La formación histórica. 1933


Cada hombre, cada grupo social, se encuentra en cada época ante la vida con un cierto caudal de posibilidades, con un cierto repertorio de ideas y preferencias que condicionan su sentido total; con una ordenación, sobre todo, de sus juicios de valor, que le hacen apreciar de una determinada manera el mundo que constituye su contorno.

Hay en el hombre medio —en el hombre medio actual, especialmente— una propensión peligrosa a universalizar este sistema de juicios y reacciones, sin recordar que eran los suyos, los de su tiempo, acaso sólo los de su cultura, sin detenerse a meditar sobre las radicales diferencias que con los de otros tiempos y culturas pudieran tener. Puesto así, con este bagaje subjetivo, ante el presente y el futuro, este hombre cumple su papel en el mundo, diseña su perfil sobre la vida milenaria, y deja su impronta sobre la historia.

A esta incapacidad para lo objetivo, a esta aceptación universal y absoluta de la realidad cercana, suele llamársele en filosofía realismo ingenuo. Es la ausencia de sentido crítico, que impide deslindar en el campo de las ideas lo mudable y lo eterno. Es, podríamos decir, la más tosca postura ante la realidad circundante.

Es un esfuerzo sostenido de reflexión el que se necesita para romper la prisión de las ideas habituales, el que se requiere para comprender que no somos —nosotros y nuestras ideas— sino una hora del camino del mundo. Pero una vez logrado, el horizonte del pasado y el del futuro se aclaran con luz tan brillante que nos recompensa el esfuerzo. El pasado y el futuro dejan de ser así estilizadas proyecciones de nosotros mismos, y de su diversidad aprendemos nuestra propia limitación. De entonces en adelante no usaremos todo nuestro sistema de juicios y valores para apreciar pasado y futuro, y nos volcaremos en cambio meditativamente en el tiempo para descubrir en cada hora el juego peculiar de sus ideas.

Entonces no será sorpresa el descubrimiento que habremos de hacer. Descubriremos que cada tiempo tenía un repertorio de ideas, de creencias, de esperanzas, de preferencias y de odios, que forman, como dice Morente, la personalidad singular del alma colectiva en ese momento; y descubriremos después que todos los hechos de la vida, todas las situaciones y todas las reacciones ante ellas, se estructuran en ese sistema de ideas y valores con lógica absoluta. Descubriremos por último que esa estructura de ideas y valores entra en un más amplio círculo, en donde todas ellas se engarzan, en una actitud fundamental y básica ante el mundo y la vida.

Es esa actitud ante el mundo y la vida —lo que los alemanes han llamado Weltanschauung—, esa peculiar y espontánea concepción del mundo y de la vida, lo que determina en el hombre aquellas reacciones, aquellas preferencias, aquellas actitudes. Es, pues, en esa instancia radical, donde debemos buscar la índole y el tono de los tiempos y las culturas pasados, y es en su búsqueda en donde debemos profundizar nuestra preocupación por el futuro. Es la comprensión de lo íntimo, no de lo superficial, lo que destruirá la peligrosa seguridad del realismo ingenuo. Hay, pues, que alcanzar su profundidad.

Yo quisiera insistir lo bastante en esta distinción entre realismo ingenuo y comprensión profunda. Para mí tiene el realismo ingenuo una consecuencia tan peligrosa como previsible: la falsa conciencia histórica. Quien crea que la concepción predominante del mundo y de la vida es definitiva y universalmente válida, o —traducido a la expresión vulgar— quien crea que lo que es no podrá ser de otra manera, deja al mundo entregado a una suerte de fatalidad cuya última consecuencia no podemos prever. Su actividad como miembro social no tendrá sentido, los peligros no serán divisados a tiempo, y la civilización se estrellará ciegamente contra ellos, por la torpe inmovilidad de ese hombre medio que sigue creyendo que todo ocurre según una lógica inevitable, que él no podrá torcer por su esfuerzo.

Por el contrario, una conciencia histórica certera puede proveer al hombre de un criterio seguro para la acción; ante el mundo, sabrá descubrir los espectros que —creados por fuerzas anónimas—, pueden ser destruidos, evitando así su peligro; sabrá descubrir las empresas que las generaciones pasadas emprendieron y que es deber suyo proseguir; sabrá por último que cada época como cada hombre debe jugar su carta: hacer la historia y no dejarla hacer.

Hay una línea general, sin duda, dentro de la cual ejercita el hombre su actividad. Pero dentro de ese margen amplísimo todo está librado al esfuerzo del hombre. Las épocas tienen un sentido general inalterable, casi podría decirse un destino; pero los destinos pueden cumplirse o malograrse. Quien crea que con dejarse vivir se llena, malogrará indefectiblemente el destino posible de su vida. Colectivamente, hay también un imperativo indeclinable. Pero quien crea que nada es cambiable por su esfuerzo, que el logro último de ese destino es tan fatal como su vigencia, ése, como su vida, malogrará indefectiblemente el destino de la cultura que lo nutre.

He aquí, a mi juicio, el peligro de esa irreflexiva actitud de nuestro tiempo. Hijo del siglo XIX, el determinismo histórico va cumpliendo el ciclo habitual de las ideas; se debatió en el área teórica y fue vencido, incorporándose, lentamente, sin embargo, al haber espiritual de las masas.

Generalmente no se advierte en el seno mismo de la doctrina de Karl Marx cierto aspecto paradójico, que aclara muy bien el alcance del determinismo. Karl Marx, como es sabido, diagnosticó severamente el destino seguro de la sociedad capitalista. Atendiendo a las leyes de su economía, pronosticó casi con absoluta certeza lo que está aconteciendo en Occidente desde su tiempo hasta el nuestro: porque es cada vez más evidente que la crisis de la sociedad capitalista se acentúa según sus predicciones. Pero Marx pensaba que las masas serían revolucionarias espontáneamente en la medida en que se hiciera patente la crisis burguesa: la masa, sin embargo, no se ha hecho revolucionaria; acaso nunca como ahora se muestra el pueblo reaccionario e indeciso. A mi juicio, se explica fácilmente el fenómeno. Marx construye su análisis de la crisis del orden capitalista burgués sobre el esquema de la crisis feudal. En la sociedad feudal, en efecto, cada individuo no privilegiado intentaba cambiar su condición social: no había un ideal colectivo, sino un principio individualista, que era en última instancia, un impulso egoísta. Por el contrario, en la sociedad burguesa, quien quiera ser revolucionario debe renunciar a la posibilidad, siquiera remota, de adquirir esos privilegios; cambiará pues de condición social, pero por altruismo, por la firme adhesión a un ideal ético. Aquí termina el determinismo; la aparición y la lucha por un ideal ético implica un esfuerzo humano de creación, y esto no se da según principios mecánicos. Esta es, a mi juicio, la paradoja de la teoría y la práctica determinista. No habrá determinismo que salve a la nueva moral si se sigue pensando en esa nueva providencia del materialismo.

No hay, pues, más urgente misión que ésta de hacer individuos colectivamente responsables, de cada uno de esos miembros de la masa que se sienten orgullosos de ser hombremasa. Yo no creo que se pueda ser responsable sin haberse situado seriamente en la hora del mundo, con una firme conciencia histórica, que dé solidez al camino ya hecho y marque con gesto imperativo el camino por hacer. ¿Acaso sólo quien desee guardar intangible el pasado debe conocerlo? Más responsabilidad que el respetuoso usufructuario tiene el descontento; y quien quiera destruirlo o renovar sus contenidos debe más que nadie estar seguro de cuál era su auténtico significado. No hay responsabilidad posible sino en quien haya logrado una segura visión histórica.

Acaso no sea fácil empresa lograr la conciencia histórica. La conciencia histórica es cosa muy distinta del puro saber histórico. Este último suele ser propiedad del erudito, del investigador. Conocer la historia tiene para él la misma densidad espiritual que para el geólogo conocer la piedra de cuyo paisaje no se volvió a acordar jamás. Lo histórico se coloca así entre los hechos de la realidad como un aspecto más de ella. Pero en el dominio del erudito y el investigador puros el saber histórico no pasa de ahí. El saber histórico, sin embargo, tiene una instancia superior a ésta, común a todo saber; pero para que se cumpla es menester que deje de ser puro conocimiento; es necesario que deje de ser estrictamente objetivo y se incorpore al sujeto en esa especie de saber olvidado que Max Scheler llama “saber culto”.

El saber histórico incorporado al sujeto cobra una inusitada significación. Nada compromete tanto la vida del individuo como esta seguridad de su destino, como esta duda sobre la vigencia de lo humano que proporciona la conciencia histórica.

Podrá decirse que acaso en cada individuo la historia cobre un sentido particular. Nada condiciona tanto la perspectiva histórica como el presente, dice Hans Freyer. El presente proyecta su aspiración sobre el pasado tanto como sobre el futuro, y siempre consigue verter alguna gota de su sangre en la vena abierta de la historia. Pero es acaso la prueba más fiel de que ella ha comenzado a pesar en la propia vida, esta de que la queramos ver justificando nuestro destino o nuestra obra.

La conciencia histórica es, pues, ese saber agregado en forma tal al individuo que entra a pesar en su vida. Merced a ella, el hombre deja de sentirse abandonado, a oscuras, y su vacilación encuentra referencias claras y firmes; su papel en el mundo adquiere consistencia y sentido, y una voz secreta parece decirle que su obra se engarza en la obra universal. Y entonces no se suceden generaciones y generaciones malogradas por no haber sabido hallar su tarea esencial, o por haberla desviado de su sentido auténtico. Sólo la formación histórica provista de profundo sentido filosófico, compleja en su densidad para que abarque todas las posibilidades del espíritu, completa en su extensión para que se adviertan los ritmos históricos, puede colocar al hombre en la adecuada postura para ver su propio tiempo en perspectiva, y alcanzar la distinción entre lo transitorio y lo eterno.

Hubo épocas que nada supieron de esta forzosa preocupación histórica. El cristiano del siglo XIII o el griego de la Atenas de Pericles poco sabían del pasado, y acaso nada más lejano de su espíritu que la angustiada inquietud por el futuro. Pero eran grandes épocas: para ellas, vivir consistía en insistir denodadamente en su íntima vocación, porque su vocación y su destino se confundían inequívocamente. Pero nuestro tiempo está precisamente en la posición opuesta. Todo lo que nos ofrece es una atormentadora encrucijada, en cuyo vértice nos abandona para que nos esforcemos en columbrar el paisaje que cada meta nos promete. Quien advierta las dificultades del camino alcanzará también la urgencia de llevar el bagaje preciso. Pero los caminantes no han sacudido el polvo gris del realismo ingenuo. La cultura se ha hecho para unos coraza protectora para no enterarse de lo que pasa afuera, y poder insertarse así en un mundo desvitalizado sin inquietudes ni sobresaltos. La incultura es para otros, justamente, el fruto de una despreocupación universal, más o menos justificada o forzosa. En ambos círculos, en el de los cultos, y en el de los incultos, se hallan agazapadas las fallas éticas que minan los cimientos de la cultura occidental. Es, pues, imprescindible que aquellos que ven claro eleven su voz, arriesgando la burla y el fracaso, para recordar a los hombres que poseen un espíritu, hoy olvidado, por cuya virtud se llaman, diferenciadamente, hombres.

¿Hay, acaso, exageración en todo esto? Obsérvese que yo no ofrezco una visión pesimista del mundo, sino que recalco el abandono voluntario en que cierta actitud contemporánea mantiene sus más hondos problemas. Creo, por el contrario, que se debe ser optimista sobre el futuro del mundo. La lucha —pues no se debe dudar ni un instante que toda clase de luchas nos espera— no revela, cuando está movida por valores trascendentes, ni estancamiento, ni decadencia. Por el contrario, si en el mundo han aparecido fuerzas tan poderosas, unas como para movilizar a las masas, como la justicia social, otras como para angustiar a las minorías, como el futuro del espíritu, es señal evidente de que pocas veces en horas difíciles ha sido tan fecundo el espíritu humano como en ésta en que casi nada de lo existente promete salvarse. Soy, pues, optimista en cuanto al futuro posible de nuestra cultura. Pero mucho me temo que no haya en el mundo fuerza suficiente como para lograr el cumplimiento de esas posibilidades. Hay una general atonía moral que impide que el hombre se ponga a tono con las exigencias de la hora y se vuelque audaz y decidido en el logro, aun de lo que estima su salvación. La formación histórica bajo el signo de que vivir es trascender, es capaz de entonar al hombre en grado tal que se decida a sumergirse en el mundo y tomar una dirección, como el nadador en el mar. Hoy no hay destinos líricos ni más retirada posible que el aniquilamiento.

Esto nos separa fundamentalmente de otras épocas históricas. Hubo tiempos, dije, que nada supieron de esta amarga preocupación por el futuro. Fueron aquellos que se hallaban a medio camino, como los del cristiano del siglo XIII o los del ateniense del siglo de Pericles: habían elegido ya su ruta, y no restaba sino avanzar, quedando el éxito librado a la resolución del avance. Pero harto distinto es hallarse sobre el recto camino, de inclinarse meditativo en la encrucijada. El primero conoce la meta, la desea, la espera. El segundo no ha decidido aún su preferencia y seguramente teme algo de las dos que se le ofrecen. Es claro, pues, que sólo en estos tiempos de encrucijada importe la ruta recorrida para buscar desde ella en cuál de los caminos posibles se proyecta la huella.

Hay, sin duda, un medio ejecutivo para esquivar la angustia de resolver la disyuntiva. Es la audacia, que evita pensamiento alguno sobre el destino de la empresa. Pero la audacia es un simplismo intuitivo, que sólo se justifica por el éxito, y cuyo fracaso, en cambio, prueba una torpe usurpación, por su misma torpeza imperdonable. Acaso sea injusto, pero sólo al genio —último simplismo— le es lícita la audacia ciega; y aunque acaso sea también injusto, sólo el éxito puede ser señal valedera de su genialidad.

No puede, pues, postularse la audacia, porque nada hay tan íntimo y vital como ella; no puede postularse teóricamente, además, porque cuando es legítima se impone por su fuerza y cuando es ilegítima se castiga a sí misma con el fracaso y el derrumbe.

Pero no siendo la audacia —que es instinto ciego o intuición preclara— no queda para afrontar la disyuntiva sino la plena conciencia historicosocial. Obsérvase ahora claramente que no era el puro saber histórico lo que importaba, sino esa otra forma de conciencia histórica que no es sólo frío amor por el pasado, sino que es también experiencia viva, saber funcionalizado, magna estructura donde se condiciona este mismo instante de nuestra vida. De esta forma de saber histórico interesa el grado último que es también de esencia histórica, nuestro mundo, y su condición es tal que supera en perspectiva al puro saber histórico, con ser, científicamente, menos depurado. La historia como puro pasado admite la existencia de sólo ese puro saber. Pero esta categoría histórica, “el futuro” —que Ortega y Gasset señala más de una vez— sólo cabe en esta proyección existencial del pasado que suele llamarse conciencia histórica.

La historia es sólo una labor científica —dice el mismo Ortega— en la medida en que sea posible la profecía. Pues bien, hoy, como antaño, yo llamaría con más justicia historiadores a muchos filósofos, novelistas, hombres de ciencia, políticos, que no a los que lo son de profesión. El historiador de nuestra época —y ya desde el siglo XIX— se ha cerrado, acaso premeditadamente, al drama que ocurría a su alrededor; pero el mundo ha seguido girando mientras ellos estudiaban en sus gabinetes. Nada más negativo del historicismo que esta limitación en el tiempo, a costa del período que más vitalmente nos importa, el presente. Frente al llamado de la hora se levanta un clamor unánime, un unánime gesto de resolución y energía. Sólo ellos han permanecido silenciosos mientras todos los sectores de la cultura han dirigido su actividad en el sentido de la nueva exigencia. Han desvirtuado así el íntimo sentido de su preocupación, transformando en objeto de la naturaleza lo que más radicalmente es producto humano: lo histórico.

Han malogrado con este silencio, a mi juicio, toda posible comprensión. Yo no creo que sea posible comprender lo histórico como evoluciones finiquitadas, y me parece más auténtico el historicismo de quien advierte el pasado vivo y latente permanentemente en el mundo.

Si se quisiera una prueba cabal del sentido dubitativo de nuestro tiempo, ninguna lo sería tanto como esta preocupación por el futuro surgida en todos los sectores de la cultura. Pero poniendo el problema en sus términos precisos y teniendo en cuenta que el presente es innegablemente una categoría histórica, sería forzoso decir que es el historicismo la prueba de nuestra irresolución, aunque sólo en la medida en que el intento de solución puede ser prueba de que existe el problema. El historicismo contemporáneo —junto a su puro valor como afán de saber— es, pues, un magno intento de solución de la disyuntiva. Mirando atentamente, la historia de auténtico sentido no está hoy en manos de los que la estudian como eruditos, sino en la de aquellos que, entendiendo el pasado como tal, alcanzan la justa magnitud del camino y no lo cortan en torpes perspectivas como se cortan los tejidos muertos. La historia es, hoy como nunca, posesión de los vivos.

Cómo se han inclinado los distintos órdenes de la cultura sobre el presente y el futuro es cosa fácil de advertir, y sólo bastará que se vaya presentando el fruto de esa preocupación unánime, para que se advierta su significado y su sentido. Paul Valéry escribió hace algún tiempo un profundo ensayo, que llamó La crisis del espíritu. Era el año 1919, y era la crisis del espíritu el ya advertido fantasma que sobre Europa se cernía. “La crisis militar —escribía Valéry— quizá esté terminada. La crisis económica es visible en toda su fuerza. Pero la crisis intelectual, más sutil, deja difícilmente captar su verdadero punto, su fase. Nadie puede decir lo que mañana será muerto o vivo en literatura, en filosofía, en estética. Nadie sabe aún qué ideas y qué modos serán inscriptos sobre la lista de las pérdidas, y qué novedades serán proclamadas.” He aquí que esta indecisión perdura en 1932.

Esta ceguera sobre el destino del espíritu creó en Valéry un estado de ánimo singularmente trágico. De pronto se acordó de haber oído hablar de viejos mundos desaparecidos, de enormes imperios caídos íntegramente en el fondo inexplorable de los siglos. “Elam, Nínive, Babilonia —nos recuerda lúgubremente Valéry— eran apenas bellos nombres, un poco vagos, y la ruina total de esos mundos tenía tan poca importancia para nosotros como su misma existencia. Pero Francia, Inglaterra, Rusia serán bellos nombres también… Y aprendemos entonces que el abismo de la historia es bastante grande para todo el mundo.” Se adivina en el fino rostro del gran poeta una sonrisa amarga. Era el año 1919, en Europa, y Paul Valéry se apresuraba a dejamos oír su dura profecía.

¿Quién no lo ha hecho luego? El tema de nuestro tiempo y La rebelión de las masas
, de José Ortega y Gasset, acusan idéntica preocupación aunque con sentido esencialmente distinto. Keyserling nos entrega El mundo que nace, El diario de viaje de un filósofo, El análisis espectral de Europa. Wells dedica al mismo problema, aunque desde muy distante mirador, lo mejor de su obra, La llama inmortal, por ejemplo. Spengler consideró que la posguerra era el clima ideal para la publicación de La decadencia de Occidente. Drieu La Rochelle desertó de la novela para inclinarse reflexivo sobre el mundo; y hasta Bertrand Russell y Einstein han llegado por una ineluctable fatalidad a la íntima preocupación de la hora. ¿Por qué no agregar El saber y la cultura de Max Scheler, El sentimiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno, la obra insigne de Waldo Frank y tantos otros? Premeditadamente he elegido con perfecto desorden el apocalíptico repertorio. El desorden quiere demostrar que las más opuestas posiciones espirituales y las más varias preocupaciones han convergido hacia la meditación sobre nuestro tiempo.Podría aún agregarse la literatura de guerra y su multiforme panorama, y oponer a su desolada fisonomía la brillante aureola de la campaña napoleónica, aún después que los jóvenes de diecisiete años hubieron naufragado en el blanco mar de la estepa.

Todo esto no es, sin embargo, decisivo ni terminante. El espíritu es el más avizor de los centinelas, y su alerta no ha sido pronunciado para que en el templo lloremos. Su alerta es un llamado para que subamos a la torre y aprendamos quién es el enemigo y cuáles son sus armas. No hacerlo es defraudar su voto: pongámonos, pues, frente a la realidad, con el ojo avizor y el arma al brazo.

¿Cómo alcanzar objetivamente la esencia de la realidad que nos circunda y nos envuelve?

El genio, especulativo de George Simmel ha agregado a la consideración de lo histórico un principio extraordinariamente rico en posibilidades. Dice Simmel, en un breve ensayo titulado El conflicto de la cultura moderna, que la vida es una potencia creadora de vigor tal que perpetuamente crea nuevas formas de cultura. Una vez creada una de esas formas, toma enseguida vida independiente y adquiere una autonomía y vitalidad propias. Pero una vez que esa forma cultural ha sido creada, y que su proceso de independización ha sido cumplido, sucede que la vida —creadora una vez más, siempre— encuentra que su nuevo impulso creador se siente frenado por esas formas que creó antes y que ahora subsisten como formas, solamente, aunque quizá desprovistas de espíritu.

Hay, pues, un conflicto permanente entre las formas ya constituidas de la cultura y el impulso creador, siempre renovado. La vida ha creado múltiples formas culturales que han cumplido en su hora principalísimo papel, y que han sido después el más duro obstáculo para el desenvolvimiento de las nuevas e infinitas posibilidades del espíritu. Tenemos al alcance ejemplos sin número de este juego tan sagazmente observado por Simmel. La Iglesia, por ejemplo, no es sino una forma creada por el impulso religioso; en ella se han ido depositando los últimos, los más formalistas sedimentos de la vieja religiosidad. Pero frente a la Iglesia, nuevas formas de religiosidad se levantan como posibles; diversas posiciones místicas aparecen en la Edad Media, variadísimos sentidos del papel ecuménico de la Iglesia, ideas todas producidas por el incansable remozamiento del espíritu. Pues, he aquí, nos hace ver Simmel, que es justamente aquella forma rígida, producto de un semejante impulso creador, lo que a éste nuevo impone la más violenta resistencia. El místico, el hereje, como decían, es para la Iglesia más culpable que el indiferente. Y el conflicto se renueva siempre, cada vez que el nuevo impulso se cristaliza, a su vez, en una nueva forma. Nada más espontáneo y natural que el místico del siglo XII —Arnaldo de Brescia, por ejemplo, el fogoso discípulo de Abelardo— se rebelara contra la forma caduca de religiosidad que representaba la Iglesia. Seguramente el tono de su tiempo era de tal naturaleza que la insurrección era la liberación de aquel fantasma omnipotente, que sólo al espíritu creador no podía dominar.

Acerquémonos con esta vara de medir a nuestro tiempo, y contemplémoslo tiranizado por un marco caduco: las formas económicas del capitalismo. La elevación de la economía al plano que ha alcanzado actualmente es obra de los últimos siglos. En la descomposición de la sociedad feudal se advierten los primeros pasos de la transformación, cuando los dos grandes ideales que habían movilizado a Occidente —heroísmo y santidad— son reemplazados por uno nuevo: el trabajo. Por primera vez, anota sagazmente Franz Werfel, aparece en Occidente un ideal de vida que no sólo no entraña riesgo alguno, sino que promete, por el contrario, grandes beneficios. El trabajo es la forma típica del ideal burgués, que apareciendo en Europa hacia el Renacimiento se elabora durante la Edad Moderna y alcanza su expresión política en el ideario revolucionario del 89.

Como ideal, pues, la burguesía había creado el trabajo, última finalidad del hombre medio. Pero el trabajo apenas valía por sí mismo, a no ser en lo que representa como disciplina: es Goethe en el Wilhelm Meister y Hermann y Dorotea, el que más exalta este aspecto noble del trabajo. El trabajo valía, además, por lo que importaba como ganancia, es decir, como valor de cambio. La ganancia se hacía así el paso último del trabajo como actividad social. Esta ganancia tenía dos posibilidades: o la acumulación del capital, que podía volver a invertirse en empresas comerciales de cambio, o la compra de cosas adquiribles con dinero. La primera posibilidad entra dentro del juego natural de lo económico propiamente dicho. Pero lo segundo hace aparecer dentro del repertorio posible de bienes una sobreestimación de los bienes adquiribles con dinero, como consecuencia de la falta de demanda que los otros tienen: esto significa que el abandono progresivo de la persecución de los bienes del espíritu trae aparejada consigo la progresiva valoración de los bienes adquiribles. El ideal burgués se ha tendido sobre los bienes adquiribles con dinero: su demanda aumenta, y el capital burgués encuentra provechoso dedicarse a la producción de esos bienes. El círculo vicioso del sistema de vida burgués repite, pues, todos los pasos de la serie.

Pero los bienes adquiribles con dinero tienen todos una modalidad común, y es el atender solamente a ciertas formas de la sensualidad; sobre ellas tiene una nociva influencia el hecho de que los bienes con los cuales se satisfacen sean productos del mercado, esto es, productos negociables; la consecuencia ha sido que se subestimen más y más esas formas de sensualidad y se midan no por sus auténticos valores naturales, sino por el valor de cambio de los bienes con los cuales se satisfacen. ¿Acaso no hemos visto la elegancia confundirse torpemente con el lujo? El lujo es, como lo ha advertido Werner Sombart, una forma típica del sistema burgués. El lujo no es sino un reemplazo de valores por el cual el bien que satisface una necesidad vale más que la necesidad misma. Más que reemplazo, es sin duda una subversión.

De aquí que el sistema burgués de vida haya creado un repertorio de bienes deseables que sólo lo son en la medida en que se pueden adquirir: su obtención vale, pues, más que el goce que producen o la necesidad que los originó. Esas necesidades que eran formas de la sensualidad se van haciendo cada vez más groseras, casi borrándose, para dejar a los bienes estructurarse en un sistema de preferencia que sólo atiende a su valor de cambio.

La burguesía podría definirse como una torpe exacerbación de la sensualidad, y sobre todo como un sistema tan poderoso como para arrastrar hasta su altura a las más altas expresiones del espíritu: he aquí su peligro.

Otras formas históricas de vida, la romana, por ejemplo, fueron, como la burguesía, despreocupadas del espíritu. Pero ninguna tuvo la soberbia de intentar la doma del espíritu para demostrar que puede ser también valor de cambio. Este es el crimen peor de la burguesía.

Si ha sido capaz de vencer la ciudadela del espíritu, nada debe extrañarnos que la forma capitalista haya arrastrado también las formas sociales. Sin que, a mi juicio, pueda deducirse de allí una teoría general de estructuras y superestructuras, como lo hace Marx, es evidente que el capitalismo ha arrastrado tras sí todos los postulados éticos, y ha creado un orden social según sus principios; su quiebra significa, pues, la quiebra de la moral burguesa que es hoy apenas un fantasma, sin contenido alguno. La sociedad burguesa es, pues, hoy un sistema de privilegios, determinados por un egoísmo fácil de advertir por la puerilidad de su sustancia. Siendo los bienes deseables bienes de cambio, esto es, bienes materiales, a mayor cantidad de compradores correspondería una disminución de la parte de cada uno. Todo el egoísmo burgués se reduce fácilmente a eso: ser los menos posibles para poseer cada uno más; he aquí que el trust es la más auténtica institución burguesa.

Pero hasta en ello es suicida el sistema burgués, porque si son las ganancias las fuentes de goce, el burgués creará nuevos bienes y con ellos nuevos goces, si le reporta ganancias. El círculo vicioso se continúa y repite incansablemente cada fase.

Ha pasado el tiempo y la crisis burguesa se acentúa. El espíritu se ha indignado ante el sistema burgués de vida y ha proyectado sobre el mundo un nuevo ideal: la justicia social. A primera vista, nada más noble ni más digno, ni nada cuya realización sea más deseable. Pero a una instancia superior del espíritu podría ocurrírsele esta pregunta inofensiva: Justicia ¿en qué? El sector del espíritu embriagado con esta nueva luz de la justicia respondería inevitablemente: para una distribución uniforme de los bienes; para suprimir el privilegio en la adquisición, en una palabra, para que todo hombre pueda ser un burgués.

A mi juicio este es, en sus líneas generales, el sentido de las reivindicaciones del proletariado. Declaro honestamente desde luego que creo en su justicia y las deseo. Pero no creo que quien se afane por el destino del espíritu pueda detenerse en esta instancia primera de su marcha. La justicia social es una fuerza suficientemente poderosa para satisfacer muchos sectores del espíritu, y en ella han encontrado su preocupación temporal todos aquellos urgidos por la realidad impresionante y agobiadora. Pero esto no significa sino que, por una concesión cuantitativa, por la seguridad de aumentar el número de los usufructuarios, el espíritu se ha puesto a defender el ideal burgués, tecnificado y nivelador. Se nos promete una nueva moral para después que se transformen las formas económicas, para cuando todos los hombres alcancen un elevado nivel de vida. Pero en cierto modo Estados Unidos alcanzó ese nivel en la época de su apogeo, y nada logró. Yo no espero sino un nuevo sistema de relaciones dentro de un mismo nivel de aspiraciones y deseos. Creo, eso sí, en la posibilidad de que dentro de ese sistema el espíritu logre levantarse, como dentro del sistema burgués es casi seguro que no podrá ya hacerlo. Es, pues, evidentemente necesario que se rompa aquel fantasma, aquella forma caduca de que hablaba Simmel, y que es para nosotros la estructura capitalista burguesa. Pero eso es nada al lado de la obra de construcción que hay que hacer, y para la cual no hay determinismos fáciles que acorten el camino.

Un sector del espíritu se encuentra pues abocado a la solución de este problema de la realidad inmediata, bajo la divisa del ideal de justicia.

Otro sector, en cambio, aunque olvidado y desconocido por éste, está entregado al problema de su propia supervivencia, la del espíritu, la creación de formas nuevas, siempre posibles por esa virtud inherente al espíritu de evadirse del proceso biológico de nacimiento, crecimiento y muerte. Sociedad capitalista y sociedad socializada no son sino dos tipos de usufructo de un mismo bien; no son sino dos sistemas de relaciones en una misma forma de vida. Pero se anuncia, preformada en esta última etapa, aún antes de su logro, su propio final. Franz Werfel, el gran escritor alemán que ha llevado tan formidable análisis crítico contra la sociedad realista de nuestro tiempo, y a quien sigo en parte en este tema de mi exposición, lo advierte escondido en una circunstancia propia de este nuevo tipo de relaciones: la ociosidad, madre del espíritu. En la marcha forzada hacia la tecnificación se aspira a llegar a un instante cuya proximidad no es remoto esperar: es aquel en que la producción, limitada al consumo, pueda hacerse con una mínima parte de trabajo humano, por parte de cada individuo. “La máquina que produce mercancías —dice Franz Werfel— crea igualmente ocios, allí está precisamente su valor profundo. Estos ocios serán la dinamita que abrirá la brecha primera en las murallas de la sociedad materialista e inhumana. El monstruo sucumbirá ante los golpes del hombre que tiene un alma que se levantará para defender el ideal espiritual.”

Werfel insiste en que es preciso sin embargo que finalice la revolución a que asistimos, revolución exclusivamente económica y social. Hay, en otras palabras, que disolver el fantasma varias veces centenario de la burguesía. Pero ahora puede verse claro que esta obra no puede atraer sino a determinado sector del espíritu, mientras otro se dedica a preparar la semilla que estará luego en condiciones para caer en las fauces sedientas del hombre. Creo que se prepara una hora extraordinaria del mundo, que sólo puede malograrse si alguno de los dos sectores se olvida de su vocación y su espontaneidad, para entregarse, tragado por la urgencia del tiempo en que vive. La vocación es siempre un deber. Pero nunca lo es tanto como cuando se tiene que cumplir una misión en una contienda. Desertar entonces es dejar el campo que debía ser cubierto con ambos elementos, entregado a uno solo de ellos. Esto es lo que la formación histórica debe enseñamos. Justicia social y creación, aunque distintas en jerarquía, son las dos solicitaciones contemporáneas del espíritu. Creer que una es más que otra en cada momento, que una puede condicionar a la otra, o que la segunda no podrá cumplirse mientras no se realice la primera, es atender a un realismo ingenuo en nuestra concepción del mundo, con todos los peligros que creo haber dejado indicados. Comprender, en cambio, significa alcanzar cuál es nuestro papel y cómo nuestra vocación tiene una coincidencia, remota en el tiempo, con nuestro destino.

He intentado analizar el peligro, para nuestro tiempo, del realismo ingenuo; he intentado, además, mostrar cuáles son las notas y posibilidades de nuestro tiempo que obligan a una actitud consciente, una actitud histórica, diría. He intentado mostrar cómo dos distintas especies de problemas solicitan hoy al hombre y cuál ha de ser, a mi juicio, el cartabón para su medida. Querría yo insistir en que sólo una actitud consciente —con una conciencia que sólo puede dar la recta formación histórica— podría crear en el hombre la convicción necesaria para afrontar sin vacilaciones y con firmeza, el problema y su resolución. Pero no estoy cierto de haberlo logrado, de haber sido suficientemente claro en dos cosas, que por parecerme fundamentales, quiero explicar con precisión. Son, el carácter y contenido de esa formación, y quién debe ser su legítimo destinatario.

Para el hombre de cultura no hay más historia que la historia universal, esto es, la historia humana, considerada no en sus transitorios compartimientos, sino en toda la magnitud de su aventura. Sólo podrá decir que posee seguro dominio de la marcha histórica, quien, además de cumplir otras condiciones, haya llenado esta de conocer íntegro su recorrido. En muchas otras ramas del saber es posible el saber monográfico. En historia, aun cuando sea posible, yo afirmo que es artificial y, en cierto modo, negativo de su intrínseca historicidad. Conocer absolutamente bien una época, captar absolutamente bien el sentido de la historia de cierto país, no es, a mi juicio, sino saberla a medias, porque se ignora lo típico del juego de la historia que es siempre relación, unidad, interacción.

Aun conociendo bien las típicas modalidades de una cultura en un cierto momento, se la conoce mal si no se saben sus relaciones con otras formas posibles de esa cultura, logradas en otra época o latentes en cierto período de su desarrollo, si no se la vincula a actividades diversas ante la misma preocupación o el mismo problema. Aun cuando se admitiera —como lo hace Spengler— la autonomía y casi impermeabilidad de unos círculos culturales con respecto a otros, es forzoso conocer las reacciones que ante los encuentros se han producido, saber cómo Grecia —en el supuesto caso de que no hubiera tenido transfusión cultural alguna con Egipto— ha reaccionado ante su exótica civilización o ha captado su realidad. La inmensa riqueza de lo histórico, en cuanto al repertorio de posibilidades que nos ofrece, no consiste en los hechos en sí, sino en la variedad de sus relaciones, en la infinita cantidad de actitudes posibles ante los seres, los marcos culturales, las modalidades colectivas, los caracteres todos de una realidad.

Es, pues, imprescindible que la formación histórica abarque la historia universal: no hay otra manera de podernos asegurar la captación de los ritmos con que se ha movido lo humano.

Mas no sólo la extensión, la totalidad, nos asegura la posesión de esos ritmos históricos. El ritmo es una armonía dinámica, que sólo podrá descubrirse cuando se posean los múltiples aspectos que en cada instante condicionan lo histórico: es necesario, pues, que aprendamos a buscar en lo histórico la complejidad. Se ha tendido excesivamente a buscar en lo histórico las grandes líneas, las ideas fundamentales. Pero si la síntesis no se da ya hecha, la búsqueda de esas grandes ideas ha de resultar falsa absolutamente si no recordamos esta categoría histórica: la complejidad. Fijémonos un momento en el presente y observemos qué idea del desenvolvimiento humano en nuestra época puede extraerse si nos limitamos a las formas políticas, o a las estructuras sociales o a las formas aisladas de la cultura. El pasado ha sido vivido en cada momento y tuvo entonces la misma complejidad que hoy tiene la vida. La complejidad es un principio de reconstrucción histórica, que debe incitamos a desconfiar de los simplismos. Es cierto —insisto— que el genio es sólo un simplismo, pero es el suyo un producto de una síntesis, en la que mejor que nunca se aceptó una realidad mal conocida hasta entonces, o torcidamente interpretada. Una síntesis genial, en historia, suele ser un encuentro fortuito de rasgos olvidados por antiguos y reiterados simplismos.

Queda ahora por dilucidar un difícil problema. ¿A quién se destina esta disciplina formativa? Sobre todo, ¿a quién se reconoce como obligado a adquirir tal formación?

Esta pregunta entraña una cuestión severa; equivale a preguntarse qué sectores, qué grupos, qué individuos deben afrontar inmediata y ejecutivamente el grave problema de nuestra cultura. Ortega ha estudiado en El tema de nuestro tiempo el ritmo de las generaciones. Tiempos de viejos y tiempos de jóvenes descubre él en la marcha del mundo, y tiempo de jóvenes piensa que es el nuestro. Intuitivamente, pareja observación hemos hecho todos, y es una especie de consenso unánime este de pensar que hoy son los jóvenes la reserva del mundo. Épocas de disolución, poco vale el haber llegado a la máxima posesión de ciertos bienes, de ciertos productos de cultura que, precisamente, declaramos caducos. Lo importante para nosotros no es poseerlos como segunda naturaleza, como ámbito espiritual: eso era exclusivamente la misión de aquellos que se encontraban a mitad de camino, la nuestra, por el contrario, es advertirlos de cerca y sentirnos radicalmente desligados de ellos. Para los jóvenes actuar en la vida va a ser ante todo actuar polémicamente, injusta, combativamente, contra actitudes, preferencias y aspiraciones de nuestro pasado cercano. Pero si es requisito indispensable conocerlo bastante para no reincidir, igualmente lo es para deslindar lo transitorio de lo permanente en ellos, y no combatir por lo efímero, sino por lo duradero.

Ocurre muchas veces que lo que más tristeza da en una polémica entre viejos y jóvenes es advertir que mientras los viejos defienden obra hecha y cumplida, los jóvenes hostilizan la retirada con gestos excesivos, insistiendo sobre la peculiar manera de ejecución o sobre modalidades sin trascendencia; no advierten que mientras su postura no pase de esa controversia siguen admitiendo los mismos puntos de partida que ellos establecieron.

El problema no es, pues, encontrarse en una u otra posición frente a los términos rigurosos de un problema que no nos interesa, si atendemos bien a nuestra preocupación fundamental. El destino de una generación, más que embanderarse en uno de ambos sectores, es encontrar nuevos problemas y cuestiones —los que le son inherentes por su temperamento o su vocación— y desentenderse radicalmente de preocupaciones que lo fueron de generaciones de ciclo ya cumplido. Averiguar, entonces, el destino o la misión de una generación, no es adoptar una actitud inquisitiva ante los problemas que se ofrecen, en la calle, al fácil alcance de la mano; es, por el contrario, permanecer fieles a su espontaneidad, rebeldes a toda preocupación que no coincida con la propia, disciplinada y exigente consigo misma. Cada generación advertirá que los grandes problemas, ante los cuales suelen caber antagónicas posiciones, no son sino enfoques de los grandes interrogantes de la vida, pero enfoques condicionados, casi determinados, por una sensibilidad, una forma mental, un sentido moral cuyas estructuras no tienen por qué aceptar las generaciones sucesivas. Es, pues, el primer deber de cada generación consciente de su importancia como unidad histórica, averiguar su legítima y espontánea actitud ante el mundo y la vida.

Pero nada tan peligroso como quedarse enclaustrado en la irresponsable etapa de la libre espontaneidad. La espontaneidad rebelde y creadora puede ser también, por ignorancia de su propio papel, rebelde y nihilista. Es, pues, necesario que la propia espontaneidad se corrija a cada momento por un control severo que coordine la propia espontaneidad de cada generación con la naturaleza acumulativa de la vida histórica. Más que con un efectivo programa cada generación cuenta con ciertas predisposiciones, con una manera de reaccionar ante las cosas, con un módulo con que medir lo trascendente. Abandonarse significa imponer la propia medida a ciertos fantasmas vagamente entrevistos o imaginados, o quizá a alguno de esos seres imaginarios que los niños recortan en la penumbra de sus cuartos en las noches sin sueño. Hay, pues, que llamarse a la realidad y ver si a la clara luz meridiana el fantasma adquiere realidad.

He aquí, pues, que el segundo deber de una generación es saber a qué sustancia viva aplicará su peculiar modo vital.

De los dos elementos que entran, a mi entender, en la conciencia histórica de una generación, uno es natural, espontáneo, y su pura expresión se logra con un poco de fidelidad a las propias tendencias, y mucho de esa solitaria meditación que tanto se desea cuando se ronda una decisión fundamental; el otro, en cambio, es adquirido —la formación histórica— y más que otra alguna es ineludible y decisiva. Atiéndase a las dos, y modélese el primero con el segundo, en tanto que se vitaliza el uno con el otro. Hágalo sobre todo quien no quiera que en día no muy remoto se recuerde nuestro tiempo como en cierta fábula se recuerdan las desgarradoras lamentaciones de los montes.