenemos ante nuestra presencia. Y la obra de Chastenet ilustra con nitidez sobre aquella etapa en que se esboza un futuro que es nuestro presente.