Maquiavelo historiador. 1943

INDICE

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INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1970

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CAPÍTULO PRIMERO

La época de Maquiavelo: tránsito del cuatrocientos al quinientos

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I. Cuadro político-social

II. El cuadro de la vida cultural italiana

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CAPÍTULO SEGUNDO

Maquiavelo y su obra

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CAPÍTULO TERCERO

La concepción historiográfica

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I. Las formas elementales de la vida histórico-social

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II. La concepción del plano político como campo específico de las situaciones históricas

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III. Los caracteres de la vida histórica

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CAPÍTULO CUARTO

Los caracteres de la labor historiográfica

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I. La capacidad de comprensión de lo individual histórico

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II. El criterio metodológico y formal

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CAPÍTULO QUINTO

Identidad y contradicción de Maquiavelo

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NOTAS

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1970

El núcleo de este estudio es el análisis de la obra histórica de Nicolás Maquiavelo, que constituye una parte esencial de su ingente creación intelectual y en la que, ciertamente, se esconden algunas claves fundamentales válidas para la comprensión de la totalidad de su pensamiento. Más adelante se esbozarán los criterios que presiden ese análisis. Pero es imprescindible decir desde ahora que sería estéril, sin embargo, circunscribirse exclusivamente dentro de esos límites, no sólo porque es el de Maquiavelo un pensamiento muy coherente en el que todas sus partes están finamente interpenetradas sino también porque su personalidad es muy compacta y trasciende en toda su obra con el mismo aliento. Es, pues, necesario emprender el análisis de su obra histórica encuadrándolo dentro del conjunto de sus ideas y sus obras, y sin perder de vista su compleja personalidad. Pero aun así se correría el riesgo de no alcanzar aquellas claves si no se ampliara aun más el cuadro de referencias.

Maquiavelo está dramáticamente sumergido en su tiempo, en las singulares contingencias de esas décadas que transcurren entre el finalizar el siglo XV y el comenzar del XVI. Su actitud es la de pleno compromiso con esas contingencias, quizá porque su mundo de preguntas y respuestas está profundamente encarnado en la realidad o acaso porque su mente se resiste a deslizarse por los caminos de la abstracción más allá de ciertos límites. Por eso es necesario no perder de vista el tiempo de Maquiavelo y el conjunto de circunstancias en que recoge sus experiencias y elabora sus conclusiones. Pero aun así no se habrían tomado todos los recaudos necesarios para hallar las claves buscadas.

Porque el pensamiento de Maquiavelo no se inscribe solamente en el corto plazo en el que se inscribe su vida. Por entonces recoge sus experiencias y elabora sus conclusiones. Pero el cuadro en el que se integra todo se inserta en el largo plazo durante el cual se constituye la mentalidad burguesa, a partir de los cambios estructurales que sacuden a Europa desde el siglo XI. Es la mentalidad burguesa, precisamente, la que sustenta la forma mentis de Maquiavelo, y es él no sólo quien la expresa mejor sino quien más viva conciencia tiene de que es esa su forma mentis y de que es esa también la que anima a sus contemporáneos aun cuando no posean la claridad que él posee para distinguir sus alcances.

El examen de la mentalidad burguesa, de las primeras etapas de su formación y, sobre todo, de la etapa que corresponde a los años de las experiencias de Maquiavelo, constituye la verdadera introducción al estudio de su personalidad, de su obra en general y de cualquiera de sus obras en particular. Porque cualquiera sea la originalidad del pensador florentino, el trasfondo de su pensamiento se ordena dentro del cuadro de esa forma de mentalidad que la burguesía elaboraba sordamente, y de la que él tomó clara conciencia poniendo a la luz sus primeros principios y sus últimas consecuencias.

La revolución burguesa se produjo lenta y persistentemente en el seno del mundo cristianofeudal desde el siglo XI aproximadamente y significó la aparición de nuevas clases en el cuadro de una sociedad que, en última instancia, sólo conocía dos términos: poseedores y no poseedores de la tierra. Las nuevas clases se diferenciarían social y económicamente a medida que la nueva estructura se consolidaba; pero permanecieron unidas por cierta forma de mentalidad que elaboraron poco a poco a partir de ciertas actitudes básicas y que se enfrentó con la mentalidad tradicional, la mentalidad cristianofeudal.

Era esta última una mentalidad trascendentalista constituida por la fusión de varias tradiciones. La mentalidad señorial, de tradición germánica, concluyó en una imagen jerárquica de la sociedad, a la que la Iglesia proveyó de los fundamentos necesarios para tomarla estática e inscribirla en el orden divino. Fijado en su posición por su nacimiento, el hombre parecía destinado a conservarla en un mundo inmutable mientras sólo ponía sus esperanzas en la salvación eterna. El hombre no parecía poseer otro destino que el que le ofrecía su condición trascendente. En rigor, la trascendencia impregnaba todo. No sólo el hombre era trascendente; también lo era la realidad. Todo aquello que los sentidos descubrían podía ser simple apariencia; pero parecía cierto que reflejaba una realidad profunda y sagrada que saturaba el mundo apariencial y lo explicaba, en su conjunto y en cada una de sus manifestaciones particulares.

Las nuevas clases acusaron, desde sus primeros momentos, otras actitudes frente al hombre y la realidad. Quizá fue la realidad social la que comenzó, antes que toda otra, a verse de otro modo. El siervo que escapaba de la gleba para iniciar una aventura individual de emancipación y se refugiaba en la cuidad para cumplirla, rechazaba de hecho el esquema de la sociedad dual que predominaba en el mundo rural. Ni siervo ni señor, el nuevo ciudadano contribuía a constituir otro núcleo social en el que no había, en principio, jerarquías preestablecidas y en el que cada uno podía labrar su propio destino. Quien aspiraba a constituir ese tipo de sociedad rechazaba, implícita o explícitamente, no sólo el esquema de la sociedad dual sino también sus fundamentos absolutos, según los cuales las posiciones sociales eran inamovibles y obedecían a un designio superior. La realidad social dejó de ser considerada inmutable. Las luchas de los burgueses contra los señores para lograr la concesión de libertades, los conflictos posteriores entre grupos diversos que pugnaban por el control de la riqueza y del poder, y sobre todo, la estructura fluida que permitía los ascensos y descensos de clase de unos y otros dentro de una escala de peldaños innumerables, proporcionaron a la realidad social los caracteres definidamente históricos que las nuevas clases aceptaron como constitutivos. La mentalidad burguesa irrumpió a través de esta nueva imagen de la sociedad, desentendiéndose de las tradiciones que implicaban la inmutabilidad del orden social y su fundamentación absoluta y sagrada. A través de sus experiencias, las nuevas clases concibieron una imagen profana de la realidad social. Normas, costumbres y valores, todo lo que constituía la estructura mental de las nuevas clases, acusó el golpe de este viraje sustancial, y la profanidad lo invadió todo de una manera lenta y solapada, sin descubrirse y sin sobrepasar los límites del caso particular, pero vigorosamente, porque los hombres de las nuevas clases hacían su aprendizaje de la vida en la experiencia cotidiana y desplazaban insensiblemente las tradiciones aprendidas.

La mentalidad burguesa se hizo profana, precisamente, en el aprovechamiento de la experiencia. Y no sólo en la experiencia de la realidad social sino también de la realidad natural. La naturaleza era la Creación. Pero los hombres de las nuevas clases comenzaron a enfrentarse con ella no a través de los conceptos aprendidos sino a través de las inmediatas experiencias individuales. El emigrante conoció nuevas naturalezas y cada una de ellas le propuso sus problemas particulares. Una nueva tierra, un nuevo bosque, un nuevo mar, suscitaron una insaciable curiosidad urgida por la necesidad del aprovechamiento y muy pronto se conformó una nueva actitud cognoscitiva, basada primero en la experiencia y, muy pronto, en la repetición metódica de la experiencia, esto es, en el experimento de alcance científico. Poco a poco la mentalidad burguesa incorporó una imagen de la ley interna de la naturaleza, descubierta a través de la regularidad de los fenómenos; sin descartar la idea de la creación, sin duda, pero relegándola a la categoría de una explicación genética que no comprometía el camino del conocimiento directo y eficaz. Pero en ese divorcio insinuado entre la imagen del origen y la del comportamiento se ocultaba la penetración de la profanidad en la mentalidad burguesa, que se enfrentaba con la realidad natural soslayando los conceptos aprendidos y confiando en la experiencia para penetrar sus secretos, como si no hubiera una voluntad superior que operara en cada instante sobre aquélla.

El creciente dominio de la profanidad tiñó a la mentalidad burguesa de realismo, en cuanto que la realidad tendió a identificarse cada vez más, y exclusivamente, con la realidad sensible. Más allá de ella, pero desplazada cada vez más lejos, quedaba la otra realidad, la realidad inteligible, transformándose cada vez más en irrealidad sagrada. La mentalidad burguesa imaginó al hombre instalado eminentemente en la realidad sensible.

Si el hombre fue instalado en la realidad sensible fue porque la mentalidad burguesa lo imaginó como un ser radicalmente profano. Creación de Dios, sin duda, pero luego ser natural, cuyos impulsos y pasiones conformaban positivamente la personalidad individual. Esto era lo importante. La criatura humana dejó de ser pensada como una abstracción para ser vista como una realidad de carne y hueso, como un microcosmos real anhelante de explayar su personalidad dual, como un individuo que se realizaba en el mundo terreno. La nueva imagen del hombre fue también un derivado de la experiencia. En las nuevas clases, el individuo estaba solo y evidenciaba sus potencialidades a través de los pasos de su carrera social: la potencialidad de su mente y la potencialidad de su voluntad, dirigida por la razón; pero también la potencialidad de sus impulsos y pasiones, cuya virtud fue afirmada cuándo la experiencia enseñó que era también factor del triunfo. A la contemplación religiosa y a la acción heroica se contrapusieron otras formas de acción que era lícito y necesario cumplir en el mundo que las nuevas clases creaban, un mundo en el que el poder estaba indisolublemente unido a la riqueza y en el que la voluntad racional podía crear y destruir según sus propios designios. Mundo profano, el hombre estaba uncido a su yugo y sólo podía vivir profanamente.

¿Cómo se constituyó la mentalidad burguesa? Ajenas a toda tradición intelectual, las nuevas clases que surgieron de la paulatina revolución que se operó en las estructuras económicas y sociales; comenzaron a actuar según las exigencias de la situación y elaboraron espontáneamente algunas actitudes básicas frente a la realidad social y natural. En ellas hay que buscar los orígenes de la nueva mentalidad. Su rasgo decisivo fue la profanidad, que resultó de una actitud de entendimiento directo con la realidad sensible, con espontánea omisión de todo el bagaje de nociones adquiridas acerca de su origen y comportamiento. Fue un olvido operativo, no intencional. El conjunto de nociones aprendidas conservó su indiscutibilidad y su vigencia pero comenzó a considerarse operativamente ineficaz; y en el campo operativo surgió otro conjunto de nociones cuya eficacia comprobó la experiencia. Desde ese momento, la mentalidad burguesa integró los dos conjuntos, y durante mucho tiempo no se planteó el problema de su compatibilidad o incompatibilidad. Reconocer una metafísica, pero operar como si esa metafísica no existiera, fue una actitud propia de la mentalidad burguesa.

Puede decirse que la primera etapa en el desarrollo de la mentalidad burguesa —que puede fecharse desde sus orígenes hasta mediados del siglo XIV— se caracteriza precisamente por el predominio de esa actitud de ignorancia frente al conflicto entre dos conjuntos contradictorios de nociones. La segunda etapa debía empezar en el momento en que se advirtiera esa contradicción.

Esa segunda etapa se inicia hacia mediados del siglo XIV. Precisamente cuando Boccaccio y Sacchetti, Chaucer y el Arcipreste de Hita terminan de romper las barreras tradicionales y extreman la exaltación de la vida, es cuando ciertos grupos comienzan a advertir que la mentalidad burguesa es manifiestamente profana y supone, no una simple omisión ocasional de los fundamentos absolutos del orden sino, lo que es más grave, la afirmación de otros fundamentos, naturalísticos e históricos, que desafiaban los tradicionales.

Las reacciones fueron diversas. Los grupos de más ferviente religiosidad desencadenaron una vehemente apelación a las creencias tradicionales: procuraron conmover las conciencias, unas veces vivificando las convicciones y otras desencadenando los terrores. El tema de la muerte y de la condenación apareció con caracteres amenazadores en los sermones penitenciales de los predicadores, como los de Jacopo Passavanti, en las pinturas didácticas, como las del cementerio de Pisa, en las innumerables Danzas de la muerte. Savonarola extremó esa actitud y la impuso a sus contemporáneos florentinos, confundiendo con sus imprecaciones a aquellos a quienes acusaba de mundanidad, de vivir como si no les esperara la muerte, de gozar alocadamente de la vida, y también de solazarse en el lujo, de admirar la belleza o de sumirse en una demoníaca indagación de los secretos de lo creado. Fue la reacción frontal de quienes apelaron a los fundamentos de la mentalidad cristianofeudal para combatir las manifestaciones de la mentalidad burguesa.

Pero otros grupos, y especialmente las nuevas aristocracias, encontraron en el trasfondo de la misma mentalidad burguesa las pautas para aliviar el peso de la contradicción. No la sortearon, no optaron, sino que extremaron la contradicción encubriendo sabiamente los fundamentos y fines naturalísticos e históricos implícitos en su forma de mentalidad mediante una apelación más hipócrita a las formas exteriores de religiosidad, a la observancia más rigurosa, a la reiteración retórica de las ideas tradicionales, sin que el enmascaramiento comprometiera, empero, las actitudes nacidas de la mentalidad burguesa. Así se procuró encontrar una ética del naturalismo y el historicismo, cuyos principios parecieron hallarse en la tradición clásica, que “renació”, no por sus valores intrínsecos, sino por lo que significaba como utilizable cantera de ideas para la defensa de la nueva mentalidad profana.

Sólo algunos, después de haber sido advertidos de la contradicción, permanecieron fieles a las nuevas actitudes naturalísticas e historicistas que las nuevas clases habían adoptado. Vastos sectores de las clases populares persistieron, escépticos, en las formas de vida que exaltaban el Román de Renart o el Decamerone, desentendiéndose de los problemas de la dignidad del hombre y del memento mori. Y unos pocos, en típica postura ideológica, asumieron la defensa de las nuevas actitudes extremándolas intelectualmente al desafiar la tendencia al retorno a las concepciones cristianofeudales o la tendencia al encubrimiento de las implicaciones subyacentes en la mentalidad burguesa.

Uno fue Maquiavelo. Cuando las élites aconsejaban no declarar explícitamente los fundamentos de sus actitudes, Maquiavelo asumió la misión de proclamar lo que todos habían comenzado a callar prudentemente, sin perjuicio de que siguieran considerándolo como válido. Afirmó que el hombre era un ser natural, que la política tenía fundamentos profanos, que las burguesías obraban movidas por su nueva y propia mentalidad aunque declararan un sistema tradicional de fines en los que no creían. Esto es, llamó a las cosas por su nombre precisamente en el momento en que triunfaba el compromiso de omitirlo. De allí el curioso destino de su pensamiento, definido con el rótulo de maquiavelismo.

Maquiavelo es el más alto exponente de la mentalidad burguesa en el siglo XVI y sólo con ella como trasfondo puede ser entendida su personalidad y su obra. La ha reconocido y la ha aceptado. Ha desafiado la política de enmascaramiento y ha desplegado todas las posibilidades de la mentalidad burguesa. Despreocupadamente, y desarmado como el profeta desarmado que él denunció, ha exhibido sus últimas consecuencias. Mente lúcida, desvaneció la tupida red de convenciones y extremó la actitud burguesa fundamental que había sido el entendimiento directo con la realidad.

Atengámonos ahora a la obra histórica de Maquiavelo y recapacitemos sobre cómo enfocarla.

El análisis de la significación historiográfica de un autor que es, además de historiador, figura sobresaliente en otros sectores de la actividad intelectual, plantea a quien lo aborda algunas cuestiones previas que debe resolver so pena de desvirtuar su propósito fundamental.

En todos los casos el análisis historiográfico tropieza todavía con dificultades de principios, porque se trata de un género de investigación cuyo campo se halla aún deficientemente discriminado, y, lo que es más grave, en relaciones demasiado estrechas con otros de larga tradición intelectual. El área precisa de las ciencias históricas ha comenzado a ser rigurosamente delimitada no hace más de cincuenta años, y, sólo después de afirmadas sus peculiaridades epistemológicas, pareció posible una historia sistemática y fundamentada de su evolución. Antes, la consideración de la obra histórica caía dentro de los dominios de otras disciplinas y así pudo, por ejemplo, arrastrarse la caduca cuestión de si la historia era ciencia o arte durante largo tiempo, admitiendo soluciones diversas, coincidentes todas en una originaria obscuridad inicial acerca de los principios del conocer histórico.

Una cosa puede afirmarse que quedará del pensamiento crociano, aún cuando se combatan o se nieguen otros muchos de sus puntos de vista, rigurosamente enclavados dentro de una cerrada posición idealista: la afirmación de que lo propio y distintivo de una obra histórica es, antes que todo y por sobre todo, su historicidad, esto es, su estructurada concepción historiográfica, su manera coherente de concebir la vida histórica. Este punto de partida jerarquiza, a mi juicio, los elementos de la obra histórica y proporciona, a quien se lanza a una investigación de este tipo, un criterio tan fértil como seguro. Por debajo de aquella cierta medida, la obra histórica presenta todavía otros planos sujetos al análisis; pero ninguno tiene sentido autónomo ni puede proporcionar por sí solo los elementos de juicio valederos y suficientes para la determinación de su significado y de su jerarquía.

El análisis de la concepción historiográfica implícita en la obra histórica es, sin duda, una labor tan aventurada como sutil; muchas veces, el historiador no posee una actitud coherente consigo misma y diversas influencias introducen variaciones de matiz, y aun de fondo, en la interpretación y la estructuración de sus materiales; otras veces, su concepción es totalmente empírica y ajena a todo sistema, y sus fundamentos deben buscarse en meras opiniones sin elaboración conceptual; otras, finalmente, arrancan de una pretendida objetividad total y entonces sus supuestos suelen confundirse con los de un realismo ingenuo, susceptible de permitir el paso de puntos de vista contradictorios, no sometidos a examen y, por ello, más peligrosos que los más peligrosos parti pris .

Todas estas posibilidades, y acaso muchas otras, se presentan ante quien intenta una investigación de este tipo, dificultada, además, por la necesidad de inferir las nociones fundamentales de una estructura que las supone sin expresarlas.

Por debajo de esa búsqueda de la significación historiográfica, pero casi con la misma jerarquía, aparece la necesidad de otra inquisición fundamental: la de la capacidad de comprensión de lo individual histórico. En esta etapa del análisis historiográfico se enfrenta quien lo aborda con nuevas dificultades; si el panorama de la historia de la historiografía permite afirmar que no ha habido nunca un historiador sin concepción de la vida histórica, su examen revela conclusiones menos categóricas cuando se la interroga acerca de este peculiar modo de intelección. La captación comprensiva de lo individual histórico sólo se ha postulado como forma típica del conocer histórico, de manera expresa, hace muy poco tiempo, pero se ha dado, como intuición certera, en muchos de los grandes historiadores, comenzando por Heródoto. Pero la indiscriminación del campo historiográfico permitía que con harta frecuencia se derivara del campo propio de la historia hacia zonas de generalización, y más de una sólida concepción historiográfica ha admitido como supuesto una continuidad lineal del desarrollo histórico, ordenado entonces de modo tal que pareciera lícita la desvalorización de lo individual e irreductible. Un análisis historiográfico deberá, pues, contar con la posibilidad de que sea no la insensibilidad sino la doctrina sustentada lo que impida a determinado historiador la persecución sistemática de lo individual histórico; pero la búsqueda atenta podrá hallar la huella o el atisbo, si no la realización cumplida, de esta calidad decisiva del historiador, y, en todo caso, su ausencia no será menos significativa para la determinación de su calidad estrictamente histórica.

Sólo por debajo de estos dos planos se plantean, a mi juicio, los problemas hermenéuticos, aun cuando puedan ser, en ciertos casos, decisivas las cuestiones que susciten; pero de todos modos, aun afirmada su categoría de etapa sine qua non de la labor historiográfica, debe considerarse de jerarquía subalterna con respecto a aquellos otros planos, de los que, en el fondo, depende: por eso un análisis sagaz procurará no desarticular los distintos puntos de vista sino, por el contrario, integrarlos en una visión comprensiva y total.

Tales dificultades se presentan para el análisis de una obra historiográfica aislada y aun para el análisis integral de la labor de un historiador que no sea nada más que historiador y cuya obra no ofrezca explícitamente los elementos de juicio para captar su punto de vista. Entonces el análisis sólo podrá desarrollarse a base de inferencias recogidas en la pura obra histórica. Pero el planteo de la cuestión cambia radicalmente si lo que está en consideración es la labor de un historiador que ha desarrollado, además de la de tal, una actividad pareja en el campo teórico. Es posible, entonces, que su obra de sistemático aporte nuevos datos para completar las inferencias que de su obra historiográfica puedan obtenerse; y, en ese caso, quien aborde el problema de su significación historiográfica, no debe, a mi juicio, limitarse a la consideración de la pura obra de ese tipo sino que debe buscar también nuevos materiales allí donde se le ofrezcan, sea para señalar la incongruencia entre las postulaciones y las realizaciones, o sea para confirmar con los fundamentos teóricos lo que se infería de su labor de historiador.

Es según este punto de vista como debe encararse, en mi opinión, el análisis de la significación historiográfica de Nicolás Maquiavelo. Espíritu multiforme para el que parece acuñada la fórmula convencional de “hombre del Renacimiento”, su mirada penetrante ha paseado por sobre territorios entonces no acotados y en todos ellos ha dejado la impronta de su inquisición inteligente y sutilísima. Para captar su pensamiento en la totalidad de su trascendencia, parece necesario no perder de vista ni por un instante la vastedad del ámbito de su observación, y concederle, en principio, el derecho de manifestar su concepción de la realidad histórica como podía hacerlo un florentino de su tiempo, embriagado por el redescubrimiento de nuevas dimensiones de la vida, mientras un análisis cuidadoso demuestra que hay una segura y rigurosa lógica interior tanto en la elección de ese campo de observación como en el aparente desorden de los resultados obtenidos. Se ha observado repetidamente que no hay en parte alguna de la obra de Maquiavelo una exposición sistemática de sus ideas. No la hay tampoco de su concepción historiográfica; pero existe, sin embargo, y obra como fundamento de todo su pensamiento: una búsqueda cuidadosa lo probará —según creo— más adelante. Entretanto, cabe preguntarse si, siguiendo a Eduardo Fueter, deberá limitarse este análisis a sus obras estrictamente históricas, o si será más útil —y acaso imprescindible— realizarlo partiendo del punto de vista enunciado más arriba. Me inclino por éste, porque se advierte en Maquiavelo una unidad interna, constitutiva de su forma mentis, que obliga a que se busque su actitud de historiador dentro de la estructura total de su pensamiento. Más adelante se procurará probar cómo se vertebra de modo indisoluble en él, el modo intelectual del historiador con el del sistemático, y cómo, aun desvirtuada en alguna medida la posición del uno por la del otro, constituyen una unidad irreductible. Con ser, acaso, su virtud, fue esa interacción constante su pecado, pecado que frustró en Maquiavelo un gran historiador potencial. Pero su pecado no era de ningún modo arbitrario ni resultado de una insuficiente reflexión, sino que era fruto de una constitutiva dimensión —la más característica— del espíritu con que se acercaba a la vida histórica. Agitado por la pasión política, Maquiavelo veía en ella el más noble designio del hombre y la observación del obrar político le obligaba a partir de una concepción del desarrollo histórico, para desembocar de nuevo en ella tras de haberla enriquecido y haberla deformado; pero en todo caso obraba permanentemente en él y fundía en la totalidad de su obra; es, pues, imprescindible buscarla en toda ella, discriminando luego lo que en él se daba como un pensamiento unitario.

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CAPITULO PRIMERO

LA EPOCA DE MAQUIAVELO: TRANSITO DEL CUATROCIENTOS AL QUINIENTOS

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La obra de Nicolás Maquiavelo ha provocado los más encontrados juicios de la posteridad. En el camino —ya muy avanzado— hacia su revisión y justipreciación, una premisa tiene, a mi juicio, valor fundamental: la de que es necesario juzgarla, en primera instancia, en función de las circunstancias de tiempo y lugar en que fue elaborada, y sólo después en su significación universal y absoluta. Estrechamente determinada por circunstancias de la Italia de su tiempo, la obra de Maquiavelo es susceptible de ser torcidamente interpretada si, frente a ella, no se tienen permanentemente presentes; colocada, en cambio, dentro del marco que le proporciona la época de su creación, sus tesis fundamentales adquieren sentido y densidad y el llamado “maquiavelismo” aparece despojado de los caracteres con que lo exorna una consideración superficial, acaso, por ello mismo, la más divulgada.

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I. Cuadro político social

La redacción de las obras fundamentales de Maquiavelo corresponde a la época en que, alejado por circunstancias políticas de la vida pública, se retira a San Casciano y dedica sus ocios a la meditación. Republicano militante y adherido a la política de Pedro Soderini, su destino quedó sellado en 1512 con la restauración de los Médicis. A partir de entonces, Maquiavelo, en la pobreza y en la desgracia, comienza a reflexionar sobre el panorama de su patria y de su tiempo, iluminado a la luz de su experiencia personal de la vida pública y de sus conocimientos sobre el pasado histórico. Obraban en él las tradiciones de la Florencia cuyo destino se transformaba entonces por obra de las nuevas circunstancias imperantes en Italia y las perspectivas que se entreveían en el cuadro de la política de la Europa: estas determinaciones inciden sobre su obra y acaso su examen aclare fundamentalmente su sentido.

La segunda mitad del siglo XV constituye para Italia un período de equilibrio político. Por sobre la desarticulada configuración política de la Italia medieval, se ha constituido, al finalizar ese período, un sistema de Estados que se reparten el territorio y la influencia política, constituyendo sistemas de alianzas que aseguran su equilibrio y su estabilidad. Por diversas y circunstanciales razones, para cada uno de ellos el promediar del siglo XV constituyó un hito en su evolución.

El reino de Nápoles ha visto, tras largos años de lucha, la consolidación de la dinastía aragonesa en 1442, bajo la autoridad de Alfonso V de Aragón, por cuyo esfuerzo quedó desplazada definitivamente la dinastía angevina. A partir de entonces, Nápoles entró en la esfera de influencia de Aragón, potencia mediterránea de primer orden, y se introduce en Italia una fuerza nueva, que desarticulará la influencia que el Papado ejercía allí desde la expulsión de los Hohenstaufen; pero los derechos de la casa de Anjou al reino de Nápoles podían ser reivindicados por la monarquía francesa, que estaba autorizada —cuando se liberara de sus cuestiones exteriores, frente a Inglaterra, e interiores, frente a los grandes feudales— a hacer valer esa herencia y obtener con ello un punto de apoyo para una ulterior intervención en la península itálica. Al mismo tiempo, la unión de las casas de Aragón y de Castilla en España arrastraba tras sí la política aragonesa en Italia y dará a la corona española derechos semejantes para defender y aun extender sus posiciones en ella. Sólo la anárquica situación interior del reino de Nápoles, invertebrado por la acción de los señores poderosos y recalcitrantes frente a la autoridad real, pudo restar eficacia a la acción dinástica de Alfonso y de sus sucesores, que no lograron, por ello, dar a su poder fuerza y autonomía suficientes; y el reino de Nápoles se verá, en consecuencia, preso en un juego de ambiciones entre Francia, que aspiraba a hacer valer sus derechos, y España, en donde otra rama de la dinastía aragonesa y sus descendientes luego pudieron utilizar la totalidad de su poderío para afirmar las posiciones que no podía defender la rama italiana de la corona de Aragón.

En el centro de Italia, el Papado y Florencia se dividían el territorio y la influencia política. El Papado entró en la segunda mitad del siglo XV con una posición firme y con una política renovada y decidida. Poco antes, había atravesado la terrible crisis del Cisma, que había permitido, por una parte, la aparición de señoríos locales en sus territorios de la Romaña, minando su autoridad política, y, por otra, la discusión de su omnímoda autoridad espiritual; el Concilio de Costanza, en 1414, había afirmado la posición del partido conciliar, que negaba esta última, y, poco después, el de Basilea, en 1431, había pretendido llevar a sus últimas consecuencias los principios sustentados en aquél. Pero la enérgica actitud del papa Eugenio IV desbarató esos propósitos y, con la abdicación del último antipapa Félix V, quedó definitivamente contrarrestado ese peligro. A partir de entonces, y restablecido el principio de su autoridad omnímoda, el Papado se dedicó también a restablecer su autoridad territorial, procurando reconquistar las ciudades que habían caído en manos de señores locales: desde el pontificado de Pío II hasta entrado el siglo XV, ésta debía ser la principal preocupación de Roma y en este propósito coinciden los esfuerzos de personajes de tan opuestos intereses personales como César Borgia y Julio II.

Vecina de los territorios papales, Florencia mantenía con Roma estrecho contacto. Una vieja tradición predominantemente güelfa la hacía solidaria con el Papado, y su política debía mantenerse, durante el período que culminó con la invasión francesa de 1494, paralela a aquélla. Florencia aspiraba a dominar toda la Toscana y, en el curso de este período, consigue ir realizando su propósito, dominando algunas ciudades por la fuerza, como en el caso de Pisa, atrayéndose otras amistosamente, como Pistoia, o manteniendo una autoridad laxa, como en Siena. Esta política corresponde a una mutación interna de gran trascendencia; tras las terribles luchas facciosas de güelfos y gibelinos, primero, de blancos y negros, después, han aparecido las luchas entre familias poderosas y ambiciosas de poder, que han procurado disimular, en un principio, sus pretensiones entrando disimuladamente en los gremios mayores, y han dominado de hecho la ciudad bajo apariencias republicanas. A la lucha entre los Ricci y los Albizzi ha seguido el predominio de estos últimos y, a mediados del siglo XV, cuando por sobre los gremios artesanos e industriales se ha creado una minoría financiera, es la familia de los Médicis, banqueros extraordinariamente poderosos, la que consiguió, hacia 1434, establecer una hegemonía, respetuosa de antiguas costumbres republicanas, pero firmemente asentada y provista de un vigoroso plan político, tanto en lo interior como en lo exterior: en este último plano, fueron sus relaciones financieras con Flandes y sobre todo con Francia lo que determinó, para el período que se inauguró entonces, la posición internacional de Florencia. Esta política, afirmada durante la larga hegemonía de Cosme de Médicis —de 1434 a 1464—, se mantuvo durante la época de Pedro —de 1464 a 1469— y la de Lorenzo el Magnífico —de 1469 a 1492—; pero circunstancias particulares, y, entre ellas, especialmente, la posición adoptada por Milán y Venecia frente a Francia, hicieron que el hijo de Lorenzo el Magnífico, Pedro II, cambiara, en los pródromos de la invasión francesa de 1494, la orientación de la política internacional florentina, uniéndose al Papado y a Nápoles, cuando este último se perfilaba ya como el objetivo de Carlos VIII de Francia. Este cambio de orientación significó para Pedro de Médicis su expulsión de Florencia cuando las tropas francesas estuvieron a la vista y provocó una restauración republicana. Guiada por Savonarola desde 1494 hasta 1498 y por Pedro Soderini desde 1502 hasta 1512 con el cargo de Confaloniere a vita, la Comuna florentina, en la que habían vuelto a predominar las capas más ricas de la burguesía, libres las manos de todo compromiso popular, restableció la antigua vinculación y alianza con Francia. Pero muy pronto se advirtió el ocaso de las armas francesas de Carlos VIII primero y de Luis XII después; con él, la Florencia republicana y francófila se debilitó considerablemente, y, lo que es peor, se convirtió muy pronto en uno de los objetivos de la Santa Liga, organizada por Julio II y en la que se escudaban los intereses españoles; entonces Florencia fue tomada, Pedro Soderini depuesto y restaurados los Médicis, quienes —huéspedes de Roma durante el exilio— eran ahora solidarios con la nueva política papal antifrancesa. Ni Julián ni Lorenzo de Médicis, subsidiarios de Roma, pudieron suscitar en Florencia una grandeza muerta; la Francia de Francisco I y la España de Carlos V —tras la que obraba la fuerza de su inmenso imperio— ponían ahora sus ojos en Italia, y la pequeña e ilustre cuidad toscana, pese a su prestigio, no podía soñar con volver a ser una potencia directora, como no podría esperarlo ya ninguno de los Estados italianos; sólo el Papado, por razones de distinta índole, parecía entonces mantener, con una autoridad efectiva, una relativa intervención en los asuntos italianos.

En el norte, Venecia y Milán se repartían la hegemonía. Ya en la primera mitad del siglo XV Venecia se enfrentaba con una situación gravísima; mientras su grandeza se apoyó exclusivamente en su poderío marítimo y en su comercio extraitaliano, nada parecía conspirar contra ella, y ella, a su vez, no demostraba interés por los asuntos de la Italia. Pero la aparición de los turcos en el Mediterráneo cambió totalmente sus perspectivas. La lucha con el nuevo Imperio otomano era tan inminente como peligrosa y, entre tanto, su comercio comenzaba ya a sentir los efectos de la presencia enemiga en el mar Egeo. Sus aspiraciones de poderío y sus necesidades económicas la obligaron entonces a volverse hacia Italia, y las potencias vecinas —el Papado, soberano de la Romaña, Milán y Florencia— advirtieron de inmediato los peligros que implicaba este cambio de posición de una potencia con la cual ninguna de ellas, aisladamente, podía competir en recursos económicos ni en poderío. La consecuencia fue inmediata: toda Italia se puso en guardia contra ella y Venecia comenzó las hostilidades; Milán soportó la primera arremetida, organizada en 1423 por el dux Francisco Foscari, ardiente propulsor de la política continental veneciana, y sólo el pánico que produjo en Italia la toma de Constantinopla por los otomanos condujo a la paz de Lodi en 1454. Pero aquella política era irrenunciable ya para Venecia y poco después volvió a sentirse la amenaza; Lorenzo el Magnífico organiza entonces la alianza de Florencia con Milán y con Nápoles para contrarrestarla, y Venecia, a su vez, procuró equilibrar la situación ofreciendo a Carlos VIII —rey de Francia desde 1483— su ayuda solidaria para la conquista de Milán y Nápoles. Frustrados sus propósitos de expansión continental, Venecia, ya comprometida, por entonces, en la guerra contra los turcos, veía oscurecerse su panorama; las gestiones ante el rey de Francia se hicieron cada vez más apremiantes, basadas en el reparto del Milanesado. Tentado por todas partes, Carlos VIII no tenía sino que elegir sus aliados, según el objetivo que se propusiera en Italia, entre los dos que le ofrecían un fundamento jurídico para la conquista.

La política de Venecia con respecto a Francia arrastró la de Milán. Con la muerte de Filipo María Visconti, en 1447, Milán había instaurado la república, que se llamó Ambrosiana, tan efímera que tres años después caía en manos de su condottiere Francisco Sforza; apoyado por Venecia para la conquista del poder, Sforza concluyó con ella una paz transitoria; pero muy pronto el inevitable choque de intereses obligó a Milán a apartarse de ella y a entrar en la alianza que le oponían los Estados italianos restantes, así como también a participar en la política de equilibrio con Francia a que la conducía la ilegitimidad de su poder, peligrosamente puesta de manifiesto frente a los títulos que la monarquía francesa podía esgrimir frente a los Sforza, de acuerdo con cierto derecho de descendencia que hacía valer el duque de Orléans por un vínculo matrimonial de su familia con Valentina Visconti. Con Ludovico Sforza, dueño de hecho del poder desde 1480, el problema adquirió extraordinaria gravedad; Carlos VIII, liquidadas las cuestiones internas y externas del reino, comenzaba a delinear su acción sobre Italia y era necesario para Ludovico hacerla derivar hacia Nápoles; esta preocupación condujo su política, y sus embajadas cerca de Carlos derrocharon habilidad y dinero. Pero al fin consiguió su objeto y, transitoriamente, Milán dejó de ser objetivo para el rey de Francia, quizá porque Carlos no deseaba acrecentar las ambiciones del duque de Orléans.

Así las cosas, Carlos VIII veía abrirse ante sus ojos un panorama prometedor y, de acuerdo con él, comenzó a planear su futura expansión más allá de los Alpes.

Entretanto, cuando se constituía el equilibrio de poder entre los Estados italianos, al promediar el siglo XV, terminaba en Europa atlántica la guerra de los Cien Años, y se iniciaban, en Inglaterra y Francia, una serie de oscuros y sangrientos conflictos entre los señores y la monarquía. Si la calma reinante en Italia permitía por entonces una magnífica floración espiritual, la sorda lucha que se operaba en Inglaterra y Francia representaba, en cambio, la gestación de una fuerte unidad nacional bajo la hegemonía de un poder monárquico de tendencias absolutistas: en 1477 moría en Nancy el duque de Borgoña, Carlos el Temerario, y caía con él el más temible enemigo de la autoridad real en Francia, mientras en Inglaterra, con la batalla de Bosworth en 1485, finalizaba la sangrienta lucha de las Dos Rosas, con el incuestionable triunfo de Enrique Tudor, bajo cuya autoridad se consolidaba la realeza. Estas guerras, con la extinción o el debilitamiento de los señores, aseguraron, para ambos países, el fortalecimiento de su organización política y, con ella, el progresivo desarrollo de su capacidad militar.

Junto a ellas, otros estados nacionales, de gran extensión territorial y de cuantiosos recursos materiales, se constituían al mismo tiempo. En España, Fernando II de Aragón había casado con Isabel de Castilla, reina en 1474, y, al heredar el reino en 1479, realizó de hecho la unificación española, completada más tarde con la conquista del reino moro de Granada y la anexión de Navarra. Con los dominios de su familia en el Mediterráneo —Nápoles y las grandes islas— Fernando disponía de una extensa zona de influencia y de considerables recursos. Y en el oriente de Europa, el caduco Imperio bizantino había sido reemplazado en el dominio de la península balcánica por el vigoroso Imperio otomano, que acercaba a Europa una concepción autocrática del poder político, cuya tendencia coincidía, en líneas generales, con las que comenzaban a afirmarse en las grandes potencias europeas en proceso de reorganización política.

Frente a esas potencias, Italia, cuya tradición de unidad territorial parecía abonada por la tradición romana, permanecía, sin embargo, dividida, sin que se vislumbrara el menor signo de una tendencia unificadora o de una fuerza capaz de emprenderla, y por el contrario, se afirmaba cada vez más en ella el régimen de las alianzas que acentuaba las diferencias y confirmaba la aspiración de autonomía. Esta tendencia de los Estados italianos se agravaba por la tradición medieval de la intervención extranjera en Italia. El derecho imperial a disponer del título de rey de Italia había justificado la intervención del emperador en los asuntos italianos y aun el ejercicio de la soberanía efectiva en su territorio; cuando el Papado, en la enconada lucha que llevó contra el Imperio, pretendió anular su influencia —acentuada cuando Federico II unió al Imperio el reino de las Dos Sicilias— no encontró otra posibilidad que hacer intervenir en el conflicto otra potencia —Francia— que contrarrestara su poder, aprovechando la momentánea circunstancia de encontrarse entonces con ella —mediados del siglo XIII— en una favorable posición; así apareció en el reino de las Dos Sicilias la casa de Anjou. Pero al decaer su poder, un tercer actor extranjero hizo su aparición en la escena de Italia: tras las Vísperas Sicilianas, la casa de Aragón se apoderó de Sicilia y la casa de Anjou debió reducirse al reino de Nápoles.

Esta tendencia a la intervención debía reaparecer cuando, en las postrimerías del siglo XV, las grandes potencias se consideraron enormemente más poderosas que la Italia, rica y dividida, que las tentaba con sus riquezas sin atemorizarlas con su fuerza; así, la consolidación definitiva de las cinco mayores potencias italianas en la segunda mitad del siglo, signo aparente de una etapa de paz, no era, a los ojos de sus vecinas, sino el signo de la inexistencia de toda fuerza de cohesión; la acción sobre Italia se facilitaba, pues, con sólo movilizar a unos Estados contra otros, empresa fácil dentro del régimen de equilibrio inestable en que vivían. Fue Francia la que, tras largo plazo de alejamiento, quiso volver a recuperar su poder o su influencia en Italia, y fue Aragón, y luego la Corona española, quien respondió a sus planes con planes semejantes.

En 1494 Carlos VIII resuelve la invasión y se decide por Nápoles, territorio sobre el que tenía derechos menos discutibles que sobre Milán. Ludovico Sforza había hecho lo necesario para derivar hacia allí las pretensiones francesas y había ofrecido, en cambio, libre tránsito por el territorio del ducado y ayuda material. Pedro de Médicis, por su parte, se había unido al Papado y a Nápoles para tratar de organizar una resistencia; pero bien pronto comprobó que su esfuerzo era impotente y el 7 de noviembre de 1494 entraba Carlos en Florencia, que, poco antes, había cerrado sus puertas a Pedro. Tampoco el Papado logró su intento de detener el avance francés y, tras su paso por Roma, autorizado, finalmente por Alejandro VI, el rey de Francia invadió el reino de Nápoles. La lucha fue breve y en febrero del año siguiente quedaba terminada la sumisión tras la caída de la capital. Pero la dinastía aragonesa de Nápoles formaba parte del poderoso sistema político que encabezaba Femando el Católico; diligente en la defensa de su zona de influencia. Fernando comenzó por preparar la protección de Sicilia y muy pronto Gonzalo de Córdoba comenzaba a operar en el sur de Italia en auxilio de Ferrantino de Nápoles: al cabo de poco tiempo la conquista francesa tocaba a su fin y en noviembre de 1496 las tropas francesas abandonaban el territorio.

Tras la desalentadora experiencia, los planes de expansión trasalpina fueron retomados por Luis XII, que había sucedido en el trono francés a Carlos en 1498; pero su tradición de Orléans y su más claro sentido de las posibilidades hicieron que el objetivo del nuevo rey fuera ahora Milán. Unido a Venecia y a los suizos, en relación con el Papado y la república florentina, Luis XII consiguió rápidamente la conquista del Milanesado y, aunque volvió a perderlo transitoriamente, sus ejércitos lo reconquistaron a principios de 1500. Al comenzar el año siguiente se iniciaron las operaciones contra Nápoles, pero para esta empresa había creído Luis XII necesaria la cooperación de Fernando el Católico, cuya enemistad temía y con quien prefería repartir el reino a no disputar luego lo conquistado. Las operaciones tuvieron éxito, y en el mismo año Nápoles quedó en poder de las tropas franco-españolas; pero el reparto del territorio suscitó la guerra entre los aliados de la víspera y en el curso de los dos años siguientes —1502-1503— las tropas españolas de Gonzalo de Córdoba se apoderaban del reino de Nápoles, que era evacuado por los franceses.

El año 1503 veía así un nuevo ajuste de la situación de los Estados italianos, con el reino de Nápoles agregado a la corona de Castilla, Aragón y Sicilia y el ducado de Milán en manos del rey de Francia. Pero ese mismo año moría el papa Alejandro VI y, tras el efímero pontificado de Pío III, ocupaba la cátedra de San Pedro el enérgico cardenal Julián della Rovere con el nombre de Julio II. Ya su predecesor había iniciado una enérgica acción político-militar por intermedio del duque de Valentinois para afirmar su soberanía en sus Estados y había contado, para tal empresa, con la ayuda francesa y, sobre todo, con su beneplácito; fracasado César Borgia con la muerte de su padre, proyectos semejantes, aunque con distinto signo, fueron concebidos por Julio II, para quien la piedra angular del edificio político italiano era la expulsión de los invasores, comenzando por los franceses, y la sumisión de sus aliados en la península. Ya en 1508 organizó la Liga de Cambrai —que provocó la crisis de Venecia como potencia italiana— y tres años después echaba los cimientos de la Santa Liga cuya política se dirigía contra Francia. Un año después el éxito coronaba sus planes; la muerte de Gastón de Foix en la batalla de Ravena, el 11 de abril de 1512, selló el desastre de las armas francesas y poco después se completaba su expulsión de Milán, mientras las tropas de Ramón de Cardona exigían —y lograban— la deposición de Pedro Soderini en Florencia y apoyaban la restauración de los Médicis.

Pero a la muerte de Julio II en 1513 siguió la de Luis XII en 1515 y el trono francés cayó en manos del enérgico Francisco de Angulema —Francisco I— quien, por tercera vez, reanudó la aventura trasalpina; la batalla de Mariñán, en 1515, le dio nuevamente el Milanesado a los franceses y Francisco I supo conducir sus relaciones con España como para no suscitar la inmediata hostilidad del nuevo rey, Carlos I, afirmando, en consecuencia, su posición en Italia. Pero, planteada de inmediato —en 1519— la elección imperial, la pugna por el triunfo condujo a los dos soberanos a la evidencia de su inevitable hostilidad. La elección de Carlos fue la señal del nuevo conflicto; iniciada la guerra en 1522, la ofensiva del emperador se dirigió muy pronto sobre el Milanesado y la batalla de Pavía —en 1525— le aseguró su posesión. Nuevamente se repetía en Italia la situación creada durante el reinado de Luis XII, con sus dos extremos —Nápoles y el ducado milanés— reunidos en una mano extranjera; pero esta vez el nuevo amo era más peligroso, porque constituía la mayor potencia de Europa y estaba gobernada por un hombre de inflexible y sostenida voluntad. Los estados italianos dejaban así de tener significación en Europa y sólo el Papado, por razones extrapolíticas, mantendría alguna influencia en el curso de los acontecimientos.

(…)

II. El cuadro de la vida cultural italiana

Así como para la vida política, también para el desarrollo de la cultura marca un hito la invasión francesa de 1494. El período anterior —el Cuatrocientos—, especialmente en su segunda mitad, es para Italia una era de autonomía, de seguridad; el período posterior a la invasión, en cambio, representa un lapso de cuarenta años de luchas ininterrumpidas, de sobresalto y de llamado a las conciencias: un tránsito histórico decisivo es el que ocurre entre un período y otro, y es Nicolás Maquiavelo quien, actor y observador, asiste a la mutación de la vida italiana e inicia su examen para postular una nueva conducta frente a la nueva realidad.

La era de equilibrio de la segunda mitad del siglo XV fue, en rigor, un período de conclusión y de desenlace. Largos años de inquietud y de lucha habían dado como fruto el diseño de una estructura política, pero era un diseño esbozado a destiempo con respecto a la evolución política del resto de la Europa y estaban latentes en él los gérmenes de una crisis fundamental. Lo que culminaba entonces era una estructura política sui generis, que arrancaba del viejo ideal italiano de la Comuna, elaborado en la Edad Media para contrarrestar las fuerzas del Imperio y del Papado. Aquel ideal había triunfado; las comunas aseguraron a Italia una progresiva independencia frente al Imperio y contuvieron el desarrollo de la dominación feudal, pero destruyeron también toda posibilidad ulterior de unificación y crearon un particularismo cada vez más acentuado. A su vez la Comuna, foco de un desarrollo económico cada vez más próspero, necesitaba ensancharse hasta conseguir cierta zona de influencia y cierto nivel de poder para competir con otras comunas también en trance de desarrollo y, sobre todo, para equilibrar los Estados territoriales del Sur, el Papado y el reino de Nápoles. Así las comunas más ricas y poderosas fueron sometiendo a sus vecinas más débiles bajo formas variadas de hegemonía, generalmente compatibles, al principio, con una cierta autonomía interna; de este proceso surgieron Estados territoriales, pero basados en la supremacía de una ciudad: tales fueron Venecia, Milán, Florencia, y en menor escala, Ferrara, Mantua y otros, que cayeron después dentro de la esfera de influencia —si no de la autoridad— de alguno de los más poderosos.

A mediados del siglo XV se crea un clima de equilibrio entre los cinco grandes Estados italianos, sobre la base de sistemas de alianzas. Se afirmaba así, cada vez más, la irreductibilidad del principio autonomista que negaba toda tendencia unificadora de la Italia, en tanto que, en el plano espiritual, se afirmaba categóricamente. Este contraste se acusa en el siglo XV; la invasión francesa lo pondrá de manifiesto de modo más vivo, y Maquiavelo lo expresará orgánicamente dándole el valor que tenía a principios del siglo XVI.

Por otra parte, en los nuevos Estados constituidos, a semejanza de los más antiguos, esto es, el Papado y Nápoles, y de las naciones europeas, se desarrollaba una fuerte tendencia a reemplazar la organización existente por formas monárquicas más o menos encubiertas, como ducados concedidos por el emperador, como en Milán, o simplemente como dominación de hecho de un princeps en sentido romano, sin definida configuración jurídica, pero jefe del Estado en la práctica, como en Florencia. Sólo Venecia mantenía una estructura republicana que marchaba cada vez más hacia una oligarquía cerrada.

En todos los casos, lo que se afirmaba en el poder era el patriciado, una burguesía rica vinculada a los intereses predominantes de la ciudad. Nacido su esplendor de la actividad comercial e industrial, la ciudad contaba entre sus corporaciones con familias poderosas que en la primera circunstancia favorable procuraba apoderarse del poder de la manera más factible en cada caso. Pero, delegado el poder en uno de sus miembros o retenido en las manos de su totalidad como clase, era la burguesía rica la que daba el tono de la vida y la que procuraba realizar sus ideales. En ese proceso, se advierte en los Estados italianos de la segunda mitad del siglo XV un divorcio cada vez más acentuado entre la burguesía, transformada en élite político-social, primero, y cultural, después, y la plebe, fracasada en sus aspiraciones político-sociales, que más de una vez había intentado reivindicar.

Pero la ciudad, creadora del Estado territorial, y en la que se centralizaba la vida política, centralizaba también la vida de la cultura; Nápoles, Roma, Florencia, Milán, Venecia eran, como ciudades, focos de atracción de los grandes espíritus que se veían allí protegidos porque eran necesarios para el desarrollo de los ideales de vida cultos que la burguesía sustentaba.

En ese plano de la vida cultural sí aparecía entrevista y fuertemente sentida una idea de comunidad nacional italiana; lo italiano era, en efecto, lo culto, porque era lo antiguo, lo clásico, lo ejemplar. Ya en el siglo XIII y en el XIV, con Dante y Petrarca, con Boccaccio y Giotto, aparecía afirmada la radical unidad de la tradición y del espíritu italianos y alguno de entre ellos había postulado explícitamente el ideal regenerador de una unidad política. Pero faltaba, para su realización, la fuerza y la audacia capaz de apasionar los espíritus, a los que atraía más fuertemente un progresivo sentimiento de abandono y de entrega y una tendencia cada vez más acentuada al fácil goce de la vida. Lo típico de esta burguesía del siglo XV era que, atada todavía a la necesidad del esfuerzo material, constante y vigoroso, comenzaba a entrever otro tipo de vida que ya proyectaba sobre el futuro; era apartarse de la realidad ruda, de la lucha política, de toda pasión que pudiera conturbar su ánimo, para refugiarse en una existencia culta y apacible, en la que un sistema de convenciones le ofreciera la ilusión del alejamiento total de todo lo que no fuera hermoso y noble. Este ideal, vagamente entrevisto por la burguesía de las ricas ciudades, aparecía ya entonces nítidamente manifestado por los espíritus reflexivos y precursores; lo expresaba León Battista Alberti en el Governo della famiglia, o en La tranquillità dell’animo se manifestaba en un incipiente cientificismo, todavía entremezclado de astrología y en relación estrecha con la vigencia de ciertas concepciones mágicas, y si no se manifestaba como una actitud agresiva y polémica contra la fe cristiana, estaba, en cambio, saturada de incredulidad escéptica y burlona, que contradecía radicalmente todo ideal ascético. Este ideal se reemplazaba con un epicureísmo creciente, más noble en las reflexiones del De voluptate de Lorenzo Valla que en sus manifestaciones en la vida cotidiana del burgués medio, en las que se vislumbraba como una mera liberación de las constricciones morales del cristianismo. En el fondo correspondía a un proceso de transposición de los fines del hombre a la vida terrena, que se proyectaba en sus aspiraciones a una felicidad inmediata, relativizada, posible por la sabia moderación de la pasionalidad, y que cristalizaba en una imagen de una vida apacible y sin sobresaltos; aparece entonces una literatura idílica, a la que corresponde la poesía de Pontano y, sobre todo, la Arcadia de Sannazaro, que se complacía en presentar el panorama de la paz a que parece convidar la naturaleza y el apartamiento de la sorda lucha que provoca la convivencia humana.

Este ideal, bajo su forma incipiente, comenzaba a realizarse en la vida de corte, en la de los Gonzaga en Mantua, en la de los Este en Ferrara, en la Florencia de los Médicis, en la corte papal de Nicolás V o de Pío II, en la Venecia aristocrática, en el Milán de los Sforza o en el Nápoles de Ferrante. El dinero y el lujo creaba en ellas un marco brillante, digno de la vida superior a que se aspiraba, cuyo tono estaba dado, más que por el ejercicio del poder, por el ejercicio del espíritu. Un complicado esquema de convenciones comenzaba a elaborarse y la vida intelectual se conformaba dentro de sus cánones; el humanista y el artista constituían elementos imprescindibles para la dignificación de la vida y a cierto tipo de actividad parecía no convenir sino un latín afectado y retórico. Poco a poco, los que alimentaban la vida espiritual de las cortes comenzaban a agruparse en corporaciones sabias y en ellas se desarrollaba de manera regular un activo comercio intelectual; Cosme de Médicis fundaba en Florencia la Academia Platónica que había de dirigir Marsilio Ficino y a la que Pico de la Mirandola y Cristoforo Landino darían altísimo tono intelectual; en Roma Pomponius Laetus dirigía la Academia Platina y en Nápoles Giovanni Pontano daba nueva vida a la Academia que, por él, se llamaría Pontaniana y que había fundado Antonio Beccadelli. Junto a ellas se constituían las grandes bibliotecas sobre la base de manuscritos griegos y latinos, traídos los primeros de los hogares de la lengua por Giovanni Aurispa di Noto o por el cardenal Besarion y exhumados los segundos de las viejas bibliotecas de los monasterios en las que yacían olvidados; y así aparecía la Biblioteca Marciana, fundada por Cosme de Médicis en Florencia, y luego, en la misma ciudad, la que había de llamarse Laurentiana, constituida sobre la base del magnífico legado de Niccola de Nicoli, la de San Marcos en Venecia, cuyos primeros materiales los constituyeron los códigos griegos afanosamente reunidos por Besaroin, la que fundó Federico de Montfeltre en Urbino y, finalmente, la Biblioteca Vaticana, cuyos primeros cimientos colocaba con obstinado celo el papa Nicolás V. Y a la aparición de nuevos materiales para el conocimiento del pensamiento griego, había de corresponder un desarrollo del estudio de la lengua, enseñanza que, siguiendo la tradición de Manuel Crisoloras, estaría en manos de maestros bizantinos como Teodoro Gaza, para pasar luego a la de italianos ilustrados y muy pronto maestros de la erudición.

Pero mientras más refinamientos acusaba la élite cortesana e intelectual, más se afirmaba el abismo que la separaba del pueblo. Fuerte en un tiempo en las ciudades, todavía a fines del siglo XIV tenía la plebe fuerza en Florencia para hacer triunfar la insurrección de los Ciompi, no bajo la forma de masas desbordadas, sino con el aspecto de grupos sociales compactos de claro sentido, revelado por el gobierno surgido de ella y ejercido por el confaloniere Miguel de Lando. Pero el desarrollo económico de los Estados italianos provocaba en ellos una acentuada y progresiva diferenciación económica, y, por sobre los gremios mayores, se alzaba una burguesía que ya especulaba con el trabajo, en la actividad comercial y financiera. Así, tanto en Milán, como en Venecia, como en Florencia, cada vez se separaban más los que manejaban gruesas sumas de los que vivían de su trabajo con mayor o menor fortuna, y los primeros constituían los grupos directores y gobernantes, precisamente, sometiendo a sus antiguos solidarios de la Comuna a sus inspiraciones y a su influencia. Apartada del gobierno y sólo llamada a la vida pública para apoyar las conjuraciones de unos grupos contra otros, engañada por los llamados a la libertad, la plebe fue empobreciendo y bastardeando su sensibilidad y fue creando una contrafigura del escepticismo epicúreo de la élite bajo la forma de una sensualidad desatada y de un grosero cinismo, visible en el desarrollo de la superstición, en las carnavaladas, en la poesía popular y en el ambiente cotidiano de las plazuelas.

Pero frente a este abandono a que conducía una aspiración general, de diverso aspecto, pero coincidente en su fondo, nuevos signos anunciaban una profunda mutación espiritual. La invasión de Italia por los ejércitos franceses abría los ojos a los desprevenidos para hacerles notar que no era posible entregarse del todo a la gran fiesta de la carne y del espíritu que era la vida italiana, porque alguien acechaba para aprovechar su despreocupación. Más sensible a la vida política, Florencia produjo la extraña figura de Savonarola, tras cuyo fervor ascético —cargado de misticismo y precursor de Lutero— se ocultaba una clara conciencia de las perspectivas políticas. Pero su llamado estaba desvirtuado por un tono anacrónico que no podía conmover el alma moderna de los florentinos ni el espíritu flexible de la corte papal de Alejandro VI, que tenía ya un planteo menos riguroso, menos puro, pero más moderno y realista de las cuestiones italianas. Y, desoído este único llamado, los hechos debían arrastrar a Italia en su marcha, y sólo tras ellos debía aparecer quien percibiera los caracteres del tiempo, en su total complejidad y en su estricto planteo: Nicolás Maquiavelo.

El fin del siglo XV parece anunciarse por una total renovación de las situaciones y de los hombres. En 1492 morían Lorenzo de Médicis y el papa Inocencio VIII; dos años después se producía la invasión francesa en Italia, la expulsión de los Médicis de Florencia y la muerte de Ferrante de Nápoles; y por los mismos años, los espíritus directores y representativos de la época —Marsilio Ficino, Pico de la Mirandola, Angelo Poliziano, Domenico Ghirlandaio— desaparecían para ceder su puesto a hombres nuevos animados de renovado espíritu; en la política, en el pensamiento y en las artes, una nueva generación asistía, en el tránsito de dos siglos, a una transformación del espíritu italiano.

El contacto directo y brutal con las potencias occidentales no podía sino dar por tierra con el ideal del estado-ciudad, de limitados recursos y escasas fuerzas. Los “bárbaros ultramontanos”, que dirá Maquiavelo, parecen poseer posibilidades muy superiores y una capacidad de acción que los italianos no poseen o, en todo caso, que yace en ellos dormida, haciendo imposible la enérgica defensa del territorio y de la libertad. En el derrumbe, del que sólo transitoriamente se ha salvado Venecia para caer muy pronto por propia iniciativa italiana, sólo la corte papal mantiene autoridad y poder, sostenida por el peso de otros factores extrapolíticos y por la excepcional calidad de los hombres que, sucesivamente, estuvieron a su frente durante cuarenta años.

El Papado, en efecto, va a adquirir, en los primeros tiempos del siglo XVI, una significación excepcional en Italia. La idea de una autoridad italiana se refugia en él, en la medida en que podía mantenerse tras la magnitud de la catástrofe, y procurará realizarse en la escasa medida posible en tal situación. Julio II ha dado un giro firme a la política papal y, pese al saqueo de Roma, el Papado conservará prestigio y poder: sólo allí podía, entonces, encontrar refugio la fuerza creadora italiana, que mantenía el impulso surgido del brillante despertar del Cuatrocientos. Roma será, en consecuencia, el centro de la vida espiritual de la primera mitad del siglo XVI. Pero la vida que allí se organiza entonces no podía sino ser una existencia cortesana, enérgicamente dirigida hacia una dignificación de la vida realizada por un divorcio con la realidad en crisis, y en la que se realizaran los ideales de indiferencia y de decoro, entrevistos en el Cuatrocientos y expresados por la reflexión precursora de Alberti o de Lorenzo Valla, ahora más justificados cuanto más forzosos. La élite romana comienza a realizar ahora su desprendimiento radical de la vida media que configuraban los tiempos y a constituir un círculo estrecho y selectísimo que trabaja el arte de la convicción con la finura del orfebre. Fuera de ella cunde un desaliento total, y, mientras palidecen las brillantes cortes de otrora, la plebe acentúa su distanciamiento de las clases cultas y el bastardeo de su sensibilidad: sólo una élite, la de Roma, mantiene el impulso creador, pero sólo a cambio de un enclaustramiento total que la sustrae de la tempestad de los tiempos, y que estimula un refinamiento en pronunciada pendiente hacia un convencionalismo esterilizador y frío.

En la corte papal de los comienzos del Quinientos se cumplirán, robustecidos y consolidados por el dramático deseo de sobrevivir a la crisis, los ideales entrevistos por la Florencia de los Médicis o el Nápoles de Ferrante, o el Milán de los Sforza, estructurados dentro del marco de una vida cortesana y espiritualizada. Se esbozan firmemente en Botticelli y culminan en Rafael, se manifiestan en la perduración de una literatura retórica y se sistematizan sutilísimamente en Il Cortegiano de Baldesar Castiglione. Pero fuera de ella —aunque muy próxima— se advierte la influencia, amarga y benéfica, torturante y regeneradora, del panorama de la historia viva. La realidad —aquella de que huía la corte enclaustrada en los venerables muros romanos— comienza a atraer a muchos espíritus, una realidad libre de convencionalismos, fresca y multiforme, ruda pero viva, una realidad universal perceptible para quien la mire con mirada ingenua y desprevenida, y que trasunte no la paz artificial de las cámaras pontificales sino la inquietud de la creación y la tensión de la lucha. Y mientras Leonardo descubre la naturaleza a través de una conciencia sacudida simultáneamente por el impulso creador y por la reflexión de signo científico, y Ariosto intuye las formas primeras de la modernidad, Nicolás Maquiavelo, enclavado, como ellos, en el tránsito del Cuatrocientos al Quinientos, comenzará a realizar el razonado y frío balance de lo ganado y lo perdido para postular en seguida las consignas para la conducta italiana de los nuevos tiempos.

Cumplido el tránsito y comprometida la batalla por la hegemonía histórica, Italia comprobaría dolorosamente que había llegado irremisiblemente tarde para participar con éxito en la justa en que las grandes potencias de Occidente se disputaban la supremacía. Pero la reflexión de Maquiavelo —como la creación de Leonardo y la de Ariosto— habría de mantenerse vigorosa y actuante porque la vivificaba una intuición genial, capaz de darle un contenido universal por cuya fuerza fundía en la argamasa con que se afirmaban los cimientos de la época moderna.

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CAPITULO SEGUNDO

MAQUIAVELO Y SU OBRA

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Nacido en 1469, Nicolás Maquiavelo tenía veinticinco años cuando se produjo, a raíz de la invasión francesa, la expulsión de los Médicis. Poco después, en 1498, comenzará su carrera política, y su intervención en el gobierno de la Comuna le proveerá de la experiencia necesaria para conocer a fondo la marcha de la ciudad en el período a cuyo fin le tocaba asistir, así como también las lacras por cuya gravedad declinaba Florencia y los remedios que podían aplicarse para conjurar el mal; pero, sobre todo, Maquiavelo obtendrá de su acción pública un conocimiento directo de cuáles son las nuevas fuerzas que comienzan a aparecer en el escenario político internacional y aprenderá a juzgar el pasado desde el presente: muy pronto se lo verá intentar la predicción del futuro según el pasado y postular las soluciones para llegar a tiempo en la agitada marcha que conducía hacia la caída política a Florencia y a Italia. Expresar el resultado de estas reflexiones —maduradas entonces— será la labor de Maquiavelo en el período comprendido entre su exclusión de la gestión pública, en 1512, y su muerte, en 1527; porque en este hombre, en cuyo espíritu se entretejían tan apretadamente los elementos de la teoría y los de la práctica, la vida ha separado a cuchillo, en dos períodos sucesivos, la labor del hombre de acción y la del reflexivo.

Ajeno hasta entonces a la vida pública, Maquiavelo comienza, a raíz de la invasión francesa, a interesarse por ella, y realiza sus primeras observaciones cuando Savonarola dominaba la situación en Florencia. Maquiavelo admira la virtud del fraile y coincide con él en la necesidad de sacudir la apatía general; pero no podía coincidir con él ni en los medios usados ni en la concepción del poder político y, acaso, muchas de sus opiniones sobre la necesidad de una conducta enérgica hayan nacido de este primer contacto con la acción de aquél a quien después llamó “el profeta desarmado”[1]. Pero ya en esta época seguramente condenaba Maquiavelo en Savonarola la debilidad y la inconsecuencia del fraile con respecto a sus propias convicciones, y percibía el irremediable fracaso a que estaba conduciendo su política[2].

Poco después de la caída y muerte de Savonarola, en ese mismo año de 1498, inicia Maquiavelo su actividad pública como jefe de la segunda secretaria de la Señoría, esto es, de la de I Dieci di balia, con funciones muy complejas, vinculadas a la policía interna, a las cuestiones militares y, sobre todo, a las relaciones exteriores. En este último aspecto es donde la actividad de Maquiavelo tiene más importancia para seguir el proceso de su formación intelectual y política; Maquiavelo es encargado por el Consejo de varias misiones diplomáticas, dentro y fuera de Italia; ya en 1499 realiza gestiones ante Jacobo IV d’Appiano, señor de Piombino, y ante Catalina Sforza Riario, señora de Imola y de Forlì; y en 1502, tras un viaje a Francia, se le encomiendan dos negociaciones cerca del duque de Romagna; de este contacto con los señores italianos habrá de sacar Maquiavelo importantes experiencias. Su relación personal y directa con César Borgia, sobre todo, si bien no llega a cegarlo con respecto a las auténticas cualidades del duque, lo pone, en cambio, en contacto con un nuevo punto de vista, claro y firme, sobre las cosas de Italia, con un nuevo sentido de la organización militar y política y, sobre todo, con un ejercicio desembozado de la raison d’état[3] . Muy luego, César Borgia, esquematizada su figura con el correr del tiempo, debía estar presente en la mente de Maquiavelo mientras elaboraba las páginas de Il Principe.

Después de la visita a Francia, en 1501, motivada por los asuntos de Pisa, Maquiavelo participó en otras legaciones en el extranjero: una en diciembre de 1507, ante el emperador Maximiliano, en cuyo transcurso visitó Suiza y parte de Alemania, y otra, en 1510, ante la corte francesa, motivada por el peligroso aspecto que tomaban los preparativos de Julio II para Florencia. De estos dos viajes resultaron el Ritratto di cose di Francia[4] y el Ritratto delle cose della Magna, en los que Maquiavelo destaca lo peculiar de cada pueblo e intenta un examen de su desarrollo histórico, señalando así, por ejemplo, la pureza de las costumbres morales y políticas de los germanos, que permitía una acción moderada del poder imperial, y la antigua “corrupción” feudal francesa, frenada ahora por un poder central fuerte que había sabido tornar en aliada la antigua nobleza levantisca.

Estas experiencias, y las que resultaban de su gestión cotidiana en la Señoría, fueron conformando la orientación política de Maquiavelo. Deseaba para Florencia una política más firme sin atreverse a pensar en una monarquía, y, en consecuencia, apoyó la creación de una magistratura ejecutiva y perpetua con el nombre de Confaloniere a vita, que sería ejercida, desde 1502 hasta 1512, por Pedro Soderini; Maquiavelo fue un leal y esforzado colaborador del Confaloniere, cuyas opiniones compartía, aun cuando hubiera deseado verlo obrar de modo más resuelto y enérgico. Para colaborar en la restauración del Estado con medidas más seguras que las apocalípticas imprecaciones de Savonarola, Maquiavelo estudió a fondo los problemas que constituían puntos vulnerables en la política florentina: el de Pisa, el del régimen financiero, el del ejército nacional; fruto de esta última preocupación, la más viva en él, es su Relazione sulla istituzione della nuova milizia, que Soderini consideró satisfactoria y trasladó, en parte, a una Ordinanza di fanteria, que debía ser la base de un ejército nacional[5].

Poco a poco se va constituyendo en Maquiavelo una conciencia sobre la línea de desarrollo de la historia de Florencia, sobre su pasado y sobre su presente, que procura expresar en los Decennali[6]. Su atento examen de la realidad lo indujo a apoyar la política francófila que la república seguía desde la expulsión de Pedro de Médicis; dentro del sistema de alianzas posibles, todo parecía aconsejar a Florencia el mantenimiento de sus vinculaciones con Francia, cuyas aspiraciones no parecían sobrepasar los Estados napolitanos —ahora perdidos— y los milaneses —que conservaban—, y cuyo poderío militar real parecía ahora menor que antes de haberlo visto en acción. Florencia no percibía el esfuerzo de Julio II o acaso estaba demasiado comprometida para intentar un cambio de frente; pero las fuerzas de la Santa Liga crecían y Florencia se convertía, como Milán, en un objetivo militar fundamental para la realización de sus planes. Florencia se mantuvo sin embargo, hasta el fin, fiel a su alianza y sólo después de la caída de Prato cedió a la fuerza y Julián de Médicis entró en ella y organizó los cuadros del nuevo gobierno.

Como todos los colaboradores de la organización republicana, Maquiavelo fue depuesto y, poco después, complicado en la conspiración de Luca Capponi y Pietro Paolo Boscoli, a consecuencia de lo cual sufrió la tortura; pero, comprobada su inculpabilidad, le fue permitido retirarse a San Casciano, cerca de Florencia, donde vivió largos años de su vida, procurando, a veces, reconquistar las posiciones oficiales, preocupado, otras, por el duro vivir de cada día, y entregándose, a ratos, al amable goce de los humildes cuya existencia compartía, para tratar de olvidar la amargura que atormentaba su corazón.

En el pobre retiro de San Casciano, Nicolás Maquiavelo arrastra su genio, su miseria y su ocio, medidos, en perpetuo y amargo contraste, con su ambición y su grandeza. La Florencia de comienzos del siglo le ha tocado con su desventura y con su gracia y ha dejado en él su signo inconfundible sin alterar, empero, la recia arquitectura de su espíritu. Escéptico y burlón, como los florentinos de su tiempo, la dulce y declinante ciudad del Arno no ha podido mellar el agudo filo de su inteligencia clarividente ni debilitar su inspiración descubridora. Maquiavelo percibe con dramática e irónica acuidad el abismo que separa su destino misérrimo y su altísima alcurnia intelectual, y sabe sonreír cuando se encoleriza, y aprende a vivir su doble existencia sin que el uno salpique de barro cotidiano la noble dignidad de la otra.

Por la mañana recorre su bosque y discute con los leñadores el valor de la leña y procura venderla a buen precio con ingenio y malicia, quejándose de la mala fe ajena y procurando, a su vez, superar en astucia a quien espera sorprenderlo; pero en su mano lleva a Petrarca o a Dante, a Tíbulo o a Ovidio, para abismarse en su mundo poético, inaccesible e inviolable, cuando del bosque parta hacia la enramada, vecina la fuente, donde acuden los pájaros; y de tan alto mundo quiere descender luego, y, al volver a su casa, se detendrá en la hostería para alternar con el molinero o con el huésped jugando a la cricca y discutiendo hasta insultarse a gritos, y se interrumpirá de pronto si se acerca, de paso, algún viajero a quien pueda interrogar sobre lo que pasa en la ciudad vecina, porque nada le apasiona tanto como el saber cómo se lucha entre los hombres por la conquista del poder. Pero al llegar la noche Messer Niccolò vuelve a ascender al mundo del espíritu, esta vez como en glorioso tránsito, vindicatorio de su humildad diaria: abandona su ropa polvorienta y campesina y viste el hábito noble del letrado, con el que le gustaba encerrarse en la apacible soledad de su gabinete, y allí comienza un largo diálogo con los grandes de la Antigüedad, con quienes gusta medir la magnitud de su ingenio, discutiendo como entre iguales, hasta sentir justificada su existencia y satisfecho su orgullo cuando dejaba asentada en un pliego la frase incisiva que expresaba de manera tajante la reflexión que el diálogo le sugería. Y así, realizadas las dos dimensiones de su temperamento, cumplida cada día la doble exigencia de tonificar su meditación con su amargura y de ennoblecer su humildad con el ejercicio de la inteligencia, Maquiavelo, optimista y desilusionado a un tiempo, va cristalizando en obras su existencia en el humilde retiro rural, sin que podamos saber si esperaba la gloria que conquistaba cada día y si gozaba la alegría del triunfo final que el tiempo guardaba para él, avaro y dilatorio[7].

Así, su saber de experiencia y su cultura viva se complementaban con el trato asiduo de los clásicos griegos y latinos y con el afanoso estudio del pasado de Italia. Es difícil sopesar la cultura de Maquiavelo, porque quedan para ello escasos testimonios; pero su lectura era extensa y se había incorporado a su espíritu en un proceso de elaboración tan personal como fecunda. Del giro que a su formación le había dado, importa destacar una acentuada vocación para la creación literaria, que se había manifestado en él cuando, aun en la época de su acción pública, escribía I Decennaii, o I Capitoli y acaso L’asino d’or; esta vocación lo arrastraba hacia un realismo —un realismo que desembocará en La Mandragola— que lo colocará en una posición fuertemente antirretórica: del satírico y del antirretórico se ve salir del agudo observador de la realidad inmediata, el inquisidor de los procesos que desembocan en ella, el historiador sagaz y el político previsor. Esta aptitud se manifestará luego bajo formas diversas, pero todas ellas se nutrirán de esta posición primera ante la vida y mantendrán entre sí una comunidad de puntos de partida que hará difícil acotar territorios precisos en la obra de Maquiavelo: encontrándolo a él mismo a cada paso, es una empresa estéril procurar discriminar el creador del sistemático o del historiador, como formas de expresión independientes, susceptibles de una consideración totalmente autónoma.

Bajo esas tres categorías, en efecto, sería posible agrupar externamente su obra. La Mandragola o I Capitoli o L’asino d’or o las cartas, revelan el literato con pleno dominio de la materia viva que modela y dueño de una lengua extraordinariamente expresiva, con un sabio dominio de lo vulgar que asciende en él a la más alta dignidad literaria ; el sistemático riguroso aparecerá en Dell’arte della Guerra con caracteres metodológicos acentuadamente definidos, y aparecerá, dignificado más aún por la gravedad del tema, en I discorsi sopra la prima deca di Tito Livio o en Il Principe; y un historiador de síntesis vigorosas aparecerá en las Istorie fiorentine. Pero quien se afane por estudiar uno solo de estos aspectos y enfoque su análisis desde uno solo de los puntos de vista posibles, correrá el riesgo de no entender a Maquiavelo. Si en cada uno de esos grupos prevalece una faceta de su personalidad, ninguna de las otras está completamente ausente y aparece en seguida; y no como una mera posibilidad apuntando, imprecisa, en un rasgo secundario, sino plenamente, como una dimensión más de su espíritu, que se realiza fundiendo en la estructura misma de su concepción: de esto nace su unidad interior y de esto nace también su contradicción, paradoja que, al explicar la diversidad de su obra, explica también sus caracteres más peculiares y distintivos.

Así resulta difícil —e inoperante— el intentar establecer la jerarquía entre las diversas maneras intelectuales de su actividad, y el estudio de su significación como historiador procurará señalar los entrecruzamientos de esos diversos planos que se complementan y se debilitan entre sí. El historiador estricto parecía manifestarse solamente en las Istorie fiorentine y en La vita di Castruccio Castracani; obras de muy desigual valor entre sí, una y otra se engarzan apretadamente en la posición de Maquiavelo, pese a sus diferencias; la vida de Castruccio ha sido considerada una semi-novela de intención pedagógica —acaso inspirada en la Ciropedia— y sirve a esta finalidad en cuanto desvirtúa su contenido histórico; pero hay en ella rasgos de una fina comprensión histórico-política gracias a los cuales entra, con derecho, en el grupo de sus obras históricas; junto a ella, Istorie fiorentine acusa una más sólida envergadura historiográfica; no sólo posee una estructura más firme y más orgánica sino que se revela como resultado de una elaboración más cuidadosa de sus materiales; de mayor densidad humana y de panoramas más amplios, las Istorie fiorentine presentan, sin embargo, diluidos en la mayor masa de su contenido, algunos de los caracteres que se percibían en la vida de Castruccio: la deformación intencionada y la interpolación de fragmentos normativos o sistemáticos. Pero cuando se advierte que no es solamente en estas dos obras donde es necesario buscar a Maquiavelo historiador, es cuando se insinúa la posibilidad de excluir de un examen de ese género I discorsi o Il Principe; entonces se descubre cómo se corre el riesgo de perder la huella de las ideas más finamente realizadas por Maquiavelo en sus obras estrictamente históricas; la extraordinaria acuidad perceptiva de Maquiavelo para la comprensión de determinados períodos, la total incapacidad demostrada en el análisis de otros, la invertebrada pero coherente imagen de la vida histórica, todo lo que hay en Maquiavelo de característico como historiador, si es posible inferirlo, en parte, de sus realizaciones historiográficas, está mucho más ampliamente dado en las llamadas obras políticas, en las que lo histórico se interpola permanentemente, tanto como lo político en las obras históricas, y acaso mucho más. No sería, pues, lícito ni provechoso desarticular lo que está sólidamente articulado.

Porque, una vez realizado el cotejo entre los distintos grupos en que pueden —externamente— separarse sus obras, se advierte de inmediato que narración histórica y sistemática política no son en Maquiavelo sino dos polos de una misma preocupación, que atraen hacia sí, indistinta y permanentemente, los materiales históricos, para organizar en ese juego pendular —y no alrededor de uno de los núcleos— una profunda y estructurada concepción de la vida histórica que satura su obra estrictamente historiográfica, que nutre su reflexión política y que subyace, todavía, en el satírico de la La Mandragola o la Clizia.

Porque, en efecto, muy próxima y muy actuante, está su obra de creador literario. Sobre ella se proyectan calidades idénticas a las que obran sobre el historiador o el político, e, inversamente, proyéctase sobre las otras realizaciones la fresca aptitud receptiva, la vivaz imaginación reelaboradora y esquematizadora de la realidad que configuran su vocación de literato. Y La Mandragola, que participa tanto de la calidad del hombre reflexivo que capta y disecciona la realidad que lo circunda, vale como una reflexión sistemática sobre su época, sobre la corrupción de las costumbres italianas, sobre la significación de la Iglesia y, más aún, incide sobre el historiador y el sistemático y le transfiere su caudal de observación y de experiencia, sutilmente tocado ya por la gracia del literato, cuya pluma no podrá olvidarlo cuando escribe las graves reflexiones sobre el principado o sobre el manejo de la legión romana.

Hay, pues, en Maquiavelo una postura intelectual previa a todo discernimiento de los territorios acotados, tan decisiva en él, que toda reflexión sobre un aspecto de su labor deberá tener permanentemente presente la totalidad de su pensamiento, tan estrechamente trabado que no es posible delimitarlo sin alterar su profunda significación.

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CAPITULO TERCERO

LA CONCEPCION HISTORIOGRAFIA

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Un atento examen de la obra total de Maquiavelo demuestra la existencia de una profunda y coherente concepción de la vida histórica, subyacente en observaciones aisladas o en el desarrollo narrativo o expresa en una digresión circunstancial, pero susceptible siempre de ser captada por un análisis riguroso. Para su exposición sistemática, parece lícito reordenar su contenido y presentarla, primeramente, como teoría de las formas elementales de la vida social y política, luego como una concepción del campo de las transformaciones históricas, y, finalmente, como una caracterización de la vida histórica y de sus principios.

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I. Las formas elementales de la vida histórico social

El hombre, elemento de la vida social, posee —para Maquiavelo— ciertos caracteres que lo peculiarizan y que, al proyectarse sobre la vida social, le imprimen a ésta un signo determinado y constante. Lo esencial del hombre es que, por debajo de cuanto ha hecho de él un ser civilizado, subyacen y perduran sus caracteres primigenios, los instintos egoístas de conservación y los impulsos volitivos de dominio. Rigen para él, fundamentalmente, los principios que rigen la naturaleza porque es, ante todo, “naturaleza[8] y todo lo demás en él es sobreagregado, resultado de una voluntad constrictiva.

Maquiavelo se plantea permanentemente el problema de si el hombre es “por naturaleza” malo o bueno. Alguna vez afirma categóricamente que es malo[9], porque sus apetitos son insaciables a causa de que puede, por su modo de ser, desearlo todo y sólo puede alcanzar muy poca cosa[10]; esa maldad se manifiesta en un impulso de dominio que obliga a los demás a defenderse por la fuerza y que crea, en consecuencia, un estado normal de violencia[11]. Pero con más frecuencia se inclina Maquiavelo por una tesis que, sin desmentir aquélla, la relativiza en alguna medida; en efecto, más que una maldad constitutiva, el hombre parece poseer una tendencia a obrar según impulsos egoístas, en beneficio propio y en perjuicio ajeno, tendencia que sólo se doblega ante la coacción moral, ley secundaria —observará Dilthey[12]— superpuesta coactivamente a la pasionalidad primaria. Existe, eso sí, un ser absolutamente malo, pero para llegar a ser tal descubre Maquiavelo la necesidad de una voluntad firme y resuelta, tanto como para llegar a ser absolutamente bueno, y entonces Maquiavelo se inclina a creer que el hombre-masa no es, en rigor, ni una cosa ni otra[13], sino que hace el bien cuando se siente coaccionado a ello y el mal cada vez que tiene ocasión[14]. Como presa de su naturaleza el hombre-masa es, pues, inestable y voluble, y pasa rápidamente de una ambición a otra, de un sentimiento a otro, de una resolución a otra[15].

Con tales caracteres el hombre es el protagonista de la historia; apenas puede, pues, sobrepasar su instancia primera pasional, y cuando la sobrepasa es por una presión ajena a sus propios impulsos. Pero ellos constituyen su fuerza y realizarlos es su destino específico: de aquí que la finalidad del hombre no sea renunciarlos ascéticamente a la espera de otra vida más pura en que el hombre viva para lo que no es de la carne, sino simplemente realizarlos bajo el control de la voluntad racional: frente a la Edad Media en crisis, Maquiavelo afirma la esencial terrenalidad del hombre[16].

Pero la historia la realiza el hombre en cuanto ser social; su sociabilidad no es para Maquiavelo —como para Aristóteles y Polibio[17], cuyas líneas generales sigue— una peculiar dimensión de su naturaleza, sino que es meramente un resultado de su egoísmo, que le enseña la utilidad de reunirse con sus semejantes formando un grupo más fuerte “para poder defenderse mejor”[18]. Los impulsos aparecen ya regidos por una voluntad que es servidora del intelecto[19]. Por la misma vía aparecen las formas primeras del poder político, cuando la comunidad reconoce en un individuo las facultades capaces de proporcionarle dirección y defensa[20]; y, de inmediato, aparecen, de hecho, las formas elementales de la moralidad y de la juridicidad; quien posee el poder político es quien pone de manifiesto y quien sistematiza las reacciones espontáneas de la comunidad frente a la conducta y sienta el criterio para distinguir lo malo y lo bueno; de estos principios nacen normas que constriñen con fuerza de ley a la totalidad de la comunidad, que la comunidad acepta porque cada uno teme sufrir las ofensas de que ve víctimas a los demás[21].

Así surge la ley como concreción estática de la norma moral, establecida por quien ejerce el poder y discrimina racionalmente lo justo de lo injusto imponiéndolo sobre la masa amorfa incapaz de la autodeterminación moral. Quien realiza esa misión merece el honor de ser considerado como fundador del Estado: es, en el fondo, el sabio de la tradición griega, el rey-filósofo a que aspiraba Platón; Maquiavelo lo postula para Florencia como un ideal regenerador —de sentido equivalente al ideal creador—[22], y, por encontrarlo en la tradición clásica bajo la forma de Teseo, de Licurgo, de Rómulo o de Numa, creadores de Estados y de religiones de Estado por la fuerza coactiva de su voluntad racional[23], circunstancialmente encubierta bajo formas extrahumanas por meras razones de eficacia[24], lo erige en arquetipo y, en consecuencia, en principio político[25]. Quien no es fundador de un nuevo Estado sino regenerador de uno ya existente, obrará con mayor número de dificultades y el ejercicio del poder implicará para él una manera diferente de la del creador de un Estado: la realidad existente guiará su conducta y ésta deberá ser más dúctil y flexible, no menos enérgica.

Una vez establecida, la ley constituye el principio ordenador de la vida social. Por su obra se “educan” los individuos, aprendiendo en ella a distinguir lo justo de lo injusto, capacidad de discriminación ésta que Maquiavelo no encuentra entre los principios de la naturaleza humana; su fuerza garantiza el vivere civile y previene la natural tendencia humana hacia la “corrupción”[26], que no es sino la prevalencia de los impulsos egoístas sobre las exigencias del “bien común”. Sólo el propio legislador o el príncipe son superiores a la ley, pero estos últimos están en peligro permanente de error si tornan en hábito el desprecio de la ley[27]. Por eso Maquiavelo le hace decir a Rinaldo Albizzi que no estaba contento de vivir en una ciudad en que podían menos las leyes que los hombres[28].

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II. La concepción del plano político como campo específico de las situaciones históricas

Si por la línea de Platón, Aristóteles y Polibio ha llegado Maquiavelo a su concepción del origen de la vida social, del Estado y de las formas primarias de la moralidad y de la juridicidad, por idéntico camino, y por el camino concurrente de la tradición historiográfica clásica, debía llegar a la concepción de la historia bajo la sola apariencia de lo político. Pero en Maquiavelo esta reducción de todos los fenómenos y de todas las motivaciones al plano político se da todavía de manera más radical que en los historiadores clásicos porque si en ellos era una actitud espontánea que, en consecuencia, dejaba filtrar otras motivaciones circunstanciales —raciales, económicas o religiosas—, en él constituye un a priori reflexivo y en su estructuración del fenómeno histórico ordena sus materiales para mostrar la subordinación de todos los otros planos al plano político, único en el que percibe una transformación secuente con caracteres constantes y peculiares.

En la formación de esta imagen de la vida histórica exclusivamente como vida política, se anotan varias raíces. Una, típicamente florentina, es el carácter inestable de los Estados italianos, y, en especial, del de Florencia, que, como ya observaba Dante[29], manifestaba una tendencia constante a las transformaciones políticas[30]; estas transformaciones se operaban como resultado de la constante lucha de las facciones, en la que Maquiavelo ve —en las Istorie fiorentine, por ejemplo— la trama misma de la historia, hasta estimar lícito transportar esta noción a todos los procesos históricos. La otra es típicamente renacentista y consiste en una sobreestimación de la voluntad de dominio como ideal de vida, tal como había sido creado por Roma y que era restaurado ahora en Italia, poniéndolo Maquiavelo de manifiesto en el postulado de su realización práctica y de su doctrina implícita[31].

De estas raíces se nutre la sobreestimación del fenómeno político como forma suprema de la existencia histórica, que resume y subordina todos los otros planos de vida. El obrar político adquiere, en consecuencia, en Maquiavelo, total autonomía[32], no sólo porque se desprende de toda finalidad ulterior —puesto que él es un fin en sí mismo— sino porque se transforma, a su vez, en finalidad de todas las otras formas de vida. Sólo en cuanto ser político —no social, como el zoon politikon, de Aristóteles, sino político en cuanto realizador de la voluntad de dominio en sentido romano—, sólo en cuanto ser político alcanza el hombre su máxima dignidad.

La vida política cristaliza en la forma de Estado. El fenómeno de la formación del Estado moderno está ante los ojos de Maquiavelo y la misma palabra “Estado”, que lo designa, ha surgido también ante sus ojos, y acaso sea él quien por primera vez la usa con el sentido que tendrá en los tiempos modernos[33]. Bajo formas semejantes y equivalentes ve Maquiavelo el Estado romano y el medieval de las ciudades italianas, en las que esa noción se elaboraba activada por los fermentos de la crisis del Papado y el Imperio: por una generalización propia de su forma mentis, Maquiavelo ve en todos los procesos políticos fases de formación, corrupción o fracaso de la voluntad de dominio.

El Estado ha nacido bajo la forma de autoridad del más fuerte y más valiente de una comunidad, reconocido por el consenso unánime[34]. Desde ese momento han cambiado sus formas, pero sus caracteres esenciales se mantienen. El Estado aspira a ser omnipotente y su mayor o menor perfección proviene de la medida en que realice esa aspiración. Como fin en sí mismo, subordina todas las otras formas posibles de vida que, en consecuencia, son también susceptibles de ser ajustadas para que cumplan una misión al servicio del Estado: a la concepción de su omnipotencia corresponde la de la sumisión de los medios a un fin político. Maquiavelo coloca la moralidad exclusivamente en los fines y califica como acción moral toda aquella que, de un modo u otro, conduzca hacia ellos, aunque contravenga la juridicidad o la moralidad convencionales[35]. Pero sentada la omnipotencia del Estado y el valor supremo del obrar político, se advierte que la noción de “bien común” es la que está presente en todo fin político y hace de éste un fin por excelencia, subordinado, como meros medios, a él, todos los otros planos de la vida. Admite así como lícita la conducta amoral del hombre que tiene un designio político y aspira a cumplirlo: la vittoria, non el modo della vittoria ti arrecava gloria, le hace decir a Castruccio Castrani[36]; y aconseja al príncipe: “Et etiam non si curi di incorrere nella infamia di quelli vizii sanza quali e’possa difficilmente salvare lo stato; perchè, se si considerrà bene tutto si troverrà qualche cosa che parrà virt, e, seguendola, sarebbe la ruina sua; e qualcuna altra che parrà vizio, e, seguendola, ne riesce la securtà e il bene essere suo[37]. La astucia, la hábil ocultación de los designios, el uso de la fuerza, el engaño, adquieren categoría de medios lícitos si los fines están guiados por la idea del “bien común”, noción que encierra la idea de patriotismo, por una parte, pero también las anticipaciones de la moderna raison d’état[38] . Pero no sólo es lícita la sumisión de los criterios morales corrientes; es lícito también subordinar a los fines políticos todas las formas de vida que, en otras circunstancias, han podido ser consideradas como fines en sí; ante todo, la libertad, de la que supone Maquiavelo que basta una apariencia inoperante para satisfacer al pueblo[39], tal como debía pensar Cosme de Médicis[40]; porque la libertad del individuo puede ser considerada como una manifestación de la “conciencia egoísta o utilitaria” y no moral, la cual debe ser sometida a las exigencias del “bien común” mediante la coacción del Estado[41]; también la religión, de la que es lícito hacer un instrumento del Estado, como habían hecho los romanos y los samnitas[42], hasta el punto de fundir el uno con la otra, con gran ventaja para el primero[43]; porque si era evidente que gli stati non si tenevono co’paternostri in mano[44], y aún podría afirmarse que la religión cristiana había sido nefasta para el desarrollo político, por predicar el abandono de los fines terrenos del hombre[45], la religión de Estado constituía, en cambio, un instrumento seguro de dominio cuyos resortes podía manejar el Estado con eficacia y provecho: así se conseguiría aumentar la autoridad de éste y, sobre todo, formar ese tipo de hombre nuevo que necesitaban los tiempos, semejantes a los de antes, cuando los florentinos stimavono più la patria che l’anima[46]. Del mismo modo se subordinan al Estado lícitamente las formas de la vida económica, cuyo desarrollo en los Estados italianos había enseñado a percibir su influencia en la vida política a los viejos cronistas; pero Maquiavelo no concede a la vida económica autonomía sino calidad de instrumento del Estado y carácter de finalidad secundaria de la vida social; recordaba que si a los particulares el dinero podía ayudar a conseguir el poder político[47], los Estados podían, mediante el poder y la fuerza, adquirir el poder económico[48]. Omnipotente, el Estado es para Maquiavelo la expresión suprema de la voluntad de dominio y ninguna fuerza se sobrepone a él: por eso el plano político es el plano histórico por excelencia.

Las mutaciones históricas se manifiestan, fundamentalmente, en el plano político y se manifiestan como transformaciones —o procesos de transformación— de la ordenación jurídico-política del Estado. Estas mutaciones, aunque son dolorosas para las generaciones de hombres que las presencian y no siempre es deseable el provocarlas[49], obedecen, en sus líneas generales, a una ley natural, cuyo esquema sigue en Maquiavelo la serie dinámica de Polibio, elaborada sobre el pensamiento platónico-aristotélico[50]. Así, a la monarquía inicial sigue la tiranía y luego, sucesivamente, la aristocracia, la oligarquía, la democracia y la demagogia, para volver a recomenzar el ciclo.

Cada una de estas formas entra en crisis por un proceso de decadencia o “corrupción”, que asume en cada forma de gobierno caracteres específicos. Este proceso es percibido por Maquiavelo especialmente en el tránsito entre la democracia, la demagogia y la nueva monarquía, etapas que descubría, en términos generales, en Florencia y en otros Estados italianos del fin de la Edad Media; con su observación y descripción entronca la postulación del principado, forma monárquica en la que considera forzoso que desemboque —según la ley de las transformaciones estatales— la demagogia vigente en aquéllos.

Si en la postulación del principio se advierte la particular penetración de Maquiavelo como político normativo, es en la observación y descripción de la crisis de la democracia y de la demagogia donde se advierte su calidad de historiador. El signo de la corrupción es la desaparición del ideal del “bien común”, y las luchas por la conquista del poder guiadas por un apetito egoísta y sensual. Esta lucha de las facciones configura un tipo político que Maquiavelo caracteriza de modo penetrante y que define reiteradamente como “ciudad dividida”[51]; a ese tipo corresponde la Florencia del fin de la Edad Media[52] y parece constituir el fin inevitable del régimen Republicano[53]. A veces la rivalidad se da entre familias o grupos partidarios[54], pero con más frecuencia corresponde a la hostilidad natural entre los nobles y el pueblo, entre los que desean adquirir y los que quieren conservar[55], conglomerados sociales éstos que desembocan en la constitución de grupos enconados e irreductibles, capaces de mantener la hostilidad después de desaparecidas las causas concretas del conflicto que los movía. Pero en todos los casos la lucha facciosa implica a la larga la “corrupción” o decadencia del Estado, porque debilita el sentimiento patriótico y favorece, indirecta o directamente, al enemigo exterior[56].

A la desaparición del ideal de servir el “bien común” —el patriotismo— corresponde un crecimiento y, finalmente, la supremacía de una “conciencia egoísta”, bajo la forma de subordinación del interés público al interés privado. Por ese proceso, lo que constituía la fuerza originaria del Estado, su virtud primigenia, desaparece y se inicia la decadencia de la nación, cuya hegemonía o, en general, su posición relativa, pasa a otra que, en ese momento, ejercita sus virtudes fundamentales. Así cayeron las grandes monarquías antiguas y así cayó Grecia y Roma[57], y así se anunciaba la decadencia de los Estados italianos[58].

El tránsito desde la decadencia demagógica hasta una regeneración del Estado no podía producirse —de acuerdo con la ley de sucesión de las formas estatales— sino por el retorno a la monarquía. El príncipe es la forma renacentista e italiana del viejo ideal antiguo del “savio datore di legge”[59], por cuya fuerza y sabiduría es posible reordenar un Estado corrompido y reconstituir su virtud originaria; su acción debe crear la coacción necesaria para que un pueblo en el cual prevalece la “conciencia egoísta”, vuelva a encenderse en el culto de la “virtud moral”, guiada por el sentimiento del “bien común”, esto es, el patriotismo[60].

La regeneración de un Estado corrompido no puede realizarse sino guiado por el principio de que “tutti e’principii delle sètte e delle republiche e de’regni, conviene che abbiano in sè qualche bontà, mediante la quale ripliglino la prima riputazione ed il primo augumento loro”[61], y que la “corrupción” no es sino la pérdida de esa peculiar virtud originaria, por lo cual la regeneración de un Estado no puede lograrse sino por la restauración de esa virtud primigenia[62]. Esta función de volver a galvanizar los elementos de una conciencia nacional disgregada y de volver a someter la “conciencia egoísta” a la “virtud moral”, es realizada preferentemente por un hombre solo; esta condición se revela como indispensable en aquel grado de evolución de los Estados italianos, según los postulados de la ley de sucesión de las formas estatales; en las manos de un príncipe está el suscitar un resurgimiento de la pasión por el “bien común”, fórmula maquiavélica con la que se designa el sentimiento patriótico, en el sentido —moderno ya— de fidelidad al Estado jurídico, en oposición a los vínculos medievales de fidelidad personal o vasallaje[63].

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III. Los caracteres de la vida histórica

Caracterizada en sus líneas generales por cierta concepción del hombre y por su desarrollo esencial en el plano político, la vida histórica aparece en Maquiavelo tipificada por un conjunto de notas que definen su concepción historiográfica y configuran los dos supuestos básicos ya analizados.

Acaso nada tan decisivo y firme hay en su actitud ante la historia como la convicción de su inmanencia, en franca oposición con la trascendencia medieval. El hombre se realiza en la tierra y sus fines, en consecuencia, no pueden sino estar en la tierra. De este punto de partida arrancan sus reflexiones sobre las fuerzas que actúan en el hombre, sus reacciones primigenias, las tendencias de su voluntad y de su razón; todo lo que resulta de ese juego entrecruzado de tendencias —de los individuos entre sí, dentro de una comunidad, y de las comunidades entre sí, como organismos[64]— se torna, pues, valioso, porque eso, y no otra cosa, es la vida humana. El dinamismo de la historia adquiere sentido en sí mismo, y no como realización de designios extrahumanos[65], sino como expresión de la tendencia predominante del hombre como tal, que es su voluntad de dominio. De las fases inestables de la vida histórica es, por otra parte, de donde nacen las fases estables y equilibradas y de tal modo adquieren significación aquéllas[66].

El motor primero de las mutaciones históricas es el carácter “natural” del hombre[67]; pero lo que tiene más importancia para alcanzar el sentido de la vida histórica es la uniformidad de ese carácter, uniformidad que se advierte en el hombre a pesar de todas las diferencias de tiempo y lugar y en los cuerpos políticos que constituye[68]: “E’si conosce facilmente, per chi considera le cose presentí e le antiche, come in tutte le città ed in tutti i popoli sono quegli medesimi desiderii e quelli medesimi omori, e come vi furono sempre”. Esta identidad de los impulsos motores origina reacciones semejantes, que se repiten, no sólo porque responden a idénticos impulsos, sino también porque el hombre procura repetir la conducta ya seguida por otros[69].

Se advierte de inmediato que de esta nota peculiar de la vida histórica ha de arrancar una ciencia política normativa que la tendrá como premisa fundamental. Pero en el campo estrictamente historiográfico sus consecuencias son igualmente importantes; arranca de ella una noción de universalidad del género humano y de regularidad de los fenómenos históricos; la primera supone la posibilidad de una historia universal como proceso homogéneo del desarrollo histórico, en el que se repiten, según la segunda, las mismas etapas a través de la evolución de las distintas comunidades en que el papel hegemónico se va realizando.

Parece contradecir este punto de vista de Maquiavelo su aguda caracterización de ciertas singularidades históricas; pero Maquiavelo no llega nunca a considerar lo individual histórico como resultante de elementos irreductibles a una estructura general de la historia; en el cuadro general de la historia, lo individual histórico con sus particularidades finamente percibidas se entronca como una fase de un proceso homogéneo; así, Suiza, y más vagamente Germania, no configuran, para Maquiavelo, individualidades sui generis, sino que, constituyendo entidades sociales y políticas semejantes a otras, se encuentran, en el momento de su observación, en una etapa diferente de su desarrollo[70]; en el caso particular de Suiza, ese contraste entre las etapas de desarrollo está percibido con respecto a Francia e Italia, y Maquiavelo expresa, sin embargo, que las etapas en que se hallan estas últimas podrían ser alcanzadas por ella.

El conjunto de circunstancias peculiarizadoras de una comunidad, integrado por sus caracteres típicos y persistentes —que Maquiavelo, por otra parte, admite[71]—, por sus determinaciones naturales —territorio, raza, etc.— y por la etapa del desarrollo homogéneo universal en que se halla, configuran una “nación”. De todas las fórmulas construidas por Maquiavelo, acaso sea ésta la más importante dentro de su concepción historiográfica. Las comunidades se agrupan como cuerpos políticos, expresión suprema de todas aquellas peculiaridades, y constituyen una “patria”, esto es, un Estado en el que se realiza el “bien común” y a cuyos intereses superiores se subordinan todos los intereses egoístas y todos los otros planos posibles de vida[72]. La idea de “nación” está en la noción de “università degli uomini”[73], cuyo vínculo está constituido por lazos de distinto tipo; ante todo, los de una solidaridad de hecho, como los que unían a los habitantes de la antigua Etruria, “piena di religione e di virtù aveva i suoi costumi e la sua lingua”[74] y en la persistencia de su carácter[75]; después, los que proporciona la convicción de un destino común proyectado hacia el futuro, como posibilidad y como deber[76]. Estos vínculos varían a través del tiempo, se ajustan y se relajan; por su fuerza, la nación se constituye y perdura, y por su relajamiento desemboca en la corrupción, susceptible de llegar hasta permitir la desaparición de la entidad política en que la comunidad se estructura. Así como la crónica medieval francesa toma como punto de partida sobreentendido la vigencia del vínculo feudal, así Maquiavelo —por primera vez— afirma el concepto de nación como tipificador de las entidades históricas, al que se agrega la idea conexa de patria como tipificadora del vínculo de obligatoriedad moral y jurídica que une al individuo —ciudadano— con el Estado. Esta idea es uno de los núcleos de su concepción historiográfica y según ella se estructura el desarrollo histórico.

Si el cuerpo político es la estructura por excelencia de la comunidad, se advierte, por debajo de él y como su sustancia viva, el conglomerado social, cuyos elementos resultan fácilmente discriminables con el sistema valorativo —de valoraciones político-morales— de Maquiavelo. En el complejo social se advierten tres grupos diferentes: una masa amorfa, una élite de cambiante significación histórica y moral, y un elemento individual, que vale como tal, verdadero héroe de la concepción maquiavélica.

Sobre un pasaje de Tito Livio, Maquiavelo realiza una fina exégesis destinada a probar el distingo entre la masa y cada uno de los individuos que la integran, afirmando que la primera, como conjunto, posee rasgos que el hombre- masa como individuo no posee[77]. Este popolo o moltitudine está compuesto por el conjunto de gente anodina que no es capaz de ser “nè tutti cattivi nè tutti buoni”[78]; es inconstante y voluble[79], y puede estar corrompida, esto es, entregada al desenfreno de sus impulsos irresponsables, como en Italia[80], o, estando corrompida, hallarse sujeta por la autoridad de un tipo de Estado regenerado y regenerador, coactivo, como en España o en Francia[81], o estar totalmente sana, esto es, manteniendo la vigencia de sus normas jurídicas y morales por propia determinación, como en Suiza o Germania[82]. Pero, históricamente considerada, la característica fundamental de la masa es que, de por sí, resulta neutra a menos que encuentre un jefe que la conduzca y exprese sus deseos[83], de tal modo que, frente a la acción de las élites, la de la masa se encuentra siempre vinculada a una personalidad directora que configura, en mayor o menor escala, su tipo del héroe.

La noción de minoría se da en Maquiavelo en dos distintos planos; como historiador narrativo, está condicionada por la experiencia del pasado florentino, caracterizado por las luchas facciosas desarrolladas entre pequeños grupos pertenecientes a las familias poderosas, y por el espectáculo de los gentiluomini[84]; pero como historiador especulativo, Maquiavelo estima que esas minorías de hecho pueden ser o no minorías desde el punto de vista de su capacidad de acción histórica; en efecto, la verdadera élite es para él el grupo de los que son capaces —por contraposición a la masa— de ser completamente buenos o completamente malos, esto es, el grupo de aquellos en quienes prevalece la “virtud egoísta” o aquellos en quienes prevalece la “virtud moral”[85]. Estas minorías son, en rigor, los actores principales del desarrollo político, es decir, del fenómeno histórico por excelencia, y de su seno se desglosan las personalidades directoras, algunas de las cuales, si son capaces de llevar sus designios hasta sus últimas consecuencias y realizar sus fines, configuran el tipo del héroe maquiavélico.

El héroe —concebido con tales caracteres— está percibido en el curso de los procesos históricos que Maquiavelo presenta, según ciertos presupuestos que arrancan de su concepción historiográfica, y está, además, estudiado y postulado por el político sistemático que, en Maquiavelo, se interfiere siempre con el historiador. Son los héroes legendarios griegos y romanos, Teseo, Licurgo, Rómulo o Numa, fundadores de Estados o religiones; son Teodorico, creador de una efímera Italia unida, Castruccio Castracani, el duque de Atenas, Lorenzo de Médicis, César Borgia, todos los cuales reunían las condiciones necesarias o dieron los pasos iniciales para la unificación de Italia. Pero son también los grandes destructores de Estados y religiones, los tutti cattivi, que ponen al servicio de sus ambiciones personales una decisión firme, una “virtud egoísta” que los singulariza por encima de la masa; como antihéroes en sentido moral —como César— son todavía héroes en sentido histórico porque saben querer el mal y obran resueltamente para lograrlo, introduciendo nuevas fuerzas en la historia, tanto como los héroes de la “virtud moral”, que saben querer el bien y obrar en consecuencia, y frente a la masa que no sabe querer decididamente ni el uno ni el otro.

Como historiador, Maquiavelo siente la grandeza de ambos; en su valoración equivalente está el signo de una profunda penetración histórica, que le enseña a percibir —con prescindencia de la significación de los fines perseguidos— las grandes fuerzas que operan en el campo de la historia. Pero junto a este reconocimiento de la equivalente trascendencia de su acción, Maquiavelo coloca una apreciación que proviene del hombre moral y, más aún, del patriota y del político sistemático; el héroe propiamente dicho es el héroe de la “virtud moral”, el constructor, no el destructor, el que es capaz de dominar la realidad que le es dada y transformarla en el sentido indicado por su razón, pero sólo cuando su razón le indica una dirección creadora, en beneficio de la patria; porque el héroe de Maquiavelo, en sentido estricto, es el patriota[86].

Pero, frente al hombre capaz de percibir la lógica de las cosas, de entender su significado y su valor, y de obrar en consecuencia para moldear la realidad que le es dada en el sentido indicado por su razón, Maquiavelo percibe otras fuerzas, ajenas a su voluntad. Maquiavelo retoma así un problema fundamental, que le es legado por una secular tradición de pensamiento y que provoca en él una actitud reflexiva y cauta: es el problema de los límites de la autonomía del obrar histórico cuando entra en contacto con la realidad dada y con las fuerzas que, en ella, se oponen a la libre voluntad del hombre.

Este problema —que no es otro que el de la antinomia libertad-necesidad— había sido uno de los temas fundamentales de la reflexión escolástica; fue también predilecto del pensamiento renacentista, porque, dentro de la concepción cristiana, implicaba delimitar la responsabilidad del hombre frente a la omnipotencia y a la omniciencia de Dios, y el siglo XV lo replanteó agudamente, desembocando, finalmente en la tesis calvinista de la predestinación o en el libre albedrío racionalista. Maquiavelo lo encuentra, pues, planteado y elaborado. Ya Petrarca lo había hecho en el De remediis utriusque fortunae, y, en el siglo XV, volverá a ser tópico frecuente. Frente a la tesis de la compatibilidad entre la preciencia divina y el querer y el obrar humanos, el siglo XV italiano procura resolver el problema de conciliar la fe en Dios con la confianza en el hombre que subyace en la actitud renacentista. Este intento llevó, poco a poco y, a veces, más implícita que explícitamente, a una sobreestimación del papel del individuo, que se advierte ya en Poggio Bracciolini, pero que quedará manifiesta y categórica en León Bautista Alberti o en Pico de la Mirandola. El papel predominante de ciertas fuerzas ajenas y superiores al hombre se manifestaba bajo la forma de Providencia o bajo la forma semipagana de Fortuna o de Hado, fuerza misteriosa, interpretada y sentida de manera varia, que se oponía a la voluntad del hombre, y el pensamiento italiano del siglo XV manifestó su fe en el individuo como una capacidad para sobreponerle a la Fortuna, o al menos, para evitar o modificar sus determinaciones: así, Poggio sostenía que el hombre educado y adulto, esto es, en plena posesión de sus medios, estaba menos sujeto que el niño o el hombre inculto a los embates de la Fortuna, en tanto que Alberti y Pico se manifestaban de manera más terminante aún, afirmando el primero que la Fortuna no arrastra al que confía en sus propias fuerzas y se abre paso en ella como el nadador en el mar y que es debilísima para aquel que se le opone con vigor, y sosteniendo el segundo que existe un mundo del espíritu —opuesto al de la naturaleza— y que el hombre vive específicamente en él para obrar libremente, porque no ha sido creado para un obrar fijado previamente sino que posee siempre nuevas posibilidades[87].

Maquiavelo entronca con esta posición. Su afirmación más radical y expresiva está en Il Principe, cuando afirma que “iudico potere essere vero che la fortuna sia arbitra della metà delle azioni nostre, ma che etiam lei ne lasci governare l’altra metà, o presso, a noi”[88]. Esta posición está, en el transcurso de la obra de Maquiavelo, alterada y matizada variadamente. Una larga serie de textos[89] ha podido autorizar a Gentile a afirmar que en el fondo del pensamiento de Maquiavelo hay una toma de posición a favor de la capacidad de libre acción del hombre[90], y podrían citarse otros tantos en que parece predominar el sentimiento de una casi omnipotencia de la Fortuna[91]. Pero un análisis atento de la proposición de Il Principe, citada más arriba, en la que se introduce una fórmula de aproximación —o presso— acaso dé la pauta de su exacto significado por múltiples pasajes y por el sentido total de la obra. La acción de la Fortuna ni se ejerce ni se advierte sola; el historiador percibe, más que su acción, una lucha entre ella y la virtù, esto es, entre la voluntad humana y las fuerzas que son ajenas a su potestad. De esta lucha nace una ecuación de términos variables, en la que al ascenso de una corresponde el descenso de las otras: es el río que se canaliza[92] o la trama cuyos hilos pueden tejerse de distinto modo pero sin que sea posible romperlos[93].

La Fortuna se configura en Maquiavelo con una personalidad imprecisa. A veces parece el mero azar y a veces es una especie de inteligencia directora, cuyos designios se ocultan al hombre. Pero de su manera de utilizarla como elemento explicativo de la vida histórica, se ha podido inferir, con justeza, que corresponde, en rigor, a la realidad en cuanto situación de hecho inicial[94], situación con que el hombre se encuentra y de la cual parte su propia acción; esta noción se correspondería con la comprendida en la expresión tan cara a Maquiavelo: la verità effettuale della cosa, que expresa también el complejo de la realidad tomada estáticamente en cada momento, en cuanto ente objetivo, no deformado por nuestra opinión sino presentado en su realidad esencial.

La virtù, expresión italiana que transparenta la virtus latina, es la capacidad de acción razonada del hombre, dirigida hacia fines; es la “libertad en acción”[95], la cual una vez desencadenada, se encuentra en colisión con la realidad, naciendo de este juego una relación que, al medir la calidad histórica de la acción, determina la eficacia de la virtù y las posibilidades de transformación de la realidad, fin hacia el cual se dirige. A veces su colisión con la realidad no se manifiesta como oposición de ésta a los designios de la virtù: puede manifestarse, simplemente, como falta de ocasión para poner de manifiesto su calidad; es lo que Maquiavelo advierte en la biografía de Castruccio Castracani, al que le habría faltado el ámbito favorable para ejercitar una personalidad que, en circunstancias más propicias, hubiera alcanzado mayor relieve[96].

Todavía hay en la realidad que se opone al libre obrar del hombre otra nota predominante: su necesaria sujeción a leyes que, subsidiariamente, constriñen también esa acción. Arrancando de su concepción naturalista de la vida histórica —apoyada en Aristóteles y en Polibio— aparece en Maquiavelo una concepción legalista de las mutaciones históricas. A veces la Fortuna no es sino meramente la necesidad legal que rige el desarrollo histórico: así, Castruccio, o el duque de Atenas, o Lorenzo de Médicis chocan, en realidad, con el proceso necesario de la descomposición de la democracia y no han llegado en el momento de su término, en el que les hubiera tocado el papel de directores de la nueva etapa necesaria.

Esta estructura legal se manifiesta en el plano por excelencia de la vida histórica, esto es, en el plano político, y adopta, primariamente, la forma de los cambios estatales según el modelo de Polibio; pero se advierte también en la vigencia de otros principios de necesidad, especialmente en la corrupción de los principios que originariamente vivificaban cada sociedad política y en el paso de su hegemonía a otro pueblo que, en ese momento, los mantenga en vigencia. Finalmente, y con una apariencia menos sistemática, aparece en Maquiavelo una noción de “lógica de las cosas” o de “fuerza de las cosas”, verdadero hecho histórico —dice De Sanctis[97]—, que está determinado no por principios supraterrenales sino por las leyes del espíritu y de la naturaleza.

Esta lógica que rige el desarrollo de la realidad histórica condiciona el modo histórico de Maquiavelo. Su narración está guiada por el propósito de evidenciarla, de poner de manifiesto su presencia, y en ella incide, necesariamente, el sistemático que, ante la comprobación de su forzosidad, afirma la posibilidad de una acción racional que se ajuste a ella. Admitida una relación causal entre los hechos, Maquiavelo presupone una obra racional y, al tiempo que se complace en señalarlo cuando lo descubre en el pasado, declara su ausencia como error de la conducta histórica, y, poco después, deriva hacia la postulación de principios para la acción futura: una vez más, se advierte cómo se entrecruza, en Maquiavelo, la historia con la política normativa y cómo trabaja sus temas históricos, con esta doble vocación reflejada en su obra como una imposibilidad de mantenerse dentro de un terreno acotado y como una constante oscilación entre los dos polos de su interés.

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CAPITULO CUARTO

LOS CARACTERES DE LA LABOR HISTORIOGRÁFICA

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Animado por una concepción historiográfica vigorosa y coherente, Maquiavelo trabaja sus temas con una fruición por el sentido total de lo histórico y por su trascendencia normativa, muy superior en intensidad a sus preocupaciones metodológicas. Pero su sentido certero para interpretar la realidad obraba sobre su manera de utilizar sus materiales y creaba, si no un método, un modo metodológico al menos, no excesivamente original ni seguro, por otra parte, que se proyectaba luego en una concepción de la forma de la obra histórica. Pero antes de analizar esa fase de su labor, será menester considerar cuál es el índice de comprensión de lo individual histórico en Maquiavelo y cómo se entronca esa aptitud suya —y esa ineptitud— dentro de su concepción de la vida histórica.

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I. La capacidad de comprensión de lo individual

Si la existencia de una concepción historiográfica se advierte en signos esparcidos a lo largo de toda la obra de Maquiavelo, su capacidad de comprensión, esto es, su aptitud para percibir lo individual histórico y alcanzar su íntimo sentido, se halla manifestada solamente en el tratamiento de cuestiones concretas muy circunscriptas y allí será menester buscarla.

Ya han sido expuestas las premisas desde las cuales considera Maquiavelo el pasado histórico; constituyen un sistema riguroso y son fielmente seguidas. El supuesto fundamental es la existencia de estructuras políticas que expresan lo esencial de cada comunidad y en cuyo plano se producen las mutaciones fundamentales de la vida histórica. En el plano político es en el que adquieren personalidad las distintas comunidades bajo la forma de naciones, caracterizadas por múltiples notas y configurando así la unidad histórica por excelencia.

Pero este punto de partida de su concepción historiográfica determina itinerarios peligrosos en su comprensión del pasado. Con la afirmación de la idea de nación como unidad histórica venía aparejada la subestimación —o la incomprensión total— de la idea de imperio, referida tanto al romano como a la ecúmene medieval, subestimación o incomprensión que resultaba de la peculiar posición de Maquiavelo. Partiendo de la experiencia contemporánea para constituir los principios interpretativos, Maquiavelo se encontraba incapacitado frente a ese tipo de realidad histórica, que, en su época —digamos hacia 1515— no sólo no existía sino que se desfiguraba en una forma homónima pero radicalmente distinta. En efecto, la ecúmene, en su sentido romano o medieval, era un tipo político y espiritual inasimilable a la realidad de su tiempo, la de los descubrimientos españoles y portugueses, del redescubrimiento del mundo asiático, del exotismo turco llegado al alcance de la mirada; Maquiavelo supone y admite la posibilidad de una expansión territorial por obra de una enérgica y triunfadora voluntad de dominio, pero no supone la posibilidad de un imperio universal como conglomerado de individualidades coincidentes en un cierto plano de vida, sino que asimila las nuevas formaciones creadas por la conquista al tipo nación, constituidas, no por partes equivalentes, sino por un núcleo metropolitano y civilizado y una periferia colonial sin existencia política. Con este material de experiencia, el imperio antiguo o el medieval —que seguía otro plano que el meramente político— no podían ser alcanzados en su significado, como no podría serlo ningún período histórico que presentara una faz no política que fuera fundamental, porque Maquiavelo no percibe con finura sino ese plano: lo religioso o lo económico, por ejemplo, por verlo subordinado a lo político, se le escapa aún cuando fuera predominante.

En el ejercicio de su observación, Maquiavelo no considera diferenciados fundamentalmente los procesos políticos contemporáneos de los ya pasados, y puede observarse su capacidad comprensiva tanto en el análisis de unos como en el de otros. La realidad contemporánea era, precisamente, la que lo proveía de los instrumentos de comprensión, y, en consecuencia, ésta era mucho más aguda y ajustada para comprender el presente que no para captar el sentido del pasado. Es en la realidad contemporánea donde se nutre su idea de la nación como unidad histórica por excelencia, que luego se erigiría en principio universal; Maquiavelo observa y analiza el papel de Luis XI y de Carlos VIII de Francia y de Fernando de Aragón[98] y, mientras, sobre la base de su conducta, perfila el carácter del Príncipe, va señalando cómo se constituye, por sobre los estados o los feudos autónomos y soberanos, un Estado nacional extenso y centralizado, organizado alrededor de una monarquía fuerte y cada vez absoluta. Una aguda observación enseña a Maquiavelo a distinguir entre los pueblos compactos porque no están corrompidos y los que, hallándose disgregados, han sido polarizados y regenerados por una autoridad fuerte; a este último grupo pertenecen Francia y España, que configuran, en consecuencia, la forma de la nación moderna, en tanto que Italia mantiene sus divisiones medievales y sus pueblos se han corrompido sin que autoridad alguna haya intentado —o logrado— sacarlos de su corrupción. Frente a Italia su observación es precisa y concreta; Maquiavelo encuentra la afirmación de una innegable unidad itálica en la tradición romana y medieval, así como en ciertos elementos individuales y sociales que hacían de Italia una unidad espiritual, de superior cultura, frente a los “ultramontanos” en quienes reconoce los mismos caracteres que los romanos encontraban en los bárbaros[99]; si no una realidad, la nación italiana es, pues, una potencia, una posibilidad innegable que no necesita sino un toque final y que espera el realizador de su resurrección; este ideal del realizador de la unidad italiana guía sus juicios frente a los protagonistas de la historia italiana, y Maquiavelo elogia a los que lucharon por establecer una autoridad fuerte[100] y fustiga al Papado por haber contribuido a imposibilitar una solución unificadora[101].

Para explicar el fracaso de Italia frente a los demás países ya unificados, Maquiavelo realiza una aguda indagación sobre la estructura político-social de los Estados italianos, no por asistemática menos profunda, y así como había percibido la crisis del orden feudal como premisa de la organización centralizadora francesa[102], igualmente percibe la crisis interna y la imposibilidad de mantener el esquema del Estado-ciudad, una vez establecido el nuevo potencial de poderío por las naciones unificadas; la crisis interior —sin la cual hubiera sido posible al menos la supervivencia de un sentimiento solidario y, acaso, una federación italiana— es producto de la “corrupción” social y política, que aparece, ante todo, como lucha de facciones que subordinan el “bien común” a sus propios intereses, luego, como desarrollo de una vida cortesana que estimula en las clases directoras la cultura y el refinamiento, pero también el lujo, el escepticismo y una moral egoísta incompatible con la debida subordinación del interés individual al interés del Estado y la comunidad[103], y, finalmente, como una insensibilidad política, creciente y enceguecedora, que aprueba el llamado de los extranjeros para combatir a otros Estados italianos[104], y no incita a la formación de los ejércitos nacionales porque no permite advertir el peligro de las tropas mercenarias[105]. Todas estas observaciones, hechas sobre el cuerpo de los Estados italianos, explican la situación de Italia, pero Maquiavelo considera que se ajustan también a los demás Estados contemporáneos y que pueden erigirse en principios para su estudio: reflejan un verdadero clima que, agudamente percibido por Maquiavelo, no es, en rigor, sino la gran crisis del siglo XV de la que ha de surgir la nueva estructura político-social y espiritual de la Europa occidental.

Diversas razones han obrado para que Maquiavelo sea menos feliz en la interpretación del pasado histórico. Ya ha sido señalado el falso punto de partida de enfrentar la realidad histórica con un parti pris inflexible, constituido por un apretado haz de supuestos originados en su experiencia de la realidad contemporánea; pero hay más; a esta interposición de un prisma deformante debe agregarse otra particularidad de su observación; el realismo empírico que Maquiavelo postula para la observación de la realidad inmediata no aparece transportado al estudio de las épocas pasadas y, frente a ellas, Maquiavelo se guía no por el deseo de lograr una imagen fiel sino por el a priori de un ideal político que lo subordina a sus fuentes, entre las cuales se encontraban, precisamente, las inspiradoras genuinas de ese ideal, como ocurría, especialmente, con Tito Livio. Pero si este criterio discriminador dificulta —como se verá más adelante— la exacta comprensión de lo romano, una circunstancia especial agrava más aún la de lo medieval; Maquiavelo está frente al mundo cristianofeudal en una actitud polémica, de negación constante, porque vive un momento de reacción contra él y su espíritu crítico no es aquí capaz de sobreponerse para adoptar una actitud comprensiva frente a lo que en él es peculiar y creador.

Frente al mundo cristianofeudal, en efecto, Maquiavelo se coloca en una situación de incomprensión —y de negación derivada— de sus ideales fundamentales de vida[106]. Las nociones, básicas para la comprensión de la estructura medieval, de Papado e Imperio —que, por otra parte, acusan a lo largo de la Edad Media caracteres no homogéneos— se reducen en Maquiavelo a sus caracteres contemporáneos, totalmente desvirtuados con respecto a los medievales en cuanto a su magnitud y a su significación, y su valor como retícula de la concepción medieval de la vida aparece juzgada según esa deformación[107]. De esa incomprensión de la organización jerárquica arranca una subestimación del orden feudal; Maquiavelo lo analiza según sus supervivencias, esto es, como factor de oposición a la constitución de monarquías nacionales[108] y como sistema de desigualdad social que permite la existencia de señores ociosos y ricos pero sin utilidad para la comunidad[109]. Y al no alcanzar la significación de la estructura imperial y de su correspondiente, el orden feudal, el papel de las comunas, cuya existencia observa de cerca, se oscurece cuando se remonta al pasado, y juzga la significación de ese tránsito del régimen comunal al de principados como una etapa hacia la centralización moderna, dejando sin valoración profunda el hecho mismo de la aparición de la Comuna libre y su trascendencia política y económica para Italia[110]. Así resultan, como consecuencia, veladas en su significado, las luchas de las facciones güelfas y gibelinas, que se asimilan a las meras contiendas por el poder que aparecen en el siglo XV, cuando, detrás de las facciones, no hay ya sino intereses económicos y personales. Paralelamente, en la subestimación del orden feudal se esconde una nueva raíz de incomprensión; la condenación del régimen que tolera la existencia de señores ricos y ociosos arranca de un ideal moderno —burgués— de exaltación del trabajo como forma de vida, que el mundo cristianofeudal no conoce; su condenación del ocio arranca de su sobreestimación de ese ideal, pero arrastra tras de sí nada menos que la condenación de la vida contemplativa y, con ella, del ideal ascético: no había, pues, posibilidad de que, desde ese ángulo, la esencia del mundo cristianofeudal fuera percibida en su estructura formal y en la concepción del mundo y de la vida que lo nutría[111].

Frente a lo romano, Maquiavelo tiene menos prevenciones deformantes, por las razones apuntadas más arriba; pero la justeza de su criterio interpretativo no alcanza más que a la época de esplendor Republicano. Maquiavelo descubre —a través de las fuentes latinas— el sentido romano de la voluntad de dominio[112] y —además de crear sobre esta idea una concepción política a la que ha de aferrarse estrechamente— puede, a través de esa idea, entender el desarrollo de la vida romana. Esta voluntad de dominio la ve expresada en la noción romana de virtus; la virtus es el motor capaz de crear un plano político como campo específico de la realización del alma romana, proyectada en la constitución de un Estado omnipotente y en la creación de un área de dominio; pero este cuadro no se daba en toda su pureza sino en la organización republicana[113] y esta misma parece no responder a él cuando Roma entra en la zona de influencia helenística; ya para juzgar este período, Maquiavelo abandona su postulado criterio realista y sostiene que en la crisis de la república no hay sino prevalencia de la virtud egoísta en los conductores y corrupción en la masa, perdiendo de vista el fenómeno general de la formación del imperio[114]. Así caen víctimas de un anatema tan injusto como incomprensivo los Gracos, César, Catilina y, en general, toda la época de Augusto, de la que no parece salvarse más que Catón el menor[115]. Correspondientemente, el imperio no tiene, para Maquiavelo, relieve alguno; aparece como una secuela decadente de la república y sus caracteres generales permanecen ocultos, a pesar de la frecuentación de Tácito, que pudo proporcionarle elementos para un juicio más certero; la caída del imperio, en cambio, período que le permitía a Maquiavelo utilizar su experiencia contemporánea, tiene en su concepción caracteres más definidos, pero, en su sentido general, no aparece sino como el final de la pendiente que se inicia con la decadencia del único período creador que advierte en Roma, que es la república hasta el siglo II antes de J. C.

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II. El criterio metodológico y formal

Es su manera de enfrentarse con la realidad, y no los principios de un métier elaborado sobre la base del trabajo asiduo de las fuentes y la experiencia erudita, lo que determina en Maquiavelo su modo metodológico y la forma de su obra historiográfica.

Frente a sus fuentes y paradigmas, esto es, frente a las obras de las que obtiene sus noticias y frente a aquellas que, independientemente de esa función, cumplen la de inspirar una forma historiográfica, Maquiavelo adopta una posición en consonancia con la de su tiempo. Para cada período adopta una fuente capital que sigue en sus líneas generales, apartándose de ella cada vez que le interesa desviar el punto de vista hacia sus concepciones personales, o cada vez que le interesa agregar o reemplazar nociones que obtiene de otras fuentes: era, en general, el tipo de tratamiento humanístico de las fuentes[116], con cuya corriente coincidía también en el rechazo de los elementos sobrenaturales como motivación histórica, bajo la forma de un pirronismo terminante frente a la tradición del milagro cristiano y de un pirronismo moderado y algo equívoco frente a los prodigios registrados por las fuentes clásicas.

Este distingo entre fuentes clásicas y no clásicas es fundamental en Maquiavelo, porque el índice de duda metódica que adopta frente a las primeras es mucho más bajo que el que adopta frente a las segundas. Maquiavelo conoce, seguramente, la casi totalidad de las obras griegas y romanas que circulaban en su tiempo; sus fuentes predilectas son las que proporcionan mayor cantidad de materiales para su concepción de la vida histórica bajo la faz de vida política; así, la serie constituida por Platón, Aristóteles y Polibio —en orden inverso de estimación y fidelidad— constituye uno de los pilares de su labor historiográfica; de sus obras obtiene datos y noticias, cierto criterio de concatenación de los hechos históricos, y de Polibio, en especial, una concepción de la estructura legal de la vida histórica y de la estructura del plano político[117]; junto a ellos, Tito Livio le proporciona los datos para la comprensión de la república romana y constituye, en consecuencia, otro de sus pilares fundamentales, en tanto que Tácito, cuyo tema atrae menos a Maquiavelo, influye considerablemente en él en la concepción de la forma de la obra histórica y quizá también en la conformación de su estilo. Al lado de estos autores, otras obras clásicas han sido decisivas como paradigmas de la composición historiográfica Diodoro y Diógenes Laercio han configurado su tipo del príncipe en alguna medida, sobre la base del tipo de tirano griego[118], y Jenofonte le ha dado, en la Ciropedia, el modelo de la obra histórica con una línea tendida hacia la normativa política, esquema que se repite en la Vita di Castruccio Castracani y que no está ausente de las Istorie fiorentine[119] . Maquiavelo usa, además, otras obras clásicas, algunas citándolas explícitamente como Plinio y Frontino[120], y otras sin citarlas[121].

Para la historia medieval, esto es, fundamentalmente, para la historia de los Estados italianos, Maquiavelo usa el enorme caudal de las crónicas, especialmente las de los Villani, Cavalcanti o Marchionne di Coppo, los Ricordi de Gino Capponi, el Tumulto dei Ciompi, atribuido al mismo, para la historia de Florencia, a las que pide los datos para sus obras históricas, sus ejemplos para las estrictamente políticas, y a las que sigue con singular fidelidad a lo largo de capítulos enteros; eventualmente, Maquiavelo se vale de Fabio Biondo, representante de la incipiente tendencia erudita para la investigación de la historia medieval[122]. Maquiavelo no somete estas fuentes a una crítica cuidadosa; se limita a tomar sus datos y a suprimir lo que hubiera en ellas de contradictorio con su concepción historiográfica, sea explicación trascendental, sea explicación económica[123]; este último aspecto era uno de los que, en la crónica florentina, adquirían mayor brillo y categoría[124]; pero Maquiavelo —como los historiadores del Humanismo, aunque por distintas razones— prefería soslayar ese plano de la vida histórica, empobreciendo, en cierto modo, la densidad del contenido de su obra.

Además de las crónicas medievales, Maquiavelo no vacila en usar las obras históricas surgidas del Humanismo, especialmente los Historiarum florentinarum libri XII de Leonardo Bruni y los Rerurn gestarum Francisci Sfortiae libri XXXI de Giovanni Simonetta, y, para la historia contemporánea, acude a la documentación directa, como en el caso del libro VIII de las Istorie fiorentine, cuyo material sobre la conjuración de los Pazzi proviene de las declaraciones de uno de los conjurados[125].

Lo más característico de su manera de tratar las fuentes es la deformación de su sentido, basada, a veces, en cierta ligereza y superficialidad al tomar los datos y, a veces, en la alteración premeditada de los hechos para ajustarlos a un esquema preconcebido, como en el caso de la Vita di Castruccio[126]. Esta característica contrasta con el rígido criterio que, en otras ocasiones, postula Maquiavelo: para el político y, en general, para el hombre que quiere operar con la realidad histórico-social —afirma— lo fundamental es prescindir de todos los esquemas hechos con respecto a aquélla y, especialmente, con los esquemas dictados por el deber ser, y acercarse a la realidad verdadera, en la plenitud de su crudeza; lo que hay que buscar, pues, no es la historia que debería haber sido, sino pura y simplemente, la realidad efectiva, la verità effettuale[127]. Este criterio metodológico implicaba la incorporación al campo de las ciencias histórico-políticas de un empirismo radical, correspondiente al que se elaboraba por entonces en todos los campos del conocimiento: Maquiavelo lo aplicó reiteradamente y obtuvo de él resultados justos, cuando trabajaba la historia contemporánea —o la política contemporánea— pero lo traicionó a menudo, unas veces por ligereza, pero casi siempre movido por una contradicción fundamental que anida en el fondo de su labor histórica. Así puede señalarse un contraste radical entre el criterio utilizado cuando se ocupa de la historia reciente de Florencia y de Italia —circunstancia en que prevalece su realismo empírico— con el que usa cuando analiza fenómenos de la historia antigua, como la reforma agraria en Roma[128], la época de César y Augusto[129] o la política general de la oligarquía romana[130], problemas en los que, ateniéndose a sus fuentes, explica superficialmente los hechos según la ortodoxia de la analística romana, sin ahondar en sus motivaciones reales.

Para la exposición del desarrollo histórico, Maquiavelo acude a todos los tipos historiográficos. Las Islorie fiorentine comienzan con un amplio cuadro de la caída del imperio romano y de la evolución del mundo medieval —cuyos materiales pide a Biondo[131]— que adquiere los caracteres de una historia universal; Maquiavelo mismo se refiere a él llamándolo así[132] y el panorama que presenta está animado por un dominio de todos los elementos que las fuentes usadas ofrecían para explicar el fenómeno[133]; para la historia universal propiamente dicha, esto es, la que incluía el mundo oriental y el griego, Maquiavelo sigue el esquema nacido de la tradición bíblica, cuyos datos se combinan, quizá, a veces, con algunas referencias de Heródoto, y de ese esquema proviene su cuadro de la sucesión de los reinos que Maquiavelo utiliza reiteradamente[134].

Con la historia de su ciudad, Maquiavelo consigue forjar, en realidad, el cuadro de una historia nacional, que constituye su creación más completa y profunda. Están percibidas en ella las influencias recíprocas que se ejercen entre la historia externa y la interna y se perciben finamente los procesos políticos, su sucesión y encadenamiento, la fuerza de las situaciones de hecho, la persistencia de las peculiaridades nacionales, todo con un claro sentido de la significación de la nación como unidad histórica. Pero, de acuerdo con su punto de partida, Maquiavelo ve en la historia de la nación florentina un proceso frustrado y lo que, en rigor, persigue, es una historia de la nación italiana, cuyos hitos señeros busca con más insistencia que la vertebración de la historia florentina misma.

En la Vita di Castruccio Castracani, Maquiavelo ensaya el tipo biográfico; si desde el punto de vista de la crítica histórica la obra es sumamente débil, adquiere, en cambio, peculiar significación cuando se la considera como expresión de una tendencia que es fundamental en Maquiavelo: lo que pretende presentar en ella no es tanto la vida del propio Castruccio como ese arquetipo que considera decisivo dentro del juego de las fuerzas históricas v que le interesa como historiador y como político. La biografía se escinde —como en algún ejemplo ilustre— en dos partes sucesivas: la serie cronológica de los hechos y la serie anecdótica caracterizadora del personaje y si en la primera se deforman los hechos para que Castruccio configure el tipo del realizador político, en la segunda se expresa este ideal de manera explícita sin que pueda afirmarse con seguridad la parte que le corresponde a la imaginación de Maquiavelo. Hay, pues, junto al escaso valor “histórico” de la obra, un cierto valor “historiográfico”, en cuanto testimonio de una forma mentis y de un modo metodológico.

En todos los tipos historiográficos que tienta, Maquiavelo acusa los signos del escritor de fibra poderosa, de modo que, con frecuencia, la desvirtuación de lo típicamente histórico se encubre con una armónica y bien construida estructura literaria. Maquiavelo escribe en un momento particularmente difícil, cuando el esquema de la crónica medieval resultaba inutilizable, porque la aparición de los nuevos autócratas y el desarrollo de la vida cortesana imponían serias limitaciones a la autonomía del juicio histórico[135]. Sin embargo, Maquiavelo logra mantenerse fuera de los moldes de la historiografía humanista y, con las enseñanzas de las circunstancias nacidas después de 1494, se enfrenta con las cosas de Italia con mayor claridad que los humanistas del Cuatrocientos. Maquiavelo no es ya un humanista, ni por su concepción de la historia, ni por su sentido de la vida, ni por su formación[136], y su actitud es ya la del individuo contradictorio y afirmativo a un tiempo que configura el hombre moderno. Maquiavelo rechaza la estructura analítica y se siente más cerca de la forma de la crónica, pero está animado de un nuevo sentido, equidistante de la historiografía ancilar y de la libre y objetiva narración de hechos: introduciendo algunos elementos de cada una de las dos formas, da a su obra un sentido más realista y al desarrollo de sus temas una complexión menos objetiva y, al mismo tiempo, menos atada a las fórmulas ortodoxas de la composición.

Pueden señalarse, en efecto, en su obra algunos elementos típicos de la crónica[137], especialmente cuando intercala la narración de un período o de una historia local de modo retrospectivo, y algunos otros característicos de la historiografía humanista, especialmente los discursos elaborados por él y los distintos recursos dramáticos destinados a producir efectos de ese tipo[138] . Pero todo ello está incluido dentro de una línea de desarrollo general realista, de una ordenación de los materiales guiada por un propósito original e irreductible a formas dadas, y ninguno de esos caracteres resultan suficientes para encasillar su obra dentro de alguno de los tipos tradicionales.

Como nota característica de la composición de Maquiavelo, resulta fundamental la constante tendencia a derivar hacia la exposición de principios y hacia la reflexión sistemática sobre cuestiones político-morales, testimonio de la peculiar actitud de Maquiavelo frente a los problemas históricos[139]. Esta tendencia se refleja de modo transparente en el estilo literario de Maquiavelo. Chabod[140] ha señalado agudamente cómo se advierte una notable disminución de intensidad y vigor en el estilo de los pasajes que son meramente narrativos con respecto a aquellos otros que permiten la polémica o la afirmación de principios. En los primeros se advierten defectos graves en un historiador, especialmente cierta incapacidad para la expresión de las diversidades de matices y para la exaltación de los pequeños acontecimientos que señalan y manifiestan las peculiaridades históricas; en los segundos, en cambio, aparece el escritor de garra, cuya concisión es signo de claridad de visión, aptitud ésta que le permite —como dice De Sanctis[141]— llegar de un solo trazo a la médula de las cosas.

Todas sus peculiaridades, todo lo que en él es original y personalísimo, está movido en Maquiavelo por una idea, poderosa y firme, acerca de la finalidad de la obra histórica. Como expresión de la vida política —plano por excelencia de las mutaciones históricas— la historia se torna útil al hombre, que aprende en ella que sus fines no son sino su realización como ser terrenal, y que tal actividad está sujeta a principios de legalidad. La historia no es sino el registro de la experiencia humana en materia de vida política o, lo que es lo mismo, de las formas del comportamiento del hombre como ser animado por una irreprimible voluntad de dominio. Es, entonces, ejemplo y experiencia, y enseña a conocer los mecanismos por medio de los cuales obra el hombre[142] En consecuencia, resulta de su examen una posibilidad de acción dirigida y determinada por su consejo: de aquí que la historia desemboque permanentemente en una sistemática del obrar político, tema que constantemente tienta a Maquiavelo, haciéndolo sentirse descubridor del método histórico en las ciencias políticas[143]. Pero que no se vea en este destino que él atribuye al saber histórico una subalternización de la ciencia histórica sino, por el contrario, su dignificación suprema de saber por excelencia: si la vida histórica es para él, por sobre todo, vida política, su normativa política es un saber para la vida misma; la experiencia histórica no es, pues, una mera técnica al servicio de una actividad entre otras posibles, sino que es experiencia vital, que encierra todas las dimensiones de la vida, cristalizadas en este plano superior y específicamente humano que es el plano político. El saber histórico es, pues, antes que nada, un saber vital, imprescindible e irrenunciable, inherente al hombre y atado indisolublemente a su más específica actividad, que es el cumplimiento de su voluntad de dominio, manifestada en su obrar político.

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CAPITULO QUINTO

IDENTIDAD Y CONTRADICCIÓN DE MAQUIAVELO

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Una mirada de conjunto, echada sobre la obra de Maquiavelo tal como se presenta después del análisis a que acabamos de someterla, parece afirmar la existencia —en Maquiavelo historiador— de un juego pendular del espíritu, desde una profunda identidad consigo mismo hasta una radical contradicción. De esta oscilación nace una constante alteración del punto de vista, cuya desviación reconoce dos polos de atracción de su interés, dos objetivos a cuyo alrededor se estructuran sus materiales, con dos maneras intelectuales distintas: lo histórico y lo normativo Entre el historiador y el político sistemático —-entre la forma mentis de uno y de otro— se entabla un duelo inevitable porque los dos polos, mientras se atraen y se rechazan, se integran en una unidad granítica, indisoluble y vigente como unidad: esta “unidad contradictoria” conforma, a mi juicio, el espíritu de Maquiavelo y hace de él un gran historiador frustrado.

Maquiavelo saca su fuerza de una extraordinaria capacidad de captación de la realidad inmediata bajo todas sus formas, percibida no sólo en la ecuación en que se constituye en el momento de su observación, sino también como eslabón del proceso histórico por el cual se ha constituido como entonces la encuentra, sorprendida en su significación trascendental y en su faz minúscula y burlesca, contemplada a un tiempo mismo con amor y con odio, con optimismo y con amargura. Como hombre de la calle que se detiene en las tabernas y se acerca a los grupos de las plazuelas, que goza de la vida y ríe, Maquiavelo se sumerge en la vida de su tiempo y de su ciudad, que tanto amaba, y aprende, en el estrecho contacto con el hombre anónimo, a conocer sus íntimos rincones y su secreta y multiforme esencia. Pero el hombre que vive la vida que le rodea no se disocia en él del que, entrada la noche, se retira para meditar sobre lo que vive y lo que siente. Temperamento crítico pero también poético, Maquiavelo no renuncia a reconstruir como satírico la vida que vive; pero su burla se nutre de profunda sabiduría y tras ella se oculta el ojo doctísimo que ha sabido encontrar la raíz trágicamente seria de aquello de que ríe. Y tras La Mandragola o la Clizia, tras los cantos carnavalescos o L’asino d’or, Maquiavelo revive una amarga experiencia acerca de las fuentes que alimentan la vida de la Italia renacentista y el patriota se subleva entonces contra su propia burla, conmovido por ella; y, acaso interrumpiendo el ocio literario o la aventura licenciosa, el ciudadano enardecido vuelve a Tito Livio o a Dante para interrogarlos con apasionada imprecación sobre el sentido de la vida. La búsqueda de Maquiavelo no conoce el rigor humanista, medido y académico, ordenado según reglas que le son dadas, lleno de temores convencionales sobre lo que conviene y lo que no conviene decir; la realidad es para él un ente vivo y actuante, unitario en su esencia, y lo ve constituirse a través del tiempo y plasmar en esta forma dentro de la cual vive; una y otra —la que se constituye y la que está ya constituida— forman en su espíritu una sola imagen y su audacia de precursor de tantas cosas le impide detenerse en distingos metódicos para separar lo histórico y lo sistemático: viene de la realidad y va a la realidad, y, en su fruición cognoscitiva, funde ambas actitudes y, malogrando un poco cada una, alcanza a colocar en cada terreno mojones decisivos.

Es, pues, el presente, la realidad circundante, próxima y viva, lo que parecería ser el punto de partida de la meditación de Maquiavelo. Pero también allí se manifiesta su espíritu contradictorio; el presente está ante sus ojos bajó la doble faz de proceso de constitución y de forma estática y constituida, pero se proyecta hacia un futuro ideal, que él postula como imperativo de la acción porque cree que lo que debe llegar a ser es lo que es bajo una máscara, más ilusoria que real; esta transposición es la que proporciona a Maquiavelo su auténtico y verdadero punto de partida, que es, no el presente mismo, sino un futuro ideal próximo, que él imagina que está a punto de ser presente, que configura una realidad, más profunda a sus ojos que no el presente real, y que es la existencia de una Italia unida.

Porque este futuro ideal próximo no es una abstracta imagen de un mundo impreciso y deseable, sino que es una imagen concreta y circunscripta de la Italia: es la Italia unida y fuerte que él ve latente en la Italia desarticulada de su tiempo, potencia entre las potencias del siglo XVI como Florencia o Venecia lo eran frente a los Estados del siglo XIV. Este ideal, o, mejor dicho, su contraste con la realidad contemporánea de su tiempo, es el verdadero punto de partida de Maquiavelo y es el que configura su actitud de historiador y de político sistemático, una sola actitud en él. Toda su labor se desarrolla en la dirección impuesta por este punto de partida; según ella organiza sus materiales y según ella adquieren estructura, y cuando se analiza la totalidad de su labor intelectual se advierte que Maquiavelo no ha hecho sino tratar de prescribir la política y de esbozar la historia de una realidad inexistente: la nación italiana, sotto le stelle al suo bene inimiche.

Es esta dirección la que ha establecido las vías del trabajo histórico de Maquiavelo. Más que la historia de Florencia y más que la de Italia en los diez años que siguen a la invasión, en I Decennale, y más que la de Castruccio, y más que la de Roma, o Francia o Alemania, a Maquiavelo le interesa investigar hasta el fin la historia retrospectiva de su ideal y las causas de su fracaso. El sentido de la Florencia medieval o renacentista le interesa menos que el análisis de las calidades necesarias para lograr aquél y de los factores que pudieron y pueden impedirlo, como le interesa menos la significación del surgimiento de los señoríos en el marco de la Comuna italiana que el rastreo de los esfuerzos hechos en favor del establecimiento de una autoridad fuerte, con vistas a la unificación de Italia. Y, entonces, el campo de la investigación se torna mostrenco, indiviso, ilimitado, y de la pura narrativa histórica Maquiavelo salta a cada instante a una morfología histórica y de ésta a una normativa política, sin que los límites entre los campos cognoscitivos y los distingos entre los procedimientos instrumentales alcancen significación para su preocupación esencial de patriota.

Esta contradicción es fundamental en Maquiavelo. Existe en el historiador una vocación temática a la que no puede sustraerse y que corresponde ajustadamente a su concepción de la vida histórica. El Maquiavelo historiador está traicionado por su propio tema, que no es sino la historia del fracaso de su ideal político y, en cierto modo, una capitis diminutio para su concepción historiográfica. Por eso son las acotaciones sobre ese fracaso lo que condiciona su obra histórica, lo que jerarquiza sus materiales, lo que establece la dirección y el sentido con que se ordenan. Y mientras las acotaciones sobre el fracaso de su ideal político malogran el desarrollo comprensivo y narrativo, se van acumulando y van constituyendo los pilares de una morfología de la historia y de una ciencia política sistemática, elaborada sobre la historia y a costa de la obra histórica que quería construir.

La contradicción incide de inmediato sobre su método. Al realismo empírico postulado para el conocimiento de la realidad inmediata y ejercitado por el Maquiavelo político para alcanzarlo, opone el Maquiavelo historiador un idealismo racionalista para la consideración de todos los procesos históricos remotos, que deforma, según ciertos principios del “deber ser”, negándose a una atenta revisión de las motivaciones admitidas por sus fuentes, realizable a la luz de sus propios principios empiristas. Así disminuye su capacidad para la comprensión de lo individual histórico y frustra con ello dotes innegables de historiador manifiestos en el análisis de la realidad contemporánea.

De tal suerte, la historia comprensiva y narrativa —que tienta a veces con éxito— se aherroja dentro de una filosofía de la historia dogmática, con escasa doctrina y de base empírica, que exige su permanente comprobación por los hechos, con lo que se constriñe a deformarlos con pareja continuidad para asentarla en sus líneas generales. De allí nace una estructura historiográfica firme y coherente, bien asentada en sus fundamentos generales, pero debilitada y negada, a veces, por el desarrollo narrativo, por los errores y las deformaciones voluntarias e involuntarias —que de ambas se encuentran—, por las sobreestimaciones y las subestimaciones polémicas y arbitrarias, y por las falsas secuencias establecidas a pesar de los hechos comprobados o comprobables.

Podría definirse esta contradicción inmanente de Maquiavelo como el resultado de una interferencia constante entre dos polos de su espíritu: el histórico y el sistemático. De esa interferencia nacen curiosas relaciones de subordinación; la acción política que postula el sistemático depende de la experiencia histórica, pero la ciencia histórica que elabora el historiador depende estrecha y subsidiariamente de la sistemática política que erige en principio fundamental de su concepción historiográfica. Esta contradicción interna —fruto paradójico de su unidad interior— hace de Maquiavelo un historiador frustrado. Su innegable y magnífica intuición para la realidad inmediata trasunta una latente aptitud para la percepción de lo histórico individual, pero obra en su espíritu, como fuerza hostil a aquélla, una capacidad generalizadora y normativa de tal poder que la oscurece y la domina, y que ha incitado secretamente a Maquiavelo a postular el plano político como campo específico de las mutaciones históricas, porque allí logra huir de la narración objetiva del proceso histórico y derivar hacia la generalización de las normas del obrar político.

El historiador se frustra cuando enfrenta su tema, porque su tema contradice y niega su vocación política. Más agudo y más fino que Commines o Bacon, Maquiavelo es, sin embargo, menos historiador que ellos, en quienes el tema de la historia de la nación permite la confluencia de su concepción con el desarrollo histórico que analiza. En aquellos dos, el realismo empírico conduce su labor exactamente hacia la conclusión que deseaban, y nada los arrastra a abandonar la narración comprensiva por una acotación constante de los fundamentos del fracaso de la idea que deseaban ver realizarse en el proceso histórico. Y Maquiavelo no ha sabido, como Guicciardini, entregarse, escéptico, a la comprobación del fracaso, y aborda la historia para justificarlo, si es lícito, y para obtener de ella las enseñanzas para una acción que lo corrija. Con el lema ciceroniano, que Lorenzo Valla había vivificado, Maquiavelo se inclinaba sobe la historia para aprender el secreto de la existencia y frustraba con su vocación generalizadora su latente dignidad de historiador, para erigir sobre su fracaso el triunfo del teórico del Estado moderno.

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NOTAS

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1 Maq., Princ., VI, ed. Mazzoni y Casella. Tutte le opere storiche e litterarie di N. M., Firenze, Barbera, 1929, p. 13/14. En adelante se citará siempre de acuerdo a esta edición de obras completas.

2 Maq., Carta a Riccardo Bechi, —según algunos— del 8 de marzo de 1498, p. 875 y ss. Sobre el significado de esta carta, Villari, Machiavelli e i suoi tempi, Hoepli, 1913, I, 293; Alderisio, Machiavelli, Bocca, 1930, p. 10 y ss.; Osimo, Introduzione a Scritti politici scelti, Vallardi, 1910, p. XII-XIII.

3 Maq., Descrizione del modo tenuto dal Duca Valentino nello ammazzare Vitellozzo Vitelli, Oliverotto da Fermo, il signor Pagólo e il Duca di Gravina Orsini, p. 743 y ss.; Alderisio, op. cit., p. 22 y ss. Una reseña de la totalidad de las legaciones de M., en Osimo, Yillari, op. cit.

4 Maq., Ritratto di cose di Francia, p. 731 y ss.; Alderisio, op. cit. p. 60 y ss.; Osimo, op. cit., LIX.

5 Maq., Relazione sulla istituzione della Nuova Milizia, en Villari, op. cit., I, p. 637; Alderisio, op. cit., 51 y ss.; Osimo, op. cit., XLV y ss. Sobre otros aspectos de las preocupaciones prácticas de M., véase Maq., Parole da dirle sopra la provisione del danaio, fatto un poco di poemio e di scusa, p. 788 y ss.

6 Sobre el Decennali primo —de 1504— véase Osimo, op. cit., p. XI, y sobre el secondo —de 1509— op. cit., p. LVI. También Villari, op. cit., Tomo I, y II, p. 117.

7 Maq., Carta a Francisco Vetttori (IX), p. 884 y ss.

8 Schneider, Filosofía de la Historia, ed. Labor, p. 91.

9 Maq., Principe, XVII, p. 33.

10 Maq., Disc., II, pról. p. 136.

11 Maq., Disc., I, pról. p. 58.

12 Dilthey, L’analisi dell’uomo e l’intuizione della natura, tr. it. de G. Sanna, Nueva Italia, Tomo I, p. 41.

13 Maq., Disc., I, XXVII, p. 95. Véase más adelante cómo existe una minoría de los totalmente buenos y los totalmente malos.

14 Maq., Disc., I, III, p. 62.

15 Maq., Ist. Fior., IV, XVIII, p. 484; Disc., I, XLVI, p. 116; I, LVIII, p. 130 y ss., (obsérvese que el título de este capítulo no corresponde exactamente a su contenido).

16 De Sanctis, Storia della Letteratura italiana, II, p. 54, Treves, Milano, 1930; Dilthey, op. cit., I, 38 y ss.

17 Aristóteles, Política, I, i, 9; Polibio, Hist., VI, v.

18 Maq., Disc., I, ii, p. 60; véase Dunning, A history of political theories, Tomo I, p. 305, Macmillan, London, 1919.

19 Dilthey, op. cit., I, p. 42.

20 Maq., Disc., I, ii, p. 60, dependiente de Polibio, VI, v.

21 Maq., loc. cit., dependiente de Polibio, VI, vi.

22 Maq., Ist. fior., III, i, p. 444.

23 Maq., Disc., I, i, p. 58/59; I, ix, p. 72 y s.; I, xi, p. 76 y ss.

24 Maq., Disc., I, xi, p. 76.

25 Maq., Disc., I, ix, p. 72.

26 Maq., Disc., I, xlii, p. 113/114.

27 Maq., Disc., I, Iviii, p. 130.

28 Maq., Ist. fior., IV, xxxiii, p. 498.

29 Dante, Commedia, Purg., VI, versos 127 y ss.

30 Burckhardt, Die Kultur der Renaissance in Italien, Kroner Verlag, p. 78/9.

31 Dilthey, op. cit., I, 14 y ss. y 42 y ss.

32 Chabod, Introduzione a II Principe, ed. de la Collezione di Classici italiani, Unione tipografico-editrice torinese, 1927, p. xxx/xxxi; Chabod, N. Machiavelli, en Enciclopedia italiana, p. 782.

33 A. Weber, La crisis de la idea moderna del estado en Europa, Rev. de Ooccidente, 1932, p. 12, y Jellineck, Allgemeine Slaatslehre, citado por él.

34 Maq., Disc., I, ii, p. 60, dependiente de Polibio, VI, v.

35 Queda apenas esbozada la relación entre ética y política, uno de los problemas más importantes y más estudiados que propone M.; véase Ercole, Dante e Machiavelli, Soc. editrice política, Roma, p. 25 y ss.; Alberisie, Machiavelli, Bocca, Torino, 1930, p. 166 y ss.; Chabod, art. Machiavelli, en Enc. it., p. 782; Dunning, op. cit., I, p. 297; De Sanctis, op. cit. II, p. 69.

36 Maq., Vita Castruccio Castracani, p. 761.

37 Maq., Principe, XV, p. 31.

38 Maq., Disc., I, xliv, p. 115; II, xiii, p. 156; III, ii, p. 196; III, vi, p. 199 y ss.; Principe, VI, p. 13/14.

39 Maq., Disc., I, xxv, p. 93.

40 Maq., Ist. fior., VII, ii y iii, p. 562/3.

41 Ercole, op. cit., p. 28.

42 Maq., Disc., I, xii-xv, p. 78 y ss.

43 Maq., Disc., I, xi, p. 76.

44 Maq., Ist. fior., VII, vi, p. 566.

45 Maq., Disc., II, ii, p. 141.

46 Maq., Ist. fior., III, vii, p. 450.

47 Maq., Ist. fior., VII, xiii, p. 572.

48 Maq., Disc., II, x, p. 152.

49 Maq., Ist. fior., IV, x, p. 478; Disc., III, i, p. 193.

50 Maq., Disc., I, ii, p. 60 y ss., dependiente de Polibio, VI, v y ss.

51 Maq., Ist. fior., V, xxxiv, p. 528, et alibi.

52 Maq., Ist. fior., II, xxv, p. 426; VII, ii, p. 562.

53 Maq., Ist. fior., VII, i, p. 561.

54 Maq., Ist. fior., II, iii y ss., p. 410 y ss.; II, xvi y ss., p. 419 y ss.; III, ii y ss., p. 444 y ss.

55 Maq., Ist. fior., III, i, p. 443 y ss.; Disc., I, iv-v, p. 63 y ss.; Principe, IX, p. 20.

56 Maq., lstorie fior., II, xv, p. 418; III, v, p. 446 y ss.; III, xxix, p. 472; V, viii, p. 505; VII, iv, 564; y V, iv, p. 502; V, vi, p. 503.

57 Maq., I Capitali, Di fortuna, v. 130 y ss., p. 848; Disc., II, pról., p. 135/6; Ist. fior., I, i, p. 380; Arte della guerra, 1, II.

58 Véase sobre esta idea Dilthey, op. cit., I, p. 42 y ss. y De Sanctis, op. cit., II, 69/70.

59 Maq., Ist. fior., III, i, p. 444.

60 Ercole, op. cit., p. 27/30.

61 Maq., Disc., III, i, p. 193.

62 Maq., loc. cit.; véase cómo ha sido observado el fenómeno de las órdenes mendicantes (p. 195) ; Chabod —art. Mach. en Enc. It., p. 784— ha observado cierta relación entre esa idea maquiavélica y la experiencia cristiana de la purificación por el retorno a los principios evangélicos.

63 Véase Ercole, op. cit., p. 26/7, que da los textos para estudiar la transformación de los conceptos políticos; véase especialmente Ist. fior., III, v, p. 448 y V, viii, p. 505.

64 A pesar de su mecanicismo preponderante, Maquiavelo concibe y explica alguna vez los cuerpos políticos por su semejanza con el cuerpo humano; véase Ist. fior., V, viii, p. 505.

65 En Disc., II, i, p. 137, Maquiavelo recuerda que muchos —y entre ellos Plutarco— han atribuido el éxito de Roma a causas trascendentes, que él niega. Obsérvese que es también la posición de San Agustín y que de ella arranca la concepción cristiana de la trascendencia de la Historia.

66 Disc., I, iv, p. 63.

67 Véase supra, p. 42 y ss.

68 Disc., I, xxxix, p. 109.

69 Principe, VI, p. 12.

70 Disc., I, xii, p. 79; Ritr. delle cose della Magna, p. 7-10.

71 Disc., III, xliii, p, 257 y ss.

72 Véanse los textos citados en nota 56 y Ist. fior., VII, xviii, p. 576.

73 Principe, XXVI, p. 49.

74 Disc., II, v, p. 147.

75 Disc., III, xliii, p. 257.

76 Este sentido —posibilidad y deber— es el de la concepción maquiavélica de la forzosidad de la constitución de una Italia unida; véase Principe, XXVI y los pasajes que establecen la responsabilidad del Papado en la decadencia de Italia, especialmente, Ist. fior., I, ix, p. 388 y Disc., I, xii, p. 79, y los que se refieren a los esfuerzos de Lorenzo frente a la ceguera de Ludovico Sforza, en Ist. fior., VIII, xxvi, p. 621.

77 Disc., I, lvii, p. 129.

78 Disc., I, xxvi-xxvii, p. 94/95.

79 Disc., I, lviii, p. 130 y ss.

80 Disc., I, Iv, p. 126.

81 Loc. Cit.; Rittr. di cose di Francia, p. 731.

82 Loc. cit.; Rittr. delle cose della Magna, p. 740.

83 Disc., I, xliv, p. 114.

84 Disc., I, lv, p. 127; Ist. fior., VII, xxviii, p, 583; Chabod, Introduzione a Il Principe, ed. cit., p. II y ss.

85 Ercole, op. cit., p. 30 y ss., donde explica la contraposición maquiavélica entre masa y minoría y señala los textos.

86 Una caracterización aguda en De Sanctis, op. cit., II, p. 61, 65/6 y 69; véase Chabod, art. Mach. en Enc. it., p. 787 y Füter, Geschichte der neueren Historiographie, dritte Auflage, 1936, p. 63 y ss.; Ercole, op. cit., loe. cit.

87 Sobre este problema, Cassirer, Individuo e cosmo nella filosofía del Rinascimento, cap. III, p. 119 y ss., Nuova Italia, Firenze, 1935.

88 Principe, XXV, p. 48.

89 Véase especialmente Disc., I, iv, p. 63; II, i, p. 137; Principe, XXIV, p. 47.

90 Gentile, Studi sul Rinascimento, p, 109; una discusión de su punto de vista en Alderisio, op. cit., p. 120.

91 Especialmente I Capitali, De fortuna, passim; Carta a Francisco Vettori, p. 884; Its. fior., III, xxiii, p. 466; IV, xxxiii, p. 498; VI, iv, p. 532.

92 Principe, XXV, p. 48.

93 Disc., II, xxix, p. 187; II, xxx, p. 189; Principe, IX, p. 20; XIII, p. 28; XIV, p. 30; Vita Castr., p. 759 y 760; Véase Alderisio, op. cit., cap. VI, p. 116 y ss; Ercole, op. cit., p. 24 y ss.; Burd, Maquiavelo, en Historia Moderna de Cambridge, tr. esp. de “La Nación”, Tomo I, p. 324/ 5; Dilthey, op. cit., Tomo I, p. 42 y ss.

94 El concepto y la expresión son de Ercole, op. cit., p. 24 y ss. Ercole sostiene, sutilmente, que como realidad, la fortuna no es sino el resultado de la voluntad de muchos individuos, la cual construye una realidad, que es, luego, la que encuentra cada uno de ellos cuando, a su vez, se enfrenta con ella. La tesis, a mi juicio, peca de sutil y no la encuentro suficientemente apoyada en los textos, aun cuando parece que podría inferirse de su uso en la explicación de los fenómenos históricos.

95 Ercole, op. cit., p. 26.

96 Vita Castr., p. 763. Véase Füter, op. cit., p. 64; esta idea de la ocasión preocupa a Maquiavelo; I Capitali, Dell’occasione, p. 853.

97 De Sanctis, op. cit., II, p. 58.

98 Ritr. di cose di Francia, p. 731 y ss.; Principe, XXI.

99 Principe, XXVI.

100 Ist. fior., I, vi, p. 384 y ss.; VIII, xviii, p. 605, y xxxvi, p. 621.

101 Disc., I, xii, p. 78; Ist. fior., I, ix, p. 388, y xxiii, p. 397.

102 Ritr. di cose di Francia, p. 731 y ss.; Disc., I, lv, p. 126.

103 Ist. fior., III, v, p. 446/8; VII, xxviii, p. 583; Disc., I, xvii, p. 85; lv, p. 126; II, pról., p. 136; Principe, XXIV. Véase Ercole, op. cit., p. 35 y ss.

104 Cargados con esta culpa veía al Papado —véase textos citados en nota 4—, a Milán y a Venecia; Principe, III, p. 8; XXI, p. 44.

105 Principe, XII; Disc., I, xxi, p. 90 y xliii, p. 114; II, x, p. 152 y xx, p. 171: Ist. fior., I, xxxix, p. 407 y VI, xx, p. 545.

106 De Sanctis, op. cit., p. 52.

107 Ist. fior., I, xv, p. 391; xxiii xxv, p. 397 y ss.

108 Véanse pasajes citados en notas 98 y 102.

109 Véanse pasajes citados en nota 84.

110 Esta incomprensión está latente en toda la extensión de las Istorie fiorentine, y es, acaso el más grave defecto de la Vita di Castruccio, cuya deformación del personaje oculta la verdadera significación de la ciudad como tal.

111 De Sanctis, op. cit., p. 74 y s. Ercole, op. cit., passim.

112 Ercole, op. cit., p. 44; De Sanctis, op. cit., p. 59/60. No se citan pasajes porque, en rigor, esta interpretación de la república romana está latente en toda la obra de M., especialmente en los Discorsi.

113 Dilthey, op. cit., I, p. 21.

114 Disc., I, x, p. 74; xxxvii, p. 105; lii, p. 122; III, i, p. 193.

115 Disc., III, i, p. 193.

116 Füter, op. cit., p. 69.

117 Dilthey, op. cit., I, p. 36, cree que es Polibio el autor que mayor influencia ha ejercido sobre M. Véase la observación de Alderisio, op. cit., p. 88, nota, y Dunning, op. cit., I, p. 291.

118 Füter, op. cit., p. 63/5.

119 Füter, op. cit., p. 65.

120 Ist. fior., II, ii, p. 409.

121 En Disc., I, iv, p. 127, al considerar el origen de las virtudes de los alemanes, glosa un argumento de Cesar, Bell. Gall. IV, ii, pero no lo nombra, trasladando, seguramente, a César historiador la animadversión que siente contra el político.

122 Füter, op. cit., p. 69; Chabod, art. Mach. en Enc. It., p. 786; Villari, op. cit., Tomo III, p. 199 y ss.

123 Füter, op. cit., p. 60.

124 Burckhardt, op. cit., p. 70 y ss. y 222, pudo decir que Florencia fue la patria de los nuevos estudios históricos.

125 Villari, op. cit., Tomo III, p. 281.

126 Füter, op. cit., p. 63 y ss.; Villari, op. cit., Tomo III, p. 69 y ss.

127 Principe, XV; Sobre el sentido de esta expresión, véase De Sanctis, op. cit., II, p. 54 y 61/62; Burd, Maquiavelo en Hist. Moderna de Cambridge, tr. esp. de “La Nación” Tomo I, p. 329/30; Alderisio, op. cit., p. 155 y ss., que caracteriza esta noción y discute su significado y sus diversas interpretaciones.

128 Disc., I, xxxvii, p. 105 y ss.

129 Véase pasajes citados en nota 114.

130 Disc., III, xlix, p. 261.

131 Véase nota 122.

132 Ist. fior., II, ii, p. 409.

133 En efecto, las omisiones que podrían señalarse en el cuadro de la crisis del Imperio, encubierta por la idea general de “decadencia”, son, en rigor, imputables, más que a Maquiavelo, a sus fuentes; es imputable a él, el no haber usado frente a ellas una mayor agudeza de penetración que le hubiera permitido ver otras causas, algunas de ellas indicadas; es igualmente imputable a Maquiavelo la escasa profundidad con que observa el fenómeno de las luchas entre Imperio y Papado; véase pasajes citados en nota 107.

134 Disc., II, pról., p. 135 y ss.; I Capitali, Di Fortuna, v, 130 y ss., p. 848.

135 La observación es de Füter, op. cit., p. 56 y está indicada tambiénen Burckhardt, op. cit., p. 221 y ss.

136 Füter, op. cit., p. 9 y ss., comparado con p. 55/6 y 60 y ss.

137 Ist. jior., I, xxvi-xxvii, p. 398 y ss.; xxix, p. 401; V, xv-xvi, p. 511 y ss.; VI, xxiii-xxiv, p. 556 y ss.; I, xvi, p. 391.

138 Ist. fior., Dedicatoria (sobre la obra histórica de encargo) ; II, xxxiv, p. 434; III, xxiii, p. 466; IV, ix-x, p. 477; xvi, p. 482; xxvi, p. 490; xxvii, p. 491; xxxiii, p. 498; V, xi, p. 507; xxi, p. 515; VI, xx, p. 544; VII, v-vi, p. 565; xviii, p. 576; VIII, x, p. 597; xxxvi, 620. Vita Castr., p. 759 y ss. Véase Füter, p. 66.

139 Véase especialmente Ist. fior., VII, i, p. 561.

140 Chabod, art. Mach. en Ene. it., p. 787.

141 De Sanctis, op. cit., II, p. 63.

142 Véase Ist. fior., I, proemio, p. 378; VI, xx, p. 545; Disc., I, pról. p. 56; III, xxx, p. 240; Principe, XIV.

143 Disc., I, pról., p. 56; Véase Dunning, op. cit., I, p. 292; Füter, p. 66.