Al margen de los graves problemas internacionales que comprometen la acción y el futuro de las grandes potencias, están planteados conflictos de menor repercusión inmediata, sin duda, pero que no esconden menor gravedad. Se trata de problemas planteados en ciertos territorios sometidos a regímenes diversos, pero cuyo carácter general es la limitación de su autonomía y su dependencia de poderes ajenos a su población autóctona. En Asia y en Africa los problemas propios de tales territorios han adquirido en los últimos tiempos una profunda gravedad, y sería tan ingenuo como peligroso tratar de ocultarla, aun cuando el mero planteo de esas dificultades revele la endeblez de las situaciones creadas y la imperiosa necesidad de reverlas. La década transcurrida desde la conclusión de la segunda guerra mundial ha servido para poner de manifiesto el vigor de las reacciones nacionalistas y anticolonialistas de diversos países de Asia y Africa, y es bueno tener presente el alcance y la significación de la conferencia afro-asiática celebrada últimamente en Bandung, en la que quedó demostrada la existencia de un inquebrantable designio de hallar soluciones apropiadas y justas para los problemas de ésos países. Quedaron planteados en aquella ocasión los principios del movimiento afro-asiático y sus diversos matices, en términos que las potencias occidentales no pueden dejar de entender. Pero para el caso de que se quisiera disminuir la significación de lo que allí se dijo, bastará relacionarlo con los hechos de que da cuenta diariamente la crónica para convencerse de que es inútil cegarse a la realidad.
Las novedades más significativas de los últimos días son las ocurridas en territorio africano. Los problemas son allí —como en Asia— complejos y de dificilísima solución. En algunos, casos son simples y claras cuestiones de soberanía, a resolverse mediante el diálogo, más o menos violento o agitado, entre dos partes. Pero a menudo el problema es más confuso y sinuoso. Los intereses nacionales se entremezclan con intereses religiosos y raciales, diversificando las relaciones recíprocas de los grupos y tornando más difícil el acuerdo entre todos los interesados. Además, proporcionan mayor gravedad a algunas situaciones los problemas económicos, así como también la presencia de nutridos grupos de poblaciones de origen europeo.
Sólo de vez en cuando llegan noticias de los conflictos surgidos en Kenya, pero, por su carácter, puede presumirse que se trata de movimientos susceptibles de propagarse y difundirse por diversas regiones del África Central. El conflicto que acaba de estallar en el sur del Sudán mueve a pensar que el peligro no es remoto y que las inquietudes de esas poblaciones, complicadas con las diversas reacciones frente a los distintos grupos que ejercen el poder, pueden conmover profundamente las situaciones establecidas.
Por ahora le ha tocado el turno a Marruecos, importantísima zona en la que el protectorado francés se ve abocado a una gravísima situación. Como en el resto del mundo árabe, predomina allí desde los últimos años un movimiento nacionalista —encabezado por el Partido Istiqlal—, cuya fuerza se acrecienta en las ciudades y en las zonas de mayor influencia europea. En última instancia, el movimiento nacionalista aspira a la independencia, posición a la que no se pliegan, por cierto, determinadas poblaciones de regiones interiores de menor nivel de civilización. Pero aquella actitud choca con fuertes resistencias. Marruecos, donde los grupos de colonos franceses son numerosos, ha experimentado en los últimos tiempos un gran progreso, especialmente a partir de la administración del mariscal Lyautey. Todavía después ese desarrollo se ha intensificado con motivo de las ingentes inversiones de capital que se han hecho en diversas regiones para explotación de ciertas riquezas, a raíz de lo cual se ha desarrollado y ahondado el sentimiento xenófobo que alentaba en las poblaciones indígenas.
El auge del movimiento nacionalista, tonificado por el sentimiento religioso, se tradujo en una continua inquietud popular que, hace dos años, llegó a preocupar al gobierno francés. En tanto que Argelia ha sido incorporada al territorio francés, Marruecos mantiene una situación de protectorado, que se ejerce por sobre un sultán, de poderes muy limitados. En 1953 el sultán Mohamed ben Yussef puso de manifiesto su adhesión al movimiento nacionalista y se abstuvo de secundar una de las periódicas revisiones del estatuto del Protectorado. El gobierno francés lo destituyó, reemplazándolo por Mohamed ben Arafa, que le era adicto; pero desde entonces la situación del gobierno ha sido precaria y los disturbios se han sucedido uno tras otro, con considerables víctimas y daños materiales.
Es innegable que la situación es difícil. El gobierno francés —y buena parte de la opinión pública— está persuadido de que, a la larga, la situación será insostenible, y hace con mayor o menor fortuna esfuerzos para acercarse a una solución. Pero la opinión conservadora dificulta esa política, a la que se oponen también los intereses vinculados a las fuertes inversiones, realizadas en los últimos tiempos, y los colonos de origen francés, que temen por su seguridad, en un régimen en el que se debilite la acción francesa. Entre tales dificultades, es evidente que se hace urgente llegar a un acuerdo que concilie los intereses en pugna. La noticia de que un consejo de regencia organizará un gobierno en el que tengan cabida los grupos nacionalistas, parece autorizar cierto optimismo. Pero es innegable que deberán preverse nuevas dificultades si no se prepara, poco a poco, un plan para dar plena satisfacción a los sentimientos nacionalistas.