Nápoles: una burguesía fracasada. 1970

¿Es alegría lo que reina en Nápoles? Más bien parecería que los sentimientos y las actitudes que predominan, sobre todo en las clases populares, merecen otro nombre, Las clases populares crearon un folklore —más melancólico que alegre—, y Nápoles lo conserva por tradición, pero cada vez con menos fuerza. Quizá sea que las clases populares de Nápoles no están para folklore, o quizá sea que la única forma viva del folklore popular napolitano sea la refinada astucia que las clases populares se ven obligadas a desarrollar para poder sobrevivir.

Las clases populares viven preferentemente en la ciudad vieja, en tanto que las nuevas burguesías buscan los tranquilos rincones del Vomero o, mejor aún, las calles vecinas de la Piazza dei Martiri, la Riviera de Chiaia, la Via Calabrito o la Dei Mille. Algo separa profundamente unos barrios de otros, tan profundamente que el tema de las dos ciudades es uno de los que prefieren quienes intentan explicar el curioso fenómeno napolitano. Nápoles, en efecto, está compuesta ahora por dos ciudades: la vieja y la nueva o relativamente nueva, antítesis que oculta otras más dramáticas. Pero estuvo antes también compuesta por dos ciudades sociales que coexistían en el mismo lugar, en el recinto de la vieja muralla aragonesa que corta la inimaginable Spaccanapoli, cuyos tres tramos —Vicaria Vecchia, San Biagio ai Librai y el que hoy se llama Benedetto Croce en honor del maestro que vivió en él— conservan numerosos viejos palacios al lado de apretadas y casi siniestras casas de vecindad. Por eso el tema de las dos ciudades, referido a Nápoles, tiene un significado profundo y ambiguo a un tiempo.

Una cosa es cierta, sin embargo: que antes y ahora la sociedad napolitana se compone predominantemente de dos términos, sin que fluya entre ellos esa capa social fluida y cambiante que origina el desarrollo de una burguesía vigorosa. Y si ahora es Nápoles una ciudad de violentos contrastes sociales, no sólo es porque lo fue siempre, sino también porque a partir de cierta fecha una naciente burguesía fracasó en su intento de desalojar a la vieja clase señorial de la dirección de la vida urbana y regional.

Hasta esa fecha —que se sitúa entre el siglo XVIII y el XIX— Nápoles fue una ciudad de señores y plebeyos que coexistían dentro de los mismos muros y muy próximos entre sí. Desarrollada casi sobre los límites de la vieja ciudad grecoromana, la Nápoles de la Edad Media fue la capital de un reino eminentemente feudal, en el que se sucedieron dinastías diversas: normandas, alemanas, francesas, aragonesas, cada una de las cuales nutrió su propia nobleza y vigorizó su corte extranjera para consolidar su poder. Los señores proliferaron. Ricos en tierras que aseguraban su poderío, preferían la vida en la ciudad-corte, desde donde la monarquía prodigaba sus favores; y las torres y los palacios testimoniaron la riqueza y los privilegios de esa aristocracia varias veces renovada que hacía de la ciudad un centro fastuoso de vida cortesana, nutrido por una vasta clientela plebeya que vivía bajo la protección de los señores y de su magnanimidad. Los palacios se sucedieron sobre las calles principales, sobre las plazuelas que le prestaban dignidad, cerca de las iglesias que respaldaban la sagrada autoridad de los señores. Y a su lado, o detrás de ellos, viviendas miserables alojaban a esa clientela plebeya que, a diferencia de la de otras ciudades de vigoroso desarrollo mercantil, no tenía otras opciones para sobrevivir que las que los propios señores ofrecían.

Ceñida por la muralla que hicieron construir los reyes de la dinastía aragonesa, Nápoles tomó los caracteres de una ciudad gótica, aunque el estilo gótico no predominara a causa del vigor de las influencias clásicas. Pero góticos fueron sus espacios —como el que circunscribe la bellísima Piazzetta Nilo—, góticas fueron sus calles y gótica fue su perpetuación de la planta romana, conservada sin que apareciera la necesidad de abrirla.

El reino feudal resistió a las corrientes mercantilistas, conservó su carácter y constriñó a las nacientes burguesías urbanas a que operaran dentro de los límites que imponía su propia ideología. La burguesía napolitana creció en medio de estas constricciones y no pudo superarlas. Fue débil en la ciudad-corte, mucho más débil que los señores, y no pudo desafiar su prestigio y su poder. Así, cuando los estratos más altos de la burguesía pudieron aspirar a separarse del resto de su clase, no lograron crear un sector autónomo que impusiera a la ciudad su autoridad, y con ella su mentalidad y su estilo de vida; se limitaron a aproximarse a los señores, a procurar que se los admitiera en sus círculos, y para lograrlo empezaron por adoptar las formas de vida señoriales, los signos de lujo, las formas de mentalidad de la vida ociosa.

El palacio fue, entre todos, el signo más visible de la condición señorial, y la alta burguesía los construyó también y, más frecuentemente, ocupó los que abandonaban las familias aristocráticas en decadencia. Eran éstos ya prodigiosos palacios barrocos, dignos de las iglesias del mismo estilo, dispuestos dentro del recinto amurallado o fuera de él, en las calles que —como la vía Toledo, hoy vía Roma— abrían nuevas perspectivas barrocas a la ciudad antes cerrada.

Fue entonces —hacia el siglo XVIII— cuando las dos ciudades empezaron a disociarse. Hasta entonces eran dos ciudades sociales que se confundían en el terreno; pero desde entonces, la nueva élite, compuesta por esa burguesía teñida de nobleza y esa nobleza un poco aburguesada, iniciaron un desplazamiento hacia otros lugares de Nápoles, más abiertos, y en los que no tenían cabida las clases populares: la Vía Toledo, largo trazado desde Capodimonte hasta el mar, Santa Lucia, el Vomero, la zona comprendida entre la Vía dei Mille y la Riviera di Chiaia. Hubo de allí en adelante también dos ciudades, pero no sólo dos ciudades sociales sino también dos ciudades físicas, la vieja y la nueva, que empezaron a diferenciarse abismáticamente porque alojaron a las dos ciudades sociales.

Porque la ciudad vieja, la del recinto amurallado, la de las grandes iglesias y los grandes palacios barrocos se trasformó en el hábitat casi exclusivo de una clase popular, pobre casi hasta la miseria, falta de los estímulos que la fracasada burguesía napolitana no supo ofrecerle y de las posibilidades que no supo abrirle. No faltaron, ciertamente, los viejos barones que se resistieron a dejar sus palacios, y los que veían declinar sus fortunas se refugiaban en el último piso. Pero el destino de los viejos palacios de la ciudad amurallada fue trasformarse en casas de vecindad adornadas con la popular ropa tendida, a veces de fachada a fachada; un destiño cruel, no tanto porque mancilló la antigua dignidad de los palacios sino porque consagró la dura situación de clases populares sin perspectivas ni esperanzas.

Un recuerdo folklórico idealiza a las clases populares napolitanas. Pero el folklore no disimula el ahogo en que viven en la vieja Nápoles, tan amarga como pintoresca. Estas ciudades de burguesías frustradas y escapistas han condenado a las clases populares a mantenerse dentro de los esquemas de un mundo feudal, cuando todo el contorno ha pasado y sobrepasado una próspera economía mercantil.

Quien por azar sorprende alguna vez —en el puerto, en una trattoria o en la ribera de Santa Lucia— a alguno que canta melancólicamente O sole mio, y conserva en su retina el cuadro de la vieja Nápoles, difícilmente podrá disociar la imagen del que canta de los lugares donde habita: quizá un viejo palacio donde se aprietan ocho personas en un cuarto oscuro que otrora vio el lujo de los viejos señores.

¿Por qué la vieja burguesía napolitana fracasó y no hizo de la Nápoles de los tiempos modernos la ciudad opulenta que hubiera visto el desenvolvimiento de una diferenciada clase media? La sociedad señorial del reino feudal la devoró para subsistir, compuesta solamente de pobres y ricos.