La extensión universitaria. 1958

Para cerrar este acto quizá fuera suficiente someter a ustedes al suplicio de sintetizar, después de haberlas oído en extenso, las conclusiones a que se ha arribado. A todos nos ha resultado evidente que el trabajo realizado por las comisiones ha sido extraordinariamente fecundo. Si algo ha malogrado en otras ocasiones este tipo de iniciativa, ha sido el no saber nunca descender suficientemente al plano de las realidades concretas, a los problemas inmediatos de la realización; pero esta vez nos hemos encontrado, a través de las conclusiones que hemos oído, con que se han estudiado los problemas reales que se le plantean a la Universidad en relación con el medio social, buscando soluciones concretas y exponiendo con claridad, con inteligencia y con modestia, cuál es el esfuerzo que se ha hecho y el que debe hacerse en un futuro inmediato.

En realidad, a mí me queda muy poco por decir. Pero si me conceden unos minutos, pienso que después de haberse desarrollado el análisis de los problemas concretos de la extensión universitaria, puede ser conveniente volver a recordar ciertos fundamentos y ciertas razones de peso, que justifiquen el que la Universidad se encargue de esta labor. Pienso que es oportuno hacerlo porque la Universidad argentina conserva cierto antiguo empaque académico, que les hace suponer a algunos que tal labor carece de rango universitario. Esta actividad es quizás una de las que suelen escandalizar a los espíritus pacatos; pero lo cierto es que el mundo se escandaliza demasiado para que nos asustemos de los que se escandalizan. Tenemos que enfrentarnos con un mundo en el que los cambios sociales se aceleran de un modo demasiado impresionante como para que estas reflexiones nos detengan. Hay que seguir en esta labor, como en tantas otras que afectan a la existencia misma de la comunidad nacional.

La extensión universitaria, es decir, la idea de que la Universidad debe extender su labor más allá del pequeño mundo dentro del cual habitualmente desarrolla su acción, la idea de que la Universidad debe salir de los claustros y tomar contacto con el mundo exterior, fuera de los límites estrictamente académicos, está íntimamente unida a la reforma universitaria de 1918. Me ha preocupado mucho, como uno de los tantos fenómenos típicos de la vida argentina, averiguar qué relación puede haber existido entre la aparición de esta inquietud en la juventud universitaria de esa época y el ambiente intelectual y espiritual del país en ese momento. Y me ha interesado pensar en ella porque he llegado a conocer a esa primera generación de la reforma universitaria, y pienso en Ripa Alberdi y en Deodoro Roca, y me pregunto cómo podía coexistir ese inequívoco sentimiento de aristocracia intelectual que caracterizó a esa primera generación, con este sentimiento de simpatía por lo popular, que fue evidente en la primera versión de la Reforma Universitaria. Hubo, sin duda, no sólo una gran generosidad de espíritu en aquellos jóvenes, sino también circunstancias objetivas que justificaron la aparición de esa inquietud. Si algo llamó la atención de los jóvenes de entonces, fue ese aspecto caduco que tenía la Universidad argentina, ese aspecto esclerosado que le deben las viejas academias, ese aspecto de desconexión con la vida del país que era característico de la Universidad de entonces. Eran universidades que no sólo estaban encerradas dentro de estrechos límites académicos, sino que estaban encerradas también dentro de estrechos límites sociales, por lo que llamaríamos la élite académica, que coincidía con la élite social. De modo que el espectáculo mismo de la Universidad estaba induciendo a preguntarse si aquello podía seguir así, y si los cambios sociales y políticos que por entonces comenzaban a producirse en el país podían soportar el mantenimiento de una Universidad que hacía gala de su capacidad de aislamiento y de ignorancia respecto de lo que ocurría en el mundo. No sólo acababan de producirse en el país hechos funda-mentales, sino que estaban ocurriendo en el mundo entero; se había producido la primera guerra, la Revolución Rusa, los primeros fenómenos que siguieron a la guerra, creando todo ello, en 1918, 1919 y 1920, un clima de turbulencia que sirvió para descubrir en cada una de las sociedades la existencia de problemas sociales. Y estas generaciones que descubrían una Universidad caracterizada, precisamente, por su incapacidad para comunicarse con el mundo social, comprendieron que comenzaba un período de transformaciones que requerían que todos los sectores de la comunidad nacional entraran en estrecho contacto para comenzar un nuevo modo de vida.

Y entonces pareció que era el momento de adoptar una nueva actitud universitaria. Muy poco tiempo después apareció el famoso tema de la identificación de “obreros y estudiantes”, y es sabido que fue típico de algunas universidades la casi obligatoria implantación del “overall” como prenda representativa del estudiante universitario.

Este sentimiento, cualquiera fuera el alcance que pudiera tener, cualquiera fuera la mella que hubiera hecho en las circunstancias de la vida nacional y mundial, determinó un singular estado de ánimo; hubo una especie de viraje de una institución que acostumbraba solamente a contemplarse a sí misma hacia la contemplación de otros problemas, viraje que estaba evidenciando que tenía escondidas en su seno las raíces de un profundo drama, y así comenzó esta preocupación por los problemas sociales, suscitada por circunstancias del momento nacional y circunstancias del momento mundial, desencadenadas por un estado de espíritu de la época, que cuajó en la vida universitaria argentina, como también en el ámbito extrauniversitario, por razones que además contribuían en forma vehemente a que no pudiera dejar de contemplarse la peculiaridad del ambiente social argentino. Esto indujo a muchos universitarios a considerar como una obligación de la Universidad la de dirigirse hacia él.

Si algo caracteriza al medio social argentino es su heterogeneidad, la coexistencia de grupos que tienen un carácter singular, pero que coexisten de tal manera que la comunicación entre ellos es sumamente difícil. Nuestro país se caracteriza por la incomunicación. No conocemos castas, no conocemos principios inquebrantables de cla-se y, sin embargo, la fuerza de los hechos, la peculiaridad del proceso de formación de nuestra sociedad es tal, que se han creado en su seno diversas capas que parecen tener una irreductible independencia. Tal es la peculiaridad de la vida argentina. Nuestra falta de comunicación, nuestra falta de articulación social, nos ha llevado a la imposibilidad de contar con corrientes de opinión que se formen de una manera rápida y coherente a través de los estratos sociales, que tengan la posibilidad de comunicarse. Si la expresión pudiera no parecer exagerada, yo diría que contamos con un país que tiene una sociedad, pero que carece de una comunidad. Tenemos que construirla: constituye uno de los esfuerzos más importantes de los grupos lúcidos y responsables, el de contribuir a la creación de las condiciones de existencia de la comunidad nacional, de una comunidad que se reconozca a sí misma, integrada por todos los grupos que la forman.

Naturalmente, esta tarea no está encomendada a nadie específicamente. Si se nos preguntase quién ha hecho esta tarea en otras partes, yo diría que nadie; y si insistieran en la pregunta, respondería que el tiempo. La comunidad nacional británica, la comunidad nacional francesa, ¿quién las ha hecho sino el tiempo? Pero, como tenemos ahora sobre los problemas sociales una actitud crítica y reflexiva, como los contemplamos tratando de sumergirnos en sus profundidades para descubrir el proceso que los guía, nos es imposible quedamos inactivos. No podemos asistir pasivamente a un lento proceso como el que se realizó en los países europeos durante la Edad Media, en los que a través de los siglos, por decantación y tras reiterados fracasos, se llevó a cabo el proceso de aglutinación social, constituyéndose poco a poco el ser nacional, lo que los románticos llamaron el “espíritu del pueblo”. El mundo marcha demasiado aprisa para que sigamos en inferioridad de condiciones en este sentido; no tenemos tiempo para esperar que este país termine por resolver solo sus problemas: hay que salir a su encuentro. Yo diría que la historia argentina consiste en un vasto y terrible esfuerzo para salir al encuentro de esa lentitud en la formación de la Nación. La generación del 37 se planteó este problema. Echeverría, Sarmiento, Mitre, tenían otro apremio que el de terminar una vez por todas de constituir un país. Nosotros estamos urgidos por el mismo pensamiento: hay que acelerar el proceso de constitución del país; pero para ello no es posible operar sobre la superficie de la vida nacional, sino que es imprescindible actuar sobre su profundidad, que es la vida social; y es necesario modificarla, porque en la medida en que lo hagamos iremos hacia la conquista de un estilo. Yo considero un rasgo de extraordinaria originalidad de la vida social y espiritual de nuestro país la manera como ha respondido a un reto de la realidad resolviendo que sea la Universidad la responsable de trabajar en esta tarea que no le estaba específicamente asignada a nadie y que, sin embargo, la realidad requería de manera urgente. Había y hay que trabajar en la transformación de una sociedad que requiere homogeneidad, que requiere articulación de sus grupos, que requiere comunicación interna, que necesita finalmente adquirir su propio estilo de vida y de cultura. Esta labor estaba a merced del que quisiera hacerse cargo de la misma, y resultó que, intempestivamente, un grupo particularmente capacitado para ello asumió un día la responsabilidad de cumplirla, movido acaso por cierto sentido ético que había y hay subyacente en el fondo de esta preocupación de la Universidad por los problemas sociales. Es bien sabido que nuestros universitarios se reclutan generalmente en las clases medias y sólo muy escasamente en las clases proletarias, y suele llamarse “sentimiento ético” a esta especie de imperativo de volverse hacia los grupos no privilegiados, en un afán de incidir sobre ellos, en una tarea de interés nacional y colectivo, que comprende a toda la comunidad y que se ha de comenzar por cumplir en alguna parte. La Universidad no tiene, naturalmente, la obligación de hacerlo; si se habla en términos estrictos de funciones sociales de la Universidad, yo me atrevería a aceptar que la enseñanza y la investigación son funciones sociales indiscutibles y que, en cierto sentido abstracto, la Universidad cumple con esa función social en la medida en que lleva a cabo estas labores, pero sólo en un sentido abstracto, y la Universidad, desgraciadamente, no puede conformarse con ser una abstracción. Casi todos sus males residen, precisamente, en haberse creído esto; pero la Universidad es hija de su medio y de su tiempo; no existe una Universidad tipo, no existe nada más que en cierta “élite” social e intelectual. Puede hablarse de ideas generales acerca de lo que es la Universidad, pero es sabido que Bolonia se diferencia bastante de Harvard, y hay, por supuesto, una estructura diferente en cada Universidad en relación con su contorno social.

Nuestra Universidad, fundada en Córdoba, fue influida por el pensamiento de la Ilustración e inmediatamente entró en la vía del profesionalismo, tal como ocurrió en toda Europa en el siglo XIX y desde entonces ha sido nada más que eso. Desgraciadamente por circunstancias propias, ha perdido eficacia inclusive en lo puramente profesional; pero, entretanto, el profesional sabe que hay otras cosas en el mundo, y que su actividad profesional no va a estar limitada al mero ejercicio de su profesión. Por una serie de azares —muy felices por cierto— le ha correspondido a la Universidad creerse depositaria del cumplimiento de una difícil misión que en todas partes es importante, pero que en un mundo social como el nuestro es decisiva. Le ha correspondido a la Universidad la misión de contribuir al logro de la homogeneidad de la sociedad, al logro de la aceleración del proceso de articulación entre los grupos de la sociedad argentina. La Universidad ha comenzado a hacer esta tarea, equivocándose muchas veces, seguramente, pero la ha tomado como una actividad propia de la Universidad de estos tiempos, una labor que trasciende lo puramente académico; pero da la casualidad de que es tan rica en posibilidades, que esa tarea tiene un valor educativo, y a poco que se vean los efectos de esta labor, se descubre que constituye una misión que parecería haber sido hecha a propósito para la Universidad. Y así creo yo, que se ha manifestado una especie de sabia armonía entre las exigencias del ambiente, entre las respuestas de la Universidad y entre ciertas ideas y convenciones que parecen prevalecer en la vida argentina, todo lo cual le crea a la Universidad una posibilidad de acción que hace cuarenta o cincuenta años era insospechada, que en otras universidades de otros países no se sospecha, acaso porque allí hay otros grupos u otras instituciones que cumplen la tarea que aquí ha asumido la Universidad. Yo diría que en la medida en que la Universidad trascienda de sus claustros y tome contacto con la sociedad, puede promover su transformación, en mayor o menor escala, en una medida que interesa sustancialmente a la comunidad nacional. De la misma manera puede decirse que los problemas de la cultura nacional no ha de encontrarlos la Universidad interesándose en sí misma, sino que debe encontrarlos fuera de ella. Debemos tener en cuenta que la peculiaridad del proceso social no le da a los problemas de la cultura argentina la típica fisonomía que tienen los problemas de la cultura en Europa. De modo que, como nuestra formación intelectual es europea, solemos descubrir que el tema de nuestros estudios de la realidad nacional carece de los rasgos que lo harían valioso como para que nosotros le hiciéramos el honor de ocuparnos de él. Empero, los problemas de la vida argentina deben ser tomados como son y donde se encuentran, con las características que tengan, con los rasgos que interesan, y hay que ejercitar el análisis para comprenderlos en su peculiar esencia.

Parecería que se requiere un estilo nuevo de vida universitaria. Ese estilo nuevo tiene un sentido más amplio y abierto que el tradicional, y la labor más difícil que pueda exigirse a la Universidad es tomar conciencia de sí misma y de sus peculiaridades; este afán de la Universidad latinoamericana de trascender me parece acaso la actitud más inteligente, fresca y vital. Esta tarea es la que ha emprendido esta modesta organización, que ha surgido en todas las universidades argentinas con el nombre de “extensión universitaria”. Es bueno recordar que en algunas universidades, como la del Litoral, por ejemplo, se trabaja desde hace tiempo y se han hecho muchas experiencias en este sentido. Tal vez estas jornadas sean la ocasión propicia de sopesar los resultados obtenidos en las experiencias realizadas.

Querría que, como saldo de esta exposición, quedara grabado en el espíritu de todos los que trabajan en esta actividad, el convencimiento de que no están haciendo nada superfluo y que están trabajando en una tarea más importante de lo que a primera vista parece. Acaso resida en ustedes la posibilidad más fértil de renovación de la Universidad argentina; acaso resida en esta tarea una de las posibilidades de integrar la comunidad nacional. Si se logra algún resultado en esta labor, se habrá hecho mucho, tanto, al menos, como con la labor académica. Guardémonos de desdeñar la actividad académica, pero no debemos creer tanto en ella como para suponer que debe privarnos de enfrentarnos con las formas inmediatas de la realidad. Son dos maneras de actuar de la Universidad: una es tradicional y goza de respeto; la otra es muy joven y parece una aventura intrascendente o un pasatiempo secundario. Yo quiero contribuir a que cada uno de ustedes vuelva convencido de que trabaja en una actividad que merece el más alto respeto, que está movida por altísimos fines y que tiene en el desarrollo de la vida y de la cultura argentina un papel decisivo.