La lección de la hora. 1946

La hora es, sin duda, de acción, pero no lo es menos de reflexión y de análisis. Ante nuestros ojos se desenvuelve un trascendental fenómeno social que, aunque no nos parece inexplicable, nos obliga a meditar sobre su contenido y su significación. Ciertamente, la derrota sufrida por los partidos populares en los comicios del 24 de febrero constituye un grave contraste; pero debemos reafirmar nuestra fe inquebrantable en la democracia y reconocer que hemos errado y que han sido otros —con otros objetivos y otros medios de acción— los que han logrado conmover a la mayoría del pueblo soberano. En consecuencia, como estamos seguros de la verdad de nuestros postulados y de la dignidad de nuestros fines, el problema fundamental que se presenta a nuestro análisis deberá ser, principalmente, el de la eficacia de los procedimientos utilizados para lograr la adhesión de las masas populares. Y a poco que reflexionemos sobre este tema, descubrimos la dura lección que deja esta aventura: no conocemos suficientemente nuestra realidad social.

Tenemos el triste privilegio de haberlo manifestado así claramente en el primer editorial de El Iniciador, antes del 24 de febrero y cuando confiábamos en el triunfo. Hoy, no nos debe avergonzar el declararlo: la realidad es un complejo proteico y multiforme, y da con frecuencia estas sorpresas, sobre todo en un país que, como el nuestro, se caracteriza por la escasa decantación de sus elementos constitutivos; hay que escrutar constantemente los rasgos de su fisonomía y estar atento a las más ligeras influencias, porque en cada pequeña mutación puede esconderse el origen de una total reacomodación de aquellos elementos; y en breve plazo, lo que hasta ayer era peculiar y característico puede ser hoy envejecido recuerdo en el espíritu de la masa, polarizada en otro sentido. No nos avergoncemos de declarar que nos ha sorprendido esta mutación de la realidad social argentina, pero no perdamos un instante en aclarar el secreto resorte que ha podido moverla.

Esta masa que hoy se precipita entusiasta tras un caudillo es —no lo dudemos— profundamente democrática en su esencia, aunque tenga una idea imprecisa de los medios y de los fines de la democracia. No se nos oculta que forman en sus filas grupos notoriamente reaccionarios o fascistas; ni que las dádivas sostenidas con el tesoro del Estado han satisfecho una banalidad lamentable; ni que la máquina oficialista ha cumplido una de sus más perfectas y deshonestas actuaciones de toda la historia del fraude político; ni de que suman muchos millares los hombres que siguen la línea de sus propias pequeñas conveniencias y que sin ningún concepto de dignidad ciudadana trafican su voto ante prebendas otorgadas o prometidas. A pesar de ello, afirmamos que la masa es pueblo argentino, que no puede ser ni reaccionario ni fascista; y es deber de los ciudadanos democráticos contribuir a esclarecer su conciencia, para impedir que pueda ser arrastrada más y más hacia el precipicio. Rápidamente, sin perder un instante, hay que ocupar la vanguardia del movimiento social para impedir que una propaganda malsana lo desvincule del movimiento político que lucha por conseguir, con la dignificación social y económica del hombre, su dignificación humana y espiritual.

Para que, en la lucha que nos espera, nos sea provechosa la lección, es menester que establezcamos con claridad cómo hay que hablar para que nos entiendan, cómo hay que probar las verdades de a puño que hemos sostenido frente a nuestros adversarios, que son los accidentales conductores del pueblo y no el mismo pueblo. No hay política eficaz de ninguna especie sin este requisito previo de precisar los caracteres de la masa sobre la que se quiere actuar.

Los socialistas estamos lo suficientemente cerca del pueblo para afrontar esta labor con éxito. Conocemos su carácter impulsivo, entusiasta y sentimental, y no nos deprime este transitorio apartamiento de nuestros ideales, que sabemos que son, en el fondo, los suyos. Si, una vez que nos fue dado volver a tomar contacto con la masa ciudadana, nos faltó tiempo para medir los estragos de la demagogia y hallar las consignas eficaces para contrarrestarla, nos sobra el entusiasmo y la fe en nuestras convicciones para afrontar de nuevo la labor de esclarecimiento político que ha sido puntal de nuestra acción. El Partido Socialista nació con la segunda Argentina, la de las masas inmigratorias y los anhelos democráticos, y ha visto más de una mutación profunda en el cuerpo social; estas mutaciones son propias de nuestra formación étnica, y provienen de la imprevisible reacción de los elementos renovados que componen la masa, reacción que no siempre se vertebra en el sistema de ideales que, hasta su irrupción, caracterizaba al conjunto. Por eso, si toda realidad social es proteica y multiforme, la nuestra lo es más que ninguna y seguirá siéndolo hasta que se decante y se definan sus rasgos. Mientras tanto, los ideales sociales y políticos de nuestras masas populares seguirán siendo imprecisos y, en consecuencia, sus reacciones seguirán acusando cierta juvenil versatilidad.

Se agregan a esas razones otras que contribuyen a explicar el fenómeno a que asistimos. Trece años de gobierno oligárquico y tres de dictadura militar han embotado la sensibilidad política. Las masas han visto desfilar por el escenario del poder a políticos de toda laya, algunos venales y otros cínicos, que la han defraudado y se han negado a satisfacer sus más legítimas aspiraciones; nos bastaría recordar la resistencia de los que defendían, con la clase patronal, la ley de despido y vacaciones pagas que propugnó nuestro partido contra viento y marea y que la oligarquía —contra la que luchamos en todo tiempo y en todo lugar— trató de combatir por todos los medios. Ante tal experiencia, no nos extrañemos de que la masa haya reaccionado favoreciendo a un hombre que le promete apoyar desde el poder sus reivindicaciones.

Con todo, desalienta comprobar cómo es posible que no haya existido la más mínima capacidad discriminativa en esa masa votante que lleva a los puestos de mayor responsabilidad en los gobiernos y en los cuerpos representativos a muchos hombres que no significan garantía alguna para una política de progreso, puesto que pertenecen a los grupos más reaccionarios del país, cuando no son ejemplo de la más negada ignorancia demostrada durante su actuación en ejercicios políticos de oscura memoria. Los han preferido frente a figuras esclarecidas de la ciudadanía a quienes les debemos buena parte de nuestro progreso social y político.

No nos apresuremos sin embargo a condenarla, ya que sabemos que buena parte de ella cuenta con una escasa o nula cultura política, lo que no le ha permitido distinguir lo falso y lo verdadero a través de palabras que se asemejan mucho, porque han sido arrancadas de nuestros programas partidarios y de nuestros proyectos legislativos.

Hay, pues, que volver al pueblo a repetir nuestra verdad, con otras palabras aunque con los mismos principios; a probarle cuán intensa ha sido nuestra lucha contra el privilegio, contra los imperialismos políticos y económicos, contra el capitalismo dominador y egoísta, porque tal es el papel social que nos toca desempeñar como partido. A probarles que sus reivindicaciones son las nuestras y decirles que si hemos atacado al ocasional y presunto defensor de sus intereses ha sido porque no considerábamos que su ideario político, sus antecedentes, su conducta y sobre todo la circunstancia de pertenecer a la casta privilegiada del militarismo dominante, permitiera el cumplimiento de sus promesas sino al precio de la opresión, bajo la cual no hay conquista duradera ni satisfactoria. Esto tenemos que decirle al pueblo; pero hay que decírselo de modo que nos entienda y nos crea. Ni las clases medias ni el proletariado argentino tienen otros ideales que los que hemos defendido antes y ahora, y sólo nosotros podemos cumplir nuestras promesas firmemente, lealmente, desinteresadamente. De esto hay que convencer a nuestra masa esencialmente democrática, que ojalá no pague demasiado caro su juvenil entusiasmo por una justicia social que se le ofrece sin esfuerzo, sólo a costa del voto y de su adhesión incondicional a un gobierno de fuerza.