La crisis. 1975

Entre otras cosas, los historiadores sirven para avivar la memoria de los demás y para ayudarlos a vincular unas cosas con otras. En relación con los inquietantes fenómenos que se advierten en la vida argentina, una buena memoria y una eficaz capacidad de asociación son imprescindibles para entender el proceso en el que esos fenómenos se insertan. Se trata de un profundo proceso de cambio que no empezó ni con la llegada del peronismo al poder en 1973, ni con la revolución militar de 1966, ni con la revolución de 1955. Es posible que hasta aquí todos estemos de acuerdo. Pero lo cierto es que tampoco empezó con la aparición del peronismo. Una fecha clave de su iniciación es 1929, cuando la crisis europea de la primera posguerra culminó en la sacudida financiera que sufrieron los Estados Unidos. Un historiador experimentado en la proyección del pasado sobre el futuro hubiera podido hacer un pronóstico de largo plazo relativa- mente sencillo: la crisis de los países que constituyen los mercados de Argentina, repercutirá sobre su estructura socioeconómica. Y si hubiera querido arriesgarse más habría agregado que esa estructura se vería forzada a adecuarse a las nuevas circunstancias a través de cambios diversos. Y aún podría haber acotado, como una saludable advertencia, que esos cambios se manifestarían en innumerables y variadísimos fenómenos secundarios y coyunturales que no debían ser tomados solamente como tales, sino que debían ser referidos también a sus causas profundas.

Hubo quien, total o parcialmente, hizo este pronóstico de largo plazo, pero sus implicaciones no llegaron a incorporarse a la conciencia nacional, puesto que desde entonces sólo se han enunciado políticas coyunturales cuando, en rigor, la crisis era estructural. Las raíces del proceso de cambio arraigaban fuera de Argentina, pero en Argentina pocos vislumbraron la magnitud de sus consecuencias y nadie formuló una política que las abrazara y se tradujera en una respuesta de largo plazo. En rigor no hubo desde entonces más que “arbitristas”: en cada ocasión se procuró salir del paso y cada problema concreto fue encarado como si fuera independiente de los demás. Una conclusión pudo sacarse: el país se había quedado sin
élite
, sin un equipo director lúcido y previsor.

Obsérvese la diferencia. En la polémica entablada acerca de la organización del país —antes y después de Caseros—, la generación de Alberdi y Sarmiento extremó el análisis de los problemas nacionales, rastreó sus causas y fijó ciertas metas fundamentales; y, a partir de ellas, construyó la generación del 80 un plan concreto de acción para alcanzarlas, que puso en funcionamiento con energía y eficiencia. Sin duda tuvo ese plan virtudes y defectos, pero constituía un sistema coherente y realista, adecuado a las opciones que ofrecía la situación internacional, gracias al cual se produjo en pocos años una transformación positiva del país. Lo que se produjo entonces fue un cambio orientado y conducido por una política, cuyos objetivos eran de largo alcance y constituían una propuesta aceptable para el país. Pero cuando ese proceso de cambio completó su ciclo —por razones ajenas al designio argentino—, el que comenzó entonces adquirió caracteres muy diferentes. Se originó fuera del país, se manifestó a través de múltiples fenómenos inesperados que pare-cieron desconcertantes, y nadie con responsabilidad suficiente vinculó los síntomas como para hacer un diagnóstico. Mal podría haberse conducido u orientado un proceso cuya trama se desconocía. Y el país comenzó a marchar al azar, quizá ocultándose a sí mismo el problema que lo carcomía, siempre en estado de emergencia y siempre incierto sobre sus objetivos de largo plazo. Del cambio involuntario en el que el país se vio sumido no surgió un grupo direc-tor, una
élite
legítima, capaz de formular un proyecto que conviniera y convenciera al país. Nacieron, en cambio, innumerables intereses sectoriales representados por grupos diversos, cada uno de los cuales sólo atinó a pensar en la mejor manera de salvar lo suyo.

El país vive desde entonces en estado de total incertidumbre. El cambio involuntario ha contribuido a crear una nueva sociedad, como no se le oculta ya a nadie que compare la situación social de nuestros días con la de hace treinta años. Pero no se han abierto opciones suficientes para los grupos y los individuos que componen la nueva sociedad, y una suerte de sorda desesperación ha alimentado ese turbio sentimiento de ‘sálvese quien pueda’ que anuncia la sospecha de la derrota. Sólo una vigorosa política para el cambio, en cuyos enunciados se advierta que hay sitio para todos los grupos e individuos que hoy componen la nueva sociedad argentina, podrá devolverle a todos la confianza en el país.

Quizá la dura experiencia por la que estamos atravesando sea ocasión favorable para que se galvanicen las voluntades en favor de la elaboración de esa política. Quizá ahora se alce la voz autorizada que nos revele qué ha significado el peronismo, por encima de los detalles anecdóticos y de las pasiones facciosas. Porque del peronismo Perón es lo de menos, y el movimiento que ha renovado la sociedad argentina es lo de más. Y como es un fenómeno irreversible y que aún se manifestará de diversas maneras, conviene entenderlo en profundidad, como Alberdi entendió en profundidad el fenómeno social que se ocultaba tras la figura de Rosas en las páginas del Fragmento preliminar al estudio del derecho, cuya lectura resulta hoy esclarecedora.

Entretanto, algo debe preocupar a quienes quieran trabajar para que el país salga del marasmo, y sobre todo a quienes tengan la responsabilidad efectiva de conducir esa salida. El país parece atravesar un período caótico y requiere que se restaure el orden. Pero es imprescindible que la simple restauración del orden no se convierta una política pretendidamente suficiente, como suele ocurrir cuando se acepta una interpretación simplista y elemental de las crisis. Acaso la restauración del orden sea un objetivo suficiente cuando el orden proviene de un ocasional vacío de poder. Pero si sus causas son profundas, es imprescindible incluir la política de orden en otra política más vasta y ambiciosa que opere sobre las causas mismas.

En la Argentina de hoy el desorden es mucho más profundo de lo que parece porque sus causas son estructurales. Se vincula con el proceso de cambio que está abierto en el país, y no se debe caer en la tentación de restaurar el orden con el fin secreto de frenar a aquél. El proceso de cambio se debe conducir y orientar, pero no contener, por la sola razón de que es incontenible. El desorden proviene de que el proceso de cambio en que está inmersa la Argentina de hoy se ha desencadenado espontáneamente, como resultado de una insuficiencia de la estructura económica y con los caracteres de una explosión social en virtud de la cual se han integrado muchos grupos antes marginales, constituyendo una nueva sociedad. Era inevitable que esta transformación se diera con cierto desorden. Pero hubiera podido esperarse que una clara conciencia de esa situación suscitara precozmente el designio de formular una política positiva para canalizar el cambio espontáneo. No fue, sin embargo, lo que se hizo. Unos se limitaron a proteger sus posiciones tradicionales y otros procuraron encaramarse en la cresta del proceso para aprovecharlo. Ahora estamos pagando el precio de tanta imprevisión y no debemos recaer en el error de dejamos engañar por los signos exteriores del proceso.

Una política positiva para el cambio es lo urgente —y aun no es tarde—, sin perjuicio de que pueda ser necesaria una política oca-sional para el orden. Pero de la crisis no saldremos sólo con la segunda si no definimos y ponemos en marcha la primera. Puede que alcancemos con la segunda la apariencia del orden; pero sin la primera sólo habremos agregado un nuevo factor al caos, y habrá que volver a revisar la situación cuando se multipliquen sus efectos. Una política positiva para el cambio tiene, ante todo, que neutralizar las tendencias sectarias y sectoriales que se oponen, directa o indirectamente, a él, y, por el contrario, alentarlo conduciéndolo y orientándolo, en la certeza de que abrirá nuevas perspectivas y nuevas esperanzas para esa sociedad nueva que ya es una realidad irreversible en Argentina.

La crisis argentina es de expansión, de crecimiento, y su salida no puede estar en una política restrictiva sino en una política de apertura. Es paradójico que una sociedad en expansión parezca ahogada. Pero lo parece, y ciertamente lo está. Faltan caminos para que se expresen y realicen los grupos e individuos que constituyen y caracterizan la nueva sociedad. Faltan proyectos y sobran temores, falta imaginación y sobran cautelosas premoniciones acerca de los riesgos que correría la sociedad —en rigor, la vieja sociedad— si se ofrecieran cauces abiertos a la capacidad expansiva que hoy muestran grupos e individuos cuyo comportamiento es desusado y agresivo. Pero esos grupos e individuos existen y son argentinos. Hay que crear para ellos una tarea que los sumerja en el destino nacional, que los convenza de que el país es también de ellos, que los persuada de que su propio destino se realiza en el destino común.

Pero esta política positiva de cambio tiene que ser formulada y puesta en marcha pronto, antes de que nos disgreguemos. Tiene que producir cuanto antes hechos fundamentales y decisivos que abran nuevas perspectivas y esperanzas. Y así como debe esquivar las restricciones propuestas por los espíritus más cautelosos, debe evitar también la agobiadora ola de palabras que han enmascarado hasta ahora la inmovilidad. Consignas falsamente revolucionarias y jactancias insolentemente drásticas han desvirtuado las políticas posibles de cambio. Hay que formularlas de nuevo con responsabilidad, seriamente, con sensatez. Hay que ponerlas en marcha pronto. Y sin dejarnos tentar por el espejismo de la paz varsoviana.