La Revolución Francesa y el pensamiento historiográfico. 1940

El 13 Germinal del año III, esto es, el 2 de abril de 1795, el ciudadano Daunou, un ideólogo de la Revolución, aconsejaba a la Convención Nacional la impresión por cuenta del Estado, del Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain, escrito poco antes de su trágica muerte por el Marqués de Condorcet. Algunos años antes, la Convención lo había expulsado de su seno; como un contraste propio de los tiempos, votaba ese día la impresión de su obra póstuma, y ordenaba que se distribuyera “en toda la extensión de la República”.

La caída de la Gironda en 1793, y la persecución de sus miembros, obligaron a huir a Condorcet y a ocultarse de las miradas de los resueltos ciudadanos de la “Montaña”. Al finalizar el año, sus más brillantes compañeros subieron al patíbulo y su suerte parecía decidida. Pero en el fondo de su encierro, y aun a la vista de la muerte, el marqués de Condorcet conservaba su firme esperanza en el triunfo final de la Razón y sabía descubrir en la aurora revolucionaria —aun, a pesar de la sombra roja del terror— los signos premonitores de una nueva era.

Esta convicción —rayana en la fe— de la marcha ascendente de la humanidad hacia un dominio cada vez más acentuado de la Razón hizo olvidar a Condorcet las amarguras de su destino personal y lo incitó a examinar el curso de la historia humana, para descubrir, a la luz de las nuevas ideas, los grados por los cuales se había escalado la altura de la Razón, ahora triunfante.

“Tal es el fin de la obra que he emprendido, y cuyo resultado será mostrar, por el razonamiento y por los hechos, que no ha sido marcado término alguno al perfeccionamiento de las facultades humanas; que la perfectibilidad del hombre es realmente indefinida; que los progresos de esta perfectibilidad —por otra parte, independientes de toda potencia que quisiera detenerlos— no tienen otro término que la duración del globo en que la Naturaleza nos ha arrojado”.

CONDORCET Y LA CONCEPCION ILUMINISTA DE LA HISTORIA.

Hombre de su tiempo, Condorcet ha sido llamado “el más alto producto de la civilización del siglo XVIII”; lo que sí podría decirse sin temor de errar, es que en él, como en ninguno, se había hecho carne la interpretación de la vida histórica que elabora el Iluminismo. De la profundidad de esta convicción nace una esperanza casi mística, que le permite encadenar su destino individual a una aventura de la humanidad, sin término y sin claudicaciones posibles. Al terminar su obra —acaso pocos días antes del 28 de Marzo en que se envenena— escribía Condorcet esta página, que constituye el más alto documento de la experiencia histórica de la Revolución:

“Tales son las cuestiones cuyo examen debe terminar esta última época; y ¿en qué medida ese cuadro de la especie humana, liberada de todas sus cadenas, sustraída al imperio del azar, como al de los enemigos del progreso, y marchando con un paso firme y seguro en la ruta de la verdad, de la virtud y de la felicidad, presenta al filósofo un espectáculo que lo consuele de los errores, de los crímenes, de las injusticias con las cuales la tierra todavía está manchada, y de los cuales es frecuentemente la víctima? Es en la contemplación de ese cuadro donde recibe el precio de sus esfuerzos por el progreso de la Razón, por la defensa de la libertad. Se atreve él entonces, a unirlos a la cadena eterna de los destinos humanos; es allí donde encuentra la verdadera recompensa de la virtud, el placer de haber hecho un bien durable, que la fatalidad no destruirá ya más —por una compensación funesta— instaurando de nuevo los prejuicios y la esclavitud. Esta contemplación es para él un asilo, donde el recuerdo de sus perseguidores no puede alcanzarlo, donde, viviendo con el pensamiento, en compañía del hombre restablecido en los derechos como en la dignidad de su naturaleza, olvida a aquel a quien la avidez, el temor o la envidia atormentan y corrompen; es allí donde él existe verdaderamente con sus semejantes, en un Elíseo que su razón ha sabido crearse y que su amor por la humanidad embelleció con los más puros goces”.

Quizá en la hora de decidir su muerte, el recuerdo de Sócrates —mártir de la Razón, para los iluministas— le haya incitado a elegir el veneno; porque mártir de la Razón se sentía también él, caído amargamente en la lucha que había contribuido a desencadenar. Su Esquisse debió, pues, ser pensado como un testamento espiritual, trasmitido a la comunidad ideal de los hombres que luchaban por la libertad.

Acaso la Convención haya querido rendir un homenaje digno de él al filósofo a quien la lucha de las facciones había llevado a la muerte en plena madurez del espíritu. Pero sólo en la fidelidad del ideario de Condorcet con respecto a los lemas de la Revolución debe buscarse la causa del honor póstumo dispensado a su obra por la inquieta asamblea parisién. Tanto como la idea del pacto social, la noción de progreso alimentaba la fe revolucionaria y nadie —ni siquiera su maestro Voltaire— había señalado en Francia el curso de la historia que conducía al esclarecimiento progresivo de las conciencias, como Condorcet lo había hecho. Queda así atado indisolublemente a la concepción revolucionaria y la sanción de los convencionales afirma hasta qué extremo la conciencia histórica de su tiempo se sentía solidaria con el pensamiento histórico elaborado por el Iluminismo y que había encontrado en la figura de Condorcet, si no su expresión más profunda, sí, ciertamente, su expresión más definida y clara.

No es susceptible, la obra histórica de Condorcet, de un elogio inmoderado, porque no era él un estudioso de esa disciplina, ni acaso era tampoco una mentalidad profundizadora de los problemas. Pero precisamente por no ser un pensador original, su ensayo tiene para nosotros más alto valor documental. Condorcet no está ni más allá ni más acá de su tiempo: es su tiempo mismo, y tras de su concepción historiográfica hemos de ver la concepción dominante en el curso del siglo XVIII. Si en todo tiempo y lugar interesa conocer cómo se concibe la marcha de la historia, el interés se centuplica cuando el fenómeno se siente a sí mismo movido por una concepción de aquella, que incita a la ruptura con el pasado, que dinamiza la conciencia colectiva señalando imperativamente cuál es el escalón que ahora, en este instante, es necesario alcanzar. De este género de fenómenos es la Revolución del 89. Una larga prédica, una crítica despiadada y aguda, había mostrado todo lo que era anquilosada supervivencia de formas muertas, fanatismo retrógrado, oscuridad en la conciencias. El deber del momento está señalado por la historia. Es una marcha sin vacilaciones hacia el esclarecimiento de las conciencias, hacia la organización de la vida histórica por el primado de la Razón. Hay etapas cumplidas, hay etapas superadas, hay etapas por cumplir. “Los hombres se ilustran un poco por ese cuadro de sus desgracias y sus necedades —había dicho Voltaire—. Las sociedades llegan con el tiempo a rectificar sus ideas; los hombres aprenden a pensar”. Pero una vez llegados a esta etapa, el pensamiento desemboca en la acción. La contemplación de la historia progresiva del espíritu humano señalaba el blanco hacia el cual había que apuntar en cada instante, y entonces la contemplación de la vida histórica incitaba a rectificar sus derroteros para dominar su curso mediante el recto ejercicio del raciocinio.

Es por esto por lo que cabe afirmar la indisoluble unión del pensamiento historiográfico del Iluminismo y la Revolución Francesa. Afortunadamente, apenas se repite ya —desde Dilthey— la acusación que de “antihistórico” se hiciera al siglo XVIII. Aquella afirmación —de origen romántico— ocultaba el tránsito por el cual salvaba el pensamiento iluminista la antinomia de Historia y Razón que, en efecto, yacía en su seno; una Razón de eterna perfectibilidad movilizaba la historia humana hacia una meta inalcanzable y la marcha —que creaba nuevas perspectivas— mostraba su íntima esencia histórica.

LA HISTORIOGRAFIA DEL ILUMINISMO.

El siglo XVIII sintió vivamente la Historia. Frente a la actitud de Descartes y de Malebranche, que negaban validez al conocimiento histórico, el siglo XVIII se enfrentó resueltamente con el pasado cuyo conocimiento se presentaba ahora con nuevo rigor.

Desde el florecimiento del humanismo, la Filología acumulaba material histórico, fuentes literarias, históricas, filosóficas; la antigüedad adquiría una realidad que no tenía bajo la mirada admirativa del Renacimiento; la Edad Media dejaba de ser un tejido de narraciones confusas con las investigaciones de Mabillon y los Benedictinos de San Mauro. Pero lo propio del siglo XVIII es la actitud crítica, que habían inaugurado en cierto modo los Bollandistas, y que adquiere ciudadanía en Francia con el Dictionaire historique et critique de Bayle, publicado en 1695. Esta actitud crítica se insinúa en la Filología con los trabajos de Perizonio sobre la historia romana y, en el campo de la Historia, se advierte plasmada en obras de gran envergadura erudita como las de Le Nain de Tillemont, Levesque de Pouilly, Louis de Beaufort o Jean-Baptiste Dubos, para todos los cuales la certidumbre de la Historia está pendiente de una minuciosa y profunda confrontación de los datos.

Esta actitud culmina, al promediar el siglo XVIII, con el Pyrrhonisme de l’histoire, de Voltaire. El consejo del filósofo-historiador es categórico; “¡No creáis nada!”; pero, al mismo tiempo, nos está dando un criterio —la Razón, en la forma elemental de sentido común— para establecer la verosimilitud de los hechos. Esta actitud es, metodológicamente, insuficiente, pero testimonia simultáneamente una atenta actitud crítica y una búsqueda, de los caracteres de la ciencia histórica. Sobre sus pasos se organiza la segunda etapa del conocimiento historiográfico: dados los materiales aportados por la investigación erudita, se insinúa la necesidad de sistematizar el mundo histórico.

Esta preocupación había impulsado los trabajos de Juan Bautista Vico, cuya Scienza Nuova, aparecida en 1725, adelantaba el esquema de una Filosofía de la Historia; pero su obra no gravitó sobre el pensamiento de su siglo. Fueron dos filósofos franceses, Montesquieu y Voltaire, quienes fijaron la concepción de la vida histórica destinada a prevalecer en el transcurso del siglo y quienes dieron, a la historiografía del Iluminismo, un contenido doctrinario.

Filósofo también, Juan Jacobo Rousseau incide sobre el pensamiento historiográfico. Esencialmente contradictorio, el pensador de Ginebra elaboraba a un mismo tiempo riquísimos elementos del pensamiento iluminista contemporáneo y activos gérmenes destructores del mismo; las formas de transición del Aufklärung alemán se nutrirán en su pensamiento y aun el Romanticismo reivindicará un día su figura. Pero el Contrato Social era sin discusión el resultado de la faz racionalista de su temperamento multiforme y como tal hizo sentir su influencia sobre la concepción histórica.

Allende el Rin, el Iluminismo se inclinaba apasionadamente sobre la Historia. Si en Francia el racionalismo había sido en su origen, con Descartes, harto despreocupado por los problemas históricos, en Alemania, la cabeza dominante del Iluminismo, Leibniz, habíase mostrado interesada por el riguroso estudio del pasado. A Leibniz se debía, en efecto, la publicación de los Annales Imperii, comenzados a publicar en 1703. Sus epígonos persistieron en aquella preocupación histórica; Lessing y Winkelmann, sin detenerse en la historia política —según la consigna volteriana— afrontan la sistematización de la cultura antigua; la dramática y la plástica se autonomizan en la contemplación histórica y el Aufklärung inaugura, con ellos, la abstracción de procesos ideales, arrancados de la vida histórica y considerados como realidades de existencia propia.

Con estos aportes —y con los aportes ingleses, subsidiarios de Voltaire, realizados por Gibbon, Hume y Robertson— se constituye el acervo de la historiografía iluminista. Ya dijimos cómo lo que más notablemente la define es su actitud crítica, que deriva a veces hacia un escepticismo histórico. La crítica se dirije fundamentalmente hacia la tradición y procura desentrañar lo verosímil tras de lo fabuloso. La Biblia es escrutada tan sutilmente como lo es Tito Livio, y Voltaire encuentra en las explicaciones de los Sofistas y de Evemhero, una clave para hacer inteligible la tradición. Louis de Beaufort titula su libro Dissertation sur l’incertitude des cinq premiers siècles de l’histoire romaine; Jean Baptiste Dubos titula el suyo Histoire critique de l’etablissement de la monarchie fran¬çaise dans les Gaules; uno y otros rechazan todo criterio de autoridad y sólo admiten el de la tradición: primero, lo verosímil, después, lo probable. En otro plano, el rechazo de toda autoridad se produce en los estudios religiosos; el Iluminismo ve aparecer la crítica de los textos bíblicos, estudios que adquieren singular desarrollo con Mosheim, Michaelis, Ernesti y Semler.

Pero si la crítica religiosa sólo buscaba afirmar la veracidad de las fuentes, la crítica histórica, tal como se insinuaba en los historiadores, y, sobre todo, como se presentaba en los filósofos, estaba movida, por un objetivo primordial: la destrucción de toda motivación trascendental de la Historia, y la búsqueda, en consecuencia, de una motivación real y empírica. La Historia no debía, pues, seguir siendo realización de designios misteriosos y trascendentes, y, si era necesario descubrir un orden, una estructura en el curso de la Historia, estos no podían ser sino inmanentes a la Historia misma.

El Iluminismo creyó descubrir este orden en una marcha progresiva hacia un imperio cada vez más extenso de la Razón. De esta premisa dedujo la historiografía iluminista dos conclusiones importantes; por una parte la preocupación por la historia del espíritu humano: “El objeto de esta Historia —decía Voltaire en la segunda nota al Essai sur le Moeurs— es el espíritu humano y no el detalle de los hechos”; y más adelante, en el mismo pasaje: “Es pues la historia de la opinión lo que se debe escribir”. Esta historia se traduce en una historia de la cultura; ejemplo de esta tendencia es la propia obra de Voltaire tanto como la de su discípulo, en materia historiográfica, David Hume; pero lo es también la obra de los historiadores que, por vez primera, se plantean el problema de historiar una manifestación del espíritu humano aisladamente: Winkelmann con el arte antiguo; Lessing con la literatura, el arte y el teatro antiguos; Tiraboschi con la literatura italiana; Rivet de Lagrange con la literatura francesa. La cultura como producto del espíritu ofrecía al Iluminismo más facilidad que la historia general para estructurar el pasado humano según la doctrina del progreso, y por tal razón fué la preferida. Porque la doctrina del progreso es la segunda conclusión que se deriva de aquel orden inmanente a la Historia. Desde sus orígenes —unos orígenes que se vinculaban al pensamiento rousseauniano— el hombre civilizado avanza hacia un esclarecimiento de su conciencia, hacia una comprensión racional de la vida. El hombre civilizado ha constituido la Humanidad, el “género humano”, noción en la cual el pensador del iluminismo incorpora —en un presunto desarrollo unitario y lineal— todo lo que conoce sobre el pasado histórico del mundo. La humanidad progresa: he aquí el lema director; la meta es la Razón; la Historia, el testimonio de la marcha.

Pero la misión de esta. Historia, caracterizada por aquellas notas, no se limita a ser una constancia pasiva de lo sucedido. Condorcet titulaba el último capítulo de su Esquisse, con estas palabras: “De los progresos futuros del espíritu humano”: porque el construir por vez primera la cadena de la Historia eslabonando las etapas de la marcha de la humanidad implicaba fijar un término, en el que un eslabón abierto aguardaba que se forjara la nueva labor. La Historia era, pues, una enseñanza y un imperativo. Era pragmática: implicaba una acción, y el siglo XVIII respondió a su concepción de la vida histórica: Despotismo ilustrado y Revolución Francesa, dos caras de una misma moneda, son los eslabones nuevos de la vida histórica europea, encadenados ya al pasado de Europa y preñados de un futuro incierto y prometedor: he aquí como se realizaba el plan de Condorcet.

PENSAMIENTO Y ACCION EN LA CONCEPCION HISTORIOGRAFICA DEL ILUMINISMO.

La teoría y la acción revolucionarias derivan —al finalizar el siglo XVIII— de una concepción de la vida histórica, vigorosamente nutrida de savia filosófica. Sobre las fuerzas ciegas representadas por la tradición, por la costumbre, el Iluminismo coloca la fuerza constructiva de la Razón, de la voluntad humana dominando al azar, del designio inteligente develando los designios secretos, para imponer a la vida un orden inteligible y claro. La Razón tiene, pues, el supremo derecho de imponer la luz allí donde las tinieblas reinan: en la vida histórica, ese derecho se traduce en una imposición ejecutiva de un modo de vida, instaurado según un esquema preconcebido, impuesto por encima de los productos de la elaboración espontánea y secular de las sociedades.

Esta teoría supo muy pronto ser acción, transformarse, de mero ideal, en una norma adoptada por los que detentaban el poder o luchaban por poseerlo. El despotismo ilustrado es su primer producto. En Francia, Luis XIV insinuaba ya una forma de déspota progresista, de Rey-sol, rodeado de ministros burgueses y de literatos insignes. El siglo XVIII ve crecer los adeptos de una doctrina originariamente francesa y trasmitida por franceses: los tronos de Prusia, de Austria, de Suecia, de la lejana Rusia, se apoderan del maravilloso instrumento de gobierno y las autocracias comienzan a justificarse por las exigencias de la imposición de la luz. Pero esta justificación por la función socavaba su base de derecho y quien se sintiera capaz de realizar aquella podía recabar también la autoridad y el poder. Lo que más se parece a Pedro el Grande es Maximiliano Robespierre. La Razón se impone por ambos coaccionando la tradición, ignorando el curso espontáneo de la vida histórica, despreciando hasta la vida humana en holocausto de la diosa Razón. Despotismo ilustrado y Jacobinismo son, en efecto, dos caras de una misma moneda. El secreto de su concepción de la vida histórica es una doctrina de las mutaciones bruscas, según la cual existe, para quien ejerce el poder, el derecho de interrumpir un día el curso de la Historia en un determinado lugar, para guardar el vino viejo de la vida en los odres nuevos de la Razón. Sólo para este fin se justifica la fuerza, la violencia, el despotismo: autócratas y jacobinos los usan sin vacilación porque es la condición inexcusable de la mutación brusca, del amanecer a una nueva era, que no conozca la opresión de fuerzas subterráneas, ni de tendencias seculares, ni de costumbres irrazonadas, ni de creencias inexplicables. Para que el pasado desemboque en ese futuro, para que se cumpla aquella concepción de la vida histórica, autocracia y Jacobinismo parten de la mismas verdades y siguen los mismos caminos. Con una acción revolucionaria cubrían unos y otros los puntos suspensivos de la concepción historiográfica de su siglo.

Pero si el Despotismo ilustrado pareció a los espíritus conservadores un intento peligroso pero tolerable, la Revolución Francesa no mereció atenuantes; a los ojos de los países de sólida estructura aristocrática, y en especial de las naciones germánicas, la Revolución del 89 era un experimento infernal destinado al más rotundo de los fracasos. La marcha de la Revolución, el asedio internacional, la inestabilidad del régimen, y, sobre todo, la aparición del pequeño teniente de artillería, corso ornado con el manto imperial, fué para ellos el testimonio necesario para sancionar el fracaso de toda ideología revolucionaria. Era la realidad, la experiencia viva, la que parecía decir que Historia y Razón eran dos términos inconciliables, y la realidad debía sancionar la quiebra formal del nuevo régimen restaurando otro Luis en el trono de Francia.

Dos concepciones antagónicas de la vida, dos concepciones del devenir histórico, se opondrán en Europa desde este momento. Frente a la Revolución que operaba mutaciones violentas, comienza a organizarse una corriente de pensamiento que justificaba la reacción antirevolucionaria o que advertía en aquella una contradicción de principios o una postura antihistórica. El curso de la política internacional parecía confirmar sus premisas con el pretendido fracaso de la obra institucional de la Revolución. Pero la nueva doctrina se nutría de más profundas raíces, y acaso fuera lícito decir que se desarrollaba su germen cuando más brillante parecía el despertar iluminista.

LOS GERMENES DE LA REACCION ANTI-LUMINISTA

Vinculado por algunos aspectos de su pensamiento al Iluminismo, es Rousseau, sin embargo, quien, por primera vez, contradice la noción de un progreso ascendente en la historia humana. Desde el estado de libertad, el hombre sólo avanza hacia su encadenamiento. Por una serie de renuncias del individuo como tal, la sociedad se apodera de él, lo somete, lo ata. Rousseau no niega una línea de progreso: afirma el progreso evidente de sus medios técnicos, de su saber: pero junto a eso, otros aspectos de la vida no corren de la misma manera, sino que, por el contrario, se estancan o retroceden. A esta comprensión más compleja, menos simplista, de la vida espiritual, corresponde su distingo de saber y virtud en cuanto a valor último de la vida, tal como lo desarrolla en el Discours sur si le rétablissement des sciences et des arts a contribué a épurer les moeurs, presentada a la Academia de Dijon en 1750.

Cuando el filósofo ginebrino afirmaba que “nuestras almas se han corrompido a medida que nuestras ciencias y nuestras artes han avanzado hacia la perfección”, establecía una doble norma de valoración. La historiografía iluminista buscó el afianzamiento de su esquema en el progreso del espíritu y trató de contrarrestar la objeción de Rousseau. Condorcet parece referirse directamente a su pensamiento cuando proyecta demostrar —al finalizar el examen de su cuarta época— la marcha pareja de saber y virtud:

“Mostraremos —dice— cómo la libertad, las artes, las letras, han contribuido al endulzamiento, al mejoramiento de las costumbres: haremos ver que esos vicios de los griegos, tan frecuentemente atribuidos a los progresos mismos de su civilización, eran aquellos de los siglos más groseros, y que las luces, el cultivo de las artes, los han temperado cuando no han podido destruirlos; probaremos que esas elocuentes declamaciones contra las ciencias y las artes están fundadas sobre una falsa aplicación de la historia; y que, al contrario, los progresos de la virtud han acompañado siempre a los de las luces, como aquellos de la corrupción han seguido siempre o han anunciado la decadencia”.

En forma más o menos explícita, toda la historiografía, del Iluminismo adoptaba este criterio, pero la objeción de Rousseau estaba en pie y ya sabemos como le estaba reservado fructificar en tiempos venideros. No era sin embargo la única, sino que formaba parte de una actitud —acaso diríamos, mejor, de una de las actitudes— que caracterizaban su pensamiento. Porque para negar la existencia de una Razón inmanente en la Historia, una Razón realizándose perpetuamente, partía Rousseau de una supervalorización de otros elementos, para él tanto o más importantes que la Razón. Si el progreso del espíritu humano era evidente, se hacía más violento el contraste con la marcha retrógada de la humanidad, alejándose de la felicidad y, en consecuencia de la justicia; el imperativo ético —movido por un sentimiento espontáneo y respetable para él tanto como los dictados de la Razón— incorporaba a la acción revolucionaria un mecanismo de incalculables posibilidades, y llamaba la atención de la especulación historiográfica hacia la consideración de los elementos éticos y los elementos emociónales.

Es conocido el éxito que alcanzó el extraño autor del Discurso sobre las ciencias y las artes. Al año siguiente, Voltaire publicaba en Berlín Le siècle de Louis XIV y algunos años más tarde el Essai sur les moeurs; su fama de filósofo había trascendido ya las fronteras de su patria y su fama de historiador —iniciada con la publicación del Charles XII en 1731— adquiría ahora una solidez apenas conmovida por la actitud de Rousseau. Voltaire orienta y caracteriza la historiografía iluminista, precisamente cuando Rousseau —aun coincidiendo con él en cierta faz de su pensamiento— echaba las bases de una actitud histórico-filosófica diametralmente opuesta: pathos y logos volvían a enfrentarse como elementos directores de la vida humana.

La consecuencia de la hegemonía intelectual de Voltaire en Francia fué detener allí la eclosión de las nuevas ideas. Si Rousseau fué entusiastamente acogido por algunos, el espíritu general del siglo no fué conmovido por su heterodoxia, y sí profundamente tocado por lo que en él había de racionalista intransigente. Fuera de Francia, en cambio, su influencia se transformó en una fuerza directora de la cultura; fué en Alemania, sobre todo, donde encontró una juventud lanzada, precisamente, en busca de un guía, y donde agrupó una fuerte corriente alrededor de su pensamiento.

Alrededor de Lessing y de Herder, de Hamann y de Moeser, se constituía en el último tercio del siglo XVIII una nueva conciencia alemana. La universidad de Estrasburgo fué la cuna del núcleo en el que ya brillaba el joven Goethe, y al cual se debe el movimiento espiritual desencadenado hacia 1770 y conocido con el nombre de Sturm und Drang.

El movimiento del Sturm und Drang, no tenía por qué profesar una teoría sistemática de la vida histórica; pero, implícita en sus afirmaciones estéticas y filosóficas, podía advertirse una actitud que no era ya la que Lessing había impuesto en su patria y tenía vigencia en la Europa de su tiempo.

El Sturm und Drang acoge dogmáticamente el lema rousseauniano de la vuelta a la Naturaleza y deriva de él un entusiasmo panteístico por todo lo primigenio y espontáneo. Cercano al estado de naturaleza, o, mejor, previo al estado de cultura, encuéntrase la vida popular y, sobre todo, su creación artística, el folklore. El Sturm und Drang se vuelca con apasionamiento sobre la poesía popular alemana y el lied iba a tener, después de ellos, verdadera categoría estética. Pero en la valorización del folklore, había implícitas dos ideas de importancia para una concepción historiográfica; por una parte, una revalorizacíón del elemento germánico de la cultura, concebido ahora como elemento puro y, sobre todo, como elemento creador original; a este espíritu germánico correspondía la Edad Media, execrada por el Iluminismo y admirada por el Sturm und Drang; y correspondía a este espíritu el arte gótico, igualmente menospreciado por el Iluminismo, y que es restablecido en su jerarquía por el movimiento estético-filosófico que sale de la Universidad de Estrasburgo, hasta el punto de transformar en figura heroica la de Erwin von Steinberg, creador de la Catedral de la ciudad, y a cuya tumba hacían peregrinajes místicos los jóvenes adeptos de la nueva comunión espiritual; por otra parte, se advierte, implícita en la preocupación por la lengua patria, una noción de la comunidad de lenguaje, del grupo étnico y social cuya cohesión se define, sobre todo, por el uso de una lengua vernácula; esta comunidad tiene un predominante valor histórico y todo cuanto es valioso en la Historia es concebido como el resultado de fuerzas colectivas y populares; el héroe —cuya forma ya se insinúa— es el reflejo fiel, la encarnación ideal de aquellas fuerzas colectivas.

He aquí pues definido —antes que nadie hablara del fracaso de la concepción iluminista— lo que había de ser la forma germánica del romanticismo, esto es, la más radical oposición al pensamiento iluminado. La vemos insinuarse ya antes de que la teoría derivara en acción. La volveremos a encontrar, casi inmediatamente después del estallido revolucionario, en forma de doctrinas políticas expresadas en Inglaterra por Edmundo Burke, y en Francia por de Maistre y Bonald.

Ya en 1790, la Revolución suscita en Burke sus Reflections on the Revolution in France. Su reacción es terminante en contra de los principios del movimiento, y la “Declaración de los Derechos del hombre” es calificada como “digesto de anarquía”.

Burke establece límites precisos al concepto de la soberanía popular, afirmando que el hombre debe respetar al Estado en cuyo seno ha nacido. Pero para él, el Estado es un organismo vivo, concebido como continuidad del pasado, el presente y el futuro. El Estado no es una creación arbitraria sino que se caracteriza por tener un espíritu, una tradición, una unidad. De aquí infiere Burke la esterilidad de todo esfuerzo racional para modificar la vida histórica; la razón es impotente frente a las fuerzas del pasado, frente a la creación espontánea de la historia, y es doblemente vano querer reunir en breves fórmulas apodícticas, principios de gobierno que sólo existen como reglas implícitas en determinadas realidades históricas.

Tampoco existían principios generales de gobierno de fácil formulación, para los filósofos católicos franceses como De Maistre y Bonald. Una concepción religiosa del poder y de la autoridad les hacía condenar todo intento de creación institucional por la vía de la Razón. Las instituciones son, para ellos, resultado de una continuidad de costumbres y tradiciones que son caras a cada grupo social y el proceso de su formación depende de muy otras causas que no el acuerdo de las voluntades humanas; un orden trascendental se esconde en la Historia y es una arrogancia tan inútil como perniciosa pretender reemplazarlo con un orden creado por la razón humana.

EL ROMANTICISMO.

He aquí, pues, constituida por aportes llegados desde los más diversos sectores de la especulación, una nueva concepción de la vida histórica surgida de una condenación formal del Iluminismo. Al comenzar el siglo XIX, este movimiento ha encontrado su definición y constituye una acabada interpretación de la vida.

Mme. de Staël intentará ya una definición del Romanticismo en el plano de la historia de la literatura; Hugo caracterizará su estética literaria y Hegel construirá, finalmente, su más firme teoría. Pero el Romanticismo se elabora en otros campos como una concepción netamente historiográfica, radicalmente atada a una concepción de la vida histórica. En Mme. de Staël o en Chateaubriand, el Romanticismo —aunque francés— se adivina cargado de elementos germánicos: había de ser en Alemania, en consecuencia, donde el brote romántico diera más vigorosas floraciones.

Frente a la Francia de la Revolución y de Bonaparte, Alemania ve crecer su oposición a ciertas formas reputadas latinas. Como elementos de su beligerancia, Alemania enarbola en la lucha contemporánea su vieja historia y comienza a reivindicar su antigua —y olvidada— raiz germánica. La reivindicación cubre todos los planos; se la ve en el renovado interés por el Folklore, en el nuevo prestigio del Gótico; pero es sobre todo en la naciente vindicación de las formas germánicas de la juridicidad, donde se advierte la antinomia de Iluminismo y Romanticismo, girando alrededor del problema de la concepción de la vida histórico-social.

La causa desencadenante es el problema de los códigos, que, de acuerdo con los principios de la Revolución, debían tener validez universal. Friedrich von Savigny publica en 1814 su ensayo titulado Uber den Beruf unserer Zeit zur Gesetzgebung und Rechtswissenschaft (Sobre la vocación de nuestro tiempo para la legislación y la ciencia del Derecho) y sobre sus afirmaciones se constituye lo que había de llamarse la Escuela Histórica del Derecho. He aquí como la caracterizaba su fundador:

“La Escuela Histórica —decía Savigny en el primer número de la Revista de la Escuela Histórica— admite que la materia del derecho está dada por todo el pasado de la nación; pero no de una manera arbitraria y de tal modo que pudiera ser ésta o la otra accidentalmente, sino como procediendo de la íntima esencia de la nación misma y de su historia. Después, cada tiempo deberá encaminar su actividad a examinar, rejuvenecer y mantener fresca esta materia nacida por obra de una necesidad interna”.

Esta concepción correspondía al pensamiento del Sturn und Drang, precisamente porque en los dos se notaba la sombra del pensamiento de Herder. La concepción del espíritu como realizándose históricamente había sido entrevista -y acaso pudiera decirse sistematizada— por el autor de las Ideas sobre la Filosofía de la Historia de la Humanidad; de esta matriz común debía salir una concepción historicista del Derecho, pero había de salir también una concepción historicista del lenguaje y de la Religión; con estos elementos se iba dando forma cada vez más definida a una interpretación de la vida histórica, que el Romanticismo opone a la concepción iluminista.

Desde el punto de vista historiográfico, lo más caraterístico de las nuevas corrientes era la execración de toda elaboración racional del conocimiento histórico, en cuanto no fuese estrechamente derivada de una realidad directamente conocida. Manzoni resumió esta exigencia en una breve fórmula afirmando que era imprescindible reunir a Muratori y a Vico, queriendo destacar la indisoluble unión en que debían coexistir, en el futuro, la investigación erudita y la elaboración filosófica. Pero la investigación erudita había de atender ahora, tanto como a la investigación de las fuentes antiguas, a la exhumación y a la crítica de las fuentes medievales, labor realizada en muy pequeña escala y que adquiría —con la nueva orientación de los estudios históricos- inmensa importancia. El principio director era ahora, en efecto, la idea de “nacionalidad”. Como realidad histórico-social, la nación en cuanto tal debía constituir el núcleo fundamental de toda preocupación histórica y su conocimiento conducía a un nuevo examen del pasado medieval.

La Edad Media fué el tema por excelencia de la historiografía romántica. En la literatura, Walter Scott y Chateaubriand familiarizaban al público culto con ciertas ideas medievales, con ciertos tipos y costumbres. En la historiografía, una manera narrativa y fácil se impuso rápidamente, y Augustin Thierry fué maestro en el género. Pero simultáneamente se comenzaba una labor mucho más lenta, pero de verdadera y permanente significación. En 1826, la Gessellschaft für ältere Deutsche Geschichtskunde, (Sociedad para el estudio de la más antigua historia alemana), comienza la publicación de la Monumenta Germaniae Historica, bajo los cuidados de Pertz, al tiempo mismo que Guizot comienza a editar la Collection des mémoires relatifs a l’historie de France (1824-35). Desde entonces las publicaciones eruditas se multiplican por el cuidado de Academias, Universidades y sociedades sabias. La investigación de archivo comienza a ser considerada como lo propio de un historiador serio y las figuras más representativas del método filológico-crítico, Ranke y Niebuhr, son al mismo tiempo grandes historiadores románticos. Junto a ellos o después de ellos, grandes y medianos, los historiadores románticos producen una obra nutrida y extensa: Carlyle, Michelet, Troya, Müller, Zeller, con preocupaciones diversas, fijan su interés fundamental alrededor de la Historia de Europa o proyectan sobre otras áreas del conocimiento histórico la concepción romántica.

Caracterizaba en primer término la historiografía romántica, una negación radical del carácter universal de la Historia sustentado por el Iluminismo, y una exaltación de la idea de nacionalidad. Paralelamente, el Romanticismo niega la posibilidad de toda mutación brusca en el desarrollo histórico por obra de la Razón. En lugar de ésta, solo advierte en la Historia la presencia de fuerzas ciegas, inconcientes, irrazonadas. Estas fuerzas tienen existencia y ese mero hecho hace de ellas los elementos fundamentales de la Historia. Lo que las caracteriza es su perdurabilidad, su acción de presencia, sostenida por la tradición y la costumbre. Se las advierte en toda la vida histórica creando actitudes, maneras de expresión espiritual, modos de vida. Son, en resumen, las únicas normas de acuerdo con las cuales se comportan los grupos sociales.

Pero estas fuerzas históricas no son universales. Si la Razón aspira a ser única y a manifestarse por doquiera de la misma manera, la costumbre nos revela que lo propio de ella es ser distinta y varia. Cada grupo social reacciona de manera peculiar ante le problemas materiales de la existencia colectiva, ante los interrogantes últimos, ante las exigencias de la convivencia social; de este modo, cada grupo social, paulatinamente diferenciado de los demás, va elaborando poco a poco una idiosincracia particular, apropiada para su paisaje geográfico, para sus condiciones de vida, para sus aptitudes espirituales, para su vocación colectiva. El grupo social llega a tener entonces una personalidad y una autonomía que lo hacen inconfundibles: con su acervo espiritual y con su acervo natural constituye una “nación”.

A esta peculiar manera de ser de un grupo social le llamaron los románticos el “espíritu del pueblo”, el Volksgeist. El “espíritu del pueblo” constituye para ellos una razón última y sólo lo que se adapta a él es apropiado para la nación. La vida de una nación es fiel a su destino sólo en la medida en que es fiel a esa tradición, y el historiador bucea en el pasado de las naciones de Europa para encontrar sus elementos puros, no subvertidos todavía por ninguna influencia extranjera. La raíz del “espíritu del pueblo” se hunde en Europa en el pasado medieval y los elementos llamados, por oposición, clásicos, son menospreciados y calificados de infieles a la verdadera tradición de la estirpe. De aquí deriva aquella sobreestimación de la Edad Media a que antes se hacía mención y que tan útil fué para el desarrollo de estudios tan olvidados. Del examen de aquel tiempo parecía inferirse la presencia de importantes elementos germánicos en las nacionalidades europeas; si esta afirmación debía —en principio— valer para todos, fué para Alemania para quien tuvo más importancia, porque su sentimiento nacional se robusteció considerablemente, transformándose en valiosos ciertos elementos autóctonos antes olvidados.

Tal fué la actitud que debía guiar el análisis de todos los aspectos de la cultura y de las relaciones sociales. El espíritu del pueblo constituía el núcleo de una actitud espiritual. De ese núcleo irradiaban todas las manifestaciones particulares de la cultura y sólo existían auténticamente en cuanto eran fieles a su espíritu. Para la consideración del pasado, comenzó a seguirse, en consecuencia un criterio de unidad, según el cual se procuraba explicar todo mediante el “espíritu del pueblo”. Épocas y culturas podían así juzgarse en su totalidad, relacionando sus múltiples facetas y siguiendo sus cursos hasta encontrar sus conexiones con su último principio. El panorama histórico, concebido en forma lineal en la historiografía iluminista, comienza a estructurarse aquí según un sistema nuclear.

El pensamiento historiográfico del Romanticismo constituye acaso, la más profunda consecuencia cultural de la crisis final del Siglo XVIII. Desencadenado por la realidad inmediata de la Revolución, surgió como vigoroso contraste, y constituyó progresivamente su sistema, persistiendo en negar cuanto derivara de una interpretación racionalista de la vida histórica, cuanto contribuyera a presentarla como resultado de designios humanos, intelectualmente concebidos y mediadamente realizados. El fondo mismo de la existencia social parecía a sus ojos como movido por elementos pasionales, cuyo control sólo de modo efímero podía ejercer. Viviendo, los grupos humanos no hacían sino persistir en usos vernáculos, en vocaciones ya definidas, en regímenes estatuidos por una sabiduría inmanente en la Historia; frente a esta realidad, la Revolución, la fe racional, la reducción de la tarea histórica a la magnitud de las fuerzas humanas, parecía como un intento temerario, comparable a la rebelión de los Angeles o a la genial insubordinación de Prometeo. La condenación de la aventura revolucionaria parecía al historiador romántico la más justa comprobación de la inmutabilidad del orden histórico.

Empero, el fracaso revolucionario distaba mucho de tener el alcance que el Romanticismo creyó sancionar con su explicación de la vida histórica. Poco tiempo después, el liberalismo recogió sus postulados y comenzó —en la calma del gabinete o en el tumulto de nuevas luchas— a decantar lo que había de exaltación primaria y lo que había de conquista definitiva en el audaz movimiento del 89. La Revolución no había muerto, aun cuando sus enemigos se hubieran apresurado a diseccionar su cuerpo palpitante con aparente serenidad. La conciencia histórica había surgido a la luz, con visos de autonomía, en el siglo XVIII, y había de conservar de aquel origen ciertos hilos de su cañamazo. Puesta entre las dos concepciones de la vida histórica —entre aquella de la cual había surgido y aquella otra que su realización había desencadenado— la Revolución Francesa marca en este sector del pensamiento un instante singularmente significativo.

Una conciencia histórica en marcha: he aquí la fórmula con que podría definirse el momento revolucionario. Se caracteriza con ella la más interesante faz del fenómeno, qué es la estrecha interacción entre la realidad y las ideas. Nada tan escabroso, nada tan irreductible a simplismos como el origen del movimiento francés; si se quiere comprender el complejo de motivaciones económicas, sociales, políticas, ideológicas que actúa en el desencadenamiento de la acción revolucionaria, se hace imprescindible no atomizarlo para clasificar jerárquicamente la importancia de ciertos factores, sino, por el contrario, considerarlo en su natural estructura de complejo, y observarlo, actuante, en el grupo social en acción. Fenómeno singular, la Revolución Francesa es, como pocos acontecimientos, consciente de su importancia y de su trascendencia. Esta conciencia arranca no de una determinada situación real, no de una determinada ideología, sino de una concepción de la vida histórica, nutrida de estas ideas y del examen de aquella realidad, que le permite colocarse en un instante preciso del desenvolvimiento histórico, determinado con rigurosa objetividad. Esta concepción de la vida histórica implica todas aquellas raíces —económicas, sociales, políticas, ideológicas— pero no coincide en su sentido con ninguna de ellas en particular; es algo más enmarañado, menos susceptible de ser reducido a claros esquemas; si cada una de aquellas faces del examen de la práctica o de la teoría de la vida la configuran en alguna medida, ella en sí misma es un complejo de factores indeterminados, de interacciones imprevisibles, que se expresa, por sobre todo, como una actitud vital, inspiradora de un pensamiento y de una acción.

Fruto de una concepción de la vida histórica, la Revolución Francesa ha enseñado a la cultura occidental a pensar históricamente, ha suscitado el hondo problema de las relaciones de esos dos términos de la existencia humana: pensamiento y acción. Porque nada tan ejemplar para mostrar sus relaciones como el ejemplo del 89, claro experimento ofrecido por el genio francés para enseñanza de la Humanidad: íntimamente unidos, pensamiento y acción —fórmula crociana— marcharon juntos, crearon nuevas formas de realidad, fueron combatidos y sucumbieron tras dura lucha. La acción quedó indeleble en el recuerdo, porque la inflexible marcha del tiempo pareció detenerse un 14 de julio, tocada por la irrupción de un pueblo en marcha. Pero la acción deja tras si las huellas de una conciencia histórica; como la jabalina clavada en tierra, parece recordar la curva de su veloz viaje.