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Mommsen y el Imperio Romano. 1946 https://jlromero.com.ar/textos/mommsen-y-el-imperio-romano-1946/ |
En su Vida de Marco Bruto, escribía a principios del siglo XVII don Francisco de Quevedo, él que tan de cerca había conocido las injusticias de reyes y privados: "Mal entendió Marco Bruto la materia de la tiranía, pues juzgó por tirano al que la valentía y el séquito de sus virtudes y sus armas, asistidas de fortunados sucesos, en una
Nada más expresivo para ejemplificar la sensibilidad política del siglo, la misma que predominó hasta las postrimerías del siguiente. A los ojos de los espíritus avisados, el Imperio Romano parecía el más alto modelo para los príncipes absolutos, y su historia claro espejo para prevenir los múltiples azares de la política. Y como no podía menos de suceder, esta opinión estimuló el conocimiento y guió la preferencia de los estudiosos.
Ya a fines del siglo XVII se ocupó detalladamente del Imperio Romano Le Nain de Titlemont; ajustado a los principios metodológicos de los benedictinos de San Mauro, intentó un severo cotejo de todas las fuentes literarias y escribió su Histoire des empereurs et des autres princes qui ont regné durant les six premiers siècles de l'Eglise. Publicada en 1690, la complementó luego con su Memoirs pour servir à l'histoire ecclesiastique des six premiers siècles. Con los mismos materiales, aunque con orientación harto diferente, estudiaron la historia del Imperio Montesquieu y Gibbon; el primero intentó un vasto y profundo análisis de su estructura política y espiritual en las Considérations sur les causes de la grandeur et de la décadence des Romains, que vió la luz en 1734; el segundo publicó treinta años después su Decline and fall of the Roman Empire, a través de cuyas páginas procuró explicar –a la luz de las concepciones iluministas– el proceso de transformación y perduración del Imperio. Sin embargo, este interés, al que movían las inquietudes políticas propias de la época, no pudo dejar de sufrir un eclipse cuando la Revolución Francesa suscitó otros ideales políticos. Transitoriamente, las preferencias se orientaron entonces hacia la
El tema del Imperio, sin embargo, debía reaparecer muy pronto. Sólo en parte tenía razón Ortega y Gasset cuando decía que "el siglo XIX sólo podía entender la Roma
Teodoro Mommsen había nacido en 1817 en Schleswig –las tierras del futuro litigio–, y se dedicó intensamente a los estudios jurídicos, encaminándose poco a poco hacia la historia del derecho romano. Un viaje por Italia orientó decididamente su vocación hacia los estudios históricos. Ese mismo año –1844– apareció su primer trabajo importante sobre las tribus, y al año siguiente publicó los Estudios oscos, a los que seguirían poco después otros dedicados a cues¬tiones paleográficas y lingüísticas. Para ese entonces Mommsen era ya profesor de derecho romano en la Universidad de Leipzig y participaba activamente en la vida política. Liberal decidido, sus opiniones y su militancia le valieron la pérdida de su cátedra en 1850, y se trasladó a Zurich, de donde pasó más tarde a Breslau. Las múltiples experiencias y el vasto saber acumulado proporcionaron a Mommsen una mezcla curiosa de madurez y de entusiasmo polémico, que caracterizaría la Historia Romana, en que trabajaba por entonces. Cuando volvió a Alemania, en 1854, comenzó a publicar su obra, el último de cuyos tres tomos apareció en 1856. Dos años más tarde se incorporaba Mommsen a la Universidad de Berlín, y allí recomenzó su infatigable labor de investigación que no debía cesar sino con su muerte, en 1903.
Las convulsiones que había su¬frido
Se ha dicho que la obra de Mommsen –obra de juventud y madurez intelectual a un tiempo– pertenece a ese género que suele llamarse "historiografía de partido”; acaso sea cierto en alguna medida, pero no por eso deja de manifestar el designio de alcanzar cierto tipo de objetividad. Mommsen era esencialmente antirromántico, y se había propuesto desnudar a la historia romana de los preconceptos que la envolvían y arrancaban de la tradición literaria latina. Nacida de las clases ilustradas y poderosas, esa tradición era, aunque no lo quisiera, tradición de clase. Los complejos problemas sociales que él entreveía por debajo de los fenómenos políticos no podían estudiarse sino muy ligeramente en esas fuentes: y resuelto a que su objetividad no se refiriera solamente al análisis de los testimonios, sino también a la interpretación de los hechos, decidió buscar sus datos donde pudiera hallarlos libres de toda intención preconcebida. Mommsen había comenzado a reunir inscripciones y pronto se convenció definitivamente de que esa era la fuente primordial que necesitaba; y usando de ella con prudencia y sagacidad, mediante un esfuerzo que revela igualmente la paciencia y el genio del sabio, consiguió esbozar un panorama claro y coherente de lo que se escondía tras la historia política: la evolución de la economía, los choques de intereses y, sobre todo, la transformación y diversificación de los elementos sociales con su inevitable corolario de conmociones internas. De este nuevo planteo salió rejuvenecida la historia romana, que vio abrirse ante sí un vasto campo de trabajo, en el que laboraron luego muchas generaciones de estudiosos.
Mommsen obtuvo buenos frutos del método epigráfico, que sabía combinar sabiamente con los otros ya en uso. Era un conocedor consumado de las fuentes literarias y jurídicas y muy experto en los problemas filológicos; pero, sin duda, pudo llegar más lejos con los nuevos recursos que le proporcionaban las inscripciones, sobre todo en los problemas referentes a la época imperial, que él iluminó con una nlueva luz. En efecto, a través de los historiadores latinos el Imperio parecía como un mero contorno de la ciudad conquistadora, y Mommsen enseñó a concebirlo como una totalidad con sentido propio, una totalidad en la que la antigua metrópoli no constituía sino un simple elemento, casi una supervivencia: acaso sea éste el más importante servicio que prestó a los estudios clásicos su magistral libro sobre las provincias, desde César hasta Diocleciano.
No se equivoca Gooch cuando compara la labor crítica cumplida por Mommsen con respecto a Tácito con la de Niebuhr con respecto a Tito Livio. La fuerza moral, el vigor del relato y otras muchas virtudes del hombre y del literato habían prestado a Tácito una categoría como fuente histórica superior a la que merecía en justicia. Sin negar ninguno de sus méritos, Mommsen dejó establecida la equivocada limitación de su enfoque; el Imperio no era la ciudad de Roma ni era solamente la política dirigida desde Roma; era necesario, a sus ojos, dejar de lado la historia palaciega y buscar en cambio con infatigable perseverancia nuevos datos para reconstruir la historia de las provincias, cuya fisonomía se estructuraba por entonces. El panorama cambió totalmente. Si durante la era imperial la capital pudo envilecerse, las provincias alcanzaron un alto nivel de desarrollo, muy superior al de la época
Mommsen cree ver una unidad política y espiritual en el Imperio; como virtualidad primero, como designio luego, finalmente como realidad lograda. Si originariamente era sólo una unidad de hecho, resultado de la conquista, el programa, la misión y el triunfo del principado fue transformarla en unidad profunda e íntima. Sin embargo, Mommsen señala que se oponía a esa tarea unificadora, en lo espiritual, una radical dualidad, cuyos núcleos estaban constituidos por los elementos latinos y griegos. Sucesivamente, el principado quiso hacer de cada uno de esos elementos el común denominador de toda la vasta extensión que dominaba políticamente. Augusto y los príncipes de la dinastía Julio-Claudia fueron los propulsores de la latinización, y esa política es la que se adivina a través de la intencionada narración de Tito Livio y de la alta poesía virgiliana. Pero a partir del siglo II, los Antoninos adoptan un distinto punto de vista; el instrumento apropiado para la unificación es el helenismo, y toda la fuerza del Estado se vuelca en esa nueva política. Retores, filósofos y juristas constituirán el contorno de los príncipes, alguno de los cuales parecía desear, mientras enfrentaba al enemigo bárbaro, el trueque del "paludamentum” por el manto del sabio. Es sabido cómo esta tendencia a la helenización condujo más tarde al predominio de los elementos orientales.
Sin embargo, la política helenizante no parecía querer arrastrar al Occidente latino. Acaso se produjera allí la helenización por la mera fuerza de las cosas; pero el Estado romano trabajó por la defensa de las viejas tradiciones, y tal fue el sentido de la sostenida resistencia a la entrada de los cultos extranjeros en Italia. Mommsen señala que los cultos egipcios y judíos merecían la más decidida protección del Estado romano en sus respectivos países, pero que, en cambio, había severas restricciones para su difusión en el Occidente. Esfuerzo estéril. Isis y Jehová encontraron adoradores en todas partes hasta las columnas de Hércules, porque la ola mística que venía del Oriente movía a los espíritus en busca de religiones de salvación; y aquellos dioses prometían lo que no podían dar las divinidades marmóreas del culto del Estado romano.
Con más vigor aun defendió Roma en todas partes el culto imperial, piedra angular de la unidad política. Si Augusto no vaciló en ordenar que se sacrificara a Jehová en favor del emperador en el templo de Jerusalén, con más energía exigió que se cumplieran los cultos oficiales establecidos según la tradición romana. En rigor, era el Estado lo que se deifi¬caba, pero a medida que palidecía la tradición latina y tornaban a predominar los principios helenísticos y aun orientales, la deificación alcanzaba cada vez más la persona misma del emperador. Acaso por eso se llegó, tras la reordenación del poder por Diocleciano, a la autocracia. En este punto se detiene Mommsen en su examen de la era imperial. Cosa curiosa, ya antes, en su Historia Romana, habíase detenido también en un momento crucial, cuando quedaba por diseñar el destino de la vasta creación política de Julio César. Y acaso en ambos casos fuera la inquietud por el problema del cesarismo lo que determinó la limitación de su tema.
En efecto, en su examen de la época
Poco más adelante, preveía Mommsen las conclusiones a que llegaría en su estudio sobre el Imperio. El cesarismo destruiría el desarrollo libre de la comunidad. Sin duda, logró la unidad espiritual del Imperio, aun al precio de su tono interior. Pero dejó como secuela cierta tendencia a la autocracia, apenas contenida por el desarrollo del derecho. Con todos esos elementos a la vista, Mommsen echó las bases de una visión moderna del Imperio, dentro de la cual, ha podido ordenarse la ingente investigación que siguió sus huellas.
1. Traducida como El mundo de los Césares, por el Fondo de Cultura Económica, México, 1946.