La crisis argentina se ha transformado en un lugar común. Lamentablemente el hecho es cierto, sobre todo si se añade que se trata de una crisis grave. Pero no es fácil discriminar cuál es exactamente la crisis profunda y cuáles son las crisis derivadas. Lo que es seguro es que, entre estas últimas, hay una crisis moral.
El tema es candente. Pero no nos apresuremos a llorar sobre las ruinas, porque no es seguro que en un pasado próximo las cosas hayan sido mejores. Ni confundamos la crisis moral con la falta de buenos modales o el abandono de cierta mojigatería que siempre ha querido sustituir a la actitud ética. No. El tema merece tratarse con calma, con fría objetividad y con el designio de alcanzar el fondo de la cuestión. Digamos desde ahora que no es urgente hallar soluciones, porque no hay soluciones de urgencia para problema tan pro-fundo, que es, además, un problema derivado de otros.
Sin duda, hay algunos signos inequívocos de que el sistema de normas morales que nuestros padres nos han legado ha perdido su validez. Pocos creen en aquellas y aun los que declaran ostensiblemente que las aceptan no se muestran demasiado fervorosos en su cumplimiento. Signo elocuente es la actitud que se desprende de la filosofía popular condensada en las letras de los tangos más representativos, en los que el escepticismo moral alcanza límites abismáticos. Pero todo esto puede ser cuestionado en cuanto a la peculiari-dad argentina de esta crisis. Son muchos los países en los que se advierte una análoga invalidación de las normas, idéntica tibieza en su cumplimiento, y hasta una filosofía cínica semejante a la que nosotros proclamamos en nuestra literatura popular. Sobre todo, en las grandes ciudades, una crisis del sistema normativo cada vez más ostensible parece predominar, como si las modernas sociedades multitudinarias no hubieran hallado la manera de restablecer un principio de coherencia social.
Me inclino a suponer que se relaciona con esto último lo que sucede no sólo en Buenos Aires, sino en casi todo el país. El país perdió coherencia social, y con ello comenzamos a deslizamos hacia cierta disolución del sistema de normas. Porque sin duda, la Argentina criolla tenía un sistema de normas. No nos ilusionemos demasiado con respecto a su cumplimiento estricto; pero era, con todo, un sistema coherente y vigente. Era una vaga combinación de la moral tradicional de fondo dogmático con otra, constituida al calor de la moral burguesa, en la que el pragmatismo solía transformar en principio ético una simple convención utilitaria. “No robarás” es un principio inscripto en el texto sagrado, pero su vigencia estaba respaldada también —o más— por la ley penal, y sobre todo por las convenciones creadas por las buenas costumbres en el seno de una sociedad fundada en la propiedad privada y en el respeto reverencial por el dinero. Ese sistema coherente de normas, elaborado durante largo tiempo, obtuvo no sólo una adhesión formal e institucionalizada, sino también un vigoroso consenso social: gracias a eso fue un sistema vigente, que regulaba eficazmente las relaciones humanas.
Pero no nos olvidemos de los hechos primarios y de las crisis profundas. Quien protagoniza los hechos sociales y culturales es la sociedad, y a ella hay que referir todo lo que acontece en la periferia. La sociedad de la Argentina criolla entró en crisis en la segunda mitad del siglo XIX, y esa crisis —la crisis profunda y primigenia— se manifestó muy pronto como una disolución de la cohesión social: fue inevitable que a poco apareciera, entre otras crisis derivadas, la crisis del sistema de normas morales.
La Argentina ha sufrido en los últimos cien años uno de los procesos más agudos de cambio social. En el área litoral, sobre todo, la incorporación de nutridos grupos inmigrantes a la sociedad tradicional y el acelerado crecimiento de las ciudades modificó la fisonomía de la región y, poco a poco, la del país. Hubo una verdadera explosión social, de la que algunas obras literarias —La Bolsa, de Julián Martel, por ejemplo— han dejado un vivo reflejo. La Argentina fue para muchos el escenario de una gran aventura, en la que el objetivo fundamental era el ascenso social y económico de cada uno de los que se habían sumado a la aventura colectiva que desencadenó la élite tradicional. En el curso de esa aventura pasaron rápidamente muchas cosas: se hicieron y se deshicieron fortunas, se constituyeron nuevas fuerzas políticas, se mudaron las formas de la sensibilidad, muchas cosas de la más variada especie, entre las cuales una tuvo una importancia capital. Fue la crisis de la élite tradicional, que empezó a dejar de serlo porque se dejó arrastrar por la aventura que había desencadenado sin lograr —ni pretender— dirigir el proceso más allá de lo que le señalaban sus propios intereses.
Desde entonces el país no tiene élites. Tiene grupos de poder, grupos de opinión, grupos dirigentes en una u otra actividad, y sobre todo, falsas élites, unas ridículamente empeñadas en convencer al país de que constituyen una aristocracia de abolengo y otras aferradas a la defensa y el acrecentamiento de sus intereses privados o de grupo. Pero no tienen élites legítimas que hayan sido capaces de ofrecer al país un proyecto lúcido y promisorio para la vida nacional. Hombres no han faltado: nobles, atormentados por la sombra fatídica de la frustración, clarividentes algunos. Pero no han logrado constituir grupos vigorosos y coherentes que se impongan como una élite nacional. En este cuadro, la quiebra del sistema de las normas morales y la imposibilidad de su sustitución por otro era inevitable.
Por eso no debemos llorar sobre las ruinas, ni ofrecer candorosos consejos. El país atraviesa una grave crisis moral, pero es sólo el síntoma de una coyuntura social que sólo puede sobrepasarse con una política de gran estilo que conjugue las fuerzas del país y, al ofrecerle un proyecto de vida, restituya la coherencia social. Entonces tendrá consenso el sistema de normas que, automáticamente, elaborará la sociedad.