Los testimonios del mundo actual. 1955

Propongámonos desarrollar nuestro análisis metódicamente, y comencemos por interrogarnos acerca de qué testimonios poseemos para llegar a conocer con alguna precisión lo que llamamos “el mundo actual”, nuestro mundo de la era de las guerras mundiales. Porque en éste, como en cualquier otro campo de la historia, la realidad sólo se nos ofrece a través de testimonios. El problema es, en este caso, más grave que en otros de los que suele afrontar el historiador.

Habitualmente solía escribir sobre su propio tiempo aquel que por algún azar tenía el privilegio de llegar hasta ciertas fuentes secretas: el que lograba revisar los papeles de una cancillería por razones de oficio, o el que, por haber sido actor de algún suceso importante, había tenido en sus manos documentos secretos. Francesco Guicciardini, embajador en Florencia, pudo escribir la historia de las guerras de Italia, en el siglo XVI, como Winston Churchill, primer ministro británico, la de la segunda guerra mundial. Pero el historiador que no es nada más que historiador rara vez tiene acceso a esas fuentes sino después de mucho tiempo: es frecuente que los archivos establezcan un largo plazo antes de librar sus fondos a la curiosidad y al análisis crítico de los investigadores que no sirven a ningún designio inmediato. De modo que sólo quien se ponga al servicio de cierta propaganda podría llegar allí donde se oculta el material necesario para conocer determinado problema del pasado próximo.

Pero todo esto vale casi exclusivamente para cuando se refiere a la historia política. Guicciardini no pensaba en otra, y son muchos los que siguen su ejemplo. Pero nosotros, los hombres de nuestro tiempo, solemos estar interesados en un distinto tipo de visión histórica, que incluye los fenómenos políticos, pero que contiene además otros muchos aspectos de la vida. Nos interesa la historia de la cultura, de la que forma parte la historia de hechos, y no sólo políticos, sino también económicos y sociales, y además la historia de las corrientes de pensamiento que inciden sobre aquéllos o incidirán más tarde, y de cuanto el hombre proyecta fuera de sí en relación con el mundo y la vida. Para introducirnos en una historia del mundo actual que tenga esos caracteres, el conjunto de testimonios a que podemos acudir es mucho más vasto que el que está a disposición del historiador de la vida política, y en su mayor parte está no sólo al alcance del historiador sino también al de cualquier observador. Sin duda han de tomarse para su uso muchas y peculiares precauciones críticas; pero está a mano. Veamos en qué consiste y con qué recaudos debe llegarse hasta él.

Comencemos por señalar que, aun para los hechos políticos, económicos y sociales, es más fácil ahora disponer de la documentación necesaria que en otras épocas. La democrática costumbre de discutir públicamente ciertos problemas en los cuerpos colegiados y en las asambleas públicas ofrece la posibilidad de seguir los debates en las crónicas periodísticas o en los diarios de sesiones parlamentarias. Y la costumbre –cada vez más desarrollada– de someter a la opinión pública ciertos asuntos reputados graves pone al alcance de la mano materiales tan elocuentes como los emanados de los tribunales de Nüremberg o los que recogen los libros blancos, amarillos o azules publicados por los diversos gobiernos. Agréguese a esto los innumerables testimonios personales –confesiones, cartas reportajes, memorias– que la perspectiva del éxito editorial mueve a dar a luz, las crónicas periodísticas, los noticieros radiotelefónicos y cinematográficos, la información gráfica, y se tendrá una idea del inmenso caudal de datos que poseemos para conocer aun la historia política de nuestro tiempo. Pueden faltarnos, quizá, documentos como los que tuvo en su poder Guicciardini –un memorándum secreto, unas instrucciones reservadas, un parte de batalla–, pero tenemos otras muchas cosas que él no tenía, y la posibilidad de obtenerlas de diversos orígenes, de las diversas partes en conflicto.

Se nos ofrecen en abundancia, en efecto, publicaciones estadísticas, informes sobre problemas económicos, alegatos sobre cuestiones sociales, todo lo cual suele ser fácilmente accesible, y con ello nos hallamos, sin duda, en mejores condiciones para describir nuestra situación, que Guicciardini para estudiar la suya, con o sin genio interpretativo. Sin él, pero con firmes principios críticos, podemos llegar a obtener un cuadro bastante fiel de ciertas situaciones reales. Quizá no podamos de primera intención fijar exactamente algún hecho o sus causas inmediatas. Pero ¿se ha sabido jamás cómo ha sido una guerra con tanta exactitud como con respecto a la última conflagración mundial? ¿Se ha sabido jamás cómo vive el proletariado o la clase media con tanta precisión como ahora? ¿Se han conocido alguna vez los recursos alimenticios del mundo, sus reservas de combustible o las cifras de la producción industrial con la certeza con que conocemos nosotros todas estas cosas?

¿Se ha ofrecido alguna vez al observador contemporáneo un testimonio tan directamente dirigido a su propia experiencia como los noticieros cinematográficos sobre los campos de concentración o los bombardeos aéreos? Ciertamente, estamos mejor preparados para conocer nuestro mundo contemporáneo que Guicciardini para entender el suyo, y aún podría agregarse que quien poseyera hoy una documentación equivalente a la que él poseyó no podría agregar a la imagen del mundo que forjáramos con los restantes testimonios sino menudas aclaraciones parciales.

Pero hay además algo muy singular. Nuestro mundo actual parece ser extrañamente introspectivo. Se admite que el hombre posee –como lo ha enseñado el freudismo– secretos estratos de la conciencia a los que es posible descender para indagar las oscuras raíces del comportamiento y de las ideas; y se admite también que el conjunto social está movido –o puede estarlo– por impulsos secretos que residen en lo que antaño solía llamarse Volksgeist y ahora se prefiere llamar, según Adler, el inconsciente colectivo. La observación busca estos mundos secretos y de ese examen abisal resultan multitud de datos, difíciles de manejar, sin duda, y que requieren extremada prudencia en quien los utiliza, pero ciertamente llenos de sugestión y pletóricos de indicios reveladores. Muy buena parte de la novelística contemporánea debe su éxito a su innegable valor analítico y documental, porque se empeña en describir “situaciones”, y no tanto las que derivan de las eternas tendencias de la naturaleza humana como las que provienen de las contingencias de la vida social y espiritual de nuestro tiempo. Sería largo enumerar los autores a quienes habrá que recurrir cuando se quiera saber cómo fuimos, pero es seguro que en esa lista estarán Gide y Mann, Proust y Huxley, Gallegos y Hemingway, Malraux y Moravia. ¿Qué no daríamos por poseer para el siglo XV, por ejemplo, algo parecido a Le hommes de bonne volonté o Les Thibault? Nos hallamos frente a reiterados intentos de examinar la realidad y la situación del hombre a través de anécdotas ficticias, pero cuyo contexto es el mundo real. Este es el designio del artista, que es frecuentemente un polemista embozado –y en ocasiones desembozado–, como Sartre, como Greene, como Faulkner, como Camus, como Piovene, como Orwell. Sin duda la estética predominante prohíbe la enunciación de tesis expresas, pero la creación literaria ha hallado el ardid de sortear la enunciación y promover igualmente la adivinación de la tesis. Ni la poesía se niega esa expansión, a la que se entregan llenos de entusiasmo Neruda o Eluard.

Pero no se agotan con esto los materiales a nuestro alcance. El ensayo no se siente cohibido como la creación literaria.

Allí puede desarrollarse libremente el pensamiento discursivo y el ensayista de nuestro tiempo cree que el tema por excelencia del ensayo es “el tema de nuestro tiempo”, según el feliz título de uno medular de José Ortega y Gasset. No fue éste ni el primero ni el último sobre ese problema. El análisis de la realidad circundante preocupa a nuestros contemporáneos mucho más de lo que preocupó en ninguna otra época, y escribieron sobre ella Keyserling y Valéry, Spengler y Wells, Drieu La Rochelle y Russell, Unamuno y Scheler, Jaspers, Laski, Einstein, Frank, Belloc, Shaw, Toynbee, Mannheim… La lista sería inagotable. Seguramente se han formulado muchas teorías erróneas, pero también muchas observaciones agudas y penetrantes. No podría negarse que ha habido un poco de estéril narcisismo y acaso una tendencia exagerada a poner de relieve la desesperación que nos acongoja y la crisis en que nos hallamos sumergidos. Pero la idea que una época tiene de sí misma es como una radiografía de sus sueños y constituye un dato lleno de interés. No nos falta, pues, ni nuestra confesión íntima. ¿Qué historiador ha tenido más materiales para cualquier período de la historia que los que tenemos para la nuestra, sea por razones técnicas, sea por razones espirituales?

No obstante, no ha sido frecuente el uso adecuado de tan ricos elementos de juicio. Casi me atrevería a decir que, desde mi punto de vista, no poseemos ningún ensayo logrado de interpretación de lo que nos ocurre, lo cual no deja de ser extraño abundando los materiales y los propósitos de usarlos. Hay crónicas, montajes de noticias construidos con no poca destre-za, comentarios, esto es, glosas tímidamente interpretativas de cierto conjunto de hechos, pero todo ello informado por una intención predominantemente informativa y muy frecuentemente tendenciosa en un sentido concreto e inmediato. A veces, como en los casos de los ensayistas antes señalados, vastos intentos de explicación según complejos sistemas a priori. Pero casi nunca están las cosas en su punto. El hecho merece un breve examen.

En mi opinión, nuestro tiempo revela una marcada debilidad de la conciencia histórica. Nos resistimos –acaso por soberbia– a situarnos en un punto de una parábola. Cuanto se ha pensado acerca del mundo actual –sea atendiendo al cúmulo de materiales informativos a nuestro alcance, sea por el camino de la pura intuición adivinatoria– está caracterizado por cierta íntima certidumbre de la excepcional importancia de la contingencia histórica en que nos hallamos.

Se da por admitido que nos encontramos en una crisis trascendental de la historia, y parece creerse que el curioso fenómeno que protagonizamos data de un brevísimo pasado, de un pasado no bien delimitado, pero que más de una vez parece corresponder al ámbito de la experiencia personal de quien hace el diagnóstico; sorprende la magnitud de las transformaciones a que asistimos; espanta la desaparición de cosas que parecían haberse juzgado eternas: ideas, costumbres, instituciones; angustia el desconcierto que se advierte en los mejores espíritus acerca del sentido de la vida. Con esa actitud, se sobreestiman los síntomas de nuestro mal con una pertinaz ligereza y se estimula un narcisismo plañidero, que suele desembocar unas veces en un escepticismo que se supone aristocrático y otras en una especie de desesperación por hallar algo que justifique la existencia, algo por que morir.

Tal es el fruto del acentuado debilitamiento de la conciencia histórica que nos caracteriza, a causa del cual nos resistimos a situar la contingencia histórica en que nos hallamos en el punto debido de la parábola que la incluye. Debemos proponernos pensar históricamente sobre el mundo que nos rodea, comenzando por situarlo en una línea de desarrollo que, de por sí, puede proveerlo de un sentido. Supongo que de este modo nos acercamos al problema radical de cuál es el sentido contemporánea de la existencia.